NATURALEZA MUERTA
El ataúd que contemplaba Inti en la capilla ardiente del tanatorio estaba cerrado. No había sido posible reconstruir a Kido a partir de sus restos; al día siguiente por la tarde incinerarían todo cuanto quedaba de él, el contenido de esa caja ahora. Habían transcurrido apenas veinticuatro horas desde el accidente e Inti tenía la sensación de no aterrizar en la realidad, de que todo aquello pertenecía al mundo onírico de las pesadillas -igual que la boca de metro, igual que la última mirada que le lanzó su hermano desde el andén-, y de que pronto giraría la cabeza y vería a Kido entrando por la puerta diciendo "eh, ¿qué haces ahí? ¿te acerco un rosario?"
No había parientes ni familia directa en aquel velatorio. Al otro lado del ventanuco de cristal, respetando la soledad de Inti en la capilla ardiente durante su despedida, estaban Silver, Marcos y Malena y sus padres, algún amigo más. Poca gente en realidad.
Fuera del edificio de color indefinido el cielo se había teñido de gris: nubes bajas, plomizas y por lo que parecía a punto de descargar sobre aquella isleta al margen de la carretera y la civilización. No había cesado de llover a intervalos desde primera hora de la mañana; el clima en verdad empañaba el alma desde dentro pero eso se sentía en cierto modo como una coherente compañía, tal vez a la luz del sol hubiera sido incluso más difícil decir adiós. O tal vez hubiera dado igual porque nada, absolutamente nada, tenía el poder de reconfortar a los que quedaban allí en aquel momento.
Silver no había querido invadir el espacio de Inti y se había quedado con los demás en la pequeña sala de espera junto a la capilla ardiente. Un par de sillones cuyos asientos mostraban pedazos de gomaespuma amarillenta al aire por algunas partes, una mesita de centro y una lámpara cuya luz guiñaba en la penumbra de la incipiente tormenta constituían el exiguo mobiliario. La espigada silueta de "Melenas" proyectaba una sombra alargada en la pared mientras éste se limitaba a contemplar la realidad en pie a través del ventanal justo detrás de los sillones; se encontraba tratando de pensar lo más analíticamente posible, sopesando qué hacer con Inti cuando por fin llegara el momento de separar al rubio de los restos de su hermano. Silver no tenía ni idea de qué hacer. Inti no era de los que se dejaban ayudar fácilmente, pero eso no quería decir que pudiera sobreponerse él solo a la muerte de Kido.
Inmerso en sus cavilaciones, jugueteando con los largos y ahusados dedos en el marco de la ventana sin darse cuenta, Silver vio cómo un vehículo un tanto antiguo estacionaba en el aparcamiento del tanatorio. Una llovizna pesada había empezado a caer, y para cuando se abrió la puerta del coche se había convertido en una cortina de agua. El hombre que salió del vehículo no pareció inmutarse por el chaparrón; sin desplegar paraguas alguno y sin protegerse para no calarse cerró la puerta metálica del coche y avanzó los metros que le separaban del edificio con la mirada fija en el suelo. Silver pudo reconocer al visitante a pesar de que el pálido rostro quedaba oculto tras el telón de los cabellos empapados que se le pegaban a la frente: se trataba de Balle, El Loco, el profe de física quien al parecer había estado más ligado a Kido de lo que el propio Silver había llegado a imaginar. El profesor sujetaba algo contra el pecho y trataba de protegerlo, lo que quiera que fuese, bajo su gabardina.
Balle desapareció bajo el techado de uralita en el porche. Poco después se escuchó el quejido de la puerta principal al abrirse, y acto seguido pisadas húmedas recorriendo el pasillo hacia el lugar destinado a la capilla ardiente de Kido. Por instinto, Silver reaccionó apartándose del ventanal y caminando hacia el sonido de aquellos pasos.
La mirada del profesor, turbia y aturdida, recorría sin descanso el espacioso corredor principal del tanatorio hasta que por fin se detuvo en Silver, reconociendo al momento la alta figura del ex-alumno.
—Profesor...—le llamó éste.
Balle se quedó unos momentos congelado mirando fijo a Silver. Le había reconocido, sí, pero de pronto parecía tener problemas para moverse y reaccionar. Por un instante pareció a punto de desvanecerse, el rostro blanco como el papel, la mirada ausente velada por la humedad opaca tras horas de llanto. Sin embargo, ahora los rasgos del profesor se veían pétreos y Silver comprendió que, aunque fuera por la pura tensión, éste no se echaría a llorar. Cuando logró reaccionar, el profesor tragó saliva y se puso de nuevo en movimiento para detenerse junto a Silver, no sintiéndose capaz al parecer de traspasar el arco que conducía a la sala de espera junto a la capilla ardiente.
—Señor Vega—saludó a Silver en un tono de voz apenas audible, ojos de pescado muerto mirando sin ver. El vacío en aquellos ojos le hizo al aludido desear desaparecer de allí y al mismo tiempo abrazar al profesor, pero Silver no se movió. Parecía un guardián, algún tipo de centinela ahí parado custodiando el arco que daba a las habitaciones.
Ballesta tomó aire y exhaló, desviando la mirada hacia esa barrera invisible que al parecer le impedía entrar allí. No quería pensar en por qué sus pies no le obedecían, y al mismo tiempo no podía sacarse los motivos de la cabeza: ahí dentro estaba "algo", lo que había sido Kido, su "sr. Katai"; pero lo que había allí ya no era Kido más, ni se parecía remotamente a él. Su sonrisa, su mirada, su alma... no encontraría nada de eso al otro lado del arco. Nunca volvería a ver a Kido ni a sentirle. Nunca podría volver a abrazarle. Y, por otra parte, sentía que no merecía hacerlo. Porque había sido él, el mismo Balle, quien le había mandado allí. O eso sentía.
Las circunstancias daban igual. El contexto daba lo mismo. Si Balle nunca se hubiera acercado a Kido, si nunca hubieran ido de viaje juntos, si jamás hubieran intimado, si Kido no le hubiera dado aquel beso traicionero a la entrada de su casa, tal vez éste seguiría vivo ahora.
Esta idea estaba marcada a fuego en el alma del profesor, tan profunda y tan adentro que por mucho que le hubieran explicado que Kido literalmente había dado su vida por Taylor -porque ésta había decidido lanzarse a la maldita via del tren-, él hubiera seguido pensando lo mismo. Fue él. Antes de Taylor, fue él. Y lo peor de todo es que sentía que, si hubiera sabido antes de la relación entre Taylor y Kido y de lo complicada que podría volverse, con toda seguridad él hubiera amado a Kido igualmente. Cómo no hacerlo. Cómo no querer darlo todo por él. Se sentía como el monstruo que no se arrepentía de nada, así era.
Había querido entregar hasta lo que no tenía. Había tratado de ser mejor persona sin dejar de ser quien era sólo por Kido, y al final -irónica vida- se lo había arrebatado todo.
—¿Se encuentra bien...?—murmuró Silver acercándose más al profesor, pues tuvo la sensación de que éste efectivamente iba a caer redondo en el pasillo.
El interpelado asintió levemente y se movió hacia el arco sólo para apoyarse en él. Volvió a tomar aire y a exhalar largo con la mirada diluida en la nada. Parecía terriblemente cansado.
Silver se aproximó a una bomba de agua a poca distancia, llenó un vaso desechable y se lo acercó al profesor.
—Tal vez debería sentarse...—le sugirió en voz baja, ofreciéndole el vaso y por otro lado el brazo contrario por si el profesor pudiera necesitar apoyarse en caso de querer moverse hacia los sillones en la sala de espera.
Sorprendentemente, el profesor no denegó el ofrecimiento y se apoyó en el hombro de Silver para moverse como autómata en dirección a la salita, apañándoselas de algún modo para seguir sosteniendo contra el pecho aquello que llevaba bajo la gabardina. Tomó también el vaso de agua que éste le tendía, pero sólo mojó los labios al acercarlo a la boca como mero mecanismo inconsciente sin saber realmente lo que hacía. Un puño helado asfixiaba el latido de su corazón en su pecho a medida que entraba a la espartana habitación, y sencillamente durante aquellos instantes Balle no podía ser dueño de su mente. No podía hacer que su mente volviera a centrarse y dejara de evocar, de pensar en él.
Le amaba. Nunca se lo había dicho. Si hubiera sabido que tenían el tiempo justo no se lo habría guardado dentro, maldita sea. Tal vez Kido... tal vez hubiera necesitado oírlo, y tal vez Balle hubiera necesitado decírselo. Ahora se lo decía todo el tiempo, se lo decía en un grito sordo hacia dentro de sí, un grito anudado en su garganta que nadie salvo él mismo podía escuchar.
Marcos y Malena dejaron de hablar y levantaron la vista hacia Balle al verle llegar, apostados junto a la pared opuesta al ventanuco que daba al pequeño espacio donde estaba el ataúd. Inti llevaba horas metido allí velando los restos de su hermano en la casi total oscuridad, a la trémula luz de unas cuantas velas que alguien había colocado en una repisa junto a un par de imágenes sagradas. Quizá seguían en aquel tanatorio algún tipo de protocolo para gente creyente a la hora de acondicionar espacios, pues en la sala de espera se veía también una cruz de dimensiones colosales contra una de las paredes, flanqueada también por sendos cabitos de vela.
Si Balle hubiera mirado en aquella dirección hubiera visto el cabello amarillo de Inti tras los cristales del ventanuco, y también cómo éste movía los labios como si estuviera hablando con un interlocutor imaginario. Pero el profesor se obcecó en no mirar; se dejó caer sobre uno de los deslustrados sillones sin quitarse la gabardina empapada y lo que llevaba bajo esta cayó al suelo en aquel momento de obnubilación. Se trataba de una flor: una rosa de color blanco cuya corola había perdido algunos pétalos debido al trasiego y a la cercanía durante el viaje con el corazón del profesor. No hizo ningún ruido al caer pero a pesar de eso los ojos de los allí presentes se centraron en ella inevitablemente.
Los ojos de Balle se abrieron grandes cuando éste se dio cuenta de que había dejado caer la rosa. Con el movimiento seco de una marioneta cuyos miembros fueran movidos por hilos, se inclinó hacia delante y recogió la flor lo más cuidadosamente que fue capaz, tomándola en la mano y de pronto sin saber qué hacer con ella.
—Profesor... lo siento mucho.
Malena, la hermana de Marcos -quien había hablado- se acercó a Balle con paso vacilante y le oprimió el hombro.
—¿Quiere pasar?—inquirió Silver sin querer elevar el tono de voz, como si percibiera que al hacerlo pudiera alcanzar al profesor en algún lugar interno y hacerle daño, causarle más dolor del que ya llevaba encima—Puedo decirle a Inti que ha llegado...
Balle tardó unos segundos en reaccionar y negó con la cabeza por toda respuesta. No se sentía preparado para entrar allí, para que la penumbra de ese pequeño reducto le envolviera junto a aquel ataúd inane. Estaba aún "aprendiendo" inutilmente, dándose cuenta de cosas, atando cabos en el pantano de su tristeza.
Amor inmortal. Nunca había sentido aquella certeza en sí mismo. Él no lo sabía; lo había oído por ahí en aquellos cuentos de hadas en los que no creía, y en los guiones de aquellas películas que despreciaba: "amor inmortal". Ahora sabía lo que significaba, más allá del "vivieron felices para siempre". Fuera cual fuera el final, el amor era algo que, aunque no supiera aún cómo definir, era más grande que la muerte.
Desear la paz, la sonrisa y la felicidad del otro por encima de la propia, con uno o sin uno: eso era amor, o lo había sido para Balle. Y ahora que Kido no estaba, ese sentimiento permanecía, había sobrevivido entre los restos del naufragio. Era el infierno en la tierra y hacía que doliera estar vivo, pero no podía haber nada más real y Balle no quería luchar contra ello.
Amor inmortal. Fuego inmortal. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo.
Amor inmortal, era lo único que le quedaba: seguir amando a Kido para siempre.
Balle no creía en dios; él pensaba que fue el hombre quien creó a dios a su imagen y semejanza y no al revés. Sin embargo había leído la biblia hacía tiempo y curiosamente, en este momento en que no comprendía nada le vinieron a la mente antiguas citas y pasajes cuya esencia le pareció de pronto que podía entender mejor:
"Soy el que soy", porque Kido había hecho de él alguien distinto, alguien mejor, mientras le amó. Le había hecho sentirse valioso al amarle, le había hecho sentirse valiente al ser amado por él.
"No soy digno de que entres en mi casa", ahora lo sentía más que nunca. Su casa estaba ahora vacía porque el ángel dorado se había ido, y se había ido porque Balle no le supo retener... nunca fue digno de recibirle en su casa, ni de buscar hogares secretos en él por su cuenta y riesgo.
"Pero una palabra tuya bastará para sanarme". Esa palabra no llegaría jamás.
"Dios es Amor".
"El que crea en mí (en dios), aunque muera, vivirá."
Lo que aparentemente eran cosas sin sentido se agolpaba ahora en la cabeza del profesor formando un engrudo que le separaba de la realidad. No, definitivamente no se sentía preparado para enfrentarse a la naturaleza muerta contenida en aquel féretro.
En el interior del habitáculo en penumbra, a solas con su hermano, Inti llevaba tiempo susurrándole como si Kido pudiera oírle.
—No te lo perdonaré nunca...
Las mejillas del rubio estaban surcadas de ríos secos bajo los ojos arrasados como brasas. Se encontraba sentado en una silla junto al ataud, casi pegado a él, sujetando entre las manos la zapatilla destrozada que era lo único más o menos entero que habían podido rescatar de lo que había sido su hermano después del accidente.
La oscuridad le envolvía por dentro. Oscuridad: ausencia de luz que dejaba a su alma sola, desnuda y fría un paso más allá de la noche eterna.
—No me lo dijiste. No me lo explicaste. No te perdonaré nunca, TE QUIERO.
Igual que sentía que esa oscuridad no se iría nunca de dentro de sí, se veía simplemente incapaz de dejar de llorar. Las lágrimas quemaban como ácido pero en cuestión de horas se había acostumbrado y por otra parte no tenía miedo alguno a que le consumieran: era precisamente lo que quería. Derretirse, deshacerse, desaparecer.
Si sólo pudiera verle. Si sólo pudiera abrazarle o cogerle la mano para despedirse como era debido.
—Imbécil.
Lloraba desconsolado con toda la amargura de su ser. Sus hombros temblaban, su cabeza caía y su cara abrasada se ocultaba entre sus manos. No era consciente de que allí hubiera más gente y de que ojos ajenos podían ver cómo se desplomaba tras aquel cristal.
—La mataré...—la pena, la condena de seguir vivo dejando a Kido atrás se aliaba ahora con el odio candente que sentía hacia Taylor. Un odio creciente que bullía en sus venas haciéndole hervir la sangre y que resultaba, quizá, un bálsamo de alivio rojo en comparación con la tristeza por haber perdido a Kido.—La mataré.
Aquella zorra desconsiderada, aquella mujer inmadura y egoísta que había demostrado ser incapaz de enfrentarse a sus problemas, ella había sido quien se había llevado a su hermano por delante. Sólo por eso, por egoismo, por mirarse su propio y jodido ombligo como si ella fuera la única persona sufriente sobre la Tierra.
Una enorme ansia por destruir sacudió a Inti hasta los cimientos: le ocurría a cada rato desde que estaba allí, en silencio junto a los restos mortales de su hermano. Tan pronto quería morir como al instante siguiente quería matar, romper, destrozar. De buena gana hundiría el puño en ese maldito cristal -y en el ataud de madera, ¿por qué no?- si no sintiera que el cuerpo le pesaba una tonelada y más.
Inti no era un asesino. Él mismo sabía en el fondo de su mente que acabar con la vida de Taylor no era lo que quería. Lo que quería era que su hermano volviese, pero eso no iba a ocurrir. Él sabía que el "ojo por ojo" no tenía sentido y que era una quimera, pero dar rienda suelta a su deseo era en ese momento algo primario y liberador o se sentía así, aunque fuera de ese modo, a solas con lo que quedaba de su hermano. No era un asesino, pero sí era humano, y en aquel momento los sentimientos le superaban y le arrastraban como olas.
—Inti...
La voz suave pero profunda de Silver, como de campana amortiguada bajo piedra, fue como un mazazo para el rubio y le hizo levantar la cabeza. Silver había comprendido la negativa del profesor en cuanto a pasar a despedirse en aquel momento, pero aún así decidió avisar a Inti de la llegada de Balle de igual modo.
—¿Qué?—murmuró el aludido en un hilo de voz. Por un instante pensó, con horror, que Silver había ido a decirle que ya tenían que irse, que había ido a sacarle de allí. No pensaba moverse hasta el último segundo, desde luego que no. No se sentía capaz de separarse de aquella caja maldita. Miraba a Silver descompuesto, agarrando con firmeza la zapatilla de Kido contra su pecho y su estómago sin darse cuenta.
—Ballesta está aquí.
El rubio ladeó levemente la cabeza como si le costara procesar aquella nueva información.
—Ah.
—Está ahí al lado, en la sala.
Inti tragó saliva con los dientes apretados. A diferencia de lo que le ocurría con Taylor -esperaba que ella no cometiera la osadía de pisar aquel lugar-, no tenía nada en contra del profesor. Le daba una pena infinita si acaso; sabía que Balle quería a su hermano, lo había visto en sus ojos, y eso hacía que empatizara con él. Balle jamás hubiera hecho lo que Taylor hizo. Balle jamás se hubiera puesto él mismo por delante de la vida de Kido.
—¿Quiere pasar?—inquirió Inti, sintiéndose demasiado cansado para estirar el cuello y mirar a través del ventanuco hacia la salita.
Silver negó con la cabeza.
—No, aún no. Supongo que más tarde, no lo sé.
—Ah.
Inti se reclinó pesadamente contra el respaldo de la silla y desvió la mirada hacia la zapatilla en sus manos. Aunque fuera a regañadientes, estaba dispuesto a dejar a Balle a solas allí si éste quería para decirle adiós a Kido.
—Bueno...—mientras hablaba, Silver miraba con tristeza el ataúd sin poder evitarlo—¿necesitas algo, Inti? ¿alguna cosa?
El interpelado negó con la cabeza.
—Tal vez deberías comer algo...
El sonido del resoplido que dio el rubio, casi una risa, se magnificó en la pequeña habitación. ¿Comer? no podía ni pensar en ello ahora.
Al otro lado del cristal, Marcos y Malena salían a fumar un cigarro dejando solo a Balle, quien seguía con los ojos fijos en la rosa un tanto mustia que sostenía en la mano.
Silver titubeó entre la salita de estar y la pequeña capilla, dudando si irse y dejar a Inti solo allí o quedarse. No tenía ni la menor pista de lo que podía necesitar su amigo, así que directamente le preguntó.
—¿Quieres que te deje solo...?
Inti se encogió de hombros mirando al ataúd.
—Como quieras.
—Estaré... ahí en la salita—murmuró Silver señalando el espacio al otro lado—a menos que necesites que me quede aquí contigo.
La confirmación por parte de Inti sobre esto último nunca llegó, de modo que Silver optó por salir finalmente dejándole intimidad. De buena gana hubiera abrazado a su amigo, pero por respeto no se atrevía a romper la barrera de la que éste se rodeaba. Silver había sentido muchísimo la pérdida de Kido como amigo, no quería ni imaginarse lo que podía estar pasando por la psique de Inti en aquel momento. Se hacía a la idea de que podía estar cerca de multiplicar varias veces su propio dolor, su desconcierto y la frustración que él mismo sentía.
Al entrar de nuevo en la salita comprobó que Balle se había levantado.
—¿Hay algún problema en que entre ahora?—inquirió el profesor con cautela. Parecía haber recuperado un poco el control y por lo menos enfocaba la mirada, aunque su mano derecha temblaba sujetando la rosa.
—Ah, pues... no. No creo—Silver trató de sonreír por un ínfimo momento y avanzó hacia los cuarteados sillones para sentarse. Él también se sentía agotado como si caminara con una mochila llena de piedras a la espalda.
—Gracias.
Observó como el profesor se dirigía a la pequeña habitación acondicionada como capilla y desaparecía tras el arco de la puerta.
Una vez allí, Balle no dijo nada. Giró por un instante la cara hacia Inti, dejando que sus miradas se encontrasen y comulgando por un momento la misma desolación común. Segundos después se volvió hacia el ataúd cerrado y centró la mirada en él. Los ojos se le empañaron, se mordió los labios y dejó la flor sobre la tapa. Lejos de retroceder, una vez hubo dejado allí la rosa, Balle apoyó ambas manos en los laterales del ataúd y se inclinó hacia delante hasta tocar con los labios la madera pulida con olor a barniz. Lloraba en silencio sin sollozar, aunque pensaba que ya no le quedaban lágrimas.
—Le amo, señor Katai...—murmuró contra la tapa del ataud en un tono de voz tan bajo que ni siquiera Inti pudo oírlo—Le amo.
El ataúd que contemplaba Inti en la capilla ardiente del tanatorio estaba cerrado. No había sido posible reconstruir a Kido a partir de sus restos; al día siguiente por la tarde incinerarían todo cuanto quedaba de él, el contenido de esa caja ahora. Habían transcurrido apenas veinticuatro horas desde el accidente e Inti tenía la sensación de no aterrizar en la realidad, de que todo aquello pertenecía al mundo onírico de las pesadillas -igual que la boca de metro, igual que la última mirada que le lanzó su hermano desde el andén-, y de que pronto giraría la cabeza y vería a Kido entrando por la puerta diciendo "eh, ¿qué haces ahí? ¿te acerco un rosario?"
No había parientes ni familia directa en aquel velatorio. Al otro lado del ventanuco de cristal, respetando la soledad de Inti en la capilla ardiente durante su despedida, estaban Silver, Marcos y Malena y sus padres, algún amigo más. Poca gente en realidad.
Fuera del edificio de color indefinido el cielo se había teñido de gris: nubes bajas, plomizas y por lo que parecía a punto de descargar sobre aquella isleta al margen de la carretera y la civilización. No había cesado de llover a intervalos desde primera hora de la mañana; el clima en verdad empañaba el alma desde dentro pero eso se sentía en cierto modo como una coherente compañía, tal vez a la luz del sol hubiera sido incluso más difícil decir adiós. O tal vez hubiera dado igual porque nada, absolutamente nada, tenía el poder de reconfortar a los que quedaban allí en aquel momento.
Silver no había querido invadir el espacio de Inti y se había quedado con los demás en la pequeña sala de espera junto a la capilla ardiente. Un par de sillones cuyos asientos mostraban pedazos de gomaespuma amarillenta al aire por algunas partes, una mesita de centro y una lámpara cuya luz guiñaba en la penumbra de la incipiente tormenta constituían el exiguo mobiliario. La espigada silueta de "Melenas" proyectaba una sombra alargada en la pared mientras éste se limitaba a contemplar la realidad en pie a través del ventanal justo detrás de los sillones; se encontraba tratando de pensar lo más analíticamente posible, sopesando qué hacer con Inti cuando por fin llegara el momento de separar al rubio de los restos de su hermano. Silver no tenía ni idea de qué hacer. Inti no era de los que se dejaban ayudar fácilmente, pero eso no quería decir que pudiera sobreponerse él solo a la muerte de Kido.
Inmerso en sus cavilaciones, jugueteando con los largos y ahusados dedos en el marco de la ventana sin darse cuenta, Silver vio cómo un vehículo un tanto antiguo estacionaba en el aparcamiento del tanatorio. Una llovizna pesada había empezado a caer, y para cuando se abrió la puerta del coche se había convertido en una cortina de agua. El hombre que salió del vehículo no pareció inmutarse por el chaparrón; sin desplegar paraguas alguno y sin protegerse para no calarse cerró la puerta metálica del coche y avanzó los metros que le separaban del edificio con la mirada fija en el suelo. Silver pudo reconocer al visitante a pesar de que el pálido rostro quedaba oculto tras el telón de los cabellos empapados que se le pegaban a la frente: se trataba de Balle, El Loco, el profe de física quien al parecer había estado más ligado a Kido de lo que el propio Silver había llegado a imaginar. El profesor sujetaba algo contra el pecho y trataba de protegerlo, lo que quiera que fuese, bajo su gabardina.
Balle desapareció bajo el techado de uralita en el porche. Poco después se escuchó el quejido de la puerta principal al abrirse, y acto seguido pisadas húmedas recorriendo el pasillo hacia el lugar destinado a la capilla ardiente de Kido. Por instinto, Silver reaccionó apartándose del ventanal y caminando hacia el sonido de aquellos pasos.
La mirada del profesor, turbia y aturdida, recorría sin descanso el espacioso corredor principal del tanatorio hasta que por fin se detuvo en Silver, reconociendo al momento la alta figura del ex-alumno.
—Profesor...—le llamó éste.
Balle se quedó unos momentos congelado mirando fijo a Silver. Le había reconocido, sí, pero de pronto parecía tener problemas para moverse y reaccionar. Por un instante pareció a punto de desvanecerse, el rostro blanco como el papel, la mirada ausente velada por la humedad opaca tras horas de llanto. Sin embargo, ahora los rasgos del profesor se veían pétreos y Silver comprendió que, aunque fuera por la pura tensión, éste no se echaría a llorar. Cuando logró reaccionar, el profesor tragó saliva y se puso de nuevo en movimiento para detenerse junto a Silver, no sintiéndose capaz al parecer de traspasar el arco que conducía a la sala de espera junto a la capilla ardiente.
—Señor Vega—saludó a Silver en un tono de voz apenas audible, ojos de pescado muerto mirando sin ver. El vacío en aquellos ojos le hizo al aludido desear desaparecer de allí y al mismo tiempo abrazar al profesor, pero Silver no se movió. Parecía un guardián, algún tipo de centinela ahí parado custodiando el arco que daba a las habitaciones.
Ballesta tomó aire y exhaló, desviando la mirada hacia esa barrera invisible que al parecer le impedía entrar allí. No quería pensar en por qué sus pies no le obedecían, y al mismo tiempo no podía sacarse los motivos de la cabeza: ahí dentro estaba "algo", lo que había sido Kido, su "sr. Katai"; pero lo que había allí ya no era Kido más, ni se parecía remotamente a él. Su sonrisa, su mirada, su alma... no encontraría nada de eso al otro lado del arco. Nunca volvería a ver a Kido ni a sentirle. Nunca podría volver a abrazarle. Y, por otra parte, sentía que no merecía hacerlo. Porque había sido él, el mismo Balle, quien le había mandado allí. O eso sentía.
Las circunstancias daban igual. El contexto daba lo mismo. Si Balle nunca se hubiera acercado a Kido, si nunca hubieran ido de viaje juntos, si jamás hubieran intimado, si Kido no le hubiera dado aquel beso traicionero a la entrada de su casa, tal vez éste seguiría vivo ahora.
Esta idea estaba marcada a fuego en el alma del profesor, tan profunda y tan adentro que por mucho que le hubieran explicado que Kido literalmente había dado su vida por Taylor -porque ésta había decidido lanzarse a la maldita via del tren-, él hubiera seguido pensando lo mismo. Fue él. Antes de Taylor, fue él. Y lo peor de todo es que sentía que, si hubiera sabido antes de la relación entre Taylor y Kido y de lo complicada que podría volverse, con toda seguridad él hubiera amado a Kido igualmente. Cómo no hacerlo. Cómo no querer darlo todo por él. Se sentía como el monstruo que no se arrepentía de nada, así era.
Había querido entregar hasta lo que no tenía. Había tratado de ser mejor persona sin dejar de ser quien era sólo por Kido, y al final -irónica vida- se lo había arrebatado todo.
—¿Se encuentra bien...?—murmuró Silver acercándose más al profesor, pues tuvo la sensación de que éste efectivamente iba a caer redondo en el pasillo.
El interpelado asintió levemente y se movió hacia el arco sólo para apoyarse en él. Volvió a tomar aire y a exhalar largo con la mirada diluida en la nada. Parecía terriblemente cansado.
Silver se aproximó a una bomba de agua a poca distancia, llenó un vaso desechable y se lo acercó al profesor.
—Tal vez debería sentarse...—le sugirió en voz baja, ofreciéndole el vaso y por otro lado el brazo contrario por si el profesor pudiera necesitar apoyarse en caso de querer moverse hacia los sillones en la sala de espera.
Sorprendentemente, el profesor no denegó el ofrecimiento y se apoyó en el hombro de Silver para moverse como autómata en dirección a la salita, apañándoselas de algún modo para seguir sosteniendo contra el pecho aquello que llevaba bajo la gabardina. Tomó también el vaso de agua que éste le tendía, pero sólo mojó los labios al acercarlo a la boca como mero mecanismo inconsciente sin saber realmente lo que hacía. Un puño helado asfixiaba el latido de su corazón en su pecho a medida que entraba a la espartana habitación, y sencillamente durante aquellos instantes Balle no podía ser dueño de su mente. No podía hacer que su mente volviera a centrarse y dejara de evocar, de pensar en él.
Le amaba. Nunca se lo había dicho. Si hubiera sabido que tenían el tiempo justo no se lo habría guardado dentro, maldita sea. Tal vez Kido... tal vez hubiera necesitado oírlo, y tal vez Balle hubiera necesitado decírselo. Ahora se lo decía todo el tiempo, se lo decía en un grito sordo hacia dentro de sí, un grito anudado en su garganta que nadie salvo él mismo podía escuchar.
Marcos y Malena dejaron de hablar y levantaron la vista hacia Balle al verle llegar, apostados junto a la pared opuesta al ventanuco que daba al pequeño espacio donde estaba el ataúd. Inti llevaba horas metido allí velando los restos de su hermano en la casi total oscuridad, a la trémula luz de unas cuantas velas que alguien había colocado en una repisa junto a un par de imágenes sagradas. Quizá seguían en aquel tanatorio algún tipo de protocolo para gente creyente a la hora de acondicionar espacios, pues en la sala de espera se veía también una cruz de dimensiones colosales contra una de las paredes, flanqueada también por sendos cabitos de vela.
Si Balle hubiera mirado en aquella dirección hubiera visto el cabello amarillo de Inti tras los cristales del ventanuco, y también cómo éste movía los labios como si estuviera hablando con un interlocutor imaginario. Pero el profesor se obcecó en no mirar; se dejó caer sobre uno de los deslustrados sillones sin quitarse la gabardina empapada y lo que llevaba bajo esta cayó al suelo en aquel momento de obnubilación. Se trataba de una flor: una rosa de color blanco cuya corola había perdido algunos pétalos debido al trasiego y a la cercanía durante el viaje con el corazón del profesor. No hizo ningún ruido al caer pero a pesar de eso los ojos de los allí presentes se centraron en ella inevitablemente.
Los ojos de Balle se abrieron grandes cuando éste se dio cuenta de que había dejado caer la rosa. Con el movimiento seco de una marioneta cuyos miembros fueran movidos por hilos, se inclinó hacia delante y recogió la flor lo más cuidadosamente que fue capaz, tomándola en la mano y de pronto sin saber qué hacer con ella.
—Profesor... lo siento mucho.
Malena, la hermana de Marcos -quien había hablado- se acercó a Balle con paso vacilante y le oprimió el hombro.
—¿Quiere pasar?—inquirió Silver sin querer elevar el tono de voz, como si percibiera que al hacerlo pudiera alcanzar al profesor en algún lugar interno y hacerle daño, causarle más dolor del que ya llevaba encima—Puedo decirle a Inti que ha llegado...
Balle tardó unos segundos en reaccionar y negó con la cabeza por toda respuesta. No se sentía preparado para entrar allí, para que la penumbra de ese pequeño reducto le envolviera junto a aquel ataúd inane. Estaba aún "aprendiendo" inutilmente, dándose cuenta de cosas, atando cabos en el pantano de su tristeza.
Amor inmortal. Nunca había sentido aquella certeza en sí mismo. Él no lo sabía; lo había oído por ahí en aquellos cuentos de hadas en los que no creía, y en los guiones de aquellas películas que despreciaba: "amor inmortal". Ahora sabía lo que significaba, más allá del "vivieron felices para siempre". Fuera cual fuera el final, el amor era algo que, aunque no supiera aún cómo definir, era más grande que la muerte.
Desear la paz, la sonrisa y la felicidad del otro por encima de la propia, con uno o sin uno: eso era amor, o lo había sido para Balle. Y ahora que Kido no estaba, ese sentimiento permanecía, había sobrevivido entre los restos del naufragio. Era el infierno en la tierra y hacía que doliera estar vivo, pero no podía haber nada más real y Balle no quería luchar contra ello.
Amor inmortal. Fuego inmortal. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo.
Amor inmortal, era lo único que le quedaba: seguir amando a Kido para siempre.
Balle no creía en dios; él pensaba que fue el hombre quien creó a dios a su imagen y semejanza y no al revés. Sin embargo había leído la biblia hacía tiempo y curiosamente, en este momento en que no comprendía nada le vinieron a la mente antiguas citas y pasajes cuya esencia le pareció de pronto que podía entender mejor:
"Soy el que soy", porque Kido había hecho de él alguien distinto, alguien mejor, mientras le amó. Le había hecho sentirse valioso al amarle, le había hecho sentirse valiente al ser amado por él.
"No soy digno de que entres en mi casa", ahora lo sentía más que nunca. Su casa estaba ahora vacía porque el ángel dorado se había ido, y se había ido porque Balle no le supo retener... nunca fue digno de recibirle en su casa, ni de buscar hogares secretos en él por su cuenta y riesgo.
"Pero una palabra tuya bastará para sanarme". Esa palabra no llegaría jamás.
"Dios es Amor".
"El que crea en mí (en dios), aunque muera, vivirá."
Lo que aparentemente eran cosas sin sentido se agolpaba ahora en la cabeza del profesor formando un engrudo que le separaba de la realidad. No, definitivamente no se sentía preparado para enfrentarse a la naturaleza muerta contenida en aquel féretro.
En el interior del habitáculo en penumbra, a solas con su hermano, Inti llevaba tiempo susurrándole como si Kido pudiera oírle.
—No te lo perdonaré nunca...
Las mejillas del rubio estaban surcadas de ríos secos bajo los ojos arrasados como brasas. Se encontraba sentado en una silla junto al ataud, casi pegado a él, sujetando entre las manos la zapatilla destrozada que era lo único más o menos entero que habían podido rescatar de lo que había sido su hermano después del accidente.
La oscuridad le envolvía por dentro. Oscuridad: ausencia de luz que dejaba a su alma sola, desnuda y fría un paso más allá de la noche eterna.
—No me lo dijiste. No me lo explicaste. No te perdonaré nunca, TE QUIERO.
Igual que sentía que esa oscuridad no se iría nunca de dentro de sí, se veía simplemente incapaz de dejar de llorar. Las lágrimas quemaban como ácido pero en cuestión de horas se había acostumbrado y por otra parte no tenía miedo alguno a que le consumieran: era precisamente lo que quería. Derretirse, deshacerse, desaparecer.
Si sólo pudiera verle. Si sólo pudiera abrazarle o cogerle la mano para despedirse como era debido.
—Imbécil.
Lloraba desconsolado con toda la amargura de su ser. Sus hombros temblaban, su cabeza caía y su cara abrasada se ocultaba entre sus manos. No era consciente de que allí hubiera más gente y de que ojos ajenos podían ver cómo se desplomaba tras aquel cristal.
—La mataré...—la pena, la condena de seguir vivo dejando a Kido atrás se aliaba ahora con el odio candente que sentía hacia Taylor. Un odio creciente que bullía en sus venas haciéndole hervir la sangre y que resultaba, quizá, un bálsamo de alivio rojo en comparación con la tristeza por haber perdido a Kido.—La mataré.
Aquella zorra desconsiderada, aquella mujer inmadura y egoísta que había demostrado ser incapaz de enfrentarse a sus problemas, ella había sido quien se había llevado a su hermano por delante. Sólo por eso, por egoismo, por mirarse su propio y jodido ombligo como si ella fuera la única persona sufriente sobre la Tierra.
Una enorme ansia por destruir sacudió a Inti hasta los cimientos: le ocurría a cada rato desde que estaba allí, en silencio junto a los restos mortales de su hermano. Tan pronto quería morir como al instante siguiente quería matar, romper, destrozar. De buena gana hundiría el puño en ese maldito cristal -y en el ataud de madera, ¿por qué no?- si no sintiera que el cuerpo le pesaba una tonelada y más.
Inti no era un asesino. Él mismo sabía en el fondo de su mente que acabar con la vida de Taylor no era lo que quería. Lo que quería era que su hermano volviese, pero eso no iba a ocurrir. Él sabía que el "ojo por ojo" no tenía sentido y que era una quimera, pero dar rienda suelta a su deseo era en ese momento algo primario y liberador o se sentía así, aunque fuera de ese modo, a solas con lo que quedaba de su hermano. No era un asesino, pero sí era humano, y en aquel momento los sentimientos le superaban y le arrastraban como olas.
—Inti...
La voz suave pero profunda de Silver, como de campana amortiguada bajo piedra, fue como un mazazo para el rubio y le hizo levantar la cabeza. Silver había comprendido la negativa del profesor en cuanto a pasar a despedirse en aquel momento, pero aún así decidió avisar a Inti de la llegada de Balle de igual modo.
—¿Qué?—murmuró el aludido en un hilo de voz. Por un instante pensó, con horror, que Silver había ido a decirle que ya tenían que irse, que había ido a sacarle de allí. No pensaba moverse hasta el último segundo, desde luego que no. No se sentía capaz de separarse de aquella caja maldita. Miraba a Silver descompuesto, agarrando con firmeza la zapatilla de Kido contra su pecho y su estómago sin darse cuenta.
—Ballesta está aquí.
El rubio ladeó levemente la cabeza como si le costara procesar aquella nueva información.
—Ah.
—Está ahí al lado, en la sala.
Inti tragó saliva con los dientes apretados. A diferencia de lo que le ocurría con Taylor -esperaba que ella no cometiera la osadía de pisar aquel lugar-, no tenía nada en contra del profesor. Le daba una pena infinita si acaso; sabía que Balle quería a su hermano, lo había visto en sus ojos, y eso hacía que empatizara con él. Balle jamás hubiera hecho lo que Taylor hizo. Balle jamás se hubiera puesto él mismo por delante de la vida de Kido.
—¿Quiere pasar?—inquirió Inti, sintiéndose demasiado cansado para estirar el cuello y mirar a través del ventanuco hacia la salita.
Silver negó con la cabeza.
—No, aún no. Supongo que más tarde, no lo sé.
—Ah.
Inti se reclinó pesadamente contra el respaldo de la silla y desvió la mirada hacia la zapatilla en sus manos. Aunque fuera a regañadientes, estaba dispuesto a dejar a Balle a solas allí si éste quería para decirle adiós a Kido.
—Bueno...—mientras hablaba, Silver miraba con tristeza el ataúd sin poder evitarlo—¿necesitas algo, Inti? ¿alguna cosa?
El interpelado negó con la cabeza.
—Tal vez deberías comer algo...
El sonido del resoplido que dio el rubio, casi una risa, se magnificó en la pequeña habitación. ¿Comer? no podía ni pensar en ello ahora.
Al otro lado del cristal, Marcos y Malena salían a fumar un cigarro dejando solo a Balle, quien seguía con los ojos fijos en la rosa un tanto mustia que sostenía en la mano.
Silver titubeó entre la salita de estar y la pequeña capilla, dudando si irse y dejar a Inti solo allí o quedarse. No tenía ni la menor pista de lo que podía necesitar su amigo, así que directamente le preguntó.
—¿Quieres que te deje solo...?
Inti se encogió de hombros mirando al ataúd.
—Como quieras.
—Estaré... ahí en la salita—murmuró Silver señalando el espacio al otro lado—a menos que necesites que me quede aquí contigo.
La confirmación por parte de Inti sobre esto último nunca llegó, de modo que Silver optó por salir finalmente dejándole intimidad. De buena gana hubiera abrazado a su amigo, pero por respeto no se atrevía a romper la barrera de la que éste se rodeaba. Silver había sentido muchísimo la pérdida de Kido como amigo, no quería ni imaginarse lo que podía estar pasando por la psique de Inti en aquel momento. Se hacía a la idea de que podía estar cerca de multiplicar varias veces su propio dolor, su desconcierto y la frustración que él mismo sentía.
Al entrar de nuevo en la salita comprobó que Balle se había levantado.
—¿Hay algún problema en que entre ahora?—inquirió el profesor con cautela. Parecía haber recuperado un poco el control y por lo menos enfocaba la mirada, aunque su mano derecha temblaba sujetando la rosa.
—Ah, pues... no. No creo—Silver trató de sonreír por un ínfimo momento y avanzó hacia los cuarteados sillones para sentarse. Él también se sentía agotado como si caminara con una mochila llena de piedras a la espalda.
—Gracias.
Observó como el profesor se dirigía a la pequeña habitación acondicionada como capilla y desaparecía tras el arco de la puerta.
Una vez allí, Balle no dijo nada. Giró por un instante la cara hacia Inti, dejando que sus miradas se encontrasen y comulgando por un momento la misma desolación común. Segundos después se volvió hacia el ataúd cerrado y centró la mirada en él. Los ojos se le empañaron, se mordió los labios y dejó la flor sobre la tapa. Lejos de retroceder, una vez hubo dejado allí la rosa, Balle apoyó ambas manos en los laterales del ataúd y se inclinó hacia delante hasta tocar con los labios la madera pulida con olor a barniz. Lloraba en silencio sin sollozar, aunque pensaba que ya no le quedaban lágrimas.
—Le amo, señor Katai...—murmuró contra la tapa del ataud en un tono de voz tan bajo que ni siquiera Inti pudo oírlo—Le amo.