Sinopsis
Una chica llamada Esther hace un pacto con tres hombres convirtiéndose en "su perra".
Género: ficción erótica
Categoría: Dominación/sumisión
+18, sexo explícito.
*La *Primera Temporada* consta de 24 capítulos + un flash forward enlazando con la Segunda.
Género: ficción erótica
Categoría: Dominación/sumisión
+18, sexo explícito.
*La *Primera Temporada* consta de 24 capítulos + un flash forward enlazando con la Segunda.
Capítulos:
I: Primera entrevista
Fragmentos de la vida de Esther, febrero de 2012
Aquella chica contaría veintitantos años, o eso era lo que a primera vista traducían sus rasgos aniñados y su piel de terciopelo rosa. Inquieta, revolviéndose discretamente sobre el asiento, parecía que las mejillas le temblaran bajo las negras y larguísimas pestañas como alas de mariposa.
A Inti le bastó un único vistazo para catalogarla de niña de papá, y automáticamente intuyó que aquel ejemplar que tenía ante sí pertenecía a la llamada por algunos “generación ni-ni” -ni estudia (ni estudió), ni trabaja (ni trabajará). -Sentados frente a frente, durante aquel lapso inicial de silencio como una burbuja de aire entre dos desconocidos, ambos se contemplaron y se midieron mutuamente.
—Bien—dijo Inti por fin, apartando unos documentos que se interponían entre ambos sobre la mesa—de modo que estás interesada en la habitación…
Afinando ya por mirarla más de cerca, calculó que ella tendría unos veinticinco años, como mucho. Al mirarla le vino a la mente la imagen de esas muñecas de porcelana que uno no sabe si representan a una mujer, a una niña o a una adolescente, o a las tres entidades juntas. El misterio de la Santísima Trinidad en unos ojos sin fondo, a primera vista cándidos, pincelados sobre la perfección blanca del rostro.
—Sí—asintió ella—siempre y cuando siga libre…
—Si no siguiera libre no te hubiera hecho venir hasta aquí—repuso Inti—lo está, aunque… somos tres hombres viviendo aquí. El piso es grande, pero puede que no sea el entorno ideal que una mujer elegiría.
Esther se encogió ligeramente de hombros.
—Eso no es problema—dijo—siempre y cuando a vosotros no os importe.
Inti rió para sí. ¿Importarles? Sabía de uno o de dos que darían palmas con las orejas ante la idea de convivir con una tía como aquella.
—No—respondió tajante—por nuestra parte no habría problema, siempre y cuando todos respetemos los respectivos espacios de cada cual.
—Comprendo—asintió sucintamente la muchacha.
Inti hizo una pequeña pausa.
—Aparte de la habitación—carraspeó—tendrías derecho al uso de la cocina y de la lavadora. El cuarto de baño, lógicamente, sería compartido entre los cuatro porque es el único que hay. Junto a la puerta hay un pequeño aseo, en el que queremos poner un plato de ducha, pero aún no lo hemos hecho.
Ella le escuchaba con toda su atención.
—Tendrías también un espacio para tus cosas en la nevera, por supuesto—continuó él—Nosotros compramos la comida con un bote común; si prefieres unirte a ello esa sería otra posibilidad. Rotamos turnos para cocinar y hacer las tareas de la casa… teóricamente— lanzó un breve suspiro al aire acompañado de una media sonrisa— La habitación está equipada con cama, escritorio, armario y dos estanterías. Es bastante espaciosa, ¿quieres verla?
La muchacha asintió. Ambos se levantaron de sus respectivas sillas y ella siguió a Inti por el luminoso pasillo. Para ser una casa habitada sólo por hombres le parecía bastante ordenada, pensó mientras observaba alrededor. Probablemente uno de ellos al menos sería pulcro, y por sus maneras y su forma de hablar frugal y concisa intuyó que ese uno podía ser el propio Inti.
—Es aquí—dijo él, abriendo la última puerta a mano derecha. Dio un paso atrás y se hizo a un lado para que Esther pasara.
Ella quedó maravillada. Se trataba de una habitación amplia, sencilla pero en ningún caso espartana. El armazón de la cama, el escritorio y las estanterías eran de madera barnizada, oscura, casi negra. Había bastante sitio en aquellas baldas, aunque muchos libros ella no tenía para rellenarlo, esa era la verdad. Así mismo pudo comprobar que el armario, de puertas correderas provistas de espejo, tenía también una capacidad más que aceptable. La habitación se le antojó un espacio justo y necesario; un lugar donde alguien, holgadamente, podría quizá organizar los restos de una caótica vida. En resumidas cuentas, le pareció perfecta.
Se adelantó unos pasos, insegura. Pasó los dedos sobre la superficie pulida de la mesa,notando la caricia fresca de la madera. Ni una mota de polvo.
—¿Qué te parece?—inquirió Inti detrás de ella—no es nada del otro mundo, pero no está mal.
—Es perfecta—murmuró Esther, volviéndose indecisa hacia él.
Inti sonrió.
—Bien… entonces… ¿querrías instalarte pronto?
Les urgía la aportación económica, y el caso era que no habían encontrado a nadie que les hubiera dado garantías de un pago puntual. Aquella niña pija, a buen seguro mantenida por papá, al menos no tenía pinta de gorrona, pensó Inti. Si a ella no le importaba convivir con tres bestias pardas, podían empezar a formalizar la cosa.
Contra todo lo esperado, ella reflexionó durante unos segundos ante aquella pregunta.
—Sí…—titubeó—pero… bueno, digamos que… hay un problema.
Él enarcó las cejas.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
—Pues…
—El precio, ¿verdad?—asintió Inti—te parece demasiado caro…
—No, qué va…—se apresuró a rebatir ella—no es eso. Sólo es que…
—¿Entonces?
Esther miró hacia abajo, enrojeciendo súbitamente.
—No tengo dinero—dijo al fin.
Inti frunció ligeramente el ceño bajo el flequillo rubio. Otra vez con la misma mierda, mira por dónde.
—¿Cómo que no tienes dinero? ¿Qué quieres decir?
—Que no tengo nada…—trató de explicar Esther—Al menos, ahora no. Desde que terminé la carrera no he encontrado trabajo…
Vaya, parecía que estudiar sí que lo había hecho, pensó Inti. Era una niña de papá con carrera, al parecer.
—Pero entonces, ¿cómo piensas pagar la habitación?
Era pertinente la pregunta, claro que sí. Esther guardó silencio durante unos instantes, muerta de vergüenza.
—No lo sé…--respondió con embarazo, sin atreverse a levantar la vista—pensé que quizá podríamos llegar a un trato… al menos hasta que consiga trabajo.
—¿Un trato?—inquirió él en voz baja—¿Qué clase de trato?
Esther se agitó incómoda, removiendo el suelo con los pies, pasando el peso de su cuerpo de un lado a otro.
—Bueno. Yo podría arreglaros la casa, limpiar, cocinar…
—No necesitamos una asistenta—la cortó Inti con sequedad. Le fastidiaba haber perdido el tiempo con aquella niñata, ¿qué pretendía? ¿Vivir de gorra?
—Entiendo—murmuró ella.
A Inti le pareció entonces vislumbrar el destello de una lágrima en sus ojos, que continuaban fijos en el suelo.
—¿Qué carrera has hecho?—preguntó tras un breve silencio. No quería admitirlo, pero el hecho era que por un momento se había sentido conmovido, a pesar de que seguía sin dar crédito en cuanto a que una persona pudiera tener tanto morro.
—Trabajo social—murmuró ella, las mejillas ardiéndole.
—Bonita carrera, muy altruista.
—¿Eso crees?
Inti asintió.
—Sí, pero el hecho es que de la generosidad no se vive. Tal vez tendrías que colocarte en otra cosa-“y mover un poco el culo”, pensó para sí-—hasta que encuentres algo de lo tuyo…
Esther suspiró. Había oído aquella cantinela muchas veces, era lo que todo el mundo solía decirle: sus padres, ignorantes de su desbandada y de que en aquel momento se encontraba buscando piso compartido, sus amigas e incluso su ex novio. Todo el mundo parecía saber lo que le convenía y a nadie le dolían prendas en aconsejarle amablemente, qué asco. Ella se sentía presionada, ansiando la comodidad y la libertad porque tal vez era vaga, miedosa y pija por naturaleza. Antes de “rebajarse” rompiendo entradas en la puerta de un cine o sirviendo hamburguesas, prefería que otras personas le dieran todo hecho. Eso pensaba de sí misma ella, en realidad.
“Si supieran todos ellos que ni siquiera tengo la carrera terminada…” se había dicho muchas veces, cosa que la presionaba aún más, a ratos. Pero le parecía que era más cómodo guardarse aquel secreto, mentir y hacerse la víctima, que enfrentarse a la verdad. Por eso había terminado marchándose, sintiéndose incapaz de soportar aquella presión, con la absurda esperanza de encontrar un lugar para ella a pesar de no tener ni un duro en el bolsillo.
—Supongo que sí…—dijo, adelantándose unos pasos para salir al pasillo.
—Hay muchas posibilidades para trabajar—continuó Inti—si vuelves cuando tengas algo, un contrato aunque sea, aunque cobres a mes vencido, podríamos llegar a un arreglo.
Esther se enjugó una lágrima mientras avanzaba precipitadamente hacia la puerta principal.
—Sí, claro… muchas gracias, de verdad, siento la molestia…
Era una zorra manipuladora y tenía muy estudiadas las reacciones que su llanto -“lágrimas de cocodrilo”- solía despertar en los demás. Sollozó deliberadamente y agarró el pomo de la puerta con decisión.
—No te preocupes—respondió Inti con aspereza. Por circunstancias de su vida, y a pesar de ser emotivo a su manera, era una persona casi por completo inmune a la manipulación. Esther había tocado en hueso, lamentablemente.
—Adiós…
—Adiós—dijo él, cerrando suavemente la puerta cuando ella por fin abandonó la estancia.
Miró por la ventana y la observó alejarse, a vista de pájaro desde el sexto piso donde vivía. La tía estaba muy buena, no podía negarlo: esa cabellera dorada que se derramaba hasta la mitad de su espalda, esas tetas duras armadas bajo el sujetador de encaje que se adivinaba bajo la camiseta, esos andares y ese culo… un culo de infarto, sí señor. Sí, estaba para mojar pan pero era idiota, consentida y a buen seguro dependiente. ¿Qué demonios se había creído? Una cara bonita no tapa agujeros, no soluciona problemas económicos, no sirve para ganarse el pan día a día. En qué mundo vivía esa niña, por el amor de dios. Inti pensó, aunque podría estar equivocándose, que le hacían falta un par de meneos mentales bien dados para hacerle ver "la realidad".
Y sin embargo, durante un instante había creído captar algo en sus ojos. Algo que le recordó de pronto a alguien a quien jamás olvidaría. Aquella persona era frágil, igual que Esther-era eso lo que había visto en sus ojos, la fragilidad-pero, por el contrario, jamás hubiera necesitado la disciplina que una niñata pedíría a gritos.
Disciplina, control.
Su cerebro comenzó a asociar conceptos peligrosamente.
¿“Doma”?.
Sintió de pronto un cosquilleo a la altura de la entrepierna, bajo los pantalones, y un leve temblor en la parte baja de la espalda. Una idea le cruzó la mente como un relámpago, pero la desechó al instante… ¿en qué estaba pensando?... Virgen santa.
“Guárdate las depravaciones para otro momento” se dijo “lo que menos nos conviene ahora es una cabeza de chorlito sin oficio ni beneficio”. Aunque… tal vez Alex y Jen-sobre todo éste último- pensaran de otra manera.
Se dijo que, cuando sus compañeros de piso llegaran de sus respectivos trabajos, sería bueno sentarse un rato y discutir entre los tres aquello que le bullía en la mente, por descabellado que le pudiera parecer. Aunque sólo fuera para comentar lo ocurrido y reírse un rato, sólo por eso. Sólo por eso, sí.
*****
A las diez de la noche se hallaban los tres sentados en torno a la mesa redonda de la cocina, con una botella de cerveza delante cada uno, después de la cena.
—Tenías un asunto que comentar, ¿no?—preguntó Jen, levantando una ceja divertido. Él ya sabía de lo acontecido aquella mañana, pues Inti le había llamado por teléfono para ponerle en antecedentes.
—Sí—respondió el interpelado, mirando a sus dos compañeros—es referente a aquella chica que llamó ayer interesándose por la habitación…
Alex bebió un largo trago de cerveza y eructó sonoramente.
—Ah, cierto—dijo con una gran sonrisa de satisfacción--¿qué tal ha ido?
Inti pasó a relatarles detenidamente el encuentro.
—A ver si te he entendido—masculló Alex tras oír la historia—no tiene dinero pero está dispuesta a limpiarnos la casa…—soltó una carcajada—¿es eso?
—¿Y qué le dijiste al final?—preguntó Jen, aunque él ya lo sabía.
—Que no, evidentemente—respondió Inti—no podemos aceptar eso, y menos tal como estamos ahora.
—Pero está buena, ¿no?—Alex guiñó un ojo—tal vez…
—No—Inti le miró con fijeza, pero aquella mirada no fue suficiente para hacer callar a su compañero. Llevaba toda la tarde barruntando aquello que casi con toda seguridad su amigo iba a sugerir, y finalmente lo había desechado por improcedente y absurdo.
—Tal vez esté dispuesta a… más cosas aparte de limpiar—concluyó Alex. Se giró hacia Jen y le miró con ojos afilados—¿tú que piensas?
Jen acarició con las puntas de los dedos el cuello de su botellín, lentamente, cavilando.
—No lo sé—se encogió de hombros, reflexivo—¿a qué otras cosas te refieres exactamente?
Inti chasqueó la lengua con desagrado. Se negaba a admitir que él había pensado lo mismo que Alex, o por lo menos algo similar, y que la sola idea había bastado para ponérsela dura al instante aquella mañana. Aunque casi con toda seguridad Alex no hablaba en serio. Casi nunca lo hacía.
—Puedes imaginártelo—soltó Alex, dándole un empujón de camaradería a Jen—no creo que tenga que explicarlo…
—Hablemos con propiedad—le dijo éste—Llamemos a las cosas por su nombre. Te refieres a follar, ¿no?
Alex rompió a reír. Inti bebió de su botella tragándose una réplica, nervioso.
—Entre otras cosas—replicó Alex—aunque yo exigiría bastante más, de hecho, por estar viviendo en una habitación de gratis…
Jen frunció los labios hasta formar con ellos una delgada línea recta.
—Bueno, Alex, si está dispuesta a hacer de puta para nosotros ya no estaría viviendo de gratis.
—Eso es—razonó el aludido—es un pago más que aceptable. Aunque “puta” es una palabra que le viene pequeña al concepto…
Y volvió a reír.
—Deberíamos ahorrarnos este tipo de gilipolleces—farfulló Inti, removiéndose en su silla.
—Venga ya, no me digas que no lo has pensado…
Lamentablemente, después de tantos años conviviendo juntos, los tres se conocían bien. Inti desvió la mirada, incómodo.
—Sí—admitió tras unos segundos de silencio—sí que lo he pensado… ¡pero es absurdo!—casi se rió—además necesitamos dinero…
—Podríamos prostituirla—aventuró Alex con tono de cachondeo.
—Sí, claro, lo que faltaba, proxenetas.
—Bueno—terció Jen—no se trata de prostituir a nadie, sino de echarle una mano a esa chica…
Una tímida sonrisa, no exenta de malicia, se dibujó en sus labios mientras decía esto.
—Claro, echarle una mano mientras le percutes el culo…--Alex no podía dejar de reír. A Inti le resultaba un poco molesto que aquello le pareciera tan simple, tan divertido como para bromear abiertamente.
—A ver, la cosa no es tan difícil—continuó Jen, sopesando despacio la situación—yo veo tres opciones: una, aceptamos a esa chica… y le proponemos el “pago” descabellado de Alex… o el que sea… hasta que encuentre un trabajo. Tarde o temprano lo encontrará, y entonces no tendrá que hacer sino pagar su parte… o marcharse a otro sitio. Dos, dejamos que venga sin más. Y tres, nos olvidamos de esto.
—Muy fácil lo estás planteando para lo que en realidad significa la primera opción, me parece a mí—dijo Inti.
—Oh, joder—barbotó Alex con gesto de hastío—no me digas que no te han entrado ganas de follártela. Tal como la describes hasta yo mismo estoy deseándolo.
Inti desvió la mirada, desistiendo, y negó con la cabeza.
—Haced lo que queráis. No me parece una buena idea, pero aceptaré la opinión de la mayoría.
—A tu pesar, ya.
Continuaron hablando sobre el tema, profundizando sobre ciertos aspectos aún por desarrollar, pero a partir de aquel momento Inti supo que la decisión de proponer aquello- por parte de sus compañeros al menos-estaba tomada. Un pequeño reducto dentro de él bailó alborozado, en llamas, a pesar de su inquietud y de la certeza de que lo que iban a hacer (a intentar hacer, al menos) era una jodida locura. Se enfadó consigo mismo por sentir aquella excitación, y por permitirse dar rienda suelta a la oscuridad que tomaba forma en su cabeza. Además, por si no fuera bastante, le tocaría a él el paso de llamar a la chica por teléfono y citarla para dentro de dos días, momento en el que los tres coincidirían para negociar con ella aquella idea sin pies ni cabeza.
2 : Segunda entrevista.
Dos días después, de nuevo a las diez de la noche, Esther pulsaba vacilante el botón correspondiente al piso de los chicos en el portero automático. Le había sorprendido muchísimo la llamada de Inti el día anterior, ya que tras la entrevista la última vez que se vieron había dado por perdida toda posibilidad.
Lo cierto era que no estaba acostumbrada a encontrarse con personas “inmunes” a su manipulación, y por eso le había puesto, mentalmente, una serie de apelativos a aquel chico que había tenido el “no” tan claro desde el principio y se había pasado por la piedra sus lágrimas: "frío", "prepotente", "inhumano"… era aquella una manera de tranquilizarse y convencerse de que alguien merecía ser enviado a la mierda, y ese alguien no era ella, sino él.
No obstante, tras el desconcierto inicial, inquieta como pocas veces, había resuelto que no podía desaprovechar aquella oportunidad. Inti le había insinuado que el resto de los habitantes del piso y él mismo querían plantearle “algo”… aunque no le había explicado qué. Y, por otra parte, probando en otros pisos de alquiler compartido no había tenido suerte. No soportaba la idea de regresar a casa de sus padres; se agarraría a lo que fuera: limpiaría, fregaría, lavaría ropa… haría lo que fuese necesario para quedarse.
Le latía el corazón deprisa, amenazando con salírsele del pecho, cuando escuchó una voz masculina al otro lado del interfono en el portal. Una voz que no conocía.
—¿Sí?
—Soy Esther…—dijo ella en voz baja.
—Entra—respondió la voz, con un crepitar hueco a través de la rejilla metálica.
A continuación se escuchó el zumbido del mecanismo de apertura del portal, accionado desde arriba. Esther respiró hondo y empujó la puerta, con la sensación de estar colándose en aquel vestíbulo en sombras.
Recorrió con apremio la distancia que la separaba del ascensor y una vez dentro pulsó el botón del sexto piso. Cuando la cabina terminó de beberse los pisos inferiores, se detuvo con un chasquido y, entonces, ella pudo ver la delgada línea de luz justo en frente a través del ventanuco de cristal esmerilado, procedente de la puerta entreabierta de la vivienda. Salió por fin del ascensor y llamó con los nudillos sin atreverse a traspasar ese umbral. No se veía a nadie allí...
—Pasa y cierra la puerta—le llegó una voz potente, procedente de algún lugar dentro de la casa.
Obediente, ella caminó unos pasos y cerró la puerta tras de sí. Observó una franja de luz más intensa, anaranjada, a la derecha en el pasillo, donde recordaba que se encontraba la cocina.
—En la cocina—la voz le llegó de nuevo desde aquel lugar iluminado, ratificando su posición.
Algo contrariada porque nadie hubiera salido a recibirla, Esther caminó despacio hacia allí. Le temblaban las piernas a causa del nerviosismo, quién sabe por qué, cuando por fin se atrevió a cruzar la puerta y a mirar quién le había hablado.
—¡Hola!
Un chico alto, de pelo oscuro salpicado por alguna cana, la saludó con energía. Pudo comprobar que era el dueño de aquella voz fuerte y cortante. El chico se levantó de la silla donde estaba sentado y se inclinó hacia ella tendiéndole una mano larga de palma ancha y dedos interminables. Esther se la estrechó con inseguridad, sintiendo la presión fuerte de aquellos dedos cerrándose contra su piel. No le gustó un pelo aquel contacto; a decir verdad, le produjo una descarga de miedo repentino, una inmediata respuesta irracional.
Deseó instantáneamente que aquel chico la soltara, y también que apartara sus ojos -fijos, verdes, separados y que bien podrían haber tenido pupilas verticales como los de una serpiente- de su persona.
—Qué manos más frías—comentó él, divertido—Soy Alex, encantado.
Esther murmuró un saludo, se armó de valor y miró alrededor. En torno a la mesa redonda de la cocina, junto al chico de nombre Alex, se encontraban sentados otros dos chicos. Uno de ellos era Inti, quien la saludó con una inclinación de cabeza apenas hicieron contacto visual; el otro era un chico de constitución estrecha y rasgos suaves, con el pelo castaño liso hasta los hombros. Esther dedujo que Alex y éste último eran los dos compañeros de piso que Inti le había mencionado el día de la entrevista, claro.
—Hola, Esther—dijo rápidamente el chico de pelo castaño—Soy Jen. Encantado de conocerte.
Se levantó y le plantó un beso en cada mejilla a la muchacha inclinándose por encima de la mesa, al tiempo que apretaba su brazo levemente a modo de saludo.
—Hola…—musitó ella, cohibida.
—¿Por qué no te sientas?—preguntó Alex—¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza tal vez?
—Bueno, yo…
Sin esperar respuesta, Alex se irguió y caminó un par de pasos hasta la nevera, la abrió y sacó un botellín que colocó en la mesa frente a una silla vacía.
—Siéntate, por favor—insistió. Más que una sugerencia, en realidad aquello parecía una orden formulada con cierta amabilidad.
Esther se aproximó hacia la silla y se dejó caer lentamente sobre el asiento. La sensación de que algo oscuro se fraguaba en el ambiente comenzó a invadirla, como si de pronto se le hubiera encendido un sexto sentido.
Insegura, dirigió sus ojos tímidamente hacia Inti, quien parecía querer mantenerse en un discreto segundo plano sin mirarla directamente. Le buscó durante unos segundos, en espera de que rompiera por fin el silencio y le contara el motivo de su llamada, pero sin embargo fue Alex el que habló.
—Verás, Esther…—dijo, alargándole un abridor por encima de la mesa—Inti nos ha contado tu situación… y nosotros hemos pensado en algo que quizá te interese, siempre y cuando sigas queriendo venir a vivir aquí.
Ella asintió débilmente. Cómo la turbaba lo directo que era ese chico. El otro, el llamado Jen, parecía más tranquilo, más amable, o al menos no agresivo.
—¿Te sigue interesando vivir aquí?—recabó Alex, taladrándola con los ojos.
Jen sonrió y se inclinó para decirle algo a Inti en voz baja al oído. Éste se revolvió incómodo en su silla.
—S-sí…--balbuceó ella—me interesa, sí.
—Vale—Alex sonrió y juntó las manos sobre la mesa, apuntando con ambos dedos índices hacia Esther como si tuviera un revólver—entonces seré breve, porque la cuestión es fácil.
Aguardó un momento, a la espera de un asentimiento por parte de ella para seguir.
—Bien… —murmuró ella al fin—¿y cuál es la cuestión?
Alex meneó la cabeza, sofocó una risa y volvió a atravesar a la chica con sus afiladas pupilas.
—Esther, nosotros no necesitamos una asistenta—replicó—pero sí nos vendría bien una…
—Espera, espera, espera—se interpuso de pronto Jen, sujetándole el brazo a su compañero como si quisiera parar una locomotora—Alex, así no…
Pero fue demasiado tarde.
—Una puta—concluyó Alex. Lo dijo con un tono absolutamente neutro y normal, como si hubiera dicho “nos vendría bien un electricista” o “un fontanero”.
Después de aquella afirmación, Jen dejó caer las manos a lo largo de la silla y lanzó un profundo suspiro. Esther dio un respingo sobre su asiento, y un silencio tenso que hubiera podido cortarse se expandió entre los cuatro.
—Una… ¿puta?—ella escupió la palabra, con gran esfuerzo al parecer, sin creer lo que acababa de oír—es una broma, ¿no?
—No—respondió Alex, categórico, sin dejar de mirarla fijamente.
Esther desvió la mirada, desesperada, hacia Inti. "Dime que está de coña", dijeron sus ojos. Dejando aparte el hermetismo y la frialdad de éste, le había parecido hacía dos días una persona cuerda que a buen seguro no bromearía con aquello. Pero Inti no la miró; mantenía los ojos fijos en la pared, la mirada diluida, dura, como si aquello no fuera con él.
Entonces ella miró a Jen. Casi experimentó una oleada de alivio al ver que parecía dispuesto a decir algo, a intentar explicar lo que estaba sucediendo. Claro, ese chico le diría que aquello que había dicho Alex era una desafortunada gracia-sin-gracia, y le plantearía el motivo real de la llamada de Inti…
—Lo que Alex quiere decir—comenzó Jen, adelantando su mano hacia la de ella sin llegar a tocarla—es que podríamos aceptar otro tipo de pago… ya que, como le dijiste a Inti, no tienes pasta. De esa manera, tú tendrías tu sitio aquí, sin contraer ningún tipo de deuda, hasta que encontraras un trabajo. Dijiste que te urgía salir de tu domicilio actual, ¿no es así?
De modo que iba en serio.
Ella vaciló unos segundos y asintió brevemente, bajando la mirada, avergonzada. La cabeza le daba vueltas en un torbellino de caos; no sabía aún cómo tomarse aquella propuesta. Por increíble que pudiera parecer, una pequeña parte de su ser resplandecía halagada… aquellos chicos la veían como un objeto de disfrute, y eso la seducía. Se rebeló al instante contra esta idea porque de pronto sintió vértigo de verse abierta en el fondo -al menos de palabra-a todo tipo de posibilidad.
“Puta pijita” se sonrió Alex, quien la había calado al momento o eso pensó “sabes perfectamente que vas a decir que sí”.
—Te proponemos esta alternativa porque pensamos que te urgía instalarte—continuó Jen—pero, por supuesto, entendemos que no quieras aceptarla. Quizás te parezca que el “precio” a pagar es más elevado que el dinero en sí mismo… ¿qué piensas?
Dejó en el aire la pregunta y le lanzó una mirada de expectación; una mirada tranquila que a Esther se le antojó extrañamente dulce, lo que en un contexto como ese rozaría lo psicótico tal vez.
—Pues… --comenzó a decir ella, indecisa—la verdad es que… no me esperaba esto. ¿Qué es lo que tendría que hacer exactamente?
Alex rió.
—Pues, en definitiva, lo que haría una puta—replicó, sin paliativos—una puta muy guarra y muy cerda, desvergonzada y siempre dispuesta…
—Pactaríamos unas premisas por escrito, una especie de contrato—respondió Jen, haciendo caso omiso de las palabras de Alex—si es que te interesa la oferta.
Esther guardó silencio unos segundos, sin saber qué pensar ni qué responder.
—Podrías quedarte aquí a cambio de ser usada por cualquiera de nosotros, en cualquier momento, dentro y fuera de esta casa—explicó de pronto Inti, abriendo por primera vez la boca—Y por supuesto, tendrás que obedecer cada vez que se te requiera para algo. Esa es la esencia del asunto, ¿me equivoco?—añadió mirando a sus compañeros.
—Lo has resumido de manera excelente—dijo Alex, alargando la mano para darle una palmada en la espalda a su compañero—yo no lo habría dicho mejor.
—Pero…
Inti se giró hacia Esther y la contempló fijando los ojos en ella hasta el punto de hacerle apartar la mirada.
—Ahora me imagino que querrás saber lo que queremos decir con “ser usada”—le espetó—bien, lo que dice Jen de redactar un contrato es buena idea, pero básicamente significa…
—Espera—interrumpió Alex con una sonrisa apretada—deja que ella nos pregunte sus dudas y nos diga… qué es lo que estaría dispuesta hacer. Negociemos—añadió, sonriendo más a la apocada muchacha—¿qué harías por quedarte aquí, niña?
Esther odiaba que la llamaran así, “niña”. No era ninguna niña. Le repateaba porque lo asociaba a una especie de paternalismo verduscón, o a un derroche de condescendencia por parte de su interlocutor, como le parecía que era este caso.
—Asqueroso prepotente—masculló en voz baja, levantándose de la silla—prefiero dormir debajo de un puente a que me toques un pelo.
Jen se levantó apresuradamente como para ir tras ella.
—Espera, por favor…—le dijo, al tiempo que alargaba la mano tratando de agarrarla—por favor, no te vayas, discúlpale. No piensa lo que dice ni cómo lo dice.
Pero fue inútil, y daba igual cómo se plantease el argumento. Esther se desembarazó de su brazo con energía, como si hubiera despertado de un hechizo; agarró su bolso, y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta.
—Os vais a ir a la mierda, ¡los tres!—exclamó justo antes de marcharse—buscaos a otra que os la chupe, ¿por quién me habéis tomado?
Y dicho esto, cerró con un sonoro portazo. El taconeo apresurado de sus zapatitos se escuchó tras la puerta, perdiéndose escaleras abajo. No quiso invertir ni un minuto siquiera esperando el ascensor.
—Decididamente, Alex, eres gilipollas—soltó Inti sin poderse contener.
—Estaba a punto de decir que sí—corroboró Jen—o al menos se lo estaba pensando…
Alex movió la mano hacia arriba en un firme ademán, como si quisiera sacudirse deencima aquellas palabras.
—Bah, tonterías. Ninguna chica diría que sí a esto, por zorra que fuera. Y esta es zorra— agregó con una sonrisa, asintiendo vehemente—lo he visto en sus ojos.
—Pues podías haberte callado y haberme dejado a mí hablar con ella…—replicó Jen.
—Te recuerdo que nuestra intención no era convencerla, sino hacerle un favor.
—¡Orgulloso de mierda!—rió Jen—me negarás que no tenías ganas…
Alex rio a su vez.
—Bueno… si es tan zorra como he visto, si mi impresión no me ha engañado, volverá—aseveró.
—No—repuso Inti—si está desesperada, lo suficientemente desesperada por salir de donde vive ahora, volverá. No tiene dónde caerse muerta.
Y el caso es que, fuera por la razón que fuera, porque era zorra o porque estaba desesperada, o incluso por ambas cosas (o por otras razones) estaban en lo cierto. Esther volvió a aquella casa, y lo hizo bastante antes de lo previsto.
Lo cierto era que no estaba acostumbrada a encontrarse con personas “inmunes” a su manipulación, y por eso le había puesto, mentalmente, una serie de apelativos a aquel chico que había tenido el “no” tan claro desde el principio y se había pasado por la piedra sus lágrimas: "frío", "prepotente", "inhumano"… era aquella una manera de tranquilizarse y convencerse de que alguien merecía ser enviado a la mierda, y ese alguien no era ella, sino él.
No obstante, tras el desconcierto inicial, inquieta como pocas veces, había resuelto que no podía desaprovechar aquella oportunidad. Inti le había insinuado que el resto de los habitantes del piso y él mismo querían plantearle “algo”… aunque no le había explicado qué. Y, por otra parte, probando en otros pisos de alquiler compartido no había tenido suerte. No soportaba la idea de regresar a casa de sus padres; se agarraría a lo que fuera: limpiaría, fregaría, lavaría ropa… haría lo que fuese necesario para quedarse.
Le latía el corazón deprisa, amenazando con salírsele del pecho, cuando escuchó una voz masculina al otro lado del interfono en el portal. Una voz que no conocía.
—¿Sí?
—Soy Esther…—dijo ella en voz baja.
—Entra—respondió la voz, con un crepitar hueco a través de la rejilla metálica.
A continuación se escuchó el zumbido del mecanismo de apertura del portal, accionado desde arriba. Esther respiró hondo y empujó la puerta, con la sensación de estar colándose en aquel vestíbulo en sombras.
Recorrió con apremio la distancia que la separaba del ascensor y una vez dentro pulsó el botón del sexto piso. Cuando la cabina terminó de beberse los pisos inferiores, se detuvo con un chasquido y, entonces, ella pudo ver la delgada línea de luz justo en frente a través del ventanuco de cristal esmerilado, procedente de la puerta entreabierta de la vivienda. Salió por fin del ascensor y llamó con los nudillos sin atreverse a traspasar ese umbral. No se veía a nadie allí...
—Pasa y cierra la puerta—le llegó una voz potente, procedente de algún lugar dentro de la casa.
Obediente, ella caminó unos pasos y cerró la puerta tras de sí. Observó una franja de luz más intensa, anaranjada, a la derecha en el pasillo, donde recordaba que se encontraba la cocina.
—En la cocina—la voz le llegó de nuevo desde aquel lugar iluminado, ratificando su posición.
Algo contrariada porque nadie hubiera salido a recibirla, Esther caminó despacio hacia allí. Le temblaban las piernas a causa del nerviosismo, quién sabe por qué, cuando por fin se atrevió a cruzar la puerta y a mirar quién le había hablado.
—¡Hola!
Un chico alto, de pelo oscuro salpicado por alguna cana, la saludó con energía. Pudo comprobar que era el dueño de aquella voz fuerte y cortante. El chico se levantó de la silla donde estaba sentado y se inclinó hacia ella tendiéndole una mano larga de palma ancha y dedos interminables. Esther se la estrechó con inseguridad, sintiendo la presión fuerte de aquellos dedos cerrándose contra su piel. No le gustó un pelo aquel contacto; a decir verdad, le produjo una descarga de miedo repentino, una inmediata respuesta irracional.
Deseó instantáneamente que aquel chico la soltara, y también que apartara sus ojos -fijos, verdes, separados y que bien podrían haber tenido pupilas verticales como los de una serpiente- de su persona.
—Qué manos más frías—comentó él, divertido—Soy Alex, encantado.
Esther murmuró un saludo, se armó de valor y miró alrededor. En torno a la mesa redonda de la cocina, junto al chico de nombre Alex, se encontraban sentados otros dos chicos. Uno de ellos era Inti, quien la saludó con una inclinación de cabeza apenas hicieron contacto visual; el otro era un chico de constitución estrecha y rasgos suaves, con el pelo castaño liso hasta los hombros. Esther dedujo que Alex y éste último eran los dos compañeros de piso que Inti le había mencionado el día de la entrevista, claro.
—Hola, Esther—dijo rápidamente el chico de pelo castaño—Soy Jen. Encantado de conocerte.
Se levantó y le plantó un beso en cada mejilla a la muchacha inclinándose por encima de la mesa, al tiempo que apretaba su brazo levemente a modo de saludo.
—Hola…—musitó ella, cohibida.
—¿Por qué no te sientas?—preguntó Alex—¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza tal vez?
—Bueno, yo…
Sin esperar respuesta, Alex se irguió y caminó un par de pasos hasta la nevera, la abrió y sacó un botellín que colocó en la mesa frente a una silla vacía.
—Siéntate, por favor—insistió. Más que una sugerencia, en realidad aquello parecía una orden formulada con cierta amabilidad.
Esther se aproximó hacia la silla y se dejó caer lentamente sobre el asiento. La sensación de que algo oscuro se fraguaba en el ambiente comenzó a invadirla, como si de pronto se le hubiera encendido un sexto sentido.
Insegura, dirigió sus ojos tímidamente hacia Inti, quien parecía querer mantenerse en un discreto segundo plano sin mirarla directamente. Le buscó durante unos segundos, en espera de que rompiera por fin el silencio y le contara el motivo de su llamada, pero sin embargo fue Alex el que habló.
—Verás, Esther…—dijo, alargándole un abridor por encima de la mesa—Inti nos ha contado tu situación… y nosotros hemos pensado en algo que quizá te interese, siempre y cuando sigas queriendo venir a vivir aquí.
Ella asintió débilmente. Cómo la turbaba lo directo que era ese chico. El otro, el llamado Jen, parecía más tranquilo, más amable, o al menos no agresivo.
—¿Te sigue interesando vivir aquí?—recabó Alex, taladrándola con los ojos.
Jen sonrió y se inclinó para decirle algo a Inti en voz baja al oído. Éste se revolvió incómodo en su silla.
—S-sí…--balbuceó ella—me interesa, sí.
—Vale—Alex sonrió y juntó las manos sobre la mesa, apuntando con ambos dedos índices hacia Esther como si tuviera un revólver—entonces seré breve, porque la cuestión es fácil.
Aguardó un momento, a la espera de un asentimiento por parte de ella para seguir.
—Bien… —murmuró ella al fin—¿y cuál es la cuestión?
Alex meneó la cabeza, sofocó una risa y volvió a atravesar a la chica con sus afiladas pupilas.
—Esther, nosotros no necesitamos una asistenta—replicó—pero sí nos vendría bien una…
—Espera, espera, espera—se interpuso de pronto Jen, sujetándole el brazo a su compañero como si quisiera parar una locomotora—Alex, así no…
Pero fue demasiado tarde.
—Una puta—concluyó Alex. Lo dijo con un tono absolutamente neutro y normal, como si hubiera dicho “nos vendría bien un electricista” o “un fontanero”.
Después de aquella afirmación, Jen dejó caer las manos a lo largo de la silla y lanzó un profundo suspiro. Esther dio un respingo sobre su asiento, y un silencio tenso que hubiera podido cortarse se expandió entre los cuatro.
—Una… ¿puta?—ella escupió la palabra, con gran esfuerzo al parecer, sin creer lo que acababa de oír—es una broma, ¿no?
—No—respondió Alex, categórico, sin dejar de mirarla fijamente.
Esther desvió la mirada, desesperada, hacia Inti. "Dime que está de coña", dijeron sus ojos. Dejando aparte el hermetismo y la frialdad de éste, le había parecido hacía dos días una persona cuerda que a buen seguro no bromearía con aquello. Pero Inti no la miró; mantenía los ojos fijos en la pared, la mirada diluida, dura, como si aquello no fuera con él.
Entonces ella miró a Jen. Casi experimentó una oleada de alivio al ver que parecía dispuesto a decir algo, a intentar explicar lo que estaba sucediendo. Claro, ese chico le diría que aquello que había dicho Alex era una desafortunada gracia-sin-gracia, y le plantearía el motivo real de la llamada de Inti…
—Lo que Alex quiere decir—comenzó Jen, adelantando su mano hacia la de ella sin llegar a tocarla—es que podríamos aceptar otro tipo de pago… ya que, como le dijiste a Inti, no tienes pasta. De esa manera, tú tendrías tu sitio aquí, sin contraer ningún tipo de deuda, hasta que encontraras un trabajo. Dijiste que te urgía salir de tu domicilio actual, ¿no es así?
De modo que iba en serio.
Ella vaciló unos segundos y asintió brevemente, bajando la mirada, avergonzada. La cabeza le daba vueltas en un torbellino de caos; no sabía aún cómo tomarse aquella propuesta. Por increíble que pudiera parecer, una pequeña parte de su ser resplandecía halagada… aquellos chicos la veían como un objeto de disfrute, y eso la seducía. Se rebeló al instante contra esta idea porque de pronto sintió vértigo de verse abierta en el fondo -al menos de palabra-a todo tipo de posibilidad.
“Puta pijita” se sonrió Alex, quien la había calado al momento o eso pensó “sabes perfectamente que vas a decir que sí”.
—Te proponemos esta alternativa porque pensamos que te urgía instalarte—continuó Jen—pero, por supuesto, entendemos que no quieras aceptarla. Quizás te parezca que el “precio” a pagar es más elevado que el dinero en sí mismo… ¿qué piensas?
Dejó en el aire la pregunta y le lanzó una mirada de expectación; una mirada tranquila que a Esther se le antojó extrañamente dulce, lo que en un contexto como ese rozaría lo psicótico tal vez.
—Pues… --comenzó a decir ella, indecisa—la verdad es que… no me esperaba esto. ¿Qué es lo que tendría que hacer exactamente?
Alex rió.
—Pues, en definitiva, lo que haría una puta—replicó, sin paliativos—una puta muy guarra y muy cerda, desvergonzada y siempre dispuesta…
—Pactaríamos unas premisas por escrito, una especie de contrato—respondió Jen, haciendo caso omiso de las palabras de Alex—si es que te interesa la oferta.
Esther guardó silencio unos segundos, sin saber qué pensar ni qué responder.
—Podrías quedarte aquí a cambio de ser usada por cualquiera de nosotros, en cualquier momento, dentro y fuera de esta casa—explicó de pronto Inti, abriendo por primera vez la boca—Y por supuesto, tendrás que obedecer cada vez que se te requiera para algo. Esa es la esencia del asunto, ¿me equivoco?—añadió mirando a sus compañeros.
—Lo has resumido de manera excelente—dijo Alex, alargando la mano para darle una palmada en la espalda a su compañero—yo no lo habría dicho mejor.
—Pero…
Inti se giró hacia Esther y la contempló fijando los ojos en ella hasta el punto de hacerle apartar la mirada.
—Ahora me imagino que querrás saber lo que queremos decir con “ser usada”—le espetó—bien, lo que dice Jen de redactar un contrato es buena idea, pero básicamente significa…
—Espera—interrumpió Alex con una sonrisa apretada—deja que ella nos pregunte sus dudas y nos diga… qué es lo que estaría dispuesta hacer. Negociemos—añadió, sonriendo más a la apocada muchacha—¿qué harías por quedarte aquí, niña?
Esther odiaba que la llamaran así, “niña”. No era ninguna niña. Le repateaba porque lo asociaba a una especie de paternalismo verduscón, o a un derroche de condescendencia por parte de su interlocutor, como le parecía que era este caso.
—Asqueroso prepotente—masculló en voz baja, levantándose de la silla—prefiero dormir debajo de un puente a que me toques un pelo.
Jen se levantó apresuradamente como para ir tras ella.
—Espera, por favor…—le dijo, al tiempo que alargaba la mano tratando de agarrarla—por favor, no te vayas, discúlpale. No piensa lo que dice ni cómo lo dice.
Pero fue inútil, y daba igual cómo se plantease el argumento. Esther se desembarazó de su brazo con energía, como si hubiera despertado de un hechizo; agarró su bolso, y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta.
—Os vais a ir a la mierda, ¡los tres!—exclamó justo antes de marcharse—buscaos a otra que os la chupe, ¿por quién me habéis tomado?
Y dicho esto, cerró con un sonoro portazo. El taconeo apresurado de sus zapatitos se escuchó tras la puerta, perdiéndose escaleras abajo. No quiso invertir ni un minuto siquiera esperando el ascensor.
—Decididamente, Alex, eres gilipollas—soltó Inti sin poderse contener.
—Estaba a punto de decir que sí—corroboró Jen—o al menos se lo estaba pensando…
Alex movió la mano hacia arriba en un firme ademán, como si quisiera sacudirse deencima aquellas palabras.
—Bah, tonterías. Ninguna chica diría que sí a esto, por zorra que fuera. Y esta es zorra— agregó con una sonrisa, asintiendo vehemente—lo he visto en sus ojos.
—Pues podías haberte callado y haberme dejado a mí hablar con ella…—replicó Jen.
—Te recuerdo que nuestra intención no era convencerla, sino hacerle un favor.
—¡Orgulloso de mierda!—rió Jen—me negarás que no tenías ganas…
Alex rio a su vez.
—Bueno… si es tan zorra como he visto, si mi impresión no me ha engañado, volverá—aseveró.
—No—repuso Inti—si está desesperada, lo suficientemente desesperada por salir de donde vive ahora, volverá. No tiene dónde caerse muerta.
Y el caso es que, fuera por la razón que fuera, porque era zorra o porque estaba desesperada, o incluso por ambas cosas (o por otras razones) estaban en lo cierto. Esther volvió a aquella casa, y lo hizo bastante antes de lo previsto.
3 : Rescate
Cuando abandonó el piso de aquellos chicos, presa de un ataque de rabia, comenzaba a llover. El cielo parecía haber estallado por fin sobre la calle oscura, sucia, lanzando contra la acera goterones como piedras sin ninguna piedad.
Esther salió escopetada del portal y comenzó a caminar rápidamente hacia ninguna parte; el hecho era que no tenía adónde ir. Juró y perjuró, blasfemó e insultó a medio mundo dentro de su mente, mientras su gabardina beige se le pegaba al cuerpo y el pelo le caía a chorretones por la cara.
—¡Hijos de puta!—exclamaba en voz baja, sin dejar de caminar en dirección contraria al edificio, sin rumbo—¡Hijos de puta! ¿Pero qué se han creído?
La cara le ardía en contacto con las frías gotas. Poco a poco sintió las lágrimas agolpándose en sus ojos, confundiéndose con el torrente de lluvia, emborronándole la vista de la calle mojada ante sí. Se sentía idiota por haberse ilusionado con aquello, aunque hubiera ido allí sin tenerlas todas consigo. En el fondo de su ser había albergado una pequeña chispa, una llama de esperanza, pero estaba claro que había hecho mal dejándose guiar por ella, muy mal.
“Demonios, Esther, todo tiene un precio” le susurró de pronto una voz interior.
“Pero hay precios que no estoy dispuesta a pagar”, se rebeló ella, gruñendo entre dientes a un interlocutor imaginario.
No. Ni de coña podría aceptar algo así. Vergüenza le daba pensar que en un primer momento había sentido curiosidad, algo parecido al morbo. Inti le había gustado desde el principio, o por lo menos le había llamado la atención, aunque se daba cuenta de que era muy distinto a los hombres con los que se había topado ella habitualmente. Jen también le había gustado… físicamente, claro, porque no había visto mucho más… aunque había algo en su mirada que era bueno, o al menos eso quería pensar. Pero Alex... no podía negar que era atractivo, eso sí; sin embargo su forma de hablar y de dirigirse a ella (ese “niña” le había picado en lo más hondo), su manera de hablar de ella como si no estuviera ahí, sin mirarla, señalándola como a un objeto cualquiera, riéndose a mandíbula batiente sin cortarse un pelo… la habían sacado definitivamente de quicio. Aunque la verdad era que él había sido el único que, de mejor o peor manera, había llamado las cosas por su nombre.
Una puta, nada menos, querían que fuera. Una zorra, su zorra, la zorra de ellos para usarla a su antojo. Pero hasta dónde podían llegar, cómo se atrevían. Ella no era ninguna puta; le encantaba el sexo, claro que sí, pero solo con quien ella quería, como y cuando le apetecía.
Como en todo lo demás, en sus relaciones funcionaba a base de caprichos. Nunca se había parado a pensar, a lo largo de su vida, que había destrozado más de un corazón en su camino eterno en pos del placer; nunca lo imaginaría.
Se paró de pronto, confusa, en mitad de la acera de una calle que no conocía. Miró alrededor en busca de una boca de metro pero no la encontró. Solo farolas que parpadeaban bajo la lluvia, como siniestras sombrillas negras, y el rótulo mal iluminado de una cafetería a pocos metros de donde se hallaba.
Rebuscó en sus bolsillos con los dedos empapados, acolchados y enrojecidos por el frío. Poca cosa encontró en ellos, por desgracia: dos monedas de un euro, una de cincuenta céntimos y una pequeña piedra caliza. ¿Cómo coño había ido a parar una piedra al bolsillo de su gabardina?, se preguntó anonadada.
Se secó las lágrimas con rabia y echó a andar hacia la cafetería. Al menos allí podría ponerse a cubierto y esperar a que cesara el chaparrón, para proseguir después su camino a ningún sitio.
Odiaba presentar un aspecto desangelado –y lo tenía: mojada hasta el tuétano y llorosa como un perro abandonado, con la ropa empapada y la desesperación pintada en la cara-pero aun así penetró en el establecimiento, encogida, sin apenas hacer ruido.
Rehuyendo las miradas de quienes pudieran alzar la vista hacia ella, se deslizó hasta una mesita en una esquina, apartada, junto a la ventana. Se desplomó sobre la silla y escondió la cabeza entre las manos. La lluvia tamborileaba fuerte contra los cristales, resbalando las gotas como lágrimas sobre el cristal. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué demonios podía hacer?
Se apartó las manos de la cara para responder a la camarera que se había acercado.
—Un café, por favor—le dijo casi en tono de súplica. Al fin y al cabo, tenía que tomar algo. Se dijo que ese café sería, probablemente, el último que iba a poder tomarse en mucho tiempo. No quiso pensar en aquello.
Fuera, al otro lado de la ventana, un vehículo estacionó frente a la cafetería. A Esther le deslumbró la luz de sus faros y el reflejo en la negra carrocería, de modo que apartó los ojos sin poder ver quién descendía de aquel coche. Si lo hubiera visto, probablemente se hubiera ido a esconder al baño, se hubiera metido debajo de la mesa o hubiera salido simplemente de allí.
La puerta de la cafetería se abrió y poco después se cerró con un chasquido, cuando la silueta calada con un impermeable marrón hubo entrado en el establecimiento. Esther advirtió movimiento a su izquierda, y casi de inmediato sintió el ruido de unos pasos que se acercaban sobre las baldosas mojadas. Súbitamente, levantó la cabeza y lo que vio la dejó helada. Frente a ella, mostrando una sonrisa franca y una mirada que hasta cierto punto podría ser de preocupación, estaba Jen.
—Hola…—saludó él en voz baja, tímidamente.
Ella retrocedió un poco sobre la silla. No le quedaban fuerzas para discutir, después deaquella llorera.
—hola—…murmuró sin apenas despegar los labios.
—Qué sorpresa encontrarte aquí—dijo él—vine a comprar tabaco…
Señaló con una inclinación de cabeza la máquina expendedora que había a pocos metros de la mesa, contra la pared.
Esther asintió levemente. Ella también fumaba. De hecho se moría por un maldito cigarro, pero no tenía dinero para comprarlo ni arrestos para pedirlo.
—Bueno…—dijo Jen—voy a sacarlo…
Se alejó despacio hacia la máquina. Esther observó sus movimientos, pausados, tranquilos. No sabía qué había en ese chico, pero, aunque se revolvía contra ello, algo en él le hacía sentirse mejor. Era como si… como si su presencia la calmara, en cierto modo. En el piso, hacía un escaso periodo de tiempo, había sido el desabrido de Alex el que la había sacado de sus casillas, aparte de todo lo propuesto. Sin embargo, Jen, por descabellada que fuera la “oferta”, había tratado de plantearla con sosiego y educadamente, al menos.
—¿Te importa que me siente contigo un minuto?
Se había vuelto a acercar. Tímido pero no obstante seguro de sí mismo, al parecer.
Esther murmuró algo ininteligible y le señaló la silla vacía que había frente a ella, también junto a la ventana.
—Gracias…—murmuró Jen, y se acomodó dejando sobre la mesa un paquete de Lucky Strike y un mechero.
—Yo también fumaba Luky…—se le escapó a Esther. Miraba el paquete como si fuera una golosina.
Jen se dio cuenta y dejó escapar una leve risa.
—¿Fumabas?—inquirió—¿lo dejaste?
—Qué remedio—replicó ella—no tengo dinero…
Él sonrió y le acercó el paquete de tabaco.
—Si es por eso, no te cortes—le dijo—coge uno, anda.
Esther miró el paquete medio abierto, indecisa, durante unos segundos, pero finalmente no pudo resistirse. Alargó la mano, nerviosa, tiró de uno de los cigarros y lo sacó de la caja.
—Gracias…—musitó sin mirarle.
—De nada, por favor—repuso él, mientras le acercaba la llama del mechero para que lo encendiera.
Ella aspiró y lanzó al aire una voluta de humo. Cerró los ojos, con una expresión entre la paz y el alivio, cuando sintió en la lengua el añorado sabor de la primera calada.
—Gracias, de verdad—reiteró—realmente lo necesitaba…
—¿Cómo has llegado a esta situación?—inquirió Jen con suavidad, jugando con el mechero entre los dedos. Tenía dedos rápidos, dedos largos de mago, pensó Esther—¿no tienes a nadie que te ayude?
Esther reprimió un sollozo. No estaba preparada para una pregunta tan directa, y no quería contestarla, pero se sentía en deuda con Jen en cierto modo. En deuda por un cigarro, tenía gracia.
—No…—repuso—en este momento no tengo a nadie, no. Tengo casa… la casa de mis padres—sorbió fuerte por la nariz—pero no quiero volver allí…
La tormenta arreció al otro lado del cristal; los árboles se combaban bajo el viento, sacudiendo contra la ventana sus ramas desnudas de hojas.
—¿Por qué no quieres volver?—murmuró él.
Esther movió la cabeza, crispó la boca en un mohín y cerró los ojos.
—No quiero hablar de eso—musitó—por favor, es de noche, estoy cansada, mojada… no preguntes.
Jen sonrió levemente. Extendió el brazo y acarició el dorso de la mano de Esther.
—Estás helada de frío…--musitó, apretándole los nudillos bajo la palma de su mano—deberías quitarte ese abrigo mojado…
Esther le miró entonces con una expresión extraña.
—Puedes ponerte el mío— dijo él, señalando su impermeable—está casi seco, sólo le han caído unas gotas cuando he bajado del coche…
Despacio, sin dejar de mirarle a los ojos, ella se quitó la gabardina empapada y la colgó detrás, en el respaldo de la silla. Jen se inclinó hacia delante y le puso su abrigo por los hombros, a modo de capa. Esther sonrió quedamente y enrojeció al notar el peso de la prenda.
—Gracias…--murmuró—eres muy amable…
—No es nada—repuso él—es de lo poco que puedo hacer por ti.
Le acarició de pronto la mejilla con la palma de la mano, con la suavidad de quien acaricia un perro perdido. Esther cerró de nuevo los ojos y se frotó imperceptiblemente contra la dulzura de aquella caricia. La mano de Jen se sentía caliente sobre su rostro frío, mojado de lágrimas y lluvia.
—A menos que… pueda hacer algo más—añadió él, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta del dedo.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿A qué te refieres?—preguntó.
Él le devolvió la mirada de frente, con calma.
—Tú dirás—respondió—Si puedo hacer algo más por ti, no tienes más que pedírmelo…
Pareció que ella relajaba un poco su cara de susto. Y pareció también como si estuviera tentada de decir algo, pero en el último momento cerró la boca, contrayendo los labios con fuerza hasta que palidecieron.
—Igual te parece esto una falta de respeto--dijo Jen—y discúlpame por adelantado, pero… si necesitas dinero, podría prestarte algo, al menos para salir del paso. También podrías pasar esta noche en casa; no te preocupes, olvídalo todo, no te pasará nada. Simplemente pasarás la noche allí, comerás algo y dormirás a cubierto. No quiero que te quedes en la calle, Esther, por favor. Pronto cerrarán esto.
Faltaban unos veinte minutos para las doce de la noche. La camarera mordía un bolígrafo, impaciente, revisando cuentas tras la barra de la cafetería.
Esther apretó aún más los labios y levantó la vista, conteniendo las lágrimas. Se sentía fatigada, sin fuerzas, terriblemente deprimida. Y ese chico, ese que apoyaba la moción de emputecerla, parecía ser el único capaz de escucharla, comprenderla y ayudarla en aquel callejón sin salida. Qué espanto.
Era una niña débil, mimada, arruinada. A lo largo de su vida, sobre todo durante su infancia, le habían dado muchas cosas inútiles y pocas cosas importantes para sobrevivir. No le habían enseñado nada realmente funcional de cara a relacionarse con otras personas, ni la habían escuchado apenas. No le habían dado ejemplo tampoco ni referencia en la que fijarse: su padre, alcohólico, ocasionalmente violento, ocasionalmente loco; su madre, deslumbrada por el mundo material, inconsciente en todo momento de que tenía una hija.
No tenía recursos útiles porque, simplemente, no los había podido aprender. Se había agarrado a las soluciones prácticas que hacían que su limitado mundo particular fuese mejor. Su vida giraba en torno a cosas que no tenían ninguna relevancia, salvo para ella y para su madre, y adolecía de la falta del alimento esencial para sentirse tranquila y feliz, alimento que ni siquiera sabía que existía. De alguna manera, había sido una niña “mal tratada”, mal criada; y probablemente hasta ese momento seguía siendo una niña, una niña que aún acusaba todas aquellas carencias aunque de manera enrarecida, resabiada por el paso del tiempo.
Por eso solía manipular a otros. Era la única forma que conocía de acercarse a las personas: intentar controlarlas, llevarlas a su terreno, “comérselas”. De hecho, como no era capaz normalmente de ver mucho más allá de los objetos, utilizaba a los demás para conseguir cosas; no los arrastraba hacia ella por sentimientos, sino para lograr “algo”, un objetivo inmediato, un objeto o una sensación que tapara algún agujero momentáneamente. No era muy consciente de que hacía eso, ni de que aquello le provocaba a larga más insatisfacción: sólo un nuevo objeto tras la dilución del anterior cerraba el círculo y volvía a abrir uno nuevo. Tampoco era consciente, en absoluto, de que pasaba por la vida sin ver realmente a ninguna otra persona; ¿es que acaso existía alguien más allá de ella y sus intereses o sentimientos? A pesar de su edad, del tiempo vivido a sus espaldas, mantenía una gruesa capa de cemento entre ella y el mundo: una barrera insensible, una frontera que le impedía sentir la realidad de otros.
Cuando saltaba alguna chispa entre ella y otro ser humano, una chispa de la naturaleza que fuera, sentía algo parecido a una colisión en una pista de coches de choque. Una sacudida imprevista, completamente física: ”¡Bum!”
En aquel momento de su vida, montada ya la guerra con sus padres, sintiendo que la convivencia con ellos era insoportable, su objetivo -poco realista, como todos-era lograr un nuevo hogar de la manera más fácil y con el mínimo esfuerzo. Por eso había tenido los cojones de buscar piso sin nada en el bolsillo, porque en el fondo de su ser se consideraba guapa, mejor que los demás, deslumbrante…(lo era, ¿verdad? y se trataba de lo más importante, eso); ella no necesitaba pagar, no como el resto de los mortales.
—No –negó con la cabeza, obstinada—no quiero ir a vuestro piso, Jen.
Él asintió con la cabeza.
—Lo entiendo—le dijo—buscaremos un hotel, entonces. Ya sé que no te solucionará mucho pero… al menos dormirás a cubierto esta noche. Está jarreando.
Aquella fue la baza definitiva, quizás. Algo que descolocó a Esther lo suficiente como para no seguir a la defensiva.
—Vamos, tengo el coche fuera—le dijo él, alentándola, levantándose de la silla—te invito al café… buscaremos una pensión cerca de aquí, hay varias en esta manzana.
Poco después, Jen entraba con Esther en el portal de su edificio. Le rodeaba los hombros con un brazo y ella le tenía cogido por la cintura, apretándose contra su enjuto cuerpo bajo ese impermeable que le quedaba enorme.
—Por favor, Jen…—le dijo, cuando entraron juntos al ascensor—no dejes que me hagan nada, por favor…
Él puso las manos sobre los hombros de ella y la obligó a mirarle de frente.
— Esther, nadie te va a hacer nada. Ahí arriba hay dos tíos normales y corrientes, dos idiotas, no dos monstruos violadores—le acarició la mejilla—tranquila. De verdad.
Ella asintió y aflojó su cuerpo, casi dejándose caer de lado sobre él, dejándose llevar completamente como una res al matadero.
—Joder...—se oyó la voz de Alex, carcajeándose, cuando Jen hizo girar la llave en la cerradura—¿Has ido a comprar tabaco a la calle de atrás o la puta plantación?
Esther, al oírle, se detuvo en seco a mitad de camino.
—Entra, no te preocupes—murmuró Jen—pasa…
La chica avanzó con paso inseguro hacia el pequeño vestíbulo. Jen cerró la puerta tras ella con suavidad y le indicó que le siguiera hasta el salón. Se oía el sonido de la televisión y se veían las luces pulsantes del aparato a través de la puerta abierta. En efecto, al entrar en la habitación, Esther pudo comprobar que sombras y siluetas danzaban en la pared, bajo el resplandor palpitante del aparato que recreaba un remake de “La Guerra de los Mundos” (eso al menos podía leerse en la carátula abierta que reposaba sobre la mesita).
Repanchingado en el sillón que había frente a la tele, como si de un rey se tratara, con los pies apoyados encima de la mesa y luciendo unos calcetines rojos de montañero dignos de fotografiar, estaba Alex. La cara que se le quedó cuando se giró y vio a Jen con Esther de la mano en el umbral, también fue digna de fotografiar.
—Pero bueno—dijo anonadado—qué pedazo de cabrón… ¿cómo lo has hecho?
Jen negó con la cabeza.
—No he hecho nada. La he invitado a pasar la noche, nada más.
Alex miró alternativamente a Esther y a Jen, sin entender.
—Bueno—dijo al fin, encogiéndose de hombros—pues ponte cómoda, Esther, estás en tu casa, supongo…
Y se echó a reír, encontrando al parecer muy divertido aquel juego de palabras.
Ella agachó la cabeza, algo violentada por la carcajada de Alex.
—¿Quieres darte una ducha o un baño caliente y ponerte cómoda?—le dijo Jen en voz baja.
Esther tiritaba de frio, con las ropas empapadas bajo el abrigo.
—Yo… no quiero molestar…—murmuró.
—No es ninguna molestia—replicó él, tirando de ella suavemente hacia el cuarto de baño—si no te quitas esto pronto te vas a resfriar… te buscaré algo mío para que te pongas, mientras se seca tu ropa, ¿te parece bien?
Abrumada por tanta generosidad, la niña tonta asintió.
—Muchas gracias, de verdad… ¿cómo puedo pagarte esto?
Jen se rió.
—Me encanta que me hagas esa pregunta—repuso, y sin más se alejó por el pasillo— tienes gel y toallas limpias en el armario del baño—le dijo mientras caminaba derecho a su habitación—usa todo lo que necesites.
Esther entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Comprobó con alivio que había un pequeño cerrojo y se apresuró a correrlo, con la idea de tener un reducto de verdadera intimidad en aquella casa. Pensar que estaba allí le resultaba acogedor y amenazante a la vez. Era difícil soportar ese caos; el corazón le latía rápido, las ideas se le embotaban en el cerebro y le parecía que estaba al borde del llanto a cada momento. No sabía qué pensar. Y qué frío tenía.
Movida por esto último y renunciando a su vergüenza, colocó el tapón en el desagüe de la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Metió los dedos debajo del chorro y pronto sintió la lamida cálida del agua desentumeciéndole los huesos. Rebuscó por la pequeña estantería que había sobre la bañera, bajo un toallero alto, y encontró un bote familiar de gel de color verde claro. El bote estaba a la mitad, mal cerrado y se derramaban gruesos chorretones verdes más allá de la rosca, tapando las hermosas letras doradas. “Hombres” se le escapó inmediatamente, en voz alta. Se mordió el labio acto seguido.
Vertió unas gotas del denso líquido verde en el agua, para hacer espuma; esperó a que labañera se llenara y entonces cerró los grifos e introdujo la punta del pie. Deliciosa. Pocoa poco, con cuidado, se sumergió en aquel oasis caliente que olía a jabón.
Creyó vislumbrar algunos pelos de dudosa procedencia flotando entre la espuma, perono le importó. Removió los brazos y las piernas y apoyó la espalda en la superficie esmaltada, dejando descansar la fatigada cabeza sobre una pequeña toalla enrollada a modo de almohada. Respiró hondo los vapores jabonosos y se relajó. Las piernas le pesaban, era como si algo tirara de detrás de sus rodillas hacia abajo, hacia el fondo de la bañera.
Con el rumor del agua saliendo a borbotones, no había escuchado la voz de Inti preguntándole a Jen quién diablos estaba en el cuarto de baño. Y tampoco había oído la respuesta de este último. Menos mal.
Casi se queda dormida dentro del agua, acariciada por las suaves olas calientes. Abrió los ojos al recordar de súbito dónde estaba, se incorporó como pudo y se secó la cara con la toalla que le había hecho las veces de improvisada almohada.
Ya no sentía frío, al contrario. Un calor denso se abría paso dentro de sus venas, latiendo desde sus empeines hasta sus sienes. Apoyando las manos en los laterales de labañera, se puso en pie y salió del agua, envolviéndose como una croqueta en una enorme toalla roja. No había buscado en el armario como le había dicho Jen, sino que había cogido del toallero la que tenía más a mano. Una vez se la puso reparó en que tenía olor, el olor de la piel limpia de la persona que habitualmente la utilizaba. Se preguntó quién sería, quién de los tres.
Quitó el tapón de la bañera y las tuberías protestaron al tragarse la primera bocanada de agua.
—Esther…
Unos golpes quedos sonaron en la puerta al tiempo que se escuchaba la voz de Jen.
—Ahora salgo… --respondió ella, con prontitud.
—Si me abres la puerta, te paso una camiseta y unos pantalones—dijo Jen al otro lado.
Se escuchó el chirriar del cerrojo y poco después la puerta se abrió una pequeña ranura.
—Eso es…
Jen le tendió la ropa y ella la cogió.
—Seguramente te quedará grande, pero no tengo otra cosa…
Ella se lo agradeció azorada, y cerró de nuevo la puerta para vestirse.
Colocó la toalla en su sitio y salió del cuarto de baño, enfundada en una camiseta dos tallas más grandes y en unos gruesos pantalones de chándal. La camiseta tenía un dibujo de un tío fumándose un porro en alguna playa del caribe, subido en una tabla de surf. Bajo la tabla podía leerse, en grandes letras fosforescentes: “Can we talk?” No tenían otra camiseta más horrorosa para prestarle, al parecer; pero como se suele decir, “a caballo regalado no se le mira el diente”.
Al otro lado de la puerta, apoyado contra la pared, estaba Jen esperándola. También él se había cambiado de ropa: ahora vestía una camiseta negra con algún dibujo indescifrable de puro desgastado, y unos pantalones del mismo color que caían hasta sus tobillos. Esther le miró -involuntariamente, ¡ojo!-el paquete, y le dio la impresión de que estaba un poco “suelto”, abultado en toda su plenitud dentro de aquellos pantalones, como si Jen no llevara ropa interior. Avergonzada por su propio descaro, tan pronto como pudo apartó la vista de allí.
—Pues sí, te queda un poco grande…—observó él—pero lo importante es que estés cómoda… ¿lo estás?
—Sí, claro—respondió ella.
Cómoda no, lo siguiente. Estaba tan a gusto dentro de aquella ropa amplia y calentita, después del baño, que los párpados empezaban a pesarle.
Jen sonrió.
—Bien… deberías comer algo, tendrás hambre, no has cenado.
Esther negó con la cabeza.
—No te preocupes, Jen, está bien así, ya has hecho bastante…
—No, en serio, ven—le dijo él, echando a andar hacia la cocina—Inti ha hecho espaguetis esta noche, y los hace de muerte, con tomate y aceitunas…
A ella se le hizo la boca agua, ¿cuántas horas llevaba sin probar bocado? Le siguió hasta la cocina, vencida por el rugido de su estómago.
En la cocina se hallaba Inti, trasteando con un montón de platos que había sacado del lavavajillas. Cuando les sintió en la puerta, se volvió sujetando una gran fuente de loza que resplandecía bajo el tubo fluorescente de la cocina. La verdad que, ahí plantado de esa guisa, le faltaba el delantal.
—Hola—le dijo a Esther, esbozando lo que pretendía ser una sonrisa.
—Hola…—respondió esta, deseando que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase.
—Han sobrado espaguetis, ¿verdad?—le preguntó Jen a Inti, entrando en la cocina.
El aludido asintió.
--Sí, hice demasiados—respondió, girándose hacia Esther—he guardado en la nevera lo que ha quedado.
Jen abrió el frigorífico. No tuvo que rebuscar demasiado para localizar el plato hondo cubierto con papel de aluminio que su compañero había colocado allí.
—Estupendo—murmuró, retirando el aluminio y metiendo el plato en el microondas—ya verás, Esther, no has probado unos espaguetis como estos en tu vida…
—Exagerado—Inti le propinó un empujón y se inclinó para terminar de recoger y guardar los cacharros.
—Siéntate, vamos…—sonrió Jen a la muchacha—no seas tímida…
Ella trató de sonreír y apartó una silla para sentarse frente a la mesa. Minutos después, Jen colocó delante de ella un plato a rebosar de espaguetis con tomate y queso, humeante. El olor que emanaba era delicioso, a albahaca y orégano. A Esther le sonaron las tripas por segunda vez.
—Vaya, sí que tienes hambre—comentó Jen, sentándose cerca.
—Muchas gracias…--musitó la chica. Y sin más dilación se lanzó a comer.
Ambos chicos la miraban; Jen desde la silla, con los codos sobre la mesa, aparentemente relajado, Inti con un gesto ligeramente inquisitivo, de pie apoyado en la encimera de la cocina.
—Pareces una niña de la postguerra…—comentó éste entre dientes—hay que ver qué saque…
Como no podía ser de otra manera, segundos después Alex apareció en la entrada de la cocina.
—No me entero de nada—concluyó desde la puerta, tras contemplar la escena durante unos segundos. Con aquellos calcetines rojos, el pelo alborotado como una especie de cresta sobre la frente y los pantalones rasgados por las rodillas, tenía una pinta como poco extraña. Su gesto era de estupefacción total—¿qué coño está pasando?
—Anda, mira, la bella durmiente—sonrió Jen doblándose para mirarle desde la silla—te hacía dormido viendo “El Planeta de los Simios”…
A Esther le dio la impresión de que la comida se volvía impracticable dentro de su boca. Al oír a Alex tan cerca, casi a su lado en la misma puerta de la cocina, dejó de masticar y fijó la vista en la superficie de la mesa.
—Era “La Guerra de los Mundos”—corrigió Alex—pero da igual.
—Alguien podría hacer un remake de la vida en esta casa que se llamara “La Guerra de los simios...”
—Lo que tú digas—le dijo Alex a Jen, mirándole de soslayo—pero a ver… ¿qué pasa con ella?—señaló a Esther apuntándola con la barbilla. Como siempre, se refería a ella como si no estuviera allí, como si no pudiera explicarse por sí misma o su opinión no contara en absoluto.
Ella seguía terriblemente tensa, los labios pegados y la boca llena, incapaz de mover el bolo de comida que parecía haber adquirido la consistencia de la goma arábiga.
—Pues nada, qué va a pasar…--Inti rió levantando las palmas de las manos—se ha quedado a cenar, ¿no lo ves?
—Sí, lo veo… --repuso Alex—y tanto… joder, qué manera de comer. Ahora me explico de donde viene ese culazo—añadió, taladrando a Esther con sus ojos verdes, lanzándole una dentellada profunda a su enorme ego.
La chica le enfrentó la mirada con furia. Hizo un esfuerzo por tragar la comida, pero no lo consiguió.
—Bueno, entonces—dijo Alex acercándose más, sin dejar de mirarla--¿Aceptó la propuesta, o no?
Esther desvió los ojos hasta el suelo. Inti se adelantó un paso.
—Vamos a ver, Alex, qué parte no entiendes…
—Alex…--pronunció casi inmediatamente Jen, con un deje de fatiga—Se ha quedado a cenar y va a dormir aquí, le he dicho que venga para que no pasara la noche en la calle, la he invitado yo. No hay ninguna propuesta. ¿Lo entiendes?
El aludido dio un paso atrás, repelido por las palabras de su compañero de piso.
—En absoluto—sonrió de pronto, de oreja a oreja—tengo la sensación de que nos hemos vuelto todos subnormales…
—Esther—dijo Jen volviéndose hacia la chica, viendo su rostro transfigurado—eh… no le hagas ningún caso.
Le tocó suavemente el antebrazo. Ella todavía sujetaba el tenedor en el borde del plato, con los nudillos apretados. La tensión que estaba experimentando era evidente.
—Tranquila…
Alex observaba aquello con una sonrisa displicente.
—No vale tanto la pena, July Andrews—le espetó a su compañero, volviéndose para marcharse—No merece la pena currárselo tanto para follársela, amigo…
Tras decir esto, desapareció por el pasillo canturreando, arrastrando los pies.
—Ni se te ocurra darle un minuto de tu tiempo—dijo Jen, mirando a Esther—pasa de él, come tranquila. Es un capullo.
—Él es así—se limitó a comentar Inti.
—Impulsivo—corroboró Jen, asintiendo.
—Gilipollas—corrigió el otro—impulsivo una leche, yo también soy impulsivo y me controlo.
Esther cerró los ojos y tragó por fin. Una vez hecho esto, bebió un sorbo de agua y tosió, tratando de aflojar la prensa que sentía en la garganta.
—No le hagas caso, en serio.
Esther miró a Inti y luego a Jen, alternativamente, dubitativa.
Y entonces, dijo algo que a ambos chicos les dejó boquiabiertos:
—Vale. Aunque… no me importaría que me follaras.
Lo había dicho con los ojos clavados en Jen, esos ojos enormes de muñeca de porcelana, sin mover un músculo de cuello para abajo.
El mencionado retrocedió, meneó la cabeza y sonrió con nerviosismo, como cohibido de pronto.
--¿Perdona?...
Inti entornó los ojos. Miraba a Esther como si de pronto ésta se hubiera convertido en “la niña del exorcista”.
Esther frunció las cejas e hizo un puchero repentino.
—Lo siento—murmuró—no quería molestarte… ya no sé ni lo que digo.
—No me has molestado—replicó Jen inmediatamente, alzando la mirada hacia ella. Sonrió.
—Creo que os voy a dejar solos…--murmuró Inti, comenzando a caminar hacia la puerta.
Esther casi pegó un brinco en la silla.
—No, espera…--le pidió—quédate, me gustaría deciros algo…
Inti se detuvo y la miró con extrañeza.
--¿Te importaría sentarte, por favor?—le dijo la chica—es sólo para preguntaros una cosa… a los dos.
Inti asintió levemente y se sentó en la silla más próxima, a la izquierda de Jen y mirando de frente a Esther.
—Lo primero de todo, quería daros las gracias—Esther se aclaró la voz—a los dos. Por acogerme aquí esta noche, por tratarme como lo habéis hecho, por la comida… gracias. Gracias por todo.
Inti asintió de nuevo.
—No hay de qué—respondió Jen.
Ella le lanzó una mirada súbita, osada, demasiado densa para ser descifrada. No estaba acostumbrada a ser agradecida.
—Claro que sí—musitó. Respiró hondo y continuó hablado—en cuanto a la pregunta…—bajó la cabeza, como si lo que fuera a decir la avergonzara--¿Habría alguna manera de que Alex no me hiciera daño? ¿Alguna forma de asegurarme de que eso no va a ocurrir?
—¿Daño?—preguntó Jen—¿Esta noche, te refieres?
Esther guardó silencio unos minutos, escrutando con los ojos las vetas doradas de la madera de la mesa.
—Esta noche… y todas las que me quede, si decido aceptar lo que me propusisteis.
Jen cerró la mano que había mantenido extendida sobre la mesa, abierta, apuntando a la chica.
—¿Cómo dices?—Inti se inclinó hacia delante, como si no la hubiera oído bien.
Esther se armó de valor y levantó los ojos hacia el frente, lanzándole a cada uno de ellos una mirada cargada de inusitada audacia.
—Digo—dijo despacio—que si existe una manera de impedir que Alex me haga daño, cualquier tipo de daño, me quedaré con vosotros y seré… eso que queréis que sea.
Volvió a agachar la cabeza al pronunciar estas últimas palabras.
Jen la tomó de la mano.
—Oye… no tienes que decidir eso ahora—le dijo en voz baja—no te sientas condicionada, por favor…
—No—ella negó con la cabeza—no me siento condicionada, de verdad. Lo digo porque lo pienso.
—El pacto es con los tres—intervino Inti—no podemos dejar a Alex fuera, por mucho que te caiga mal.
—No quería decir eso—se apresuró a aclarar Esther—no hablaba de dejarlo fuera. Es sólo que… me da miedo.
Los chicos se miraron.
—Bueno—terció Jen—tiene la boca muy grande, pero nada más. No te creas que se come a nadie…
—No me gusta—murmuró Esther, encogiéndose ligeramente—me acostaré con él si tengo que hacerlo… le haré lo que le tenga que hacer, pero necesito saber que no me hará daño.
—Define daño—insistió Inti—o concreta un poco más…
Ella torció la boca y se encogió de hombros.
—No lo sé. Pues… daño.
—No permitiríamos que te matara—Inti alzó una ceja y rió—por eso puedes estar tranquila. Pero, ¿a qué tipo de daño te refieres? No es lo mismo que te pegue una bofetada, que te humille o que te dé por el culo sin lubricante. ¿A qué tipo de daño te refieres?—reiteró.
Esther se echó para tras sobre la silla como si la hubieran golpeado.
Jen no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Eso lo habías preparado o te ha salido sólo?—le espetó a Inti.
Éste sonrió levemente.
—Bueno, no sé, eran algunos ejemplos de lo que puede significar “daño”… hay que dejar las cosas claras. Se me acaban de ocurrir.
—¿Bofetadas?—murmuró Esther--¿humillarme?—del lubricante no hizo mención— pero, ¿qué tipo de puta queréis que sea?
—No es una puta exactamente a lo que nos referíamos—dijo Jen—aunque no tenemos que hablar de esto ahora…
Ella sacudió la cabeza, como tratando de despejarse.
—No—replicó—me gustaría saberlo ahora, por favor.
Inti suspiró y miró a Jen significativamente. Se echaron un pulso mental para ver cuál de los dos verbalizaría en aquel momento el sueño oscuro que compartían.
Finalmente Jen apartó la mirada de los ojos de su compañero y la clavó en Esther.
—Verás…—le dijo, fijo en ella, sereno—Alex empleó mal la palabra, y tú tampoco quisiste escuchar más. “Puta” no es el término correcto, no es la palabra que cuando nosotros hablamos sobre el pacto, en su día, manejamos.
Esther asintió levemente.
—No queremos una puta—continuó Jen, jugueteando con los dedos de ambas manos sobre la mesa—Una puta es algo relativamente fácil de conseguir, es una mujer que ofrece sexo a cambio de dinero. No necesitamos eso. Lo que nosotros queremos…--vaciló un segundo y tomó aire antes de continuar—es una perra.
Esther frunció el ceño sin comprender.
—¿Una perra?
Jen asintió.
--Nuestra perra—matizó tras un instante de silencio.
Esther contempló a Jen y a Inti alternativamente, con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.
—Y… ¿qué significa ser una perra?—preguntó al fin—o ser… vuestra perra.
Inti sonrió.
—Podría hacerte un mapa—dijo en tono jocoso—y lo haré si no lo entiendes. Pero si fueras nuestra perra, eso nos convertiría a nosotros en…
Dejó deliberadamente la frase inacabada en el aire, dándole a Esther pie para que completara el puzle.
—Mis Amos…--musitó ella. La barbilla le tembló durante unos segundos.
Inti asintió vehemente.
—Eso es—dijo—aunque ya sabes... que el pronombre posesivo no siempre designa propiedad.
Esther le miró perpleja.
—Inti quiere decir—terció Jen—que uno puede decir “mi casa”, “mi coche”… y también “mi vecino”,” mi compañero”, “mi barrio”, “mi país”. Seríamos “tus” Amos, sí, pero no seríamos nada tuyo. Al revés: tú serías nuestra.
Esther afirmó con la cabeza un par de veces, despacio. Le parecía que comenzaba a entender.
—Serías nuestra perra las veinticuatro horas de cada día que estuvieras aquí, de cada día que no pudieras retribuir económicamente—continuó explicando Inti, con inflexión neutra—lo que significa que hasta que pudieras pagarnos como es debido, vivirías por y para satisfacernos. En todos los sentidos.
Esther le miraba con los ojos como platos. Tan sólo un parpadeo de vez en cuando atestiguaba que ella seguía viviendo y pensando tras aquellos ojos.
—En el aspecto sexual por supuesto—prosiguió Inti—pero no sólo en eso. Tendrías que atender las necesidades de cada uno en cada momento, a menos que entraran en conflicto por cualquier razón; en caso de que eso ocurriera tendrías que decírnoslo.
—¿Cualquier necesidad?—preguntó Esther con cautela, mirando a Jen a pesar de que era Inti el que le hablaba.
—Para eso está el contrato—repuso Jen—para que, entre otras cosas, vieras lo que estaríamos dispuestos a hacer contigo si accedes, lo que nos gustaría hacer, lo que podríamos hacer. Por otra parte te aseguro—añadió, inclinándose un poco más hacia ella—que durante el tiempo que vivas aquí, si es que decides aceptar, no tendrás que preocuparte por nada salvo por encontrar trabajo, siempre que tú quieras, claro. Dejando aparte el esfuerzo diario de servir y complacer a tus Amos, nada te faltará. Todo lo que necesites lo tendrás.
—¿Todo lo que yo quiera?—preguntó ella.
Inti rio por lo bajo. Jen le lanzó una amplia sonrisa, mostrando los dientes, y meneó la cabeza.
—No, no he dicho lo que tú quieras—repuso, apretándole levemente la mano—he dicho “lo que necesites”.
Ella asintió.
—Dejaría de decidir yo misma qué es lo que necesito…--reflexionó. No era tan tonta, después de todo.
—¿Y tú crees que ahora, actualmente, lo haces?—preguntó Jen, acercándose todavía más a ella--¿Tú crees, Esther, que ahora tú decides lo que quieres o necesitas hacer en tu vida?
Ella guardó silencio. Se mordió los labios y negó con la cabeza, como si quisiera deshacerse de un mal pensamiento que picaba y dolía.
—Esther, ¿te has parado alguna vez en pensar qué necesitas?
—No lo sé—musitó ésta. Era la primera vez que tenía que responder a aquello. No debería ser así, se dijo. Ella “Debería” ser capaz de distinguir sus propias necesidades “reales”. Pero se daba cuenta de que tal vez no lo era, aunque le pareciera increíble. Se sintió de repente confundida, perdida y abrumada por lo que aquello realmente significaba.
Jen trazaba dibujos sinuosos con las puntas de los dedos sobre el dorso de la mano de ella.
—No te preocupes—le dijo advirtiendo el leve temblor de sus mejillas y la humedad de sus ojos—Tranquila. Siempre estás a tiempo de hacerlo.
Esther cerró los ojos. ¿Quería hacerlo, realmente quería pensar en eso? Le daba demasiado miedo pensar. Le daba terror. Le parecía imposible que hubiera alguna manera de arreglar su vida. No tenía ni idea de cómo empezar. Y estaba cansada, muy cansada.
Intuía que no debía hacerlo, pero acarició con la mente la posibilidad de que fuera “otro” el que decidiera por ella. “Otros”, en este caso, entre los que se encontraba el odioso Alex. Lo que sintió al pensar aquello, durante una fracción de segundo, fue parecido a como cuando uno abre una ventana y una ráfaga de aire, fresca e inesperada, le golpea el rostro. Nunca había pensado en esa posibilidad. Lo que se le “ofrecía” en ese momento, la ocasión que se le presentaba, era algo totalmente nuevo. Parar, dejarse ir, limitarse a contemplar y a aprender la realidad de su presente. No hacer nada, no decidir: justo como hasta ahora había venido haciendo, sólo que esta vez...sabiéndolo.
Y por otra parte, a su pesar… un cosquilleo había comenzado a subir por sus piernas, raudo y veloz hacia su sexo, cuando se imaginó bajo el dominio de tres Amos. Se vio, durante un instante, arrodillada, desnuda, entregada totalmente a los caprichos de aquellos chicos.
Algo que estaba por encima de su voluntad brilló y se movió dentro de ella. Sintió un fuerte aleteo en el estómago, opresivo, y soltó un gemido para liberarse.
¿Realmente sentía excitación? La respuesta fue inmediata cuando de pronto mojó las bragas. Tal vez sí era una perra; una jodida perra que ansiaba pasar por aquella experiencia, después de todo.
—Quizá lo mejor es ir a dormir ahora—dijo Jen en voz baja, sin dejar de acariciarle el dorso de la mano—descansa tranquila, date tiempo y piénsalo. No te agobies.
La voz de Jen era como una nana, una caricia para la mente de Esther dentro de aquel caos. Todo se le mezclaba de pronto en una masa informe y sin sentido, lejana: sus padres, su casa que ya no era su casa, el desprecio de Alex, la indiferencia de Inti… y finalmente la dulzura de Jen.
—Jen tiene razón—corroboró Inti—es muy tarde, deberías dormir.
Ambos chicos la acompañaron, escoltándola por el pasillo, hasta la habitación que hacía apenas dos días le había mostrado Inti.
—Duerme bien, Esther—le dijo Jen al oído, justo antes de que ella entrase—no tienes ningún tipo de compromiso. Piénsatelo con calma. Mañana será otro día.
Ella le miró. Por un instante deseó que aquel chico entrara con ella en la habitación, cerrara la puerta y le hiciera el amor con calma, dándole el calor y el consuelo por el que rogaría si tuviera valor aquella noche. Turbada por aquella idea, bajó la vista y asintió, cerrando apresuradamente la puerta para quedarse sola en el cuarto, antes de que Jen pudiera darse cuenta de lo que le pasaba por la cabeza.
Esther salió escopetada del portal y comenzó a caminar rápidamente hacia ninguna parte; el hecho era que no tenía adónde ir. Juró y perjuró, blasfemó e insultó a medio mundo dentro de su mente, mientras su gabardina beige se le pegaba al cuerpo y el pelo le caía a chorretones por la cara.
—¡Hijos de puta!—exclamaba en voz baja, sin dejar de caminar en dirección contraria al edificio, sin rumbo—¡Hijos de puta! ¿Pero qué se han creído?
La cara le ardía en contacto con las frías gotas. Poco a poco sintió las lágrimas agolpándose en sus ojos, confundiéndose con el torrente de lluvia, emborronándole la vista de la calle mojada ante sí. Se sentía idiota por haberse ilusionado con aquello, aunque hubiera ido allí sin tenerlas todas consigo. En el fondo de su ser había albergado una pequeña chispa, una llama de esperanza, pero estaba claro que había hecho mal dejándose guiar por ella, muy mal.
“Demonios, Esther, todo tiene un precio” le susurró de pronto una voz interior.
“Pero hay precios que no estoy dispuesta a pagar”, se rebeló ella, gruñendo entre dientes a un interlocutor imaginario.
No. Ni de coña podría aceptar algo así. Vergüenza le daba pensar que en un primer momento había sentido curiosidad, algo parecido al morbo. Inti le había gustado desde el principio, o por lo menos le había llamado la atención, aunque se daba cuenta de que era muy distinto a los hombres con los que se había topado ella habitualmente. Jen también le había gustado… físicamente, claro, porque no había visto mucho más… aunque había algo en su mirada que era bueno, o al menos eso quería pensar. Pero Alex... no podía negar que era atractivo, eso sí; sin embargo su forma de hablar y de dirigirse a ella (ese “niña” le había picado en lo más hondo), su manera de hablar de ella como si no estuviera ahí, sin mirarla, señalándola como a un objeto cualquiera, riéndose a mandíbula batiente sin cortarse un pelo… la habían sacado definitivamente de quicio. Aunque la verdad era que él había sido el único que, de mejor o peor manera, había llamado las cosas por su nombre.
Una puta, nada menos, querían que fuera. Una zorra, su zorra, la zorra de ellos para usarla a su antojo. Pero hasta dónde podían llegar, cómo se atrevían. Ella no era ninguna puta; le encantaba el sexo, claro que sí, pero solo con quien ella quería, como y cuando le apetecía.
Como en todo lo demás, en sus relaciones funcionaba a base de caprichos. Nunca se había parado a pensar, a lo largo de su vida, que había destrozado más de un corazón en su camino eterno en pos del placer; nunca lo imaginaría.
Se paró de pronto, confusa, en mitad de la acera de una calle que no conocía. Miró alrededor en busca de una boca de metro pero no la encontró. Solo farolas que parpadeaban bajo la lluvia, como siniestras sombrillas negras, y el rótulo mal iluminado de una cafetería a pocos metros de donde se hallaba.
Rebuscó en sus bolsillos con los dedos empapados, acolchados y enrojecidos por el frío. Poca cosa encontró en ellos, por desgracia: dos monedas de un euro, una de cincuenta céntimos y una pequeña piedra caliza. ¿Cómo coño había ido a parar una piedra al bolsillo de su gabardina?, se preguntó anonadada.
Se secó las lágrimas con rabia y echó a andar hacia la cafetería. Al menos allí podría ponerse a cubierto y esperar a que cesara el chaparrón, para proseguir después su camino a ningún sitio.
Odiaba presentar un aspecto desangelado –y lo tenía: mojada hasta el tuétano y llorosa como un perro abandonado, con la ropa empapada y la desesperación pintada en la cara-pero aun así penetró en el establecimiento, encogida, sin apenas hacer ruido.
Rehuyendo las miradas de quienes pudieran alzar la vista hacia ella, se deslizó hasta una mesita en una esquina, apartada, junto a la ventana. Se desplomó sobre la silla y escondió la cabeza entre las manos. La lluvia tamborileaba fuerte contra los cristales, resbalando las gotas como lágrimas sobre el cristal. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué demonios podía hacer?
Se apartó las manos de la cara para responder a la camarera que se había acercado.
—Un café, por favor—le dijo casi en tono de súplica. Al fin y al cabo, tenía que tomar algo. Se dijo que ese café sería, probablemente, el último que iba a poder tomarse en mucho tiempo. No quiso pensar en aquello.
Fuera, al otro lado de la ventana, un vehículo estacionó frente a la cafetería. A Esther le deslumbró la luz de sus faros y el reflejo en la negra carrocería, de modo que apartó los ojos sin poder ver quién descendía de aquel coche. Si lo hubiera visto, probablemente se hubiera ido a esconder al baño, se hubiera metido debajo de la mesa o hubiera salido simplemente de allí.
La puerta de la cafetería se abrió y poco después se cerró con un chasquido, cuando la silueta calada con un impermeable marrón hubo entrado en el establecimiento. Esther advirtió movimiento a su izquierda, y casi de inmediato sintió el ruido de unos pasos que se acercaban sobre las baldosas mojadas. Súbitamente, levantó la cabeza y lo que vio la dejó helada. Frente a ella, mostrando una sonrisa franca y una mirada que hasta cierto punto podría ser de preocupación, estaba Jen.
—Hola…—saludó él en voz baja, tímidamente.
Ella retrocedió un poco sobre la silla. No le quedaban fuerzas para discutir, después deaquella llorera.
—hola—…murmuró sin apenas despegar los labios.
—Qué sorpresa encontrarte aquí—dijo él—vine a comprar tabaco…
Señaló con una inclinación de cabeza la máquina expendedora que había a pocos metros de la mesa, contra la pared.
Esther asintió levemente. Ella también fumaba. De hecho se moría por un maldito cigarro, pero no tenía dinero para comprarlo ni arrestos para pedirlo.
—Bueno…—dijo Jen—voy a sacarlo…
Se alejó despacio hacia la máquina. Esther observó sus movimientos, pausados, tranquilos. No sabía qué había en ese chico, pero, aunque se revolvía contra ello, algo en él le hacía sentirse mejor. Era como si… como si su presencia la calmara, en cierto modo. En el piso, hacía un escaso periodo de tiempo, había sido el desabrido de Alex el que la había sacado de sus casillas, aparte de todo lo propuesto. Sin embargo, Jen, por descabellada que fuera la “oferta”, había tratado de plantearla con sosiego y educadamente, al menos.
—¿Te importa que me siente contigo un minuto?
Se había vuelto a acercar. Tímido pero no obstante seguro de sí mismo, al parecer.
Esther murmuró algo ininteligible y le señaló la silla vacía que había frente a ella, también junto a la ventana.
—Gracias…—murmuró Jen, y se acomodó dejando sobre la mesa un paquete de Lucky Strike y un mechero.
—Yo también fumaba Luky…—se le escapó a Esther. Miraba el paquete como si fuera una golosina.
Jen se dio cuenta y dejó escapar una leve risa.
—¿Fumabas?—inquirió—¿lo dejaste?
—Qué remedio—replicó ella—no tengo dinero…
Él sonrió y le acercó el paquete de tabaco.
—Si es por eso, no te cortes—le dijo—coge uno, anda.
Esther miró el paquete medio abierto, indecisa, durante unos segundos, pero finalmente no pudo resistirse. Alargó la mano, nerviosa, tiró de uno de los cigarros y lo sacó de la caja.
—Gracias…—musitó sin mirarle.
—De nada, por favor—repuso él, mientras le acercaba la llama del mechero para que lo encendiera.
Ella aspiró y lanzó al aire una voluta de humo. Cerró los ojos, con una expresión entre la paz y el alivio, cuando sintió en la lengua el añorado sabor de la primera calada.
—Gracias, de verdad—reiteró—realmente lo necesitaba…
—¿Cómo has llegado a esta situación?—inquirió Jen con suavidad, jugando con el mechero entre los dedos. Tenía dedos rápidos, dedos largos de mago, pensó Esther—¿no tienes a nadie que te ayude?
Esther reprimió un sollozo. No estaba preparada para una pregunta tan directa, y no quería contestarla, pero se sentía en deuda con Jen en cierto modo. En deuda por un cigarro, tenía gracia.
—No…—repuso—en este momento no tengo a nadie, no. Tengo casa… la casa de mis padres—sorbió fuerte por la nariz—pero no quiero volver allí…
La tormenta arreció al otro lado del cristal; los árboles se combaban bajo el viento, sacudiendo contra la ventana sus ramas desnudas de hojas.
—¿Por qué no quieres volver?—murmuró él.
Esther movió la cabeza, crispó la boca en un mohín y cerró los ojos.
—No quiero hablar de eso—musitó—por favor, es de noche, estoy cansada, mojada… no preguntes.
Jen sonrió levemente. Extendió el brazo y acarició el dorso de la mano de Esther.
—Estás helada de frío…--musitó, apretándole los nudillos bajo la palma de su mano—deberías quitarte ese abrigo mojado…
Esther le miró entonces con una expresión extraña.
—Puedes ponerte el mío— dijo él, señalando su impermeable—está casi seco, sólo le han caído unas gotas cuando he bajado del coche…
Despacio, sin dejar de mirarle a los ojos, ella se quitó la gabardina empapada y la colgó detrás, en el respaldo de la silla. Jen se inclinó hacia delante y le puso su abrigo por los hombros, a modo de capa. Esther sonrió quedamente y enrojeció al notar el peso de la prenda.
—Gracias…--murmuró—eres muy amable…
—No es nada—repuso él—es de lo poco que puedo hacer por ti.
Le acarició de pronto la mejilla con la palma de la mano, con la suavidad de quien acaricia un perro perdido. Esther cerró de nuevo los ojos y se frotó imperceptiblemente contra la dulzura de aquella caricia. La mano de Jen se sentía caliente sobre su rostro frío, mojado de lágrimas y lluvia.
—A menos que… pueda hacer algo más—añadió él, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta del dedo.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿A qué te refieres?—preguntó.
Él le devolvió la mirada de frente, con calma.
—Tú dirás—respondió—Si puedo hacer algo más por ti, no tienes más que pedírmelo…
Pareció que ella relajaba un poco su cara de susto. Y pareció también como si estuviera tentada de decir algo, pero en el último momento cerró la boca, contrayendo los labios con fuerza hasta que palidecieron.
—Igual te parece esto una falta de respeto--dijo Jen—y discúlpame por adelantado, pero… si necesitas dinero, podría prestarte algo, al menos para salir del paso. También podrías pasar esta noche en casa; no te preocupes, olvídalo todo, no te pasará nada. Simplemente pasarás la noche allí, comerás algo y dormirás a cubierto. No quiero que te quedes en la calle, Esther, por favor. Pronto cerrarán esto.
Faltaban unos veinte minutos para las doce de la noche. La camarera mordía un bolígrafo, impaciente, revisando cuentas tras la barra de la cafetería.
Esther apretó aún más los labios y levantó la vista, conteniendo las lágrimas. Se sentía fatigada, sin fuerzas, terriblemente deprimida. Y ese chico, ese que apoyaba la moción de emputecerla, parecía ser el único capaz de escucharla, comprenderla y ayudarla en aquel callejón sin salida. Qué espanto.
Era una niña débil, mimada, arruinada. A lo largo de su vida, sobre todo durante su infancia, le habían dado muchas cosas inútiles y pocas cosas importantes para sobrevivir. No le habían enseñado nada realmente funcional de cara a relacionarse con otras personas, ni la habían escuchado apenas. No le habían dado ejemplo tampoco ni referencia en la que fijarse: su padre, alcohólico, ocasionalmente violento, ocasionalmente loco; su madre, deslumbrada por el mundo material, inconsciente en todo momento de que tenía una hija.
No tenía recursos útiles porque, simplemente, no los había podido aprender. Se había agarrado a las soluciones prácticas que hacían que su limitado mundo particular fuese mejor. Su vida giraba en torno a cosas que no tenían ninguna relevancia, salvo para ella y para su madre, y adolecía de la falta del alimento esencial para sentirse tranquila y feliz, alimento que ni siquiera sabía que existía. De alguna manera, había sido una niña “mal tratada”, mal criada; y probablemente hasta ese momento seguía siendo una niña, una niña que aún acusaba todas aquellas carencias aunque de manera enrarecida, resabiada por el paso del tiempo.
Por eso solía manipular a otros. Era la única forma que conocía de acercarse a las personas: intentar controlarlas, llevarlas a su terreno, “comérselas”. De hecho, como no era capaz normalmente de ver mucho más allá de los objetos, utilizaba a los demás para conseguir cosas; no los arrastraba hacia ella por sentimientos, sino para lograr “algo”, un objetivo inmediato, un objeto o una sensación que tapara algún agujero momentáneamente. No era muy consciente de que hacía eso, ni de que aquello le provocaba a larga más insatisfacción: sólo un nuevo objeto tras la dilución del anterior cerraba el círculo y volvía a abrir uno nuevo. Tampoco era consciente, en absoluto, de que pasaba por la vida sin ver realmente a ninguna otra persona; ¿es que acaso existía alguien más allá de ella y sus intereses o sentimientos? A pesar de su edad, del tiempo vivido a sus espaldas, mantenía una gruesa capa de cemento entre ella y el mundo: una barrera insensible, una frontera que le impedía sentir la realidad de otros.
Cuando saltaba alguna chispa entre ella y otro ser humano, una chispa de la naturaleza que fuera, sentía algo parecido a una colisión en una pista de coches de choque. Una sacudida imprevista, completamente física: ”¡Bum!”
En aquel momento de su vida, montada ya la guerra con sus padres, sintiendo que la convivencia con ellos era insoportable, su objetivo -poco realista, como todos-era lograr un nuevo hogar de la manera más fácil y con el mínimo esfuerzo. Por eso había tenido los cojones de buscar piso sin nada en el bolsillo, porque en el fondo de su ser se consideraba guapa, mejor que los demás, deslumbrante…(lo era, ¿verdad? y se trataba de lo más importante, eso); ella no necesitaba pagar, no como el resto de los mortales.
—No –negó con la cabeza, obstinada—no quiero ir a vuestro piso, Jen.
Él asintió con la cabeza.
—Lo entiendo—le dijo—buscaremos un hotel, entonces. Ya sé que no te solucionará mucho pero… al menos dormirás a cubierto esta noche. Está jarreando.
Aquella fue la baza definitiva, quizás. Algo que descolocó a Esther lo suficiente como para no seguir a la defensiva.
—Vamos, tengo el coche fuera—le dijo él, alentándola, levantándose de la silla—te invito al café… buscaremos una pensión cerca de aquí, hay varias en esta manzana.
Poco después, Jen entraba con Esther en el portal de su edificio. Le rodeaba los hombros con un brazo y ella le tenía cogido por la cintura, apretándose contra su enjuto cuerpo bajo ese impermeable que le quedaba enorme.
—Por favor, Jen…—le dijo, cuando entraron juntos al ascensor—no dejes que me hagan nada, por favor…
Él puso las manos sobre los hombros de ella y la obligó a mirarle de frente.
— Esther, nadie te va a hacer nada. Ahí arriba hay dos tíos normales y corrientes, dos idiotas, no dos monstruos violadores—le acarició la mejilla—tranquila. De verdad.
Ella asintió y aflojó su cuerpo, casi dejándose caer de lado sobre él, dejándose llevar completamente como una res al matadero.
—Joder...—se oyó la voz de Alex, carcajeándose, cuando Jen hizo girar la llave en la cerradura—¿Has ido a comprar tabaco a la calle de atrás o la puta plantación?
Esther, al oírle, se detuvo en seco a mitad de camino.
—Entra, no te preocupes—murmuró Jen—pasa…
La chica avanzó con paso inseguro hacia el pequeño vestíbulo. Jen cerró la puerta tras ella con suavidad y le indicó que le siguiera hasta el salón. Se oía el sonido de la televisión y se veían las luces pulsantes del aparato a través de la puerta abierta. En efecto, al entrar en la habitación, Esther pudo comprobar que sombras y siluetas danzaban en la pared, bajo el resplandor palpitante del aparato que recreaba un remake de “La Guerra de los Mundos” (eso al menos podía leerse en la carátula abierta que reposaba sobre la mesita).
Repanchingado en el sillón que había frente a la tele, como si de un rey se tratara, con los pies apoyados encima de la mesa y luciendo unos calcetines rojos de montañero dignos de fotografiar, estaba Alex. La cara que se le quedó cuando se giró y vio a Jen con Esther de la mano en el umbral, también fue digna de fotografiar.
—Pero bueno—dijo anonadado—qué pedazo de cabrón… ¿cómo lo has hecho?
Jen negó con la cabeza.
—No he hecho nada. La he invitado a pasar la noche, nada más.
Alex miró alternativamente a Esther y a Jen, sin entender.
—Bueno—dijo al fin, encogiéndose de hombros—pues ponte cómoda, Esther, estás en tu casa, supongo…
Y se echó a reír, encontrando al parecer muy divertido aquel juego de palabras.
Ella agachó la cabeza, algo violentada por la carcajada de Alex.
—¿Quieres darte una ducha o un baño caliente y ponerte cómoda?—le dijo Jen en voz baja.
Esther tiritaba de frio, con las ropas empapadas bajo el abrigo.
—Yo… no quiero molestar…—murmuró.
—No es ninguna molestia—replicó él, tirando de ella suavemente hacia el cuarto de baño—si no te quitas esto pronto te vas a resfriar… te buscaré algo mío para que te pongas, mientras se seca tu ropa, ¿te parece bien?
Abrumada por tanta generosidad, la niña tonta asintió.
—Muchas gracias, de verdad… ¿cómo puedo pagarte esto?
Jen se rió.
—Me encanta que me hagas esa pregunta—repuso, y sin más se alejó por el pasillo— tienes gel y toallas limpias en el armario del baño—le dijo mientras caminaba derecho a su habitación—usa todo lo que necesites.
Esther entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Comprobó con alivio que había un pequeño cerrojo y se apresuró a correrlo, con la idea de tener un reducto de verdadera intimidad en aquella casa. Pensar que estaba allí le resultaba acogedor y amenazante a la vez. Era difícil soportar ese caos; el corazón le latía rápido, las ideas se le embotaban en el cerebro y le parecía que estaba al borde del llanto a cada momento. No sabía qué pensar. Y qué frío tenía.
Movida por esto último y renunciando a su vergüenza, colocó el tapón en el desagüe de la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Metió los dedos debajo del chorro y pronto sintió la lamida cálida del agua desentumeciéndole los huesos. Rebuscó por la pequeña estantería que había sobre la bañera, bajo un toallero alto, y encontró un bote familiar de gel de color verde claro. El bote estaba a la mitad, mal cerrado y se derramaban gruesos chorretones verdes más allá de la rosca, tapando las hermosas letras doradas. “Hombres” se le escapó inmediatamente, en voz alta. Se mordió el labio acto seguido.
Vertió unas gotas del denso líquido verde en el agua, para hacer espuma; esperó a que labañera se llenara y entonces cerró los grifos e introdujo la punta del pie. Deliciosa. Pocoa poco, con cuidado, se sumergió en aquel oasis caliente que olía a jabón.
Creyó vislumbrar algunos pelos de dudosa procedencia flotando entre la espuma, perono le importó. Removió los brazos y las piernas y apoyó la espalda en la superficie esmaltada, dejando descansar la fatigada cabeza sobre una pequeña toalla enrollada a modo de almohada. Respiró hondo los vapores jabonosos y se relajó. Las piernas le pesaban, era como si algo tirara de detrás de sus rodillas hacia abajo, hacia el fondo de la bañera.
Con el rumor del agua saliendo a borbotones, no había escuchado la voz de Inti preguntándole a Jen quién diablos estaba en el cuarto de baño. Y tampoco había oído la respuesta de este último. Menos mal.
Casi se queda dormida dentro del agua, acariciada por las suaves olas calientes. Abrió los ojos al recordar de súbito dónde estaba, se incorporó como pudo y se secó la cara con la toalla que le había hecho las veces de improvisada almohada.
Ya no sentía frío, al contrario. Un calor denso se abría paso dentro de sus venas, latiendo desde sus empeines hasta sus sienes. Apoyando las manos en los laterales de labañera, se puso en pie y salió del agua, envolviéndose como una croqueta en una enorme toalla roja. No había buscado en el armario como le había dicho Jen, sino que había cogido del toallero la que tenía más a mano. Una vez se la puso reparó en que tenía olor, el olor de la piel limpia de la persona que habitualmente la utilizaba. Se preguntó quién sería, quién de los tres.
Quitó el tapón de la bañera y las tuberías protestaron al tragarse la primera bocanada de agua.
—Esther…
Unos golpes quedos sonaron en la puerta al tiempo que se escuchaba la voz de Jen.
—Ahora salgo… --respondió ella, con prontitud.
—Si me abres la puerta, te paso una camiseta y unos pantalones—dijo Jen al otro lado.
Se escuchó el chirriar del cerrojo y poco después la puerta se abrió una pequeña ranura.
—Eso es…
Jen le tendió la ropa y ella la cogió.
—Seguramente te quedará grande, pero no tengo otra cosa…
Ella se lo agradeció azorada, y cerró de nuevo la puerta para vestirse.
Colocó la toalla en su sitio y salió del cuarto de baño, enfundada en una camiseta dos tallas más grandes y en unos gruesos pantalones de chándal. La camiseta tenía un dibujo de un tío fumándose un porro en alguna playa del caribe, subido en una tabla de surf. Bajo la tabla podía leerse, en grandes letras fosforescentes: “Can we talk?” No tenían otra camiseta más horrorosa para prestarle, al parecer; pero como se suele decir, “a caballo regalado no se le mira el diente”.
Al otro lado de la puerta, apoyado contra la pared, estaba Jen esperándola. También él se había cambiado de ropa: ahora vestía una camiseta negra con algún dibujo indescifrable de puro desgastado, y unos pantalones del mismo color que caían hasta sus tobillos. Esther le miró -involuntariamente, ¡ojo!-el paquete, y le dio la impresión de que estaba un poco “suelto”, abultado en toda su plenitud dentro de aquellos pantalones, como si Jen no llevara ropa interior. Avergonzada por su propio descaro, tan pronto como pudo apartó la vista de allí.
—Pues sí, te queda un poco grande…—observó él—pero lo importante es que estés cómoda… ¿lo estás?
—Sí, claro—respondió ella.
Cómoda no, lo siguiente. Estaba tan a gusto dentro de aquella ropa amplia y calentita, después del baño, que los párpados empezaban a pesarle.
Jen sonrió.
—Bien… deberías comer algo, tendrás hambre, no has cenado.
Esther negó con la cabeza.
—No te preocupes, Jen, está bien así, ya has hecho bastante…
—No, en serio, ven—le dijo él, echando a andar hacia la cocina—Inti ha hecho espaguetis esta noche, y los hace de muerte, con tomate y aceitunas…
A ella se le hizo la boca agua, ¿cuántas horas llevaba sin probar bocado? Le siguió hasta la cocina, vencida por el rugido de su estómago.
En la cocina se hallaba Inti, trasteando con un montón de platos que había sacado del lavavajillas. Cuando les sintió en la puerta, se volvió sujetando una gran fuente de loza que resplandecía bajo el tubo fluorescente de la cocina. La verdad que, ahí plantado de esa guisa, le faltaba el delantal.
—Hola—le dijo a Esther, esbozando lo que pretendía ser una sonrisa.
—Hola…—respondió esta, deseando que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase.
—Han sobrado espaguetis, ¿verdad?—le preguntó Jen a Inti, entrando en la cocina.
El aludido asintió.
--Sí, hice demasiados—respondió, girándose hacia Esther—he guardado en la nevera lo que ha quedado.
Jen abrió el frigorífico. No tuvo que rebuscar demasiado para localizar el plato hondo cubierto con papel de aluminio que su compañero había colocado allí.
—Estupendo—murmuró, retirando el aluminio y metiendo el plato en el microondas—ya verás, Esther, no has probado unos espaguetis como estos en tu vida…
—Exagerado—Inti le propinó un empujón y se inclinó para terminar de recoger y guardar los cacharros.
—Siéntate, vamos…—sonrió Jen a la muchacha—no seas tímida…
Ella trató de sonreír y apartó una silla para sentarse frente a la mesa. Minutos después, Jen colocó delante de ella un plato a rebosar de espaguetis con tomate y queso, humeante. El olor que emanaba era delicioso, a albahaca y orégano. A Esther le sonaron las tripas por segunda vez.
—Vaya, sí que tienes hambre—comentó Jen, sentándose cerca.
—Muchas gracias…--musitó la chica. Y sin más dilación se lanzó a comer.
Ambos chicos la miraban; Jen desde la silla, con los codos sobre la mesa, aparentemente relajado, Inti con un gesto ligeramente inquisitivo, de pie apoyado en la encimera de la cocina.
—Pareces una niña de la postguerra…—comentó éste entre dientes—hay que ver qué saque…
Como no podía ser de otra manera, segundos después Alex apareció en la entrada de la cocina.
—No me entero de nada—concluyó desde la puerta, tras contemplar la escena durante unos segundos. Con aquellos calcetines rojos, el pelo alborotado como una especie de cresta sobre la frente y los pantalones rasgados por las rodillas, tenía una pinta como poco extraña. Su gesto era de estupefacción total—¿qué coño está pasando?
—Anda, mira, la bella durmiente—sonrió Jen doblándose para mirarle desde la silla—te hacía dormido viendo “El Planeta de los Simios”…
A Esther le dio la impresión de que la comida se volvía impracticable dentro de su boca. Al oír a Alex tan cerca, casi a su lado en la misma puerta de la cocina, dejó de masticar y fijó la vista en la superficie de la mesa.
—Era “La Guerra de los Mundos”—corrigió Alex—pero da igual.
—Alguien podría hacer un remake de la vida en esta casa que se llamara “La Guerra de los simios...”
—Lo que tú digas—le dijo Alex a Jen, mirándole de soslayo—pero a ver… ¿qué pasa con ella?—señaló a Esther apuntándola con la barbilla. Como siempre, se refería a ella como si no estuviera allí, como si no pudiera explicarse por sí misma o su opinión no contara en absoluto.
Ella seguía terriblemente tensa, los labios pegados y la boca llena, incapaz de mover el bolo de comida que parecía haber adquirido la consistencia de la goma arábiga.
—Pues nada, qué va a pasar…--Inti rió levantando las palmas de las manos—se ha quedado a cenar, ¿no lo ves?
—Sí, lo veo… --repuso Alex—y tanto… joder, qué manera de comer. Ahora me explico de donde viene ese culazo—añadió, taladrando a Esther con sus ojos verdes, lanzándole una dentellada profunda a su enorme ego.
La chica le enfrentó la mirada con furia. Hizo un esfuerzo por tragar la comida, pero no lo consiguió.
—Bueno, entonces—dijo Alex acercándose más, sin dejar de mirarla--¿Aceptó la propuesta, o no?
Esther desvió los ojos hasta el suelo. Inti se adelantó un paso.
—Vamos a ver, Alex, qué parte no entiendes…
—Alex…--pronunció casi inmediatamente Jen, con un deje de fatiga—Se ha quedado a cenar y va a dormir aquí, le he dicho que venga para que no pasara la noche en la calle, la he invitado yo. No hay ninguna propuesta. ¿Lo entiendes?
El aludido dio un paso atrás, repelido por las palabras de su compañero de piso.
—En absoluto—sonrió de pronto, de oreja a oreja—tengo la sensación de que nos hemos vuelto todos subnormales…
—Esther—dijo Jen volviéndose hacia la chica, viendo su rostro transfigurado—eh… no le hagas ningún caso.
Le tocó suavemente el antebrazo. Ella todavía sujetaba el tenedor en el borde del plato, con los nudillos apretados. La tensión que estaba experimentando era evidente.
—Tranquila…
Alex observaba aquello con una sonrisa displicente.
—No vale tanto la pena, July Andrews—le espetó a su compañero, volviéndose para marcharse—No merece la pena currárselo tanto para follársela, amigo…
Tras decir esto, desapareció por el pasillo canturreando, arrastrando los pies.
—Ni se te ocurra darle un minuto de tu tiempo—dijo Jen, mirando a Esther—pasa de él, come tranquila. Es un capullo.
—Él es así—se limitó a comentar Inti.
—Impulsivo—corroboró Jen, asintiendo.
—Gilipollas—corrigió el otro—impulsivo una leche, yo también soy impulsivo y me controlo.
Esther cerró los ojos y tragó por fin. Una vez hecho esto, bebió un sorbo de agua y tosió, tratando de aflojar la prensa que sentía en la garganta.
—No le hagas caso, en serio.
Esther miró a Inti y luego a Jen, alternativamente, dubitativa.
Y entonces, dijo algo que a ambos chicos les dejó boquiabiertos:
—Vale. Aunque… no me importaría que me follaras.
Lo había dicho con los ojos clavados en Jen, esos ojos enormes de muñeca de porcelana, sin mover un músculo de cuello para abajo.
El mencionado retrocedió, meneó la cabeza y sonrió con nerviosismo, como cohibido de pronto.
--¿Perdona?...
Inti entornó los ojos. Miraba a Esther como si de pronto ésta se hubiera convertido en “la niña del exorcista”.
Esther frunció las cejas e hizo un puchero repentino.
—Lo siento—murmuró—no quería molestarte… ya no sé ni lo que digo.
—No me has molestado—replicó Jen inmediatamente, alzando la mirada hacia ella. Sonrió.
—Creo que os voy a dejar solos…--murmuró Inti, comenzando a caminar hacia la puerta.
Esther casi pegó un brinco en la silla.
—No, espera…--le pidió—quédate, me gustaría deciros algo…
Inti se detuvo y la miró con extrañeza.
--¿Te importaría sentarte, por favor?—le dijo la chica—es sólo para preguntaros una cosa… a los dos.
Inti asintió levemente y se sentó en la silla más próxima, a la izquierda de Jen y mirando de frente a Esther.
—Lo primero de todo, quería daros las gracias—Esther se aclaró la voz—a los dos. Por acogerme aquí esta noche, por tratarme como lo habéis hecho, por la comida… gracias. Gracias por todo.
Inti asintió de nuevo.
—No hay de qué—respondió Jen.
Ella le lanzó una mirada súbita, osada, demasiado densa para ser descifrada. No estaba acostumbrada a ser agradecida.
—Claro que sí—musitó. Respiró hondo y continuó hablado—en cuanto a la pregunta…—bajó la cabeza, como si lo que fuera a decir la avergonzara--¿Habría alguna manera de que Alex no me hiciera daño? ¿Alguna forma de asegurarme de que eso no va a ocurrir?
—¿Daño?—preguntó Jen—¿Esta noche, te refieres?
Esther guardó silencio unos minutos, escrutando con los ojos las vetas doradas de la madera de la mesa.
—Esta noche… y todas las que me quede, si decido aceptar lo que me propusisteis.
Jen cerró la mano que había mantenido extendida sobre la mesa, abierta, apuntando a la chica.
—¿Cómo dices?—Inti se inclinó hacia delante, como si no la hubiera oído bien.
Esther se armó de valor y levantó los ojos hacia el frente, lanzándole a cada uno de ellos una mirada cargada de inusitada audacia.
—Digo—dijo despacio—que si existe una manera de impedir que Alex me haga daño, cualquier tipo de daño, me quedaré con vosotros y seré… eso que queréis que sea.
Volvió a agachar la cabeza al pronunciar estas últimas palabras.
Jen la tomó de la mano.
—Oye… no tienes que decidir eso ahora—le dijo en voz baja—no te sientas condicionada, por favor…
—No—ella negó con la cabeza—no me siento condicionada, de verdad. Lo digo porque lo pienso.
—El pacto es con los tres—intervino Inti—no podemos dejar a Alex fuera, por mucho que te caiga mal.
—No quería decir eso—se apresuró a aclarar Esther—no hablaba de dejarlo fuera. Es sólo que… me da miedo.
Los chicos se miraron.
—Bueno—terció Jen—tiene la boca muy grande, pero nada más. No te creas que se come a nadie…
—No me gusta—murmuró Esther, encogiéndose ligeramente—me acostaré con él si tengo que hacerlo… le haré lo que le tenga que hacer, pero necesito saber que no me hará daño.
—Define daño—insistió Inti—o concreta un poco más…
Ella torció la boca y se encogió de hombros.
—No lo sé. Pues… daño.
—No permitiríamos que te matara—Inti alzó una ceja y rió—por eso puedes estar tranquila. Pero, ¿a qué tipo de daño te refieres? No es lo mismo que te pegue una bofetada, que te humille o que te dé por el culo sin lubricante. ¿A qué tipo de daño te refieres?—reiteró.
Esther se echó para tras sobre la silla como si la hubieran golpeado.
Jen no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Eso lo habías preparado o te ha salido sólo?—le espetó a Inti.
Éste sonrió levemente.
—Bueno, no sé, eran algunos ejemplos de lo que puede significar “daño”… hay que dejar las cosas claras. Se me acaban de ocurrir.
—¿Bofetadas?—murmuró Esther--¿humillarme?—del lubricante no hizo mención— pero, ¿qué tipo de puta queréis que sea?
—No es una puta exactamente a lo que nos referíamos—dijo Jen—aunque no tenemos que hablar de esto ahora…
Ella sacudió la cabeza, como tratando de despejarse.
—No—replicó—me gustaría saberlo ahora, por favor.
Inti suspiró y miró a Jen significativamente. Se echaron un pulso mental para ver cuál de los dos verbalizaría en aquel momento el sueño oscuro que compartían.
Finalmente Jen apartó la mirada de los ojos de su compañero y la clavó en Esther.
—Verás…—le dijo, fijo en ella, sereno—Alex empleó mal la palabra, y tú tampoco quisiste escuchar más. “Puta” no es el término correcto, no es la palabra que cuando nosotros hablamos sobre el pacto, en su día, manejamos.
Esther asintió levemente.
—No queremos una puta—continuó Jen, jugueteando con los dedos de ambas manos sobre la mesa—Una puta es algo relativamente fácil de conseguir, es una mujer que ofrece sexo a cambio de dinero. No necesitamos eso. Lo que nosotros queremos…--vaciló un segundo y tomó aire antes de continuar—es una perra.
Esther frunció el ceño sin comprender.
—¿Una perra?
Jen asintió.
--Nuestra perra—matizó tras un instante de silencio.
Esther contempló a Jen y a Inti alternativamente, con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.
—Y… ¿qué significa ser una perra?—preguntó al fin—o ser… vuestra perra.
Inti sonrió.
—Podría hacerte un mapa—dijo en tono jocoso—y lo haré si no lo entiendes. Pero si fueras nuestra perra, eso nos convertiría a nosotros en…
Dejó deliberadamente la frase inacabada en el aire, dándole a Esther pie para que completara el puzle.
—Mis Amos…--musitó ella. La barbilla le tembló durante unos segundos.
Inti asintió vehemente.
—Eso es—dijo—aunque ya sabes... que el pronombre posesivo no siempre designa propiedad.
Esther le miró perpleja.
—Inti quiere decir—terció Jen—que uno puede decir “mi casa”, “mi coche”… y también “mi vecino”,” mi compañero”, “mi barrio”, “mi país”. Seríamos “tus” Amos, sí, pero no seríamos nada tuyo. Al revés: tú serías nuestra.
Esther afirmó con la cabeza un par de veces, despacio. Le parecía que comenzaba a entender.
—Serías nuestra perra las veinticuatro horas de cada día que estuvieras aquí, de cada día que no pudieras retribuir económicamente—continuó explicando Inti, con inflexión neutra—lo que significa que hasta que pudieras pagarnos como es debido, vivirías por y para satisfacernos. En todos los sentidos.
Esther le miraba con los ojos como platos. Tan sólo un parpadeo de vez en cuando atestiguaba que ella seguía viviendo y pensando tras aquellos ojos.
—En el aspecto sexual por supuesto—prosiguió Inti—pero no sólo en eso. Tendrías que atender las necesidades de cada uno en cada momento, a menos que entraran en conflicto por cualquier razón; en caso de que eso ocurriera tendrías que decírnoslo.
—¿Cualquier necesidad?—preguntó Esther con cautela, mirando a Jen a pesar de que era Inti el que le hablaba.
—Para eso está el contrato—repuso Jen—para que, entre otras cosas, vieras lo que estaríamos dispuestos a hacer contigo si accedes, lo que nos gustaría hacer, lo que podríamos hacer. Por otra parte te aseguro—añadió, inclinándose un poco más hacia ella—que durante el tiempo que vivas aquí, si es que decides aceptar, no tendrás que preocuparte por nada salvo por encontrar trabajo, siempre que tú quieras, claro. Dejando aparte el esfuerzo diario de servir y complacer a tus Amos, nada te faltará. Todo lo que necesites lo tendrás.
—¿Todo lo que yo quiera?—preguntó ella.
Inti rio por lo bajo. Jen le lanzó una amplia sonrisa, mostrando los dientes, y meneó la cabeza.
—No, no he dicho lo que tú quieras—repuso, apretándole levemente la mano—he dicho “lo que necesites”.
Ella asintió.
—Dejaría de decidir yo misma qué es lo que necesito…--reflexionó. No era tan tonta, después de todo.
—¿Y tú crees que ahora, actualmente, lo haces?—preguntó Jen, acercándose todavía más a ella--¿Tú crees, Esther, que ahora tú decides lo que quieres o necesitas hacer en tu vida?
Ella guardó silencio. Se mordió los labios y negó con la cabeza, como si quisiera deshacerse de un mal pensamiento que picaba y dolía.
—Esther, ¿te has parado alguna vez en pensar qué necesitas?
—No lo sé—musitó ésta. Era la primera vez que tenía que responder a aquello. No debería ser así, se dijo. Ella “Debería” ser capaz de distinguir sus propias necesidades “reales”. Pero se daba cuenta de que tal vez no lo era, aunque le pareciera increíble. Se sintió de repente confundida, perdida y abrumada por lo que aquello realmente significaba.
Jen trazaba dibujos sinuosos con las puntas de los dedos sobre el dorso de la mano de ella.
—No te preocupes—le dijo advirtiendo el leve temblor de sus mejillas y la humedad de sus ojos—Tranquila. Siempre estás a tiempo de hacerlo.
Esther cerró los ojos. ¿Quería hacerlo, realmente quería pensar en eso? Le daba demasiado miedo pensar. Le daba terror. Le parecía imposible que hubiera alguna manera de arreglar su vida. No tenía ni idea de cómo empezar. Y estaba cansada, muy cansada.
Intuía que no debía hacerlo, pero acarició con la mente la posibilidad de que fuera “otro” el que decidiera por ella. “Otros”, en este caso, entre los que se encontraba el odioso Alex. Lo que sintió al pensar aquello, durante una fracción de segundo, fue parecido a como cuando uno abre una ventana y una ráfaga de aire, fresca e inesperada, le golpea el rostro. Nunca había pensado en esa posibilidad. Lo que se le “ofrecía” en ese momento, la ocasión que se le presentaba, era algo totalmente nuevo. Parar, dejarse ir, limitarse a contemplar y a aprender la realidad de su presente. No hacer nada, no decidir: justo como hasta ahora había venido haciendo, sólo que esta vez...sabiéndolo.
Y por otra parte, a su pesar… un cosquilleo había comenzado a subir por sus piernas, raudo y veloz hacia su sexo, cuando se imaginó bajo el dominio de tres Amos. Se vio, durante un instante, arrodillada, desnuda, entregada totalmente a los caprichos de aquellos chicos.
Algo que estaba por encima de su voluntad brilló y se movió dentro de ella. Sintió un fuerte aleteo en el estómago, opresivo, y soltó un gemido para liberarse.
¿Realmente sentía excitación? La respuesta fue inmediata cuando de pronto mojó las bragas. Tal vez sí era una perra; una jodida perra que ansiaba pasar por aquella experiencia, después de todo.
—Quizá lo mejor es ir a dormir ahora—dijo Jen en voz baja, sin dejar de acariciarle el dorso de la mano—descansa tranquila, date tiempo y piénsalo. No te agobies.
La voz de Jen era como una nana, una caricia para la mente de Esther dentro de aquel caos. Todo se le mezclaba de pronto en una masa informe y sin sentido, lejana: sus padres, su casa que ya no era su casa, el desprecio de Alex, la indiferencia de Inti… y finalmente la dulzura de Jen.
—Jen tiene razón—corroboró Inti—es muy tarde, deberías dormir.
Ambos chicos la acompañaron, escoltándola por el pasillo, hasta la habitación que hacía apenas dos días le había mostrado Inti.
—Duerme bien, Esther—le dijo Jen al oído, justo antes de que ella entrase—no tienes ningún tipo de compromiso. Piénsatelo con calma. Mañana será otro día.
Ella le miró. Por un instante deseó que aquel chico entrara con ella en la habitación, cerrara la puerta y le hiciera el amor con calma, dándole el calor y el consuelo por el que rogaría si tuviera valor aquella noche. Turbada por aquella idea, bajó la vista y asintió, cerrando apresuradamente la puerta para quedarse sola en el cuarto, antes de que Jen pudiera darse cuenta de lo que le pasaba por la cabeza.
4- Contrato
Esther se despertó tarde al día siguiente. Se incorporó al sentir la luz del sol a través de las ranuras de la persiana y buscó un reloj sobre la mesilla, pero no lo encontró. Le dolía todo el cuerpo. Cerró con fuerza los ojos y los volvió a abrir, tomando conciencia poco a poco de donde estaba. Aturdida, sintió como todos los recuerdos de la noche anterior se volcaban en su cerebro de golpe. Se le erizó el pelo de la nuca al revivir todo lo acontecido, y al pensar en lo que la había llevado allí, a aquella cama donde en ese momento se encontraba.
Y qué cama tan calentita y amable. Había dormido profundamente, descansando como hacía mucho tiempo que no hacía.
Estaba en el cielo entre aquellas sábanas, sintiendo el peso del mullido edredón sobre su piel, casi nadando entre los pliegues de la ropa inmensa que le habían prestado. Si hubiera tenido algún estímulo para levantarse lo hubiera hecho, pero realmente le daba terror salir de la habitación. Se preguntaba qué se encontraría fuera, del mismo modo que no sabía si todo había acabado después de aquella noche o si, por el contrario, se desplegaba un futuro incierto ante sus ojos; un cambio de rumbo a través de un camino desconocido, totalmente oscuro, sembrado de espino.
Aguzó el oído sin querer salir de su cueva caliente. No se escuchaba ni un ruido que hiciera pensar que había alguien aparte de ella misma en la casa. Tal vez los chicos se hubieran marchado a trabajar. Esther no sabía qué día de la semana era, tal era su descontrol; quizá aquel fuera día laborable, en cuyo caso sería bastante probable no encontrarles en casa. Aunque por otra parte algo le decía que aquella era una forma muy optimista de pensar.
Se dio la vuelta en la cama, tratando de rehuir la pregunta que la acosaba desde dentro de su ser: ¿qué haría finalmente? ¿Qué decisión tomaría respecto a la oferta que le habían planteado?
Jen le había sugerido que lo pensara y ella no había pensado en nada; había caído a plomo sobre el colchón y dormido como un bebé nada más aterrizar en la cama. No había pensado en absoluto, pero sintió de pronto una tentación salvaje de lanzarse al vacío, una especie de morbo que pellizcaba las capas más profundas de su ser. ¿Se podía tomar una decisión de ese calibre sin haber pensado en ello?
No tenía nada. Si se marchaba de allí dando por finalizado el asunto, rechazando la propuesta de los chicos, seguiría igual que estaba, igual de mal. Eso le resultaba aterrador también, quizá más aún. No se veía capaz de continuar hacia delante ella sola.
Tal vez podría probar… sin pensar demasiado en lo que le pudiera suceder. Como se suele decir, podría esperar y “cruzar el puente cuando llegase a él”. Podría intentarlo, caer en la tentación de dejarse ir a pesar del miedo y el orgullo, doblegarse. Si luego resultaba que el precio a pagar por vivir allí era demasiado elevado, podría simplemente decirlo y marcharse.
El recuerdo de los ojos de Jen, serenos, fue la garantía que necesitó para reunir un poco de valor, el indispensable para resolver qué les diría de momento a los chicos.
Aferrándose a la imagen de aquel que la rescató con un maldito cigarro, de aquel que le dio calor y de alguna manera cariño, compadeciéndola -o al menos eso sentía ella- se desembarazó de las sábanas y puso los pies en el suelo.
Se frotó los ojos para acostumbrarse a la luz del sol y, despacio, se acercó a la puerta para salir al pasillo.
La puerta de la cocina estaba cerrada; cuando se acercó más escuchó un débil rumor de voces al otro lado que parecían discutir en voz baja.
Se detuvo unos instantes allí, rozando con los dedos el pomo de la puerta, sin atreverse a accionarlo. Respiró hondo, trató de desconectar su mente de aquella incertidumbre, y con la sensación de irrealidad propia de algunos sueños giró el picaporte por fin. Las voces enmudecieron al escucharse el chasquido de la puerta al abrirse.
Esther, encogida por el frío matinal y por el temor, el corazón como un tambor desbocado que amenazaba con salírsele por la boca, miró a Inti y a Jen sin saber qué decir. Ambos chicos se hallaban sentados frente a la mesa de la cocina, sobre la que yacían unos cuantos folios diseminados, algunos escritos y otros en blanco, y un número considerable de útiles de escritura desperdigados sin ningún orden.
—Vaya, buenos días, Esther—saludó Jen—¿qué tal estás? ¿Has dormido bien?
Ella bajó los ojos, desarmada de nuevo ante aquella amabilidad que empezaba a resultarle familiar.
—Buenos días…—murmuró, sin mirarles—he dormido fenomenal…muchas gracias.
Jen sonrió.
—Me alegro.
Inti le indicó con una inclinación de cabeza la cafetera.
—Hay café recién hecho y tazas en el armario—le dijo—si quieres tomar algo más no tienes más que pedirlo.
—Gracias…—musitó Esther.
Casi más por obedecer que por otra cosa, cogió una taza del armario y la llenó hasta la mitad del oscuro líquido humeante.
—¿Puedo ponerme un poco de leche?—preguntó en un susurro.
Inti dejó escapar algo parecido a una risilla entre dientes.
—Tienes razón—dijo, girándose hacia Jen—es adorable cuando pide las cosas.
Jen sonrió y asintió, antes de responderle a Esther.
—Claro, cariño, cógela. Está ahí mismo, en la repisa.
“Cariño”. Esa palabra le hubiera sonado rara a Esther procedente de otros labios, y le hubiera hecho sentir como poco incómoda, pero pronunciada por Jen parecía normal, natural, como si ambos ya se conocieran. Se dio cuenta de que nunca antes le había ocurrido,nunca antes un extraño se había “ganado” por la cara el derecho a llamarla así y ni mucho menos había conseguido que a ella le gustara.
El “adorable” que había dicho Inti, sin embargo, era otro cantar. Le producía escalofríos pensar a qué se había referido con aquella palabra; Jen le parecía transparente, Inti no. Inti se le antojaba opaco, cargado de doble sentido, impenetrable para su mente, impredecible por tanto.
—Gracias—dijo, y procedió a servirse un tímido chorrito de leche—...¿Dónde está Alex?
No había ni rastro de él.
La sonrisa de Jen se amplió.
—Está de guardia—repuso—¿no ves lo tranquilitos que estamos?
Ella trató de sonreír. No pudo disimular el gesto de alivio que se dibujó en su rostro. Sus hombros se relajaron como si de pronto hubieran dejado de soportar una pesada carga.
—¿De guardia?—inquirió en tono apocado.
Los chicos asintieron. Inti alargó la mano hacia los papeles que había sobre la mesa y comenzó a apilarlos, golpeando suavemente los cantos de las hojas sobre la mesa para que coincidieran.
—Sí. Trabaja en un centro de menores, a las afueras—explicó Jen, apartando la silla, invitándola a sentarse con ellos—él y yo trabajamos juntos en realidad, en el mismo sitio, aunque tenemos cometidos diferentes.
Esther se sentó despacio y frunció levemente el ceño.
—¿Cometidos diferentes?
Se dio cuenta de que sabía muy poco, nada en realidad, sobre las vidas de aquellos chicos, y se dio cuenta de que de pronto le interesaba saber.
Desconocía a qué se dedicaban, qué hacían… lo desconocía todo, en verdad, salvo lo poco que había podido vislumbrar la noche anterior.
—Así es—respondió Jen.
Esther titubeó unos instantes.
—Y… ¿qué es lo que hacéis? ...si se puede saber.
Él sonrió de nuevo ampliamente.
—Sí, claro que se puede saber—repuso—él es educador, yo soy enfermero.
—¿Educador?—se extrañó Esther abriendo mucho los ojos, sin poder dar crédito.
¿Cómo era posible que ese cerdo engreído desempeñara tal labor?
Jen se carcajeó de su desconcierto. Inti meneó la cabeza mordiéndose el labio, conteniendo un súbito acceso de risa.
—Sí, educador, aunque te parezca increíble—continuó Jen—el centro es un hogar para chavales con problemas, procedentes de familias y entornos conflictivos… llevamos más de tres años trabajando allí. Muchos de ellos necesitan medicación y seguimiento, y bueno, todos necesitan un punto de referencia al que agarrarse… al menos hasta que sean mayores de edad.
—Me cuesta creer que ese punto de referencia sea Alex—se le escapó a Esther mientras removía vacilante su café.
—A mí también—corroboró Inti sin quitarle el ojo a sus papeles.
—A mí me parece que es competente en su trabajo—terció Jen—sabe lo que hace. Y le gusta.
Esther se encogió ligeramente en la silla. Imaginar a Alex apoyando a una banda de chicos descarriados se le antojó imposible. La palabra “educación” no era compatible con Alex de ninguna de las maneras, al menos hasta donde ella había visto.
—Creo que te voy a acompañar con el café…—dijo Jen, levantándose—¿tú quieres, Inti?
—No, gracias—replicó el aludido. Se notaba que tenía ganas de ir directo a cierto tema en particular.—lo que quiero es hablar con Esther.
Ella sabía que aquel momento llegaría, y sabía que no se encontraría preparada para responder de inmediato. Bajó los ojos, escondiéndose de nuevo tras sus gruesas pestañas como temerosa de que en ellos se pudieran leer sus pensamientos, queriendo desaparecer.
—Claro.--Jen se sirvió una taza de café y se sentó a caballo en la silla, mirando a Esther con expectación—dinos, Esther… ¿pensaste algo?—preguntó como lo más normal.
La aludida asintió.
Inti tamborileó suavemente con los dedos sobre la mesa.
—Y… ¿qué has pensado?—inquirió Jen.
Ella tragó saliva.
--Quiero intentarlo—repuso, sin querer levantar la vista de su taza.
—Ahá.
—Quisiera…—se atragantó y tosió ruidosamente.
—Tranquila…--intentó apaciguarla Jen. Extendió la mano hacia ella pero apenas la tocó.
—Quisiera intentarlo…—murmuró ella, recobrándose—pero si descubro que no puedo hacerlo, prometéis dejarme marchar, ¿verdad?
—Si quieres dejarlo y marcharte no tienes más que decirlo—repuso Jen—nadie te pondrá ningún impedimento si tomas esa decisión.
—No somos unos secuestradores—replicó Inti con una media sonrisa—si decides aceptar nuestras condiciones y quedarte aquí será sólo porque tú quieres. Tú tienes la última palabra; como persona adulta, actúas por propia voluntad.
Esther no pudo sino corroborar. Las palabras de Inti, pronunciadas con su concisión y sequedad habitual, eran ciertas. Ella era una persona adulta, y como tal, en ese momento se hallaba en pleno uso de sus facultades para decidir si prefería vagar sin rumbo o por el contrario se avenía a ser tratada como una… como una perra.
—Si quieres intentarlo—retomó Inti—hemos estado trabajando en una serie de puntos sencillos, llámalo contrato si quieres, aunque sin validez legal, mientras dormías.
Ella asintió.
—En estos puntos se resume lo que esperamos de ti, lo que queremos que seas, así como tus obligaciones como esclava, perra o como lo quieras llamar. En cuanto a derechos, si asumes tu condición, solamente tienes tres: el derecho a marcharte, el derecho a expresarte con educación, y el derecho a la palabra de seguridad. Te daremos libertad para escoger una palabra-llave, una palabra segura, que signifique que estás pasando por algo que no puedes soportar. El uso de esa palabra hará que paremos de hacer cualquier cosa que te estemos haciendo, pero no permitiremos que abuses de ella, ¿me explico?
Esther miraba el tablero de la mesa sin verlo. Sus ojos estaban abiertos, acuosos, fijos. No pestañeó ni una vez mientras escuchaba aquello.
—¿Me explico?—insistió Inti con un deje de impaciencia.
Ella asintió pesadamente, encogida sobre la silla.
—Háblame como una persona, y no agaches tanto la cabeza—la conminó él—no eres un burro.
Otra vez esa manera cortante de hablar. Esther no sabría si sería capaz de acostumbrarse a ella. No podía entender por qué le dolía tanto, si apenas conocía a aquel chico. Sintió ganas de llorar; la barbilla le tembló ligeramente.
—Sí—pronunció.
El silencio era denso entre ellos ahora. Jen hizo amago de extender de nuevo el brazo hacia ella pero Inti le frenó agarrándole.
—Por favor, los arrumacos déjalos para la intimidad—le espetó—ya le has dado suficiente cancha. Ahora vayamos al tema y hablemos claro, ¿te parece?
Esther escuchó el largo suspiro que lanzó Jen al apartarse de ella.
—De acuerdo—le oyó que decía, con una voz diferente a la habitual—hablemos.
—Bien…
Inti extendió ante sí los papeles y los rotó un poco sobre la mesa para que Esther pudiera leerlos. Estaban escritos a mano, con pulcritud; la letra era firme, sencilla, regular y clara. Las Aes mayúsculas llamaron la atención de Esther; eran rudas, triangulares, más grandes que el resto de las letras. Las crestas de las efes y las bes apuntaban alto, como si quisieran invadir la línea superior aunque se detenían justo a la distancia apropiada para no hacerlo; lo mismo sucedía con los pies de las pes, las y griegas, las jotas y las ges. La presión que el autor, quien quiera que fuese, había ejercido sobre el útil de escritura dejaba patente que el texto había sido escrito con decisión y energía.
—Todo por escrito—le indicó a Esther señalándole las hojas—creo que no falta nada.
Ella se inclinó unos centímetros más para ver mejor, pero aunque distinguía con claridad las palabras, no conseguía leer una frase del tirón. Forzó los ojos pero siguió sin lograr arrancarle sentido al texto; no eran sus ojos los que fallaban, era su cerebro embotado, paralizado.
—Estoy muy nerviosa.--dijo al fin, apartándose de aquellos papeles. Sentía que las pupilas le ardían.
—Está bien.—concedió Inti—Lo leeremos entre los tres, detenidamente, ¿de acuerdo?
—Gracias…
A Esther le sonó lejana su propia voz, como si estuviera viviendo aquella realidad desde algún compartimento acolchado en su cabeza. Se sintió de repente muy fatigada, desconectada de todo lo que creía fijo en el mundo. Deseó simplemente desaparecer, pero, lógicamente, eso no iba a ocurrir. Había llegado el momento de enfrentarse a todo aquello, de saber por fin qué era exactamente lo que esos chicos querían. Los tres, incluido el eternamente dulce Jen.
—Punto uno—comenzó Inti, aclarándose la voz—“aceptas todas estas condiciones desde la libertad y por propia voluntad”. Esto ya lo hablamos antes—añadió—se presupone que esto es un pacto entre personas adultas.
Esther asintió, comprendiendo.
—Es importante que esto quede muy claro—recalcó Inti, apartando la vista de los papeles para mirarla. A ella le pareció que le taladraba los ojos—No se te está forzando a nada, nadie te está obligando a aceptar.
—De acuerdo—musitó ella—sí, está claro.
—Bien. Punto dos—continuó Inti. Jen permanecía en su sitio, mirándole con atención, sin hablar—“En cualquier momento que lo desees podrás irte. Si decides marcharte quedará anulado el pacto, y por tanto también renunciarás a los beneficios que se te ofrecen: dormir bajo este techo, comida, tu espacio en esta casa y todas las cosas que hayas conseguido aquí”.
Hizo una pausa y miró a Esther. Ella asintió con prontitud.
—¿Está claro?
—Sí.
—Continúo—prosiguió Inti—si tienes alguna duda, párame. Punto tres—dijo—“Aceptando estas condiciones te entregas a nosotros. Serás nuestra. Te convertirás en algo de nuestra propiedad. Haremos contigo lo que se nos antoje y tú te limitarás a obedecer. Si transgredes esta norma, el pacto se romperá de inmediato y tendrás que salir de la casa en ese mismo momento, quedando tu relación con nosotros completamente anulada”.
Despegó los ojos del papel para lanzarle una mirada significativa a Esther.
Ella asintió nuevamente. Se encontraba ligeramente mareada.
—Punto cuatro—carraspeó Inti, volviendo a leer—“Mientras estés aquí serás tratada como una perra, y por tanto te dirigirás a cada uno de nosotros con la palabra “Amo”. Nos reservamos el derecho de educarte, corregirte y moldearte a nuestro placer, sin deberte ninguna explicación al respecto. También nos reservamos el derecho de castigarte o compensarte cuando lo creamos oportuno”.
—Entiendo.
—¿Sigo?
—Sí, por favor…
—Punto cinco: “Que tratemos de ser coherentes contigo no significa que tenga que existir un motivo para hacer lo que queramos contigo, incluso infligirte dolor ya sea físico o emocional. Basta con que queramos hacerlo, nada más. Estarás siempre sujeta a nuestros deseos y nuestras manías, en cuanto a esto y en la convivencia diaria.”
—Pero… ¿Dolor físico? ¿Dolor emocional?—inquirió Esther, asustada, retrocediendo.
—En el punto siguiente se detalla—murmuró Jen, señalando con la barbilla el papel que sujetaba Inti.
—Así es—respondió este—Punto seis: “Se tendrán en cuenta tus límites físicos. No se te lesionará. Se respetará tu integridad física dentro de los límites vitales. No se te golpeará en ningún punto vital, no se te cogerá del cuello, no se te tocará ningún órgano, hueso, o nervio importante. No se te impedirá respirar, no se te aplicará electricidad ni fuego directo sobre la piel. No se te darán puñetazos en la cara ni se te golpeará en la cabeza.”
Esther tembló visiblemente.
—Punto siete—Inti tomó aire antes de continuar—“Recibirás todo tipo de humillaciones verbales… sin límite—hizo una pausa deliberada para mirarla, comprobando que el hermoso rostro palidecía a velocidad de vértigo—se te podrá marcar, tanto con hierro candente como cuando seas castigada. Serás azotada cuando consideremos oportuno, con nuestras propias manos o con cualquier instrumento adecuado para tal fin. Serás castigada en las nalgas, la espalda, los brazos, los pechos y las piernas dependiendo del instrumento en cuestión. No se te castigará nunca en el abdomen ni en el cuello, ni tampoco en el tórax más allá de los pechos.”.
Inti respiró.
—¿Alguna duda de momento?
Esther negó con la cabeza, cada vez más pálida y temblorosa.
—No.—musitó— está todo muy claro.
—Bien—repuso Inti—continúo entonces. Punto ocho: instrumentos de castigo. “Podremos usar indistintamente cualquiera de los objetos que a continuación se nombran. Si uno de nosotros juzgara apropiado usar otro objeto diferente, tendría que ponerlo en común con los otros dos Amos restantes. Los objetos que podemos usar libremente son:
De nuevo se detuvo. Empezaba a disfrutar con las reacciones de espanto de Esther, que iban in crescendo mientras él hablaba.
—Son…—volvió los ojos al papel, tratando de disimular una sonrisa de regodeo—Varas de diferente material y grosor, rígidas o flexibles, por supuesto fustas. Palas de diverso grosor, tamaño y material. Pinzas lisas o dentadas, de plástico, madera o acero. Cualquier tipo de látigo, ya sea largo o corto, de una o varias colas. Agujas de todos los calibres, y otros objetos punzantes como alfileres, cuchillos o cristales, siempre teniendo en cuenta el punto seis. Objetos ordinarios como tablas de cocina, reglas o zapatillas también serán adecuados para inculcarte disciplina cuando estimemos necesario”.
—Esther…--cortó Jen—Todo esto así dicho parece… pero no es…
Ella meneó la cabeza casi con violencia. Empezaba a darse cuenta, a vislumbrar apenas el contorno de aquel lugar tenebroso donde se estaba metiendo. Y, para bien o para mal, quería saber más.
—Es igual—musitó—está bien saber todo esto. Inti, ¿puedes seguir, por favor?
El aludido sonrió levemente.
—Claro. Punto nueve—leyó en voz alta, señalándolo sobre el papel—“Se te podrá privar temporalmente de el sentido de la vista, oído, y tacto. También se te podrá privar de hablar y del movimiento, y para esas ocasiones deberás pensar con nosotros una señal o código que sustituya la palabra segura. Podremos usar mordazas de cualquier tipo, toda clase de inmovilizadores, esposas, vendajes, cuerdas…”
—En cada práctica se te observará de cerca y se preservará tu integridad física por encima de todo—añadió Jen—causar dolor en un momento dado es una cosa, hacer daño a una persona es otra. Todo esto se hará con estricto control, puedes estar segura.
Esther rodeo su propio cuerpo con los brazos.
—Entiendo.
—¿Seguro, cielo?—ahondó Jen.
—Sí…
Con el “cielo” pasaba igual que con el “cariño”. Desde su boca y con su voz no parecían palabras extrañas; no parecían peyorativas, almibaradas ni condescendientes. Simplemente se trataba de palabras diferentes—pocas personas las habían empleado en serio-- para referirse a ella. En cierto sentido, y más en aquella situación, Esther casi lo agradecía.
—Punto diez—continuó Inti, dándole la vuelta a la hoja. Leía despacio, lo disfrutaba—“La palabra segura. Pensarás en una palabra de seguridad que al ser usada hará que cualquier actividad, castigo o lo que quiera que se te esté haciendo se detenga de inmediato. Cualquier cosa. Esa palabra sirve para ser usada en un momento límite, de modo que no la desperdicies. Si entendemos que la usas sin ton ni son, o a la primera de cambio, se romperá el pacto y saldrás de la casa. Si entendemos que la has usado de forma irresponsable, aunque sólo haya sido una vez, se te podrá castigar de cualquiera de las formas anteriormente descritas. La palabra de seguridad tendrás que pensarla y comunicárnosla antes de aceptar las condiciones de este pacto”.
—De acuerdo—musitó Esther.
—Ten cuidado—advirtió Inti con una sonrisa divertida—la palabra de seguridad parece una salvación, y en cierto modo lo es, pero también puede ser un caramelo envenenado. A veces sale mejor aguantar un poco y descubrir que lo que considerabas una barrera de inicio, no era tal.
—No estoy muy de acuerdo con eso—replicó Jen—Esther, si finalmente aceptas y ves que en algún momento no soportas algo, debes decir la palabra. No pienses en el pacto ni en las consecuencias. Es cierto que no deberías usarla a lo tonto para cualquier cosa, pero tampoco te obstines en no decirla. ¿Me comprendes?
Ella le miró amedrentada, sin saber muy bien qué responder.
—Bueno, está claro que Jen y yo somos muy diferentes.—sonrió Inti—como Amos, al menos.
—En este punto, sí—asintió Jen. Y añadió, volviéndose hacia Inti—esa palabra es la única forma de saber cuándo ella realmente no puede más.
—Claro—respondió el aludido—por eso mismo defiendo un uso responsable de ella. Sirve para lo que sirve, no para tonterías.
—Lo que Inti quiere decir es…
—Lo que quiero decir—cortó el otro reposadamente, sin alterarse, y sin dejar de mirar a Jen—es que si la estoy azotando y la usa porque le pongo el culo rojo, o morado, me lo voy a tomar muy mal. En ese momento puede que tenga que parar, porque así está estipulado, pero ten por seguro que después el castigo será mucho peor.
Corroboró sus palabras con una sonrisa sincera, casi inocente, que a Esther le heló la sangre en las venas. Jen apretó los labios y movió la cabeza en señal de afirmación.
—Cada uno es como es—replicó—¿Cómo estás, Esther?—preguntó volviéndose hacia esta.
La chica vaciló unos segundos antes de contestar.
—Asustada…—murmuró, tratando de ser sincera—pero... bien.
Inti rio.
—Ese tipo de respuestas son las que me gustan. Honesta: acojonada pero dispuesta a seguir adelante, o al menos aquí estás. Está bien eso.
Casi le salió a ella una sonrisa involuntaria. Era la primera vez que Inti, a su particular manera, le “reconocía” algo que hacía bien. Sintió un discreto y fugaz calorcito en algún lugar de su interior, a pesar de que tras escuchar todas aquellas (barbaridades) cosas se le había encogido el alma.
—Venga, continúo—dijo Inti—ya queda poco. Punto once: “Dado que somos tres Amos y una sola perra, tendremos que alternarnos para compartirte. Acordaremos entre nosotros cómo. Lo que sí es seguro es que cada día le corresponderá a uno de nosotros usarte con prioridad, lo que no quiere decir que dejes de pertenecer al resto. Dormirás donde te diga el Amo que corresponda ese día, comerás lo que te diga que comas, harás tus necesidades cuando él te lo permita, vestirás como él te diga, etc.”.
—Entiendo.
—Y ya sólo queda el último punto, no por ello menos importante—dijo Inti, repasando las hojas—Punto número doce: “Salvo que se te indique lo contrario, mientras estés en esta casa no llevarás bragas. Debes estar accesible para cualquiera de nosotros en todo momento. Sujetador puedes llevar, y puedes elegir entre falda o pantalones, pero bragas no. Por otra parte, nunca, jamás, podrás encerrarte en ninguna habitación. Incluso en el cuarto de baño harás tus necesidades con la puerta abierta, y siempre habiendo pedido permiso antes. Dormirás donde se te diga, no necesariamente en la habitación donde dormiste hoy, y siempre también con las puertas abiertas. Carecerás de toda intimidad salvo que se te conceda. Y cualquier cambio en tu salud, del tipo que sea, deberás comunicárnoslo”. Aunque ya nos encargaremos nosotros de examinarte—añadió con socarronería, mirando a Jen—no en vano tenemos un enfermero en casa…
—Todo un alivio, ¿verdad?—replicó Jen, mordiéndose los labios entre divertido y nervioso.
—Un lujo, más bien—respondió Inti—es importante contar con alguien que tiene conocimientos de anatomía humana.
Jen rio por lo bajo, y le dio un suave empujón a Esther.
—Eso lo dice porque él es veterinario—le dijo, señalando a Inti.
Veterinario. Claro, no podía ser de otra manera. A Esther le pareció que entendía de pronto muchas cosas.
De pronto, le surgió una duda cruel.
—Y… cuando me venga la regla…—musitó—¿tampoco puedo llevar bragas?
Inti miró a Jen con gesto interrogante.
—No había pensado en eso, la verdad…
Jen sonrió.
—Ya, y yo estaba esperando que ella hiciera esa pregunta—le respondió a Inti—Cuando te venga la regla tendrás que decírnoslo—dijo girándose hacia Esther—y ya te diremos lo que has de hacer.
—Tengo entendido que los tampones son muy útiles para estos casos…--dijo Inti concierta ironía—aunque bien pensado, habrá que retirarlos para follar y eso resulta asqueroso…
Esther se replegó en sí misma, deseando desaparecer una vez más.
Jen se echó a reír.
—Vale, somos diferentes, está claro—replicó—A mí no me da ningún asco. Y a ti no entiendo por qué te lo da, si has sido capaz de atender hace cuatro días el parto de una caniche.
—No jodas, eso no es lo mismo…
—No, claro que no. Eso yo no sé si podría hacerlo.
Parecían dos chicos normales hablando y riendo sobre algo banal. Un observador recién llegado no hubiera podido imaginarse que estaban discutiendo sobre la menstruación de su perra, perra que era a su vez un ser humano, una chica que de forma voluntaria estaba dispuesta, al parecer, a asumir esa condición.
Lo que se planteaba sobre aquella mesa era fuerte, mucho. Pero no parecía tener esa dimensión. Esther veía a los dos chicos—dos de sus presuntos “Amos” en potencia—charlar y comentar cada punto distendidamente, como dos amigos hablando de un partido de futbol. En definitiva eso era lo que ellos eran: amigos. La que quedaba fuera de aquello era ella misma. Ellos tenían una vida aparte de la que desarrollarían con ella, sometiéndola dentro de aquella casa; ella sin embargo, si aceptaba, sería perra y solamente perra allí, salvo que se le ordenara que fuera otra cosa. Esto le resultó terriblemente excitante por alguna razón.
—Bueno, Esther… pues eso es todo, creo—le dijo Inti al fin, cuando hubieron terminado de reír la broma del caniche—¿Tienes alguna duda? ¿Te parece que olvidé redactar algo?
La aludida pensó durante un momento. O al menos lo intentó.
—Pues la verdad es que… no lo sé—contestó, rebuscando en su mente algo que decir—me siento un poco... perdida.
Inti y Jen asintieron casi a la vez.
--Nunca he sido una... perra.--continuó, tratando de explicarse.
Jen sonrió de oreja a oreja y le apretó la mano.
—Nunca queriendo…—le dijo.
Ella enrojeció. ¿Había sido perra alguna vez sin saberlo, o sin decidir serlo? ¿Era eso posible? No. Nunca había amado tanto como para dejarse en manos de nadie, o servir a nadie. Pero… realmente, en su fantasía, creyó vagamente recordar que alguna vez sí habría querido hacerlo.
Cuando Esther tenía muchos menos años—ahora contaba veinticuatro—jugaba al baloncesto en la liga del instituto. No era nada del otro mundo; no había uniformes llamativos, ni mascotas de equipo, ni animadoras, gracias a dios. Era más que nada una manera como cualquier otra de relacionarse con los otros dos institutos que había cerca del barrio.
El entrenador del equipo de baloncesto era un hombre muy joven, como mucho le sacaría a Esther diez años. Y, desde el principio, a Esther le pareció guapísimo. Huelga decir que a la niña le deslumbraba todo lo externo, sentía verdadero placer con aquello que consideraba estético, y en ese sentido Raúl—así se llamaba él-- era el no va más.
Pero tras tiempo de conocer a Raúl, a Esther le sucedió algo extraño.
Lejos de quedarse en la primera imagen, en el arquetipo deslumbrante, sintió la necesidad de ir más allá. Raúl era un hombre paciente, ecuánime, siempre correcto en el trato. Sin embargo, no era sociable, no era cordial, a veces incluso resultaba hosco. En los entrenamientos era duro, exigente, implacable. Si surgía algún problema entre las jugadoras, se mostraba autoritario y pragmático, solucionando la cuestión de forma tajante con un par de decisiones rápidas. Después de todo no debía de hacerlo mal, porque las chicas ganaban partidos y realmente disfrutaban jugando.
Esther se había quedado prendada de Raúl desde el principio, y al bucear cada vez más adentro en él se enganchó sin remedio. Nunca se lo llegó a decir. Hubiera sido algo impensable.
Reaccionaba ante él de manera extraña, porque había llegado a estar loca por él. Y, cuanto más cabrón era Raúl, cuanto más duro y más borde era con ella, más necesidad de él sentía.
Le deseó durante mucho tiempo, física y emocionalmente. Pensar en estar con él alimentaba algo dentro de ella, una pequeña región de su ser que hasta el momento había pasado inadvertida, pero que de pronto tenía voz.
Una noche, Esther tuvo un sueño húmedo que implicaba a Raúl. Casi llegó a correrse.
Sin embargo, se despertó sobrecogida pues había sido un sueño muy extraño. Incluso sintió una oleada de vergüenza por haberlo generado, como si ella hubiera tenido voluntad en ese proceso.
En su sueño, Raúl la tenía atrapada boca abajo sobre sus rodillas, sujetándola con un brazo y pasando una pierna como un cepo entre sus pantorrillas. Ella no dejaba de moverse, tanto por resistirse como por la excitación que sentía. Raúl estaba diciendo algo que le resultaba vagamente familiar, pero su discurso era un poco incoherente. Tan pronto hablaba despacio, pausadamente, como de pronto empezaba a reprocharle algo y su tono crecía, llegando su arenga a ser una bronca en toda regla. De vez en cuando paraba para insultarla con desprecio y para decirle que lo iba a lamentar, que iba a aprender, que iba a desear no haberlo hecho…
—Esther.
Jen sacudía con suavidad el brazo de ella, que colgaba sobre su regazo, inerte. Los ojos se le perdían en un universo infinito.
—Esther… la tierra llamando a Esther…
Ella volvió bruscamente a su ser.
—Perdonad…
—¿Pero dónde estabas?
Jen la observaba con los ojos brillantes. Sonreía.
—Pensando…
—¿Cuánto tiempo necesitas para pensártelo, Esther?—dijo Inti—No te lo pregunto para presionarte, simplemente para saberlo.
Ella no supo si él estaba siendo irónico o hablaba en serio.
—¿Cómo?
—Que cuánto tiempo necesitas—repitió Inti—para tomar la decisión de venir a vivir aquí o no.
—Ah, perdón. Sí…
Inti la miró expectante.
—Pues… yo… creo que ya lo tengo pensado…
—¿Sí?
Esther carraspeó, muy nerviosa.
—Sí. Tengo mucho miedo. Pero quiero hacerlo... de todos modos.
--Gran decisión que el miedo no te impida hacer lo que quieres—aplaudió Jen—pero no te precipites. Nosotros podemos esperar hasta…
—No, no.
La voz de Esther era un susurro tan fino como el hilo de una tela de araña. Pero era decidida, apuntalada en la tierra como una roca.
Jen cerró la boca.
—Quiero intentarlo, de verdad—le vino una palabra a la cabeza y se tragó el orgullo—Quiero intentarlo, por favor, Amos.
-
Los chicos se miraron con sorpresa. Inti se sonrió como ella nunca antes le había visto, apretando los labios como conteniendo una bola de fuego tras ellos. Jen se acercó más a ella, levantándose de la silla, rozando casi su mejilla con los labios.
—¿Amos?—dijo al oído de Esther--¿Somos nosotros los Amos de esta perrita?
Ella sintió un escalofrío recorriéndole la espalda a la velocidad de la luz. Mojó de golpe las bragas. Agachó la cabeza.
—Sí… si seguís queriendo serlo.
—A mí no me llames de tú, que no soy un colega—replicó Inti, clavando las pupilas en Esther. Ella absorbió el impacto de aquella mirada y se retorció sobre la silla.
—Perdone, Amo…
—Que no se repita.
Jen tomó con cuidado la barbilla de Esther y la levantó, obligándola a mirarle.
—A mí puedes llamarme de tú, si quieres—le dijo. Respiraba rápido—siempre que eso no te haga pensar que soy un colega…
—No, Amo, no lo pensaría…
Esther sentía el corazón saltando literalmente en su pecho. Temió desmayarse, que le diera algo entre aquellos dos hombres por los que deseaba ser… ¡No! ¿Por qué deseaba aquellas cosas? Dios santo, cómo las deseaba. Ser severamente reprendida, castigada, humillada, usada, destrozada. Dios. ¿Acaso quería destruirse?
Jen se aproximó un poco más y le besó la mejilla.
—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.
Y qué cama tan calentita y amable. Había dormido profundamente, descansando como hacía mucho tiempo que no hacía.
Estaba en el cielo entre aquellas sábanas, sintiendo el peso del mullido edredón sobre su piel, casi nadando entre los pliegues de la ropa inmensa que le habían prestado. Si hubiera tenido algún estímulo para levantarse lo hubiera hecho, pero realmente le daba terror salir de la habitación. Se preguntaba qué se encontraría fuera, del mismo modo que no sabía si todo había acabado después de aquella noche o si, por el contrario, se desplegaba un futuro incierto ante sus ojos; un cambio de rumbo a través de un camino desconocido, totalmente oscuro, sembrado de espino.
Aguzó el oído sin querer salir de su cueva caliente. No se escuchaba ni un ruido que hiciera pensar que había alguien aparte de ella misma en la casa. Tal vez los chicos se hubieran marchado a trabajar. Esther no sabía qué día de la semana era, tal era su descontrol; quizá aquel fuera día laborable, en cuyo caso sería bastante probable no encontrarles en casa. Aunque por otra parte algo le decía que aquella era una forma muy optimista de pensar.
Se dio la vuelta en la cama, tratando de rehuir la pregunta que la acosaba desde dentro de su ser: ¿qué haría finalmente? ¿Qué decisión tomaría respecto a la oferta que le habían planteado?
Jen le había sugerido que lo pensara y ella no había pensado en nada; había caído a plomo sobre el colchón y dormido como un bebé nada más aterrizar en la cama. No había pensado en absoluto, pero sintió de pronto una tentación salvaje de lanzarse al vacío, una especie de morbo que pellizcaba las capas más profundas de su ser. ¿Se podía tomar una decisión de ese calibre sin haber pensado en ello?
No tenía nada. Si se marchaba de allí dando por finalizado el asunto, rechazando la propuesta de los chicos, seguiría igual que estaba, igual de mal. Eso le resultaba aterrador también, quizá más aún. No se veía capaz de continuar hacia delante ella sola.
Tal vez podría probar… sin pensar demasiado en lo que le pudiera suceder. Como se suele decir, podría esperar y “cruzar el puente cuando llegase a él”. Podría intentarlo, caer en la tentación de dejarse ir a pesar del miedo y el orgullo, doblegarse. Si luego resultaba que el precio a pagar por vivir allí era demasiado elevado, podría simplemente decirlo y marcharse.
El recuerdo de los ojos de Jen, serenos, fue la garantía que necesitó para reunir un poco de valor, el indispensable para resolver qué les diría de momento a los chicos.
Aferrándose a la imagen de aquel que la rescató con un maldito cigarro, de aquel que le dio calor y de alguna manera cariño, compadeciéndola -o al menos eso sentía ella- se desembarazó de las sábanas y puso los pies en el suelo.
Se frotó los ojos para acostumbrarse a la luz del sol y, despacio, se acercó a la puerta para salir al pasillo.
La puerta de la cocina estaba cerrada; cuando se acercó más escuchó un débil rumor de voces al otro lado que parecían discutir en voz baja.
Se detuvo unos instantes allí, rozando con los dedos el pomo de la puerta, sin atreverse a accionarlo. Respiró hondo, trató de desconectar su mente de aquella incertidumbre, y con la sensación de irrealidad propia de algunos sueños giró el picaporte por fin. Las voces enmudecieron al escucharse el chasquido de la puerta al abrirse.
Esther, encogida por el frío matinal y por el temor, el corazón como un tambor desbocado que amenazaba con salírsele por la boca, miró a Inti y a Jen sin saber qué decir. Ambos chicos se hallaban sentados frente a la mesa de la cocina, sobre la que yacían unos cuantos folios diseminados, algunos escritos y otros en blanco, y un número considerable de útiles de escritura desperdigados sin ningún orden.
—Vaya, buenos días, Esther—saludó Jen—¿qué tal estás? ¿Has dormido bien?
Ella bajó los ojos, desarmada de nuevo ante aquella amabilidad que empezaba a resultarle familiar.
—Buenos días…—murmuró, sin mirarles—he dormido fenomenal…muchas gracias.
Jen sonrió.
—Me alegro.
Inti le indicó con una inclinación de cabeza la cafetera.
—Hay café recién hecho y tazas en el armario—le dijo—si quieres tomar algo más no tienes más que pedirlo.
—Gracias…—musitó Esther.
Casi más por obedecer que por otra cosa, cogió una taza del armario y la llenó hasta la mitad del oscuro líquido humeante.
—¿Puedo ponerme un poco de leche?—preguntó en un susurro.
Inti dejó escapar algo parecido a una risilla entre dientes.
—Tienes razón—dijo, girándose hacia Jen—es adorable cuando pide las cosas.
Jen sonrió y asintió, antes de responderle a Esther.
—Claro, cariño, cógela. Está ahí mismo, en la repisa.
“Cariño”. Esa palabra le hubiera sonado rara a Esther procedente de otros labios, y le hubiera hecho sentir como poco incómoda, pero pronunciada por Jen parecía normal, natural, como si ambos ya se conocieran. Se dio cuenta de que nunca antes le había ocurrido,nunca antes un extraño se había “ganado” por la cara el derecho a llamarla así y ni mucho menos había conseguido que a ella le gustara.
El “adorable” que había dicho Inti, sin embargo, era otro cantar. Le producía escalofríos pensar a qué se había referido con aquella palabra; Jen le parecía transparente, Inti no. Inti se le antojaba opaco, cargado de doble sentido, impenetrable para su mente, impredecible por tanto.
—Gracias—dijo, y procedió a servirse un tímido chorrito de leche—...¿Dónde está Alex?
No había ni rastro de él.
La sonrisa de Jen se amplió.
—Está de guardia—repuso—¿no ves lo tranquilitos que estamos?
Ella trató de sonreír. No pudo disimular el gesto de alivio que se dibujó en su rostro. Sus hombros se relajaron como si de pronto hubieran dejado de soportar una pesada carga.
—¿De guardia?—inquirió en tono apocado.
Los chicos asintieron. Inti alargó la mano hacia los papeles que había sobre la mesa y comenzó a apilarlos, golpeando suavemente los cantos de las hojas sobre la mesa para que coincidieran.
—Sí. Trabaja en un centro de menores, a las afueras—explicó Jen, apartando la silla, invitándola a sentarse con ellos—él y yo trabajamos juntos en realidad, en el mismo sitio, aunque tenemos cometidos diferentes.
Esther se sentó despacio y frunció levemente el ceño.
—¿Cometidos diferentes?
Se dio cuenta de que sabía muy poco, nada en realidad, sobre las vidas de aquellos chicos, y se dio cuenta de que de pronto le interesaba saber.
Desconocía a qué se dedicaban, qué hacían… lo desconocía todo, en verdad, salvo lo poco que había podido vislumbrar la noche anterior.
—Así es—respondió Jen.
Esther titubeó unos instantes.
—Y… ¿qué es lo que hacéis? ...si se puede saber.
Él sonrió de nuevo ampliamente.
—Sí, claro que se puede saber—repuso—él es educador, yo soy enfermero.
—¿Educador?—se extrañó Esther abriendo mucho los ojos, sin poder dar crédito.
¿Cómo era posible que ese cerdo engreído desempeñara tal labor?
Jen se carcajeó de su desconcierto. Inti meneó la cabeza mordiéndose el labio, conteniendo un súbito acceso de risa.
—Sí, educador, aunque te parezca increíble—continuó Jen—el centro es un hogar para chavales con problemas, procedentes de familias y entornos conflictivos… llevamos más de tres años trabajando allí. Muchos de ellos necesitan medicación y seguimiento, y bueno, todos necesitan un punto de referencia al que agarrarse… al menos hasta que sean mayores de edad.
—Me cuesta creer que ese punto de referencia sea Alex—se le escapó a Esther mientras removía vacilante su café.
—A mí también—corroboró Inti sin quitarle el ojo a sus papeles.
—A mí me parece que es competente en su trabajo—terció Jen—sabe lo que hace. Y le gusta.
Esther se encogió ligeramente en la silla. Imaginar a Alex apoyando a una banda de chicos descarriados se le antojó imposible. La palabra “educación” no era compatible con Alex de ninguna de las maneras, al menos hasta donde ella había visto.
—Creo que te voy a acompañar con el café…—dijo Jen, levantándose—¿tú quieres, Inti?
—No, gracias—replicó el aludido. Se notaba que tenía ganas de ir directo a cierto tema en particular.—lo que quiero es hablar con Esther.
Ella sabía que aquel momento llegaría, y sabía que no se encontraría preparada para responder de inmediato. Bajó los ojos, escondiéndose de nuevo tras sus gruesas pestañas como temerosa de que en ellos se pudieran leer sus pensamientos, queriendo desaparecer.
—Claro.--Jen se sirvió una taza de café y se sentó a caballo en la silla, mirando a Esther con expectación—dinos, Esther… ¿pensaste algo?—preguntó como lo más normal.
La aludida asintió.
Inti tamborileó suavemente con los dedos sobre la mesa.
—Y… ¿qué has pensado?—inquirió Jen.
Ella tragó saliva.
--Quiero intentarlo—repuso, sin querer levantar la vista de su taza.
—Ahá.
—Quisiera…—se atragantó y tosió ruidosamente.
—Tranquila…--intentó apaciguarla Jen. Extendió la mano hacia ella pero apenas la tocó.
—Quisiera intentarlo…—murmuró ella, recobrándose—pero si descubro que no puedo hacerlo, prometéis dejarme marchar, ¿verdad?
—Si quieres dejarlo y marcharte no tienes más que decirlo—repuso Jen—nadie te pondrá ningún impedimento si tomas esa decisión.
—No somos unos secuestradores—replicó Inti con una media sonrisa—si decides aceptar nuestras condiciones y quedarte aquí será sólo porque tú quieres. Tú tienes la última palabra; como persona adulta, actúas por propia voluntad.
Esther no pudo sino corroborar. Las palabras de Inti, pronunciadas con su concisión y sequedad habitual, eran ciertas. Ella era una persona adulta, y como tal, en ese momento se hallaba en pleno uso de sus facultades para decidir si prefería vagar sin rumbo o por el contrario se avenía a ser tratada como una… como una perra.
—Si quieres intentarlo—retomó Inti—hemos estado trabajando en una serie de puntos sencillos, llámalo contrato si quieres, aunque sin validez legal, mientras dormías.
Ella asintió.
—En estos puntos se resume lo que esperamos de ti, lo que queremos que seas, así como tus obligaciones como esclava, perra o como lo quieras llamar. En cuanto a derechos, si asumes tu condición, solamente tienes tres: el derecho a marcharte, el derecho a expresarte con educación, y el derecho a la palabra de seguridad. Te daremos libertad para escoger una palabra-llave, una palabra segura, que signifique que estás pasando por algo que no puedes soportar. El uso de esa palabra hará que paremos de hacer cualquier cosa que te estemos haciendo, pero no permitiremos que abuses de ella, ¿me explico?
Esther miraba el tablero de la mesa sin verlo. Sus ojos estaban abiertos, acuosos, fijos. No pestañeó ni una vez mientras escuchaba aquello.
—¿Me explico?—insistió Inti con un deje de impaciencia.
Ella asintió pesadamente, encogida sobre la silla.
—Háblame como una persona, y no agaches tanto la cabeza—la conminó él—no eres un burro.
Otra vez esa manera cortante de hablar. Esther no sabría si sería capaz de acostumbrarse a ella. No podía entender por qué le dolía tanto, si apenas conocía a aquel chico. Sintió ganas de llorar; la barbilla le tembló ligeramente.
—Sí—pronunció.
El silencio era denso entre ellos ahora. Jen hizo amago de extender de nuevo el brazo hacia ella pero Inti le frenó agarrándole.
—Por favor, los arrumacos déjalos para la intimidad—le espetó—ya le has dado suficiente cancha. Ahora vayamos al tema y hablemos claro, ¿te parece?
Esther escuchó el largo suspiro que lanzó Jen al apartarse de ella.
—De acuerdo—le oyó que decía, con una voz diferente a la habitual—hablemos.
—Bien…
Inti extendió ante sí los papeles y los rotó un poco sobre la mesa para que Esther pudiera leerlos. Estaban escritos a mano, con pulcritud; la letra era firme, sencilla, regular y clara. Las Aes mayúsculas llamaron la atención de Esther; eran rudas, triangulares, más grandes que el resto de las letras. Las crestas de las efes y las bes apuntaban alto, como si quisieran invadir la línea superior aunque se detenían justo a la distancia apropiada para no hacerlo; lo mismo sucedía con los pies de las pes, las y griegas, las jotas y las ges. La presión que el autor, quien quiera que fuese, había ejercido sobre el útil de escritura dejaba patente que el texto había sido escrito con decisión y energía.
—Todo por escrito—le indicó a Esther señalándole las hojas—creo que no falta nada.
Ella se inclinó unos centímetros más para ver mejor, pero aunque distinguía con claridad las palabras, no conseguía leer una frase del tirón. Forzó los ojos pero siguió sin lograr arrancarle sentido al texto; no eran sus ojos los que fallaban, era su cerebro embotado, paralizado.
—Estoy muy nerviosa.--dijo al fin, apartándose de aquellos papeles. Sentía que las pupilas le ardían.
—Está bien.—concedió Inti—Lo leeremos entre los tres, detenidamente, ¿de acuerdo?
—Gracias…
A Esther le sonó lejana su propia voz, como si estuviera viviendo aquella realidad desde algún compartimento acolchado en su cabeza. Se sintió de repente muy fatigada, desconectada de todo lo que creía fijo en el mundo. Deseó simplemente desaparecer, pero, lógicamente, eso no iba a ocurrir. Había llegado el momento de enfrentarse a todo aquello, de saber por fin qué era exactamente lo que esos chicos querían. Los tres, incluido el eternamente dulce Jen.
—Punto uno—comenzó Inti, aclarándose la voz—“aceptas todas estas condiciones desde la libertad y por propia voluntad”. Esto ya lo hablamos antes—añadió—se presupone que esto es un pacto entre personas adultas.
Esther asintió, comprendiendo.
—Es importante que esto quede muy claro—recalcó Inti, apartando la vista de los papeles para mirarla. A ella le pareció que le taladraba los ojos—No se te está forzando a nada, nadie te está obligando a aceptar.
—De acuerdo—musitó ella—sí, está claro.
—Bien. Punto dos—continuó Inti. Jen permanecía en su sitio, mirándole con atención, sin hablar—“En cualquier momento que lo desees podrás irte. Si decides marcharte quedará anulado el pacto, y por tanto también renunciarás a los beneficios que se te ofrecen: dormir bajo este techo, comida, tu espacio en esta casa y todas las cosas que hayas conseguido aquí”.
Hizo una pausa y miró a Esther. Ella asintió con prontitud.
—¿Está claro?
—Sí.
—Continúo—prosiguió Inti—si tienes alguna duda, párame. Punto tres—dijo—“Aceptando estas condiciones te entregas a nosotros. Serás nuestra. Te convertirás en algo de nuestra propiedad. Haremos contigo lo que se nos antoje y tú te limitarás a obedecer. Si transgredes esta norma, el pacto se romperá de inmediato y tendrás que salir de la casa en ese mismo momento, quedando tu relación con nosotros completamente anulada”.
Despegó los ojos del papel para lanzarle una mirada significativa a Esther.
Ella asintió nuevamente. Se encontraba ligeramente mareada.
—Punto cuatro—carraspeó Inti, volviendo a leer—“Mientras estés aquí serás tratada como una perra, y por tanto te dirigirás a cada uno de nosotros con la palabra “Amo”. Nos reservamos el derecho de educarte, corregirte y moldearte a nuestro placer, sin deberte ninguna explicación al respecto. También nos reservamos el derecho de castigarte o compensarte cuando lo creamos oportuno”.
—Entiendo.
—¿Sigo?
—Sí, por favor…
—Punto cinco: “Que tratemos de ser coherentes contigo no significa que tenga que existir un motivo para hacer lo que queramos contigo, incluso infligirte dolor ya sea físico o emocional. Basta con que queramos hacerlo, nada más. Estarás siempre sujeta a nuestros deseos y nuestras manías, en cuanto a esto y en la convivencia diaria.”
—Pero… ¿Dolor físico? ¿Dolor emocional?—inquirió Esther, asustada, retrocediendo.
—En el punto siguiente se detalla—murmuró Jen, señalando con la barbilla el papel que sujetaba Inti.
—Así es—respondió este—Punto seis: “Se tendrán en cuenta tus límites físicos. No se te lesionará. Se respetará tu integridad física dentro de los límites vitales. No se te golpeará en ningún punto vital, no se te cogerá del cuello, no se te tocará ningún órgano, hueso, o nervio importante. No se te impedirá respirar, no se te aplicará electricidad ni fuego directo sobre la piel. No se te darán puñetazos en la cara ni se te golpeará en la cabeza.”
Esther tembló visiblemente.
—Punto siete—Inti tomó aire antes de continuar—“Recibirás todo tipo de humillaciones verbales… sin límite—hizo una pausa deliberada para mirarla, comprobando que el hermoso rostro palidecía a velocidad de vértigo—se te podrá marcar, tanto con hierro candente como cuando seas castigada. Serás azotada cuando consideremos oportuno, con nuestras propias manos o con cualquier instrumento adecuado para tal fin. Serás castigada en las nalgas, la espalda, los brazos, los pechos y las piernas dependiendo del instrumento en cuestión. No se te castigará nunca en el abdomen ni en el cuello, ni tampoco en el tórax más allá de los pechos.”.
Inti respiró.
—¿Alguna duda de momento?
Esther negó con la cabeza, cada vez más pálida y temblorosa.
—No.—musitó— está todo muy claro.
—Bien—repuso Inti—continúo entonces. Punto ocho: instrumentos de castigo. “Podremos usar indistintamente cualquiera de los objetos que a continuación se nombran. Si uno de nosotros juzgara apropiado usar otro objeto diferente, tendría que ponerlo en común con los otros dos Amos restantes. Los objetos que podemos usar libremente son:
De nuevo se detuvo. Empezaba a disfrutar con las reacciones de espanto de Esther, que iban in crescendo mientras él hablaba.
—Son…—volvió los ojos al papel, tratando de disimular una sonrisa de regodeo—Varas de diferente material y grosor, rígidas o flexibles, por supuesto fustas. Palas de diverso grosor, tamaño y material. Pinzas lisas o dentadas, de plástico, madera o acero. Cualquier tipo de látigo, ya sea largo o corto, de una o varias colas. Agujas de todos los calibres, y otros objetos punzantes como alfileres, cuchillos o cristales, siempre teniendo en cuenta el punto seis. Objetos ordinarios como tablas de cocina, reglas o zapatillas también serán adecuados para inculcarte disciplina cuando estimemos necesario”.
—Esther…--cortó Jen—Todo esto así dicho parece… pero no es…
Ella meneó la cabeza casi con violencia. Empezaba a darse cuenta, a vislumbrar apenas el contorno de aquel lugar tenebroso donde se estaba metiendo. Y, para bien o para mal, quería saber más.
—Es igual—musitó—está bien saber todo esto. Inti, ¿puedes seguir, por favor?
El aludido sonrió levemente.
—Claro. Punto nueve—leyó en voz alta, señalándolo sobre el papel—“Se te podrá privar temporalmente de el sentido de la vista, oído, y tacto. También se te podrá privar de hablar y del movimiento, y para esas ocasiones deberás pensar con nosotros una señal o código que sustituya la palabra segura. Podremos usar mordazas de cualquier tipo, toda clase de inmovilizadores, esposas, vendajes, cuerdas…”
—En cada práctica se te observará de cerca y se preservará tu integridad física por encima de todo—añadió Jen—causar dolor en un momento dado es una cosa, hacer daño a una persona es otra. Todo esto se hará con estricto control, puedes estar segura.
Esther rodeo su propio cuerpo con los brazos.
—Entiendo.
—¿Seguro, cielo?—ahondó Jen.
—Sí…
Con el “cielo” pasaba igual que con el “cariño”. Desde su boca y con su voz no parecían palabras extrañas; no parecían peyorativas, almibaradas ni condescendientes. Simplemente se trataba de palabras diferentes—pocas personas las habían empleado en serio-- para referirse a ella. En cierto sentido, y más en aquella situación, Esther casi lo agradecía.
—Punto diez—continuó Inti, dándole la vuelta a la hoja. Leía despacio, lo disfrutaba—“La palabra segura. Pensarás en una palabra de seguridad que al ser usada hará que cualquier actividad, castigo o lo que quiera que se te esté haciendo se detenga de inmediato. Cualquier cosa. Esa palabra sirve para ser usada en un momento límite, de modo que no la desperdicies. Si entendemos que la usas sin ton ni son, o a la primera de cambio, se romperá el pacto y saldrás de la casa. Si entendemos que la has usado de forma irresponsable, aunque sólo haya sido una vez, se te podrá castigar de cualquiera de las formas anteriormente descritas. La palabra de seguridad tendrás que pensarla y comunicárnosla antes de aceptar las condiciones de este pacto”.
—De acuerdo—musitó Esther.
—Ten cuidado—advirtió Inti con una sonrisa divertida—la palabra de seguridad parece una salvación, y en cierto modo lo es, pero también puede ser un caramelo envenenado. A veces sale mejor aguantar un poco y descubrir que lo que considerabas una barrera de inicio, no era tal.
—No estoy muy de acuerdo con eso—replicó Jen—Esther, si finalmente aceptas y ves que en algún momento no soportas algo, debes decir la palabra. No pienses en el pacto ni en las consecuencias. Es cierto que no deberías usarla a lo tonto para cualquier cosa, pero tampoco te obstines en no decirla. ¿Me comprendes?
Ella le miró amedrentada, sin saber muy bien qué responder.
—Bueno, está claro que Jen y yo somos muy diferentes.—sonrió Inti—como Amos, al menos.
—En este punto, sí—asintió Jen. Y añadió, volviéndose hacia Inti—esa palabra es la única forma de saber cuándo ella realmente no puede más.
—Claro—respondió el aludido—por eso mismo defiendo un uso responsable de ella. Sirve para lo que sirve, no para tonterías.
—Lo que Inti quiere decir es…
—Lo que quiero decir—cortó el otro reposadamente, sin alterarse, y sin dejar de mirar a Jen—es que si la estoy azotando y la usa porque le pongo el culo rojo, o morado, me lo voy a tomar muy mal. En ese momento puede que tenga que parar, porque así está estipulado, pero ten por seguro que después el castigo será mucho peor.
Corroboró sus palabras con una sonrisa sincera, casi inocente, que a Esther le heló la sangre en las venas. Jen apretó los labios y movió la cabeza en señal de afirmación.
—Cada uno es como es—replicó—¿Cómo estás, Esther?—preguntó volviéndose hacia esta.
La chica vaciló unos segundos antes de contestar.
—Asustada…—murmuró, tratando de ser sincera—pero... bien.
Inti rio.
—Ese tipo de respuestas son las que me gustan. Honesta: acojonada pero dispuesta a seguir adelante, o al menos aquí estás. Está bien eso.
Casi le salió a ella una sonrisa involuntaria. Era la primera vez que Inti, a su particular manera, le “reconocía” algo que hacía bien. Sintió un discreto y fugaz calorcito en algún lugar de su interior, a pesar de que tras escuchar todas aquellas (barbaridades) cosas se le había encogido el alma.
—Venga, continúo—dijo Inti—ya queda poco. Punto once: “Dado que somos tres Amos y una sola perra, tendremos que alternarnos para compartirte. Acordaremos entre nosotros cómo. Lo que sí es seguro es que cada día le corresponderá a uno de nosotros usarte con prioridad, lo que no quiere decir que dejes de pertenecer al resto. Dormirás donde te diga el Amo que corresponda ese día, comerás lo que te diga que comas, harás tus necesidades cuando él te lo permita, vestirás como él te diga, etc.”.
—Entiendo.
—Y ya sólo queda el último punto, no por ello menos importante—dijo Inti, repasando las hojas—Punto número doce: “Salvo que se te indique lo contrario, mientras estés en esta casa no llevarás bragas. Debes estar accesible para cualquiera de nosotros en todo momento. Sujetador puedes llevar, y puedes elegir entre falda o pantalones, pero bragas no. Por otra parte, nunca, jamás, podrás encerrarte en ninguna habitación. Incluso en el cuarto de baño harás tus necesidades con la puerta abierta, y siempre habiendo pedido permiso antes. Dormirás donde se te diga, no necesariamente en la habitación donde dormiste hoy, y siempre también con las puertas abiertas. Carecerás de toda intimidad salvo que se te conceda. Y cualquier cambio en tu salud, del tipo que sea, deberás comunicárnoslo”. Aunque ya nos encargaremos nosotros de examinarte—añadió con socarronería, mirando a Jen—no en vano tenemos un enfermero en casa…
—Todo un alivio, ¿verdad?—replicó Jen, mordiéndose los labios entre divertido y nervioso.
—Un lujo, más bien—respondió Inti—es importante contar con alguien que tiene conocimientos de anatomía humana.
Jen rio por lo bajo, y le dio un suave empujón a Esther.
—Eso lo dice porque él es veterinario—le dijo, señalando a Inti.
Veterinario. Claro, no podía ser de otra manera. A Esther le pareció que entendía de pronto muchas cosas.
De pronto, le surgió una duda cruel.
—Y… cuando me venga la regla…—musitó—¿tampoco puedo llevar bragas?
Inti miró a Jen con gesto interrogante.
—No había pensado en eso, la verdad…
Jen sonrió.
—Ya, y yo estaba esperando que ella hiciera esa pregunta—le respondió a Inti—Cuando te venga la regla tendrás que decírnoslo—dijo girándose hacia Esther—y ya te diremos lo que has de hacer.
—Tengo entendido que los tampones son muy útiles para estos casos…--dijo Inti concierta ironía—aunque bien pensado, habrá que retirarlos para follar y eso resulta asqueroso…
Esther se replegó en sí misma, deseando desaparecer una vez más.
Jen se echó a reír.
—Vale, somos diferentes, está claro—replicó—A mí no me da ningún asco. Y a ti no entiendo por qué te lo da, si has sido capaz de atender hace cuatro días el parto de una caniche.
—No jodas, eso no es lo mismo…
—No, claro que no. Eso yo no sé si podría hacerlo.
Parecían dos chicos normales hablando y riendo sobre algo banal. Un observador recién llegado no hubiera podido imaginarse que estaban discutiendo sobre la menstruación de su perra, perra que era a su vez un ser humano, una chica que de forma voluntaria estaba dispuesta, al parecer, a asumir esa condición.
Lo que se planteaba sobre aquella mesa era fuerte, mucho. Pero no parecía tener esa dimensión. Esther veía a los dos chicos—dos de sus presuntos “Amos” en potencia—charlar y comentar cada punto distendidamente, como dos amigos hablando de un partido de futbol. En definitiva eso era lo que ellos eran: amigos. La que quedaba fuera de aquello era ella misma. Ellos tenían una vida aparte de la que desarrollarían con ella, sometiéndola dentro de aquella casa; ella sin embargo, si aceptaba, sería perra y solamente perra allí, salvo que se le ordenara que fuera otra cosa. Esto le resultó terriblemente excitante por alguna razón.
—Bueno, Esther… pues eso es todo, creo—le dijo Inti al fin, cuando hubieron terminado de reír la broma del caniche—¿Tienes alguna duda? ¿Te parece que olvidé redactar algo?
La aludida pensó durante un momento. O al menos lo intentó.
—Pues la verdad es que… no lo sé—contestó, rebuscando en su mente algo que decir—me siento un poco... perdida.
Inti y Jen asintieron casi a la vez.
--Nunca he sido una... perra.--continuó, tratando de explicarse.
Jen sonrió de oreja a oreja y le apretó la mano.
—Nunca queriendo…—le dijo.
Ella enrojeció. ¿Había sido perra alguna vez sin saberlo, o sin decidir serlo? ¿Era eso posible? No. Nunca había amado tanto como para dejarse en manos de nadie, o servir a nadie. Pero… realmente, en su fantasía, creyó vagamente recordar que alguna vez sí habría querido hacerlo.
Cuando Esther tenía muchos menos años—ahora contaba veinticuatro—jugaba al baloncesto en la liga del instituto. No era nada del otro mundo; no había uniformes llamativos, ni mascotas de equipo, ni animadoras, gracias a dios. Era más que nada una manera como cualquier otra de relacionarse con los otros dos institutos que había cerca del barrio.
El entrenador del equipo de baloncesto era un hombre muy joven, como mucho le sacaría a Esther diez años. Y, desde el principio, a Esther le pareció guapísimo. Huelga decir que a la niña le deslumbraba todo lo externo, sentía verdadero placer con aquello que consideraba estético, y en ese sentido Raúl—así se llamaba él-- era el no va más.
Pero tras tiempo de conocer a Raúl, a Esther le sucedió algo extraño.
Lejos de quedarse en la primera imagen, en el arquetipo deslumbrante, sintió la necesidad de ir más allá. Raúl era un hombre paciente, ecuánime, siempre correcto en el trato. Sin embargo, no era sociable, no era cordial, a veces incluso resultaba hosco. En los entrenamientos era duro, exigente, implacable. Si surgía algún problema entre las jugadoras, se mostraba autoritario y pragmático, solucionando la cuestión de forma tajante con un par de decisiones rápidas. Después de todo no debía de hacerlo mal, porque las chicas ganaban partidos y realmente disfrutaban jugando.
Esther se había quedado prendada de Raúl desde el principio, y al bucear cada vez más adentro en él se enganchó sin remedio. Nunca se lo llegó a decir. Hubiera sido algo impensable.
Reaccionaba ante él de manera extraña, porque había llegado a estar loca por él. Y, cuanto más cabrón era Raúl, cuanto más duro y más borde era con ella, más necesidad de él sentía.
Le deseó durante mucho tiempo, física y emocionalmente. Pensar en estar con él alimentaba algo dentro de ella, una pequeña región de su ser que hasta el momento había pasado inadvertida, pero que de pronto tenía voz.
Una noche, Esther tuvo un sueño húmedo que implicaba a Raúl. Casi llegó a correrse.
Sin embargo, se despertó sobrecogida pues había sido un sueño muy extraño. Incluso sintió una oleada de vergüenza por haberlo generado, como si ella hubiera tenido voluntad en ese proceso.
En su sueño, Raúl la tenía atrapada boca abajo sobre sus rodillas, sujetándola con un brazo y pasando una pierna como un cepo entre sus pantorrillas. Ella no dejaba de moverse, tanto por resistirse como por la excitación que sentía. Raúl estaba diciendo algo que le resultaba vagamente familiar, pero su discurso era un poco incoherente. Tan pronto hablaba despacio, pausadamente, como de pronto empezaba a reprocharle algo y su tono crecía, llegando su arenga a ser una bronca en toda regla. De vez en cuando paraba para insultarla con desprecio y para decirle que lo iba a lamentar, que iba a aprender, que iba a desear no haberlo hecho…
—Esther.
Jen sacudía con suavidad el brazo de ella, que colgaba sobre su regazo, inerte. Los ojos se le perdían en un universo infinito.
—Esther… la tierra llamando a Esther…
Ella volvió bruscamente a su ser.
—Perdonad…
—¿Pero dónde estabas?
Jen la observaba con los ojos brillantes. Sonreía.
—Pensando…
—¿Cuánto tiempo necesitas para pensártelo, Esther?—dijo Inti—No te lo pregunto para presionarte, simplemente para saberlo.
Ella no supo si él estaba siendo irónico o hablaba en serio.
—¿Cómo?
—Que cuánto tiempo necesitas—repitió Inti—para tomar la decisión de venir a vivir aquí o no.
—Ah, perdón. Sí…
Inti la miró expectante.
—Pues… yo… creo que ya lo tengo pensado…
—¿Sí?
Esther carraspeó, muy nerviosa.
—Sí. Tengo mucho miedo. Pero quiero hacerlo... de todos modos.
--Gran decisión que el miedo no te impida hacer lo que quieres—aplaudió Jen—pero no te precipites. Nosotros podemos esperar hasta…
—No, no.
La voz de Esther era un susurro tan fino como el hilo de una tela de araña. Pero era decidida, apuntalada en la tierra como una roca.
Jen cerró la boca.
—Quiero intentarlo, de verdad—le vino una palabra a la cabeza y se tragó el orgullo—Quiero intentarlo, por favor, Amos.
-
Los chicos se miraron con sorpresa. Inti se sonrió como ella nunca antes le había visto, apretando los labios como conteniendo una bola de fuego tras ellos. Jen se acercó más a ella, levantándose de la silla, rozando casi su mejilla con los labios.
—¿Amos?—dijo al oído de Esther--¿Somos nosotros los Amos de esta perrita?
Ella sintió un escalofrío recorriéndole la espalda a la velocidad de la luz. Mojó de golpe las bragas. Agachó la cabeza.
—Sí… si seguís queriendo serlo.
—A mí no me llames de tú, que no soy un colega—replicó Inti, clavando las pupilas en Esther. Ella absorbió el impacto de aquella mirada y se retorció sobre la silla.
—Perdone, Amo…
—Que no se repita.
Jen tomó con cuidado la barbilla de Esther y la levantó, obligándola a mirarle.
—A mí puedes llamarme de tú, si quieres—le dijo. Respiraba rápido—siempre que eso no te haga pensar que soy un colega…
—No, Amo, no lo pensaría…
Esther sentía el corazón saltando literalmente en su pecho. Temió desmayarse, que le diera algo entre aquellos dos hombres por los que deseaba ser… ¡No! ¿Por qué deseaba aquellas cosas? Dios santo, cómo las deseaba. Ser severamente reprendida, castigada, humillada, usada, destrozada. Dios. ¿Acaso quería destruirse?
Jen se aproximó un poco más y le besó la mejilla.
—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.
5- Quién tiene el control
Jen se aproximó un poco más y le besó la mejilla.
—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.
Esther sonrió y bajó los ojos.
—Bueno—cortó Inti secamente—¿Entonces estás segura?
Ella se volvió para mirarle y asintió.
—Sí, Amo. Estoy segura.
—Estupendo. Quítate las bragas y dámelas.
Esther vaciló unos segundos.
—Vamos, perra—la apremió Inti—no tengo todo el día.
Despacio, Esther colocó las manos en la cinturilla del pantalón prestado con el que había dormido.
—Amo…--dijo tímidamente—tendré que quitarme esto también…
Inti soltó una carcajada. Jen también se rio, aunque más quedamente, desde detrás de Esther.
—Joder, hemos fichado a la perra más inteligente que había en la tienda…--suspiró Inti.
Jen meneó la cabeza y volvió a reír.
—Está nerviosa…--dijo, mirando a Esther con ojos brillantes.
—Perra, si conoces algún modo de sacarte las bragas con los pantalones puestos, adelante, pero te quiero sin bragas YA.
Aquella orden directa, concisa, resuelta, la puso en movimiento. Esther tiró hacia abajo de la goma de los pantalones y se los bajó hasta los tobillos, sacándoselos finalmente por los pies.
Empezó a temblar al notar el frío en la piel de sus piernas: era invierno, y en la casa se notaba. Se llevó las manos a las caderas y agarró sus bragas, unas braguitas blancas de algodón con un pequeño lazo dorado. Se las bajó despacio y se las quitó, quedando de pie ante los dos hombres desnuda de cintura para abajo.
—Bonito coño—comentó Inti.
Esther enrojeció.
—Curiosamente arreglado. Deberías verlo, Jen—le hizo una seña al otro para que se acercara.
—No—Jen rió detrás de Esther—deberías tú ver lo que estoy viendo yo.
Inti entornó los ojos y soltó una risa pícara.
—Date la vuelta y enséñale a Jen ese coño de perra—le dijo a Esther—y de paso preséntame a tu culo, con suerte nos veremos a menudo.
La chica obedeció al instante, con la cara ardiendo de vergüenza. Pensar en enfrentarse a Jen frente a frente, de esa guisa, casi le hizo llorar. Con Inti sentía ansiedad, temor… pero hacia Jen había algo más, algo diferente a lo que no podía de momento poner nombre.
Cabizbaja, se mostró ante él encogida, temerosa de sus ojos.
— ¿No me quieres mirar...?
Ella se estremeció.
—Me da mucha vergüenza, Amo.
—No has contestado a la pregunta…
—Amo—respondió tras un breve silencio—sí que quiero. Pero… me da mucha vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿De qué?—dijo él—si quieres hacerlo, hazlo.
Ella levantó poco a poco la cabeza.
—Sí que tiene un buen culo.
La chica dio un brinco cuando de pronto la mano de Inti se estrelló contra su nalga derecha, dándole una palmada firme. Se puso rígida al instante y cerró los ojos.
—Sí señor, una gozada…
Inti comenzó a pasear de lado a lado de la habitación, como para tener una visión más amplia de las posaderas de Esther, evaluándolas desde todos los ángulos posibles.
Ella se encogió, aun con los ojos cerrados, por un momento temiendo un nuevo azote inminente. Aunque no le había hecho demasiado daño, sí que la había dado impresión sentir la mano de Inti, dura, contra su desprevenida piel. Y el acto en sí le había resultado humillante, desde luego.
Pero el esperado azote no llegó. En su lugar sintió los dedos de Jen recorriendo su cadera. La rozaba con las puntas de los dedos, como caminando con ellos entre la piel y el aire. Ella abrió los ojos al oírle respirar; le vio agitado, serio, con la mirada líquida. Casi jadeaba.
Inti se acercó por detrás y colocó la nariz en la curva del cuello de Esther. Olfateó y de súbito, sin previo aviso, le clavó los dientes.
Esther no pudo evitar un estremecimiento y soltó un gemido, volviendo a cerrar los ojos con fuerza.
Las manos de Jen ya trepaban por su estómago hacia arriba y hacia abajo, agarrándose a su cintura como enredaderas. Su aliento le rebotaba a Esther en la mandíbula y en la garganta.
—Vamos a dejarlo ya…—masculló Inti cuando por fin soltó el cuello de Esther—no estamos todos.
—Cierto—replicó Jen en un susurro, con la voz quebrada.
—Paciencia, amigo… dentro de poco podemos disfrutarla.
Inti rió y se apartó de Esther, obsequiándola con un nuevo cachete, ahora sí.
—Perra, de rodillas al rincón—le dijo señalando una esquina de la habitación, cerca de donde estaba el cubo de la basura—Alex no vuelve hasta mañana así que no es lógico que le corresponda tenerte hoy. Espera ahí mientras Jen y yo decidimos quién te pondrá la mano encima primero.
—Pero Amo…
¡Zas! Una fuerte bofetada le cruzó la cara a la pobre Esther.
—Cuando te doy una orden—le dijo Inti pausadamente—la primera palabra que quiero oír es “Sí”, y a continuación “Amo”. ¿Lo has entendido, perra?
—Sí, Amo…—sollozó ella. Había colocado, por instinto, la mano sobre su ardiente mejilla, que latía marcada con la huella de los dedos de Inti.
—Bien. Si tengo que repetirte la orden te daré otra bofetada—continuó—y ya me estás empezando a cansar…
—No, Amo, no tiene que repetirla.
Esther sorbió fuerte por la nariz y arrastró los pies hasta el rincón indicado, donde se arrodilló.
—Mirando hacia la pared, tonta del culo—le espetó Inti--¿No te han mandado nunca “al rincón”? No, está visto que no—se contestó a sí mismo.
Esther se giró hacia la pared con pesar. Escuchó vagamente la voz de Jen a su espalda, pero en un tono tan bajo que no pudo entender lo que decía. Inti por fin se alejó de ella y ambos volvieron a sentarse de nuevo frente a la mesa de la cocina. Hablaban muy cerca el uno del otro, en susurros. Esther sólo podía captar algún retazo aislado de la conversación.
“Empezar a disfrutarla”…”no es correcto así”…”mañana”…
—Vale, perra, ven aquí. Sobre tus cuatro patas.
De nuevo la voz de Inti cortó el aire.
Desde su posición arrodillada, Esther se inclinó hasta apoyarse sobre las palmas de las manos y comenzó a acercarse a la silla donde se encontraba Inti, obcecada en mirar al suelo. No se esforzaba en reprimir sus sollozos, aunque cuando tenía la boca cerrada hipaba profundamente y su abdomen se contraía.
—Joder, parece que va a darle un ataque—Inti miró a Jen con cierta inquietud, pero Esther no le vio e interpretó aquella frase como un desprecio más.
—No—Jen hablaba en voz baja, despacio—no le va a dar ningún ataque. Llorar es bueno. Si necesita llorar, tiene que llorar. Acabas de darle una bofetada.
—Ya, supongo…
Jen se agachó un poco para ponerse a la altura del rostro de Esther.
—Perrita—le dijo en voz baja--¿Por qué lloras?
—Porque me siento una mierda…--casi exclamó ella—Lo siento mucho…
—¿Una mierda? Yo te tengo delante y no veo mierda por ningún lado.
—Yo lo que veo es una niñata consentida que va a alucinar como no espabile pronto— dijo Inti—en cualquier caso, creo que lo vamos a pasar bien.
—No te sientas una mierda porque no lo eres—continuó Jen, con los ojos fijos en ella—pero si lo que quieres es crecer, siempre estás a tiempo. Todos lo estamos. Vamos, tranquila, perrita.
La respiración de Esther se fue normalizando, aunque de cuando en cuando soltaba algún sollozo que rápidamente intentaba sofocar. Ella tenía—había tenido, desde que era pequeña—una mala relación con el llanto. Odiaba llorar “de verdad”, con auténtico desconsuelo, porque cuando lo hacía sentía que no podía parar. Lo odiaba con todo su ser y lo temía, pero en ciertos momentos era como si un resorte se accionara dentro de ella, y no podía evitarlo.
Cuando Esther era niña, muy niña, su padre se enfadada terriblemente cuando la veía llorar. No lo soportaba. Probablemente veía en ella un símbolo de su propia debilidad, o de lo que él entendía por “debilidad”. Y la machacaba. Y le prohibía expresarse de ese modo.
Por eso Esther sentía una fobia infinita al acto de llorar en sí—llorar de verdad, por sentirse al límite, no las tretas que alguna vez utilizaba--, y por supuesto a que la vieran en ese trance.
—No es malo llorar, es necesario para liberar tensión—le decía Jen, mientras le acariciaba el brazo—suéltalo con toda tranquilidad, no pasa nada.
Inti observaba desde su silla con las manos entrelazadas, jugueteando con los pulgares.—Lo que no te mata te hace más fuerte—murmuró ente dientes.
—Eso es cierto—dijo Jen, sin dejar de acariciar a Esther—y llorar no mata.
—Pero duele… Amo.
Jen sonrió.
—¿Sabes que me encanta escuchar esa palabra de tus labios?—llevó la mano hasta la mejilla de Esther y le secó una lágrima que rodaba hacia su barbilla—y sí, puede que toda esa energía duela un poco al salir. Pero duele mucho más si se queda dentro, si no se comprende, si pasa el tiempo…
—Cuánta razón—corroboró Inti—estás hecho un gurú.
El otro se separó unos centímetros de Esther y se echó a reír.
—Sí, un chamán.
—Eso mismo.
Inti extendió de pronto la mano, la colocó en la nuca de Esther y tiró de ella hacia sí. La muchacha se desplazó sobre sus rodillas, obediente, y él presionó con la palma de lamano hasta que la cabeza de ella reposó sobre su muslo derecho. Ante el pasmo de Esther, comenzó a juguetear con los dedos en su pelo.
—No te asustes, ¿vale?—le dijo con cierta torpeza—Poco a poco me conocerás, nos irás conociendo a los tres. Me trae sin cuidado que llores, de todas formas—continuó, más resuelto—incluso puedo llegar a excitarme con ello. Y mi querido amigo Jen también, que no te engañe.
Lanzó una mirada de complicidad a Jen, quien sonrió sin decir nada.
—Si haces algo mal, se te dirá, y punto—prosiguió—y si es necesario, se te castigará. Si no puedes soportarlo, ya sabes dónde está la puerta.
Esta frase demoledora la dijo sin dejar de acariciar la cabeza de Esther, enredando los dedos entre sus cabellos. Ella cerró los ojos, con la nariz sepultada entre los vaqueros de Inti, empapándose de su olor. Intentó relajarse. Aquellas palabras la habían herido, pero no tanto como hubiera cabido esperar. Y las caricias de Inti le gustaban… más que eso, la estaban haciendo sentirse llena. No lo comprendía. ¿Qué le estaba pasando?
—Jen y yo hemos decidido que hoy te tendré yo—le dijo—así que ahora, si de verdad estás dispuesta a quedarte, irás a la ducha, te calmarás, y volverás aquí vestida como venías ayer. Tu ropa ya se ha secado; si quieres plancharla, tienes tabla y plancha detrás de la puerta.
—Podrías traer tus cosas—añadió Jen—algo más de ropa y lo que necesites. Puedo acercarte a la casa de tus padres si quieres.
Sólo pensar en tener que volver allí, aunque fuera sólo a recoger sus cosas, le puso a Esther los pelos de punta.
—Gracias, Amo Jen—dijo sin embargo— Mis padres no están en casa por la mañana…
—Claro, estarán trabajando, como personas tenaces que serán—apostilló Inti.
—Sí, Amo. Están trabajando.
—Vale. Tienes permiso, perra, para ir a por tus cosas con el Amo Jen. Pero no tardes. Y ahora, en la ducha, lávate bien. Detesto la suciedad, y tengo ganas de usarte.
—Sí, ...Amo.
--Venga, ya estás tardando—la espoleó empujándola con la rodilla—el tiempo es oro, perra. El mío, me refiero.
Esther se levantó como pudo.
—¿Te he dicho que dejes de ir a cuatro patas?
—No, Amo…
—¡Pues a cuatro patas!
Ella dio un respingo y se arrodilló en el suelo, volviendo a apoyarse sobre las palmas de las manos. Acto seguido, se dio la vuelta y enfiló hacia el pasillo, camino a la ducha.
Inti la observó mientras se alejaba.
—Eso es, perra…--murmuró—y sécate con una toalla limpia; como vuelvas a coger la mía te vas a enterar…
-
Gateando por el pasillo—o más bien “perreando”, aunque este término pueda resultar evocador para los fans del reggaton—Esther llegó por fin al cuarto de baño. De la misma manera que cuando uno hace el pino ve la realidad vuelta del revés en un principio, todo cambiaba desde aquella posición. Las cosas parecían más grandes y más lejos, fuera del alcance, cuando uno iba a cuatro patas, pensó. Y como no estaba acostumbrada a la realidad del piso, todo lo que veía sobre ella le resultaba de alguna manera amenazador.
Acordándose de que desde aquel momento tenía expresamente prohibido encerrarse en ningún sitio, entró a la pequeña habitación y dejó la puerta entornada. Ella siempre había sido muy celosa de su intimidad. Nunca antes había renunciado a ella, como tampoco había dejado aparte su mundo material, sus “cosas”, a las que se agarraba como una pequeña urraca. Todo eso iba a terminar. Vagamente se daba cuenta de ello.
Sin embargo, de forma gratuita y en menos de una hora había vivido cosas que no había experimentado nunca en su vida.
“Si quieres crecer, siempre estás a tiempo.”
Aquella frase que le había dicho Jen, pronunciada como siempre con amabilidad, con tranquilidad, le daba vueltas en la cabeza mientras abría el grifo y ajustaba la temperatura del agua. La voz de ese hombre resultaría alentadora aunque dijera algo monstruoso, reflexionó.
Se metió por fin bajo el chorro caliente, puso una sustanciosa cantidad de gel verde en la palma de su mano y comenzó a enjabonarse todo el cuerpo con meticulosidad. Inti la quería “limpia”… no sabía hasta qué punto, pero intuía que de manera extrema. Y no quería ganarse más bofetadas por ese día, ni tampoco desde luego un castigo peor por no cumplir con eso.
Era la primera vez que había llorado así en mucho tiempo; y más que iba a llorar aquel día, pero eso no se lo imaginaba. Ese primer llanto había sido sólo la punta del iceberg, la tapadera de la caja de Pandora. La última vez que había llorado con auténtico sentimiento lo había hecho sola, encerrada en la habitación donde dormía en casa de sus padres, sumida en la desesperación. No recordaba cuándo lloró a lágrima viva delante de alguien; en aquel momento, mientras se lavaba, le parecía que nunca. Dejando aparte su infancia, claro.
La reacción de aquellos hombres ante su llanto la había descolocado. Inti no le había dado prácticamente ninguna importancia:“no me importa en absoluto que llores”, algo así le había dicho. Y Jen se había mostrado conmovido, pero sin dejar de entender el llanto como algo simple y natural.
Era la primera vez que le ocurría esto.
En las contadas ocasiones en que Esther había llorado así, antes de conocer a sus “Amos”, y se había dejado ver por alguien, la actitud de ese alguien hacia ella siempre había cambiado. La actitud afectiva. Cuando Esther era una niña, su padre no podía soportar el hecho de verla llorar; lo consideraba un signo de debilidad, de su propia debilidad, encarnado en su hija. Y se volvía violento verbal y físicamente, aunque nunca le había agredido a ella de forma directa. Era más de destrozar puertas, patear muebles y romper objetos estrepitosamente. Esto le había angustiado muchísimo a ella entonces, como es lógico, y hablamos de una angustia secreta, siempre escondida ante otras personas y muy difícil de poner en palabras. Alguien que desconoce el entorno de un niño no puede imaginarse dónde reside la angustia de ese niño a menos que le observe con detenimiento. Así que, frente a estos “ataques”, Esther-niña nunca estuvo protegida. Su madre había estado allí, claro. Pero eso había servido de poco. Y siempre, ante vecinos o en el colegio, ella había parecido una niña “normal”.
Jamás Esther hubiera sido capaz de articular por sí misma el pensamiento de que, si su padre se volvía violento cuando la veía llorar, era problema de él y no culpa de ella. Pero claro, era ella quien había sufrido las consecuencias directas, en definitiva.
“Llorar es bueno, es necesario para liberar tensión. Suéltalo con toda tranquilidad”.
Esa frase la había dejado en blanco. Era lo que menos hubiera esperado escuchar, y era precisamente lo que necesitaba. El corazón le dio un vuelco cuando esta pieza encajó.
—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.
Esther sonrió y bajó los ojos.
—Bueno—cortó Inti secamente—¿Entonces estás segura?
Ella se volvió para mirarle y asintió.
—Sí, Amo. Estoy segura.
—Estupendo. Quítate las bragas y dámelas.
Esther vaciló unos segundos.
—Vamos, perra—la apremió Inti—no tengo todo el día.
Despacio, Esther colocó las manos en la cinturilla del pantalón prestado con el que había dormido.
—Amo…--dijo tímidamente—tendré que quitarme esto también…
Inti soltó una carcajada. Jen también se rio, aunque más quedamente, desde detrás de Esther.
—Joder, hemos fichado a la perra más inteligente que había en la tienda…--suspiró Inti.
Jen meneó la cabeza y volvió a reír.
—Está nerviosa…--dijo, mirando a Esther con ojos brillantes.
—Perra, si conoces algún modo de sacarte las bragas con los pantalones puestos, adelante, pero te quiero sin bragas YA.
Aquella orden directa, concisa, resuelta, la puso en movimiento. Esther tiró hacia abajo de la goma de los pantalones y se los bajó hasta los tobillos, sacándoselos finalmente por los pies.
Empezó a temblar al notar el frío en la piel de sus piernas: era invierno, y en la casa se notaba. Se llevó las manos a las caderas y agarró sus bragas, unas braguitas blancas de algodón con un pequeño lazo dorado. Se las bajó despacio y se las quitó, quedando de pie ante los dos hombres desnuda de cintura para abajo.
—Bonito coño—comentó Inti.
Esther enrojeció.
—Curiosamente arreglado. Deberías verlo, Jen—le hizo una seña al otro para que se acercara.
—No—Jen rió detrás de Esther—deberías tú ver lo que estoy viendo yo.
Inti entornó los ojos y soltó una risa pícara.
—Date la vuelta y enséñale a Jen ese coño de perra—le dijo a Esther—y de paso preséntame a tu culo, con suerte nos veremos a menudo.
La chica obedeció al instante, con la cara ardiendo de vergüenza. Pensar en enfrentarse a Jen frente a frente, de esa guisa, casi le hizo llorar. Con Inti sentía ansiedad, temor… pero hacia Jen había algo más, algo diferente a lo que no podía de momento poner nombre.
Cabizbaja, se mostró ante él encogida, temerosa de sus ojos.
— ¿No me quieres mirar...?
Ella se estremeció.
—Me da mucha vergüenza, Amo.
—No has contestado a la pregunta…
—Amo—respondió tras un breve silencio—sí que quiero. Pero… me da mucha vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿De qué?—dijo él—si quieres hacerlo, hazlo.
Ella levantó poco a poco la cabeza.
—Sí que tiene un buen culo.
La chica dio un brinco cuando de pronto la mano de Inti se estrelló contra su nalga derecha, dándole una palmada firme. Se puso rígida al instante y cerró los ojos.
—Sí señor, una gozada…
Inti comenzó a pasear de lado a lado de la habitación, como para tener una visión más amplia de las posaderas de Esther, evaluándolas desde todos los ángulos posibles.
Ella se encogió, aun con los ojos cerrados, por un momento temiendo un nuevo azote inminente. Aunque no le había hecho demasiado daño, sí que la había dado impresión sentir la mano de Inti, dura, contra su desprevenida piel. Y el acto en sí le había resultado humillante, desde luego.
Pero el esperado azote no llegó. En su lugar sintió los dedos de Jen recorriendo su cadera. La rozaba con las puntas de los dedos, como caminando con ellos entre la piel y el aire. Ella abrió los ojos al oírle respirar; le vio agitado, serio, con la mirada líquida. Casi jadeaba.
Inti se acercó por detrás y colocó la nariz en la curva del cuello de Esther. Olfateó y de súbito, sin previo aviso, le clavó los dientes.
Esther no pudo evitar un estremecimiento y soltó un gemido, volviendo a cerrar los ojos con fuerza.
Las manos de Jen ya trepaban por su estómago hacia arriba y hacia abajo, agarrándose a su cintura como enredaderas. Su aliento le rebotaba a Esther en la mandíbula y en la garganta.
—Vamos a dejarlo ya…—masculló Inti cuando por fin soltó el cuello de Esther—no estamos todos.
—Cierto—replicó Jen en un susurro, con la voz quebrada.
—Paciencia, amigo… dentro de poco podemos disfrutarla.
Inti rió y se apartó de Esther, obsequiándola con un nuevo cachete, ahora sí.
—Perra, de rodillas al rincón—le dijo señalando una esquina de la habitación, cerca de donde estaba el cubo de la basura—Alex no vuelve hasta mañana así que no es lógico que le corresponda tenerte hoy. Espera ahí mientras Jen y yo decidimos quién te pondrá la mano encima primero.
—Pero Amo…
¡Zas! Una fuerte bofetada le cruzó la cara a la pobre Esther.
—Cuando te doy una orden—le dijo Inti pausadamente—la primera palabra que quiero oír es “Sí”, y a continuación “Amo”. ¿Lo has entendido, perra?
—Sí, Amo…—sollozó ella. Había colocado, por instinto, la mano sobre su ardiente mejilla, que latía marcada con la huella de los dedos de Inti.
—Bien. Si tengo que repetirte la orden te daré otra bofetada—continuó—y ya me estás empezando a cansar…
—No, Amo, no tiene que repetirla.
Esther sorbió fuerte por la nariz y arrastró los pies hasta el rincón indicado, donde se arrodilló.
—Mirando hacia la pared, tonta del culo—le espetó Inti--¿No te han mandado nunca “al rincón”? No, está visto que no—se contestó a sí mismo.
Esther se giró hacia la pared con pesar. Escuchó vagamente la voz de Jen a su espalda, pero en un tono tan bajo que no pudo entender lo que decía. Inti por fin se alejó de ella y ambos volvieron a sentarse de nuevo frente a la mesa de la cocina. Hablaban muy cerca el uno del otro, en susurros. Esther sólo podía captar algún retazo aislado de la conversación.
“Empezar a disfrutarla”…”no es correcto así”…”mañana”…
—Vale, perra, ven aquí. Sobre tus cuatro patas.
De nuevo la voz de Inti cortó el aire.
Desde su posición arrodillada, Esther se inclinó hasta apoyarse sobre las palmas de las manos y comenzó a acercarse a la silla donde se encontraba Inti, obcecada en mirar al suelo. No se esforzaba en reprimir sus sollozos, aunque cuando tenía la boca cerrada hipaba profundamente y su abdomen se contraía.
—Joder, parece que va a darle un ataque—Inti miró a Jen con cierta inquietud, pero Esther no le vio e interpretó aquella frase como un desprecio más.
—No—Jen hablaba en voz baja, despacio—no le va a dar ningún ataque. Llorar es bueno. Si necesita llorar, tiene que llorar. Acabas de darle una bofetada.
—Ya, supongo…
Jen se agachó un poco para ponerse a la altura del rostro de Esther.
—Perrita—le dijo en voz baja--¿Por qué lloras?
—Porque me siento una mierda…--casi exclamó ella—Lo siento mucho…
—¿Una mierda? Yo te tengo delante y no veo mierda por ningún lado.
—Yo lo que veo es una niñata consentida que va a alucinar como no espabile pronto— dijo Inti—en cualquier caso, creo que lo vamos a pasar bien.
—No te sientas una mierda porque no lo eres—continuó Jen, con los ojos fijos en ella—pero si lo que quieres es crecer, siempre estás a tiempo. Todos lo estamos. Vamos, tranquila, perrita.
La respiración de Esther se fue normalizando, aunque de cuando en cuando soltaba algún sollozo que rápidamente intentaba sofocar. Ella tenía—había tenido, desde que era pequeña—una mala relación con el llanto. Odiaba llorar “de verdad”, con auténtico desconsuelo, porque cuando lo hacía sentía que no podía parar. Lo odiaba con todo su ser y lo temía, pero en ciertos momentos era como si un resorte se accionara dentro de ella, y no podía evitarlo.
Cuando Esther era niña, muy niña, su padre se enfadada terriblemente cuando la veía llorar. No lo soportaba. Probablemente veía en ella un símbolo de su propia debilidad, o de lo que él entendía por “debilidad”. Y la machacaba. Y le prohibía expresarse de ese modo.
Por eso Esther sentía una fobia infinita al acto de llorar en sí—llorar de verdad, por sentirse al límite, no las tretas que alguna vez utilizaba--, y por supuesto a que la vieran en ese trance.
—No es malo llorar, es necesario para liberar tensión—le decía Jen, mientras le acariciaba el brazo—suéltalo con toda tranquilidad, no pasa nada.
Inti observaba desde su silla con las manos entrelazadas, jugueteando con los pulgares.—Lo que no te mata te hace más fuerte—murmuró ente dientes.
—Eso es cierto—dijo Jen, sin dejar de acariciar a Esther—y llorar no mata.
—Pero duele… Amo.
Jen sonrió.
—¿Sabes que me encanta escuchar esa palabra de tus labios?—llevó la mano hasta la mejilla de Esther y le secó una lágrima que rodaba hacia su barbilla—y sí, puede que toda esa energía duela un poco al salir. Pero duele mucho más si se queda dentro, si no se comprende, si pasa el tiempo…
—Cuánta razón—corroboró Inti—estás hecho un gurú.
El otro se separó unos centímetros de Esther y se echó a reír.
—Sí, un chamán.
—Eso mismo.
Inti extendió de pronto la mano, la colocó en la nuca de Esther y tiró de ella hacia sí. La muchacha se desplazó sobre sus rodillas, obediente, y él presionó con la palma de lamano hasta que la cabeza de ella reposó sobre su muslo derecho. Ante el pasmo de Esther, comenzó a juguetear con los dedos en su pelo.
—No te asustes, ¿vale?—le dijo con cierta torpeza—Poco a poco me conocerás, nos irás conociendo a los tres. Me trae sin cuidado que llores, de todas formas—continuó, más resuelto—incluso puedo llegar a excitarme con ello. Y mi querido amigo Jen también, que no te engañe.
Lanzó una mirada de complicidad a Jen, quien sonrió sin decir nada.
—Si haces algo mal, se te dirá, y punto—prosiguió—y si es necesario, se te castigará. Si no puedes soportarlo, ya sabes dónde está la puerta.
Esta frase demoledora la dijo sin dejar de acariciar la cabeza de Esther, enredando los dedos entre sus cabellos. Ella cerró los ojos, con la nariz sepultada entre los vaqueros de Inti, empapándose de su olor. Intentó relajarse. Aquellas palabras la habían herido, pero no tanto como hubiera cabido esperar. Y las caricias de Inti le gustaban… más que eso, la estaban haciendo sentirse llena. No lo comprendía. ¿Qué le estaba pasando?
—Jen y yo hemos decidido que hoy te tendré yo—le dijo—así que ahora, si de verdad estás dispuesta a quedarte, irás a la ducha, te calmarás, y volverás aquí vestida como venías ayer. Tu ropa ya se ha secado; si quieres plancharla, tienes tabla y plancha detrás de la puerta.
—Podrías traer tus cosas—añadió Jen—algo más de ropa y lo que necesites. Puedo acercarte a la casa de tus padres si quieres.
Sólo pensar en tener que volver allí, aunque fuera sólo a recoger sus cosas, le puso a Esther los pelos de punta.
—Gracias, Amo Jen—dijo sin embargo— Mis padres no están en casa por la mañana…
—Claro, estarán trabajando, como personas tenaces que serán—apostilló Inti.
—Sí, Amo. Están trabajando.
—Vale. Tienes permiso, perra, para ir a por tus cosas con el Amo Jen. Pero no tardes. Y ahora, en la ducha, lávate bien. Detesto la suciedad, y tengo ganas de usarte.
—Sí, ...Amo.
--Venga, ya estás tardando—la espoleó empujándola con la rodilla—el tiempo es oro, perra. El mío, me refiero.
Esther se levantó como pudo.
—¿Te he dicho que dejes de ir a cuatro patas?
—No, Amo…
—¡Pues a cuatro patas!
Ella dio un respingo y se arrodilló en el suelo, volviendo a apoyarse sobre las palmas de las manos. Acto seguido, se dio la vuelta y enfiló hacia el pasillo, camino a la ducha.
Inti la observó mientras se alejaba.
—Eso es, perra…--murmuró—y sécate con una toalla limpia; como vuelvas a coger la mía te vas a enterar…
-
Gateando por el pasillo—o más bien “perreando”, aunque este término pueda resultar evocador para los fans del reggaton—Esther llegó por fin al cuarto de baño. De la misma manera que cuando uno hace el pino ve la realidad vuelta del revés en un principio, todo cambiaba desde aquella posición. Las cosas parecían más grandes y más lejos, fuera del alcance, cuando uno iba a cuatro patas, pensó. Y como no estaba acostumbrada a la realidad del piso, todo lo que veía sobre ella le resultaba de alguna manera amenazador.
Acordándose de que desde aquel momento tenía expresamente prohibido encerrarse en ningún sitio, entró a la pequeña habitación y dejó la puerta entornada. Ella siempre había sido muy celosa de su intimidad. Nunca antes había renunciado a ella, como tampoco había dejado aparte su mundo material, sus “cosas”, a las que se agarraba como una pequeña urraca. Todo eso iba a terminar. Vagamente se daba cuenta de ello.
Sin embargo, de forma gratuita y en menos de una hora había vivido cosas que no había experimentado nunca en su vida.
“Si quieres crecer, siempre estás a tiempo.”
Aquella frase que le había dicho Jen, pronunciada como siempre con amabilidad, con tranquilidad, le daba vueltas en la cabeza mientras abría el grifo y ajustaba la temperatura del agua. La voz de ese hombre resultaría alentadora aunque dijera algo monstruoso, reflexionó.
Se metió por fin bajo el chorro caliente, puso una sustanciosa cantidad de gel verde en la palma de su mano y comenzó a enjabonarse todo el cuerpo con meticulosidad. Inti la quería “limpia”… no sabía hasta qué punto, pero intuía que de manera extrema. Y no quería ganarse más bofetadas por ese día, ni tampoco desde luego un castigo peor por no cumplir con eso.
Era la primera vez que había llorado así en mucho tiempo; y más que iba a llorar aquel día, pero eso no se lo imaginaba. Ese primer llanto había sido sólo la punta del iceberg, la tapadera de la caja de Pandora. La última vez que había llorado con auténtico sentimiento lo había hecho sola, encerrada en la habitación donde dormía en casa de sus padres, sumida en la desesperación. No recordaba cuándo lloró a lágrima viva delante de alguien; en aquel momento, mientras se lavaba, le parecía que nunca. Dejando aparte su infancia, claro.
La reacción de aquellos hombres ante su llanto la había descolocado. Inti no le había dado prácticamente ninguna importancia:“no me importa en absoluto que llores”, algo así le había dicho. Y Jen se había mostrado conmovido, pero sin dejar de entender el llanto como algo simple y natural.
Era la primera vez que le ocurría esto.
En las contadas ocasiones en que Esther había llorado así, antes de conocer a sus “Amos”, y se había dejado ver por alguien, la actitud de ese alguien hacia ella siempre había cambiado. La actitud afectiva. Cuando Esther era una niña, su padre no podía soportar el hecho de verla llorar; lo consideraba un signo de debilidad, de su propia debilidad, encarnado en su hija. Y se volvía violento verbal y físicamente, aunque nunca le había agredido a ella de forma directa. Era más de destrozar puertas, patear muebles y romper objetos estrepitosamente. Esto le había angustiado muchísimo a ella entonces, como es lógico, y hablamos de una angustia secreta, siempre escondida ante otras personas y muy difícil de poner en palabras. Alguien que desconoce el entorno de un niño no puede imaginarse dónde reside la angustia de ese niño a menos que le observe con detenimiento. Así que, frente a estos “ataques”, Esther-niña nunca estuvo protegida. Su madre había estado allí, claro. Pero eso había servido de poco. Y siempre, ante vecinos o en el colegio, ella había parecido una niña “normal”.
Jamás Esther hubiera sido capaz de articular por sí misma el pensamiento de que, si su padre se volvía violento cuando la veía llorar, era problema de él y no culpa de ella. Pero claro, era ella quien había sufrido las consecuencias directas, en definitiva.
“Llorar es bueno, es necesario para liberar tensión. Suéltalo con toda tranquilidad”.
Esa frase la había dejado en blanco. Era lo que menos hubiera esperado escuchar, y era precisamente lo que necesitaba. El corazón le dio un vuelco cuando esta pieza encajó.
6-Para todo hay una primera vez
Regresaban al piso después de haber ido a casa de los padres de Esther.
La chica había pasado el trayecto de ida relativamente bien, nerviosa, pero manteniendo la calma; sin embargo el camino de vuelta había sido más difícil para ella. Jen conducía en silencio, torciendo ya hacia las callejuelas que llevaban al núcleo urbano donde estaba el piso, sin saber muy bien qué decir o si era preferible no decir nada.
Esther había palidecido tras pasar por casa de sus padres, y en aquel momento miraba por la ventana con la mano apuntalada en la barbilla, escondiendo su rostro contra el cristal. En el maletero llevaban dos bolsas de plástico negras, de esas que se utilizan para escombros de jardín, en las que se encontraban las pertenencias que había elegido rápidamente para llevarse. Algo de ropa, algo de aseo, algunos libros y un cuaderno para escribir. No era mucho en realidad, aunque la ropa de invierno abultaba en las bolsas. Quiso coger algo de dinero, pero Jen no se lo había permitido: “Todo cuanto necesites corre de nuestra cuenta”, había dicho. Ni siquiera había querido aceptar la posibilidad de guardárselo.
Finalmente, Jen estacionó a pocos metros del portal del edificio. Detuvo el coche, extrajo la llave de contacto y miró a Esther, que seguía con el cuerpo girado hacia la ventanilla.
—Nena…—le dijo en voz baja, rozándole el hombro.
Ella asintió sin mirarle y, manteniendo la cabeza agachada, se movió trabajosamente para abrir la puerta del copiloto.
Avanzaron hacia el portal. Jen sujetaba las dos bolsas en la mano y con el otro brazo rodeaba los hombros de Esther, como si temiera que esta se desvaneciera.
—Esther--Le dijo, al descender del ascensor en el sexto piso, segundos antes de abrir la puerta—Hoy tu prioridad ha de ser Inti…
Ella asintió brevemente. Parecía aún conmocionada.
—Sé que no es buen momento para ti ahora—continuó Jen—sé que esto puede ser difícil. ¿Te encuentras bien?
Ella sacudió la cabeza como para quitarse de encima una idea molesta.
—Sí.--repuso.
—¿Crees que podrás hacerlo?
Esther suspiró. Levantó la mirada y recorrió con los ojos el descansillo de la escalera, las bolsas negras, deteniéndose finalmente en la puerta cerrada del piso.
—Sí…--dijo al fin—creo que podré hacerlo.
Jen asintió sin tenerlas todas consigo.
—Bien… no te preocupes. Inti puede ser borde, pero no está loco.
—Lo sé…
—Todo fluirá.
Él la miró, le pareció a Esther que con cierta pena. Sus ojos oscuros, densos, se clavaron en ella durante un momento con un destello de preocupación.
—Yo… estaré también en casa.—añadió—Estaré cerca.
Y sin querer dilatar más la espera ante la puerta, deslizó la llave en la cerradura y tiró del picaporte hacia él.
La puerta chasqueó y se abrió con un quejido metálico.
El vestíbulo se hallaba en penumbra: el día estaba nuboso y nadie había encendido ninguna luz. La casa estaba en silencio. Esther se obligó a dar un par de pasos hacia el pasillo, precedida por Jen, quien depositó las bolsas negras en el suelo junto a la puerta. Al sentir el olor de la casa inundándole las fosas nasales -un olor que ya empezaba a reconocer-, Esther agachó la cabeza como si el aire se volviera un yugo sobre sus hombros. Fijó la vista en el suelo y se encogió, dándose cuenta de que unos pasos firmes se acercaban.
—Hola—saludó Jen.
—Hola—respondió Inti desde el pasillo, aproximándose.
Esther clavó los ojos en las zapatillas del Amo a quien correspondía tenerla ese día, sin atreverse a levantar la cabeza. Eran unas deportivas grises, limpias y algo gastadas; la puntera era notoria y se veía reforzada, la suela de goma era gruesa y listada, de color más claro, igual que los cordones. Esther podía ver también los pantalones de Inti, al menos de rodilla para abajo: vaqueros azul claro desvaído, casi blancos, cuya tela blanda se arrugaba sobre las zapatillas. Sintió un escalofrío al mirar aquellas piernas paradas delante de ella en actitud expectante, ligeramente separadas. Eran unas piernas delgadas, pero sus músculos se intuían marcados bajo aquella tela como papel de seda.
—Hola, tú—saludó Inti, dirigiéndose a ella—¿Eso de ahí son tus cosas?
Señaló con el brazo las bolsas negras junto a la puerta.
—Sí, Amo.
—Déjalas en la habitación donde dormiste esta noche. No saques nada. Te espero en el salón, ahora.
Y dicho esto, se giró y echó a andar hacia allí. Jen se volvió hacia Esther y buscó sus ojos una vez más, tratando de infundirle un poco de ánimo. Pero ella ya estaba poseída por el miedo, temblando de los pies a la cabeza.
—Todo va a ir bien—le dijo Jen antes de alejarse—estaré aquí al lado.
Ella no fue capaz ni de darle las gracias. Se inclinó hacia las bolsas de ropa, las agarró con firmeza como un autómata y echó a andar hacia el fondo del pasillo, donde se encontraba la habitación. Poco después volvía, casi arrastrando los pies, hacia el salón donde la esperaba Inti.
—Entra.
Estaba sentado en un sillón que había junto al sofá de dos plazas. El mismo sillón donde Esther había visto a Alex repantingado la noche anterior, viendo “La Guerra de los Mundos”. Inti tenía las piernas estiradas y los pies apoyados en un puff que había colocado delante del sillón. En la mano sujetaba una vara corta, rígida, terminada en una lengüeta de cuero.
—Mientras ibas a casa de tus padres he aprovechado para hacer un pequeño viaje. He rescatado algunas cosas de la hípica junto a la cual trabajo, no muy lejos de aquí—le dijo mientras acariciaba la fusta entre sus dedos—material de doma. ¿Qué te parece?
Esther dio un paso atrás. Había comenzado de nuevo a temblar, esta vez le parecía que sin control. No podía apartar los ojos de la fusta ni de los dedos de Inti, que se movían de arriba abajo sobre ella, acariciándola delicadamente, jugando con la lengüeta final.
—Ponte de rodillas—ordenó él, sin levantar la vista de la fusta—Nunca ha usado nadie algo como esto para llamarte al orden, ¿verdad?
—No…—respondió Esther, arrodillándose. Estaba tan nerviosa que casi perdió el equilibrio de una manera estúpida al hacerlo.
El cuerpo de Inti se contrajo como si éste se preparara para dar un salto.
—No, Amo—concluyó Esther, cuando se sintió firme en aquella nueva posición.
Él se relajó ostensiblemente.
—Bueno, hay que probar cosas nuevas—sonrió, con los dientes apretados--¿no crees?
A ella le aterrorizaba “probar” aquello, no hacía falta ser un lince para deducirlo. Su terror era un dulce delicioso para Inti, quien lo masticaba lentamente con fruición.
—Sí, Amo, lo creo.
No quería que se le escapara nada; iba a esforzarse al máximo por no hacer nada que a Inti pudiera molestarle, no quería problemas con él, realmente no los quería. Qué equivocada estaba al pensar que eso dependía únicamente de ella.
Recordó su derecho a expresarse con educación.
—Amo… ¿puedo preguntar una cosa?
--Adelante, perra, pregunta.
Con cierto esfuerzo, Esther reunió el valor para formular la duda que le estallaba en la cabeza desde que había visto al Amo Inti, al entrar en el salón.
—¿Me va a azotar, Amo?
Le causaba ansiedad no saberlo. Le urgía saberlo.
Sin levantar los ojos del suelo, atemorizada, escuchó la risa que sofocaba Inti. Éste tardó un poco en contestar.
—¿Debería, tú crees?—respondió—¿Me has dado algún motivo para ello?
Esther guardó silencio. Justo aquella mañana le había dicho aquel mismo hombre que los motivos no siempre eran necesarios.
—Creo que no, Amo.
—¿Crees?—le espetó él—Vaya descontrol que llevas, ¿no?—y sin esperar respuesta añadió—si no sabes cuándo haces las cosas bien o mal, perra, estamos apañados. Estás apañada—rectificó—porque no soy yo quien sufrirá las consecuencias.
Otra vez se volvió a sonreír. La risa que reprimía, aquella que no quería dejar salir quién sabe por qué motivo, le daba escalofríos a Esther.
—Lo siento, Amo.
—Sí—asintió él—siéntelo por ti, perra, por cada error que cometas. Mírame—le ordenó.
No. No podía…
—Perra.--la voz se tornaba impaciente—Te he dicho que me mires.
Despacio, Esther levantó la cabeza. Temía los ojos de Inti más que a nada en el mundo en aquel momento, le parecía. Temía que él pudiera verla por dentro…
—Eso es.
No se atrevió a confrontarle directamente la mirada. Trepó con los ojos por su cuello siguiendo el contorno de la abultada nuez; continuó por su mandíbula y se detuvo en su boca. Fijó los ojos en aquellos labios finos que, apretados, amagaban una sonrisa recta. Un mechón rebelde de cabello rubio se había escapado de su sitio y caía sobre la mejilla de Inti, ondulándole la comisura de la boca y tapándole parcialmente el ojo izquierdo.
—¿Qué?—le espetó él—no era tan terrible, ¿no?
—Amo…--se atrevió a formular Esther—me siento…
Inti frunció levemente las cejas.
—Sí—la alentó a seguir—te sientes… ¿cómo, perra?
Ella agachó de nuevo la cabeza.
—Humillada, Amo.
Empezó de nuevo a llorar. Inti se dio cuenta porque vio como de pronto una gruesa gota se estrellaba contra la alfombra, justo frente a las rodillas flexionadas de la perra.
—¿Al mirarme?—preguntó.
—Sí, Amo.
De nuevo una lágrima, y otra, y otra… estrellándose gruesas contra la alfombra. Pero a Esther no le temblaba la voz, ni sollozaba.
—Vale—replicó Inti--¿Y por eso has dejado de hacerlo? No quisiera tener un problema de disciplina contigo ahora, te lo digo en serio. Sé que no ha sido un buen día, aunque la mierda en la que estás metida tú misma te la has buscado. Así que te lo repetiré una última vez, sin que sirva de precedente: mí-ra-me.
Madre de dios, qué ganas de dejarse llevar por el llanto. Ya estaba el grifo abierto-otra vez-, se temía la muchacha. Ya no podría parar… ese temido momento había llegado. Respiró, se rindió y levantó la cabeza para encontrarse con los ojos duros, fríos, de aquel hombre. Las lágrimas resbalaban ya sin control por sus mejillas, rodaban por su cuello, pendían de su temblorosa mandíbula como perlas de rocío. Inti la contemplaba impávido.
--Bien—le dijo en voz baja—muy bien. ¿Humillada, dices que te sientes?
Esther superó la tentación de apartar los ojos y asintió sin hablar, por lo que recibió un revés blando en la mejilla.
—Contesta de forma adecuada cuando te preguntan. Veo que esto no ha hecho más que empezar.
—Sí, Amo—dijo rompiendo por fin a sollozar, llevándose la mano al rostro enrojecido—M-me… me siento… profundamente humillada…
Le dolía más dentro que fuera, ese cachete que Inti le había propinado. El golpe había sido casi distraído, sin apenas fuerza, pero la mano había impactado de forma sonora contra su piel y le había picado. En aquel momento la sal de las lágrimas le escocía en la cara, donde él la había pegado… `pero su interior estaba peor, mucho peor.
Su orgullo totalmente destruido, inservible.
Empezó a sentir una extraña sensación. Una especie de pulsión que la llamaba, cada vez más intensamente, a caer por fin y dejarse llevar, como si un millar de mareas girasen en sus oídos murmurando una nana apaciguadora. Una rara excitación desconocida, imparable, amenazaba con invadirla, atravesarla, devorarla. ¿Era aquello su instinto? ¿Lo que sentía era el grito de algo que había estado dormido, reprimido dentro de ella, oculto y arraigado en la esencia de su ser? ¿O simplemente se estaba volviendo loca?
—Lo siento, Amo—consiguió decir. Su voz, nasal y rota en sollozos, hubiera conmovido a muchas personas, pero a Inti no le hizo mella.
—¿Qué es lo que sientes, por qué te disculpas?
Esther sorbió fuerte por la nariz e intentó responder.
—No poder controlarme… estar llorando… No puedo parar, Amo.
—No tienes por qué parar—repuso Inti— ¿Crees que me faltas al respeto por llorar, o algo así?
—No lo sé, Amo.
Él sacudió la cabeza y sonrió de una manera sensiblemente distinta.
—Vale, Esther. Intuyo que me va a costar comprenderte. Tendrás que explicarme lo que piensas muchas veces, seguramente, para que te pueda entender. Pero bueno, qué se le va a hacer. Aprecio tu sinceridad—añadió, para el asombro de la chica—y puedes estar tranquila: no me faltas al respeto por llorar. Es más, es algo que, como creo que ya te dije, me puede llegar a excitar.
—Gracias, Amo—sollozó ésta.
—No hay por qué darlas. Llora a gusto, joder. Si no puedes hablar, te doy permiso para no hacerlo hasta que te calmes. Venga, Esther—le dio un toque con la fusta en el hombro--¿o necesitas que te ayude?
Ella se liberó por fin y lloró entonces. Sollozó abiertamente, sin poder agachar la cabeza, hipó, gimió en voz alta. A Inti le recordó a un pequeño cachorro aterrorizado.
Esther necesitaba desesperadamente contacto, contacto humano, físico. Pero cuando cayó en la cuenta de ello no tuvo valor para pedirlo. Le extrañó esa hambre repentina en aquel trance, le parecía que la piel le quemaba y le dolía, desnuda, como si su ropa hubiera desaparecido.
—Me gusta que te sientas humillada—murmuró Inti—apostaría el cuello a que sientes placer con ello, aunque sea en un rincón muy escondido de ti.
Era cierto.
—Te excita la purga, ¿no es verdad? El pago de los pecados.
Inti rió.
—Puedo hacer muy buen papel como confesor—le dijo en un susurro—créeme, sé que es un placer diferente a todos los demás, el que ahora sientes, zorra.
Escupió la palabra y, ante el estupor de Esther, se levantó del sillón y se agachó frente a ella. La tomó del pelo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás, y acercó la boca a la oreja de ella.
—Zorra—repitió, cortándole el paso con la lengua a una lágrima extraviada—eresMía.
—Sí, Amo—reconoció Esther, sintiéndose morir—soy Suya.
Era lo que sentía dentro de sí, para bien o para mal.
—No eres fea del todo—dijo él, súbitamente, y la soltó.—quítate la ropa. Toda. Quiero verte.
Vacilante, Esther empezó a quitarse la blusa.
—Más rápido, perra, no me obligues a hacerlo a mí.
Se dio brío, vaya que sí. La amenaza había sido efectiva.
—¿Toda la ropa, Amo?
Sin mediar palabra, Inti se irguió, la agarró otra vez del pelo y la arrastró hasta el sillón.
—Ya veo que también a ti te cuesta entenderme—gruñó mientras aferraba con fuerza las caderas de la chica y la colocaba boca abajo sobre sus rodillas—te voy a ayudar.
Sabía que sus amenazas funcionaban con Esther, pero no era de los que se pasaban media vida amenazando. Movió las rodillas con brusquedad, para recolocar a su perra en el ángulo más adecuado, y sujetó la espalda de ella con la palma de la mano, apretándola contra su muslo.
—Ni se te ocurra resistirte—le advirtió—Como veo que tienes problemas para entender que he dicho “toda la ropa”, voy a quitártela yo.
Sin dejar de sostenerla, con la mano que le quedaba libre le desabrochó el sujetador y se lo sacó. Luego tiró con rudeza de los pantalones hasta que estos colgaron, inertes, en torno a los tobillos de Esther. Lejos de dejar de llorar, aunque ya cansada, ésta tenía los ojos ardiendo a lágrima viva. Emitía gemidos ahogados, ya sin apenas fuerza, temblando con el culo al aire sobre el regazo de Inti.
Él no se hizo de rogar en absoluto, e inmediatamente descargó un fuerte azote en mitad del trasero de Esther, abarcando ambas nalgas con la palma de su mano. Le siguieron cuatro azotes que cayeron como una tormenta sobre el desdichado culo, cada uno más seco y fuerte que el anterior.
Esther estaba tan asustada que le faltaba el aire necesario para gritar. Nunca en su vida, nunca, la habían azotado. Sencillamente no podía asimilar que se hallaba a merced total de un casi desconocido que la golpeaba una y otra vez en el culo, como si fuera una niña desobediente.
Después de aquellos cinco azotes, sonoros como disparos, las nalgas le ardían y escocían terriblemente. Pero aquello era tan sólo una breve pausa, ya lo intuía ella. Segundos después, Inti volvió a arremeter contra su trasero cinco veces más; azotes aún más fuertes si es que aquello era posible, seguidos, sin tregua. Esta vez Esther sí que gritó, aulló como cerda en el matadero y por instinto se revolvió sobre las piernas de él, intentando esquivar aquella mano implacable que la estaba rompiendo el culo.
—Iban a ser quince—jadeó Inti, sujetándola con más fuerza—pero si te encabritas serán el doble, tú decides.
Esther gritó y lloró con fuerza, pero se forzó a estar quieta.
—Vamos, no son nada quince azotes en el culo con la mano. Dame las gracias, la próxima vez usaré la fusta. Vamos—la apremió, zarandeándola con la mano que presionaba su espalda.
—Gracias, Amo…—consiguió decir Esther.
--Quedan cinco—resolló Inti. Esther no sabía si jadeaba por el esfuerzo o por otro motivo--¿serán suficientes para que a partir de ahora hagas exactamente lo que te digo, sin rodeos estúpidos y sin rechistar?
—Sí, Amo…
Se acomodó sobre el asiento, levantó el brazo, y le propinó los cinco últimos azotes con todas sus ganas. Esther contrajo los glúteos, se olvidó de llorar por un momento y sólo gritó, para satisfacción de su verdugo, absorbiendo como podía las brutales palmadas. No se imaginaba que con la mano se pudiera pegar tan fuerte y tan rápido, ¿cómo lo iba a imaginar?
—Bien.
Inti se echó ligeramente hacia atrás y su mano izquierda dejó de ser una tenaza sobre el lomo de la perra.
—Bájate—le dijo—arrodíllate frente al sofá.
Algo mareada y temblorosa, con el trasero palpitando, ella descendió de las rodillas de Inti y gateó hasta el sofá grande para colocarse como se le había ordenado. El Amo sonrió al contemplar aquellas dulces posaderas en movimiento, tan ardientes y enrojecidas después de pasar por su mano. Dios, cómo le ponía ese culo. Hacía tiempo que sentía la polla insoportablemente dura dentro de los pantalones.
—Hemos acordado no penetrarte hasta que estemos todos—chasqueó la lengua con desagrado—y es una pena, porque estás como para ello… pero es justo que todos te poseamos por primera vez juntos. No estaría bien que yo te follara ahora, aunque me muero de ganas, créeme.
Esther agradeció en secreto estar dándole la espalda en aquel momento. Inquieta por el silencio que se cernía sobre ella tras aquellas palabras, se revolvió un poco contra el sofá, pasando el peso de una rodilla a la otra, en espera de recibir más azotes. Sin embargo, fue la caricia del cuero lo que notó, subiendo y bajando por su espalda. No pudo evitar dar un respingo cuando visualizó la fusta, instrumento que le daba un miedo cerval y con el que Inti jugaba ahora sobre su piel.
—No te va a morder…—murmuró él, con un deje juguetón—al menos de momento, si te portas bien.
Le indicó que separara las piernas y deslizó la lengüeta de la fusta por la cara interna de los muslos de la chica, acercándose y alejándose de su coño, alternativamente. Ella permaneció abierta, ofrecida y dispuesta, aunque no pudo contener un respingo cuando el cuero se introdujo entre sus nalgas, explorándola allí sin miramientos.
. El culo le dolía a rabiar después de la inesperada zurra, y el sentimiento de humillación, la conciencia de saberse del todo doblegada, había cobrado dimensiones desconocidas. Sentía su sexo húmedo y caliente, sin embargo, cosa que la desconcertaba y la molestaba sobremanera. Todo se le mezclaba en la cabeza: el poder de Inti sobre ella, el recuerdo de su mano azotándola fuerte, los movimientos sinuosos de la fusta sobre su piel, la sonoridad de la palabra “follar” y la sola evocación de la polla contenida en los pantalones del Amo... Y aún no había podido dejar de llorar.
—Desde que comprendí que eras una niña mimada deseé azotarte hasta las lágrimas— reconoció Inti, sin dejar de mover suavemente la fusta contra la piel de las caderas, muslos, y sobre el castigado culo de la chica—pero no podía imaginar que sería tan fácil, la verdad.
No era un halago ni tampoco una crítica, era tan solo una apreciación al aire.
Esther se sintió tan vulnerable que pensó que, si Inti la despreciaba en aquel mismo momento, sufriría un dolor indecible. Un dolor distinto al que la fusta podía otorgarle, y no sabía cuál preferiría en caso de poder elegir.
Afortunadamente, Inti no dijo nada despreciativo. Y, después de unos minutos más acariciándola con la fusta -actuaba como si no quisiera tocarla directamente con las manos-, apartó el instrumento a un lado y se alejó unos pasos.
Esther pudo escuchar cómo se quitaba la camiseta y poco después sintió el torso de él contra su espalda, así como su estómago apretándose con fuerza contra sus nalgas ardientes. Aunque la presión era mucha, e Inti estaba empezando a embestirla, el frescor de su piel le supuso a Esther un grato alivio.
Él movió las caderas en círculos contra ella, obligándola a levantar el culo dejando su sexo ofrecido y expuesto. No la tocó, pero se dio cuenta de que estaba mojada en cuanto sintió la descarga de humedad contra su bajo vientre.
—Veo que eres viciosa, también—masculló, clavándole su erección aún con los pantalones puestos.
Esther gimió cuando sintió el roce de la tela y los primeros botones de los vaqueros directamente en su centro de placer. Inti se movía con rudeza, se frotaba contra ella cada vez más rápido.
—Si me quito los pantalones te follo—jadeó en su oído, inclinándose hacia ella—Deja de moverte, puta guarra.
Esther paró en seco los círculos que describía su cuerpo buscando desesperadamente la erección de Inti. Se sintió terriblemente avergonzada, no se había dado cuenta de que comenzaba a perder el control. Era una auténtica perra, por dios santo, una perra de verdad.
—Te gusta, ¿eh?—murmuró él, apartándose un mechón sudoroso de la cara y volviendo a aferrar a Esther por las caderas—dentro de poco me voy a follar ese culito, dalo por hecho. Gírate.
Se apartó de ella lo suficiente para que Esther se diera la vuelta, quedando sentada en el suelo frente a él, la espalda apoyada contra la parte baja del sofá. Inti se irguió despacio y comenzó a desabrocharse el primer botón de sus vaqueros.
—Abre la boca—le ordenó—vas a estar a dieta hoy. Sólo comerás polla.
Dicho esto, hundió su miembro rígido y caliente en la boca abierta de la muchacha.
Aplastó la cabeza de Esther contra el sofá y comenzó a moverse rítmicamente contra ella, metiéndole la polla cada vez más adentro, cada vez más rápido. A Esther le sobrevino una arcada, y otra, y otra… aquel falo tenía buen tamaño y lo sentía grueso, a punto de estallar; sus ojos lagrimeaban y su garganta reaccionaba, pero él la aferró del pelo con fiereza y, lejos de detenerse, disfrutó plenamente la follada dándola aún más fuerte.
La polla de Inti sabía bien y su vello púbico olía a limpio cuando rebotaba en su nariz. Pronto las pequeñas gotas de excitación masculina se mezclaron con su saliva. A medida que Inti la follaba más profundamente, la chica temió que le desencajara la mandíbula, pues le daba la sensación de que no podría aguantar más aquella tensión. Pero, claro, la aguantó... hasta que, por fin, él eyaculó dentro de ella, disparando chorros de semen directamente a su garganta. La chica tosió violentamente e hizo un esfuerzo máximo por no vomitar.
—Te lo vas a tragar—jadeó Inti, los dedos engarfiados en su pelo—trágatelo todo, zorra.
Golpeó con su estómago la frente de la chica mientras se corría. Empujó fuerte, cabalgándole el rostro y dejándose llevar por las contracciones del mayúsculo orgasmo.
Ella tosió varias veces más y supero otra salva de arcadas, pero finalmente mamó y tragó sin rechazo. No podía haber hecho otra cosa.
Sólo cuando las embestidas de Inti fueron mermando en fuerza, justo después del orgasmo, se permitió ella relajar un poco los labios y la musculatura del cuello. Respiró profundamente, aún con la boca llena de polla, y con ello emitió una especie de bufido animal. El coño le palpitaba iracundo: los azotes, la mamada y el fuerte sabor de la leche que acababa de tragar… Inti (Amo)… la humillación… era demasiado, la superaba.
Inti aflojó la tenaza de su mano, pero continuó agarrando a Esther por el pelo cuando por fin se separó de ella.
—Lo dicho, a dieta de polla—murmuró, mirándola con fijeza—hoy vas a comer y a cenar leche, y no solamente la mía.
Tienes un poco aquí, por cierto—dijo, rozándole apenas la barbilla.
Manteniendo el contacto visual con él, haciendo gala de un inusitado valor, Esther sacó la lengua y lamió allí donde Inti le había señalado. No dejó de mirarle mientras lo hacía, ni mientras saboreaba en la boca y tragaba aquella gota de semen. No supo cómo pero, aún con los ojos como brasas, le lanzó una sonrisa desafiante.
—Touché—sonrió él, sin poder disimular la sorpresa—cuanto antes aceptes que eres una puta, mejor te irá. Mi puta, en concreto, ahora mismo—recalcó.
Claro que era suya, su puta. Claro. Esther lo deseaba igual que desearía probar un pastel, desde su estómago, de forma primaria. Se sentía aturdida, fuera de la realidad, en un universo paralelo. Un universo que se regía por unas reglas mucho más simples y lógicas que el habitado por ella hasta el momento.
—Sí, Amo, yo... lo deseo...
—Refiérete a ti misma como lo que eres—gruñó Inti, clavando las pupilas en las de ella—“Esta perra lo desea”—la corrigió.
—Esta perra lo desea—repitió Esther a su vez. La voz se le atragantaba a causa de la excitación—esta perra desea ser su puta, Amo, por favor.
—No hay quien te entienda—Inti se subió los pantalones y buscó su camiseta por el suelo—casi te da un ataque por quince azotes de nada, y ahora me suplicas como una desesperada. Eres un poco golfa, ¿no? En el fondo te ha gustado… todo, ¿no es así?
Esther se dio cuenta de que por fin había dejado de llorar a lágrima viva. Se obligó a ser lo más honesta que fue capaz.
—No lo sé, Amo…
—No lo sabes, claro.
-
A Esther no le gustaba que la despreciaran, en general, pues le daba bastante importancia a lo que “la gente” pensara sobre ella. Pero sentir el desprecio viniendo de Inti era algo especialmente doloroso, no terminaba de entender por qué. Quizá porque, desde aquel mismo momento, Inti se había convertido en la única persona que había participado de su lado oscuro y siniestro, ese lado que no se había mostrado ni a sí misma hasta aquel día.
Tal vez por eso una mala palabra viniendo de él, o la simple ironía afilada que empleaba, hacía diana en ese lugar íntimo y doloroso. Por eso, Esther intentó explicarse, y para ello hizo un gran esfuerzo:
—Amo… por una parte me ha dolido, mucho, y me ha hecho sentir muy mal. Pero por otra parte sí que me ha gustado.—confesó en un susurro—Sí que debo de ser la perra viciosa que usted dice, porque me ha gustado... lo que usted ha hecho… y en especial que me diera su leche. Gracias, Amo.
El rostro de Inti se iluminó y éste no pudo ocultar por un segundo su perplejidad. Intuía que Esther había disfrutado, pero no imaginaba que fuera a decírselo y menos de una forma tan directa.
Ella misma no daba crédito a sus palabras. Le parecía que había hablado alguien a quien nunca había visto pero a quien conocía muy bien. Si seguía asimilando cosas de aquella forma tan brutal, pensó que terminaría por desmayarse. Ya estaba bastante fuera de control, al menos su cuerpo, relumbrante de excitación; cuerpo que parecía contener dos mentes distintas, una de ellas creciendo, expandiéndose desaforadamente, dejando a la otra sin voz.
Inti observó el pecho desnudo de Esther, los pezones temblando como guindas sobre sendos flanes, subiendo y bajando al compás de la acelerada respiración.
—Me gusta tener a mi perra cachonda—sonrió, ya completamente vestido. Le dio una suave palmada en el hombro. Recordó una frase típica de un amigo—dime una cosa… de cero a diez, si tuvieras que poner una puntuación, ¿cómo de cachonda estás?
Esther se echó a reír, con los nervios destrozados.
—Un diez, Amo—respondió como una bala. A Inti no le gustaba esperar.
—Vaya…--reflexionó este—iba a mandarte a hacer la comida para Jen y para mí, que ya es hora, pero siendo así…
Hizo una pausa deliberada y Esther se agitó nerviosa.
—Siendo así—continuó por fin—creo que deberías ir a buscar a Jen, y pedirle que te dé un poco más de leche. Ya que te has quedado con hambre.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Oh, sí. Oh, no.
—Si él quiere dártela, trágatela toda… como acabas de hacer. Perra glotona—masculló—luego harás la comida, no importa que comamos hoy un poco más tarde.
Esther le miraba con los ojos muy abiertos, sin ser capaz de hacer un solo movimiento.
—Venga, perra, ya me has oído. Ve a ver a Jen y asegúrate de satisfacerle. Se ha portado muy bien contigo hoy, agradéceselo. Empléate a fondo, dile que yo te lo he ordenado, y no dejes escapar ni una sola gota porque, como te he dicho, es lo único que comerás hoy. Tienes que alimentarte—soltó una carcajada y echó a andar hacia la puerta del salón, alejándose de Esther—vamos perra, ve. Ah… y hagas lo que hagas, ni si te ocurra correrte, ¿entendido?
—Entendido, Amo…—musitó Esther.
—Venga. Pues entonces, obedece.
La chica había pasado el trayecto de ida relativamente bien, nerviosa, pero manteniendo la calma; sin embargo el camino de vuelta había sido más difícil para ella. Jen conducía en silencio, torciendo ya hacia las callejuelas que llevaban al núcleo urbano donde estaba el piso, sin saber muy bien qué decir o si era preferible no decir nada.
Esther había palidecido tras pasar por casa de sus padres, y en aquel momento miraba por la ventana con la mano apuntalada en la barbilla, escondiendo su rostro contra el cristal. En el maletero llevaban dos bolsas de plástico negras, de esas que se utilizan para escombros de jardín, en las que se encontraban las pertenencias que había elegido rápidamente para llevarse. Algo de ropa, algo de aseo, algunos libros y un cuaderno para escribir. No era mucho en realidad, aunque la ropa de invierno abultaba en las bolsas. Quiso coger algo de dinero, pero Jen no se lo había permitido: “Todo cuanto necesites corre de nuestra cuenta”, había dicho. Ni siquiera había querido aceptar la posibilidad de guardárselo.
Finalmente, Jen estacionó a pocos metros del portal del edificio. Detuvo el coche, extrajo la llave de contacto y miró a Esther, que seguía con el cuerpo girado hacia la ventanilla.
—Nena…—le dijo en voz baja, rozándole el hombro.
Ella asintió sin mirarle y, manteniendo la cabeza agachada, se movió trabajosamente para abrir la puerta del copiloto.
Avanzaron hacia el portal. Jen sujetaba las dos bolsas en la mano y con el otro brazo rodeaba los hombros de Esther, como si temiera que esta se desvaneciera.
—Esther--Le dijo, al descender del ascensor en el sexto piso, segundos antes de abrir la puerta—Hoy tu prioridad ha de ser Inti…
Ella asintió brevemente. Parecía aún conmocionada.
—Sé que no es buen momento para ti ahora—continuó Jen—sé que esto puede ser difícil. ¿Te encuentras bien?
Ella sacudió la cabeza como para quitarse de encima una idea molesta.
—Sí.--repuso.
—¿Crees que podrás hacerlo?
Esther suspiró. Levantó la mirada y recorrió con los ojos el descansillo de la escalera, las bolsas negras, deteniéndose finalmente en la puerta cerrada del piso.
—Sí…--dijo al fin—creo que podré hacerlo.
Jen asintió sin tenerlas todas consigo.
—Bien… no te preocupes. Inti puede ser borde, pero no está loco.
—Lo sé…
—Todo fluirá.
Él la miró, le pareció a Esther que con cierta pena. Sus ojos oscuros, densos, se clavaron en ella durante un momento con un destello de preocupación.
—Yo… estaré también en casa.—añadió—Estaré cerca.
Y sin querer dilatar más la espera ante la puerta, deslizó la llave en la cerradura y tiró del picaporte hacia él.
La puerta chasqueó y se abrió con un quejido metálico.
El vestíbulo se hallaba en penumbra: el día estaba nuboso y nadie había encendido ninguna luz. La casa estaba en silencio. Esther se obligó a dar un par de pasos hacia el pasillo, precedida por Jen, quien depositó las bolsas negras en el suelo junto a la puerta. Al sentir el olor de la casa inundándole las fosas nasales -un olor que ya empezaba a reconocer-, Esther agachó la cabeza como si el aire se volviera un yugo sobre sus hombros. Fijó la vista en el suelo y se encogió, dándose cuenta de que unos pasos firmes se acercaban.
—Hola—saludó Jen.
—Hola—respondió Inti desde el pasillo, aproximándose.
Esther clavó los ojos en las zapatillas del Amo a quien correspondía tenerla ese día, sin atreverse a levantar la cabeza. Eran unas deportivas grises, limpias y algo gastadas; la puntera era notoria y se veía reforzada, la suela de goma era gruesa y listada, de color más claro, igual que los cordones. Esther podía ver también los pantalones de Inti, al menos de rodilla para abajo: vaqueros azul claro desvaído, casi blancos, cuya tela blanda se arrugaba sobre las zapatillas. Sintió un escalofrío al mirar aquellas piernas paradas delante de ella en actitud expectante, ligeramente separadas. Eran unas piernas delgadas, pero sus músculos se intuían marcados bajo aquella tela como papel de seda.
—Hola, tú—saludó Inti, dirigiéndose a ella—¿Eso de ahí son tus cosas?
Señaló con el brazo las bolsas negras junto a la puerta.
—Sí, Amo.
—Déjalas en la habitación donde dormiste esta noche. No saques nada. Te espero en el salón, ahora.
Y dicho esto, se giró y echó a andar hacia allí. Jen se volvió hacia Esther y buscó sus ojos una vez más, tratando de infundirle un poco de ánimo. Pero ella ya estaba poseída por el miedo, temblando de los pies a la cabeza.
—Todo va a ir bien—le dijo Jen antes de alejarse—estaré aquí al lado.
Ella no fue capaz ni de darle las gracias. Se inclinó hacia las bolsas de ropa, las agarró con firmeza como un autómata y echó a andar hacia el fondo del pasillo, donde se encontraba la habitación. Poco después volvía, casi arrastrando los pies, hacia el salón donde la esperaba Inti.
—Entra.
Estaba sentado en un sillón que había junto al sofá de dos plazas. El mismo sillón donde Esther había visto a Alex repantingado la noche anterior, viendo “La Guerra de los Mundos”. Inti tenía las piernas estiradas y los pies apoyados en un puff que había colocado delante del sillón. En la mano sujetaba una vara corta, rígida, terminada en una lengüeta de cuero.
—Mientras ibas a casa de tus padres he aprovechado para hacer un pequeño viaje. He rescatado algunas cosas de la hípica junto a la cual trabajo, no muy lejos de aquí—le dijo mientras acariciaba la fusta entre sus dedos—material de doma. ¿Qué te parece?
Esther dio un paso atrás. Había comenzado de nuevo a temblar, esta vez le parecía que sin control. No podía apartar los ojos de la fusta ni de los dedos de Inti, que se movían de arriba abajo sobre ella, acariciándola delicadamente, jugando con la lengüeta final.
—Ponte de rodillas—ordenó él, sin levantar la vista de la fusta—Nunca ha usado nadie algo como esto para llamarte al orden, ¿verdad?
—No…—respondió Esther, arrodillándose. Estaba tan nerviosa que casi perdió el equilibrio de una manera estúpida al hacerlo.
El cuerpo de Inti se contrajo como si éste se preparara para dar un salto.
—No, Amo—concluyó Esther, cuando se sintió firme en aquella nueva posición.
Él se relajó ostensiblemente.
—Bueno, hay que probar cosas nuevas—sonrió, con los dientes apretados--¿no crees?
A ella le aterrorizaba “probar” aquello, no hacía falta ser un lince para deducirlo. Su terror era un dulce delicioso para Inti, quien lo masticaba lentamente con fruición.
—Sí, Amo, lo creo.
No quería que se le escapara nada; iba a esforzarse al máximo por no hacer nada que a Inti pudiera molestarle, no quería problemas con él, realmente no los quería. Qué equivocada estaba al pensar que eso dependía únicamente de ella.
Recordó su derecho a expresarse con educación.
—Amo… ¿puedo preguntar una cosa?
--Adelante, perra, pregunta.
Con cierto esfuerzo, Esther reunió el valor para formular la duda que le estallaba en la cabeza desde que había visto al Amo Inti, al entrar en el salón.
—¿Me va a azotar, Amo?
Le causaba ansiedad no saberlo. Le urgía saberlo.
Sin levantar los ojos del suelo, atemorizada, escuchó la risa que sofocaba Inti. Éste tardó un poco en contestar.
—¿Debería, tú crees?—respondió—¿Me has dado algún motivo para ello?
Esther guardó silencio. Justo aquella mañana le había dicho aquel mismo hombre que los motivos no siempre eran necesarios.
—Creo que no, Amo.
—¿Crees?—le espetó él—Vaya descontrol que llevas, ¿no?—y sin esperar respuesta añadió—si no sabes cuándo haces las cosas bien o mal, perra, estamos apañados. Estás apañada—rectificó—porque no soy yo quien sufrirá las consecuencias.
Otra vez se volvió a sonreír. La risa que reprimía, aquella que no quería dejar salir quién sabe por qué motivo, le daba escalofríos a Esther.
—Lo siento, Amo.
—Sí—asintió él—siéntelo por ti, perra, por cada error que cometas. Mírame—le ordenó.
No. No podía…
—Perra.--la voz se tornaba impaciente—Te he dicho que me mires.
Despacio, Esther levantó la cabeza. Temía los ojos de Inti más que a nada en el mundo en aquel momento, le parecía. Temía que él pudiera verla por dentro…
—Eso es.
No se atrevió a confrontarle directamente la mirada. Trepó con los ojos por su cuello siguiendo el contorno de la abultada nuez; continuó por su mandíbula y se detuvo en su boca. Fijó los ojos en aquellos labios finos que, apretados, amagaban una sonrisa recta. Un mechón rebelde de cabello rubio se había escapado de su sitio y caía sobre la mejilla de Inti, ondulándole la comisura de la boca y tapándole parcialmente el ojo izquierdo.
—¿Qué?—le espetó él—no era tan terrible, ¿no?
—Amo…--se atrevió a formular Esther—me siento…
Inti frunció levemente las cejas.
—Sí—la alentó a seguir—te sientes… ¿cómo, perra?
Ella agachó de nuevo la cabeza.
—Humillada, Amo.
Empezó de nuevo a llorar. Inti se dio cuenta porque vio como de pronto una gruesa gota se estrellaba contra la alfombra, justo frente a las rodillas flexionadas de la perra.
—¿Al mirarme?—preguntó.
—Sí, Amo.
De nuevo una lágrima, y otra, y otra… estrellándose gruesas contra la alfombra. Pero a Esther no le temblaba la voz, ni sollozaba.
—Vale—replicó Inti--¿Y por eso has dejado de hacerlo? No quisiera tener un problema de disciplina contigo ahora, te lo digo en serio. Sé que no ha sido un buen día, aunque la mierda en la que estás metida tú misma te la has buscado. Así que te lo repetiré una última vez, sin que sirva de precedente: mí-ra-me.
Madre de dios, qué ganas de dejarse llevar por el llanto. Ya estaba el grifo abierto-otra vez-, se temía la muchacha. Ya no podría parar… ese temido momento había llegado. Respiró, se rindió y levantó la cabeza para encontrarse con los ojos duros, fríos, de aquel hombre. Las lágrimas resbalaban ya sin control por sus mejillas, rodaban por su cuello, pendían de su temblorosa mandíbula como perlas de rocío. Inti la contemplaba impávido.
--Bien—le dijo en voz baja—muy bien. ¿Humillada, dices que te sientes?
Esther superó la tentación de apartar los ojos y asintió sin hablar, por lo que recibió un revés blando en la mejilla.
—Contesta de forma adecuada cuando te preguntan. Veo que esto no ha hecho más que empezar.
—Sí, Amo—dijo rompiendo por fin a sollozar, llevándose la mano al rostro enrojecido—M-me… me siento… profundamente humillada…
Le dolía más dentro que fuera, ese cachete que Inti le había propinado. El golpe había sido casi distraído, sin apenas fuerza, pero la mano había impactado de forma sonora contra su piel y le había picado. En aquel momento la sal de las lágrimas le escocía en la cara, donde él la había pegado… `pero su interior estaba peor, mucho peor.
Su orgullo totalmente destruido, inservible.
Empezó a sentir una extraña sensación. Una especie de pulsión que la llamaba, cada vez más intensamente, a caer por fin y dejarse llevar, como si un millar de mareas girasen en sus oídos murmurando una nana apaciguadora. Una rara excitación desconocida, imparable, amenazaba con invadirla, atravesarla, devorarla. ¿Era aquello su instinto? ¿Lo que sentía era el grito de algo que había estado dormido, reprimido dentro de ella, oculto y arraigado en la esencia de su ser? ¿O simplemente se estaba volviendo loca?
—Lo siento, Amo—consiguió decir. Su voz, nasal y rota en sollozos, hubiera conmovido a muchas personas, pero a Inti no le hizo mella.
—¿Qué es lo que sientes, por qué te disculpas?
Esther sorbió fuerte por la nariz e intentó responder.
—No poder controlarme… estar llorando… No puedo parar, Amo.
—No tienes por qué parar—repuso Inti— ¿Crees que me faltas al respeto por llorar, o algo así?
—No lo sé, Amo.
Él sacudió la cabeza y sonrió de una manera sensiblemente distinta.
—Vale, Esther. Intuyo que me va a costar comprenderte. Tendrás que explicarme lo que piensas muchas veces, seguramente, para que te pueda entender. Pero bueno, qué se le va a hacer. Aprecio tu sinceridad—añadió, para el asombro de la chica—y puedes estar tranquila: no me faltas al respeto por llorar. Es más, es algo que, como creo que ya te dije, me puede llegar a excitar.
—Gracias, Amo—sollozó ésta.
—No hay por qué darlas. Llora a gusto, joder. Si no puedes hablar, te doy permiso para no hacerlo hasta que te calmes. Venga, Esther—le dio un toque con la fusta en el hombro--¿o necesitas que te ayude?
Ella se liberó por fin y lloró entonces. Sollozó abiertamente, sin poder agachar la cabeza, hipó, gimió en voz alta. A Inti le recordó a un pequeño cachorro aterrorizado.
Esther necesitaba desesperadamente contacto, contacto humano, físico. Pero cuando cayó en la cuenta de ello no tuvo valor para pedirlo. Le extrañó esa hambre repentina en aquel trance, le parecía que la piel le quemaba y le dolía, desnuda, como si su ropa hubiera desaparecido.
—Me gusta que te sientas humillada—murmuró Inti—apostaría el cuello a que sientes placer con ello, aunque sea en un rincón muy escondido de ti.
Era cierto.
—Te excita la purga, ¿no es verdad? El pago de los pecados.
Inti rió.
—Puedo hacer muy buen papel como confesor—le dijo en un susurro—créeme, sé que es un placer diferente a todos los demás, el que ahora sientes, zorra.
Escupió la palabra y, ante el estupor de Esther, se levantó del sillón y se agachó frente a ella. La tomó del pelo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás, y acercó la boca a la oreja de ella.
—Zorra—repitió, cortándole el paso con la lengua a una lágrima extraviada—eresMía.
—Sí, Amo—reconoció Esther, sintiéndose morir—soy Suya.
Era lo que sentía dentro de sí, para bien o para mal.
—No eres fea del todo—dijo él, súbitamente, y la soltó.—quítate la ropa. Toda. Quiero verte.
Vacilante, Esther empezó a quitarse la blusa.
—Más rápido, perra, no me obligues a hacerlo a mí.
Se dio brío, vaya que sí. La amenaza había sido efectiva.
—¿Toda la ropa, Amo?
Sin mediar palabra, Inti se irguió, la agarró otra vez del pelo y la arrastró hasta el sillón.
—Ya veo que también a ti te cuesta entenderme—gruñó mientras aferraba con fuerza las caderas de la chica y la colocaba boca abajo sobre sus rodillas—te voy a ayudar.
Sabía que sus amenazas funcionaban con Esther, pero no era de los que se pasaban media vida amenazando. Movió las rodillas con brusquedad, para recolocar a su perra en el ángulo más adecuado, y sujetó la espalda de ella con la palma de la mano, apretándola contra su muslo.
—Ni se te ocurra resistirte—le advirtió—Como veo que tienes problemas para entender que he dicho “toda la ropa”, voy a quitártela yo.
Sin dejar de sostenerla, con la mano que le quedaba libre le desabrochó el sujetador y se lo sacó. Luego tiró con rudeza de los pantalones hasta que estos colgaron, inertes, en torno a los tobillos de Esther. Lejos de dejar de llorar, aunque ya cansada, ésta tenía los ojos ardiendo a lágrima viva. Emitía gemidos ahogados, ya sin apenas fuerza, temblando con el culo al aire sobre el regazo de Inti.
Él no se hizo de rogar en absoluto, e inmediatamente descargó un fuerte azote en mitad del trasero de Esther, abarcando ambas nalgas con la palma de su mano. Le siguieron cuatro azotes que cayeron como una tormenta sobre el desdichado culo, cada uno más seco y fuerte que el anterior.
Esther estaba tan asustada que le faltaba el aire necesario para gritar. Nunca en su vida, nunca, la habían azotado. Sencillamente no podía asimilar que se hallaba a merced total de un casi desconocido que la golpeaba una y otra vez en el culo, como si fuera una niña desobediente.
Después de aquellos cinco azotes, sonoros como disparos, las nalgas le ardían y escocían terriblemente. Pero aquello era tan sólo una breve pausa, ya lo intuía ella. Segundos después, Inti volvió a arremeter contra su trasero cinco veces más; azotes aún más fuertes si es que aquello era posible, seguidos, sin tregua. Esta vez Esther sí que gritó, aulló como cerda en el matadero y por instinto se revolvió sobre las piernas de él, intentando esquivar aquella mano implacable que la estaba rompiendo el culo.
—Iban a ser quince—jadeó Inti, sujetándola con más fuerza—pero si te encabritas serán el doble, tú decides.
Esther gritó y lloró con fuerza, pero se forzó a estar quieta.
—Vamos, no son nada quince azotes en el culo con la mano. Dame las gracias, la próxima vez usaré la fusta. Vamos—la apremió, zarandeándola con la mano que presionaba su espalda.
—Gracias, Amo…—consiguió decir Esther.
--Quedan cinco—resolló Inti. Esther no sabía si jadeaba por el esfuerzo o por otro motivo--¿serán suficientes para que a partir de ahora hagas exactamente lo que te digo, sin rodeos estúpidos y sin rechistar?
—Sí, Amo…
Se acomodó sobre el asiento, levantó el brazo, y le propinó los cinco últimos azotes con todas sus ganas. Esther contrajo los glúteos, se olvidó de llorar por un momento y sólo gritó, para satisfacción de su verdugo, absorbiendo como podía las brutales palmadas. No se imaginaba que con la mano se pudiera pegar tan fuerte y tan rápido, ¿cómo lo iba a imaginar?
—Bien.
Inti se echó ligeramente hacia atrás y su mano izquierda dejó de ser una tenaza sobre el lomo de la perra.
—Bájate—le dijo—arrodíllate frente al sofá.
Algo mareada y temblorosa, con el trasero palpitando, ella descendió de las rodillas de Inti y gateó hasta el sofá grande para colocarse como se le había ordenado. El Amo sonrió al contemplar aquellas dulces posaderas en movimiento, tan ardientes y enrojecidas después de pasar por su mano. Dios, cómo le ponía ese culo. Hacía tiempo que sentía la polla insoportablemente dura dentro de los pantalones.
—Hemos acordado no penetrarte hasta que estemos todos—chasqueó la lengua con desagrado—y es una pena, porque estás como para ello… pero es justo que todos te poseamos por primera vez juntos. No estaría bien que yo te follara ahora, aunque me muero de ganas, créeme.
Esther agradeció en secreto estar dándole la espalda en aquel momento. Inquieta por el silencio que se cernía sobre ella tras aquellas palabras, se revolvió un poco contra el sofá, pasando el peso de una rodilla a la otra, en espera de recibir más azotes. Sin embargo, fue la caricia del cuero lo que notó, subiendo y bajando por su espalda. No pudo evitar dar un respingo cuando visualizó la fusta, instrumento que le daba un miedo cerval y con el que Inti jugaba ahora sobre su piel.
—No te va a morder…—murmuró él, con un deje juguetón—al menos de momento, si te portas bien.
Le indicó que separara las piernas y deslizó la lengüeta de la fusta por la cara interna de los muslos de la chica, acercándose y alejándose de su coño, alternativamente. Ella permaneció abierta, ofrecida y dispuesta, aunque no pudo contener un respingo cuando el cuero se introdujo entre sus nalgas, explorándola allí sin miramientos.
. El culo le dolía a rabiar después de la inesperada zurra, y el sentimiento de humillación, la conciencia de saberse del todo doblegada, había cobrado dimensiones desconocidas. Sentía su sexo húmedo y caliente, sin embargo, cosa que la desconcertaba y la molestaba sobremanera. Todo se le mezclaba en la cabeza: el poder de Inti sobre ella, el recuerdo de su mano azotándola fuerte, los movimientos sinuosos de la fusta sobre su piel, la sonoridad de la palabra “follar” y la sola evocación de la polla contenida en los pantalones del Amo... Y aún no había podido dejar de llorar.
—Desde que comprendí que eras una niña mimada deseé azotarte hasta las lágrimas— reconoció Inti, sin dejar de mover suavemente la fusta contra la piel de las caderas, muslos, y sobre el castigado culo de la chica—pero no podía imaginar que sería tan fácil, la verdad.
No era un halago ni tampoco una crítica, era tan solo una apreciación al aire.
Esther se sintió tan vulnerable que pensó que, si Inti la despreciaba en aquel mismo momento, sufriría un dolor indecible. Un dolor distinto al que la fusta podía otorgarle, y no sabía cuál preferiría en caso de poder elegir.
Afortunadamente, Inti no dijo nada despreciativo. Y, después de unos minutos más acariciándola con la fusta -actuaba como si no quisiera tocarla directamente con las manos-, apartó el instrumento a un lado y se alejó unos pasos.
Esther pudo escuchar cómo se quitaba la camiseta y poco después sintió el torso de él contra su espalda, así como su estómago apretándose con fuerza contra sus nalgas ardientes. Aunque la presión era mucha, e Inti estaba empezando a embestirla, el frescor de su piel le supuso a Esther un grato alivio.
Él movió las caderas en círculos contra ella, obligándola a levantar el culo dejando su sexo ofrecido y expuesto. No la tocó, pero se dio cuenta de que estaba mojada en cuanto sintió la descarga de humedad contra su bajo vientre.
—Veo que eres viciosa, también—masculló, clavándole su erección aún con los pantalones puestos.
Esther gimió cuando sintió el roce de la tela y los primeros botones de los vaqueros directamente en su centro de placer. Inti se movía con rudeza, se frotaba contra ella cada vez más rápido.
—Si me quito los pantalones te follo—jadeó en su oído, inclinándose hacia ella—Deja de moverte, puta guarra.
Esther paró en seco los círculos que describía su cuerpo buscando desesperadamente la erección de Inti. Se sintió terriblemente avergonzada, no se había dado cuenta de que comenzaba a perder el control. Era una auténtica perra, por dios santo, una perra de verdad.
—Te gusta, ¿eh?—murmuró él, apartándose un mechón sudoroso de la cara y volviendo a aferrar a Esther por las caderas—dentro de poco me voy a follar ese culito, dalo por hecho. Gírate.
Se apartó de ella lo suficiente para que Esther se diera la vuelta, quedando sentada en el suelo frente a él, la espalda apoyada contra la parte baja del sofá. Inti se irguió despacio y comenzó a desabrocharse el primer botón de sus vaqueros.
—Abre la boca—le ordenó—vas a estar a dieta hoy. Sólo comerás polla.
Dicho esto, hundió su miembro rígido y caliente en la boca abierta de la muchacha.
Aplastó la cabeza de Esther contra el sofá y comenzó a moverse rítmicamente contra ella, metiéndole la polla cada vez más adentro, cada vez más rápido. A Esther le sobrevino una arcada, y otra, y otra… aquel falo tenía buen tamaño y lo sentía grueso, a punto de estallar; sus ojos lagrimeaban y su garganta reaccionaba, pero él la aferró del pelo con fiereza y, lejos de detenerse, disfrutó plenamente la follada dándola aún más fuerte.
La polla de Inti sabía bien y su vello púbico olía a limpio cuando rebotaba en su nariz. Pronto las pequeñas gotas de excitación masculina se mezclaron con su saliva. A medida que Inti la follaba más profundamente, la chica temió que le desencajara la mandíbula, pues le daba la sensación de que no podría aguantar más aquella tensión. Pero, claro, la aguantó... hasta que, por fin, él eyaculó dentro de ella, disparando chorros de semen directamente a su garganta. La chica tosió violentamente e hizo un esfuerzo máximo por no vomitar.
—Te lo vas a tragar—jadeó Inti, los dedos engarfiados en su pelo—trágatelo todo, zorra.
Golpeó con su estómago la frente de la chica mientras se corría. Empujó fuerte, cabalgándole el rostro y dejándose llevar por las contracciones del mayúsculo orgasmo.
Ella tosió varias veces más y supero otra salva de arcadas, pero finalmente mamó y tragó sin rechazo. No podía haber hecho otra cosa.
Sólo cuando las embestidas de Inti fueron mermando en fuerza, justo después del orgasmo, se permitió ella relajar un poco los labios y la musculatura del cuello. Respiró profundamente, aún con la boca llena de polla, y con ello emitió una especie de bufido animal. El coño le palpitaba iracundo: los azotes, la mamada y el fuerte sabor de la leche que acababa de tragar… Inti (Amo)… la humillación… era demasiado, la superaba.
Inti aflojó la tenaza de su mano, pero continuó agarrando a Esther por el pelo cuando por fin se separó de ella.
—Lo dicho, a dieta de polla—murmuró, mirándola con fijeza—hoy vas a comer y a cenar leche, y no solamente la mía.
Tienes un poco aquí, por cierto—dijo, rozándole apenas la barbilla.
Manteniendo el contacto visual con él, haciendo gala de un inusitado valor, Esther sacó la lengua y lamió allí donde Inti le había señalado. No dejó de mirarle mientras lo hacía, ni mientras saboreaba en la boca y tragaba aquella gota de semen. No supo cómo pero, aún con los ojos como brasas, le lanzó una sonrisa desafiante.
—Touché—sonrió él, sin poder disimular la sorpresa—cuanto antes aceptes que eres una puta, mejor te irá. Mi puta, en concreto, ahora mismo—recalcó.
Claro que era suya, su puta. Claro. Esther lo deseaba igual que desearía probar un pastel, desde su estómago, de forma primaria. Se sentía aturdida, fuera de la realidad, en un universo paralelo. Un universo que se regía por unas reglas mucho más simples y lógicas que el habitado por ella hasta el momento.
—Sí, Amo, yo... lo deseo...
—Refiérete a ti misma como lo que eres—gruñó Inti, clavando las pupilas en las de ella—“Esta perra lo desea”—la corrigió.
—Esta perra lo desea—repitió Esther a su vez. La voz se le atragantaba a causa de la excitación—esta perra desea ser su puta, Amo, por favor.
—No hay quien te entienda—Inti se subió los pantalones y buscó su camiseta por el suelo—casi te da un ataque por quince azotes de nada, y ahora me suplicas como una desesperada. Eres un poco golfa, ¿no? En el fondo te ha gustado… todo, ¿no es así?
Esther se dio cuenta de que por fin había dejado de llorar a lágrima viva. Se obligó a ser lo más honesta que fue capaz.
—No lo sé, Amo…
—No lo sabes, claro.
-
A Esther no le gustaba que la despreciaran, en general, pues le daba bastante importancia a lo que “la gente” pensara sobre ella. Pero sentir el desprecio viniendo de Inti era algo especialmente doloroso, no terminaba de entender por qué. Quizá porque, desde aquel mismo momento, Inti se había convertido en la única persona que había participado de su lado oscuro y siniestro, ese lado que no se había mostrado ni a sí misma hasta aquel día.
Tal vez por eso una mala palabra viniendo de él, o la simple ironía afilada que empleaba, hacía diana en ese lugar íntimo y doloroso. Por eso, Esther intentó explicarse, y para ello hizo un gran esfuerzo:
—Amo… por una parte me ha dolido, mucho, y me ha hecho sentir muy mal. Pero por otra parte sí que me ha gustado.—confesó en un susurro—Sí que debo de ser la perra viciosa que usted dice, porque me ha gustado... lo que usted ha hecho… y en especial que me diera su leche. Gracias, Amo.
El rostro de Inti se iluminó y éste no pudo ocultar por un segundo su perplejidad. Intuía que Esther había disfrutado, pero no imaginaba que fuera a decírselo y menos de una forma tan directa.
Ella misma no daba crédito a sus palabras. Le parecía que había hablado alguien a quien nunca había visto pero a quien conocía muy bien. Si seguía asimilando cosas de aquella forma tan brutal, pensó que terminaría por desmayarse. Ya estaba bastante fuera de control, al menos su cuerpo, relumbrante de excitación; cuerpo que parecía contener dos mentes distintas, una de ellas creciendo, expandiéndose desaforadamente, dejando a la otra sin voz.
Inti observó el pecho desnudo de Esther, los pezones temblando como guindas sobre sendos flanes, subiendo y bajando al compás de la acelerada respiración.
—Me gusta tener a mi perra cachonda—sonrió, ya completamente vestido. Le dio una suave palmada en el hombro. Recordó una frase típica de un amigo—dime una cosa… de cero a diez, si tuvieras que poner una puntuación, ¿cómo de cachonda estás?
Esther se echó a reír, con los nervios destrozados.
—Un diez, Amo—respondió como una bala. A Inti no le gustaba esperar.
—Vaya…--reflexionó este—iba a mandarte a hacer la comida para Jen y para mí, que ya es hora, pero siendo así…
Hizo una pausa deliberada y Esther se agitó nerviosa.
—Siendo así—continuó por fin—creo que deberías ir a buscar a Jen, y pedirle que te dé un poco más de leche. Ya que te has quedado con hambre.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Oh, sí. Oh, no.
—Si él quiere dártela, trágatela toda… como acabas de hacer. Perra glotona—masculló—luego harás la comida, no importa que comamos hoy un poco más tarde.
Esther le miraba con los ojos muy abiertos, sin ser capaz de hacer un solo movimiento.
—Venga, perra, ya me has oído. Ve a ver a Jen y asegúrate de satisfacerle. Se ha portado muy bien contigo hoy, agradéceselo. Empléate a fondo, dile que yo te lo he ordenado, y no dejes escapar ni una sola gota porque, como te he dicho, es lo único que comerás hoy. Tienes que alimentarte—soltó una carcajada y echó a andar hacia la puerta del salón, alejándose de Esther—vamos perra, ve. Ah… y hagas lo que hagas, ni si te ocurra correrte, ¿entendido?
—Entendido, Amo…—musitó Esther.
—Venga. Pues entonces, obedece.
7-Hambre
La muchacha se incorporó y, desnuda como estaba, caminó a cuatro patas -para no decepcionar al Amo Inti- hacia la habitación de Jen.
No quería ni imaginarse lo que tenía que decirle cuando tocó tímidamente la puerta. Oía vagamente los pasos de Inti, y su canturreo, mientras éste se movía por la habitación que compartía con Alex al final del pasillo.
—Adelante.
La voz de Jen sacó a Esther de su ensimismamiento, y ella abrió la puerta despacio.
—Amo Jen—intentó saludar, pero se quedó sin voz y articuló algo ininteligible.
—Hola, cariño, pasa. ¿Qué quieres?
Esther gateó hasta traspasar la puerta, y se detuvo a escasos centímetros de Jen, quien estaba sentado frente a su escritorio, escribiendo en un ordenador portátil.
—Amo Jen, el Amo Inti me ha dicho que viniera a decirle algo…
Dios santo. Qué vergüenza. Antes había pensado que no era posible sentirse más humillada, pero ahora constataba que sí, sí era posible.
—Pues dime—sonrió Jen, girándose hacia ella—oye, ¿va todo bien?—preguntó, al mirar de cerca sus ojos irritados y su rostro arrebolado.
—Sí, Amo…--se apresuró a decir Esther—el Amo Inti quiere que esté a dieta. A dieta de polla, Amo Jen.
—Oh, joder—éste abrió mucho los ojos y soltó una carcajada—¿y por qué quiere él que me lo digas?—inquirió—¿por qué tengo yo que enterarme?
Esther deseó que la tierra se abriese y se la tragase.
—Porque… Amo, el Amo Inti me ha mandado que le pida…--la voz se le fue adelgazando hasta convertirse en un susurro—que le pida su leche, Amo Jen. Me ha dicho que tengo que alimentarme.
Jen no salía de su asombro.
—Qué cabrón…—dijo, negando con la cabeza. Miró a Esther, y a ésta le pareció detectar en sus ojos un destello de lujuria por debajo de la sorpresa.
Inti tenía razón en lo que había dicho: Jen se había portado estupendamente con ella aquel día. La había llevado en coche por la mañana, la había apoyado y consolado y sobre todo la había dado desde el principio—y aún le daba-- un trato que, según Inti, ella no merecía.
Continuaba excitada, eso no podía ocultarlo. Se sintió invadida por el deseo de darle placer a aquel hombre, el máximo placer que él pudiera soportar.
—Pero tiene razón, Amo. Aún tengo hambre—se atrevió a decir.
Pensó en la polla de Jen, probablemente ya algo endurecida dentro de los pantalones, y se le hizo la boca agua. Estaba loca de remate, pero qué importaba… algo salvaje había despertado en su interior, un pequeño animal que deseaba con ansia disfrutar, y ya no servía de nada sofocarlo.
—¿Aún tienes hambre?—recabó él, frunciendo el ceño—¿quieres chupármela, es a lo que has venido?
—Amo, lo siento, no quiero molestar…
—No, no, por dios, no me molestas—se apresuró a aclarar Jen—sólo te lo estoy preguntando, Esther, nada más. Y quiero que sepas que no tienes que hacer esto. Por mucho que hoy tengas que darle prioridad a Inti, sobre mi polla mando yo. Así que tranquila.
—Pero Amo, yo... quiero hacerlo.
Jen la miró sin estar seguro de creerla.
—Amo, ¿a usted le gustaría?
—“A ti”—la corrigió suavemente Jen—por favor.
Esther tragó saliva. Le parecía que casi podía palpar la tensión que había en el aire, entre Jen y ella. Tensión sexual.
—¿A ti te gustaría, Amo?—preguntó, adaptándose a su gusto.
Jen negó con la cabeza sonriendo.
—¿Que me la comas? –inquirió, sin mirarla—Hombre, claro que me gustaría. No soy de piedra, Esther…
—Por favor, Amo… ¿me deja hacérselo entonces?—suplicó ella—por favor…
—Esther, escucha…
Con osadía, la chica colocó su mano en la entrepierna de Jen. Noto su paquete y la polla dura, como esperaba. Le dio tiempo a frotarla un par de veces hasta que él le apartó la mano al tiempo que jadeaba.
—Esther…
La miraba con los ojos abiertos de par en par, como dos pozos oscuros, líquidos. Respiraba fuerte, con la boca entreabierta.
—Amo, por favor… démela, por favor…
Había cierta angustia en aquel ruego.
—Vale, nena, vale…
Jen tomó entre sus manos la cara de Esther y la besó en los ojos, que volvían a estar llorosos. Le acarició la mejilla con los dedos, despacio.
—Si es lo que quieres, vamos a la cama.—dijo al fin— Levántate.
La ayudó a ponerse en pie y, asiéndola suavemente por la cintura, la guió hacia la cama doble que había en la habitación, justo detrás de la mesa.
Esther se dejó caer a plomo sobre el colchón. Sentía que no podía más, aunque por otra parte el deseo continuaba devorándole las entrañas. Jen se tumbó junto a ella con cuidado, y continuó acariciándole la cara con las yemas de los dedos.
--Quiero hacerlo, Amo…--insistió ella, con los ojos cerrados.
Jen resopló y la besó en el cuello, rozando con los dientes la tierna piel. Se inclinó sobre ella y contempló su frágil desnudez, sus pezones endurecidos como canicas, su piel erizada.
—¿Tienes frío?—le preguntó, y sin esperar respuesta se colocó encima de su cuerpo, para darle calor. Esther gimió sin abrir los ojos cuando la rotunda erección de Jen se incrustó en la cara interna de su muslo. Abrió más las piernas y jadeó sin recato, como una perra en celo, tras lo cual enroscó las rodillas en torno a las caderas de Jen y se movió contra él, pidiendo más.
Jen se movió a su vez encima de ella, respondiendo a su excitación.
—Oh, nena…
—Amo, por favor… quiero tocarte y comerte…—musitó ella, llamándole de “tu”, como a él le gustaba.
Culebreó bajo él, terriblemente cachonda por oírse a sí misma decir aquello.
No podía evitar frotarse contra el muslo de Jen, y sabía que, si continuaba haciéndolo, esa fricción terminaría catapultándola a un enorme orgasmo, a través del que liberaría toda la tensión acumulada. Se le escapó un gemido más profundo y se movió con más ansia. No… no le estaba permitido correrse… oh, dios, no.
—Deja que te toque yo a ti—jadeó Jen, humedeciéndose los dedos en la boca—deja que te toque, ¿vale?
Estaba muy excitado, se había puesto a cien en cuestión de segundos. Se le notaba en la voz ronca, apremiante.
Esther abrió más las piernas y Jen estiró el brazo para llegar hasta su sexo. Separó con cuidado los pétalos carnosos y buscó el pequeño bulto endurecido con la yema del dedo; lo encontró sin esfuerzo y lo acarició trazando pequeños círculos. Esther gimió, echó la cabeza hacia atrás y movió las caderas hacia arriba y hacia abajo, como cerda disfrutando en charco de barro. Él, espoleado por la excitación de la chica, presionó su clítoris con el dedo, lo soltó y lo frotó con firmeza.
—¡Oh, dios, oh, dios!...—Esther se revolvía sobre la cama, loca de placer—Amo… no me deja correrme…
—¿Qué?
—El Amo Inti—resolló Esther contra el hombro de Jen—No me deja correrme…
—Pues qué putada—siseó Jen sin dejar de masajearla el clítoris—me encantaría ver cómo te corres para mí.
—Oh, dios, dios, dios… dios mío… Amo Jen…—diciendo el nombre de él, Esther empezó a correrse en ese mismo momento.
No pudo evitarlo. Le había parecido que podía controlarlo, pero las oleadas de placer habían sido tan intensas, tan fuertes… y tenía tanto dentro, y llevaba tanto tiempo deseando estallar por fin. Y su voz (la voz de Jenn) era tan dulce…
Con terror de que Inti la oyera, en el último momento sepultó la boca en el cuello de Jen y gritó allí, apretando los labios contra su piel. Más que un grito fue un aullido gutural, un gorgoteo que parecía no tener fin. Él la cabalgó furiosamente el muslo, empujando con las caderas para que ella pudiera sentirle en todo su esplendor.
—Lo siento, lo siento, lo siento…—susurraba Esther, desde alguna galaxia lejana.
Jen sonrió y la abrazó con fuerza.
—Tranquila…--Le susurró al oído—yo no voy a decírselo a Inti.
—No he aguantado—murmuró Esther—creía que iba a poder aguantar, pero…
—Es normal, pequeña. Es normal.
Jen la acariciaba la parte de atrás de la cabeza. Aquel berrido le había puesto a mil. Continuaba moviéndose contra el muslo de ella, a un ritmo casi automático. Estaba gozando con el movimiento, aunque ansiaba en su fuero interno esa boquita de piñón, y esa lengua de gata lamiéndole los huevos. Estaba tan cachondo que la polla le dolía, y el haber sentido en estéreo el orgasmo de ella—había llegado a clavarle los dientes en el hombro, la muy zorra—no le ayudaba en nada.
Menos aún le ayudó sentir la mano de Esther abriéndose paso por la cintura de sus pantalones, con absoluto descaro. Los dedos de ella rebuscaron a ciegas y por fin le rozaron la punta del capullo, hinchada y húmeda, haciéndole estremecer. Con un bufido, Jen metió su propia mano en sus pantalones, apartó la de Esther y comenzó a pajearse. Los botones de su pantalón se desabrocharon por la misma presión de sus movimientos.
Ver aquello bastó para poner de nuevo a la chica a punto.
—Amo, por favor…
Se puso de rodillas en la cama, con los ojos clavados en aquella polla enrojecida y gorda como un garrote surcado de venas. Jen se incorporó sin dejar de acariciarse, el puño cerrado en torno al palpitante mástil, y la miró como si sopesara los pros y los contras de algo que sólo él sabía. La visión de aquella perrita desnuda, arrodillada ante él en la cama, suplicando por un poco de polla en aquella boquita de fresa, era algo que le inducía a lanzarse sobre ella… pero no quería asustarla, ella aún no le conocía, había pasado un mal día y se había enfrentado a Inti, quien a juzgar por lo que Jen había oído desde su habitación ya la había azotado (aunque de forma más comedida de lo que él se había temido). De cualquier modo, Jen sentía que debía controlarse y quería hacerlo.
—Amo…
—Dime, perrita—murmuró.
Aquella palabra, “Amo”, salida de sus labios, probablemente aún con escaso conocimiento por parte de Esther en cuanto a lo que significaba, le enternecía. Alargó la mano para acariciar el cabello revuelto de aquella chica con pinta de niña desnuda, la mano izquierda, ya que la derecha la mantenía aún aferrada a su polla. Él también parecía un crío, reflexionó, recordando aquellos magreos apresurados en el baño del instituto con alguna chica, los pantalones por las rodillas y el resto de la ropa a medio quitar por si acaso les pillaba el bedel.
—Amo, déjame probarte, por favor…—rogó ella.
Un hilillo de humedad quedó prendido de la mano de Jen cuando este soltó su miembro. Se acercó a ella y, despacio, la tomó por detrás de la cabeza con cuidado. Esther sintió que la mano de Jen temblaba ligeramente cuando presionó con suavidad, acercándole la boca al palpitante objeto de deseo.
—Pruébame, perrita—murmuró, y al instante sintió aquella boca húmeda y caliente cerrándose en torno a su verga.
No pudo evitar un par de sacudidas de placer y sorpresa. Esther se había lanzado a mamarle sin preliminares, succionando el tronco y la punta de su miembro como si quisiera sacarle hasta la última gota de leche. La tensión se le agarró en la boca del estómago y se echó hacia atrás, apartando aquella boca insaciable con todo el cuidado que fue capaz.
—Nena, nena… más despacio—jadeó. No quería correrse aún, quería disfrutar de aquello con la poca serenidad que aún le quedaba.
—Perdóneme… perdóname, Amo. ¿Cómo te gusta?
Aquella desconocida en la que se había convertido Esther temblaba de placer con sólo imaginarse mamando la ansiada corrida.
Jen se agarró de nuevo la polla y suavemente la acercó a los labios de ella, reprimiendo un gruñido.
—Lame la punta—susurró—con cuidado…
Esther sacó la lengua y chupó aquella protuberancia con glotonería como si fuera un helado.
—Joder…
Observó que el abdomen de Jen se contraía y se atrevió a succionar, trepando con la boca, cerrando de nuevo los labios con fuerza a mitad del tronco. Hizo una leve presión, tirando de la piel con los labios apretados. A Jen se le escapó un gemido largo, y se movió, metiéndole más polla en la boca. Le estaba resultando muy difícil lo de controlarse e ir despacio, al parecer.
—¿Así, Amo?—murmuró la perra, sacándose el trasto de la boca, contemplándole desde su posición agachada en la cama.
--Sí, así…—Jen resoplaba—sigue, vamos.
Se irguió sobre sus rodillas y movió las caderas lo suficiente para que la punta de su miembro le golpeara a Esther en los labios entreabiertos. Hacía mucho tiempo que nadie se la comía. Y, desde luego, con la dedicación y el empeño que estaba mostrando Esther, no recordaba que se lo hubieran hecho muchas veces.
Ella abrió la boca, obediente, y se tragó de nuevo su polla hasta que las pelotas de Jen rebotaron contra su barbilla. Él comenzó a moverse a buen ritmo, sintiéndose ya irremediablemente próximo al orgasmo.
—Me voy a correr, perrita—jadeo, acariciándole torpemente la cabeza.—¿Te lo vas a tragar?—inquirió, empujando ya contra su rostro sin poderse contener.
Esther contestó algo con la boca llena. Jen se dio cuenta de que la chica había incrustado su sexo en su propio talón, y se movía contra él como si el coño le ardiera. Esta visión basto para, después de un par de frenéticas acometidas, hacer que él se descargara por completo.
—Me corro, perra… Oh, joder…
El semen de Jen era denso y había brotado en cantidad—quizá hacía tiempo que él no se corría, barruntó Esther—y a diferencia de cuando estuvo con Inti, tuvo tiempo de recibirlo en la boca y saborearlo sin precipitación, a medida que iba fluyendo. Tenía un sabor fuerte y refrescante. Unas pocas gotas salpicaron la colcha y Esther se precipitó a lamerlas cuando hubo terminado de tragar, una vez que Jen sacó su miembro, aún grueso pero flácido, de su boca.
Levantó la cabeza y vio como él la contemplaba satisfecho sentado en la cama, reponiéndose de su orgasmo, apoyado contra la pared. Ella se relamió por puro instinto.
—¿Te ha gustado, Amo?—preguntó, sintiéndose nuevamente a punto de estallar.
Jen asintió con la cabeza, y volvió a extender la mano para acariciarle la cara.
--Mucho, perrita--murmuró--Mucho.
8-"NO".
Estaban comiendo a las cuatro de la tarde, los Amos sentados a la mesa, la perra en el suelo, junto a los pies de Jen. Aunque por supuesto ella no comía nada, pues estaba a rigurosa dieta ese día, según le había indicado el Amo Inti. Quizá tuvieran a bien alimentarla otra vez antes de acostarse, ya por la noche, se dijo.
Seguía aún desnuda, aunque los Amos habían tenido el detalle de colocar una alfombrilla en el suelo, ya que con la caída de la tarde se notaba algo de frío en la casa. Sin embargo, estar sobre aquel felpudo no era del todo placentero para Esther, pues el material, áspero y entretejido de forma rústica, le escocía y picaba en su culo recientemente azotado. Un culo virgen a ese respecto, sin callo alguno, no hay que olvidar.
No se sentía mal. Ya no. Había pasado al escalón siguiente.
Su desnudez poco le importaba. Se había creado un extraño clima de confianza en el que todo estaba permitido y todo podía ser normal. Y las cosas se mantenían en orden.
Por fin podía respirar.
De manera que, callada y quieta, aguardaba a que los Amos terminaran de comer el plato que ella misma había cocinado minutos antes. No era nada del otro jueves, pero parecía gustarles, comprobó con alivio.
Los chicos apenas reparaban en ella. Jen, de vez en cuando, le hacía una leve caricia por debajo de la mesa sin dejar de hablar con su compañero, o le daba un golpecito cariñoso con la pierna, pero fuera de eso ambos se hallaban muy metidos en una conversación sobre un tema de la comunidad de vecinos en el edificio. Al parecer se estaba rifando el puesto de presidente, y ellos tenían muchas papeletas para el cargo porque nunca les había tocado. Comentaban entre ellos la enorme putada de hacer frente a morosos y a derramas, así como fantaseaban sobre quién de los tres respondería por ello, y cómo lo elegirían. Echarlo a suertes parecía lo mejor; lo de votar entre tres no sonaba convincente.
En una ocasión, Inti se levantó a coger algo y Jen le pasó a Esther un trozo de comida por debajo de la mesa. Se detuvo el tiempo justo para que ella le lamiera la mano, y cuando regreso Inti, instantes después, siguió comiendo como si nada. En otra ocasión se inclinó y le guiñó un ojo, nuevamente fuera de la vista de Inti. No era nada malo lo que hacía, pero no quería arriesgarse a meter a Esther en problemas, no aquel día, y quizá su compañero no se tomaría bien ese tipo de gestos. Ella acababa de llegar, de “instalarse” y estaba a punto de entrar de su mano en el mundo del sometimiento; no había que sobrecargarla o se iría.
Había que tener cuidado durante los primeros días, todo proceso en una relación de este tipo comienza con una adaptación. Ya era suficiente lo que había vivido Esther aquel día, pensaba Jen. Lo que restaba de tarde y noche era mejor que transcurriera con normalidad, sin duda alguna. Y seguramente sería así, pues notaba a Inti relajado y tranquilo—satisfecho, en primera instancia--, a Esther más serena, y él no estaba dispuesto a hacer nada que rompiera la paz. Se aventuraba una tarde calmada.
Pero Jen no podía estar más alejado en sus conjeturas.
Cuando los chicos casi habían acabado de comer, se escuchó la llave en la cerradura.
Ambos se callaron y se miraron extrañados durante una décima de segundo, hasta que escucharon el grito triunfal de Alex en el vestíbulo.
—¡Hogar, dulce Hogar!—decía—“Bienvenido a casa, Señor Vega”…
—¿Pero no estaba de guardia, éste?—preguntó Inti a Jen.
A la perra se le habían congelado las tripas. La súbita llegada de Alex era lo último que se podía esperar. Y no era nada bueno, no.
—Parece que no.
Alex irrumpió en la cocina como un elefante en una cacharrería.
—¡Hola, seres inferiores!—saludó con socarronería—¿Cómo va todo por aquí?
Caminó hasta el fregadero para servirse un vaso de agua que se bebió de un trago.
—¿Tú no estabas de guardia?—preguntó Inti.
—La he cambiado—dijo Alex, secándose la boca con la manga de la sudadera—la verdad es que era inoportuna, la puta guardia, teniendo en cuenta lo que tenemos en casa.
Esther comprendió que los chicos le habrían informado en algún momento de su decisión, y de la situación actual que había en el hogar. Y el muy hijo de puta había cambiado la guardia, claro. ¿Cómo no se le había ocurrido a Esther que eso pasaría?
—Bueno, te hemos esperado en todo—dijo Inti—no ha firmado nada, ni hay palabra de seguridad, ni ha habido penetración ni sometimiento, ni castigo.
Jen levantó la cabeza y miró a Inti largamente.
—Bueno, vale, le di cinco azotes en el culo.
¿Cinco? ¡Cómo que cinco! Esther tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en silencio. Hubiera saltado, pero tenía miedo a las represalias… no era tonta del todo, como en una ocasión había dicho alguien.
—Fueron más de cinco, Inti.
—Bueno, vale, fueron más—reconoció el aludido—pero no fue nada. Unos azotes con la mano, y una felación, y ya está.
—¡Cabrones!—Alex dio un golpe en la mesa y soltó una carcajada—no habéis perdido el tiempo, no.
—La verdad es que tiene un culo muy azotable…--admitió Inti.
—No lo dudo.
—Tierno, se pone rojo en seguida. Se nota que no se lo han tocado—continuó el que aquel día era el Amo prioritario para Esther.
Ella había empezado a acostumbrarse a que hablaran de su persona como si fuera un cacho de carne. No la turbaba demasiado hasta que Alex entró en escena. Con él delante, todo era diferente. Inti le daba algo de miedo, porque le veía capaz de llegar muy lejos, pero confiaba en él, en el sentido de que, como le había dicho Jen, “no estaba loco”. También confiaba en Jen, o al menos deseaba hacerlo con todas sus fuerzas. Pero de Alex le era imposible fiarse. Su ruda franqueza le asustaba, ella era un blanco fácil para él y él lo sabía.
—Se me hace la boca agua—dijo Alex, y reparó en la perra, que seguía en su sitio a los pies de Jen.—Perra—su voz cortó el aire como un cuchillo—dios, qué bien sienta decir eso…--se regodeó—Perra, no he comido. Tráeme comida.
Jen se rió.
—Eso, como los hombres de las cavernas.
Los tres se rieron. Esther se dijo que quizá estaban algo nerviosos. Ahora estaban juntos, podían usar a la perra aunque tuvieran que improvisar con la inesperada llegada de Alex, pues seguro que tenían algo pensado para la noche siguiente. Quizá los tres deseaban intensamente, cada uno a su manera, y esa energía les ponía nerviosos como caballos en celo.
Como de costumbre, no fue sólo una sensación la que sintió, sino muchas, y contradictorias. Tuvo miedo, incluso pánico durante algunos instantes, al ser consciente de la tensión que había tras cada movimiento de los chicos. No quería ni pensar en si habían ideado algún plan para ella, o qué tipo de perversiones se les podrían ocurrir a los tres juntos… y, desde luego, también se excitó. En realidad, desde que la había azotado Inti, no había dejado de estar excitada.
Quería agradarle, así que gateó por debajo de la mesa y le pidió permiso para arrodillarse a sus pies, llamando su atención sutilmente. Incluso renunció a la ruda esterilla que la guarecía de los azulejos. Él la miró y trató de disimular lo mucho que le derretían aquellos accesos de sumisión espontáneos. Asintió imperceptiblemente y se golpeó la pierna, una señal que la perra entendió al momento, de modo que se colocó junto a una de las piernas de Inti.
Alex volvió a reírse.
—Tío, eres mi ídolo, eres un crack—le dijo a Inti—qué zorra la perra, mira cómo va con él… le ha gustado lo que le has dado, está claro.
“Tú no puedes hablar de eso” pensó Esther, sintiendo de pronto la rabia en sus venas “no estabas ahí, no sabes lo que yo sentí… “
—Dime, Esther—Alex se agachó para mirarla a los ojos, y se dirigió a ella por su nombre por primera vez—¿qué es lo que te ha gustado más? ¿qué es lo que realmente te pone cerda? ¿Es el sexo, es eso? ¿O es una buena zurra, porque tu padre no te educó bien?
La chica se quedó lívida.
—Sí, es eso—resopló Alex, juguetón—tu padre no te educó. Y ahora buscas eso que tanto te falta… qué conmovedor.
—No sabes de lo que estás hablando—susurró Esther desde debajo de la mesa, sin poderse contener. No le llamó Amo, y no se dio ni cuenta.—no sabes nada de mi vida.
Pero Inti la oyó.
—¿Cómo has dicho?—le dijo, agarrándola por el pelo.
—Vaya una mierda de Amo que eres, retiro lo de "crack".—sentenció Alex, volviendo a acomodarse en su silla—ni cinco minutos con la perra, y le saco la faceta maleducada…
--Esther, discúlpate por lo que has dicho—le ordenó Inti a la chica. El caso es que le sabía mal romper su precaria calma, pero no podía consentir aquello. Y menos cuando él era el Amo preferente.
La perra agachó la cabeza, pero no dijo nada.
Unos segundos de tensión que parecieron años precedieron a la repetición de la orden, esta vez con tono de impaciencia.
—Esther, no te lo voy a decir más, discúlpate con Alex por lo que has dicho…
—Es igual, déjalo—dijo Alex—al fin y al cabo tenía razón ella, hablaba sin saber. Era por joder, nada más…
Jen no abría la boca, pero observaba a sus compañeros con fijeza. Iba de uno a otro, sin perder detalle de lo que ocurría. No miraba a Esther.
La perra levantó la cabeza y le devolvió la mirada a Inti, obstinada. No iba a disculparse, ni en sueños. No iba a permitir que un desconocido mencionara si quiera su educación anterior, o hiciera cábalas sobre… su padre. Y mucho menos alguien como Alex; ya era suficiente pensar en aguantarle todos los días, era desabrido y cruel.
—Vale—dijo Inti, y echó la silla para atrás bruscamente.
Se levantó de la mesa y agarró a Esther por los pelos; no tardo ni medio segundo en izarla hasta ponerla de pie. Apartó de un manotazo un par de platos y colocó a la perra sobre la mesa, con el torso apoyado, los carnosos pechos aplastados contra el tablero. Sin mediar palabra la sujetó con fuerza con una mano, mientras con la otra se sacaba el cinturón.
Esther se retorció de pánico cuando escuchó el tirón de la hebilla y el deslizarse del cuero entre las trabillas. Se le heló la sangre en las venas.
—Veo que no te ha quedado claro lo que te he enseñado esta mañana—le dijo él con voz seca—habrá que decírtelo de otra manera…
—Eh, Inti—Jen habló, cortando la reprimenda—todavía no tiene palabra de seguridad.
—Es igual—gruñó éste—para esto no la va a necesitar.
—eso no lo sabes…
Inti se volvió hacia Jen como si éste le hubiera pinchado con un estilete.
—Sé perfectamente lo que voy a hacer—replicó entre dientes—ella ha aceptado y está bajo mi custodia. No me cabrees más, te lo pido por favor.
Se giró de nuevo hacia Esther, quien temblaba sobre la mesa, indefensa y desnuda.
Alex apartó la vista, incómodo.
Inti dobló el cinturón en dos y lo estiró entre sus manos, como probando su resistencia. La perra emitió un quejido roto en voz baja, y a continuación lo que pareció ser un sollozo contenido.
Sin más preámbulos, Inti blandió el cinto contra las nalgas de Esther, sin un atisbo de piedad. La azotó fuerte, con saña, una, dos, tres y cuatro veces. Se detuvo para tomar aliento y segundos después volvió a obsequiar aquel culo temblón con tres cintazos más, cuyo eco estalló en las paredes de la habitación. La perra se retorcía en vano por escapar, berreaba y lloraba a lágrima viva. Su culo se veía cruzado por marcas longitudinales y transversales, de la anchura del cinturón, amoratadas en toda la gama violácea hasta los tonos más oscuros. Incluso en algún lugar se había roto la piel y se adivinaban unas discretas gotas de sangre como lágrimas rojas.
Esther soportó el resto de castigo. Cinco azotes más, brutales y seguidos. Doce, en total. Toda una tormenta de azotes que había ocurrido en el momento menos indicado, cuando ella comenzaba a encontrarse más tranquila, asumiendo aquella nueva realidad.
Cuando el castigo terminó, Inti la soltó y le ordenó que volviera al suelo.
Pero, en lugar de eso, Esther se levantó y le miró directamente a la cara, echando fuego por los ojos.
—Eres… sois…—dijo, pero volvió a centrarse en Inti—eres un maldito cabrón hijo de puta…
La voz le temblaba. Estaba loca de rabia y de dolor, no solamente en el culo, aunque el dolor que sentía ahí no era poca cosa.
La chica abandonó la cocina a todo correr y se encerró en la habitación donde había dormido la noche anterior. Los chicos escucharon claramente el sonoro portazo.
Una vez allí, llorando sin control, Esther se vistió con lo primero que vio, cogió su bolso—aunque no había nada de valor en él—y metió en él todo lo que pudo. No había tiempo de coger lo que había traído, las bolsas pesaban demasiado y lo importante era salir de allí, abandonar esa casa cuanto antes…
Como una bala, cruzó el pasillo aferrando el bolso contra su pecho, sin atreverse a mirar hacia la cocina.
Nadie intentó pararla ni le dijo nada.
Salió de la casa dando otro portazo, con la firme convicción de no volver jamás.
Seguía aún desnuda, aunque los Amos habían tenido el detalle de colocar una alfombrilla en el suelo, ya que con la caída de la tarde se notaba algo de frío en la casa. Sin embargo, estar sobre aquel felpudo no era del todo placentero para Esther, pues el material, áspero y entretejido de forma rústica, le escocía y picaba en su culo recientemente azotado. Un culo virgen a ese respecto, sin callo alguno, no hay que olvidar.
No se sentía mal. Ya no. Había pasado al escalón siguiente.
Su desnudez poco le importaba. Se había creado un extraño clima de confianza en el que todo estaba permitido y todo podía ser normal. Y las cosas se mantenían en orden.
Por fin podía respirar.
De manera que, callada y quieta, aguardaba a que los Amos terminaran de comer el plato que ella misma había cocinado minutos antes. No era nada del otro jueves, pero parecía gustarles, comprobó con alivio.
Los chicos apenas reparaban en ella. Jen, de vez en cuando, le hacía una leve caricia por debajo de la mesa sin dejar de hablar con su compañero, o le daba un golpecito cariñoso con la pierna, pero fuera de eso ambos se hallaban muy metidos en una conversación sobre un tema de la comunidad de vecinos en el edificio. Al parecer se estaba rifando el puesto de presidente, y ellos tenían muchas papeletas para el cargo porque nunca les había tocado. Comentaban entre ellos la enorme putada de hacer frente a morosos y a derramas, así como fantaseaban sobre quién de los tres respondería por ello, y cómo lo elegirían. Echarlo a suertes parecía lo mejor; lo de votar entre tres no sonaba convincente.
En una ocasión, Inti se levantó a coger algo y Jen le pasó a Esther un trozo de comida por debajo de la mesa. Se detuvo el tiempo justo para que ella le lamiera la mano, y cuando regreso Inti, instantes después, siguió comiendo como si nada. En otra ocasión se inclinó y le guiñó un ojo, nuevamente fuera de la vista de Inti. No era nada malo lo que hacía, pero no quería arriesgarse a meter a Esther en problemas, no aquel día, y quizá su compañero no se tomaría bien ese tipo de gestos. Ella acababa de llegar, de “instalarse” y estaba a punto de entrar de su mano en el mundo del sometimiento; no había que sobrecargarla o se iría.
Había que tener cuidado durante los primeros días, todo proceso en una relación de este tipo comienza con una adaptación. Ya era suficiente lo que había vivido Esther aquel día, pensaba Jen. Lo que restaba de tarde y noche era mejor que transcurriera con normalidad, sin duda alguna. Y seguramente sería así, pues notaba a Inti relajado y tranquilo—satisfecho, en primera instancia--, a Esther más serena, y él no estaba dispuesto a hacer nada que rompiera la paz. Se aventuraba una tarde calmada.
Pero Jen no podía estar más alejado en sus conjeturas.
Cuando los chicos casi habían acabado de comer, se escuchó la llave en la cerradura.
Ambos se callaron y se miraron extrañados durante una décima de segundo, hasta que escucharon el grito triunfal de Alex en el vestíbulo.
—¡Hogar, dulce Hogar!—decía—“Bienvenido a casa, Señor Vega”…
—¿Pero no estaba de guardia, éste?—preguntó Inti a Jen.
A la perra se le habían congelado las tripas. La súbita llegada de Alex era lo último que se podía esperar. Y no era nada bueno, no.
—Parece que no.
Alex irrumpió en la cocina como un elefante en una cacharrería.
—¡Hola, seres inferiores!—saludó con socarronería—¿Cómo va todo por aquí?
Caminó hasta el fregadero para servirse un vaso de agua que se bebió de un trago.
—¿Tú no estabas de guardia?—preguntó Inti.
—La he cambiado—dijo Alex, secándose la boca con la manga de la sudadera—la verdad es que era inoportuna, la puta guardia, teniendo en cuenta lo que tenemos en casa.
Esther comprendió que los chicos le habrían informado en algún momento de su decisión, y de la situación actual que había en el hogar. Y el muy hijo de puta había cambiado la guardia, claro. ¿Cómo no se le había ocurrido a Esther que eso pasaría?
—Bueno, te hemos esperado en todo—dijo Inti—no ha firmado nada, ni hay palabra de seguridad, ni ha habido penetración ni sometimiento, ni castigo.
Jen levantó la cabeza y miró a Inti largamente.
—Bueno, vale, le di cinco azotes en el culo.
¿Cinco? ¡Cómo que cinco! Esther tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en silencio. Hubiera saltado, pero tenía miedo a las represalias… no era tonta del todo, como en una ocasión había dicho alguien.
—Fueron más de cinco, Inti.
—Bueno, vale, fueron más—reconoció el aludido—pero no fue nada. Unos azotes con la mano, y una felación, y ya está.
—¡Cabrones!—Alex dio un golpe en la mesa y soltó una carcajada—no habéis perdido el tiempo, no.
—La verdad es que tiene un culo muy azotable…--admitió Inti.
—No lo dudo.
—Tierno, se pone rojo en seguida. Se nota que no se lo han tocado—continuó el que aquel día era el Amo prioritario para Esther.
Ella había empezado a acostumbrarse a que hablaran de su persona como si fuera un cacho de carne. No la turbaba demasiado hasta que Alex entró en escena. Con él delante, todo era diferente. Inti le daba algo de miedo, porque le veía capaz de llegar muy lejos, pero confiaba en él, en el sentido de que, como le había dicho Jen, “no estaba loco”. También confiaba en Jen, o al menos deseaba hacerlo con todas sus fuerzas. Pero de Alex le era imposible fiarse. Su ruda franqueza le asustaba, ella era un blanco fácil para él y él lo sabía.
—Se me hace la boca agua—dijo Alex, y reparó en la perra, que seguía en su sitio a los pies de Jen.—Perra—su voz cortó el aire como un cuchillo—dios, qué bien sienta decir eso…--se regodeó—Perra, no he comido. Tráeme comida.
Jen se rió.
—Eso, como los hombres de las cavernas.
Los tres se rieron. Esther se dijo que quizá estaban algo nerviosos. Ahora estaban juntos, podían usar a la perra aunque tuvieran que improvisar con la inesperada llegada de Alex, pues seguro que tenían algo pensado para la noche siguiente. Quizá los tres deseaban intensamente, cada uno a su manera, y esa energía les ponía nerviosos como caballos en celo.
Como de costumbre, no fue sólo una sensación la que sintió, sino muchas, y contradictorias. Tuvo miedo, incluso pánico durante algunos instantes, al ser consciente de la tensión que había tras cada movimiento de los chicos. No quería ni pensar en si habían ideado algún plan para ella, o qué tipo de perversiones se les podrían ocurrir a los tres juntos… y, desde luego, también se excitó. En realidad, desde que la había azotado Inti, no había dejado de estar excitada.
Quería agradarle, así que gateó por debajo de la mesa y le pidió permiso para arrodillarse a sus pies, llamando su atención sutilmente. Incluso renunció a la ruda esterilla que la guarecía de los azulejos. Él la miró y trató de disimular lo mucho que le derretían aquellos accesos de sumisión espontáneos. Asintió imperceptiblemente y se golpeó la pierna, una señal que la perra entendió al momento, de modo que se colocó junto a una de las piernas de Inti.
Alex volvió a reírse.
—Tío, eres mi ídolo, eres un crack—le dijo a Inti—qué zorra la perra, mira cómo va con él… le ha gustado lo que le has dado, está claro.
“Tú no puedes hablar de eso” pensó Esther, sintiendo de pronto la rabia en sus venas “no estabas ahí, no sabes lo que yo sentí… “
—Dime, Esther—Alex se agachó para mirarla a los ojos, y se dirigió a ella por su nombre por primera vez—¿qué es lo que te ha gustado más? ¿qué es lo que realmente te pone cerda? ¿Es el sexo, es eso? ¿O es una buena zurra, porque tu padre no te educó bien?
La chica se quedó lívida.
—Sí, es eso—resopló Alex, juguetón—tu padre no te educó. Y ahora buscas eso que tanto te falta… qué conmovedor.
—No sabes de lo que estás hablando—susurró Esther desde debajo de la mesa, sin poderse contener. No le llamó Amo, y no se dio ni cuenta.—no sabes nada de mi vida.
Pero Inti la oyó.
—¿Cómo has dicho?—le dijo, agarrándola por el pelo.
—Vaya una mierda de Amo que eres, retiro lo de "crack".—sentenció Alex, volviendo a acomodarse en su silla—ni cinco minutos con la perra, y le saco la faceta maleducada…
--Esther, discúlpate por lo que has dicho—le ordenó Inti a la chica. El caso es que le sabía mal romper su precaria calma, pero no podía consentir aquello. Y menos cuando él era el Amo preferente.
La perra agachó la cabeza, pero no dijo nada.
Unos segundos de tensión que parecieron años precedieron a la repetición de la orden, esta vez con tono de impaciencia.
—Esther, no te lo voy a decir más, discúlpate con Alex por lo que has dicho…
—Es igual, déjalo—dijo Alex—al fin y al cabo tenía razón ella, hablaba sin saber. Era por joder, nada más…
Jen no abría la boca, pero observaba a sus compañeros con fijeza. Iba de uno a otro, sin perder detalle de lo que ocurría. No miraba a Esther.
La perra levantó la cabeza y le devolvió la mirada a Inti, obstinada. No iba a disculparse, ni en sueños. No iba a permitir que un desconocido mencionara si quiera su educación anterior, o hiciera cábalas sobre… su padre. Y mucho menos alguien como Alex; ya era suficiente pensar en aguantarle todos los días, era desabrido y cruel.
—Vale—dijo Inti, y echó la silla para atrás bruscamente.
Se levantó de la mesa y agarró a Esther por los pelos; no tardo ni medio segundo en izarla hasta ponerla de pie. Apartó de un manotazo un par de platos y colocó a la perra sobre la mesa, con el torso apoyado, los carnosos pechos aplastados contra el tablero. Sin mediar palabra la sujetó con fuerza con una mano, mientras con la otra se sacaba el cinturón.
Esther se retorció de pánico cuando escuchó el tirón de la hebilla y el deslizarse del cuero entre las trabillas. Se le heló la sangre en las venas.
—Veo que no te ha quedado claro lo que te he enseñado esta mañana—le dijo él con voz seca—habrá que decírtelo de otra manera…
—Eh, Inti—Jen habló, cortando la reprimenda—todavía no tiene palabra de seguridad.
—Es igual—gruñó éste—para esto no la va a necesitar.
—eso no lo sabes…
Inti se volvió hacia Jen como si éste le hubiera pinchado con un estilete.
—Sé perfectamente lo que voy a hacer—replicó entre dientes—ella ha aceptado y está bajo mi custodia. No me cabrees más, te lo pido por favor.
Se giró de nuevo hacia Esther, quien temblaba sobre la mesa, indefensa y desnuda.
Alex apartó la vista, incómodo.
Inti dobló el cinturón en dos y lo estiró entre sus manos, como probando su resistencia. La perra emitió un quejido roto en voz baja, y a continuación lo que pareció ser un sollozo contenido.
Sin más preámbulos, Inti blandió el cinto contra las nalgas de Esther, sin un atisbo de piedad. La azotó fuerte, con saña, una, dos, tres y cuatro veces. Se detuvo para tomar aliento y segundos después volvió a obsequiar aquel culo temblón con tres cintazos más, cuyo eco estalló en las paredes de la habitación. La perra se retorcía en vano por escapar, berreaba y lloraba a lágrima viva. Su culo se veía cruzado por marcas longitudinales y transversales, de la anchura del cinturón, amoratadas en toda la gama violácea hasta los tonos más oscuros. Incluso en algún lugar se había roto la piel y se adivinaban unas discretas gotas de sangre como lágrimas rojas.
Esther soportó el resto de castigo. Cinco azotes más, brutales y seguidos. Doce, en total. Toda una tormenta de azotes que había ocurrido en el momento menos indicado, cuando ella comenzaba a encontrarse más tranquila, asumiendo aquella nueva realidad.
Cuando el castigo terminó, Inti la soltó y le ordenó que volviera al suelo.
Pero, en lugar de eso, Esther se levantó y le miró directamente a la cara, echando fuego por los ojos.
—Eres… sois…—dijo, pero volvió a centrarse en Inti—eres un maldito cabrón hijo de puta…
La voz le temblaba. Estaba loca de rabia y de dolor, no solamente en el culo, aunque el dolor que sentía ahí no era poca cosa.
La chica abandonó la cocina a todo correr y se encerró en la habitación donde había dormido la noche anterior. Los chicos escucharon claramente el sonoro portazo.
Una vez allí, llorando sin control, Esther se vistió con lo primero que vio, cogió su bolso—aunque no había nada de valor en él—y metió en él todo lo que pudo. No había tiempo de coger lo que había traído, las bolsas pesaban demasiado y lo importante era salir de allí, abandonar esa casa cuanto antes…
Como una bala, cruzó el pasillo aferrando el bolso contra su pecho, sin atreverse a mirar hacia la cocina.
Nadie intentó pararla ni le dijo nada.
Salió de la casa dando otro portazo, con la firme convicción de no volver jamás.
9-Y ahora qué
Apenas salió a la calle y anduvo unos metros, se paró en medio de la acera y estalló, rota en sollozos. Temerosa de que ellos pudieran verla desde la ventana, se obligó a seguir andando, cegada por las lágrimas.
Sentía dentro de ella tanta frustración… ¿Cómo había podido creer, cómo había podido consentir ese trato, de principio a fin?
Ahora, desde la crudeza de su soledad, con el cielo emborronado de nubes como único techo sobre su cabeza y los pies por fin en el suelo, le parecía que todo lo acontecido había sido una pesadilla. Le zumbaban las sienes y tuvo que sujetarse a algo—no veía claramente qué era, tal vez un árbol, o una farola—para no caer. Allí, en medio de la calle, con transeúntes yendo y viniendo del trabajo, o paseando con sus hijos o sus perros, su realidad de hacía un momento le resultaba tan ajena que tenía la consistencia de los sueños (o de las pesadillas). Pero las marcas que cruzaban su culo como huellas indelebles del reciente tormento eran muy reales, así como el dolor que sentía con el sólo acto de caminar.
Se forzó a echar a andar de nuevo. Recorrió calles con el único propósito de poner distancia entre aquel mundo dantesco y ella misma. Era doloroso pensar que había sido una imbécil por consentir aquello, por ni tan siquiera pensar que una convivencia así podría funcionar… pero, a su pesar, también tenía grabado a fuego en su alma el inmenso placer que había sentido, aunque se resistía con todas sus fuerzas a aceptarlo.
El placer había sido sexual, desde luego, salvaje y desconocido. Un placer como nunca se había atrevido a sentir; una montaña rusa de depravación y sobresaltos nada más empezar, caliente, orgásmica, donde negros sueños tenían cabida por fin. Un placer que en aquel momento le parecía que lo había vivido otra persona, otro ser: la perra viciosa. Pero no sólo se trataba de eso.
La voz de Jen, su dulce resistencia cuando había ido a verle para… para… mejor no pensar para qué. La breve aprobación de Inti que tanto la había llenado, las caricias de Jen por debajo de la mesa, la aceptación del primero golpeándose el muslo para que ella gateara junto a él…
No recordaba haber sentido un placer igual, una paz igual, ¿por qué? Se lamentó por dentro. Ya no le quedaban lágrimas y sentía auténticos deseos de tirarse de los pelos. ¿Por qué, dios santo, por qué así, por qué con eso?
Hijo de puta, le había dado fuerte. Esther necesitaba borrar cuanto antes ese recuerdo de su cabeza, aquel instante en el que Inti la había colocado sin previo aviso sobre la mesa y se había liado a cintazos con ella, por un motivo completamente injusto además (si es que había algo que justificase aquello).
Alex la había provocado. Ese chico no tenía límite a la hora de bromear. Lo que había dicho la había hecho saltar…
En su fuero interno, a Esther le hubiera gustado haber podido contenerse. Aunque sólo hubiera sido para darles en las narices a los dos, uno que hablaba de algo de lo que no tenía ni puta idea, aplastando delicado cristal con sus botas “pisamierdas”, y el otro anteponiendo diligencia ante todo, indiferente a todo. Y Jen. Jen se había callado como un cabrón, no la había protegido, y eso había sido como apoyar a los otros dos. Se dio cuenta de que en realidad no le conocía, y se sintió imbécil por haberse sentido segura con él, por haber pensado algo tan absurdo como que estar a su lado era garantía de no sufrir daño. Imbécil, idiota, tonta.
Jen había abierto la boca pero sólo lo había hecho para recordarle a Inti un par de cosas que éste ya sabía. Y al otro no le había importado un carajo, desde luego.
Inti la había vejado y humillado delante de todos. Le había marcado la piel. El impacto del cinturón sobre su carne había sido terrible, desproporcionado, tanto que ahora le parecía a Esther que lo había olvidado. Igual que lo que les pasa a las mujeres después del parto, pensó, ya que aunque ella no había dado a luz nunca, había oído comentar que por cruenta que hubiera sido la experiencia, todo ese dolor se olvidaba. Más que olvidarlo, lo había bloqueado en su cabeza; de alguna manera, se sentía incapaz de reaccionar aún ante su encuentro con el cinturón.
Quería apartar de sí aquellas imágenes del mundo vuelto del revés. Cuanto antes. Lo necesitaba. Pero el culo le ardía, lo que la devolvía una y otra vez a lo ocurrido. En sentarse no quería ni pensar.
Aunque el “contrato” no tuviera ninguna validez legal, se alegró en su fuero interno de no haberlo firmado. Era como, al fin y al cabo, no haber acabado de comprometerse a aquello. Había probado, y no lo había soportado… y menos mal. Se preguntó qué hubiera sido de ella, qué hubiera pasado en el caso de haber obedecido y finalmente firmado aquel sinsentido. Y la respuesta que le envió su alma—no su cerebro—siempre inoportuna e incontrolable, no la entendió.
A pesar de su dolor, se sentó en un banco, aturdida. Miró alrededor: no tenía idea de dónde estaba, ni tampoco le importaba, ni sabía dónde ir.
Una palabra saltó en su mente, escrita en grandes letras negras sobre un lienzo blanco,como en una enorme pantalla de cine dentro de su cabeza: desesperación.
No iba a volver a casa de sus padres, no podía. Desde aquel mismo momento, comprendió que se había convertido en una “sin techo”. Esta idea fue como una náusea y tragó saliva con esfuerzo, aunque apenas le quedaba, para comérsela junto con el resto de sus miserias. No se daba mucha cuenta pero, para bien o para mal, estaba actuando. Estaba empezando, tan sólo empezando, a afrontar algunas cosas.
Le faltaba un impulso final para el movimiento, ya que su esquema de pensamiento le llevaba a la misma pregunta: “¿y ahora, qué? ¿Qué hacer, dónde ir?”
Era menos doloroso—o al menos eso le parecía—regodearse en su propia desgracia sobre aquel banco que atormentarse con preguntas.
Escondió la cabeza entre las manos y lloró a borbotones. En los últimos días había llorado más que en toda su vida.
Mientras dejaba a las lágrimas fluir, se dio cuenta de que tenía que volver en algún momento al piso de los chicos para recoger sus cosas. O no. Aún conservaba el papelito arrugado donde había apuntado direcciones y teléfonos de los anuncios del periódico, donde ellos habían publicado el suyo buscando a alguien para la habitación que tenían libre. Probablemente era la habitación de Inti o de Alex antes, ya que había visto que ellos dos compartían un solo cuarto. Se dijo que habrían hecho el cambio por auténtica necesidad económica, y sin embargo habían aceptado que ella viviera allí, ocupando ese lugar, a pesar de que no podía pagar nada…
¿Cómo que nada?
Los abusos, los insultos, los azotes. Eso era más que suficiente para varios meses, qué demonios.
Estaba enfadada, rabiosa, herida, dolorida. Perdida. Sin ninguna esperanza.
Lloró más aún cuando se permitió pensar que echaba de menos a Jen… a ese maldito cabrón, y también a Inti… de algún modo.
Le gustaban. Dios santo, ¿Por qué era tan imbécil? Le parecía que no se podía estar más loco en este mundo, ni más roto.
Cuando se hubo recompuesto tras unos minutos de llanto a lágrima viva, rebuscó con mano temblorosa el papelito de los teléfonos en su bolsillo. Aún le quedaban unas monedas sueltas; podía acercarse a una cabina y llamar desde allí, para anunciar que iría a recoger el resto de sus pertenencias y de paso gritar un par de cosas a esos tres malnacidos.
Pero no era capaz.
Las horas fueron pasando, y la tarde invernal dio paso a la noche. Vencida por el agotamiento, abrazándose las rodillas sobre ese mismo banco, Esther fue cayendo poco a poco en un estado que no era sueño, pero tampoco vigilia.
No recordaba cuando por fin había roto el alba del día siguiente, pero un frío intenso que sentía hasta el tuétano de los huesos le hizo levantar la cabeza, desperezarse, y contemplar las gotas escarchadas en las ramas desnudas de los árboles sobre su cabeza.
¿Había pasado la noche allí?
No podía ser…
No sabía qué hora era, pero el sol estaba saliendo; se adivinaba un resplandor naranja tras los edificios que la rodeaban.
Sólo podía mantener los ojos entreabiertos en una fina ranura. Estaban hinchadísimos de tanto llorar. Le dolían. Por no hablar de su trasero, y en realidad de todo su cuerpo. Se había quedado anquilosada en ese banco duro y helado como una piedra, y al intentar levantarse sintió protestar cada uno de sus músculos y huesos. El culo le ardía, por el contrario, y lo sentía enorme e inflamado bajo la ropa, palpitando. Esa sensación era traicionera por la misma evidencia… era como si, a pesar de la ropa, otras personas pudieran, de algún modo, ver lo que le habían hecho.
Necesitaba desesperadamente tomar algo caliente. Calentarse por dentro. Repasó el dinero que le quedaba en el bolsillo… insuficiente. Debía elegir entre tomarse un café—no le daba para más—o llamar por teléfono a aquellos cabrones, cosa que sentía que tenía que hacer lo antes posible para quitárselo de encima. Era una prueba dura y le daba miedo, pero sentía que tenía que hacerlo. Aunque sólo fuera por sus posesiones materiales que no quería abandonar ahí, y por el deseo de gritarles, de lanzarles toda su ira...si le quedaban fuerzas para eso.
Había seguido andando, alejándose de su precario asentamiento, y de pronto se detuvo frente a una cabina telefónica. No esperaba encontrar una, no de manera tan fácil, como si hubiera brotado de pronto de la acera para casi chocarse con ella. “Es una especie de señal”, se dijo. Era especialista en ese tipo de explicaciones místicas para los fenómenos simples y naturales. Y, gracias al inmenso poder de lo místico sobre algunos seres humanos, empujó la puerta de la cabina y entró.
Se sentía más calor allí, se dio cuenta de inmediato. No hasta el punto de ser agradable, con el aire oliendo a metal y a caucho, pero sí al menos un poco de calor. Con los dedos inflados y rojos de frío, se las arregló para sujetar el papel con una mano y con la otra pulsar en los botones el número de los chicos.
La endiablada máquina se tragó las monedas con un tintineo ambicioso, e inmediatamente se escuchó el pulso de la señal al otro lado de la línea. La mano de Esther que sujetaba el auricular tembló mientras esperaba. Escuchó la señal una vez, dos, tres… pensó que nadie contestaría al teléfono, y se dio cuenta de que no había contado con ello. Si la llamada se cortaba y ella no conseguía hablar, habría malgastado sus últimas monedas inútilmente… y sólo le quedaría pedir, como una mendiga, para volver a intentarlo o para comer.
No sabía si deseaba que ocurriera esto, que se cortara la comunicación sin que nadie contestara, a pesar de las consecuencias.
—¿Sí?
Oh, no. Habían contestado. Y lo peor de todo, no había sido capaz de reconocer el tono de voz, no sabía quién de los tres había sido.
—¿Jen?—aventuró con cierta esperanza.
Se produjo una breve pausa al otro lado.
—No, está trabajando—contestó la voz al fin. Esther no podía haber tenido peor suerte, ya que la voz que ahora escuchaba con toda claridad no era otra que la de Alex—¿quién es?
Tampoco él la había reconocido a ella.
Esther hinchó sus pulmones de aire y se armó de valor. Aunque cuando habló, apenas le salió la voz. A pesar del aplomo que se esforzó en mantener, el frío le había destrozado la garganta, lugar que acababa de comenzar a dolerle como si tuviera dentro de ella la fragua de Vulcano.
—Soy Esther—fue lo que dijo.
De nuevo unos segundos de silencio.
—Esther, soy Alex…--la voz de él sonaba distinta, prudente. ¿Realmente era él?
—Ya lo sé—respondió ésta. No tenía mucho tiempo; el dinero que había metido en la cabina pronto se acabaría, y no le quedaba más. Todos los reproches que guardaba en la recámara para soltar a grito pelado parecieron esfumarse de repente—Necesito pasar por allí a recoger mis cosas…
No sabía aún que haría con las dos inmensas bolsas y le parecía descabellado imaginarse a sí misma arrastrándolas por la acera como una indigente de lujo. Sin embargo, en su improvisado equipaje había metido calcetines gordos (sus pies en aquel momento eran dos cuchillas desprovistas de sensibilidad), prendas de lana y un abrigo de plumas que en aquel momento lamentaba profundamente no haber cogido. Necesitaba esas prendas, al menos si su destino era pasar más noches como aquella, al raso en la calle.
—¿Desde dónde llamas?—le preguntó Alex--¿Dónde estás?
“Y a ti qué te importa”, pensó Esther, pero no quiso decirlo.
—No lo sé muy bien…—reconoció. La voz se le quebró en un acceso de tos.
—¿Cómo que no? ¿Dónde has dormido?
—En la calle—respondió esta, no tenía tiempo ni ganas de elaborar una mentira. Al fin y al cabo, no era culpa de ella si no tenía dónde ir… ¿o sí? Bah, mejor era no pensarlo.
—¿En la calle?—Alex había subido la voz. No daba crédito--¿pero ahora dónde estás? Dime el nombre de la calle, te paso a buscar.
—¡No!—exclamó Esther—aún tengo la dirección del piso, lo encontraré sin problemas… ¿Inti está en casa ahora?
Iba a preguntar en un principio si era buen momento para pasar por allí, pero había cambiado la pregunta porque, si Inti estaba en casa, desde luego no lo era. Alex no le gustaba ni un pelo, pero una vez no había ya vínculo entre los "Amos" y ella sentía que de él podría pasar, o esquivar sus borderías al menos, que al lado de cómo la había azotado Inti ahora le parecían a Esther literalmente un juego de niños. Un juego cruel, pero nada más allá al fin y al cabo. Recordó lo que había dicho Jen el primer día sobre Alex : "tiene la boca muy grande, pero no te creas que se come a nadie"; ahora a Esther le parecía que entendía esa frase mucho mejor. Como dice el refrán "Cuidame del toro manso, Señor, que del bravo ya me cuido yo".
—No, Inti no está—respondió Alex—estoy sólo yo. Pero dime, ¿cómo se llama la calle donde estás ahora y qué número te pilla más cerca? Tengo aquí el coche, voy a recogerte en un minuto.
Alex solo en casa. Vale, ¿podría con ello? Podía llegar a pasar de un idiota degenerado que no la iba a tocar, aunque le pesaba el recuerdo de haber sido humillada de aquella manera frente a él. Pero ese pensamiento no servía de nada, había que ser fuerte, se sacudió a sí misma.
—No tengo ni idea de cómo se llama la calle—confesó—no veo nada escrito.
—Vale.—repuso él. Un pitido resonó en la línea, avisando de que la llamada se cortaría si aquel trasto del infierno no recibía más monedas—¿y qué es lo que ves?
Esther se asomó por los cristales cochambrosos de la cabina. Espoleada por el pitido, contestó con rapidez:
—Una farmacia…—dijo. Se fijó en una marquesina marrón que antes no había visto— una parada de autobús… del autobús 33 y 35—forzó la vista para enfocar los grandes números rotulados en la parte de la marquesina que le quedaba a la vista—un edificio rojo de ladrillo, con una placa de metal en la puerta.
—La escuela técnica de fotografía—dijo Alex inmediatamente—Sí que te has ido lejos.Voy a por ti, no te muevas de ahí.
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Esther salió de la cabina sin saber muy bien qué había ocurrido dentro de ésta.
En aquel momento Alex estaría buscando las llaves del coche, o tal vez ya estaba bajando en el ascensor para llegar hasta el vehículo con el fin de ir a buscarla.
¿Cómo había ocurrido aquello? Le parecía como si en la conversación ella no hubiera tomado parte.
Resignada—aunque todavía le quedaba la posibilidad de salir huyendo—se adelantó unos pasos hacia el edificio rojo, que era lo que, se dijo, resultaba más llamativo en aquel entorno gris. Si Alex llegaba, sería donde primero miraría en su busca, seguro.
¿Quería que la encontrara, que la recogiera?
Tuvo miedo. Necesitaba ir a por sus cosas, era cierto, pero ¿y si?… ¿y si ese hombre...?
No, no le parecía alguien capaz de hacerle daño, ya no. Inti era otra cosa; Alex era un payaso bocazas, ¿“perro ladrador, poco mordedor”? No estaba del todo segura pero lo visto últimamente le hacía dilucidar que Alex era ese tipo de persona. Y se dio cuenta de que no le importaban ya mucho sus comentarios fuera de lugar ni sus dentelladas. Había vivido cosas mucho peores en el piso, sin duda. Ya Alex no tenía poder sobre ella, ya le había otorgado suficiente.
Así que, hasta cierto punto airosa y orgullosa de sí misma, a pesar de su decadencia como indigente de primer grado, apoyó la espalda en la pared de ladrillo y esperó.
El vehículo negro no se hizo esperar, y estacionó en doble fila justo delante de Esther en apenas quince minutos. Nada más escucharse el tirón del freno de mano se abrió la puerta y Alex bajó. Con un par de zancadas salvó el tramo que le separaba de ella.
—Eh.,—le dijo.
Se quedó parado delante de Esther, observándola durante unos segundos.
—Chica, vaya cara tienes.—comentó. Extendió el brazo hacia ella y, ante la sorpresa de la chica le apretó levemente la mano—dios, estás helada… ¿has dormido en la calle? ¿lo has dicho en serio?
Ella asintió.
—¿Estás loca?
Por un momento Esther creyó que él iba a zarandearla, pero no lo hizo.
—¿Tú sabes el frío que hace por la noche aquí?
Claro que lo sabía… aunque, a decir verdad, ni siquiera se había dado cuenta del paso de las horas al hallarse sumida en ese extraño trance, sentada en el banco.
—Podías haberte muerto de frío, joder…
Alex estaba subiendo el tono y hablaba cada vez más rápido. Esther pensó vagamente que estaba apunto de desatarse una bronca, y se sintió aturdida, sin saber cómo cortar aquello. Sintió de pronto un dolor agudo en la parte de atrás de la cabeza, como si llevara un casco muy apretado. El dolor se hizo horriblemente afilado en cuestión de segundos igual que un aguijonazo atravesando la parte derecha de su cráneo. Esther cerró los ojos con fuerza, pero el dolor no cedió. Después de todo, lo menos que le podía pasar después de lo que había vivido aquellos últimos días era que le doliera la cabeza.
—Sube al coche, anda—dijo Alex, al ver el rostro contraído de la chica. Comprendió que debía tener un poco de cuidado, que la muchacha probablemente no estaba bien, así que hizo un esfuerzo supremo para morderse la lengua.
Aterida de frío—de pie lo notaba mucho más—Esther avanzó como pudo hasta el coche, donde le esperaba Alex con la puerta del copiloto abierta, en actitud vigilante.
Cada paso le dolió como los siete infiernos, no sólo por sus maltrechas nalgas, sino porque sentía las piernas como vigas de acero: duras, oxidadas.
No dejaba de tener gracia… ninguno de los chicos encajaría en el perfil de príncipe azul, o príncipe de cuento (del color que fuera), y sin embargo, dos de ellos la habían rescatado ya al menos una vez. Aunque desde luego eso de rescatar era algo muy relativo, claro.
Una vez hubo subido Esther al coche, Alex tomó posiciones al volante y arrancó sin decir palabra. Recorrieron una calle y otra, deshaciendo el camino que había hecho Esther el día anterior en su frenética huida.
—No has comido nada desde la última vez que nos hemos visto, ¿verdad?—le preguntó él.
Ella le miró. Estuvo a punto de soltarle una fresca (“y a ti qué coño te importa”), pero después de todo, Alex le estaba haciendo un favor acercándola al piso en coche. Era el momento idóneo, además: ni Inti ni Jen estaban en casa, así que podría organizar sus cosas sin mucho agobio, aunque necesitara hacerlo a buen ritmo para marcharse cuanto antes y dejar atrás por fin ese maldito lugar.
—No—le dijo—desde que comí polla, no he comido nada.
Pareció que Alex iba a decir algo pero cerró la boca con fuerza.
—Esther…--Estiró los brazos y apretó el volante con los dedos. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz nunca escuchado antes por Esther en él—Oye,lo siento. No pensé que lo que dije...
La chica abrió los ojos de par en par y los clavó en él. Alex apartó la mirada y fijó la vista en la carretera. A Esther le dio la impresión de que estaba tenso, nervioso, poniendo excesiva atención al acto de conducir que—se le notaba—era algo automático para él.
—No pensé que lo que dije fuera a afectarte tanto—continuó él, con la vista al frente— no pensé que iba a provocar… todo lo que vino después. Fue una broma, lo siento. Lo siento de verdad. No imaginaba que Inti fuera a hacer eso. No me lo podía imaginar.
Esther se encogió de hombros, aunque no podía ocultar que estaba anonadada. Lo último que podía esperar de alguien como Alex era una disculpa… y lo que había dicho después. Si él era el hombre de las cavernas, el agresivo payaso cavernícola... Incluso el dolor de cabeza había pasado a un segundo plano de lo perpleja que se hallaba.
—Mi padre no me educó bien—repuso, parafraseándole.
Él chasqueó la lengua y se giró levemente hacia ella para, acto seguido, volver a mirar al frente.
—Esther…
—Es verdad. Es un alcohólico fuera de control. Es un maltratador.
Ya casi habían llegado al edificio donde vivían los chicos. En coche no estaba lejos del punto donde Alex había recogido a Esther. Él estacionó próximo al portal, pero en lugar de salir del coche se volvió a la chica, ahora abiertamente sin esconder la mirada.
—¿Un maltratador?
—Alex…--Esther asió la manilla de la puerta del coche y tiró de ella, pero el seguro estaba echado y no pudo abrirla—no voy a hablar de eso. En realidad no quiero hablar de nada…
—¿Tu padre te maltrataba?—preguntó Alex, haciendo caso omiso.
—Déjalo...
Él se mantuvo en silencio unos segundos, mirándola fijamente. Extendió la mano y le rozó la lívida mejilla: continuaba helada. Sin decir nada, empezó a pulsar botones dentro del habitáculo del coche. Puso la calefacción a todo trapo y apagó el susurro de la radio, armatoste que se conectaba por defecto siempre que alguien arrancaba el motor. Colocó con los dedos las salidas de aire para que Esther pudiera notar en su cuerpo el calor de forma más directa, y la verdad que sentirlo fue para ella una bendición.
—¿Lo sabe Inti?
Comprobando que los intentos de salir del vehículo no serían más que una pérdida de tiempo, Esther sacudió la cabeza, resignada.
—¿Y Jen?
Ella no contestó.
—Estás loca—sentenció Alex de nuevo. No lo decía como algo peyorativo, simplemente era muy torpe—definitivamente. Sales de casa por un padre maltratador y te metes aquí… no lo entiendo.
¿Había salido de casa por eso?
No, se dijo, no sólo por eso. Pero no tenía ganas de decirle nada a Alex. Intuía que el chico no pararía hasta sacar el pus que se acumulaba tras sus precarias cicatrices si ella le dejaba.
—Mira, yo… si te soy sincero… nunca me he tomado el tema este de la dominación muy en serio. Pensé que era un juego sexual más que ponía cachondos a algunos degenerados y degeneradas. A mí también, claro, por qué no; todos somos degenerados a nuestra manera. Ya sabes, imaginaba que todo sería disfrutar de humillaciones, palmaditas en el culo, esposar las manos, jugar con la fusta, dar por detrás, etc. Daba por hecho que las amenazas eran parte del juego, y que se podían hacer ciertas cosas a través del “pacto”, pero no imaginaba algo como lo que vi, la verdad. Mi mente lo había diseñado de otra forma.
Esther le escuchaba, hipnotizada por el runrún del aire caliente al salir y por el calorcito que comenzaba a anidar debajo de ella, a sus pies. Le parecía no conocer al chico que hablaba con ella, tan turbado; todo parecía ser una especie de pesadilla subrealista, ¿se estaba quedando con ella?
—Y realmente no pensé... que esto trascendía a las emociones—concluyó él.
No era un hombre de las cavernas, después de todo. Cuando quería, podía expresarse con bastante claridad y corrección.
—Pero, Esther, en serio, ¿es que quieres destruirte?
—Oye, ya sé que eres educador de jóvenes problemáticos y toda la vaina—le soltó ella—pero yo no soy una de esas chicas que están allí, dondequiera que tú trabajes…
Alex frunció levemente el ceño.
—Trabajo como educador, sí—respondió—pero soy psicólogo. Me licencié en psicología, al menos.
—¿Qué?—Esther casi se atraganta—Vaya peligro. Eso sí que no me lo puedo creer…
—Ya, yo a veces tampoco.
Ella soltó una carcajada rancia. Era imposible, vamos, impensable del todo.
—Mi padre murió el año pasado—continuó él—también era alcohólico, “descontrolado”, como tú dices.
—Lo siento…
—No lo sientas, al menos su muerte no. Era un hijo de la gran puta, que me perdone mi abuela. Amenazaba, insultaba y acosaba a su familia, era capaz de cualquier cosa por un trago. A veces nos daba de hostias a mi hermano y a mí, para que no nos olvidáramos de que teníamos padre. La mayor parte del tiempo estaba fuera, pasando olímpicamente de su familia y de todo; era mejor así, claro. Recurría a los golpes para recordarnos que existía. Por eso no me cabe en la cabeza que una persona pueda sentir placer con un maltrato… o con dolor, salvo que sea masoquista, claro. Al principio creí que ese era tu caso… pero no, tú no eres masoquista, cuando le plantaste cara a Inti lo supe. Entonces, ¿por qué, Esther, por qué aceptaste? No lo entiendo. ¿Es porque no viste otra opción?
—Al principio sí—contestó esta—pero luego… algo en todo eso empezó a… gustarme.
Alex meneó la cabeza.
—Es peligroso. Emocionalmente, me refiero. Yo no sabía...
—Sí, debe de serlo.—le cortó ella—Creo que me estoy volviendo loca. Esto de estar hablando contigo ahora es una locura.
—Y tampoco entiendo cómo Inti o Jen viven esto de la manera en que lo hacen—Alex seguía ofuscado en su tema-- Les conozco, sé que no son sádicos. Son un poco cabrones pero vamos, una cosa normal. Aunque ya… ya no sé qué pensar.
—Bueno, ahora ya no hay manera de arreglarlo--respondió esta, sonriéndole por primera vez—en realidad no hay nada que arreglar, creo.
—Si me admites mi opinión, creo que lo último que necesitas son golpes.
—No te preocupes—murmuró Esther.
Estaba alucinada de lo coherente que resultaba Alex. “De modo que esto es lo que hay en el fondo” Pensó. Una sorpresa muy chocante, demasiado, ya no sabía ni qué creer.
—Ahora comprendo lo que hiciste, y entiendo que salieras pitando. Antes de lo que vi… yo pensaba que accedías a eso por gusto, aparte de por propia voluntad, que eso ya lo doy por hecho.
—No, no—Esther sacudió la cabeza con rechazo—no me gusta el dolor, y nunca he sido “perra”, nunca. No sabía ni lo que significaba serlo—se sonrió durante una décima de segundo. Dios, le estaban entrando otra vez ganas de echarse a llorar, ¿es que las lágrimas no iban a agotársele nunca?
—Yo había entendido…
—Habías entendido que era una “guarrilla”, en tu argot.
—Sí—reconoció él, a su pesar—Bueno, una chica con... gusto por lo extremo, en el sexo.
—Pues no.
Alex la miró entonces con auténtica compasión sin darse cuenta.
—Entonces… ¿por qué accediste a ese jodido pacto?
Ella calló. Lo había hecho por necesidad, pero no, no sólo por eso. Lo había hecho por Jen… y más tarde, había descubierto la sumisión y el placer de la entrega guiada por Inti.
Podría decirse que también fue por vicio, pero algo profundo que brillaba más allá la había capturado, la había atraído como la luz a las polillas. Por primera vez había querido creer en algo a ciegas, pero estaba claro que se había engañado a sí misma. Los cuentos de hadas no existen, sólo existen humanos que ven lo que quieren ver. Y la entrega era un cuento, en definitiva, una fantasía al fin y al cabo. Qué equivocada había estado, y cómo le habían dolido los cintazos, por dentro y por fuera. Le embargó la vergüenza, y no quiso decir nada más.
—¿Por qué razón, Esther?
—Alex, por favor, déjalo. Es muy complicado de contar.
—Pero...
—¿Podemos subir al piso ya, por favor?
—Sí. Claro.
Alex bajó del coche y le abrió la puerta a Esther. Ella salió, y según puso los pies fuera del vehículo se dijo que no sería capaz de soportar un segundo más a la intemperie. Se encaminó presurosa al portal, seguida por aquel chico de pelo oscuro, más alto que ella, cuyos ojos ya no se parecían tanto a los de una serpiente.
1o-"No lo sabía"
Entraron al piso y, de pronto, él la abrazó. Esther se asustó muchísimo, se le subió el corazón a la boca. No podía esperar nada como eso. Creía haber cubierto ya el cupo de sorpresas, por dios bendito.
Los brazos de Alex se cerraron en torno a su cuerpo con fuerza; Esther tuvo que amoldarse a su amplio torso para que no le faltara el aire. Sin soltarla, el chico cerró la puerta dando una patada hacia atrás. Se oyó un portazo que hizo temblar el marco, y cuando se hallaron completamente separados del resto del mundo por cuatro paredes, él la estrechó aún más fuerte contra sí y presionó la frente contra su cuello.
—No lo sabía—murmuró al oído de Esther—no tenía idea, lo siento mucho. No lo sabía…
Esther no estaba segura de saber a qué se refería, pero en el estado de shock que se encontraba no se le ocurrió preguntárselo. Aceptó como pudo el abrazo, al principio envarada y tensa, sin saber dónde poner las manos; luego, por fin se relajó y reclinó suavemente el rostro contra el pecho del chico. Escuchó el latir de su corazón contra su mejilla: fuerte, profundo, lleno; un tambor del tamaño de un puño bajo la piel.
Con la nariz sepultada en la camiseta de Alex, captó el olor a detergente mezclado con su piel, como si el chico hubiera cogido la prenda de la lavadora misma. Olor a jabón que se mezclaba con otras notas diferentes, dejando el rastro de una fragancia desconocida. Le parecía que aquel olor particular, almizclado y cerrado, cada vez era más intenso a medida que se atrevía a sentir más la piel de él. Así olía Alex, se dijo. Tomó aire profundamente, cerró los ojos y lo capturó en sus pulmones. Aquel olor era agradable… invitaba a descansar, si eso podía tener sentido.
Levantó un poco la cabeza, persiguiendo el aroma auténtico, más allá de camisetas y jabones. Aún sin abrir los ojos, rodó con la punta de su nariz sobre el cuello de Alex y aspiró profundamente donde notó el pulso. La piel de esa zona estaba caliente y se erizó con el contacto… y sin pensar en lo que hacía, Esther le besó.
Fue un acto completamente primario, lo hizo sin pensar. Y se trató de un beso fugaz, apenas un roce con los labios.
Alex retrocedió un poco, pero aún sin soltarla. Aún el rostro del él estaba fuera de la vista de Esther, apoyado sobre sus hombros, sellando el abrazo. Esther se arrepintió de su atrevimiento e intentó zafarse, aunque fue un intento absurdo, de hormiga en comparación con el gigante de acero que la sujetaba.
De pronto él aflojó rápidamente para tomarla de las manos. Le clavó las pupilas en los ojos; Esther no fue capaz de decir una palabra. Alex se llevó a los labios las manos de la chica y las besó con delicadeza. Mantuvo por unos segundos aquellas manos heladas al calor de sus labios, sin apenas tocarlas.
—Estás helada de frío—murmuró.
Esther separó ligeramente las piernas. Deseaba que Alex la abrazara otra vez.
—Ya no tanto—le respondió.
Él la miro y sonrió un poco.
—Ven—la llamó—deja que te dé un poco más de calor.
Esther tenía ganas de descansar por fin. De dejarse caer, de dejarse querer.
Y fue.
--
Alex la abrazó con todo su cuerpo. La volvió a rodear con los brazos, atrayéndola hacia sí estómago contra estómago, pierna rodeando pierna. Sus caderas, sin embargo, se obstinaban en mantenerse separadas.
Esther se apretó contra él y su olor le pegó como una bofetada, ese olor... el olor de Alex le gustaba, maldita sea.
Fue consciente de que tenía hambre, una especie agujero, vórtice de vacío que giraba dentro de su estómago cada vez con más intensidad. Se tambaleó en los brazos de Alex.
Recordaba haber llenado hacía poco, muy poco, un vacío milenario. Pero eso había sido antes de que todo se fuera a la mierda… y ahora ese vacío había vuelto, lo sentía, le dolía.
Necesitaba desesperadamente que la quisieran. O que actuaran como si la quisieran; estaba dispuesta a aceptar una mentira piadosa para que se obrara el milagro. Se apretó más contra el torso de Alex, cerró los ojos con fuerza y le transmitió aquella necesidad que gritaba en cada poro de su piel... Pero no habría hecho falta, porque Alex lo había percibido ya mucho antes.
Para él, el lenguaje verbal--especialmente el referido a las emociones—había representado siempre un gran esfuerzo. A menudo otras personas no entendían bien el sentido de sus palabras o sus actos—personas que no le conocían de cerca-- y él era muy consciente de sus limitaciones, las cuales tal vez trataba de "suplir" con esas bromas cargadas de ingenio según él, pesadas para otras personas. La comunicación no verbal se le daba algo mejor; tal vez si Alex hubiera estado allí el día en que todo comenzó, hubiera captado algo en el lenguaje corporal de Esther desde la primera vez que ésta fue enviada "al rincón". Pero Alex no había estado allí en ese momento.
El hecho es que ahora se daba perfecta cuenta de la fragilidad real de Esther y, por lo tanto, podía intuir su necesidad. Más que intuirla llegó a sentirla con toda claridad, casi emanando de la piel de la muchacha hasta hacer diana con el centro de su estómago. Chocaba con él, le envolvía en siniestros zarcillos de seda, le atravesaba y tiraba fuerte de ese nudo en el vientre, apretándolo...
Dentro de él los sentimientos colisionaban, muchos más de los que Alex estaba habituado a soportar. Ternura, agitación, ganas de espabilarla y de protegerla al mismo tiempo, incredulidad, y desde luego excitación. No tenía sitio en la cabeza para todo eso. La malcriada indefensa le estaba poniendo malo.
—En el coche me dijiste...—susurró junto a la mejilla de la chica—que hubo algo en ser una “perra” que te gustó...
Ella murmuró un sonido de asentimiento sin despegar la cabeza de su pecho. No se lo había pensado dos veces.
—¿Qué fue, Esther? ¿Qué es?
La chica enrojeció pero él no podía verlo.
—Me gusta Jen—jadeó—me gustaba Inti… y ahora tú…
Se dejó caer y los brazos de Alex la mantuvieron en equilibrio.
—¿Yo?—preguntó Alex. Se sentía raro oír eso cuando aún estaba asimilando todo lo que ocurría. Para él había sido un juego ayer, o como irse de putas pero a domicilio, y al día siguiente se daba cuenta de que no se trataba de algo así. Había más detrás del simple juego erótico, había bastante más. Y él no sabía nada.
—Sí. No lo sé...
—¿Habías fantaseado antes con algo de esto?—quiso saber Alex.
—Abiertamente no… pero hace poco recordé algo que desee hace mucho tiempo. Sólo fue fantasía, un sueño, y al conoceros a vosotros pensé que tenía la oportunidad de probar qué sentía cuando por fin el control lo tenían otros. Yo no lo tenía, no lo tenía nadie. No lo tiene nadie, ahora…
A medida que decía estas palabras, Esther iba siendo consciente de lo que significaban.
—Probé lo que se sentía al (tener) Amo… Amos. Al ser de ellos. Ya no les pertenezco.
Alex le acarició el pelo.
--No creo que sepas lo que quieres…
—Y a ti tampoco, Alex—continuó ella como si no le hubiera escuchado—A ti tampoco te pertenezco.
Alex se había removido por dentro al escucharla. La muchacha había hablado con verdadero sentimiento, aunque aún no sabía si con alivio o lamentándose.
—Esther, no, yo no…—"no sé nada de esto", "no quiero saber nada", "me podría afectar", "no quiero que te hagas daño".
—¿Nunca has deseado transgredirte a ti mismo? ¿Traspasar tus propios límites?
Él se apartó de ella para mirarla en perspectiva. La sujetó por los hombros y clavó los ojos en los de ella.
—Pues claro que sí.
—Eso es lo que yo he hecho…
Alex apretó con más fuerza los hombros de la chica.
—Yo no puedo hacerlo—le dijo.—No quiero.
Esther se puso de puntillas para alcanzar su boca y se acercó más a él. Se mantuvo unos segundos así a escasos centímetros de los labios de Alex.
—¿Por qué no?—susurró directamente a su boca.
Alex dio un respingo y entreabrió los labios.
—Porque tengo miedo de mí mismo—respondió, y bruscamente apresó los labios de Esther entre los suyos.
Sacó los dientes, gruñó y la mordió con glotonería una y otra vez, pero no la hizo daño. Le lamió los labios, jugó con su lengua sin pudor, acaloradamente. Ella abrió la boca para recibirle y sintió por un momento como si él la estuviera penetrando, follándole la boca con la lengua.
Alex no paraba de besarla, ni siquiera se apartaba de ella para respirar. Cuando tenía que hacerlo se detenía unos segundos, tomaba aire dentro de la boca de ella y exhalaba resoplando como un caballo allí mismo, al borde de sus labios. Esther se sentía ardiendo, quemándose viva. Ya no se acordaba de lo que era tener frío.
Alex tomó su labio inferior suavemente con los dientes y tiró de él: la estaba comiendo viva, y lo hacía con tanta ansia que ella sentía los labios agredidos y la piel que rodeaba los mismos echando chispas de irritación. Ese pequeño dolor la espoleó y le lamió los besos con furia, respondiéndole. A ella le pareció que el sabor de esa boca era una delicia, algo capaz de redimir cualquier mal interior.
No recordaba que nadie la hubiera besado tan fuerte nunca, metiéndole en la boca la lengua de esa forma, ruda, hambrienta, dura. No quiso ni imaginar lo que esa lengua podría conseguir en otros lugares de su cuerpo.
En un alarde de osadía ella se atrevió a morderle los labios, gesto al cual él respondió con una especie de gruñido, y acto seguido empujó con la lengua para despues apartarse bruscamente.
—Esther…
Respiraba rápido y fuerte. Los ojos le brillaban.
Ella le miró, en espera de lo que él quisiera decirle. No era capaz de pensar con lógica en aquel momento, sólo tenía piel para sentir la huella de sus labios, y boca para retener su sabor. Le dolía falta de él ahí, en la boca.
—¿Qué es lo que quieres?—preguntó Alex con un jadeo ronco—¿qué quieres que te dé?
—No lo sé…
—Yo tampoco sé si podría dártelo…
Fue tan sincera la respuesta del chico que Esther se precipitó de nuevo a sus labios, no lo pudo resistir. Él le gruñó en la boca; pareció como si al principio quisiera cerrarla, pero segundos después la aceptó y respondió al beso con avidez.
Alex se sentía salido a más no poder, las manos le quemaban como brasa viva acariciando de arriba abajo la espalda de ella. Le apetecía hacer cosas que le asustaban. Se sentía arder sólo por pensar en cosas en las que ahora reparaba por primera vez: no sabía que escondida dentro de él podía hallarse una necesidad como aquella, de algo, ¿de qué?
(¿Violarla?¿tomarla?¿poseerla? )
¿Qué coño...?
Su cuerpo, dolorosamente hueco de pronto como excavado a cuchillo, le pedía ser llenado igual que la tierra seca pide agua. Se separó con urgencia de Esther y movió las caderas al aire.
—No te vayas…--suplicó Esther. A ella también le faltaba algo.
—No quiero hacerte daño—respondió él.
Alex se apoyó contra la pared y fijó en ésta las palmas de las manos. Literalmente le ardían en contacto con la superficie granulada.
—Pues no me lo hagas…
Él sonrió, terriblemente nervioso. Negó con la cabeza.
—No, Esther, vete. Deberías dormir, ve al dormitorio, échate. Descansa.
Ella dio un paso hacia atrás, confusa.
—No te preocupes por éstos—continuó Alex, reprimiendo un jadeo—no te van a molestar. Duerme y piensa… piensa qué hacer… ¿vale?
Ella le miraba con los ojos muy abiertos.
“AMO”, la palabra no dejaba de dar vueltas en su caótica mente. Oh, no.
—Tienes que hacer algo, Esther. No puedes continuar así. Tienes que elegir. Yo no quiero golpes para ti.
Alex intentaba reponerse contra la pared; hacía verdaderos esfuerzos pero aún se le notaba muy acelerado. Los ojos verdes le echaban chispas.
—Tiene que haber algo mejor—concluyó—Piénsalo.
Ella asintió débilmente.
Agachó la cabeza, hecha un auténtico lío, y se dio la vuelta para caminar hasta la habitación donde estaban sus bolsas.
Alex la observó alejarse, y cuando oyó cerrarse la puerta de la habitación, se metió en elcuarto de baño.
Esther entró en el dormitorio e inmediatamente se dejó caer sobre la cama. Había caminado por el pasillo con la firme convicción de coger sus bolsas… ¿o no? En cualquier caso, volver a aquella habitación, a aquella casa, estaba suponiéndole una agitación que ya empezaba a hacerle mella. La noche anterior no había estado despierta, pero tampoco dormida, y la había pasado casi congelada a la intemperie. Por la mañana había ido de un sobresalto a otro, moviéndose de nuevo todos los muebles que había en su cabeza para tomar otra disposición. Casi podía oírlos, arrastrándose con estrépito sobre un salón ficticio. Últimamente eso ocurría varias veces al día.
Seguía extrañamente excitada, de manera constante y profunda. Excitada, alerta, inquieta. Como un animalillo
(perra)
aunque no podía negar que el cansancio comenzaba ya a ganarle la partida. También estaba aún algo enfadada, ...¿no?
No lo sabía.
—Alex…—llamó.
Silencio.
Esther tomó aire y le llamó en un tono de voz más alta.
—Alex…
Escucho unos pasos blandos—pies descalzos sobre el parqué—que se acercaban. Poco después oyó el quejido de la puerta al abrirse y los pasos de nuevo, ahora con toda claridad. Percibió de nuevo el olor de Alex cuando éste se sentó en el borde de la cama y se acercó a ella. Esther se encontraba echada de lado con las piernas encogidas, dándole la espalda.
—Dime.
—¿Crees que esto tiene arreglo?, ¿lo tiene?
—¿A qué te refieres?—preguntó él.
—Inti, Jen… ellos… tú—farfulló Esther. Los malditos cabrones hijos de puta. Los Amos.
Alex suspiró. Tuvo la tentación de tumbarse junto a ella pero siguió sentado en la cama.
—No te preocupes por eso ahora, ¿vale?—murmuró--¿Por qué no intentas dormir?
A decir verdad, ella ya era tan sólo vagamente consciente de lo que ocurría, lo percibía todo como si viniera de muy lejos.
Alex le quitó los zapatos y la arrastró con suavidad dentro de las sábanas y mantas. Cuando la hubo tapado hasta la barbilla, la observó durante unos segundos antes de salir de la habitación.
Los brazos de Alex se cerraron en torno a su cuerpo con fuerza; Esther tuvo que amoldarse a su amplio torso para que no le faltara el aire. Sin soltarla, el chico cerró la puerta dando una patada hacia atrás. Se oyó un portazo que hizo temblar el marco, y cuando se hallaron completamente separados del resto del mundo por cuatro paredes, él la estrechó aún más fuerte contra sí y presionó la frente contra su cuello.
—No lo sabía—murmuró al oído de Esther—no tenía idea, lo siento mucho. No lo sabía…
Esther no estaba segura de saber a qué se refería, pero en el estado de shock que se encontraba no se le ocurrió preguntárselo. Aceptó como pudo el abrazo, al principio envarada y tensa, sin saber dónde poner las manos; luego, por fin se relajó y reclinó suavemente el rostro contra el pecho del chico. Escuchó el latir de su corazón contra su mejilla: fuerte, profundo, lleno; un tambor del tamaño de un puño bajo la piel.
Con la nariz sepultada en la camiseta de Alex, captó el olor a detergente mezclado con su piel, como si el chico hubiera cogido la prenda de la lavadora misma. Olor a jabón que se mezclaba con otras notas diferentes, dejando el rastro de una fragancia desconocida. Le parecía que aquel olor particular, almizclado y cerrado, cada vez era más intenso a medida que se atrevía a sentir más la piel de él. Así olía Alex, se dijo. Tomó aire profundamente, cerró los ojos y lo capturó en sus pulmones. Aquel olor era agradable… invitaba a descansar, si eso podía tener sentido.
Levantó un poco la cabeza, persiguiendo el aroma auténtico, más allá de camisetas y jabones. Aún sin abrir los ojos, rodó con la punta de su nariz sobre el cuello de Alex y aspiró profundamente donde notó el pulso. La piel de esa zona estaba caliente y se erizó con el contacto… y sin pensar en lo que hacía, Esther le besó.
Fue un acto completamente primario, lo hizo sin pensar. Y se trató de un beso fugaz, apenas un roce con los labios.
Alex retrocedió un poco, pero aún sin soltarla. Aún el rostro del él estaba fuera de la vista de Esther, apoyado sobre sus hombros, sellando el abrazo. Esther se arrepintió de su atrevimiento e intentó zafarse, aunque fue un intento absurdo, de hormiga en comparación con el gigante de acero que la sujetaba.
De pronto él aflojó rápidamente para tomarla de las manos. Le clavó las pupilas en los ojos; Esther no fue capaz de decir una palabra. Alex se llevó a los labios las manos de la chica y las besó con delicadeza. Mantuvo por unos segundos aquellas manos heladas al calor de sus labios, sin apenas tocarlas.
—Estás helada de frío—murmuró.
Esther separó ligeramente las piernas. Deseaba que Alex la abrazara otra vez.
—Ya no tanto—le respondió.
Él la miro y sonrió un poco.
—Ven—la llamó—deja que te dé un poco más de calor.
Esther tenía ganas de descansar por fin. De dejarse caer, de dejarse querer.
Y fue.
--
Alex la abrazó con todo su cuerpo. La volvió a rodear con los brazos, atrayéndola hacia sí estómago contra estómago, pierna rodeando pierna. Sus caderas, sin embargo, se obstinaban en mantenerse separadas.
Esther se apretó contra él y su olor le pegó como una bofetada, ese olor... el olor de Alex le gustaba, maldita sea.
Fue consciente de que tenía hambre, una especie agujero, vórtice de vacío que giraba dentro de su estómago cada vez con más intensidad. Se tambaleó en los brazos de Alex.
Recordaba haber llenado hacía poco, muy poco, un vacío milenario. Pero eso había sido antes de que todo se fuera a la mierda… y ahora ese vacío había vuelto, lo sentía, le dolía.
Necesitaba desesperadamente que la quisieran. O que actuaran como si la quisieran; estaba dispuesta a aceptar una mentira piadosa para que se obrara el milagro. Se apretó más contra el torso de Alex, cerró los ojos con fuerza y le transmitió aquella necesidad que gritaba en cada poro de su piel... Pero no habría hecho falta, porque Alex lo había percibido ya mucho antes.
Para él, el lenguaje verbal--especialmente el referido a las emociones—había representado siempre un gran esfuerzo. A menudo otras personas no entendían bien el sentido de sus palabras o sus actos—personas que no le conocían de cerca-- y él era muy consciente de sus limitaciones, las cuales tal vez trataba de "suplir" con esas bromas cargadas de ingenio según él, pesadas para otras personas. La comunicación no verbal se le daba algo mejor; tal vez si Alex hubiera estado allí el día en que todo comenzó, hubiera captado algo en el lenguaje corporal de Esther desde la primera vez que ésta fue enviada "al rincón". Pero Alex no había estado allí en ese momento.
El hecho es que ahora se daba perfecta cuenta de la fragilidad real de Esther y, por lo tanto, podía intuir su necesidad. Más que intuirla llegó a sentirla con toda claridad, casi emanando de la piel de la muchacha hasta hacer diana con el centro de su estómago. Chocaba con él, le envolvía en siniestros zarcillos de seda, le atravesaba y tiraba fuerte de ese nudo en el vientre, apretándolo...
Dentro de él los sentimientos colisionaban, muchos más de los que Alex estaba habituado a soportar. Ternura, agitación, ganas de espabilarla y de protegerla al mismo tiempo, incredulidad, y desde luego excitación. No tenía sitio en la cabeza para todo eso. La malcriada indefensa le estaba poniendo malo.
—En el coche me dijiste...—susurró junto a la mejilla de la chica—que hubo algo en ser una “perra” que te gustó...
Ella murmuró un sonido de asentimiento sin despegar la cabeza de su pecho. No se lo había pensado dos veces.
—¿Qué fue, Esther? ¿Qué es?
La chica enrojeció pero él no podía verlo.
—Me gusta Jen—jadeó—me gustaba Inti… y ahora tú…
Se dejó caer y los brazos de Alex la mantuvieron en equilibrio.
—¿Yo?—preguntó Alex. Se sentía raro oír eso cuando aún estaba asimilando todo lo que ocurría. Para él había sido un juego ayer, o como irse de putas pero a domicilio, y al día siguiente se daba cuenta de que no se trataba de algo así. Había más detrás del simple juego erótico, había bastante más. Y él no sabía nada.
—Sí. No lo sé...
—¿Habías fantaseado antes con algo de esto?—quiso saber Alex.
—Abiertamente no… pero hace poco recordé algo que desee hace mucho tiempo. Sólo fue fantasía, un sueño, y al conoceros a vosotros pensé que tenía la oportunidad de probar qué sentía cuando por fin el control lo tenían otros. Yo no lo tenía, no lo tenía nadie. No lo tiene nadie, ahora…
A medida que decía estas palabras, Esther iba siendo consciente de lo que significaban.
—Probé lo que se sentía al (tener) Amo… Amos. Al ser de ellos. Ya no les pertenezco.
Alex le acarició el pelo.
--No creo que sepas lo que quieres…
—Y a ti tampoco, Alex—continuó ella como si no le hubiera escuchado—A ti tampoco te pertenezco.
Alex se había removido por dentro al escucharla. La muchacha había hablado con verdadero sentimiento, aunque aún no sabía si con alivio o lamentándose.
—Esther, no, yo no…—"no sé nada de esto", "no quiero saber nada", "me podría afectar", "no quiero que te hagas daño".
—¿Nunca has deseado transgredirte a ti mismo? ¿Traspasar tus propios límites?
Él se apartó de ella para mirarla en perspectiva. La sujetó por los hombros y clavó los ojos en los de ella.
—Pues claro que sí.
—Eso es lo que yo he hecho…
Alex apretó con más fuerza los hombros de la chica.
—Yo no puedo hacerlo—le dijo.—No quiero.
Esther se puso de puntillas para alcanzar su boca y se acercó más a él. Se mantuvo unos segundos así a escasos centímetros de los labios de Alex.
—¿Por qué no?—susurró directamente a su boca.
Alex dio un respingo y entreabrió los labios.
—Porque tengo miedo de mí mismo—respondió, y bruscamente apresó los labios de Esther entre los suyos.
Sacó los dientes, gruñó y la mordió con glotonería una y otra vez, pero no la hizo daño. Le lamió los labios, jugó con su lengua sin pudor, acaloradamente. Ella abrió la boca para recibirle y sintió por un momento como si él la estuviera penetrando, follándole la boca con la lengua.
Alex no paraba de besarla, ni siquiera se apartaba de ella para respirar. Cuando tenía que hacerlo se detenía unos segundos, tomaba aire dentro de la boca de ella y exhalaba resoplando como un caballo allí mismo, al borde de sus labios. Esther se sentía ardiendo, quemándose viva. Ya no se acordaba de lo que era tener frío.
Alex tomó su labio inferior suavemente con los dientes y tiró de él: la estaba comiendo viva, y lo hacía con tanta ansia que ella sentía los labios agredidos y la piel que rodeaba los mismos echando chispas de irritación. Ese pequeño dolor la espoleó y le lamió los besos con furia, respondiéndole. A ella le pareció que el sabor de esa boca era una delicia, algo capaz de redimir cualquier mal interior.
No recordaba que nadie la hubiera besado tan fuerte nunca, metiéndole en la boca la lengua de esa forma, ruda, hambrienta, dura. No quiso ni imaginar lo que esa lengua podría conseguir en otros lugares de su cuerpo.
En un alarde de osadía ella se atrevió a morderle los labios, gesto al cual él respondió con una especie de gruñido, y acto seguido empujó con la lengua para despues apartarse bruscamente.
—Esther…
Respiraba rápido y fuerte. Los ojos le brillaban.
Ella le miró, en espera de lo que él quisiera decirle. No era capaz de pensar con lógica en aquel momento, sólo tenía piel para sentir la huella de sus labios, y boca para retener su sabor. Le dolía falta de él ahí, en la boca.
—¿Qué es lo que quieres?—preguntó Alex con un jadeo ronco—¿qué quieres que te dé?
—No lo sé…
—Yo tampoco sé si podría dártelo…
Fue tan sincera la respuesta del chico que Esther se precipitó de nuevo a sus labios, no lo pudo resistir. Él le gruñó en la boca; pareció como si al principio quisiera cerrarla, pero segundos después la aceptó y respondió al beso con avidez.
Alex se sentía salido a más no poder, las manos le quemaban como brasa viva acariciando de arriba abajo la espalda de ella. Le apetecía hacer cosas que le asustaban. Se sentía arder sólo por pensar en cosas en las que ahora reparaba por primera vez: no sabía que escondida dentro de él podía hallarse una necesidad como aquella, de algo, ¿de qué?
(¿Violarla?¿tomarla?¿poseerla? )
¿Qué coño...?
Su cuerpo, dolorosamente hueco de pronto como excavado a cuchillo, le pedía ser llenado igual que la tierra seca pide agua. Se separó con urgencia de Esther y movió las caderas al aire.
—No te vayas…--suplicó Esther. A ella también le faltaba algo.
—No quiero hacerte daño—respondió él.
Alex se apoyó contra la pared y fijó en ésta las palmas de las manos. Literalmente le ardían en contacto con la superficie granulada.
—Pues no me lo hagas…
Él sonrió, terriblemente nervioso. Negó con la cabeza.
—No, Esther, vete. Deberías dormir, ve al dormitorio, échate. Descansa.
Ella dio un paso hacia atrás, confusa.
—No te preocupes por éstos—continuó Alex, reprimiendo un jadeo—no te van a molestar. Duerme y piensa… piensa qué hacer… ¿vale?
Ella le miraba con los ojos muy abiertos.
“AMO”, la palabra no dejaba de dar vueltas en su caótica mente. Oh, no.
—Tienes que hacer algo, Esther. No puedes continuar así. Tienes que elegir. Yo no quiero golpes para ti.
Alex intentaba reponerse contra la pared; hacía verdaderos esfuerzos pero aún se le notaba muy acelerado. Los ojos verdes le echaban chispas.
—Tiene que haber algo mejor—concluyó—Piénsalo.
Ella asintió débilmente.
Agachó la cabeza, hecha un auténtico lío, y se dio la vuelta para caminar hasta la habitación donde estaban sus bolsas.
Alex la observó alejarse, y cuando oyó cerrarse la puerta de la habitación, se metió en elcuarto de baño.
Esther entró en el dormitorio e inmediatamente se dejó caer sobre la cama. Había caminado por el pasillo con la firme convicción de coger sus bolsas… ¿o no? En cualquier caso, volver a aquella habitación, a aquella casa, estaba suponiéndole una agitación que ya empezaba a hacerle mella. La noche anterior no había estado despierta, pero tampoco dormida, y la había pasado casi congelada a la intemperie. Por la mañana había ido de un sobresalto a otro, moviéndose de nuevo todos los muebles que había en su cabeza para tomar otra disposición. Casi podía oírlos, arrastrándose con estrépito sobre un salón ficticio. Últimamente eso ocurría varias veces al día.
Seguía extrañamente excitada, de manera constante y profunda. Excitada, alerta, inquieta. Como un animalillo
(perra)
aunque no podía negar que el cansancio comenzaba ya a ganarle la partida. También estaba aún algo enfadada, ...¿no?
No lo sabía.
—Alex…—llamó.
Silencio.
Esther tomó aire y le llamó en un tono de voz más alta.
—Alex…
Escucho unos pasos blandos—pies descalzos sobre el parqué—que se acercaban. Poco después oyó el quejido de la puerta al abrirse y los pasos de nuevo, ahora con toda claridad. Percibió de nuevo el olor de Alex cuando éste se sentó en el borde de la cama y se acercó a ella. Esther se encontraba echada de lado con las piernas encogidas, dándole la espalda.
—Dime.
—¿Crees que esto tiene arreglo?, ¿lo tiene?
—¿A qué te refieres?—preguntó él.
—Inti, Jen… ellos… tú—farfulló Esther. Los malditos cabrones hijos de puta. Los Amos.
Alex suspiró. Tuvo la tentación de tumbarse junto a ella pero siguió sentado en la cama.
—No te preocupes por eso ahora, ¿vale?—murmuró--¿Por qué no intentas dormir?
A decir verdad, ella ya era tan sólo vagamente consciente de lo que ocurría, lo percibía todo como si viniera de muy lejos.
Alex le quitó los zapatos y la arrastró con suavidad dentro de las sábanas y mantas. Cuando la hubo tapado hasta la barbilla, la observó durante unos segundos antes de salir de la habitación.
11-En casa
Dejó a Esther dormida en la habitación y caminó hasta la cocina. Acababa de pajearse y estaba hecho polvo. Tuvo que acabar rápido cuando oyó que ella le llamaba.
Una vez en la cocina, se dejó caer sobre la silla que ocupaba habitualmente, contra la pared. Apoyó la cabeza en los azulejos y cerró los ojos, se estaba quedando sin fuerzas. Tomó una bocanada de aire, llenó al máximo sus pulmones de nadador y contuvo la respiración durante unos segundos; luego soltó el aire poco a poco, y al hacerlo cada uno de sus músculos se relajó.
Otra vez. Inhaló profundamente, exhaló. Oh, sí.
Se iba sumergiendo de esta forma en un estado de relajación en el que podía pensar más despacio. No quería pensar, e invertía esfuerzo en no hacerlo, pero al mismo tiempo no podía evitarlo. Imágenes de lo que acababa de pasar con Esther bombardeaban su cabeza, mezclándose con todo lo que él había deseado. El deseo se había abierto paso a latigazos, a golpes. Tan pronto le sobrevenía como después se esfumaba, dejándole escandalizado y con miedo. ¿Realmente él era así?
Trabajaba con chicos procedentes de entornos familiares y sociales problemáticos día a día. Sabía el daño que el abuso causaba. No le entraba en la cabeza el hecho de excitarse realmente por todas aquellas cosas que pensaba ahora, de pronto. Nunca había pensado en algo así -nunca, ¿verdad?...- y ahora no podía parar de hacerlo.
Había pensado en violencia. O no. No exactamente, más que violencia era rudeza, brusquedad en el trato. Tomar por la fuerza aquello que deseaba, y hacerlo sin más y porque sí, porque era suyo.
Morder, arañar, golpear. Violar. Aquello era… maltratar. ¿Lo era?
Decididamente no iba a dárselo a Esther, menos aún sabiendo lo que ahora sabía.
Para sacudirse la tentación de la cabeza—tentación inevitable, su deseo era enorme—cogió su móvil y mandó un mensaje de texto.
~~~(,, ,,ºº>
Jen no tenía tregua aquella mañana. La jornada estaba siendo agotadora en el centro donde trabajaba. Los chavales estaban revolucionados ni idea de por qué motivo, rechazando medicación y liándola parda; su jefe le había dado el coñazo mil veces sobre la actualización de no sé qué registros, y por si fuera poco, se acababa de presentar un tipo de la comunidad a hacer una auditoría. De vez en cuando había controles, y así tenía que ser, pero qué inoportunos eran, carajo.
No, decididamente no podía mirar el teléfono móvil que acababa de vibrar en el bolsillo de su pijama, no en aquel momento.
Con el hombre de la auditoría observando las caducidades de la medicación ahí dentro—la enfermería era un tugurio de dos por dos—se abrió la puerta con un sonoro “Blam” y entró Macaco sangrando por la nariz. Macaco era un chaval residente en el centro, muy torpe por otra parte, que solía lesionarse a menudo. Esta vez, por lo que pudo observar Jen nada más verle, parecía que le hubieran dado una patada o un codazo en la cara. Los chavales estaban jugando un partido de fútbol, Macaco siempre terminaba lesionado de una forma o de otra.
Joder, no podía tener más agobio.
Y algo le decía que era importante, que debía detenerse un momento y mirar el teléfono, pero eran tantos los frentes abiertos que temía perder la concentración. Se obligó a centrarse en la nariz rota de Macaco; oh joder, parecía rota de verdad, había que derivarle al hospital.
—Maca, por dios, qué has hecho…
—gfñzjfjmm…--respondió el aludido. Vocalizar nunca había sido su fuerte pero por ende tenía los labios hinchados y sanguinolentos, así que no había forma de entenderle.
—Aquí hay medicación fuera de inventario…—le espetó el auditor a Jen entre tanto, sin ninguna sensibilidad.
Jen continuó limpiando con suero las heridas de Macaco a conciencia. Ya atendería al tipo ese cuando terminase.
Así se le amontonó la mañana entre unas cosas y otras. Cuando por fin la ambulancia se llevó a Macaco y el auditor se fue, no sin antes haber discutido pormenorizadamente de manera agotadora, Jen cogió su móvil y lo desbloqueó.
El mensaje era de Alex.
“Está en casa. Todo bien”.
Tuvo que leerlo varias veces para asimilarlo. ¿En casa? Se refería a Esther, sin duda. Habían tenido una larga conversación sobre ella la noche anterior, los dos.
Se apresuró a marcar el número de Alex pero justo en ese momento—horror de los horrores—apareció por la puerta Ofelia, la esposa de su jefe. Era una mujer oronda, con pinta de viciosa, que se comía a Jen con la mirada y acudía a verle frecuentemente con cualquier pretexto, tuviera éste trabajo por delante o no.
—Hola—saludó, sonriendo melosa--¿me tomas la tensión, por favor? Sólo si no es mal momento…
“¡Mierda!” pensó él.
—Sí claro, pasa, Ofi.
Ofelia era de esas personas que en lugar de echarse colonia parece que se bañen en ella. La atmósfera en enfermería enana, que ya olía a cerrado de por sí después de pasar por ella el jefe, el auditor y el Macaco, se enrareció de forma insoportable.
Pero Jen ni reparó en ello.
Esther, en casa. Todo bien.
Se preguntó si podría escaparse antes. Estaba el día como para ello, ¡ja! Pero quizá, si llamaba a Paola—su compañera del turno de tarde—y le pedía que viniera un poco antes…
~~~(,, ,,ºº>
Inti jugaba con sus papeles sobre el escritorio, poniéndolos en riguroso orden haciendo coincidir cada uno de sus extremos -maldito TOC!-, cuando sonó el teléfono de la pequeña consulta que ocupaba aquella mañana en la clínica.
Con desgana, presuponiendo que se trataba de una llamada interna, descolgó el auricular.
—¿Sí?
—Ey, tengo que hablar contigo, ¿estás ocupado?
Inti hizo una mueca de disgusto. ¿Alex? ¿Qué coño quería?
—No—contestó con resignación—¿qué pasa?
Alex se demoró un momento.
—Perdone su excelencia que le moleste—respondió finalmente—sólo quería decirte algo que quizá te interese saber…
Joder. “Más te vale que sea importante”, pensó. La mañana estaba siendo una auténtica mierda. Había recibido un perrito pequeño a primera hora, destrozado por un atropello, un chiuaua con un jersey de tamaño minúsculo. La dueña le amaba, sin duda. Y no habían podido hacer nada.
Por si esto fuera poco, hacía tan solo minutos había tenido que sacrificar al viejo Jax… se trataba de un perro callejero que habían adoptado en la clínica hacía tres años, recién llegado Inti, y ya era viejo entonces. Había aparecido en la hípica de al lado con una herida profunda en el lomo que aún no sabían ni quién ni qué se la había producido. Era un perro grande y afable, con pinta de mastín aunque un poco más grande. No era agresivo pero tenía carácter, y lo había tenido hasta el final. El pobre ya no podía levantarse si quiera, la artrosis le estaba matando de dolor. Cuando lo encontraron, la herida había tardado mucho en curarse, e Inti pensaba que tal vez eso le había robado al perro tiempo de vida, le había debilitado. Mucho sufrimiento en muy poco tiempo, quizá.
Dormirle había tenido, al menos, un componente liberador pues había puesto fin al sufrimiento del animal. Pero había sido horrible, jodidamente horrible, apagar la vida de un viejo amigo. Pobre Jax. Y en cuanto a Inti, desde luego había tenido días mejores.
—¿Qué pasa?—repitió con aspereza.
—Es sobre Esther. Está en casa.
Silencio.
—¿Ha vuelto?—carraspeó Inti finalmente.
—No… --respondió Alex—no lo sé, la verdad.
—¿Pero está ahí ahora? ¿Cómo que no lo sabes?
—Te noto estresado. Ya te lo explicaré cuando llegues a casa.
Alex escuchó como Inti bufaba al otro lado del teléfono.
—Pero Alex, vamos a ver, ¿está ahí o no?
—Sí. Está aquí.
—¿Y está bien?
—Sí—Alex no pudo evitar sonreír mientras decía esto—sí, está bien. Ha dormido en la calle pero está bien. Inti, tenemos que hacer algo con este tema...
No era el mejor momento para tirar de ese hilo con su amigo. Pero quería decírselo, aunque fuera para dejarlo como apunte pendiente y hablar de ello después.
—¿Ha dormido en la calle? Está mal de la cabeza esa chica. Joder. Con el frío que hace habrá pillado una pulmonía.
—No, parece que no.
Por si acaso, él la había tapado bien…
—Bueno, ¿qué quiere?—quiso saber Inti--¿largarse? ¿Quedarse? Yo no volvería a convivir con un “maldito cabrón”.
—No te olvides de “hijo de puta”—le recordó Alex.
—Eso—corroboró Inti—y de “hacer algo con el tema” yo paso. Paso de este asunto. Lo último que quiero ahora son quebraderos de cabeza.
—Pero…
—Si queréis jueguecitos pues jugad, por mí no tengáis problema, pero que quede entre vosotros tres. Yo paso.
—Bueno, veo que te he llamado en el momento perfecto…
—Para no variar.
Alex colgó el teléfono. Era amigo de Inti desde hace muchísimo tiempo, pero a veces sentía que le daría de ostias hasta hartarse. Puta forma de ser tenía, jodido bivalvo, metido en su concha con su madreperla. A tomar por culo.
Quería hablar con él, no sólo sobre Esther, sino sobre el inquietante descubrimiento de sus nuevas pulsiones propias. Le parecía que Inti podía entenderle. Con Jen hablaría también, pero Jen era más tranquilo, era de esas personas que tienen el don de hacer sentir bien a los que tienen cerca. Jen no parecía impulsivo como él. Le parecía que Inti podía entenderle mejor a ese respecto. Alex necesitaba entender lo que estaba pasando, lo que le estaba pasando.
Pero en fin, ya habría oportunidad de hablar largo y tendido cuando su amigo volviera, o al menos eso esperaba.
Jen entró en la casa y cerró la puerta quedamente sin hacer ruido. La buenaza de Paola había accedido a cubrirle desde las dos hasta las tres de la tarde, así que llegaba a casa una hora antes de lo que lo hacía normalmente. Le había dicho a su compañera que había tenido una emergencia, y no había mentido, por lo menos sentía que era así.
Se quitó la chupa y la colgó en el perchero de la entrada. Debajo de ella llevaba aún el pijama blanco de trabajo: no se había cambiado de ropa ni siquiera, había subido al coche como estaba para llegar cuanto antes. No quería perder tiempo.
Encontró a Alex en la cocina. No se había movido de la silla donde se había sentado hacía ya horas, pero eso Jen no podía saberlo.
—¿Dónde está?—preguntó desde la puerta.
Su amigo le miró como si no le hubiera siquiera oído llegar.
--Duerme—respondió.
—¿En la habitación de alquiler?
—Sí.
Jen salió de la cocina y enfiló hacia el pasillo.
—Eh, ¿adónde vas?—le gritó Alex desde su silla.
—A verla—contestó. Obvio.
-
Abrió la puerta con cuidado de no hacer ruido. La habitación se hallaba sumida en una suave penumbra, iluminada tan sólo por los pequeños cuadraditos de luz que se filtraban por las ranuras de la persiana. La cama se distinguía abultada por la persona que dormía en ella, aunque no se adivinaba ninguna silueta, solo mantas. Jen se mordió el labio. Estaba ahí...
Se acercó y se sentó en el borde de la cama, a su espalda. Extendió el brazo para colocar los cobertores y sin querer rozó la frente de Esther con una tira de cuero que colgaba de su muñeca. Ella se revolvió entre sueños y murmuró algo ininteligible.
—Nena…—susurró Jen.
No quería despertarla, decirlo había sido como pensar en voz alta. Pero ella abrió los ojos y giró la cabeza hacia él.
Al principio no le distinguió con claridad. Poco a poco, cuando sus ojos se fueron amoldando al estado de vigilia, alcanzó a ver quién estaba sentado junto a ella. Cuando se dio cuenta pareció que la hubieran pinchado; abrió los ojos de par en par y se le cortó la respiración.
—Jen…
Su voz estaba todavía empapada de sueño y teñida de sorpresa.
Él sonrió quedamente, sin atreverse aún a expresar cariño. Quizá ella estaba enfadada, quizá no quería saber nada de él…
—Hola, Esther—le dijo suavemente—bienvenida de nuevo.
“No voy a quedarme” pensó ella. Pero no fue capaz de decirlo.
—Hola…--respondió en lugar de eso.
Jen sonrió más.
—Me alegro de que estés aquí.
Ella bajó la cabeza. “Por favor, no digas eso…”
—¿Cómo estás? Inti te pegó fuerte—murmuró-- ¿Te duele?
Como el demonio. Cada vez que se sentaba o apoyaba en alguna superficie, Esther revivía el castigo en su piel.
—Un poco…—respondió.
—¿Sangraste?
Ella le miró desencajada.
—Sí, sangré. ¿Por qué quieres saberlo?
—Porque podría infectarse la piel que se ha roto. ¿Me dejas echarle un vistazo?
No, de ninguna manera. No se le ocurría nada más humillante que eso. Ya era bastante que Jen pudiera ver las marcas que le habían quedado dentro, mirándola a los ojos, como para encima enseñarle las de fuera.
—Me da vergüenza…—admitió.
El frunció el ceño. No era la primera vez que ella le decía algo así.
—¿Vergüenza? Te aseguro que he visto muchas heridas… y bastantes culos. Vamos, date la vuelta. Iré a buscar algo que creo que te ayudará, date la vuelta y espérame.
Vaya, no dejaba de ser amable pero se mostraba autoritario.
Jen volvió en cuestión de minutos. Esther se incorporó y vio que llevaba un tubo de crema entre las manos. Finalmente se avino a la posición que Jen le había encomendado, y sintió un hormigueo cuando las manos de él se posaron sobre su espalda.
Así, con el pijama blanco escotado en pico, sentado junto a ella en la cama, Jen parecía su enfermero personal. Al fin y al cabo era eso, un profesional que podía ayudarla con el dolor.
—Vale, tranquila…—murmuró mientras retiraba la sábana y la manta.
Desabrochó los pantalones de Esther y tiró de ellos con suavidad, enroscándoselos a la altura de las rodillas. Ya por debajo de las bragas se veían señales violetas sobre los muslos de la chica, inicios del camino donde el cinturón había impactado. Tomó la goma de las bragas y se las bajó despacio, apenado. Pobre Esther.
Lo que vio le impresionó. Ese mapa de señales en zigzag en toda la gama de morados, esas agresivas marcas. Había alguna herida leve pero parecía estar costreando sin problemas ni signos de infección.
--Voy a darte un poco de crema por encima de la piel íntegra—le explicó—la vas a notar un poco fría al principio, pero te calmará.
Esther se estremeció cuando Jen comenzó a masajearle las nalgas aplicándole el ungüento. Le produjo una sensación desagradable, pero eso fue solo al principio; casi inmediatamente sintió alivio. Sentía más el frescor que el dolor, en cualquier caso. Y las manos de Jen eran atentas, cautas, experimentadas.
Sintió que la mano derecha de él subía hasta su hueso sacro y comenzaba a hacer una leve presión sobre las vértebras.
--Hmmmmm…
Escuchó una risita de él en respuesta a su murmullo de gusto. Había sonado vehemente, no había podido evitarlo.
Jen siguió masajeándola muy despacio, muy suavemente. Todavía conservaba crema en los dedos, y estos rodaban sobre la piel con completa libertad, sin que nada les opusiera resistencia.
Llevaban así más tiempo del que Esther creía cuando, de pronto, sintió la punta del dedo de Jen entre sus nalgas. Estaba fresca por la crema y se deslizaba de forma deliciosa, aunque sólo se atrevió a insinuarse. Ella no supo qué hacer. Deseo ese dedo en su culo e inmediatamente se dijo que era una zorra, una guarra, una perra y blablá, pero qué más daba. Tumbada boca abajo como estaba, separó un poco las piernas.
Le pareció que Jen jadeaba detrás de ella.
—¿Te molesta que toque por aquí?—preguntó, introduciendo de nuevo la punta del dedo entre las nalgas de Esther.
Ni él mismo había podido imaginar acabar así, deseando ese culito. Estaba preocupado por Esther, estaba centrado en curarla, pero no contaba con que una vez hecho aquello se excitaría de aquel modo.
Ella gimió y movió las caderas por toda respuesta.
—¿Eres mi perrita aún, nena?
"Oh, Amo".
Jen se había inclinado sobre la espalda de Esther y había pronunciado la pregunta en su oído. Con la mano izquierda le acariciaba el pelo y presionaba muy suavemente su cabeza contra la almohada; con la mano derecha seguía explorándola entre las nalgas, cada vez más adentro.
—No me hagas esa pregunta, por favor, Amo.
Él se rió y la besó detrás de la oreja.
—Pequeña…
Encontró su ano y, para sorpresa de Esther, lo penetró de golpe con un dedo lubricado. La muchacha arqueó la espalda y levantó el trasero como una perra en celo; su culo protestó ante aquella intromisión pero se adaptó en seguida al dedo que lo invadía, y ella ya había comenzado a mover las caderas en círculos queriendo más.
—¿Te duele?—murmuró Jen.
Ella negó con la cabeza.
—No…
Él empezó a mover el dedo más rápido. Cuando ya no pudo clavarlo más adentro, se montó a horcajadas sobre la parte posterior de los muslos de Esther, le separó las nalgas y escupió directamente en su -¿aún virgen?- agujero, que ya comenzaba a verse abierto. La había agarrado con cuidado, procurando no presionar ningún moratón, para poder tirar de la piel con la firmeza necesaria.
—¿Te gusta?—jadeó.
—Sí…
Frotó la saliva entre las nalgas de la chica, friccionando con rapidez. Esther se revolvió: su culo caliente le echaba de menos. Él la tomó del pelo y la mordió en el cuello, tras lo cual volvió a penetrarla el culo con el dedo, esta vez no tan suavemente como antes porque sabía que entraría fácil. Trazó dentro de ella círculos cada vez más amplios y profundos, sintiendo como la piel que le abrazaba empezaba a ceder.
Esther gemía de placer. Jen tenía los nudillos empapados por los jugos que le habían chorreado la mano, procedentes de su coño, más abajo de la parte donde él centraba en aquel momento su atención. Decidió hacerle un poco de caso al clítoris de ella y deslizó la mano izquierda en el calor de su sexo, buscándolo al tacto. Lo encontró, y presionó con su dedo pulgar sin moverlo sobre el abultado guisante, dejándolo quieto contra él. Esther cabalgó en el aire como loca.
Ya tenía dos dedos dentro de su culo. Uno más, y podría meterle la polla sin destrozarla. Oh, dios, cómo lo deseaba. Al cuerno los planes del estreno conjunto, del “estreno feliz”; las cosas habían tomado un ritmo muy distinto.
Una vez en la cocina, se dejó caer sobre la silla que ocupaba habitualmente, contra la pared. Apoyó la cabeza en los azulejos y cerró los ojos, se estaba quedando sin fuerzas. Tomó una bocanada de aire, llenó al máximo sus pulmones de nadador y contuvo la respiración durante unos segundos; luego soltó el aire poco a poco, y al hacerlo cada uno de sus músculos se relajó.
Otra vez. Inhaló profundamente, exhaló. Oh, sí.
Se iba sumergiendo de esta forma en un estado de relajación en el que podía pensar más despacio. No quería pensar, e invertía esfuerzo en no hacerlo, pero al mismo tiempo no podía evitarlo. Imágenes de lo que acababa de pasar con Esther bombardeaban su cabeza, mezclándose con todo lo que él había deseado. El deseo se había abierto paso a latigazos, a golpes. Tan pronto le sobrevenía como después se esfumaba, dejándole escandalizado y con miedo. ¿Realmente él era así?
Trabajaba con chicos procedentes de entornos familiares y sociales problemáticos día a día. Sabía el daño que el abuso causaba. No le entraba en la cabeza el hecho de excitarse realmente por todas aquellas cosas que pensaba ahora, de pronto. Nunca había pensado en algo así -nunca, ¿verdad?...- y ahora no podía parar de hacerlo.
Había pensado en violencia. O no. No exactamente, más que violencia era rudeza, brusquedad en el trato. Tomar por la fuerza aquello que deseaba, y hacerlo sin más y porque sí, porque era suyo.
Morder, arañar, golpear. Violar. Aquello era… maltratar. ¿Lo era?
Decididamente no iba a dárselo a Esther, menos aún sabiendo lo que ahora sabía.
Para sacudirse la tentación de la cabeza—tentación inevitable, su deseo era enorme—cogió su móvil y mandó un mensaje de texto.
~~~(,, ,,ºº>
Jen no tenía tregua aquella mañana. La jornada estaba siendo agotadora en el centro donde trabajaba. Los chavales estaban revolucionados ni idea de por qué motivo, rechazando medicación y liándola parda; su jefe le había dado el coñazo mil veces sobre la actualización de no sé qué registros, y por si fuera poco, se acababa de presentar un tipo de la comunidad a hacer una auditoría. De vez en cuando había controles, y así tenía que ser, pero qué inoportunos eran, carajo.
No, decididamente no podía mirar el teléfono móvil que acababa de vibrar en el bolsillo de su pijama, no en aquel momento.
Con el hombre de la auditoría observando las caducidades de la medicación ahí dentro—la enfermería era un tugurio de dos por dos—se abrió la puerta con un sonoro “Blam” y entró Macaco sangrando por la nariz. Macaco era un chaval residente en el centro, muy torpe por otra parte, que solía lesionarse a menudo. Esta vez, por lo que pudo observar Jen nada más verle, parecía que le hubieran dado una patada o un codazo en la cara. Los chavales estaban jugando un partido de fútbol, Macaco siempre terminaba lesionado de una forma o de otra.
Joder, no podía tener más agobio.
Y algo le decía que era importante, que debía detenerse un momento y mirar el teléfono, pero eran tantos los frentes abiertos que temía perder la concentración. Se obligó a centrarse en la nariz rota de Macaco; oh joder, parecía rota de verdad, había que derivarle al hospital.
—Maca, por dios, qué has hecho…
—gfñzjfjmm…--respondió el aludido. Vocalizar nunca había sido su fuerte pero por ende tenía los labios hinchados y sanguinolentos, así que no había forma de entenderle.
—Aquí hay medicación fuera de inventario…—le espetó el auditor a Jen entre tanto, sin ninguna sensibilidad.
Jen continuó limpiando con suero las heridas de Macaco a conciencia. Ya atendería al tipo ese cuando terminase.
Así se le amontonó la mañana entre unas cosas y otras. Cuando por fin la ambulancia se llevó a Macaco y el auditor se fue, no sin antes haber discutido pormenorizadamente de manera agotadora, Jen cogió su móvil y lo desbloqueó.
El mensaje era de Alex.
“Está en casa. Todo bien”.
Tuvo que leerlo varias veces para asimilarlo. ¿En casa? Se refería a Esther, sin duda. Habían tenido una larga conversación sobre ella la noche anterior, los dos.
Se apresuró a marcar el número de Alex pero justo en ese momento—horror de los horrores—apareció por la puerta Ofelia, la esposa de su jefe. Era una mujer oronda, con pinta de viciosa, que se comía a Jen con la mirada y acudía a verle frecuentemente con cualquier pretexto, tuviera éste trabajo por delante o no.
—Hola—saludó, sonriendo melosa--¿me tomas la tensión, por favor? Sólo si no es mal momento…
“¡Mierda!” pensó él.
—Sí claro, pasa, Ofi.
Ofelia era de esas personas que en lugar de echarse colonia parece que se bañen en ella. La atmósfera en enfermería enana, que ya olía a cerrado de por sí después de pasar por ella el jefe, el auditor y el Macaco, se enrareció de forma insoportable.
Pero Jen ni reparó en ello.
Esther, en casa. Todo bien.
Se preguntó si podría escaparse antes. Estaba el día como para ello, ¡ja! Pero quizá, si llamaba a Paola—su compañera del turno de tarde—y le pedía que viniera un poco antes…
~~~(,, ,,ºº>
Inti jugaba con sus papeles sobre el escritorio, poniéndolos en riguroso orden haciendo coincidir cada uno de sus extremos -maldito TOC!-, cuando sonó el teléfono de la pequeña consulta que ocupaba aquella mañana en la clínica.
Con desgana, presuponiendo que se trataba de una llamada interna, descolgó el auricular.
—¿Sí?
—Ey, tengo que hablar contigo, ¿estás ocupado?
Inti hizo una mueca de disgusto. ¿Alex? ¿Qué coño quería?
—No—contestó con resignación—¿qué pasa?
Alex se demoró un momento.
—Perdone su excelencia que le moleste—respondió finalmente—sólo quería decirte algo que quizá te interese saber…
Joder. “Más te vale que sea importante”, pensó. La mañana estaba siendo una auténtica mierda. Había recibido un perrito pequeño a primera hora, destrozado por un atropello, un chiuaua con un jersey de tamaño minúsculo. La dueña le amaba, sin duda. Y no habían podido hacer nada.
Por si esto fuera poco, hacía tan solo minutos había tenido que sacrificar al viejo Jax… se trataba de un perro callejero que habían adoptado en la clínica hacía tres años, recién llegado Inti, y ya era viejo entonces. Había aparecido en la hípica de al lado con una herida profunda en el lomo que aún no sabían ni quién ni qué se la había producido. Era un perro grande y afable, con pinta de mastín aunque un poco más grande. No era agresivo pero tenía carácter, y lo había tenido hasta el final. El pobre ya no podía levantarse si quiera, la artrosis le estaba matando de dolor. Cuando lo encontraron, la herida había tardado mucho en curarse, e Inti pensaba que tal vez eso le había robado al perro tiempo de vida, le había debilitado. Mucho sufrimiento en muy poco tiempo, quizá.
Dormirle había tenido, al menos, un componente liberador pues había puesto fin al sufrimiento del animal. Pero había sido horrible, jodidamente horrible, apagar la vida de un viejo amigo. Pobre Jax. Y en cuanto a Inti, desde luego había tenido días mejores.
—¿Qué pasa?—repitió con aspereza.
—Es sobre Esther. Está en casa.
Silencio.
—¿Ha vuelto?—carraspeó Inti finalmente.
—No… --respondió Alex—no lo sé, la verdad.
—¿Pero está ahí ahora? ¿Cómo que no lo sabes?
—Te noto estresado. Ya te lo explicaré cuando llegues a casa.
Alex escuchó como Inti bufaba al otro lado del teléfono.
—Pero Alex, vamos a ver, ¿está ahí o no?
—Sí. Está aquí.
—¿Y está bien?
—Sí—Alex no pudo evitar sonreír mientras decía esto—sí, está bien. Ha dormido en la calle pero está bien. Inti, tenemos que hacer algo con este tema...
No era el mejor momento para tirar de ese hilo con su amigo. Pero quería decírselo, aunque fuera para dejarlo como apunte pendiente y hablar de ello después.
—¿Ha dormido en la calle? Está mal de la cabeza esa chica. Joder. Con el frío que hace habrá pillado una pulmonía.
—No, parece que no.
Por si acaso, él la había tapado bien…
—Bueno, ¿qué quiere?—quiso saber Inti--¿largarse? ¿Quedarse? Yo no volvería a convivir con un “maldito cabrón”.
—No te olvides de “hijo de puta”—le recordó Alex.
—Eso—corroboró Inti—y de “hacer algo con el tema” yo paso. Paso de este asunto. Lo último que quiero ahora son quebraderos de cabeza.
—Pero…
—Si queréis jueguecitos pues jugad, por mí no tengáis problema, pero que quede entre vosotros tres. Yo paso.
—Bueno, veo que te he llamado en el momento perfecto…
—Para no variar.
Alex colgó el teléfono. Era amigo de Inti desde hace muchísimo tiempo, pero a veces sentía que le daría de ostias hasta hartarse. Puta forma de ser tenía, jodido bivalvo, metido en su concha con su madreperla. A tomar por culo.
Quería hablar con él, no sólo sobre Esther, sino sobre el inquietante descubrimiento de sus nuevas pulsiones propias. Le parecía que Inti podía entenderle. Con Jen hablaría también, pero Jen era más tranquilo, era de esas personas que tienen el don de hacer sentir bien a los que tienen cerca. Jen no parecía impulsivo como él. Le parecía que Inti podía entenderle mejor a ese respecto. Alex necesitaba entender lo que estaba pasando, lo que le estaba pasando.
Pero en fin, ya habría oportunidad de hablar largo y tendido cuando su amigo volviera, o al menos eso esperaba.
Jen entró en la casa y cerró la puerta quedamente sin hacer ruido. La buenaza de Paola había accedido a cubrirle desde las dos hasta las tres de la tarde, así que llegaba a casa una hora antes de lo que lo hacía normalmente. Le había dicho a su compañera que había tenido una emergencia, y no había mentido, por lo menos sentía que era así.
Se quitó la chupa y la colgó en el perchero de la entrada. Debajo de ella llevaba aún el pijama blanco de trabajo: no se había cambiado de ropa ni siquiera, había subido al coche como estaba para llegar cuanto antes. No quería perder tiempo.
Encontró a Alex en la cocina. No se había movido de la silla donde se había sentado hacía ya horas, pero eso Jen no podía saberlo.
—¿Dónde está?—preguntó desde la puerta.
Su amigo le miró como si no le hubiera siquiera oído llegar.
--Duerme—respondió.
—¿En la habitación de alquiler?
—Sí.
Jen salió de la cocina y enfiló hacia el pasillo.
—Eh, ¿adónde vas?—le gritó Alex desde su silla.
—A verla—contestó. Obvio.
-
Abrió la puerta con cuidado de no hacer ruido. La habitación se hallaba sumida en una suave penumbra, iluminada tan sólo por los pequeños cuadraditos de luz que se filtraban por las ranuras de la persiana. La cama se distinguía abultada por la persona que dormía en ella, aunque no se adivinaba ninguna silueta, solo mantas. Jen se mordió el labio. Estaba ahí...
Se acercó y se sentó en el borde de la cama, a su espalda. Extendió el brazo para colocar los cobertores y sin querer rozó la frente de Esther con una tira de cuero que colgaba de su muñeca. Ella se revolvió entre sueños y murmuró algo ininteligible.
—Nena…—susurró Jen.
No quería despertarla, decirlo había sido como pensar en voz alta. Pero ella abrió los ojos y giró la cabeza hacia él.
Al principio no le distinguió con claridad. Poco a poco, cuando sus ojos se fueron amoldando al estado de vigilia, alcanzó a ver quién estaba sentado junto a ella. Cuando se dio cuenta pareció que la hubieran pinchado; abrió los ojos de par en par y se le cortó la respiración.
—Jen…
Su voz estaba todavía empapada de sueño y teñida de sorpresa.
Él sonrió quedamente, sin atreverse aún a expresar cariño. Quizá ella estaba enfadada, quizá no quería saber nada de él…
—Hola, Esther—le dijo suavemente—bienvenida de nuevo.
“No voy a quedarme” pensó ella. Pero no fue capaz de decirlo.
—Hola…--respondió en lugar de eso.
Jen sonrió más.
—Me alegro de que estés aquí.
Ella bajó la cabeza. “Por favor, no digas eso…”
—¿Cómo estás? Inti te pegó fuerte—murmuró-- ¿Te duele?
Como el demonio. Cada vez que se sentaba o apoyaba en alguna superficie, Esther revivía el castigo en su piel.
—Un poco…—respondió.
—¿Sangraste?
Ella le miró desencajada.
—Sí, sangré. ¿Por qué quieres saberlo?
—Porque podría infectarse la piel que se ha roto. ¿Me dejas echarle un vistazo?
No, de ninguna manera. No se le ocurría nada más humillante que eso. Ya era bastante que Jen pudiera ver las marcas que le habían quedado dentro, mirándola a los ojos, como para encima enseñarle las de fuera.
—Me da vergüenza…—admitió.
El frunció el ceño. No era la primera vez que ella le decía algo así.
—¿Vergüenza? Te aseguro que he visto muchas heridas… y bastantes culos. Vamos, date la vuelta. Iré a buscar algo que creo que te ayudará, date la vuelta y espérame.
Vaya, no dejaba de ser amable pero se mostraba autoritario.
Jen volvió en cuestión de minutos. Esther se incorporó y vio que llevaba un tubo de crema entre las manos. Finalmente se avino a la posición que Jen le había encomendado, y sintió un hormigueo cuando las manos de él se posaron sobre su espalda.
Así, con el pijama blanco escotado en pico, sentado junto a ella en la cama, Jen parecía su enfermero personal. Al fin y al cabo era eso, un profesional que podía ayudarla con el dolor.
—Vale, tranquila…—murmuró mientras retiraba la sábana y la manta.
Desabrochó los pantalones de Esther y tiró de ellos con suavidad, enroscándoselos a la altura de las rodillas. Ya por debajo de las bragas se veían señales violetas sobre los muslos de la chica, inicios del camino donde el cinturón había impactado. Tomó la goma de las bragas y se las bajó despacio, apenado. Pobre Esther.
Lo que vio le impresionó. Ese mapa de señales en zigzag en toda la gama de morados, esas agresivas marcas. Había alguna herida leve pero parecía estar costreando sin problemas ni signos de infección.
--Voy a darte un poco de crema por encima de la piel íntegra—le explicó—la vas a notar un poco fría al principio, pero te calmará.
Esther se estremeció cuando Jen comenzó a masajearle las nalgas aplicándole el ungüento. Le produjo una sensación desagradable, pero eso fue solo al principio; casi inmediatamente sintió alivio. Sentía más el frescor que el dolor, en cualquier caso. Y las manos de Jen eran atentas, cautas, experimentadas.
Sintió que la mano derecha de él subía hasta su hueso sacro y comenzaba a hacer una leve presión sobre las vértebras.
--Hmmmmm…
Escuchó una risita de él en respuesta a su murmullo de gusto. Había sonado vehemente, no había podido evitarlo.
Jen siguió masajeándola muy despacio, muy suavemente. Todavía conservaba crema en los dedos, y estos rodaban sobre la piel con completa libertad, sin que nada les opusiera resistencia.
Llevaban así más tiempo del que Esther creía cuando, de pronto, sintió la punta del dedo de Jen entre sus nalgas. Estaba fresca por la crema y se deslizaba de forma deliciosa, aunque sólo se atrevió a insinuarse. Ella no supo qué hacer. Deseo ese dedo en su culo e inmediatamente se dijo que era una zorra, una guarra, una perra y blablá, pero qué más daba. Tumbada boca abajo como estaba, separó un poco las piernas.
Le pareció que Jen jadeaba detrás de ella.
—¿Te molesta que toque por aquí?—preguntó, introduciendo de nuevo la punta del dedo entre las nalgas de Esther.
Ni él mismo había podido imaginar acabar así, deseando ese culito. Estaba preocupado por Esther, estaba centrado en curarla, pero no contaba con que una vez hecho aquello se excitaría de aquel modo.
Ella gimió y movió las caderas por toda respuesta.
—¿Eres mi perrita aún, nena?
"Oh, Amo".
Jen se había inclinado sobre la espalda de Esther y había pronunciado la pregunta en su oído. Con la mano izquierda le acariciaba el pelo y presionaba muy suavemente su cabeza contra la almohada; con la mano derecha seguía explorándola entre las nalgas, cada vez más adentro.
—No me hagas esa pregunta, por favor, Amo.
Él se rió y la besó detrás de la oreja.
—Pequeña…
Encontró su ano y, para sorpresa de Esther, lo penetró de golpe con un dedo lubricado. La muchacha arqueó la espalda y levantó el trasero como una perra en celo; su culo protestó ante aquella intromisión pero se adaptó en seguida al dedo que lo invadía, y ella ya había comenzado a mover las caderas en círculos queriendo más.
—¿Te duele?—murmuró Jen.
Ella negó con la cabeza.
—No…
Él empezó a mover el dedo más rápido. Cuando ya no pudo clavarlo más adentro, se montó a horcajadas sobre la parte posterior de los muslos de Esther, le separó las nalgas y escupió directamente en su -¿aún virgen?- agujero, que ya comenzaba a verse abierto. La había agarrado con cuidado, procurando no presionar ningún moratón, para poder tirar de la piel con la firmeza necesaria.
—¿Te gusta?—jadeó.
—Sí…
Frotó la saliva entre las nalgas de la chica, friccionando con rapidez. Esther se revolvió: su culo caliente le echaba de menos. Él la tomó del pelo y la mordió en el cuello, tras lo cual volvió a penetrarla el culo con el dedo, esta vez no tan suavemente como antes porque sabía que entraría fácil. Trazó dentro de ella círculos cada vez más amplios y profundos, sintiendo como la piel que le abrazaba empezaba a ceder.
Esther gemía de placer. Jen tenía los nudillos empapados por los jugos que le habían chorreado la mano, procedentes de su coño, más abajo de la parte donde él centraba en aquel momento su atención. Decidió hacerle un poco de caso al clítoris de ella y deslizó la mano izquierda en el calor de su sexo, buscándolo al tacto. Lo encontró, y presionó con su dedo pulgar sin moverlo sobre el abultado guisante, dejándolo quieto contra él. Esther cabalgó en el aire como loca.
Ya tenía dos dedos dentro de su culo. Uno más, y podría meterle la polla sin destrozarla. Oh, dios, cómo lo deseaba. Al cuerno los planes del estreno conjunto, del “estreno feliz”; las cosas habían tomado un ritmo muy distinto.
12-Placer
Al cuerno los planes del estreno conjunto, del “estreno feliz”, pensó Jen con la rapidez del relámpago. Las cosas habían tomado un ritmo muy distinto.
La polla le dolía contra la tela del pijama. Sacó la mano derecha del culo de Esther—la izquierda la mantuvo firme, presionando donde estaba—y se desató los cordones que mantenían el pantalón en su sitio. Gimió de alivio cuando al fin liberó su erección; su verga osciló en el aire como si fuera de goma, ya sin la molesta ropa. Los pantalones, muy amplios, se deslizaron hasta sus caderas a pesar de tener él las piernas separadas.
Esther sintió rebotar algo caliente y elástico contra la parte baja de su espalda. Jen ya no le sujetaba la cabeza, así que pudo girar un poco el cuello para mirarle. Tan sólo alcanzó a ver un sesgo de su mirada emborronada, de su boca entre abierta y jadeante y de su pecho que subía y bajaba en cada respiración. Vio que estaba desnudo de cintura para abajo y se estremeció.
—Amo…—musitó—por favor, ¿puedes quitarte la camiseta?
Él sonrió divertido y metió la mano en su bolsillo para desenganchar una cadena plateada donde llevaba instrumental de trabajo. Sacó también una cartera pequeña y colocó ambos objetos sobre la mesita de noche.
—Puedo—dijo, ayudando a Esther a girarse un poco para mirarla de frente—Claro que puedo…
Ella le mantenía la mirada con los ojos abiertos, dándole atención plena. A Jen le pareció que estaba triste, o tal vez asustada, independientemente de la excitación.
—¿Y lo vas a hacer, Amo?
Jen volvió a sonreír. Se quitó la parte de arriba del pijama, la arrojó al suelo y se inclinó sobre Esther para acariciarle la mejilla y darle un delicado beso en el cuello. Subió con la boca bordeando su mandíbula, rozando la piel levemente con los dientes; siguió subiendo y le lamió la comisura de la boca.
Esther temblaba como una hoja bajo el enjuto cuerpo de Jen. Le parecía que no tenía ojos suficientes para mirarle, a pesar de tenerlos tan abiertos, desbordados sin apenas parpadear.
—¿Estás bien, Eshter?—le preguntó él al oído.
Lo que ella respondió le sorprendió, o al menos no esperaba oír algo como eso.
—Contigo siempre estoy bien, Amo—le había dicho.
-—Si te encontraras mal, me lo dirías, ¿verdad?
Esther asintió.
—Respóndeme—le conminó él, aún en voz baja pero con firmeza.
—Sí, Amo, se lo diría. Te lo diría…
Jen sonrió contra su oído.
—Tranquila, cielo—ronroneó—no voy a hacerte daño.
Acto seguido la asió de la cintura con un movimiento absolutamente calculado y en apenas dos segundos la tenía de nuevo vuelta de espaldas sobre la cama. Se volvió a sentar a horcajadas sobre ella.
—No me tengas miedo…
Acarició la parte interna de las redondas y amoratadas nalgas. Hundió los dedos en la mullida piel, cuidando de no presionar en las señales del cinto, y tiró de ella, separando de nuevo los cachetes. El agujero que se escondía ahí se veía enrojecido y ya algo abierto. Volvió a escupir en él, a frotar con la yema del dedo—arrancándole gemidos a la perra, otra vez—y a penetrarlo manualmente con ganas. Empezó de nuevo, metiendo sólo un dedo, pero comprobó que le sobraba espacio para meter otro y así lo hizo. Al principio le costó mover los dos dedos ahí dentro; tuvo que acomodarlos muy despacio, con pequeñas insinuaciones, imprimiendo ritmo y aumentando la profundidad a medida que aquel túnel se hacía más penetrable.
Esther sentía que le estaban rompiendo el culo a conciencia, y le gustaba. A penas le dolía ya la presión de los dedos de Jen—suponía que tenía dentro más de uno, aunque no sabría decir cuántos—y se sentía inmensamente cerda disfrutando de aquel masaje, de aquella secreta fuente de placer.
Jen movía los dedos cada vez más rápido y más fuerte, ensanchándola. Sólo de pensar lo que le parecía que él quería hacer, para qué se estaba molestando en hacer el pasillo más amplio, le hizo a Esther brincar de júbilo por dentro. Siempre lo había deseado. Desde hacía ya tiempo, desde antes de conocer a los Amos, ella había deseado en secreto poder disfrutar de ese tipo de sexo.
Le habían intentado hacer sexo anal una vez, y había sido nefasto. Sin embargo sentía que con Jen sería diferente: disfrutaría. De hecho, estaba disfrutándolo… mucho.
—¿Todo bien, nena?—gruñó él detrás de su nuca.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que le saliera la voz. Tragó saliva y tomó una bocanada de aire.
—Sí, Amo…
Jen necesitaba desesperadamente tocarse, de la manera que fuera. Tenía ambas manos ocupadas, y no las podía despegar de donde estaban, así que basculó sobre los muslos de Esther y apretó la polla contra lo primero que encontró. Resultó ser la tierna piel de ella, cerca del hueco detrás de su rodilla derecha.
Ella dio un respingo cuando sintió aquella verga dura y humedecida clavándose en la parte interna de su pierna. La deseaba. Le vino a la cabeza su textura, su olor, la huella de su sabor…
—¿Me la vas a meter, Amo?—preguntó.
—Sí—jadeó Jen, dejando insinuar ya el tercer dedo a las puertas de su culo—pero no todavía.
Oh, dios. Esther se clavó literalmente en el dedo pulgar de Jen, el que mantenía la presión contra su clítoris. Bajo una imperiosa necesidad, danzó con las caderas en torno a esa presión, tres bruscas sacudidas. Paró justo al borde del orgasmo, orgasmo que se había materializado ante ella de pronto, a muy poca distancia.
Frenó. Boqueó. No sabía si tenía permiso para correrse.
—Amo...—se le quebró la voz.
Jen dejó de mover la mano que tenía en el culo de Esther.
—Dime, perrita.
Oh, esa palabra. La ponía a cien. Pensó que por mucho que se esforzase en estar quieta, si Jen seguía así terminaría por estallar.
—Amo, ¿me deja... me dejas correrme?
Jen bufó.
—Cuando te quieras correr avísame—dijo, y volvió a la carga.
No la había respondido, pensó Esther.
La certeza de que correrse podía estar prohibido subió su excitación hasta límites imposibles.
—Amo, no sé si voy a poder aguantar...—gimoteó en voz más alta.
Jen metía y sacaba ya tres dedos mojados del culo de su perra. En la habitación se escuchaba claramente el chapoteo de su mano al avanzar y retroceder.
—Aguántalo—le susurró. La palabra restalló en el aire.
Esther hacía ya tiempo que no se movía. Temblaba cada vez de forma más acusada, intentando absorber aquellas estocadas de dedos sin correrse. Para eludir la presión en el clítoris había intentado de todo, pero nada había servido. Si juntaba las piernas se excitaba mucho más, si las separaba era aún peor. Con las piernas abiertas, aparte de notar más profundamente el contacto de Jen, se veía a sí misma ofrecida, preparada, a su disposición para lo que él quisiera hacerle… la sola idea era una catapulta directa al orgasmo.
Se moría de placer sólo con pensar en ser “usada” por él, en que él la utilizase para obtener placer, para disfrutar de la manera que él quisiera. Ardía a su merced. No había lugar para el miedo entre tanto calor, pero sí estaba presente en su cabeza la vaga idea de estar corriendo un riesgo, lo que la espoleaba aún más.
—Amo, por favor, por favor, no puedo más...
Su clítoris palpitaba contra el dedo inmóvil del Amo. Dios, iba a correrse.
—A cuatro patas—le ordenó él.
La voz le temblaba por la excitación. Se agarró la polla mientras Esther tomaba la posición que él le había ordenado, y comenzó a acariciarse despacio. También se sentía próximo al orgasmo, y desde luego quería retrasarlo. No podía dejar de tocarse pero lo hizo muy lentamente, tratando de controlarse al máximo.
Alargó la mano hasta la mesita de noche, abrió su cartera y sacó un condón. Le costó ponérselo, estaba ansioso por hundirse en aquel culito de miel.
Sujetó las nalgas de Esther y entró en ella despacio. Todo estaba perfecto. Se abría paso dentro de ella con una resistencia razonable.
Avanzó unos centímetros y se detuvo. Ella se había quedado quieta, jadeando, muy tensa.
—¿Te duele?—le preguntó.
Le dolía, al menos un poco. Pero quería más.
—No, Amo—se obligó a contestar.
Jen le tocó la entrepierna y confirmó que continuaba excitada. Frotó su clítoris con intención y ella se retorció, ordeñándole la polla.
—Oh, dios, Esther…
Con una mano la asió de la cintura, fijando las caderas de ella contra su pubis; con la otra le tapó la boca. Cubrió los labios de ella con la palma de la mano y apretó fuerte mientras la cabalgaba. Ya entraba y salía de su culo con total libertad; ya podía golpear con las caderas todo lo profundo que quisiera sin miedo a dañarla. Qué gustazo.
—Tócate…—le dijo.
Ella obedeció como una conejita obediente. Movió los dedos en su coño y agitó de nuevo su culo, tirando de la polla de Jen nuevamente hacia dentro. Ver y sentir esto fue demasiado para el Amo.
—Puedes correrte, perrita—resolló contra el cuello de Esther—yo me voy a correr.
A pesar de que Jen le tapaba la boca con la mano, el grito de Esther se escuchó perfectamente en la cocina, donde seguía sentado Alex. Gritó como una cerda cuando por fin se dejó llevar y se corrió; se atragantó con palabras que se estrellaron contra la mano de Jen, mano que la amordazaba cerrándose en su mandíbula como una tenaza.
Jen no se contuvo más y bombeó fuerte. Golpeó con saña con las caderas unas cuantas veces y se dejó ir, descargando su leche en aquel culito apretado.
Cuando las contracciones del orgasmo amainaron por fin, se derrumbó dejándose caer sobre la espalda de Esther.
A medida que "aterrizaba" a su vez, ella se preguntó si estaba cayendo enferma. Quizá el pasar la noche anterior a la intemperie la había dejado K.O y eso explicaba que se hubiera volcado en aquel placer de manera tan demencial. No le dolía nada, ni siquiera el culo (ni por dentro ni por fuera), no se encontraba mal… pero, ¿entonces?…
“Quiero volver a casa”
pensó justo en ese momento, quién sabe por qué. No se refería a la casa de sus padres, claro.
La polla le dolía contra la tela del pijama. Sacó la mano derecha del culo de Esther—la izquierda la mantuvo firme, presionando donde estaba—y se desató los cordones que mantenían el pantalón en su sitio. Gimió de alivio cuando al fin liberó su erección; su verga osciló en el aire como si fuera de goma, ya sin la molesta ropa. Los pantalones, muy amplios, se deslizaron hasta sus caderas a pesar de tener él las piernas separadas.
Esther sintió rebotar algo caliente y elástico contra la parte baja de su espalda. Jen ya no le sujetaba la cabeza, así que pudo girar un poco el cuello para mirarle. Tan sólo alcanzó a ver un sesgo de su mirada emborronada, de su boca entre abierta y jadeante y de su pecho que subía y bajaba en cada respiración. Vio que estaba desnudo de cintura para abajo y se estremeció.
—Amo…—musitó—por favor, ¿puedes quitarte la camiseta?
Él sonrió divertido y metió la mano en su bolsillo para desenganchar una cadena plateada donde llevaba instrumental de trabajo. Sacó también una cartera pequeña y colocó ambos objetos sobre la mesita de noche.
—Puedo—dijo, ayudando a Esther a girarse un poco para mirarla de frente—Claro que puedo…
Ella le mantenía la mirada con los ojos abiertos, dándole atención plena. A Jen le pareció que estaba triste, o tal vez asustada, independientemente de la excitación.
—¿Y lo vas a hacer, Amo?
Jen volvió a sonreír. Se quitó la parte de arriba del pijama, la arrojó al suelo y se inclinó sobre Esther para acariciarle la mejilla y darle un delicado beso en el cuello. Subió con la boca bordeando su mandíbula, rozando la piel levemente con los dientes; siguió subiendo y le lamió la comisura de la boca.
Esther temblaba como una hoja bajo el enjuto cuerpo de Jen. Le parecía que no tenía ojos suficientes para mirarle, a pesar de tenerlos tan abiertos, desbordados sin apenas parpadear.
—¿Estás bien, Eshter?—le preguntó él al oído.
Lo que ella respondió le sorprendió, o al menos no esperaba oír algo como eso.
—Contigo siempre estoy bien, Amo—le había dicho.
-—Si te encontraras mal, me lo dirías, ¿verdad?
Esther asintió.
—Respóndeme—le conminó él, aún en voz baja pero con firmeza.
—Sí, Amo, se lo diría. Te lo diría…
Jen sonrió contra su oído.
—Tranquila, cielo—ronroneó—no voy a hacerte daño.
Acto seguido la asió de la cintura con un movimiento absolutamente calculado y en apenas dos segundos la tenía de nuevo vuelta de espaldas sobre la cama. Se volvió a sentar a horcajadas sobre ella.
—No me tengas miedo…
Acarició la parte interna de las redondas y amoratadas nalgas. Hundió los dedos en la mullida piel, cuidando de no presionar en las señales del cinto, y tiró de ella, separando de nuevo los cachetes. El agujero que se escondía ahí se veía enrojecido y ya algo abierto. Volvió a escupir en él, a frotar con la yema del dedo—arrancándole gemidos a la perra, otra vez—y a penetrarlo manualmente con ganas. Empezó de nuevo, metiendo sólo un dedo, pero comprobó que le sobraba espacio para meter otro y así lo hizo. Al principio le costó mover los dos dedos ahí dentro; tuvo que acomodarlos muy despacio, con pequeñas insinuaciones, imprimiendo ritmo y aumentando la profundidad a medida que aquel túnel se hacía más penetrable.
Esther sentía que le estaban rompiendo el culo a conciencia, y le gustaba. A penas le dolía ya la presión de los dedos de Jen—suponía que tenía dentro más de uno, aunque no sabría decir cuántos—y se sentía inmensamente cerda disfrutando de aquel masaje, de aquella secreta fuente de placer.
Jen movía los dedos cada vez más rápido y más fuerte, ensanchándola. Sólo de pensar lo que le parecía que él quería hacer, para qué se estaba molestando en hacer el pasillo más amplio, le hizo a Esther brincar de júbilo por dentro. Siempre lo había deseado. Desde hacía ya tiempo, desde antes de conocer a los Amos, ella había deseado en secreto poder disfrutar de ese tipo de sexo.
Le habían intentado hacer sexo anal una vez, y había sido nefasto. Sin embargo sentía que con Jen sería diferente: disfrutaría. De hecho, estaba disfrutándolo… mucho.
—¿Todo bien, nena?—gruñó él detrás de su nuca.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que le saliera la voz. Tragó saliva y tomó una bocanada de aire.
—Sí, Amo…
Jen necesitaba desesperadamente tocarse, de la manera que fuera. Tenía ambas manos ocupadas, y no las podía despegar de donde estaban, así que basculó sobre los muslos de Esther y apretó la polla contra lo primero que encontró. Resultó ser la tierna piel de ella, cerca del hueco detrás de su rodilla derecha.
Ella dio un respingo cuando sintió aquella verga dura y humedecida clavándose en la parte interna de su pierna. La deseaba. Le vino a la cabeza su textura, su olor, la huella de su sabor…
—¿Me la vas a meter, Amo?—preguntó.
—Sí—jadeó Jen, dejando insinuar ya el tercer dedo a las puertas de su culo—pero no todavía.
Oh, dios. Esther se clavó literalmente en el dedo pulgar de Jen, el que mantenía la presión contra su clítoris. Bajo una imperiosa necesidad, danzó con las caderas en torno a esa presión, tres bruscas sacudidas. Paró justo al borde del orgasmo, orgasmo que se había materializado ante ella de pronto, a muy poca distancia.
Frenó. Boqueó. No sabía si tenía permiso para correrse.
—Amo...—se le quebró la voz.
Jen dejó de mover la mano que tenía en el culo de Esther.
—Dime, perrita.
Oh, esa palabra. La ponía a cien. Pensó que por mucho que se esforzase en estar quieta, si Jen seguía así terminaría por estallar.
—Amo, ¿me deja... me dejas correrme?
Jen bufó.
—Cuando te quieras correr avísame—dijo, y volvió a la carga.
No la había respondido, pensó Esther.
La certeza de que correrse podía estar prohibido subió su excitación hasta límites imposibles.
—Amo, no sé si voy a poder aguantar...—gimoteó en voz más alta.
Jen metía y sacaba ya tres dedos mojados del culo de su perra. En la habitación se escuchaba claramente el chapoteo de su mano al avanzar y retroceder.
—Aguántalo—le susurró. La palabra restalló en el aire.
Esther hacía ya tiempo que no se movía. Temblaba cada vez de forma más acusada, intentando absorber aquellas estocadas de dedos sin correrse. Para eludir la presión en el clítoris había intentado de todo, pero nada había servido. Si juntaba las piernas se excitaba mucho más, si las separaba era aún peor. Con las piernas abiertas, aparte de notar más profundamente el contacto de Jen, se veía a sí misma ofrecida, preparada, a su disposición para lo que él quisiera hacerle… la sola idea era una catapulta directa al orgasmo.
Se moría de placer sólo con pensar en ser “usada” por él, en que él la utilizase para obtener placer, para disfrutar de la manera que él quisiera. Ardía a su merced. No había lugar para el miedo entre tanto calor, pero sí estaba presente en su cabeza la vaga idea de estar corriendo un riesgo, lo que la espoleaba aún más.
—Amo, por favor, por favor, no puedo más...
Su clítoris palpitaba contra el dedo inmóvil del Amo. Dios, iba a correrse.
—A cuatro patas—le ordenó él.
La voz le temblaba por la excitación. Se agarró la polla mientras Esther tomaba la posición que él le había ordenado, y comenzó a acariciarse despacio. También se sentía próximo al orgasmo, y desde luego quería retrasarlo. No podía dejar de tocarse pero lo hizo muy lentamente, tratando de controlarse al máximo.
Alargó la mano hasta la mesita de noche, abrió su cartera y sacó un condón. Le costó ponérselo, estaba ansioso por hundirse en aquel culito de miel.
Sujetó las nalgas de Esther y entró en ella despacio. Todo estaba perfecto. Se abría paso dentro de ella con una resistencia razonable.
Avanzó unos centímetros y se detuvo. Ella se había quedado quieta, jadeando, muy tensa.
—¿Te duele?—le preguntó.
Le dolía, al menos un poco. Pero quería más.
—No, Amo—se obligó a contestar.
Jen le tocó la entrepierna y confirmó que continuaba excitada. Frotó su clítoris con intención y ella se retorció, ordeñándole la polla.
—Oh, dios, Esther…
Con una mano la asió de la cintura, fijando las caderas de ella contra su pubis; con la otra le tapó la boca. Cubrió los labios de ella con la palma de la mano y apretó fuerte mientras la cabalgaba. Ya entraba y salía de su culo con total libertad; ya podía golpear con las caderas todo lo profundo que quisiera sin miedo a dañarla. Qué gustazo.
—Tócate…—le dijo.
Ella obedeció como una conejita obediente. Movió los dedos en su coño y agitó de nuevo su culo, tirando de la polla de Jen nuevamente hacia dentro. Ver y sentir esto fue demasiado para el Amo.
—Puedes correrte, perrita—resolló contra el cuello de Esther—yo me voy a correr.
A pesar de que Jen le tapaba la boca con la mano, el grito de Esther se escuchó perfectamente en la cocina, donde seguía sentado Alex. Gritó como una cerda cuando por fin se dejó llevar y se corrió; se atragantó con palabras que se estrellaron contra la mano de Jen, mano que la amordazaba cerrándose en su mandíbula como una tenaza.
Jen no se contuvo más y bombeó fuerte. Golpeó con saña con las caderas unas cuantas veces y se dejó ir, descargando su leche en aquel culito apretado.
Cuando las contracciones del orgasmo amainaron por fin, se derrumbó dejándose caer sobre la espalda de Esther.
A medida que "aterrizaba" a su vez, ella se preguntó si estaba cayendo enferma. Quizá el pasar la noche anterior a la intemperie la había dejado K.O y eso explicaba que se hubiera volcado en aquel placer de manera tan demencial. No le dolía nada, ni siquiera el culo (ni por dentro ni por fuera), no se encontraba mal… pero, ¿entonces?…
“Quiero volver a casa”
pensó justo en ese momento, quién sabe por qué. No se refería a la casa de sus padres, claro.
13-Fuera y lejos
—Así que se ha roto la nariz, el Maca—decía Alex cuando Esther hizo su aparición en el salón.
Hablaban en el sofá, sentados frente a la tele apagada. Alex estaba de espaldas a la puerta, así que no pudo ver a la silenciosa muchacha, pero Jen si la vio.
—Buenas noches, guapetona—le dijo con una de sus encantadoras sonrisas.
Ya había oscurecido tras las ventanas, aunque Esther no sabía qué hora sería.
—¿Qué hora es?—preguntó, sin estar muy segura de emplear la palabra que tan extraña y familiar le resultaba al mismo tiempo.
—Casi las nueve—repuso Jen--¿Tienes hambre?
Alex se giró y la saludó.
—Hola Esther, ¿has dormido bien? O mejor dicho… ¿has dormido algo? Porque se ha montado un escándalo cojonudo aquí…
Ella abrió mucho los ojos. No, no había habido nada que se hubiera interpuesto entre ella y sus pesadillas de cemento.
—No he oído nada, ¿qué ha pasado?
Jen se levantó y caminó hasta el aparador que se encontraba en la pared de enfrente. Cogió una copa de cristal color verde esmeralda y vertió en ella un poco de vino de una botella que tenían abierta en la mesa. Se la acercó a Esther.
—Podría parecer que no es lo mejor para despertarse—le dijo con una sonrisa enigmática—pero prueba un trago y ya verás…
Esther, obediente, besó el borde de la copa y olisqueó el vino. Tenía éste un olor cálido, fuerte, afrutado. Dejo deslizar un pequeño trago por su garganta, e inmediatamente lo sintió bajar por ella caldeándola por dentro.
—¿...Qué es lo que ha pasado?—insistió tímidamente, después de tragar.
—Bah, nada que no tenga arreglo—respondió Jen.
—Inti tiene muy mala hostia—dijo Alex--puede llegar a tener muy mala hostia—se corrigió—nos hemos puesto a hablar los tres, se ha cabreado y se ha ido.
—Bueno, ya venía cabreado, creo.--terció Jen, llevándose a los labios su copa llena de vino hasta la mitad.
—Sí. Ha debido de tener un mal día.
---
Estaba muy cabreado, mucho.
Como siempre que se sentía así, con los nervios a punto de estallar, se había alejado para evitar daños colaterales. Estaba acostumbrado a liberar grandes accesos de energía mediante el deporte, y aquella noche no fue una excepción: salió a la calle y corrió, corrió, corrió.
Cruzó tantas calles que perdió la cuenta. Cuando comenzó a marearse sin resuello después de muchos minutos a todo correr, cuando la cabeza pareció rellenársele de arena y los oídos le pitaron débilmente, sólo en ese momento se sintió un poco más en paz. Sólo un poco.
Aflojó la marcha para detenerse finalmente junto a un árbol grueso que brotaba de la acera. Las raíces se habían abierto paso toscamente, abultando el adoquinado y llenándolo de grietas. Inti apoyó la mano sobre el tronco del árbol y se inclinó para respirar mejor. Cerró los ojos, sintió que se tambaleaba y se deslizó poco a poco hasta llegar al suelo, descendiendo con ambas manos por el tronco del árbol sin soltarlo.
Él no quería que Esther volviera. Lo que había pasado la noche que ella se fue era para él algo cuyo recuerdo apenas podía soportar.
Él no quería hacer sufrir a Esther. No. No así.
Tenía que haber hecho caso a su intuición. Desde el primer momento en que vio a Esther, se había dado cuenta de que no era el tipo de persona que aguantaría la más mínima rudeza. Tenía que haber hecho caso de ese instinto, independientemente de las ganas que tuviera de sentir su sumisión. Independientemente de la decisión de la propia Esther.
La había pegado con toda su rabia y todas sus ganas. Y temía haberle hecho algún tipo de daño irreparable: en la piel, algún desgarro, alguna herida… algún nervio. No había podido controlar la evolución de los golpes, no sabía cómo estaba.
Jen y Alex le habían puesto verde.
Alex había golpeado la mesa y había puesto el grito en el cielo. “¡Estás loco!” había exclamado, llevándose las manos a la cabeza “¿Tú has visto lo que has hecho?”. No lo había visto, no. No se había visto a sí mismo hacerlo, desde fuera. Lo había sentido. El brazo le había quemado desde el hombro hasta la mano; el estómago se había transformado en una espinosa bola de fuego.
Esther estaba avisada de lo que podía ocurrir. Unos azotes no matan a nadie. Si los busca, los quiere, había pensado Inti justo antes de blandir el cinto. Desde luego que aquella niñata inmadura los necesitaba, ella misma se lo había mostrado aquella misma tarde. Y, para qué negarlo… no podía olvidar el placer que había sentido al azotarla, no podía dejar de evocarlo. Algo en aquella mujercita le volvía malo, estimulaba su pequeño demonio interior. Las ganas de darle lo que según él merecía le estaban comiendo por dentro.
Pero también era una pobre criatura, él se daba cuenta. Estaba perdida, herida, como Jax. No pasaba por un buen momento. Si hubiera pensado más en esto, quizá se hubiera dado cuenta de que no tenía sentido exigirle demasiado. Independientemente de la buena voluntad de la muchacha, pedirle algo inalcanzable no iba a funcionar. Arrinconarla y asustarla, tampoco.
Él no pensó que Esther fuera a marcharse. Había visto la devoción en sus ojos aquella tarde, y había actuado movido por la precipitación del deseo con la errónea certeza de que Esther ya era del todo suya. Se había equivocado, desde luego. Ni se le pasó por la cabeza que la historia fuera a terminar así. Pero claro, no había pensado lo suficiente en la situación de Esther para prever su reacción.
Y por otra parte estaba lo que le había dicho Jen. No podía quitárselo de la cabeza.
Alex había manifestado rechazo abiertamente, pero eso no le había extrañado a Inti. Las palabras de Jen, sin embargo, le habían dejado fuera de combate.
"Si ella vuelve" le había dicho su amigo, despacio "No se te ocurra volver a tocarla estando enfadado. ¿Lo entiendes?"
Inti se había quedado parado sin saber qué contestar. El castigo tenía que ser inmediato a la falta, o por lo menos él lo entendía así. Pero estaba claro que Esther no estaba preparada para ese tipo de vida.
Mierda.
Joder. Pero aún no tenía muy claro qué tenía que haber hecho él. ¿Controlarse y reprimir lo que sentía, lo que sentía que en realidad él era? ¿Castrar esa parte íntima tan enorme de sí mismo que se veía obligado a esconder a diario, a la que por fin podía dar voz, al estar bajo consenso?
¿Mentirse? ¿Mentir?
Daba igual mentir. Si a Esther le espantaban estas cosas, era mejor que hubiera huido a tiempo. Por mucho que él fingiera, tarde o temprano ella iba a sufrir.
Es que él no quería hacerle sufrir, como una y otra vez se decía a sí mismo.
¿Cómo estaría ella ahora? ¿Soportaría volver a verle? ¿y él? ¿Soportaría mirarla, dejarse ver, rechazarla?
¿Y si ella quería… volver... a todo? No, no podía acceder a eso, ya no. Se sentía fatal por haberla hecho daño, no iba a permitir que eso volviera a ocurrir. Había confiado en que Esther aguantaría, en que tomaría aquello como parte de todo lo demás, en que en el fondo—sabía que un poco de caña le iba a la chica—quizá lo disfrutaría. Ese tipo de cosas tenían un gran componente catártico, justo lo que a Esther le vendría de perlas para sacudirse un poco de culpa de encima.
Quizá no era tan superficial como parecía, la niñata. Quizá los sentimientos eran muy fuertes, la culpa era fuerte, el dolor era fuerte. Alex les había contado a Jen y a él sobre el pasado familiar de Esther, o al menos una parte. Inti no sabía si, de haberlo sabido él, se habría sentido devorado tan salvajemente por el deseo de educarla a su modo, de someterla, de darle mucha caña y no pasarle ni una, menos aún delante del resto de Amos, o no.
Pero nada había sido real. Él había sentido que Esther era suya, pero se había equivocado. Se había equivocado. Y la había pegado con todas sus ganas.
Temblaba aún--de deseo y de culpa—al recordarlo. Sabiendo lo que sabía, eso le asqueaba. Se había equivocado, Esther no era la persona que él pensaba, no podía darle nada. No tenía ningún sentido seguir fantaseando.
Esther era una buena chica, asquerosamente pija, pero no tan tonta como él pensaba. Estaba perdida; debía encontrar su sitio y su rumbo en la vida, si es que tales conceptos existían. En cualquier caso, no le haría ningún bien sufrir un tormento que ni aceptaba ni le aportaba nada. Una lástima, porque Inti hubiera jurado ver en sus ojos el brillo de la entrega, y ver también cómo ella lo había disfrutado.
Se giró y apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le parecía que ya iba recuperando el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y, de pronto, una gruesa gota le cayó en la frente.
Entró a la casa empapado de agua. La sudadera negra se le pegaba al cuerpo, mojando la camiseta vieja de algodón que llevaba debajo, su pecho y su estómago. Mechones de pelo amarillo chorreaban por su cuello y sus hombros haciéndole castañetear los dientes.
Escuchó voces en el salón. Pasó de largo por el pasillo directamente a su habitación, necesitaba quitarse la ropa mojada. Sin embargo, no pudo evitar mirar por el rabillo del ojo al pasar por delante de la puerta… y le pareció ver a Esther, sentada en sofá con los chicos.
Al oír la llave en la cerradura, se habían callado. Sin pararse a saludar, Inti entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Minutos después volvió a salir y, de nuevo pasando de largo, se metió en el baño para darse una ducha. El calentón emocional, la carrera y finalmente la lluvia que le había calmado y “lavado”-- por dentro y por fuera-- le habían dejado al irse una sensación de frío intenso hasta la médula de los huesos, aparte de una considerable fatiga. El día había sido duro, muy duro; ya sólo le quedaba esperar a que se terminara, de la mejor manera posible.
Alex y Jen hablaban entre ellos como si no pasara nada, como si no le hubieran visto pasar, pero Esther había seguido cada uno de sus movimientos. No dijo absolutamente nada, pero el ver de soslayo a Inti moviéndose por la casa sin hacer acto de presencia en el salón le partió el corazón. Tampoco sabía qué alternativa podía haber esperado: un saludo normal estaba claro que, con lo que había ocurrido el día anterior, era imposible… no obstante había abrigado la secreta esperanza de que ocurriera, o de que por lo menos él la mirase y le hablase. Desde que llegó al piso de los chicos de nuevo supo que lo pasaría mal al volver a ver a Inti, pero no estaba preparada para la pared en blanco, para la ausencia de palabras.
—Esther, deberías comer algo—Jen la llamó a la realidad—y cuando Inti termine de ducharse puedes darte un baño si quieres.
De nuevo una orden con amabilidad, disfrazada de sugerencia. Esther no pudo reprimir el asomo de una sonrisa.
Se escuchaba claramente ya el rumor del agua desde el cuarto de baño, igual que podía sentirse el temblor de las viejas tuberías en toda la casa. Desde luego, Esther tenía hambre. No había comido más que polla en las últimas veinticuatro horas… Se estremeció al recordarlo. Aún le faltaba probar la polla de Alex. “Perra viciosa”, se recriminó a sí misma tratando de sacudirse la idea de la cabeza.
En los momentos límite—o en los momentos más inesperados—el ser humano puede sentir infinidad de cosas que quizá parecen un montón de contrasentidos a simple vista, pero el hecho es que se fundamentan en una o muchas razones bien definidas, aunque la mayoría de las veces no podemos verlas. En los momentos de tensión, de choque emotivo, pueden dispararse fácilmente emociones o deseos extraños, inconcebibles, poco confesables, poco comprendidos por el sujeto en cuestión.
En aquel momento, Esther se sintió de pronto invadida por unas terribles ganas de "todo". Reviviendo las felaciones a sus “AMOS” mientras se sabía a su merced, el severo tono de voz de Inti, la determinación de Jen, la palabra “perra”, no podía evitar sentirse horriblemente excitada, para su desgracia. Más que excitada, necesitada de tocarse, de volver a pasar por su alma y su cuerpo aquellas vivencias.
Inti se dio una ducha breve. Cuando acabó, salió del baño sin pena ni gloria y volvió a encerrarse en su habitación. Sus pasos se perdieron por el pasillo, y en el salón se escuchó con toda claridad el sonido de su puerta al cerrarse.
—Esther—Jen se giró hacia ella—¿por qué no te das un baño, te relajas, y mientras nosotros preparamos algo para cenar?
Ella intentó decir algo, pero se le agolparon mil palabras en la garganta y al final no pudo hacerlo. Se encontraba superada por los nervios, el no saber qué pasaría, y envolviendo todo esto la llenaba una enorme sensación de gratitud. Pero no era agradable del todo esa sensación… no estaba segura de si merecía que se portaran bien con ella. No sabía si aún era perra o no—no sabía nada—pero si lo era—ojalá—tenía que ser ella la que hiciera la cena, y la comida, y el desayuno. No ellos. Los Amos no preparan cenas… ¿o sí?
“Me estoy volviendo loca” se dijo.
No se atrevía aún a decir la palabra Amo refiriéndose a los chicos, fuera de la cama.
—Jen…—dijo en apenas un susurro.
El aludido la miró y sonrió. No estaba molesto porque no le hubiera llamado “Amo”.
—Dime—respondió.
—Necesito… ver a Inti.
Alex bufó a su espalda.
—No, ni se te ocurra—dijo, tajante.
—Igual no es el mejor momento ahora, Esther…—añadió Jen.
Ella bajó la cabeza. Le había llamado “maldito cabrón hijo de puta”. Se sentía fatal.
Él la había pegado… y ella no había podido evitar reaccionar así, pero toda la ira se había evaporado de su mente y ahora sólo le quedaba el regusto de haber hecho mal las cosas, de no haber resistido lo suficiente. Habían hecho un pacto, y estaban bajo ese pacto hasta que ella lo había roto. Que no estuviera firmado daba igual, la firma que importaba era su consentimiento, su obediencia, la decisión de aceptar aquella nueva condición.
Inti era especial. Ella lo sabía. Le gustaba, y más que eso. En aquel momento sentía que no sólo le había decepcionado sino que había hecho exactamente lo que, a buen seguro, él temía que ella hiciera: romper el pacto a la primera dificultad, al primer escollo.
—Esther, se pasó quince pueblos—le dijo Alex—que se joda.
Jen le lanzó una mirada-relámpago a Alex que parecía decir “ahora no te pases tú”. Se acercó a Esther y pasó una mano por su gacha cabeza.
—Debes de tener un lío monumental ahora mismo, ¿verdad?—le dijo, jugando con los dedos entre su pelo—No te preocupes ahora, cariño, no pienses en nada. Ve al baño y relájate. No te preocupes de nada. Todo se hablará… pero no ahora. No esta noche.
Esther asintió.
—Ya sabes dónde están las toallas…
Sí, lo sabía, y se aseguraría de no volver a equivocarse. Dio las gracias una vez más y se giró para dirigirse al cuarto de baño.
Buena era Esther. Sus “Amos”, amigos, compañeros o como quiera que fuera la palabra correcta para definirlos a aquellas alturas de la historia, aún no la conocían del todo bien. No sabían lo terca y obstinada que podía llegar a ser. Y curiosamente no era una persona tenaz, era más bien inconstante. El deseo—la necesidad—de ver a Inti, a su primer Amo, de pedirle perdón era una de esas ideas que, si se le metían en la cabeza, le era imposible deshacerse de ella. Funcionaba así. No era del todo culpa de ella, quizá sólo era así por el hecho de no haber aprendido a controlarse a ese respecto. Un poco de disciplina y autocontrol es necesario para no sufrir, pero eso Esther no lo entendía así.
Así que, una vez dentro del agua del baño, cerrando sus ojos hinchados y respirando los vapores jabonosos, decidió dónde iría nada más salir. En realidad ya lo había decidido antes de entrar.
Sentía escalofríos al pensar en enfrentarse a Inti, pero le parecía que no podía soportar no hacerlo. Se veía a sí misma hecha polvo, pero para hablar con él se encontraba extrañamente fuerte. Muchas sensaciones nuevas estaba sintiendo, extrañas y sorprendentes.
Pero tenía que hacerlo, tenía que verle, tenía que ir a su habitación.
Se enjabonó a conciencia pensando en agradarle, recordando cuanta importancia le daba él a la limpieza y al orden. De hecho, el baño estaba en perfecto estado; sólo un ojo avizor podría detectar que había sido utilizado por alguien antes, si no fuera por la nubecilla de vapor que aún empañaba el espejo y que había visto Esther nada más entrar.
Se notaba algo diferente, como si pudiera palparse la reciente presencia de él si uno cerraba los ojos, eso sí. Esther respiró y se empapó de un rastro que creyó detectar, un coletazo del olor de la piel limpia de Inti. Se le amontonaba el tiempo y tenía un nudo apretado en el estómago: necesitaba verle y hablarle más que nada en el mundo. Necesitaba al menos una palabra de su boca para sentirse más tranquila.
Salió de la bañera, se secó con meticulosidad—las nalgas a suaves toques, y aun así vio las estrellas-- y volvió a ponerse la ropa que traía, aunque las bragas se las guardó en el bolsillo de los pantalones pues le pareció que estaban muy sucias. Lógico. No quería ni pensar en oler mal.
Antes de salir del baño no pudo evitar, en la santa intimidad de aquellas cuatro paredes (había cerrado la puerta, ante la duda de seguir siendo perra o no), llevarse a la nariz la toalla roja de Inti. Comprobó con el alborozo de un niño que no se había equivocado al atribuirle ese rastro de olor que flotaba en el aire.
Salió al pasillo y, sin pensárselo dos veces, echó a andar al que sabía que era el cuarto de Inti, desoyendo los consejos de Alex y de Jen.
Sigilosa para que no la oyeran, caminó como si flotara y se detuvo ante la puerta cerrada.
“Vamos, no te detengas ahora que has llegado hasta aquí” la espoleó una voz interior que cada vez era menos tímida. Llamó con los nudillos y esperó.
—Adelante—escuchó al otro lado. La voz era potente, seca y cortante.
Probablemente Inti pensaba que el que había llamado era uno de sus compañeros, y a buen seguro no tenía ninguna gana de verles. A ella tampoco, claro.
Vaciló unos instantes.
—Adelante—apremió la voz, en un tono más elevado y más seco si cabe.
Deseando por enésima vez que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase, Esther giró el pomo y empujó la puerta.
Se quedó parada a medio camino, ni dentro ni fuera, como clavada en el suelo. En silencio.
Inti estaba sentado frente a su escritorio repasando unas notas. Levantó la vista y por un momento la estupefacción se pintó en su cara.
—¿Qué quieres?—preguntó con su frialdad habitual.
Esther, parada en la puerta, no supo qué decir.
—¿Qué quieres?—repitió Inti, girándose en la silla hasta quedar frente a ella.
—Amo…
La palabra había brotado de sus labios directamente desde el corazón. No había pasado por el cerebro, no había pedido permiso para ser dicha. Esther se asustó cuando se escuchó a sí misma decirla, pero de perdidos al río, qué demonios. Ante la impavidez de Inti lo único que le quedaba era ser sincera.
—No, no—negó el rápidamente. Iba a continuar pero Esther le cortó.
—Amo… lo siento mucho… por favor, perdóneme.
Ya se había abierto el grifo de nuevo. Incontinencia emocional pura y dura. No sabía lo que le ocurría cuando estaba frente a Inti—El Amo Inti—pero se sentía inmensamente pequeña, temblaba como un flan y lo único que le salía de la boca eran verdades como puños. Los ojos húmedos le picaban y comenzaron a arderle, pesados, amenazando con desbordarse de pronto.
—No me pidas perdón, no tienes que pedir perdón—respondió Inti, girándose de nuevo hacia su tarea—No tengo nada que perdonarte. No soy tu Amo. ¿Querías algo más?
Ya no la miraba.
Esther sintió que se rompía por dentro. Incapaz de decir nada, miró hacia abajo y sintió que se encogía más todavía, si es que aquello era posible.
—Amo, por favor…--suplicó tras unos segundos que le parecieron horas—por favor…
Inti resopló, apartó el cuaderno con fastidio y volvió a encararse a la chica.
—¿Qué?—le espetó, desabrido—¿por favor qué?
—Acépteme…--murmuró Esther. Acto seguido recordó la forma en la que debía referirse a sí misma—Acepte a esta perra de nuevo, por favor, Amo…
Inti no respondió. Apretó los puños por debajo de la mesa hasta que sus nudillos se pusieron blancos. No, no, no. Ese día ya había sido lo suficientemente negro, y la noche anterior… no quería ahora pasar por rechazar a Esther una y otra vez. En su fuero interno no estaba seguro de poder hacerlo, pero se empeñaba en pensar que sí. Era lo único que cabía hacer teniendo en cuenta todo lo ocurrido.
—Acepte a esta perra—lloró Esther, ya sin contención—esta perra hará lo que sea, aguantará lo que sea…
Como si la hubieran empujado unas manos invisibles, Esther se movió bruscamente, caminando anquilosada hacia la cama de Inti. Habría ido hacia él, porque lo que realmente deseaba era arrodillarse y besar sus pies, pero no se atrevió. En lugar de eso, con la mirada aún fija en el suelo, se arrodilló frente a una de las cama. Sabía muy bien lo que hacía, aunque lo hizo sin pensar: se bajó los pantalones y le ofreció todo cuanto podía ofrecer en ese momento, pues no se tenía más que a sí misma. Apoyó la mejilla sobre la colcha de la cama, cerró los ojos y esperó.
—Castígueme, por favor…
El susurro de su voz se derramó por las paredes del cuarto en penumbra; la habitación se hallaba iluminada tan sólo por la bombilla azul del pequeño flexo que había en el escritorio y por la luz de la pantalla del ordenador portátil abierto. El ruido sordo de este último, el runrun del ventilador, se amplificó en los oídos de Esther y dio vueltas en su cabeza, hipnótico. No escuchaba nada más que eso y su propia respiración. No quería abrir los ojos.
—Levántate—le dijo Inti con tono glacial—por favor. No quiero nada contigo—se obligó a decir—márchate.
Le costó mucho decir eso. Más aun viéndola así, indefensa, ofrecida. Se movió sobre la silla: la polla se le había puesto durísima en tan sólo segundos sólo con ver aquello.
—Márchate—insistió, al ver que ella no se movía—por favor, no me obligues a ir hasta ahí para sacarte yo…
Eso precisamente quería Esther, y lo temía más que ninguna otra cosa: que él fuera.
Y fue.
Bufó, se recolocó el paquete—Esther no podía verle, mantenía la cabeza sepultada contra el colchón y los ojos cerrados—y en un par de zancadas se colocó detrás de ella.
Contemplar más cerca los mordiscos del cinturón no contribuyó a tranquilizarle ni de lejos. Apretó los dientes, se esforzó por ocultar el temblor de sus manos tensándolas como garras, y le subió con brusquedad los pantalones. Luego la cogió del brazo, tiró de ella sin demasiada fuerza y la levantó.
Esther dobló las rodillas y se dejó caer. “Tendrás que sacarme a rastras” pensó. Y eso fue lo que hizo Inti, aunque con menos rudeza de la esperada. La tomó por debajo de los brazos y tiró de ella hasta traspasar la puerta. Ella no quiso colaborar, no dio ni un solo paso, pero tampoco se resistió.
Inti la dejó allí fuera en el pasillo, luego se metió en la habitación y volvió a cerrar la puerta tras de sí.
Una vez dentro del cuarto la oyó llorar. Eso le enterneció, le excitó, y le puso furibundo de rabia al mismo tiempo. Dios, qué asco de día. Tenía ganas de cerrar los ojos por fin, dormir y olvidarlo todo; cuando viera el amanecer del día siguiente se sentiría, quizá, un poco más tranquilo.
Hablaban en el sofá, sentados frente a la tele apagada. Alex estaba de espaldas a la puerta, así que no pudo ver a la silenciosa muchacha, pero Jen si la vio.
—Buenas noches, guapetona—le dijo con una de sus encantadoras sonrisas.
Ya había oscurecido tras las ventanas, aunque Esther no sabía qué hora sería.
—¿Qué hora es?—preguntó, sin estar muy segura de emplear la palabra que tan extraña y familiar le resultaba al mismo tiempo.
—Casi las nueve—repuso Jen--¿Tienes hambre?
Alex se giró y la saludó.
—Hola Esther, ¿has dormido bien? O mejor dicho… ¿has dormido algo? Porque se ha montado un escándalo cojonudo aquí…
Ella abrió mucho los ojos. No, no había habido nada que se hubiera interpuesto entre ella y sus pesadillas de cemento.
—No he oído nada, ¿qué ha pasado?
Jen se levantó y caminó hasta el aparador que se encontraba en la pared de enfrente. Cogió una copa de cristal color verde esmeralda y vertió en ella un poco de vino de una botella que tenían abierta en la mesa. Se la acercó a Esther.
—Podría parecer que no es lo mejor para despertarse—le dijo con una sonrisa enigmática—pero prueba un trago y ya verás…
Esther, obediente, besó el borde de la copa y olisqueó el vino. Tenía éste un olor cálido, fuerte, afrutado. Dejo deslizar un pequeño trago por su garganta, e inmediatamente lo sintió bajar por ella caldeándola por dentro.
—¿...Qué es lo que ha pasado?—insistió tímidamente, después de tragar.
—Bah, nada que no tenga arreglo—respondió Jen.
—Inti tiene muy mala hostia—dijo Alex--puede llegar a tener muy mala hostia—se corrigió—nos hemos puesto a hablar los tres, se ha cabreado y se ha ido.
—Bueno, ya venía cabreado, creo.--terció Jen, llevándose a los labios su copa llena de vino hasta la mitad.
—Sí. Ha debido de tener un mal día.
---
Estaba muy cabreado, mucho.
Como siempre que se sentía así, con los nervios a punto de estallar, se había alejado para evitar daños colaterales. Estaba acostumbrado a liberar grandes accesos de energía mediante el deporte, y aquella noche no fue una excepción: salió a la calle y corrió, corrió, corrió.
Cruzó tantas calles que perdió la cuenta. Cuando comenzó a marearse sin resuello después de muchos minutos a todo correr, cuando la cabeza pareció rellenársele de arena y los oídos le pitaron débilmente, sólo en ese momento se sintió un poco más en paz. Sólo un poco.
Aflojó la marcha para detenerse finalmente junto a un árbol grueso que brotaba de la acera. Las raíces se habían abierto paso toscamente, abultando el adoquinado y llenándolo de grietas. Inti apoyó la mano sobre el tronco del árbol y se inclinó para respirar mejor. Cerró los ojos, sintió que se tambaleaba y se deslizó poco a poco hasta llegar al suelo, descendiendo con ambas manos por el tronco del árbol sin soltarlo.
Él no quería que Esther volviera. Lo que había pasado la noche que ella se fue era para él algo cuyo recuerdo apenas podía soportar.
Él no quería hacer sufrir a Esther. No. No así.
Tenía que haber hecho caso a su intuición. Desde el primer momento en que vio a Esther, se había dado cuenta de que no era el tipo de persona que aguantaría la más mínima rudeza. Tenía que haber hecho caso de ese instinto, independientemente de las ganas que tuviera de sentir su sumisión. Independientemente de la decisión de la propia Esther.
La había pegado con toda su rabia y todas sus ganas. Y temía haberle hecho algún tipo de daño irreparable: en la piel, algún desgarro, alguna herida… algún nervio. No había podido controlar la evolución de los golpes, no sabía cómo estaba.
Jen y Alex le habían puesto verde.
Alex había golpeado la mesa y había puesto el grito en el cielo. “¡Estás loco!” había exclamado, llevándose las manos a la cabeza “¿Tú has visto lo que has hecho?”. No lo había visto, no. No se había visto a sí mismo hacerlo, desde fuera. Lo había sentido. El brazo le había quemado desde el hombro hasta la mano; el estómago se había transformado en una espinosa bola de fuego.
Esther estaba avisada de lo que podía ocurrir. Unos azotes no matan a nadie. Si los busca, los quiere, había pensado Inti justo antes de blandir el cinto. Desde luego que aquella niñata inmadura los necesitaba, ella misma se lo había mostrado aquella misma tarde. Y, para qué negarlo… no podía olvidar el placer que había sentido al azotarla, no podía dejar de evocarlo. Algo en aquella mujercita le volvía malo, estimulaba su pequeño demonio interior. Las ganas de darle lo que según él merecía le estaban comiendo por dentro.
Pero también era una pobre criatura, él se daba cuenta. Estaba perdida, herida, como Jax. No pasaba por un buen momento. Si hubiera pensado más en esto, quizá se hubiera dado cuenta de que no tenía sentido exigirle demasiado. Independientemente de la buena voluntad de la muchacha, pedirle algo inalcanzable no iba a funcionar. Arrinconarla y asustarla, tampoco.
Él no pensó que Esther fuera a marcharse. Había visto la devoción en sus ojos aquella tarde, y había actuado movido por la precipitación del deseo con la errónea certeza de que Esther ya era del todo suya. Se había equivocado, desde luego. Ni se le pasó por la cabeza que la historia fuera a terminar así. Pero claro, no había pensado lo suficiente en la situación de Esther para prever su reacción.
Y por otra parte estaba lo que le había dicho Jen. No podía quitárselo de la cabeza.
Alex había manifestado rechazo abiertamente, pero eso no le había extrañado a Inti. Las palabras de Jen, sin embargo, le habían dejado fuera de combate.
"Si ella vuelve" le había dicho su amigo, despacio "No se te ocurra volver a tocarla estando enfadado. ¿Lo entiendes?"
Inti se había quedado parado sin saber qué contestar. El castigo tenía que ser inmediato a la falta, o por lo menos él lo entendía así. Pero estaba claro que Esther no estaba preparada para ese tipo de vida.
Mierda.
Joder. Pero aún no tenía muy claro qué tenía que haber hecho él. ¿Controlarse y reprimir lo que sentía, lo que sentía que en realidad él era? ¿Castrar esa parte íntima tan enorme de sí mismo que se veía obligado a esconder a diario, a la que por fin podía dar voz, al estar bajo consenso?
¿Mentirse? ¿Mentir?
Daba igual mentir. Si a Esther le espantaban estas cosas, era mejor que hubiera huido a tiempo. Por mucho que él fingiera, tarde o temprano ella iba a sufrir.
Es que él no quería hacerle sufrir, como una y otra vez se decía a sí mismo.
¿Cómo estaría ella ahora? ¿Soportaría volver a verle? ¿y él? ¿Soportaría mirarla, dejarse ver, rechazarla?
¿Y si ella quería… volver... a todo? No, no podía acceder a eso, ya no. Se sentía fatal por haberla hecho daño, no iba a permitir que eso volviera a ocurrir. Había confiado en que Esther aguantaría, en que tomaría aquello como parte de todo lo demás, en que en el fondo—sabía que un poco de caña le iba a la chica—quizá lo disfrutaría. Ese tipo de cosas tenían un gran componente catártico, justo lo que a Esther le vendría de perlas para sacudirse un poco de culpa de encima.
Quizá no era tan superficial como parecía, la niñata. Quizá los sentimientos eran muy fuertes, la culpa era fuerte, el dolor era fuerte. Alex les había contado a Jen y a él sobre el pasado familiar de Esther, o al menos una parte. Inti no sabía si, de haberlo sabido él, se habría sentido devorado tan salvajemente por el deseo de educarla a su modo, de someterla, de darle mucha caña y no pasarle ni una, menos aún delante del resto de Amos, o no.
Pero nada había sido real. Él había sentido que Esther era suya, pero se había equivocado. Se había equivocado. Y la había pegado con todas sus ganas.
Temblaba aún--de deseo y de culpa—al recordarlo. Sabiendo lo que sabía, eso le asqueaba. Se había equivocado, Esther no era la persona que él pensaba, no podía darle nada. No tenía ningún sentido seguir fantaseando.
Esther era una buena chica, asquerosamente pija, pero no tan tonta como él pensaba. Estaba perdida; debía encontrar su sitio y su rumbo en la vida, si es que tales conceptos existían. En cualquier caso, no le haría ningún bien sufrir un tormento que ni aceptaba ni le aportaba nada. Una lástima, porque Inti hubiera jurado ver en sus ojos el brillo de la entrega, y ver también cómo ella lo había disfrutado.
Se giró y apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le parecía que ya iba recuperando el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y, de pronto, una gruesa gota le cayó en la frente.
Entró a la casa empapado de agua. La sudadera negra se le pegaba al cuerpo, mojando la camiseta vieja de algodón que llevaba debajo, su pecho y su estómago. Mechones de pelo amarillo chorreaban por su cuello y sus hombros haciéndole castañetear los dientes.
Escuchó voces en el salón. Pasó de largo por el pasillo directamente a su habitación, necesitaba quitarse la ropa mojada. Sin embargo, no pudo evitar mirar por el rabillo del ojo al pasar por delante de la puerta… y le pareció ver a Esther, sentada en sofá con los chicos.
Al oír la llave en la cerradura, se habían callado. Sin pararse a saludar, Inti entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Minutos después volvió a salir y, de nuevo pasando de largo, se metió en el baño para darse una ducha. El calentón emocional, la carrera y finalmente la lluvia que le había calmado y “lavado”-- por dentro y por fuera-- le habían dejado al irse una sensación de frío intenso hasta la médula de los huesos, aparte de una considerable fatiga. El día había sido duro, muy duro; ya sólo le quedaba esperar a que se terminara, de la mejor manera posible.
Alex y Jen hablaban entre ellos como si no pasara nada, como si no le hubieran visto pasar, pero Esther había seguido cada uno de sus movimientos. No dijo absolutamente nada, pero el ver de soslayo a Inti moviéndose por la casa sin hacer acto de presencia en el salón le partió el corazón. Tampoco sabía qué alternativa podía haber esperado: un saludo normal estaba claro que, con lo que había ocurrido el día anterior, era imposible… no obstante había abrigado la secreta esperanza de que ocurriera, o de que por lo menos él la mirase y le hablase. Desde que llegó al piso de los chicos de nuevo supo que lo pasaría mal al volver a ver a Inti, pero no estaba preparada para la pared en blanco, para la ausencia de palabras.
—Esther, deberías comer algo—Jen la llamó a la realidad—y cuando Inti termine de ducharse puedes darte un baño si quieres.
De nuevo una orden con amabilidad, disfrazada de sugerencia. Esther no pudo reprimir el asomo de una sonrisa.
Se escuchaba claramente ya el rumor del agua desde el cuarto de baño, igual que podía sentirse el temblor de las viejas tuberías en toda la casa. Desde luego, Esther tenía hambre. No había comido más que polla en las últimas veinticuatro horas… Se estremeció al recordarlo. Aún le faltaba probar la polla de Alex. “Perra viciosa”, se recriminó a sí misma tratando de sacudirse la idea de la cabeza.
En los momentos límite—o en los momentos más inesperados—el ser humano puede sentir infinidad de cosas que quizá parecen un montón de contrasentidos a simple vista, pero el hecho es que se fundamentan en una o muchas razones bien definidas, aunque la mayoría de las veces no podemos verlas. En los momentos de tensión, de choque emotivo, pueden dispararse fácilmente emociones o deseos extraños, inconcebibles, poco confesables, poco comprendidos por el sujeto en cuestión.
En aquel momento, Esther se sintió de pronto invadida por unas terribles ganas de "todo". Reviviendo las felaciones a sus “AMOS” mientras se sabía a su merced, el severo tono de voz de Inti, la determinación de Jen, la palabra “perra”, no podía evitar sentirse horriblemente excitada, para su desgracia. Más que excitada, necesitada de tocarse, de volver a pasar por su alma y su cuerpo aquellas vivencias.
Inti se dio una ducha breve. Cuando acabó, salió del baño sin pena ni gloria y volvió a encerrarse en su habitación. Sus pasos se perdieron por el pasillo, y en el salón se escuchó con toda claridad el sonido de su puerta al cerrarse.
—Esther—Jen se giró hacia ella—¿por qué no te das un baño, te relajas, y mientras nosotros preparamos algo para cenar?
Ella intentó decir algo, pero se le agolparon mil palabras en la garganta y al final no pudo hacerlo. Se encontraba superada por los nervios, el no saber qué pasaría, y envolviendo todo esto la llenaba una enorme sensación de gratitud. Pero no era agradable del todo esa sensación… no estaba segura de si merecía que se portaran bien con ella. No sabía si aún era perra o no—no sabía nada—pero si lo era—ojalá—tenía que ser ella la que hiciera la cena, y la comida, y el desayuno. No ellos. Los Amos no preparan cenas… ¿o sí?
“Me estoy volviendo loca” se dijo.
No se atrevía aún a decir la palabra Amo refiriéndose a los chicos, fuera de la cama.
—Jen…—dijo en apenas un susurro.
El aludido la miró y sonrió. No estaba molesto porque no le hubiera llamado “Amo”.
—Dime—respondió.
—Necesito… ver a Inti.
Alex bufó a su espalda.
—No, ni se te ocurra—dijo, tajante.
—Igual no es el mejor momento ahora, Esther…—añadió Jen.
Ella bajó la cabeza. Le había llamado “maldito cabrón hijo de puta”. Se sentía fatal.
Él la había pegado… y ella no había podido evitar reaccionar así, pero toda la ira se había evaporado de su mente y ahora sólo le quedaba el regusto de haber hecho mal las cosas, de no haber resistido lo suficiente. Habían hecho un pacto, y estaban bajo ese pacto hasta que ella lo había roto. Que no estuviera firmado daba igual, la firma que importaba era su consentimiento, su obediencia, la decisión de aceptar aquella nueva condición.
Inti era especial. Ella lo sabía. Le gustaba, y más que eso. En aquel momento sentía que no sólo le había decepcionado sino que había hecho exactamente lo que, a buen seguro, él temía que ella hiciera: romper el pacto a la primera dificultad, al primer escollo.
—Esther, se pasó quince pueblos—le dijo Alex—que se joda.
Jen le lanzó una mirada-relámpago a Alex que parecía decir “ahora no te pases tú”. Se acercó a Esther y pasó una mano por su gacha cabeza.
—Debes de tener un lío monumental ahora mismo, ¿verdad?—le dijo, jugando con los dedos entre su pelo—No te preocupes ahora, cariño, no pienses en nada. Ve al baño y relájate. No te preocupes de nada. Todo se hablará… pero no ahora. No esta noche.
Esther asintió.
—Ya sabes dónde están las toallas…
Sí, lo sabía, y se aseguraría de no volver a equivocarse. Dio las gracias una vez más y se giró para dirigirse al cuarto de baño.
Buena era Esther. Sus “Amos”, amigos, compañeros o como quiera que fuera la palabra correcta para definirlos a aquellas alturas de la historia, aún no la conocían del todo bien. No sabían lo terca y obstinada que podía llegar a ser. Y curiosamente no era una persona tenaz, era más bien inconstante. El deseo—la necesidad—de ver a Inti, a su primer Amo, de pedirle perdón era una de esas ideas que, si se le metían en la cabeza, le era imposible deshacerse de ella. Funcionaba así. No era del todo culpa de ella, quizá sólo era así por el hecho de no haber aprendido a controlarse a ese respecto. Un poco de disciplina y autocontrol es necesario para no sufrir, pero eso Esther no lo entendía así.
Así que, una vez dentro del agua del baño, cerrando sus ojos hinchados y respirando los vapores jabonosos, decidió dónde iría nada más salir. En realidad ya lo había decidido antes de entrar.
Sentía escalofríos al pensar en enfrentarse a Inti, pero le parecía que no podía soportar no hacerlo. Se veía a sí misma hecha polvo, pero para hablar con él se encontraba extrañamente fuerte. Muchas sensaciones nuevas estaba sintiendo, extrañas y sorprendentes.
Pero tenía que hacerlo, tenía que verle, tenía que ir a su habitación.
Se enjabonó a conciencia pensando en agradarle, recordando cuanta importancia le daba él a la limpieza y al orden. De hecho, el baño estaba en perfecto estado; sólo un ojo avizor podría detectar que había sido utilizado por alguien antes, si no fuera por la nubecilla de vapor que aún empañaba el espejo y que había visto Esther nada más entrar.
Se notaba algo diferente, como si pudiera palparse la reciente presencia de él si uno cerraba los ojos, eso sí. Esther respiró y se empapó de un rastro que creyó detectar, un coletazo del olor de la piel limpia de Inti. Se le amontonaba el tiempo y tenía un nudo apretado en el estómago: necesitaba verle y hablarle más que nada en el mundo. Necesitaba al menos una palabra de su boca para sentirse más tranquila.
Salió de la bañera, se secó con meticulosidad—las nalgas a suaves toques, y aun así vio las estrellas-- y volvió a ponerse la ropa que traía, aunque las bragas se las guardó en el bolsillo de los pantalones pues le pareció que estaban muy sucias. Lógico. No quería ni pensar en oler mal.
Antes de salir del baño no pudo evitar, en la santa intimidad de aquellas cuatro paredes (había cerrado la puerta, ante la duda de seguir siendo perra o no), llevarse a la nariz la toalla roja de Inti. Comprobó con el alborozo de un niño que no se había equivocado al atribuirle ese rastro de olor que flotaba en el aire.
Salió al pasillo y, sin pensárselo dos veces, echó a andar al que sabía que era el cuarto de Inti, desoyendo los consejos de Alex y de Jen.
Sigilosa para que no la oyeran, caminó como si flotara y se detuvo ante la puerta cerrada.
“Vamos, no te detengas ahora que has llegado hasta aquí” la espoleó una voz interior que cada vez era menos tímida. Llamó con los nudillos y esperó.
—Adelante—escuchó al otro lado. La voz era potente, seca y cortante.
Probablemente Inti pensaba que el que había llamado era uno de sus compañeros, y a buen seguro no tenía ninguna gana de verles. A ella tampoco, claro.
Vaciló unos instantes.
—Adelante—apremió la voz, en un tono más elevado y más seco si cabe.
Deseando por enésima vez que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase, Esther giró el pomo y empujó la puerta.
Se quedó parada a medio camino, ni dentro ni fuera, como clavada en el suelo. En silencio.
Inti estaba sentado frente a su escritorio repasando unas notas. Levantó la vista y por un momento la estupefacción se pintó en su cara.
—¿Qué quieres?—preguntó con su frialdad habitual.
Esther, parada en la puerta, no supo qué decir.
—¿Qué quieres?—repitió Inti, girándose en la silla hasta quedar frente a ella.
—Amo…
La palabra había brotado de sus labios directamente desde el corazón. No había pasado por el cerebro, no había pedido permiso para ser dicha. Esther se asustó cuando se escuchó a sí misma decirla, pero de perdidos al río, qué demonios. Ante la impavidez de Inti lo único que le quedaba era ser sincera.
—No, no—negó el rápidamente. Iba a continuar pero Esther le cortó.
—Amo… lo siento mucho… por favor, perdóneme.
Ya se había abierto el grifo de nuevo. Incontinencia emocional pura y dura. No sabía lo que le ocurría cuando estaba frente a Inti—El Amo Inti—pero se sentía inmensamente pequeña, temblaba como un flan y lo único que le salía de la boca eran verdades como puños. Los ojos húmedos le picaban y comenzaron a arderle, pesados, amenazando con desbordarse de pronto.
—No me pidas perdón, no tienes que pedir perdón—respondió Inti, girándose de nuevo hacia su tarea—No tengo nada que perdonarte. No soy tu Amo. ¿Querías algo más?
Ya no la miraba.
Esther sintió que se rompía por dentro. Incapaz de decir nada, miró hacia abajo y sintió que se encogía más todavía, si es que aquello era posible.
—Amo, por favor…--suplicó tras unos segundos que le parecieron horas—por favor…
Inti resopló, apartó el cuaderno con fastidio y volvió a encararse a la chica.
—¿Qué?—le espetó, desabrido—¿por favor qué?
—Acépteme…--murmuró Esther. Acto seguido recordó la forma en la que debía referirse a sí misma—Acepte a esta perra de nuevo, por favor, Amo…
Inti no respondió. Apretó los puños por debajo de la mesa hasta que sus nudillos se pusieron blancos. No, no, no. Ese día ya había sido lo suficientemente negro, y la noche anterior… no quería ahora pasar por rechazar a Esther una y otra vez. En su fuero interno no estaba seguro de poder hacerlo, pero se empeñaba en pensar que sí. Era lo único que cabía hacer teniendo en cuenta todo lo ocurrido.
—Acepte a esta perra—lloró Esther, ya sin contención—esta perra hará lo que sea, aguantará lo que sea…
Como si la hubieran empujado unas manos invisibles, Esther se movió bruscamente, caminando anquilosada hacia la cama de Inti. Habría ido hacia él, porque lo que realmente deseaba era arrodillarse y besar sus pies, pero no se atrevió. En lugar de eso, con la mirada aún fija en el suelo, se arrodilló frente a una de las cama. Sabía muy bien lo que hacía, aunque lo hizo sin pensar: se bajó los pantalones y le ofreció todo cuanto podía ofrecer en ese momento, pues no se tenía más que a sí misma. Apoyó la mejilla sobre la colcha de la cama, cerró los ojos y esperó.
—Castígueme, por favor…
El susurro de su voz se derramó por las paredes del cuarto en penumbra; la habitación se hallaba iluminada tan sólo por la bombilla azul del pequeño flexo que había en el escritorio y por la luz de la pantalla del ordenador portátil abierto. El ruido sordo de este último, el runrun del ventilador, se amplificó en los oídos de Esther y dio vueltas en su cabeza, hipnótico. No escuchaba nada más que eso y su propia respiración. No quería abrir los ojos.
—Levántate—le dijo Inti con tono glacial—por favor. No quiero nada contigo—se obligó a decir—márchate.
Le costó mucho decir eso. Más aun viéndola así, indefensa, ofrecida. Se movió sobre la silla: la polla se le había puesto durísima en tan sólo segundos sólo con ver aquello.
—Márchate—insistió, al ver que ella no se movía—por favor, no me obligues a ir hasta ahí para sacarte yo…
Eso precisamente quería Esther, y lo temía más que ninguna otra cosa: que él fuera.
Y fue.
Bufó, se recolocó el paquete—Esther no podía verle, mantenía la cabeza sepultada contra el colchón y los ojos cerrados—y en un par de zancadas se colocó detrás de ella.
Contemplar más cerca los mordiscos del cinturón no contribuyó a tranquilizarle ni de lejos. Apretó los dientes, se esforzó por ocultar el temblor de sus manos tensándolas como garras, y le subió con brusquedad los pantalones. Luego la cogió del brazo, tiró de ella sin demasiada fuerza y la levantó.
Esther dobló las rodillas y se dejó caer. “Tendrás que sacarme a rastras” pensó. Y eso fue lo que hizo Inti, aunque con menos rudeza de la esperada. La tomó por debajo de los brazos y tiró de ella hasta traspasar la puerta. Ella no quiso colaborar, no dio ni un solo paso, pero tampoco se resistió.
Inti la dejó allí fuera en el pasillo, luego se metió en la habitación y volvió a cerrar la puerta tras de sí.
Una vez dentro del cuarto la oyó llorar. Eso le enterneció, le excitó, y le puso furibundo de rabia al mismo tiempo. Dios, qué asco de día. Tenía ganas de cerrar los ojos por fin, dormir y olvidarlo todo; cuando viera el amanecer del día siguiente se sentiría, quizá, un poco más tranquilo.
14-Castigo
Alex había tenido que arrastrarla por el pasillo para alejarla de la puerta de Inti. Esther no había llorado ni gritado, no había pronunciado palabra. Simplemente se había quedado allí, arrodillada donde él la dejó, con la cabeza apoyada en el suelo contra la ranura inferior de la puerta. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, cuando Alex la encontró.
Él se había alarmado al verla porque no había esperado encontrarla allí, como un bulto entre las sombras. Casi chocó con ella cuando salió a buscarla, extrañado por el tiempo que tardaba en volver y preguntándose qué estaría haciendo. Cuando estuvo frente a ella la llamó varias veces pero ella no le respondió, ni siquiera cuando la zarandeó con cierta contundencia. Intentó girarle la cabeza—Esther se obcecaba en mantenerla allí escondida, contra la puerta-- y ella se resistió, cosa que tranquilizó a Alex que ya estaba a punto de dar dos gritos para alertar a Jen. La chica parecía estar bajo un extraño trance, pero al menos reaccionaba.
Desistiendo de que Esther hiciera el menor movimiento por levantarse, Alex se colocó detrás de ella, la agarró por las axilas y tiró de ella lo más suavemente que fue capaz. La medio arrastró con torpeza contra su cuerpo por el pasillo y la llevó al salón, donde con ayuda de Jen la sentó en el sofá.
Jen acababa de preparar algo de cena en la cocina. Al ver a Alex acercándose de esa guisa, arrastrando a Esther como si ésta fuera un fardo, se quedó mirándole durante unos segundos, sorprendido.
—Échame una mano, joder, no te quedes ahí—le había espetado su compañero.
Jen reaccionó rápidamente y en apenas un par de segundos Esther les miraba desde el sofá, recostada, con los ojos empañados muy abiertos. Poco a poco pareció que volvía en sí de su bloqueo, o al menos lo intentaba.
—Eh…--le susurró Jen, apartándole un mechón de pelo de la cara—Esther…
Ella parpadeó.
Alex se sentó junto a ella, y comenzó a contarle a Jen algo atropelladamente. Poca cuenta se daba Esther de lo que ocurría, y poco recordaría al día siguiente sobre lo que pasó después. Sentía sus ojos vueltos hacia dentro, como si no pudiera ser del todo consciente de lo que ocurría fuera de ella. Le parecía que sólo era capaz de sentir un inmenso dolor a la altura del pecho, procedente de su corazón destrozado. No podía soportarlo, ¿podía?...
Se sentía sola y también desolada. Le faltaba Inti, su Amo, el primero. Apenas le había conocido, y lo que había conocido de él aún dolía, ¿por qué entonces su falta le quemaba?, ¿por qué sentía que no podía con el vacío que le había dejado?
De puertas para dentro, su mundo se le antojaba un páramo abrupto: tierras baldías azotadas por la nieve, la humedad y el frío. Un desierto abrazado por la noche, y en total silencio salvo por el rugir del temporal que se expandía dentro de su cabeza.
Él la había negado. La había repudiado. La había mirado con indiferencia absoluta, ni siquiera con ira. En el último momento le había parecido distinguir a Esther una chispa de desprecio en sus ojos de acero, pero quizá sólo lo había imaginado.
Le había perdido, él se encontraba a años luz de ella. Había perdido sin remedio la oportunidad de compartir nada, absolutamente nada con él. Y su alma no parecía soportarlo ni ser capaz de aceptarlo, al menos en aquel momento.
Jen le decía algo sobre comer. El sonido de su voz le llegaba a Esther amortiguado como si su cabeza estuviera tapizada de forespán.
Recordaba haberse metido trozos de algo en la boca--¿jamón? ¿pan?--, que habían traído de la cocina, haber masticado y tragado para que por fin ellos dejasen de insistir, para que la dejaran en paz de una vez.
No tenía hambre, pero lo que comió le sentó bien. Nada podía quitarle el dolor que sentía, pero al menos la sensación de pérdida de fuerza, de debilidad, la abandonó. Esto le permitió llorar de nuevo, por si sus lágrimas hasta el momento presente hubieran sido pocas. Llorar la liberaba, era cierto. No olvidaba esa primera lección aprendida de la mano de Jen, la primera persona que había vivido su llanto sin alterarse. Pero sentía tanta vergüenza…
Tímidamente, masculló algo inconexo para dar a entender que quería marcharse. Intentó pedir permiso pero para su desgracia solo consiguió articular un gañido de angustia.
El hecho de no poder hablar, de que se le atropellaran las palabras en la boca, no contribuyó a que se sintiera mejor. Ocultó la cabeza entre las manos y lloró rendida; lloró por ser la mierda que sentía que era, por estar sola, por sentirse una imbécil, por haber perdido a Inti… y con él a sus otros dos Amos, dijeran lo que dijeran. ¿Había llegado alguna vez a odiarse a sí misma, en su vida? ...¿quizá sí... pero no siendo consciente de ello como ahora?
Sentía que todo castigo era poco para su ineptitud, su estupidez y su debilidad, por duro e inimaginable que éste fuera. Y lo deseaba, en lo más profundo de su ser. Cuánto necesitaba ser castigada, y cómo ardía de tan solo pensarlo, y cómo sufría por ni siquiera poder aspirar a tenerlo.
Recordaba haber dicho cosas sobre esto delante de los chicos, sin haber podido contenerse, pero no sabía qué exactamente ni si ellos la habían entendido. Alex y Jen la habían escuchado, eso sí, y éste último le había hablado a Esther de poco en poco mientras le acariciaba el cabello, pero ella poco recordaría de la conversación.
Alex por su parte la había mirado con gesto de no entender; había lástima en sus ojos, le pareció a Esther, compasión. Qué horror, eso era lo último que deseaba ver en su mirada.
Aunque era incapaz de evocar el sentido de lo que Jen le había dicho entonces, cuando quedaron solos—tan solo recordaba vagamente palabras aisladas, como las piezas desperdigadas de un puzle--, sí se acordaba del tono de su voz. La había calmado por dentro. Nada podía quitarle el dolor o eso creía, pero al menos la caricia de aquella voz había aflojado su tormento interior.
—Casi todo tiene solución, Esther, de una manera o de otra.
Esa era la única frase que había podido rescatar de la boca de Jen al hacer memoria, frase que quedó allí, temblando en su cielo personal como el brillo vacilante de una estrella. Esther se había esforzado y se esforzaba aún por mantenerla grabada en su cabeza, tanto mientras él siguió a su lado como cuando por fin ambos se marcharon y ella quedó sola en la oscuridad de la habitación de alquiler.
~~(,, ,,ºº>
—Hemos pensado en todo lo que ha pasado y hemos tomado una decisión, Esther.
Jen era quien había hablado. Se daba perfecta cuenta de cómo debía de encontrarse Esther en ese momento. El día había transcurrido lento y agobiante para ella, sola en casa, sometida a una tensión que aún se podía ver en sus ojos.
Había pasado la mañana sola en el piso porque ellos tres habían ido a trabajar.
En aquel momento eran pasadas las seis de la tarde, y Esther sabía que habían hablado largo y tendido entre ellos desde su llegada a casa, hacia las tres. No había entendido lo que decían, pues habían hablado en voz baja y ella estaba en su habitación, con la puerta entornada. Pero sí le había parecido detectar que en un par de ocasiones el tono de la conversación había subido ligeramente, como precediendo a una inminente discusión.
Por supuesto, ella no había querido salir del cuarto. Se había limitado a esperar, con el corazón latiéndole en un puño al saber que quizá, sólo quizá, sus tres Amos estuvieran pensando en volver a aceptarla como antes.
Ahora estaba allí, sentada frente a la mesa de la cocina, como el primer día que habló con ellos. Era inevitable revivir aquel recuerdo, y las sensaciones que evocaba chocaban con lo que sentía en el momento presente. Cada uno de sus tres Amos—ojalá aún lo fueran—la observaba desde la misma silla donde se habían sentado ese primer día, y ella estaba sentada a su vez en el sitio que entonces ocupó. Aunque el hecho era que deseaba ocupar el sitio que realmente la correspondía: el suelo, a los pies de Ellos.
Se atrevió a mirarlos con cautela. Alex, el hombre de fuego tras aquella armadura llena de aristas, el hombre de los exabruptos inoportunos. Tenía la mandíbula apretada y los ojos verdes fijos en Esther, con una mirada difícil de descifrar. Aunque si la mirada de Alex era incógnita, la de Inti ya era de maestro de póquer profesional. Esther no tenía ni idea de qué podía estar pensando éste, pero el hecho de que la mirase, de sentir el impacto de sus ojos otra vez, hizo que el corazón le diera un salto en el pecho. Y Jen, amable como siempre, la contemplaba ligeramente tenso aunque con expresión serena.
—Si tú quieres volver a intentarlo—prosiguió éste—nosotros también. Pero antes tenemos que revisar un par de condiciones.
Esther asintió.
—¿Quieres volver a intentarlo?—preguntó él, suavemente.
Ella sintió que toda su sangre subía a borbotones por su pecho y su cuello, agolpándose en su cabeza. Oh, claro que quería…
—Sí…--murmuró, sin poder evitar bajar los ojos—Sí, Amos…
Por el rabillo del ojo vio que Inti se giraba y miraba hacia otro lado. Otra vez sintió la puñalada en el pecho, ese dolor gélido y profundo que ya empezaba a reconocer. Lo absorbió con entereza, con cabezonería, aunque se le revolvió el espíritu, ¿estaba convirtiéndose en una especie de pequeño animal?
—Bien—Jen sonrió, o eso le pareció a ella, que seguía sin querer levantar los ojos del suelo—entonces necesitamos una palabra de seguridad. Piénsala, ahora—su tono se iba volviendo consistente y autoritario, aunque él aún seguía siendo amable—luego tendrás tiempo de cambiarla si encuentras otra que te guste más. Necesitamos una palabra ahora; esa palabra hará que cualquier cosa que se te esté haciendo se detenga.
Esther asintió, comprendiendo. A decir verdad ya tenía pensada la palabra.
("Estigia")
La dijo, y Jen la anotó en un papel.
—Gracias, Esther—sabía que ella respondería rápido, pero no esperaba aquella inmediatez—ahora necesitamos que escribas tus límites básicos—le tendió a la chica un folio en blanco—por favor. De cualquier naturaleza: sexuales, referentes al dolor físico, o al dolor emocional. No me refiero a lo que no te guste, me refiero a lo que realmente piensas que no podrías soportar.
Esther reflexionó durante algunos segundos y poco después tomó el papel. Garabateó algunas líneas apresuradas ("heces, zoofilia, hablar de mi familia") y se lo entregó a Jen. No podía dejar de mirarle, estaba hipnotizada, prendida en sus ojos.
Jen examinó el papel, asintió y se lo pasó a Inti, quien se lo pasó a su vez a Alex tras un breve vistazo. Alex tomó la hoja con ambas manos y la mantuvo frente a sí durante algunos segundos. A Esther le pareció que enrojecía ligeramente.
—Vale, Esther—Jen cogió de nuevo la hoja de manos de Alex, la volvió a leer y la apartó a un lado—entonces voy a explicarte lo que hemos pensado, y tú decides si estás de acuerdo. Como siempre tú tendrás la última palabra y decidirás. Ah, y te digo también que puedes quedarte aquí unos días aunque no quieras ser nuestra perra, como amiga, si lo necesitas. Sabemos que tu situación es mala; la nuestra no es que sea la hostia pero nos apañaremos. Así que no actúes condicionada por nada, ¿vale? Actúa de acuerdo a lo que quieres, solo eso. Haz lo que quieras.
—Sí, Amo…—murmuró ella.
—Esther, tu comportamiento no fue el esperado por uno de nosotros el día que te marchaste—continuó Jen—hubo insultos y un tono de voz demasiado alto y despreciativo. Te encerraste en una habitación, lo que va contra las normas, y diste un par de portazos. Hemos deliberado entre nosotros y hemos resuelto que hemos de castigarte.
Esther asumió aquello casi con alivio. Casi con gozo. Un pez alado de brillantes escamas tembló en su pecho, con un aleteo húmedo y frío. Su pulso se aceleró.
—También hemos pensado—prosiguió Jen—que la resolución de volver, y la valentía de querer intentarlo, es algo que se debe premiar. El no dejarse vencer por algo que entiendes que fue un error es algo que hay que recompensar—sonrió al decir esto—muy bien, Esther. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, y encantado de que hayas vuelto.
Ella se sintió morir y nacer a la vez cuando escuchó aquellas palabras.
—Hemos pensado en el castigo—siguió Jen—pero nos falta ultimar unos detalles aún—señaló la hoja donde Esther había garabateado su lista de límites—si eliges asumir el castigo y la compensación, si eliges ser nuestra, ve a la habitación donde has dormido y espera allí hasta que te llamemos.
Sobre la mesa del salón, una larga mesa de café que había frente al sofá, de cristal opaco, Esther contempló una serie de objetos que le hicieron desear salir corriendo. Estaban cuidadosamente ordenados sobre la pulida superficie, y eran objetos “normales”, pero en aquel contexto le helaron la sangre. Inertes le producían terror, ni quería imaginarlos empuñados por alguno de los Amos.
Ellos se hallaban sentados en el amplio sofá, los tres. Ninguno de ellos llevaba camiseta, y eso le hizo a Esther sentir un escalofrío, no solamente por el hecho de verles desnudos de cintura para arriba. De cintura para abajo, los tres iban vestidos y calzados: Inti con las deportivas grises que Esther ya conocía, Jen con unas zapatillas también de deporte pero más ligeras, que usaba como calzado cotidiano, y Alex en chanclas.
De hecho, uno de los objetos que había sobre la mesa era una chancleta de goma, muy parecida a las que veía en los pies de Alex. Suspiró pensando que, entonces, la chancla de la mesa sería de Inti o de Jen… incluso haciéndose a la idea del tamaño, no podía saber a cuál de los dos pertenecería.
—Buenas noches, perrita—saludó Jen—acércate.
Esther se aproximó al sofá con paso vacilante, la mirada clavada en el suelo. Le pareció que el tiempo se ralentizaba.
—Gírate, por favor, y mira los objetos que hay en la mesa.
—Oh, joder, acabemos ya con esto—soltó Inti con desidia—tengo a medias una partida de Word of Warcraft…
Alex negó con la cabeza y miró hacia otro lado, incómodo. Se revolvió en su asiento.
Esther obedeció a Jen y se dio la vuelta. Observó que cada objeto que había sobre la mesa estaba precedido de una etiqueta rotulada con un número, salvo dos dados de seis caras, tipo parchís, que había en una esquina.
—Mira bien todo esto—le dijo Jen—porque es lo que vamos a utilizar para demostrarte qué pasa si te rebelas contra nosotros.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Y otro. Y otro…
Se fijó más en los objetos, sin poder evitarlo, aunque tuvo que hacer esfuerzos por enfocar la emborronada mirada.
El objeto marcado con el número uno era un cepillo de pelo ancho. El dos, la chancla parecida a la que llevaba Alex, de suela de goma gruesa color azul y diseño simple, con una tira ancha de plástico listada en azul y blanco. El marcado con el número tres era una paleta de ping-pong. El cuatro, una gruesa tabla de cocina de madera sin lijar, provista de un robusto mango. El quinto, un cinturón de cuero negro con una gran hebilla metálica gris. El sexto, la fusta que—oh, dios—recordaba bien en la mano de Inti la primera vez que se encontraron como Amo y esclava. En séptimo lugar había una toalla grande cuidadosamente doblada, y Esther reparó en que a su lado, en el suelo, había un cubo lleno de agua. Y por último, el objeto marcado con el número ocho era una nudosa caña rígida, de esas que se utilizan para sujetar firme el tronco de algunas plantas trepadoras.
Oh, por dios…
Esther no podía evitar un temblor descontrolado.
—Inti tiene razón, acabemos con esto cuanto antes—Alex había abierto la boca, lo que en aquellas circunstancias parecía un milagro.
—Vas a probar cada uno de estos objetos, Esther—le dijo Jen—a manos de cada uno de nosotros. Tirarás los dados una sola vez, y sabremos cuántos azotes te daremos cada uno. Si tienes muy buena suerte pueden ser sólo dos azotes cada uno con cada objeto… si tienes muy mala suerte, doce.
Era tremendo, Esther estaba paralizada por el pánico, ni siquiera podía llorar. Pero no iba a irse. No.
Tenía que ganarse de nuevo la mirada de Inti. Le dolía mucho más el corazón de lo que podían dolerle doce varazos por tres, le parecía.
—Y hemos decidido darte opción a que, si quieres, podemos calentarte con la mano antes—concluyó—sólo si quieres, claro. Se te daría el mismo número de azotes con la mano que con los objetos, el número que sacaras con los dados. ¿Quieres que lo hagamos?
Ella asintió. Le aterraba sentir el primero de los objetos en frío, y que la dieran fuerte con él. La mano al menos ya la había probado. Tenía miedo, mucho miedo de las demás cosas.
—Sí, Amo—tragó saliva y se esforzó en decir lo que dijo a continuación—se lo agradecería mucho, a los tres Amos.
--Bien. Tira los dados, entonces.
Él se había alarmado al verla porque no había esperado encontrarla allí, como un bulto entre las sombras. Casi chocó con ella cuando salió a buscarla, extrañado por el tiempo que tardaba en volver y preguntándose qué estaría haciendo. Cuando estuvo frente a ella la llamó varias veces pero ella no le respondió, ni siquiera cuando la zarandeó con cierta contundencia. Intentó girarle la cabeza—Esther se obcecaba en mantenerla allí escondida, contra la puerta-- y ella se resistió, cosa que tranquilizó a Alex que ya estaba a punto de dar dos gritos para alertar a Jen. La chica parecía estar bajo un extraño trance, pero al menos reaccionaba.
Desistiendo de que Esther hiciera el menor movimiento por levantarse, Alex se colocó detrás de ella, la agarró por las axilas y tiró de ella lo más suavemente que fue capaz. La medio arrastró con torpeza contra su cuerpo por el pasillo y la llevó al salón, donde con ayuda de Jen la sentó en el sofá.
Jen acababa de preparar algo de cena en la cocina. Al ver a Alex acercándose de esa guisa, arrastrando a Esther como si ésta fuera un fardo, se quedó mirándole durante unos segundos, sorprendido.
—Échame una mano, joder, no te quedes ahí—le había espetado su compañero.
Jen reaccionó rápidamente y en apenas un par de segundos Esther les miraba desde el sofá, recostada, con los ojos empañados muy abiertos. Poco a poco pareció que volvía en sí de su bloqueo, o al menos lo intentaba.
—Eh…--le susurró Jen, apartándole un mechón de pelo de la cara—Esther…
Ella parpadeó.
Alex se sentó junto a ella, y comenzó a contarle a Jen algo atropelladamente. Poca cuenta se daba Esther de lo que ocurría, y poco recordaría al día siguiente sobre lo que pasó después. Sentía sus ojos vueltos hacia dentro, como si no pudiera ser del todo consciente de lo que ocurría fuera de ella. Le parecía que sólo era capaz de sentir un inmenso dolor a la altura del pecho, procedente de su corazón destrozado. No podía soportarlo, ¿podía?...
Se sentía sola y también desolada. Le faltaba Inti, su Amo, el primero. Apenas le había conocido, y lo que había conocido de él aún dolía, ¿por qué entonces su falta le quemaba?, ¿por qué sentía que no podía con el vacío que le había dejado?
De puertas para dentro, su mundo se le antojaba un páramo abrupto: tierras baldías azotadas por la nieve, la humedad y el frío. Un desierto abrazado por la noche, y en total silencio salvo por el rugir del temporal que se expandía dentro de su cabeza.
Él la había negado. La había repudiado. La había mirado con indiferencia absoluta, ni siquiera con ira. En el último momento le había parecido distinguir a Esther una chispa de desprecio en sus ojos de acero, pero quizá sólo lo había imaginado.
Le había perdido, él se encontraba a años luz de ella. Había perdido sin remedio la oportunidad de compartir nada, absolutamente nada con él. Y su alma no parecía soportarlo ni ser capaz de aceptarlo, al menos en aquel momento.
Jen le decía algo sobre comer. El sonido de su voz le llegaba a Esther amortiguado como si su cabeza estuviera tapizada de forespán.
Recordaba haberse metido trozos de algo en la boca--¿jamón? ¿pan?--, que habían traído de la cocina, haber masticado y tragado para que por fin ellos dejasen de insistir, para que la dejaran en paz de una vez.
No tenía hambre, pero lo que comió le sentó bien. Nada podía quitarle el dolor que sentía, pero al menos la sensación de pérdida de fuerza, de debilidad, la abandonó. Esto le permitió llorar de nuevo, por si sus lágrimas hasta el momento presente hubieran sido pocas. Llorar la liberaba, era cierto. No olvidaba esa primera lección aprendida de la mano de Jen, la primera persona que había vivido su llanto sin alterarse. Pero sentía tanta vergüenza…
Tímidamente, masculló algo inconexo para dar a entender que quería marcharse. Intentó pedir permiso pero para su desgracia solo consiguió articular un gañido de angustia.
El hecho de no poder hablar, de que se le atropellaran las palabras en la boca, no contribuyó a que se sintiera mejor. Ocultó la cabeza entre las manos y lloró rendida; lloró por ser la mierda que sentía que era, por estar sola, por sentirse una imbécil, por haber perdido a Inti… y con él a sus otros dos Amos, dijeran lo que dijeran. ¿Había llegado alguna vez a odiarse a sí misma, en su vida? ...¿quizá sí... pero no siendo consciente de ello como ahora?
Sentía que todo castigo era poco para su ineptitud, su estupidez y su debilidad, por duro e inimaginable que éste fuera. Y lo deseaba, en lo más profundo de su ser. Cuánto necesitaba ser castigada, y cómo ardía de tan solo pensarlo, y cómo sufría por ni siquiera poder aspirar a tenerlo.
Recordaba haber dicho cosas sobre esto delante de los chicos, sin haber podido contenerse, pero no sabía qué exactamente ni si ellos la habían entendido. Alex y Jen la habían escuchado, eso sí, y éste último le había hablado a Esther de poco en poco mientras le acariciaba el cabello, pero ella poco recordaría de la conversación.
Alex por su parte la había mirado con gesto de no entender; había lástima en sus ojos, le pareció a Esther, compasión. Qué horror, eso era lo último que deseaba ver en su mirada.
Aunque era incapaz de evocar el sentido de lo que Jen le había dicho entonces, cuando quedaron solos—tan solo recordaba vagamente palabras aisladas, como las piezas desperdigadas de un puzle--, sí se acordaba del tono de su voz. La había calmado por dentro. Nada podía quitarle el dolor o eso creía, pero al menos la caricia de aquella voz había aflojado su tormento interior.
—Casi todo tiene solución, Esther, de una manera o de otra.
Esa era la única frase que había podido rescatar de la boca de Jen al hacer memoria, frase que quedó allí, temblando en su cielo personal como el brillo vacilante de una estrella. Esther se había esforzado y se esforzaba aún por mantenerla grabada en su cabeza, tanto mientras él siguió a su lado como cuando por fin ambos se marcharon y ella quedó sola en la oscuridad de la habitación de alquiler.
~~(,, ,,ºº>
—Hemos pensado en todo lo que ha pasado y hemos tomado una decisión, Esther.
Jen era quien había hablado. Se daba perfecta cuenta de cómo debía de encontrarse Esther en ese momento. El día había transcurrido lento y agobiante para ella, sola en casa, sometida a una tensión que aún se podía ver en sus ojos.
Había pasado la mañana sola en el piso porque ellos tres habían ido a trabajar.
En aquel momento eran pasadas las seis de la tarde, y Esther sabía que habían hablado largo y tendido entre ellos desde su llegada a casa, hacia las tres. No había entendido lo que decían, pues habían hablado en voz baja y ella estaba en su habitación, con la puerta entornada. Pero sí le había parecido detectar que en un par de ocasiones el tono de la conversación había subido ligeramente, como precediendo a una inminente discusión.
Por supuesto, ella no había querido salir del cuarto. Se había limitado a esperar, con el corazón latiéndole en un puño al saber que quizá, sólo quizá, sus tres Amos estuvieran pensando en volver a aceptarla como antes.
Ahora estaba allí, sentada frente a la mesa de la cocina, como el primer día que habló con ellos. Era inevitable revivir aquel recuerdo, y las sensaciones que evocaba chocaban con lo que sentía en el momento presente. Cada uno de sus tres Amos—ojalá aún lo fueran—la observaba desde la misma silla donde se habían sentado ese primer día, y ella estaba sentada a su vez en el sitio que entonces ocupó. Aunque el hecho era que deseaba ocupar el sitio que realmente la correspondía: el suelo, a los pies de Ellos.
Se atrevió a mirarlos con cautela. Alex, el hombre de fuego tras aquella armadura llena de aristas, el hombre de los exabruptos inoportunos. Tenía la mandíbula apretada y los ojos verdes fijos en Esther, con una mirada difícil de descifrar. Aunque si la mirada de Alex era incógnita, la de Inti ya era de maestro de póquer profesional. Esther no tenía ni idea de qué podía estar pensando éste, pero el hecho de que la mirase, de sentir el impacto de sus ojos otra vez, hizo que el corazón le diera un salto en el pecho. Y Jen, amable como siempre, la contemplaba ligeramente tenso aunque con expresión serena.
—Si tú quieres volver a intentarlo—prosiguió éste—nosotros también. Pero antes tenemos que revisar un par de condiciones.
Esther asintió.
—¿Quieres volver a intentarlo?—preguntó él, suavemente.
Ella sintió que toda su sangre subía a borbotones por su pecho y su cuello, agolpándose en su cabeza. Oh, claro que quería…
—Sí…--murmuró, sin poder evitar bajar los ojos—Sí, Amos…
Por el rabillo del ojo vio que Inti se giraba y miraba hacia otro lado. Otra vez sintió la puñalada en el pecho, ese dolor gélido y profundo que ya empezaba a reconocer. Lo absorbió con entereza, con cabezonería, aunque se le revolvió el espíritu, ¿estaba convirtiéndose en una especie de pequeño animal?
—Bien—Jen sonrió, o eso le pareció a ella, que seguía sin querer levantar los ojos del suelo—entonces necesitamos una palabra de seguridad. Piénsala, ahora—su tono se iba volviendo consistente y autoritario, aunque él aún seguía siendo amable—luego tendrás tiempo de cambiarla si encuentras otra que te guste más. Necesitamos una palabra ahora; esa palabra hará que cualquier cosa que se te esté haciendo se detenga.
Esther asintió, comprendiendo. A decir verdad ya tenía pensada la palabra.
("Estigia")
La dijo, y Jen la anotó en un papel.
—Gracias, Esther—sabía que ella respondería rápido, pero no esperaba aquella inmediatez—ahora necesitamos que escribas tus límites básicos—le tendió a la chica un folio en blanco—por favor. De cualquier naturaleza: sexuales, referentes al dolor físico, o al dolor emocional. No me refiero a lo que no te guste, me refiero a lo que realmente piensas que no podrías soportar.
Esther reflexionó durante algunos segundos y poco después tomó el papel. Garabateó algunas líneas apresuradas ("heces, zoofilia, hablar de mi familia") y se lo entregó a Jen. No podía dejar de mirarle, estaba hipnotizada, prendida en sus ojos.
Jen examinó el papel, asintió y se lo pasó a Inti, quien se lo pasó a su vez a Alex tras un breve vistazo. Alex tomó la hoja con ambas manos y la mantuvo frente a sí durante algunos segundos. A Esther le pareció que enrojecía ligeramente.
—Vale, Esther—Jen cogió de nuevo la hoja de manos de Alex, la volvió a leer y la apartó a un lado—entonces voy a explicarte lo que hemos pensado, y tú decides si estás de acuerdo. Como siempre tú tendrás la última palabra y decidirás. Ah, y te digo también que puedes quedarte aquí unos días aunque no quieras ser nuestra perra, como amiga, si lo necesitas. Sabemos que tu situación es mala; la nuestra no es que sea la hostia pero nos apañaremos. Así que no actúes condicionada por nada, ¿vale? Actúa de acuerdo a lo que quieres, solo eso. Haz lo que quieras.
—Sí, Amo…—murmuró ella.
—Esther, tu comportamiento no fue el esperado por uno de nosotros el día que te marchaste—continuó Jen—hubo insultos y un tono de voz demasiado alto y despreciativo. Te encerraste en una habitación, lo que va contra las normas, y diste un par de portazos. Hemos deliberado entre nosotros y hemos resuelto que hemos de castigarte.
Esther asumió aquello casi con alivio. Casi con gozo. Un pez alado de brillantes escamas tembló en su pecho, con un aleteo húmedo y frío. Su pulso se aceleró.
—También hemos pensado—prosiguió Jen—que la resolución de volver, y la valentía de querer intentarlo, es algo que se debe premiar. El no dejarse vencer por algo que entiendes que fue un error es algo que hay que recompensar—sonrió al decir esto—muy bien, Esther. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, y encantado de que hayas vuelto.
Ella se sintió morir y nacer a la vez cuando escuchó aquellas palabras.
—Hemos pensado en el castigo—siguió Jen—pero nos falta ultimar unos detalles aún—señaló la hoja donde Esther había garabateado su lista de límites—si eliges asumir el castigo y la compensación, si eliges ser nuestra, ve a la habitación donde has dormido y espera allí hasta que te llamemos.
Sobre la mesa del salón, una larga mesa de café que había frente al sofá, de cristal opaco, Esther contempló una serie de objetos que le hicieron desear salir corriendo. Estaban cuidadosamente ordenados sobre la pulida superficie, y eran objetos “normales”, pero en aquel contexto le helaron la sangre. Inertes le producían terror, ni quería imaginarlos empuñados por alguno de los Amos.
Ellos se hallaban sentados en el amplio sofá, los tres. Ninguno de ellos llevaba camiseta, y eso le hizo a Esther sentir un escalofrío, no solamente por el hecho de verles desnudos de cintura para arriba. De cintura para abajo, los tres iban vestidos y calzados: Inti con las deportivas grises que Esther ya conocía, Jen con unas zapatillas también de deporte pero más ligeras, que usaba como calzado cotidiano, y Alex en chanclas.
De hecho, uno de los objetos que había sobre la mesa era una chancleta de goma, muy parecida a las que veía en los pies de Alex. Suspiró pensando que, entonces, la chancla de la mesa sería de Inti o de Jen… incluso haciéndose a la idea del tamaño, no podía saber a cuál de los dos pertenecería.
—Buenas noches, perrita—saludó Jen—acércate.
Esther se aproximó al sofá con paso vacilante, la mirada clavada en el suelo. Le pareció que el tiempo se ralentizaba.
—Gírate, por favor, y mira los objetos que hay en la mesa.
—Oh, joder, acabemos ya con esto—soltó Inti con desidia—tengo a medias una partida de Word of Warcraft…
Alex negó con la cabeza y miró hacia otro lado, incómodo. Se revolvió en su asiento.
Esther obedeció a Jen y se dio la vuelta. Observó que cada objeto que había sobre la mesa estaba precedido de una etiqueta rotulada con un número, salvo dos dados de seis caras, tipo parchís, que había en una esquina.
—Mira bien todo esto—le dijo Jen—porque es lo que vamos a utilizar para demostrarte qué pasa si te rebelas contra nosotros.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Y otro. Y otro…
Se fijó más en los objetos, sin poder evitarlo, aunque tuvo que hacer esfuerzos por enfocar la emborronada mirada.
El objeto marcado con el número uno era un cepillo de pelo ancho. El dos, la chancla parecida a la que llevaba Alex, de suela de goma gruesa color azul y diseño simple, con una tira ancha de plástico listada en azul y blanco. El marcado con el número tres era una paleta de ping-pong. El cuatro, una gruesa tabla de cocina de madera sin lijar, provista de un robusto mango. El quinto, un cinturón de cuero negro con una gran hebilla metálica gris. El sexto, la fusta que—oh, dios—recordaba bien en la mano de Inti la primera vez que se encontraron como Amo y esclava. En séptimo lugar había una toalla grande cuidadosamente doblada, y Esther reparó en que a su lado, en el suelo, había un cubo lleno de agua. Y por último, el objeto marcado con el número ocho era una nudosa caña rígida, de esas que se utilizan para sujetar firme el tronco de algunas plantas trepadoras.
Oh, por dios…
Esther no podía evitar un temblor descontrolado.
—Inti tiene razón, acabemos con esto cuanto antes—Alex había abierto la boca, lo que en aquellas circunstancias parecía un milagro.
—Vas a probar cada uno de estos objetos, Esther—le dijo Jen—a manos de cada uno de nosotros. Tirarás los dados una sola vez, y sabremos cuántos azotes te daremos cada uno. Si tienes muy buena suerte pueden ser sólo dos azotes cada uno con cada objeto… si tienes muy mala suerte, doce.
Era tremendo, Esther estaba paralizada por el pánico, ni siquiera podía llorar. Pero no iba a irse. No.
Tenía que ganarse de nuevo la mirada de Inti. Le dolía mucho más el corazón de lo que podían dolerle doce varazos por tres, le parecía.
—Y hemos decidido darte opción a que, si quieres, podemos calentarte con la mano antes—concluyó—sólo si quieres, claro. Se te daría el mismo número de azotes con la mano que con los objetos, el número que sacaras con los dados. ¿Quieres que lo hagamos?
Ella asintió. Le aterraba sentir el primero de los objetos en frío, y que la dieran fuerte con él. La mano al menos ya la había probado. Tenía miedo, mucho miedo de las demás cosas.
—Sí, Amo—tragó saliva y se esforzó en decir lo que dijo a continuación—se lo agradecería mucho, a los tres Amos.
--Bien. Tira los dados, entonces.
15-Infierno
No la habían tocado aún y ya resbalaban las primeras lágrimas por las mejillas de Esther, rodando hasta quedar pendiendo de su barbilla justo antes de caer al suelo como pequeños diamantes. Contuvo el aliento, decidida a aguantar, a no sollozar; cogió los dados, los agitó un par de veces en su puño y los tiró. Los cubos tamborilearon un instante sobre la mesa y finalmente se detuvieron, mostrando con rotundidad el veredicto en su cara más expuesta.
—Vaya, no está mal—observó Inti enarcando una ceja.
Un dos y un dos. Cuatro.
—Podía haber sido peor…
Ocho objetos, cuatro veces cada uno sobre el cuerpo de Esther. Usados por cada uno de los tres Amos que la poseían. Esther fue incapaz de realizar en su cabeza la operación que le diría cuántos azotes iba a llevarse en total, aquella misma noche.
—Eso son noventa y seis azotes—Alex sí lo había calculado. La alteración que sentía le hacía hablar con una especie de tono burlón—son demasiados, ¿no crees?
—Son los que son de acuerdo a lo pactado—replicó Inti sin mirarle, comiéndose a Esther con los ojos. Había pasado del desprecio absoluto a, súbitamente, disfrutar paladeando el sufrimiento de ella como un niño saborea un dulce—Esther también tendrá algo que decir, ¿no? Al fin y al cabo, ella es quien decide…
Alex se debatió entre respetar a Esther y callarse o gritarle a Inti lo que pensaba. No quería hacerle daño a ella, de ninguna de las maneras. Por una parte su “yo” de toda la vida no podía permitir que sucediera lo que iba a suceder. Por otra parte, aún seguía chocado por la cara de Esther, por sus ojos; por cómo les había mirado al entrar, apenas levantando la cabeza. Se había dado cuenta de que, para bien o para mal—y no comprendía cómo—la chica se había puesto en manos de ellos, se había entregado por completo de forma aparentemente irracional.
¿Irracional? A lo mejor no tanto. A lo mejor ella había tomado la decisión tras valorar sus opciones, a través de un proceso mental.
¿Qué podía llevar a una persona a llegar a ese tipo de conclusión? Al momento apartó esta pregunta de su cabeza; formularla era como asomarse a un pozo oscuro, sintió vértigo. Vértigo, y otra cosa… algo que le llamaba y tiraba de él hacia abajo; algo que sentía que si lo miraba, si se dejaba llevar, le haría precipitarse al vacío aunque no hubiera red.
Lo que caía por su propio peso, en cualquier caso, era que Esther hacia aquello porque realmente deseaba hacerlo, y estaba donde deseaba estar, por mucho que esto le diera escalofríos a quien fuera. Y no sólo escalofríos de inquietud o preocupación.
.Esa decisión, entregarse, era un despropósito por parte de Esther, una locura, un error; quizá de un momento a otro se le caería el velo de los ojos, como ya le había sucedido, pensaba Alex.
O quizá no.
Qué hacer. Tal vez… si le gritaba a Inti que aquello era una animalada, intentando proteger a Esther, estaba destrozando ese "regalo" que ella le estaba ofreciendo, a él y a los otros. Quizá él no tenía derecho a hacerlo.
Pero no quería ni pensar en golpearla, es más, sabía que no la iba a golpear… y desde luego no iba a poder soportar ver como otros la agredían, por mucho que ella consintiera.
Inti era cruel. Vale que hubiera que disfrazar de castigo la nueva oportunidad para Esther, pero aquello iba a ser como hacerla cruzar descalza sobre un puente de cristales rotos, a juicio de Alex. No había necesidad de hacer algo así. No, decididamente no sabía cómo pero tenía que impedirlo, no podía permitir que la tocaran. Un azote erótico con la mano era una cosa, un varazo con saña otra muy distinta. Al cuerno el pacto de mierda; Esther no era masoquista que él supiera. Tenía el corazón a mil.
Inti se incorporó, cogió la vara de la mesa como si hubiera oído los pensamientos de Alex y volvió a sentarse. Jugó con la caña entre los dedos durante unos segundos, palpando cada nudo, examinándola con ojo crítico. Cuando se cansó de hacerlo, estiró el brazo y rozó con la punta de la vara la barbilla de Esther, presionando levemente hacia arriba para que ella levantara la cabeza.
—¿Qué dices, Esther?
Punteó con intensidad, en diagonal, contra el mentón de la chica y le hizo torcer la cabeza hacia un lado. Esther cerró los ojos y jadeó.
—¿Te quedas o te largas? Vamos, márchate ahora, puedes marcharte.
Jen se movió sobre el sofá, maldito Inti. En realidad se le había puesto dura en un momento al contemplar la indefensión de Esther, y al imaginarse su lucha interior en ese momento.
Respiró profundamente y se obligó a calmarse. Aquello aún no había comenzado y ya se encontraba al borde de su oscuridad personal. Ya la notaba palpitando debajo de la piel, quemándole y queriendo salir.
Esther lloraba, con la cara torcida, sintiendo la aguda y ruda punta de la vara clavándose en su mejilla.
—Me quedo, Amo…—sollozó, haciendo un esfuerzo supremo porque le saliera la voz—Acepto el castigo.
Jen exhaló.
Inti miró a Alex, hizo un gesto con la palma de la mano que le quedaba libre y sonrió significativamente. Luego miró a Jen, y apartó la vara despacio del rostro de Esther. Volvió a acomodarse en su sitio en el sofá y jugó de nuevo con la caña, girándola entre sus dedos, concentrando la mirada en las vetas sobre la madera.
—Esther—dijo entonces Jen, con súbito apremio—si es cierto que aceptas, quítatelo todo de cintura para abajo.
La chica se encogió un poco, azorada y sobrecogida por la súbita orden, pero en seguida obedeció quitándose la ropa. Sus nalgas desnudas temblaban, ya sin estar protegidas por capas de tela; sus piernas temblaban también ante el destino inminente que le aguardaba.
—Ahora vete al rincón. Ponte de rodillas, cara a la pared, y espera mientras deliberamos quién de los tres va a azotarte el primero, quien el segundo y quien el último.
Oh, se quería morir. Se tragó la vergüenza y se concentró en la humedad que había empapado de pronto la cara interna de sus muslos, sensación de la que de no había sido consciente hasta ese momento. La humillación de desnudarse ante los chicos había desencadenado en ella una excitación brusca; esto, unido al deseo, a la incertidumbre y al terror que sentía, conformaba una mezcla explosiva dentro del pecho de Esther.
Admiración,
¿necesidad?
apego,
algo de rabia.
Dependencia.
Mentiras y Verdades.
Todo era tan relativo, todas las ideas estaban tan cerca unas de otras que se tocaban. En cualquier caso, lo que le daba verdaderamente miedo era naufragar otra vez.
Así que cerró los ojos, se atrevió a ser la perra de Ellos, y-- a pesar de estar aterrorizada por fracasar y por no saber lo que la harían--, disfrutó.
—Al rincón, perra. Y pon tus manos sobre la cabeza.
La perra obedeció la orden repetida y matizada con amabilidad. Se dirigió hacia el rincón, gateando, se colocó mirando a la pared y colocó sus manos como se le había mandado. Al levantar los brazos, la blusa y el jersey que aún conservaba puestos se levantaron también, mostrando más aún la desnudez de su culo, si esto era posible.
Los chicos deliberaron en voz baja; hablaban en un tono inaudible para Esther pero ella sentía con total claridad los ojos de los tres, clavándose de cuando en cuando en su espalda, sus piernas desnudas, su culo. Transcurridos unos minutos que a ella se le antojaron siglos, la llamaron de nuevo a su lado.
Se giró y gateó hacia ellos; más concretamente hacia Jen, que la llamaba con una mano extendida. Esther se colocó a sus pies, y por puro instinto, acercó la mejilla a la palma de la mano de él. Jen respondió al gesto sonriendo quedamente y presionando la cabeza de ella contra su muslo, a lo que ella no pudo evitar sacar la lengua y lamer, sólo con la punta, aquello contra lo que la mano de él la presionaba.
Jen sintió la humedad de los tímidos lengüetazos en la cara exterior de su muslo y se estremeció, moviéndose debajo de Esther, contra el rostro de ella. Su polla, caliente y dura como roca, también se humedeció y le mojó la ropa interior. Agarró a Esther por detrás de la cabeza con firmeza, tirándole del pelo, y le preguntó en voz baja:
—¿Quieres que te calentemos con la mano antes de empezar, perrita?
Esther jadeaba contra la pierna de Jen, irradiando vaharadas de calor que rebotaban una y otra vez de nuevo en su cara. “Cara de puta” pensó de pronto. “Cara de zorra viciosa”. Fantaseó con que de verdad merecía todo lo que iba a pasarle aquella noche… cómo lo temía, y cómo lo deseaba. Por fin lo tendría.
Quería que la azotaran. Quería que la escarmentaran. Quería que la besaran. Quería que la quisieran. Quería follar. Más concretamente, quería que se la follaran. Quería que los Amos le dieran algo secreto, algo que jamás hubiera conocido fuera de aquel piso.
—No lo merezco Amo Jen—respondió en un susurro libidinoso—pero creo que voy a necesitarlo…
Estaba tan cachonda que apenas podía moverse, pero no podía dejar de llorar porque seguía avergonzada. Bueno, llorar no era nada malo, estaba bien hacerlo allí, estaba perfecto, ¿no?
Jen le acarició la mejilla y le indicó que se sentara sobre sus rodillas. Él estaba posicionado en el centro del sofá, Inti se encontraba a su derecha y Alex a la izquierda, con la cabeza vuelta hacia la ventana.
Jen confirmó que el coño de la perra estaba empapado cuando volvió a sentir la humedad de ésta traspasándole la ropa, a los pocos segundos de tenerla sentada encima de él, sin bragas. Para colmo de males, la muy cerda presionó con su sexo hacia abajo, clavándose en su rodilla.
Separó suavemente los muslos de Esther con la mano, inclinó un poco la cabeza hacia la entrepierna de la chica y olfateo.
—Dios, perrita, cómo hueles…
A excitación. A miedo.
La rodeó con los brazos, le acarició la cara y le besó repetidas veces en las mejillas. Le recordó al oído la palabra de seguridad.
—Todo va ir bien—le susurró.
Ella tembló sobre las rodillas del Amo y éste, sin darle tiempo a más, la volteó hasta dejarla boca abajo sobre sus muslos, en el ángulo perfecto. La cabeza de Esther fue a parar al lado izquierdo del sofá y casi se da de bruces con la pelvis de Alex; éste se movió inmediatamente intentando esquivarla. Las manos de Inti se cerraron como dos cepos detrás de sus rodillas, inmovilizándole las piernas que caían extendidas en el lado derecho del sofá.
Dios…
¿Le parecía recordar que había soñado con aquel momento? Por fin sentía que estaba realmente tocando un ansiado límite.
—Tranquila…—Jen susurraba mientras acariciaba suavemente las nalgas de Esther—tranquila…
El primer palmetazo llegó de improviso, y fue más contundente de lo que Esther hubiera esperado viniendo de Jen. Arqueó la espalda y protestó; el cachete le picaba y le escocía de verdad sobre las marcas del cinto que aún conservaba, aunque ya se veían mucho más desvaídas. El siguiente azote fue casi inmediato y bastante más fuerte, y el tercero cayó fulminante arrancándola un casi-grito.
Jen paró unos instantes, recuperó el aliento y volvió a acariciar las temblorosas nalgas que se agitaban, acobardadas, luchando por no esquivar su contacto. Ya comenzaban a estar calientes, como sus manos, y a coger un suave tono enrojecido por donde aún permanecían intactas. No quería hacer daño a Esther, pero tenía que prepararla tanto como fuera posible para lo que la esperaba a continuación. Por otra parte le encantaba lo que veía e intuía: ese dulce rubor perlado en su piel, y ese disfrute secreto, respectivamente.
—Vale, Esther, estate quieta…--le propinó otro par de fuertes cachetes, evitando las marcas del cinto que se veían más rabiosas. Vale que le dió uno más de lo debido, pero bueno... lo hizo por algo.
La chica daba pequeños botes sobre sus piernas, no sabía Jen si para esquivar los azotes o para absorberlos. Se obligó a sí misma a respirar más despacio; no decepcionaría a sus Amos por nada del mundo, no dejaría pasar esta oportunidad, cualquier mínimo error no tendría cabida en el endurecido corazón de Inti, se temía. Tenía que aguantar. El castigo aún ni había empezado.
No era consciente de que estaba llorando a moco tendido sobre la cadera de Alex, con la boca abierta y gimiendo en voz alta, empapando de lágrimas la cintura de su pantalón y la piel de su estómago. Tampoco era consciente de estar retorciendo las piernas para zafarse del agarre de Inti, quien se incorporó y afianzó su posición para que ella no se le escapara.
Alex estaba más que tenso, levantando levemente la pierna que tenía más cerca de Esther para disimular una tremenda erección. Empujó la mejilla de la chica ayudándose de la rodilla, con cuidado, dirigiendo la cabeza de ella hacia su plexo. No quería que Esther notase lo dura que tenía la polla, no sabía si quería. Le parecía que cada vez pensaba con menos claridad.
—Va a haber que atarla—gruñó Inti, cerrando más los dedos en torno a las pantorrillas de Esther—si no será imposible…
Jen resopló, tratando de recuperar el aliento, acariciando la espalda de la perra por debajo de la ropa y satisfecho al comprobar cómo ella se sacudía en cada sollozo. De nuevo una violenta oleada de excitación amenazó con ganarle la partida.
—Levántate, perrita consentida—masculló, al tiempo que daba un golpe de caderas contra el vientre de la chica—tengo que dejar sitio al siguiente.
Enjugándose las lágrimas, llorando en silencio como una niña arrepentida, Esther obedeció. Jen hizo una seña a Alex y se levantó a su vez, para cambiarle el sitio.
Alex dudó un instante, pero finalmente se puso en marcha y ocupó el lugar de Jen, en el centro del sofá. Se sintió de pronto como cuando era niño y jugaba a “El Rey de la Montaña”.
Jen le ordenó a la perra que tomara de nuevo la posición para ser azotada, esta vez sobre las rodillas de Alex.
Éste estaba con el corazón a punto de salírsele por la boca. Le parecía que todo había ocurrido en un segundo, y bruscamente se veía en esa posición de dominancia, con aquella mujer indefensa esperando en sus rodillas, ofrecida y sumisa. Por una parte no podía concebir lo que estaba viendo; por otra parte sentía un horimigueo a la altura del estómago, y una excitación salvaje que para su horror iba en aumento.
Le aterraba dejar volar su imaginación. Había roto a sudar a mares y mantenía las manos en alto, sin querer tocar a Esther. Ella se preguntaba si tardaría mucho en empezar cuando violentamente sintió la energía que emanaba del cuerpo de él: calor. Fuego. Agitación. Él no la estaba tocando pero aun así se la transmitía.
Esther tomó aire y se relajó ostensiblemente sobre aquellos muslos duros. Confiaba en Alex. La había abrazado, la había hablado, la había besado… sabía que no quería hacerla daño. Qué irónico que, antes de conocer más de cerca a ninguno de los tres, hubiera sentido tanto rechazo precisamente hacia él.
Le escuchó respirar sonoramente por encima de su cabeza, y a continuación sintió el impacto suave de su mano, casi como una caricia en sus escocidas nalgas.
Alex se movió debajo de ella, inquieto. Ya le era imposible disimular su erección. Puso una mano en mitad de la espalda de Esther—su piel echaba fuego—y se apretó contra ella, elevando las caderas. La chica culebreó sobre él en respuesta a aquella presión inesperada.
Él volvió a azotarla. Un poco más fuerte.
—Pegas como una nena—comentó Inti con una sonrisa de suficiencia.
Alex le envió mentalmente a la mierda. Se mordió el labio. Era una delicia notar aquel cuerpo encima de él, tenerlo a su entera disposición…
Le dio lo que le correspondía finalmente con mano firme. Esther gimió y separó un poco las piernas, e Inti sofocó una risita.
--Bien—dijo éste, levantándose rápidamente— Es mi turno.
Se colocó detrás de la perra y la agarró por debajo de los brazos, tirando de ella hacia arriba para forzarla a levantarse. Esther, paralizada por el terror, se dejó llevar por los brazos de él como un autómata.
—Levanta—la increpó entre dientes cuando ella tropezó, al ser arrastrada sobre el suelo.
De un puntapié distraído en el culo la hizo chocar contra la pared; no la empujó con demasiada fuerza pero Esther no lo esperaba. A la chica le dio tiempo a poner las manos para protegerse y se destrozó las palmas en el gotelé. No le dio tiempo a recuperar el aliento; Inti la inmovilizaba con las piernas y con un brazo, sujetándola contra la pared, presionando la parte superior de su espalda para mantenerla inclinada. Aseguró su posición aplicando más fuerza sobre el cuerpo de Esther y al instante comenzó a azotarla sin piedad, descargando la fuerza de su brazo estirado.
Cómo gritó ella, aunque sólo fueron cuatro.
Inti le dio los cuatro azotes seguidos, de una tacada, impávido ante sus gritos. La estaba pegando excitado, con intención, con deseo. Dios. Cómo deseaba volver a someter a aquella zorra, y desde luego se iba a asegurar de que esta vez el castigo fuera suficiente para desalentarla si realmente ella no estaba segura. Si realmente ella no tenía claro quién era y donde estaba.
Cuando terminó de azotarla, lo que ocurrió en muy poco tiempo, la empujó de nuevo para quitársela de encima y la dejó caer sobre el sofá, para luego volver a sentarse en su sitio tranquilamente.
--Levántate y colócate como estabas—le dijo con tono de desprecio, mientras se acomodaba. Le dolía y le ardía la mano derecha, con la que la había pegado.
Gimoteando, ella volvió a ponerse a cuatro patas, sorbió fuerte por la nariz y caminó hacia sus Amos, con el culo ya caliente. Se detuvo a los pies de Jen, agachó la cabeza y esperó, temblando.
Jen la llamó y le pidió el primero de los objetos: el cepillo de pelo. Era un cepillo ancho de forma rectangular, hecho de plástico gris, con un mango liso y suave. Cuando Esther se lo entregó, él lo sopesó en sus manos durante un momento y le ordenó adoptar la posición sobre sus rodillas.
Le dio sus cuatro con moderación, pero bien dados y bien repartidos. Joder, cómo se le iba a poner el culo a la pobre perra. Le pareció en un principio que debía contrarrestar la fuerza de Inti, pero no pudo evitar darla sonoramente: el choque del cepillo contra la carne era algo muy dulce de oír.
Alex sintió un chorro de energía corriendo por su brazo cuando cogió el cepillo que Jen le tendía. Posicionó a la perra con torpeza sobre sus muslos, como la vez anterior. De nuevo la sintió alterada y cachonda, boqueando en la entepierna de Jen como una perra salida. Para colmo había vuelto a abrir las piernas, mostrándole sin recato sus pétalos tiernos en flor. Sin poderse contener, estrelló el cepillo de pelo directamente contra su coño.
Esther se encabritó como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Alex la sujetó, gruñó y le propinó unos buenos azotes con el cepillo, esta vez en el culo. Sin llegar al salvajismo de Inti, la había dado con entusiasmo.
—Abre la boca—le dijo Jen a la perra, sujetándola por detrás de la cabeza contra su erección—mójame, perrita…
Esther se retorció sobre las rodillas de Alex y lamió los pantalones de Jen a la altura de su polla. A pesar de la tela sintió el grueso miembro de él con claridad, endureciéndose aún más al paso de su lengua. Jen jadeó.
—Vuelve a ser mi turno—festejó Inti—vamos, perra.
Se acercó a Esther, la agarró por las muñecas y tiró de ella con brusquedad hasta la parte de atrás del sofá, rodeándolo.
—¿Tendré que atarte o te estarás quieta?—le susurró al oído, presionando con una pierna el cuerpo de ella contra la parte trasera del sofá.
—Me… me estaré quieta, Amo…
La reclinó con rudeza, doblando su espalda sobre la parte de arriba del respaldo. Esther quedó con el culo bien preparado, las piernas estiradas y los pies apuntalados en el suelo. Apenas la tuvo en posición, Inti comenzó a azotarla de nuevo despiadadamente. La perra saltaba encima del improvisado reclinatorio por la fuerza de los golpes y chillaba como una condenada. Fueron cuatro, sólo cuatro; Inti mantuvo la cuenta con estricto rigor, y como siempre los había aplicado sin parar. Había sonado como una tormenta de plástico sobre carne, un sonido que jamás podría escucharse en otras circunstancias. Cuando cesó, el ambiente quedó cargado, denso, el silencio tan sólo roto por los sollozos de Esther.
Sin fuerzas para abandonar su posición, la perra puso ambas manos sobre sus nalgas. El dolor era considerable y por otro lado empezaba a notar un acolchamiento en ciertas zonas, como si comenzara a insensibilizarse. Lloraba de espanto, de dolor, pero sobre todo lloraba a lágrima viva porque…
(Era horrible para ella reconocerlo)
…Porque necesitaba a Inti, a su Amo, necesitaba que Él la quisiera. Sabía que Jen y Alex eran capaces de sentir afecto por ella, pero no sucedía lo mismo con Inti. Él no la quería, y ella no sabría si alguna vez lo haría, pero para Esther, sentirle allí con ella al menos era algo. Aunque sentirle fuera acompañado de dolor físico.
—Arriba, cielo.
Jen se había acercado desde atrás a la llorosa muchacha, y le acariciaba los temblorosos hombros que subían y bajaban sin control.
—Ven, a mis rodillas otra vez. A menos que quieras marcharte…
No, no. No quería.
Se apoyó en el brazo de Jen para caminar—éste se lo había ofrecido amablemente—y arrastró los pies de nuevo hasta el sofá, donde él se sentó en el centro y ella volvió de nuevo a posicionarse.
—Creo que Alex está siendo muy bueno contigo—murmuró Jen, centrándole el culo suavemente sobre sus muslos—creo que deberías agradecérselo…
La perra levantó un poco la cabeza. Se había tumbado como las otras veces, sin pensarlo demasiado, con las piernas hacia Inti y la cabeza rozando el regazo de Alex. Le miró de cerca a éste durante unos segundos, aunque le miró el cuerpo, sin atreverse a ascender hasta la cara.
Vislumbró un pequeño trazo negro que se iniciaba en la línea alba, en la parte media baja de su abdomen y se perdía debajo de la cintura de sus pantalones; al parecer, Alex tenía algo tatuado en esa zona que ella no podía ver. Siguió bajando con la mirada y sus ojos chocaron contra el rotundo paquete que reventaba los botones del pantalón.
Alex extendió la mano torpemente para acariciarle la cabeza. Aún estaba como ido, sobrecogido por el sonido de los impactos del cepillo de pelo, pero cuando hubo querido reaccionar para parar a Inti éste ya había terminado.
—Vamos, perrita—la voz de Jen aleteó con ansiedad--agradéceselo…
Esther creyó saber lo que se le estaba pidiendo. Tímidamente, porque aún no estaba segura, rozó con los dientes la cintura del pantalón de Alex. Sintió que los músculos del abdomen de él se contraían. Su coño se mojó de nuevo; Jen le sujetaba los muslos abiertos así que tuvo que darse cuenta. Gimió entre lágrimas y se revolvió sobre él, excitada.
Clavó los dientes en la cintura de los vaqueros de Alex—dientes de yegua, de perra—y tiró con suavidad. Alex dejó de acariciarla un momento para acercarse más a ella, sin soltarla. La perra levantó un poco más la cabeza para que él se sentara cómodamente y cuando la volvió a inclinar lo hizo directamente sobre su paquete, presionada por la mano de él. La erección, ruda a través de la tela, se clavó en su mejilla. Notó su olor.
Jen comenzó a azotarla con la zapatilla de goma. Los azotes tenían gran sonoridad pero a Esther le pareció que no dolían tanto como los otros. Casi pensó que empezaba a disfrutarlos…
Sacó la lengua y lamió aquella roca que se recortaba debajo de los vaqueros de Álex. No podía verle la cara pero escuchó el gruñido entrecortado que emitió, igual que sentía con toda claridad cada estremecimiento del cuerpo de Él.
Deseó de pronto satisfacer a su Amo Alex, liberar aquel miembro y empezar a lamerlo, a mamarlo… pero no tenía permiso para desabrocharle el pantalón, así que continuó chupándole sobre la ropa, esforzándose por insalivar al máximo.
Sumergida en su excitación, le llegó lejana la carcajada de Inti.
—Es tan zorra que no puede contenerse…
Alex se sentía arder, muerto de ganas de agarrarle la cabeza a la perra y darle un buen pollazo aunque fuera con los pantalones puestos. Un pollazo en la boca, en la cara.
Joder.
Movió sus caderas con energía, incrustándose en los labios húmedos y abiertos de Esther. Esta ahogó un gemido contra aquella cosa dura que empujaba.
—Lo siento, pero te toca—le dijo Jen, dándole unas suaves palmaditas en el culo a la perra para que esta le permitiera levantarse.
—Dale mi parte—masculló Alex, su voz rezumando animalismo—por favor, dale mi parte mientras me la come.
Jen sonrió y sacudió la cabeza.
—Habrá tiempo para todo, pero vale…
Sin más, cogió de nuevo la chancla que había dejado sobre la mesa y la blandió con celeridad sobre la agitada Esther.
—Espera…
Alex sujetó a la perra, se irguió un poco levantando las caderas y con la otra mano se desabrochó el pantalón y se lo bajó junto con los boxer. Volvió a sentarse, acomodando a Esther sobre él, y refregó su polla caliente y humedecida contra su rostro.
—Come...—le ordenó casi con urgencia.
La perra obedeció. Estaba loca por probar aquel manjar. Por encima de ella, Jen reanudó el castigo y le propinó los cuatro zapatillazos de rigor, restregándose de cuando en cuando contra ella, presionando el cuerpo de la perra contra el suyo. —No le muerdas—gruñó. Estaba insoportablemente excitado con todo lo que ocurría, cada vez más.
—Prepárate para lo que viene ahora, perra—le dijo Inti, cuando Jen hubo terminado—yo no soy como estos dos maricones…
Sonrió abiertamente y se levantó.
—No te pondré sobre mis rodillas, no mereces ese honor.
Señaló con una inclinación de cabeza el escritorio que había contra la pared, detrás del sofá, y le hizo a Esther una seña para que fuera hacia allí. Ella se puso en pie, dejando a medias el trabajo que le hacía a Alex, quien suspiró con resignación.
Inti caminó delante de ella hasta el escritorio, disfrutando de cada paso.
—Colócate inclinada, perra—le dijo golpeando el tablero del escritorio— brazos, pecho y barriga apoyados en la mesa.
La observó unos instantes, satisfecho al parecer de lo que veía, y tomó la zapatilla de la mano de Jen.
La perra brincó de nuevo con la salva de azotes, pero ahora la superficie era dura y no absorbía sus rebotes. Le parecía que cada muesca en la madera del escritorio se clavaba en su vientre con cada zapatillazo. Restallaba la zapatilla y ella bailaba de dolor, pero estaba mojada, aún con el sabor de la polla de Alex en la boca y bajo el incuestionable dominio de Inti, sintiendo todo su poder. Poder que ella le había otorgado, le estaba otorgando, de eso se daba perfecta cuenta.
—Hay que darte más fuerte—susurró Inti antes de retirarse, dejando caer al suelo la zapatilla—yo diría que está empezando a gustarte…
Al ver que volvía a tocarle, Jen se levantó despacio del sofá y se acercó. Contempló las huellas de la zapatilla en color rojo rabioso sobre las marcadas nalgas de Esther. Parecía que un demonio hubiera bailado encima de ella, pateando su culo. Llevaba en la mano el siguiente objeto, que era su favorito.
—Yo creo que sí está disfrutando— aventuró, paseando de un lado a otro para contemplar a Esther desde diferentes ángulos—dejemos que lo pase bien un rato. Perra —añadió, inclinándose sobre la cabeza de Esther—escúchame, ¿vale?
Ella asintió como pudo, sudorosa, bajo la repentina tenaza de la mano de Jen sobre su nuca.
—No vas a volver a hacerte daño, no vas a volver a castigarte nunca más. Para eso estamos nosotros. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, Amo Jen…--sollozó esta contra la superficie de la mesa.
—Bien—Él acercó sus labios al cuello de Esther y la besó suavemente—pues si lo entiendes, cuenta ahora y agradece cada oportunidad de redimirte que voy a darte.
Por supuesto, esto Jen no lo decía en serio. Era su fantasía la que hablaba y no él. Esther no tenía, a su parecer, nada de qué redimirse… pero intuía que quizá, una de las maneras de llegar a ella fuera bajarla a ese estado y hablarla desde ahí, como la niña mala y consentida que ella le ponía como una moto sentir que era, al menos en ese momento. Quizá desde la oscuridad más absoluta se podía ver algo de luz. Quizá en ese punto ciego estuviera la clave de su mayor placer.
Le propinó el primer palazo sin más dilación.
—Vamos, mi perra—la instó al ver que ella no respondía—cuenta y agradécemelo; cada vez que te azote y no lo hagas volveremos a empezar…
Le arreó otro desde el ángulo contrario, como dando un revés de tenis.
—Empieza a contar ya, perra.
—Uno…—sollozó Esther—Gracias, Amo Jen.
“PLAS!!
—Dos… gracias, Amo Jen.
Ella volvía a llorar a mares, llenando de lágrimas y mocos el tablero de la mesa.
“PLAS!!!!
—¡Tres!...¡Ahh!—un grito y de nuevo un sollozo—Gracias, Amo Jen…
Alex se giró en el sofá para contemplar mejor la escena. Observaba fijamente los movimientos de Esther al ser azotada, las suaves ondas que describía su cuerpo sobre el escritorio al absorber cada impacto con la pala. Comenzó a acariciarse lentamente, apretando los dientes para no dejar escapar un gemido.
—¿Te gusta, pequeña?—Jen se detuvo un segundo para recuperar el aliento.
“PLAS!!!!!”
--Cuatro… gracias, Amo Jen… sí, me gusta, a esta perra le gusta, Amo…
“PLAS!!!!!!!!!!!!!!!!!”
--Esa no es la intención…
Esther se retorció tras el último impacto, ese había ido de más. Dios. Le estaban rompiendo el culo de verdad. Joder. Ya apenas sentía el tacto del objeto que se estrellaba contra su piel: sólo sentía la contundencia del golpe y el calor expandirse.
—Tienes que ver la paja que se está haciendo la monja de la caridad, Esther…--se mofó Inti.
Y sí, lo de Alex ya era una paja en toda regla, más allá de discretas caricias. Apretaba su polla fuerte y movía su mano con velocidad, hacia arriba y hacia abajo, meneándosela con vehemencia. De nuevo la excitación se derramó en ríos por la cara interna de los muslos de la perra.
Arqueó la espalda. El borde de la pala había rozado su coño al impactar la última vez. Si volvía a sentir eso temió que podría correrse. Y no estaría bien correrse siendo castigada, ¿verdad? No sería muy correcto.
Apretó los dientes. No podía cerrar las piernas. Flexionó un poco las rodillas para esconder su sexo, pero el roce de sus pliegues la hizo volver a abrirlas al momento. Se corría. Dios. Jadeo, interrumpiendo el inicio de su orgasmo, y culeó contra la mesa sin poder evitarlo.
Aquel detalle fue demasiado para Alex, que ya se masturbaba a buen ritmo detrás de ella. Se levantó del sofá y caminó hacia Esther, deshaciéndose de pantalones y ropa interior por el camino. Jen se apartó a un lado para dejarle paso y le miró divertido.
Alex se detuvo junto a las encendidas nalgas y extendió una mano tensa hacia la cintura de Esther. La sujetó, la atrajo unos centímetros hacia sí y volvió a agarrarse la polla. Enchufó su miembro y lo restregó contra la nalga derecha de Esther; casi se derrama con sólo sentir el fuego que emanaba de allí. Comenzó a pajearse sin tapujos contra ella y se corrió poco después, descargando su leche sobre el trasero que estaban castigando.
El chorro caliente de semen escoció a Esther en la irritada piel, pero fue un maravilloso regalo que como perra supo apreciar. Gimió de placer mientras movía el culo en círculos, para salpicar y sentir en más lugares de su cuerpo el líquido caliente del Amo. Quería sentirse rebosada por él, llena de él.
Le limpiaron la corrida rápidamente con papel higiénico y los palmetazos fueron retomados, sin tregua. Ella se esforzó por contarlos adecuadamente tal como se le había ordenado, y por controlarse: estaba allí, desnuda, castigada; estaba a punto de correrse sólo de verse a sí misma en ese estado. Pero le era imposible tranquilizarse con la huella caliente del semen que aún notaba entre sus nalgas.
Deseó abrir la boca y gritar “AMO” con todas sus fuerzas, llamando, pidiendo más.
Jen le dio nuevamente los azotes de Alex, para que este recuperara el resuello después de su orgasmo.
Para terminar, Inti le rompió la pala en el culo, desapasionada y salvajemente, como ya empezaba a ser habitual. De nuevo la hizo moverse, retroceder, culebrear, llorar y gritar. Y la idea de que los contara parecía haberle gustado, porque le ordenó a Esther que siguiera haciéndolo. Escuchar cómo ella decía su nombre entre gritos de dolor y placer le agitó tanto que tuvo que tocarse, aunque lo hizo sólo de pasada y con disimulo por encima de la ropa.
Reclinada sobre el escritorio, Esther esperó a que Jen le hiciera probar la temida tabla de cocina. La pobre chica tenía los ojos fuertemente cerrados y veía el instrumento en su mente con toda claridad: la superficie ruda de madera sin tratar, surcada de vetas como si la hubieran arrancado en bloque de la corteza del árbol; su grosor de más del ancho de un dedo, el elegante mango que la remataba… La verdad era que el objeto había atraído su temor desde el principio, igual que el cinturón—por supuesto—y la toalla con el cubo de agua. Esos “instrumentos” la habían intimidado en lo más vivo nada más los vio.
Temblaba de miedo, desnuda de cintura para abajo sobre la mesa, aún caliente tras el castigo de la pala de ping-pong. Presentía que a partir de aquel momento iba a comenzar la zurra deverdad.
Sintió los pasos de Jen que se acercaban a ella desde atrás, y al minuto siguiente la caricia del cabello de él sobre la parte posterior de su cuello, cuando el joven se inclinó sobre ella.
—¿Qué tal, perrita?—le preguntó en voz baja, secándole con el dorso de la mano las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Ella abrió los ojos, sin atreverse a mirarle.
—Bien, Amo...
Escuchó cómo Jen sonreía sobre su cabeza. Él la besó en la coronilla, se separó de ella unos centímetros y le acarició el pelo.
—Lo estás haciendo muy bien—le dijo, deslizando las puntas de los dedos en el cuero cabelludo de Esther.
—Gracias, Amo…
Ella no reconocía el susurro informe en el que se había convertido su propia voz.
—¿Realmente estás preparada para seguir?
Esther intentó colocarse más cómodamente sobre la tabla del escritorio y sorbió con fuerza por la nariz.
—Sí, Amo—sollozó—estoy preparada.
Deseaba que el dolor acabase, claro que sí. Pero sobre todo deseaba ser capaz de aguantarlo, poder caminar libre a partir de aquel borrón, y tratar de hacer viable la fantasía de pertenecer a aquellos hombres. No quería saber más allá de ahí; no quería indagar en el porqué de esa acuciante necesidad. Sólo era capaz de vivir el horror—el profundo fracaso—que supondría para ella no resistir.
—Bien…
Jen volvió a besarla, esta vez en la sien. Tomó la tabla de cocina que había dejado en el escritorio, junto al cuerpo de la perra, y se situó unos pasos más atrás. Analizó la posición de Esther desde ahí y estiró el brazo para rectificar unos centímetros la altura a la que quedaba su culo. Quería estar bien seguro de dónde impactaría la tabla, ya que era un instrumento bastante más pesado que la raqueta de ping-pong.
—Cuenta y agradece, perrita—le dijo antes de empezar, afianzando en sus manos el mango de madera—y procura no gritar, tenemos vecinos.
No. Se prometió y se juró a sí misma que no gritaría. Pero al primer azote lo hizo… aunque con la boca cerrada. Lloró de dolor y de impotencia. Quería a Jen, dios santo, ¿por qué? ¿Por qué sentía la necesidad de aquel dolor físico y a ratos emocional?
—Uno—lloró, rendida—Gracias, Amo Jen.
Se estaba volviendo loca, se dijo, a medida que sentía cómo el fuego de algo que no sabía cómo llamar inundaba su corazón. Amor, anhelo, calor. Estaba loca, era estúpida, ¿y qué?
Él le palmeó el muslo para tranquilizarla y murmuró una palabra de consuelo antes de blandir la tabla de nuevo.
Cuando Jen terminó con sus cuatro, alzó la vista y le hizo una seña a Alex. Éste ya se había puesto los pantalones y llevaba un rato observando la escena con una expresión indefinida. A la seña de Jen se levantó del sofá, donde se había apostado, y caminó despacio hasta el escritorio.
Sin mirar a Jen, Alex apartó el pelo de la cara de la desconsolada Esther. Observó que el tablero de la mesa bajo la boca de ella estaba lleno de mocos, lágrimas y babas.
—No hay por qué seguir con esto—le dijo al oído. Su voz estaba imbuida de tensión y tenía ese mismo tono extraño que Esther había escuchado en él, antes de ese momento—Por favor, pídeme que no lo haga, y no lo haré…
Inti, desde su puesto en la esquina más alejada—llevaba unos minutos dando vueltas por la habitación, fusta en mano--, chasqueó la lengua y pareció que iba a decir algo, pero en el último momento se contuvo.
--Amo—Esther respiró hondo. Su voz sonó ahogada, pues hablaba con la boca sepultada contra la superficie del escritorio—Amo Alex—rectificó inmediatamente—Usted ha sido bueno conmigo. Siento mucho haberle perdido el respeto y no lo volveré a hacer. Necesito ser castigada, necesito que Usted me castigue…
Alex dio un paso hacia atrás, como si estas palabras le hubieran impactado en plena frente.
—Por favor, Amo—suplicó Esther—por favor…
Jen dejó la tabla suavemente sobre el escritorio y rodeo éste para colocarse frente a la perra. Se sentó en el borde, junto a la cabeza de Esther y volvió a jugar con los dedos en su pelo.
—Gracias, cielo—murmuró en su oído con una sonrisa—por ser sincera y decirnos lo que sientes. Alex lo entenderá—al decir esto, levantó la cabeza y le lanzó a él una mirada significativa, sin dejar de sonreír—y lo sabrá valorar. Pídeselo otra vez, vamos.
La perra se retorció sobre la mesa.
—Por favor, Amo Alex, azóteme—gimió, sin apartar la cabeza del tablero—es lo que merezco.
—No me importa que me hayas hablado mal—Alex negaba con la cabeza, las palabras saliendo a trompicones—No creo que merezcas esto, no lo creo, de verdad... no creo que nadie merezca esto.
Le había cogido cariño a Esther sin poder evitarlo, a la velocidad del rayo, porque ésta le despertaba ternura. Ardía en deseos de soltarse, por otra parte, pero su conciencia se lo impedía (y eso que el deseo amenazaba con tomar forma hasta hacerse palpable dentro de él, a pasos agigantados). Se sentía al borde de un precipicio al que se asomaba apoyándose sólo en las puntas de los pies, basculando sobre el vacío. No había nada que desease más que caer, olvidar todo lo que había aprendido hasta el momento y dar por fin un gran salto liberador; pero sentía cariño por Esther. Aquella niñata le importaba, y quería y debía mostrárselo de otra forma, no pegándola. Por mucho que ella insistiera en merecerlo.
—Amo, por favor…--rogó ésta con un hilo de voz—es lo que deseo.
—Alex, desea ser castigada—terció Inti con voz cansada—te lo está diciendo. Si tú no puedes hacerlo, yo lo haré por ti.
—Eso ni hablar…
Alex apretó los dientes y cogió la tabla de cocina. Sopesó el objeto entre sus manos y lo miró con un gesto entre el odio, la repulsión y la lascivia.
“Están todos locos” pensaba “Maldita sea, yo el primero”.
Se sintió una mierda en el instante previo, cuando la madera cortó el aire, pero al segundo siguiente, con el estallido sobre la piel, sintió que cabalgaba sobre la cresta de una ola. La marea le engullía sin remedio en un remolino prohibido; tanta fantasía y deseo de pronto, tanta oscuridad... Qué caos tan sumamente tentador, en un mundo donde la resistencia, las palabras—salvo una palabra concreta--, la ética funcionaban de forma diferente.
La perra aulló.
—Uno… Gracias, Amo Alex!
—Creo que tienes que pedirle más…--murmuró Jen, quien no dejaba de acariciarla y besarla de cuando en cuando. Aún seguía apostado en el borde del escritorio, junto a la cabeza de Esther.
—Gracias, Amo Alex; más, por favor—sollozó la chica, de un tirón.
Cuando Alex terminó, Esther lloraba mansamente bajo la palma de la mano de Jen, que se apoyaba sobre la parte posterior de su cabeza.
—Me toca.
Inti arrojó la fusta al suelo con vehemencia, y sin mediar más palabra se aproximó rápido al escritorio. Pero—“salvada por la campana” pensó Jen, sin poder contener una risita—en el preciso momento en que Inti agarraba la tabla de las manos de Alex, sonó el teléfono móvil que llevaba en su bolsillo.
—Vaya, qué oportuno—masculló él, mientras sacaba el teléfono y miraba la pantallita iluminada por un resplandor verde—oh, tengo que contestar…
Dejó la tabla sobre la parte baja de la espalda de Esther, para horror de ésta, y se separó de ella unos pasos para contestar al teléfono.
—Ey, qué pasa—dijo en tono seco una vez descolgó—Bien, bien. ¿si estoy ocupado?— rio por lo bajo—sí, diría que sí, o con algo interesante entre manos, pero no te preocupes… sí, dime.
Alex retrocedió hasta el apoyabrazos del sofá y se dejó caer sobre él, extenuado. La perra se agitó sobre la mesa, nerviosa, al notar tanto movimiento a sus espaldas. Era difícil aguardar a la peor parte del castigo si ésta se postergaba… y los azotes de Inti eran, con diferencia, los peores. Soportar aquellos instantes se le estaba haciendo una prueba dura.
—Sí…--Inti paseaba por la habitación, hablando con calma—El reservado rojo sería cojonudo. No, ya sé, no importa que sea pequeño… ¿y qué hay de ese vino afrodisiaco que prepara el esclavo de Argen?... Simón, o Seomán… ¿cómo se llama?
Jen tensó por un momento los dedos entre los cabellos de Esther.
—Sí… entiendo—unos segundos de silencio mientras le contaban algo al otro lado—Anda, no me digas, ¿en serio?
Tras unos minutos más de conversación, Inti colgó el teléfono y miró a los demás con una sonrisa de triunfo.
—Ya me han confirmado el próximo evento—les dijo a los otros dos—dentro de dos semanas, en el local de Argen. He reservado un lugar especial para jugar con la perra; puedo contar con vosotros, ¿verdad?
Jen asintió inmediatamente. No era la primera vez que visitaría el local de Argen, aunque había pasado mucho tiempo desde la última ocasión. Se alegraba de volver a hacerlo.
—¿Era B.O?—le preguntó a Inti. Le había parecido reconocer la voz grave cuya sombra había resonado en el auricular.
—Sí—asintió éste—y me ha dicho que vendrá un viejo amigo al que hace tiempo que no veo, una gran noticia en realidad…
—¿Quién?
—No le conoces—respondió Inti—se llama Silver. Pero os lo cuento con calma cuando terminemos, que ahora hay que darle a esta zorra lo que se merece… y tanto desea.
Se rio con crueldad y avanzó de nuevo hacia Esther. Pero ésta, lejos de sentir miedo, se había sentido llena de pronto. La frase que había dicho Inti daba vueltas en su cabeza:
“he reservado un lugar especial para jugar con la perra"
¿Significaba eso que Inti ya la consideraba otra vez Suya? El corazón le latía desbocado. Si eso era cierto, se sentía capaz de soportar azotes, correazos, latigazos, insultos y lo que fuera… Él la reconocía, tenía pensado llevarla a algún lugar “especial”, la aceptaba.
Inti le pegó tan fuerte que separó la tabla del mango. Nuevamente los cuatro seguidos, sin interrupción, en formato “tormenta”. Con el último azote el mango se despegó y la tabla salió despedida después de chocar con el culo de Esther, estrellándose con estrépito contra el parqué.
—Oh, joder, vaya mierda—maldijo Inti—cada vez fabrican peor estas cosas…
—Será que no se hicieron las tablas de cocina para azotar gente…--gruñó Alex arrellanado contra el sofá.
—¿Ah, no?—Inti se encogió de hombros con gesto burlón, antes de sentarse a su lado—vaya por dios, cuántos años de mi vida me he pasado equivocado…
Era momento de coger el cinturón y la perra lo sabía. Jen se levantó y se inclinó sobre la mesita frente al sofá para tomarlo en sus manos.
—Estás siendo muy buena, cariño—le dijo a Esther cuando volvió junto a ella—por mi parte te aseguro que tendrás una gran compensación, te lo prometo… esto va a dolerte.
Dobló el cinturón en dos y se dio un ligero golpe con él en la palma de la mano.
—¿Lista?—preguntó.
—Sí, Amo…
—Agradece y cuenta, perrita…
Le aplicó los cuatro correazos con fuerza moderada. Le parecía que el culo de Esther necesitaba una pequeña tregua, sobre todo de cara a que sabía cómo se las gastaría Inti con ese útil en concreto.
Para Alex fue demasiado el trallazo del cuero sobre la indefensa piel. Soltando un exabrupto echó a andar hacia el cuarto de baño, al fondo del pasillo.
—Se ve que es demasiado castigo para Mary Poppins—se burló Inti—en el fondo ya sabíamos que era un mierda, ¿verdad?
Se dirigió aparentemente a Jen pero dejó volar el comentario en el aire.
—Me ocuparé de su parte—dijo éste último, aferrando el cinturón doblado.
—No, por favor, descansa…—Inti sonreía con regocijo ante su presa—ya me ocupo yo…
Esther dio un respingo. De nuevo le obligaban a cambiar de posición.
—Levántate despacio, cerda maleducada—escupió Inti—de rodillas en el suelo, vamos.
Esther abrió los ojos. Los había mantenido cerrados la mayor parte del tiempo y ahora la luz de la habitación le hacía daño. Veía delante de ella unas pequeñas motitas azules que danzaban. Se agarró al borde del escritorio y con cierto esfuerzo, sintiendo dolor en cada parte de su castigado y anquilosado cuerpo, se arrodilló a los pies de Inti.
—Apoya el pecho en el suelo y levanta el culo—le indicó éste sin más ceremonia.
Ella hizo lo que le ordenó, inclinándose trabajosamente hasta que su frente tocó el parqué.
—Bien, perrita. Pero levanta la cabeza… ya te lo dije, no eres un burro. ¿O es que quieres convertirte en uno, es eso?
Esther escuchó, lo que fue más terrible para ella que verlo, cómo Inti se desabrochaba el cinturón que llevaba puesto, a pesar de que aún bailaba en su brazo el que había tomado de manos de Jen.
—Para esto prefiero usar el mío, si no te importa—le decía a éste último—pero el otro me servirá para amordazarla…
Esther tembló. El cinturón que Inti llevaba puesto resbaló con un susurro atravesando las trabillas del pantalón de su portador cuando éste tiró de él para quitárselo. Inmediatamente, la chica sintió la suela plana y desgastada del calzado de Inti sobre la zona lumbar de su espalda.
—Levanta el culo, te he dicho—gruñó este—Más arriba, perra.
Hizo presión con el pie sobre la columna de Esther y esta se arqueó lo máximo que fue capaz.
—Eso está mejor… y levanta la cabeza, ¿tengo que decírtelo mil veces?
Cogió por ambos extremos el cinturón de cuero negro, el que estaba preparado para el castigo, y lo sostuvo frente a Esther.
—Abre la boca—lo agitó brevemente.
La perra obedeció, e Inti le colocó el cuero como un improvisado bocado.
—Muerde—ordenó.
La perra apretó los dientes y sintió el sabor acre de la correa de cuero. El cinturón era duro, no estaba muy curtido, parecía nuevo o en cualquier caso poco usado. Insalivó como una loca de puro terror.
—No lo sueltes—le advirtió Inti—quiero deleitarme con cada marca que tus dientes hagan en él cuando te azote…
Ella mordió más fuerte, y a continuación sintió un firme tirón que le hizo echar hacia atrás la cabeza. El tirón le había pillado por sorpresa y a punto estuvo de soltar la tira de cuero que sujetaba entre los dientes, pero logró mantenerla en el último segundo.
—Vamos perra, muerde fuerte…
Inti afianzó su pie sobre la espalda de Esther y comenzó a azotarla con la mano derecha, tirando fuertemente de las improvisadas “riendas” con la izquierda. La perra gemía con los dientes apretados en el bocado, babeaba sin control, lloraba y moqueaba mientras luchaba por mantener la posición de un azote a otro.
La azotó con una frialdad calculadora, sin piedad, con el cinturón doblado en dos igual que había hecho Jen. Paró al octavo correazo, respiró hondo y soltó los músculos del brazo para liberar tensión. También levantó el pie, dejando de presionar la parte baja de la espalda de Esther, y soltó las riendas. Ella se agitaba entre sollozos, con la voz hecha jirones después de haber padecido ocho correazos seguidos como ocho infiernos. Se sentía flotar, con la certeza de que más pronto que tarde iba a perder el conocimiento, mientras aferraba con fuerza el cuero entre los dientes. Ya nadie tiraba hacia arriba y éste caía inerte junto a sus mejillas, pero ella lo sujetaba aun así como si fuera la vida en ello.
--Vale, perra…--gruñó Inti.
Estaba excitado, mucho. Se le notaba en la voz. Pero también estaba nervioso. Y para colmo, le habían entrado de pronto unas ganas considerables de orinar.
Retrocedió unos pasos, poniendo más distancia entre Esther y él. Respiró conscientemente una, dos, tres veces, intentando relajarse. Estaba disfrutando demasiado, y no quería ni podía perder el control. Se sobó durante un segundo el paquete por encima de los pantalones; su polla no se decidía a empalmarse del todo debajo de la ropa, tal vez por la necesidad mencionada anteriormente.
—Qué pena que no me pidas más a mí también—jadeó—Incorpórate—le dijo, secamente, mientras se desabrochaba los pantalones—tengo ganas de mear…
—Vaya, no está mal—observó Inti enarcando una ceja.
Un dos y un dos. Cuatro.
—Podía haber sido peor…
Ocho objetos, cuatro veces cada uno sobre el cuerpo de Esther. Usados por cada uno de los tres Amos que la poseían. Esther fue incapaz de realizar en su cabeza la operación que le diría cuántos azotes iba a llevarse en total, aquella misma noche.
—Eso son noventa y seis azotes—Alex sí lo había calculado. La alteración que sentía le hacía hablar con una especie de tono burlón—son demasiados, ¿no crees?
—Son los que son de acuerdo a lo pactado—replicó Inti sin mirarle, comiéndose a Esther con los ojos. Había pasado del desprecio absoluto a, súbitamente, disfrutar paladeando el sufrimiento de ella como un niño saborea un dulce—Esther también tendrá algo que decir, ¿no? Al fin y al cabo, ella es quien decide…
Alex se debatió entre respetar a Esther y callarse o gritarle a Inti lo que pensaba. No quería hacerle daño a ella, de ninguna de las maneras. Por una parte su “yo” de toda la vida no podía permitir que sucediera lo que iba a suceder. Por otra parte, aún seguía chocado por la cara de Esther, por sus ojos; por cómo les había mirado al entrar, apenas levantando la cabeza. Se había dado cuenta de que, para bien o para mal—y no comprendía cómo—la chica se había puesto en manos de ellos, se había entregado por completo de forma aparentemente irracional.
¿Irracional? A lo mejor no tanto. A lo mejor ella había tomado la decisión tras valorar sus opciones, a través de un proceso mental.
¿Qué podía llevar a una persona a llegar a ese tipo de conclusión? Al momento apartó esta pregunta de su cabeza; formularla era como asomarse a un pozo oscuro, sintió vértigo. Vértigo, y otra cosa… algo que le llamaba y tiraba de él hacia abajo; algo que sentía que si lo miraba, si se dejaba llevar, le haría precipitarse al vacío aunque no hubiera red.
Lo que caía por su propio peso, en cualquier caso, era que Esther hacia aquello porque realmente deseaba hacerlo, y estaba donde deseaba estar, por mucho que esto le diera escalofríos a quien fuera. Y no sólo escalofríos de inquietud o preocupación.
.Esa decisión, entregarse, era un despropósito por parte de Esther, una locura, un error; quizá de un momento a otro se le caería el velo de los ojos, como ya le había sucedido, pensaba Alex.
O quizá no.
Qué hacer. Tal vez… si le gritaba a Inti que aquello era una animalada, intentando proteger a Esther, estaba destrozando ese "regalo" que ella le estaba ofreciendo, a él y a los otros. Quizá él no tenía derecho a hacerlo.
Pero no quería ni pensar en golpearla, es más, sabía que no la iba a golpear… y desde luego no iba a poder soportar ver como otros la agredían, por mucho que ella consintiera.
Inti era cruel. Vale que hubiera que disfrazar de castigo la nueva oportunidad para Esther, pero aquello iba a ser como hacerla cruzar descalza sobre un puente de cristales rotos, a juicio de Alex. No había necesidad de hacer algo así. No, decididamente no sabía cómo pero tenía que impedirlo, no podía permitir que la tocaran. Un azote erótico con la mano era una cosa, un varazo con saña otra muy distinta. Al cuerno el pacto de mierda; Esther no era masoquista que él supiera. Tenía el corazón a mil.
Inti se incorporó, cogió la vara de la mesa como si hubiera oído los pensamientos de Alex y volvió a sentarse. Jugó con la caña entre los dedos durante unos segundos, palpando cada nudo, examinándola con ojo crítico. Cuando se cansó de hacerlo, estiró el brazo y rozó con la punta de la vara la barbilla de Esther, presionando levemente hacia arriba para que ella levantara la cabeza.
—¿Qué dices, Esther?
Punteó con intensidad, en diagonal, contra el mentón de la chica y le hizo torcer la cabeza hacia un lado. Esther cerró los ojos y jadeó.
—¿Te quedas o te largas? Vamos, márchate ahora, puedes marcharte.
Jen se movió sobre el sofá, maldito Inti. En realidad se le había puesto dura en un momento al contemplar la indefensión de Esther, y al imaginarse su lucha interior en ese momento.
Respiró profundamente y se obligó a calmarse. Aquello aún no había comenzado y ya se encontraba al borde de su oscuridad personal. Ya la notaba palpitando debajo de la piel, quemándole y queriendo salir.
Esther lloraba, con la cara torcida, sintiendo la aguda y ruda punta de la vara clavándose en su mejilla.
—Me quedo, Amo…—sollozó, haciendo un esfuerzo supremo porque le saliera la voz—Acepto el castigo.
Jen exhaló.
Inti miró a Alex, hizo un gesto con la palma de la mano que le quedaba libre y sonrió significativamente. Luego miró a Jen, y apartó la vara despacio del rostro de Esther. Volvió a acomodarse en su sitio en el sofá y jugó de nuevo con la caña, girándola entre sus dedos, concentrando la mirada en las vetas sobre la madera.
—Esther—dijo entonces Jen, con súbito apremio—si es cierto que aceptas, quítatelo todo de cintura para abajo.
La chica se encogió un poco, azorada y sobrecogida por la súbita orden, pero en seguida obedeció quitándose la ropa. Sus nalgas desnudas temblaban, ya sin estar protegidas por capas de tela; sus piernas temblaban también ante el destino inminente que le aguardaba.
—Ahora vete al rincón. Ponte de rodillas, cara a la pared, y espera mientras deliberamos quién de los tres va a azotarte el primero, quien el segundo y quien el último.
Oh, se quería morir. Se tragó la vergüenza y se concentró en la humedad que había empapado de pronto la cara interna de sus muslos, sensación de la que de no había sido consciente hasta ese momento. La humillación de desnudarse ante los chicos había desencadenado en ella una excitación brusca; esto, unido al deseo, a la incertidumbre y al terror que sentía, conformaba una mezcla explosiva dentro del pecho de Esther.
Admiración,
¿necesidad?
apego,
algo de rabia.
Dependencia.
Mentiras y Verdades.
Todo era tan relativo, todas las ideas estaban tan cerca unas de otras que se tocaban. En cualquier caso, lo que le daba verdaderamente miedo era naufragar otra vez.
Así que cerró los ojos, se atrevió a ser la perra de Ellos, y-- a pesar de estar aterrorizada por fracasar y por no saber lo que la harían--, disfrutó.
—Al rincón, perra. Y pon tus manos sobre la cabeza.
La perra obedeció la orden repetida y matizada con amabilidad. Se dirigió hacia el rincón, gateando, se colocó mirando a la pared y colocó sus manos como se le había mandado. Al levantar los brazos, la blusa y el jersey que aún conservaba puestos se levantaron también, mostrando más aún la desnudez de su culo, si esto era posible.
Los chicos deliberaron en voz baja; hablaban en un tono inaudible para Esther pero ella sentía con total claridad los ojos de los tres, clavándose de cuando en cuando en su espalda, sus piernas desnudas, su culo. Transcurridos unos minutos que a ella se le antojaron siglos, la llamaron de nuevo a su lado.
Se giró y gateó hacia ellos; más concretamente hacia Jen, que la llamaba con una mano extendida. Esther se colocó a sus pies, y por puro instinto, acercó la mejilla a la palma de la mano de él. Jen respondió al gesto sonriendo quedamente y presionando la cabeza de ella contra su muslo, a lo que ella no pudo evitar sacar la lengua y lamer, sólo con la punta, aquello contra lo que la mano de él la presionaba.
Jen sintió la humedad de los tímidos lengüetazos en la cara exterior de su muslo y se estremeció, moviéndose debajo de Esther, contra el rostro de ella. Su polla, caliente y dura como roca, también se humedeció y le mojó la ropa interior. Agarró a Esther por detrás de la cabeza con firmeza, tirándole del pelo, y le preguntó en voz baja:
—¿Quieres que te calentemos con la mano antes de empezar, perrita?
Esther jadeaba contra la pierna de Jen, irradiando vaharadas de calor que rebotaban una y otra vez de nuevo en su cara. “Cara de puta” pensó de pronto. “Cara de zorra viciosa”. Fantaseó con que de verdad merecía todo lo que iba a pasarle aquella noche… cómo lo temía, y cómo lo deseaba. Por fin lo tendría.
Quería que la azotaran. Quería que la escarmentaran. Quería que la besaran. Quería que la quisieran. Quería follar. Más concretamente, quería que se la follaran. Quería que los Amos le dieran algo secreto, algo que jamás hubiera conocido fuera de aquel piso.
—No lo merezco Amo Jen—respondió en un susurro libidinoso—pero creo que voy a necesitarlo…
Estaba tan cachonda que apenas podía moverse, pero no podía dejar de llorar porque seguía avergonzada. Bueno, llorar no era nada malo, estaba bien hacerlo allí, estaba perfecto, ¿no?
Jen le acarició la mejilla y le indicó que se sentara sobre sus rodillas. Él estaba posicionado en el centro del sofá, Inti se encontraba a su derecha y Alex a la izquierda, con la cabeza vuelta hacia la ventana.
Jen confirmó que el coño de la perra estaba empapado cuando volvió a sentir la humedad de ésta traspasándole la ropa, a los pocos segundos de tenerla sentada encima de él, sin bragas. Para colmo de males, la muy cerda presionó con su sexo hacia abajo, clavándose en su rodilla.
Separó suavemente los muslos de Esther con la mano, inclinó un poco la cabeza hacia la entrepierna de la chica y olfateo.
—Dios, perrita, cómo hueles…
A excitación. A miedo.
La rodeó con los brazos, le acarició la cara y le besó repetidas veces en las mejillas. Le recordó al oído la palabra de seguridad.
—Todo va ir bien—le susurró.
Ella tembló sobre las rodillas del Amo y éste, sin darle tiempo a más, la volteó hasta dejarla boca abajo sobre sus muslos, en el ángulo perfecto. La cabeza de Esther fue a parar al lado izquierdo del sofá y casi se da de bruces con la pelvis de Alex; éste se movió inmediatamente intentando esquivarla. Las manos de Inti se cerraron como dos cepos detrás de sus rodillas, inmovilizándole las piernas que caían extendidas en el lado derecho del sofá.
Dios…
¿Le parecía recordar que había soñado con aquel momento? Por fin sentía que estaba realmente tocando un ansiado límite.
—Tranquila…—Jen susurraba mientras acariciaba suavemente las nalgas de Esther—tranquila…
El primer palmetazo llegó de improviso, y fue más contundente de lo que Esther hubiera esperado viniendo de Jen. Arqueó la espalda y protestó; el cachete le picaba y le escocía de verdad sobre las marcas del cinto que aún conservaba, aunque ya se veían mucho más desvaídas. El siguiente azote fue casi inmediato y bastante más fuerte, y el tercero cayó fulminante arrancándola un casi-grito.
Jen paró unos instantes, recuperó el aliento y volvió a acariciar las temblorosas nalgas que se agitaban, acobardadas, luchando por no esquivar su contacto. Ya comenzaban a estar calientes, como sus manos, y a coger un suave tono enrojecido por donde aún permanecían intactas. No quería hacer daño a Esther, pero tenía que prepararla tanto como fuera posible para lo que la esperaba a continuación. Por otra parte le encantaba lo que veía e intuía: ese dulce rubor perlado en su piel, y ese disfrute secreto, respectivamente.
—Vale, Esther, estate quieta…--le propinó otro par de fuertes cachetes, evitando las marcas del cinto que se veían más rabiosas. Vale que le dió uno más de lo debido, pero bueno... lo hizo por algo.
La chica daba pequeños botes sobre sus piernas, no sabía Jen si para esquivar los azotes o para absorberlos. Se obligó a sí misma a respirar más despacio; no decepcionaría a sus Amos por nada del mundo, no dejaría pasar esta oportunidad, cualquier mínimo error no tendría cabida en el endurecido corazón de Inti, se temía. Tenía que aguantar. El castigo aún ni había empezado.
No era consciente de que estaba llorando a moco tendido sobre la cadera de Alex, con la boca abierta y gimiendo en voz alta, empapando de lágrimas la cintura de su pantalón y la piel de su estómago. Tampoco era consciente de estar retorciendo las piernas para zafarse del agarre de Inti, quien se incorporó y afianzó su posición para que ella no se le escapara.
Alex estaba más que tenso, levantando levemente la pierna que tenía más cerca de Esther para disimular una tremenda erección. Empujó la mejilla de la chica ayudándose de la rodilla, con cuidado, dirigiendo la cabeza de ella hacia su plexo. No quería que Esther notase lo dura que tenía la polla, no sabía si quería. Le parecía que cada vez pensaba con menos claridad.
—Va a haber que atarla—gruñó Inti, cerrando más los dedos en torno a las pantorrillas de Esther—si no será imposible…
Jen resopló, tratando de recuperar el aliento, acariciando la espalda de la perra por debajo de la ropa y satisfecho al comprobar cómo ella se sacudía en cada sollozo. De nuevo una violenta oleada de excitación amenazó con ganarle la partida.
—Levántate, perrita consentida—masculló, al tiempo que daba un golpe de caderas contra el vientre de la chica—tengo que dejar sitio al siguiente.
Enjugándose las lágrimas, llorando en silencio como una niña arrepentida, Esther obedeció. Jen hizo una seña a Alex y se levantó a su vez, para cambiarle el sitio.
Alex dudó un instante, pero finalmente se puso en marcha y ocupó el lugar de Jen, en el centro del sofá. Se sintió de pronto como cuando era niño y jugaba a “El Rey de la Montaña”.
Jen le ordenó a la perra que tomara de nuevo la posición para ser azotada, esta vez sobre las rodillas de Alex.
Éste estaba con el corazón a punto de salírsele por la boca. Le parecía que todo había ocurrido en un segundo, y bruscamente se veía en esa posición de dominancia, con aquella mujer indefensa esperando en sus rodillas, ofrecida y sumisa. Por una parte no podía concebir lo que estaba viendo; por otra parte sentía un horimigueo a la altura del estómago, y una excitación salvaje que para su horror iba en aumento.
Le aterraba dejar volar su imaginación. Había roto a sudar a mares y mantenía las manos en alto, sin querer tocar a Esther. Ella se preguntaba si tardaría mucho en empezar cuando violentamente sintió la energía que emanaba del cuerpo de él: calor. Fuego. Agitación. Él no la estaba tocando pero aun así se la transmitía.
Esther tomó aire y se relajó ostensiblemente sobre aquellos muslos duros. Confiaba en Alex. La había abrazado, la había hablado, la había besado… sabía que no quería hacerla daño. Qué irónico que, antes de conocer más de cerca a ninguno de los tres, hubiera sentido tanto rechazo precisamente hacia él.
Le escuchó respirar sonoramente por encima de su cabeza, y a continuación sintió el impacto suave de su mano, casi como una caricia en sus escocidas nalgas.
Alex se movió debajo de ella, inquieto. Ya le era imposible disimular su erección. Puso una mano en mitad de la espalda de Esther—su piel echaba fuego—y se apretó contra ella, elevando las caderas. La chica culebreó sobre él en respuesta a aquella presión inesperada.
Él volvió a azotarla. Un poco más fuerte.
—Pegas como una nena—comentó Inti con una sonrisa de suficiencia.
Alex le envió mentalmente a la mierda. Se mordió el labio. Era una delicia notar aquel cuerpo encima de él, tenerlo a su entera disposición…
Le dio lo que le correspondía finalmente con mano firme. Esther gimió y separó un poco las piernas, e Inti sofocó una risita.
--Bien—dijo éste, levantándose rápidamente— Es mi turno.
Se colocó detrás de la perra y la agarró por debajo de los brazos, tirando de ella hacia arriba para forzarla a levantarse. Esther, paralizada por el terror, se dejó llevar por los brazos de él como un autómata.
—Levanta—la increpó entre dientes cuando ella tropezó, al ser arrastrada sobre el suelo.
De un puntapié distraído en el culo la hizo chocar contra la pared; no la empujó con demasiada fuerza pero Esther no lo esperaba. A la chica le dio tiempo a poner las manos para protegerse y se destrozó las palmas en el gotelé. No le dio tiempo a recuperar el aliento; Inti la inmovilizaba con las piernas y con un brazo, sujetándola contra la pared, presionando la parte superior de su espalda para mantenerla inclinada. Aseguró su posición aplicando más fuerza sobre el cuerpo de Esther y al instante comenzó a azotarla sin piedad, descargando la fuerza de su brazo estirado.
Cómo gritó ella, aunque sólo fueron cuatro.
Inti le dio los cuatro azotes seguidos, de una tacada, impávido ante sus gritos. La estaba pegando excitado, con intención, con deseo. Dios. Cómo deseaba volver a someter a aquella zorra, y desde luego se iba a asegurar de que esta vez el castigo fuera suficiente para desalentarla si realmente ella no estaba segura. Si realmente ella no tenía claro quién era y donde estaba.
Cuando terminó de azotarla, lo que ocurrió en muy poco tiempo, la empujó de nuevo para quitársela de encima y la dejó caer sobre el sofá, para luego volver a sentarse en su sitio tranquilamente.
--Levántate y colócate como estabas—le dijo con tono de desprecio, mientras se acomodaba. Le dolía y le ardía la mano derecha, con la que la había pegado.
Gimoteando, ella volvió a ponerse a cuatro patas, sorbió fuerte por la nariz y caminó hacia sus Amos, con el culo ya caliente. Se detuvo a los pies de Jen, agachó la cabeza y esperó, temblando.
Jen la llamó y le pidió el primero de los objetos: el cepillo de pelo. Era un cepillo ancho de forma rectangular, hecho de plástico gris, con un mango liso y suave. Cuando Esther se lo entregó, él lo sopesó en sus manos durante un momento y le ordenó adoptar la posición sobre sus rodillas.
Le dio sus cuatro con moderación, pero bien dados y bien repartidos. Joder, cómo se le iba a poner el culo a la pobre perra. Le pareció en un principio que debía contrarrestar la fuerza de Inti, pero no pudo evitar darla sonoramente: el choque del cepillo contra la carne era algo muy dulce de oír.
Alex sintió un chorro de energía corriendo por su brazo cuando cogió el cepillo que Jen le tendía. Posicionó a la perra con torpeza sobre sus muslos, como la vez anterior. De nuevo la sintió alterada y cachonda, boqueando en la entepierna de Jen como una perra salida. Para colmo había vuelto a abrir las piernas, mostrándole sin recato sus pétalos tiernos en flor. Sin poderse contener, estrelló el cepillo de pelo directamente contra su coño.
Esther se encabritó como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Alex la sujetó, gruñó y le propinó unos buenos azotes con el cepillo, esta vez en el culo. Sin llegar al salvajismo de Inti, la había dado con entusiasmo.
—Abre la boca—le dijo Jen a la perra, sujetándola por detrás de la cabeza contra su erección—mójame, perrita…
Esther se retorció sobre las rodillas de Alex y lamió los pantalones de Jen a la altura de su polla. A pesar de la tela sintió el grueso miembro de él con claridad, endureciéndose aún más al paso de su lengua. Jen jadeó.
—Vuelve a ser mi turno—festejó Inti—vamos, perra.
Se acercó a Esther, la agarró por las muñecas y tiró de ella con brusquedad hasta la parte de atrás del sofá, rodeándolo.
—¿Tendré que atarte o te estarás quieta?—le susurró al oído, presionando con una pierna el cuerpo de ella contra la parte trasera del sofá.
—Me… me estaré quieta, Amo…
La reclinó con rudeza, doblando su espalda sobre la parte de arriba del respaldo. Esther quedó con el culo bien preparado, las piernas estiradas y los pies apuntalados en el suelo. Apenas la tuvo en posición, Inti comenzó a azotarla de nuevo despiadadamente. La perra saltaba encima del improvisado reclinatorio por la fuerza de los golpes y chillaba como una condenada. Fueron cuatro, sólo cuatro; Inti mantuvo la cuenta con estricto rigor, y como siempre los había aplicado sin parar. Había sonado como una tormenta de plástico sobre carne, un sonido que jamás podría escucharse en otras circunstancias. Cuando cesó, el ambiente quedó cargado, denso, el silencio tan sólo roto por los sollozos de Esther.
Sin fuerzas para abandonar su posición, la perra puso ambas manos sobre sus nalgas. El dolor era considerable y por otro lado empezaba a notar un acolchamiento en ciertas zonas, como si comenzara a insensibilizarse. Lloraba de espanto, de dolor, pero sobre todo lloraba a lágrima viva porque…
(Era horrible para ella reconocerlo)
…Porque necesitaba a Inti, a su Amo, necesitaba que Él la quisiera. Sabía que Jen y Alex eran capaces de sentir afecto por ella, pero no sucedía lo mismo con Inti. Él no la quería, y ella no sabría si alguna vez lo haría, pero para Esther, sentirle allí con ella al menos era algo. Aunque sentirle fuera acompañado de dolor físico.
—Arriba, cielo.
Jen se había acercado desde atrás a la llorosa muchacha, y le acariciaba los temblorosos hombros que subían y bajaban sin control.
—Ven, a mis rodillas otra vez. A menos que quieras marcharte…
No, no. No quería.
Se apoyó en el brazo de Jen para caminar—éste se lo había ofrecido amablemente—y arrastró los pies de nuevo hasta el sofá, donde él se sentó en el centro y ella volvió de nuevo a posicionarse.
—Creo que Alex está siendo muy bueno contigo—murmuró Jen, centrándole el culo suavemente sobre sus muslos—creo que deberías agradecérselo…
La perra levantó un poco la cabeza. Se había tumbado como las otras veces, sin pensarlo demasiado, con las piernas hacia Inti y la cabeza rozando el regazo de Alex. Le miró de cerca a éste durante unos segundos, aunque le miró el cuerpo, sin atreverse a ascender hasta la cara.
Vislumbró un pequeño trazo negro que se iniciaba en la línea alba, en la parte media baja de su abdomen y se perdía debajo de la cintura de sus pantalones; al parecer, Alex tenía algo tatuado en esa zona que ella no podía ver. Siguió bajando con la mirada y sus ojos chocaron contra el rotundo paquete que reventaba los botones del pantalón.
Alex extendió la mano torpemente para acariciarle la cabeza. Aún estaba como ido, sobrecogido por el sonido de los impactos del cepillo de pelo, pero cuando hubo querido reaccionar para parar a Inti éste ya había terminado.
—Vamos, perrita—la voz de Jen aleteó con ansiedad--agradéceselo…
Esther creyó saber lo que se le estaba pidiendo. Tímidamente, porque aún no estaba segura, rozó con los dientes la cintura del pantalón de Alex. Sintió que los músculos del abdomen de él se contraían. Su coño se mojó de nuevo; Jen le sujetaba los muslos abiertos así que tuvo que darse cuenta. Gimió entre lágrimas y se revolvió sobre él, excitada.
Clavó los dientes en la cintura de los vaqueros de Alex—dientes de yegua, de perra—y tiró con suavidad. Alex dejó de acariciarla un momento para acercarse más a ella, sin soltarla. La perra levantó un poco más la cabeza para que él se sentara cómodamente y cuando la volvió a inclinar lo hizo directamente sobre su paquete, presionada por la mano de él. La erección, ruda a través de la tela, se clavó en su mejilla. Notó su olor.
Jen comenzó a azotarla con la zapatilla de goma. Los azotes tenían gran sonoridad pero a Esther le pareció que no dolían tanto como los otros. Casi pensó que empezaba a disfrutarlos…
Sacó la lengua y lamió aquella roca que se recortaba debajo de los vaqueros de Álex. No podía verle la cara pero escuchó el gruñido entrecortado que emitió, igual que sentía con toda claridad cada estremecimiento del cuerpo de Él.
Deseó de pronto satisfacer a su Amo Alex, liberar aquel miembro y empezar a lamerlo, a mamarlo… pero no tenía permiso para desabrocharle el pantalón, así que continuó chupándole sobre la ropa, esforzándose por insalivar al máximo.
Sumergida en su excitación, le llegó lejana la carcajada de Inti.
—Es tan zorra que no puede contenerse…
Alex se sentía arder, muerto de ganas de agarrarle la cabeza a la perra y darle un buen pollazo aunque fuera con los pantalones puestos. Un pollazo en la boca, en la cara.
Joder.
Movió sus caderas con energía, incrustándose en los labios húmedos y abiertos de Esther. Esta ahogó un gemido contra aquella cosa dura que empujaba.
—Lo siento, pero te toca—le dijo Jen, dándole unas suaves palmaditas en el culo a la perra para que esta le permitiera levantarse.
—Dale mi parte—masculló Alex, su voz rezumando animalismo—por favor, dale mi parte mientras me la come.
Jen sonrió y sacudió la cabeza.
—Habrá tiempo para todo, pero vale…
Sin más, cogió de nuevo la chancla que había dejado sobre la mesa y la blandió con celeridad sobre la agitada Esther.
—Espera…
Alex sujetó a la perra, se irguió un poco levantando las caderas y con la otra mano se desabrochó el pantalón y se lo bajó junto con los boxer. Volvió a sentarse, acomodando a Esther sobre él, y refregó su polla caliente y humedecida contra su rostro.
—Come...—le ordenó casi con urgencia.
La perra obedeció. Estaba loca por probar aquel manjar. Por encima de ella, Jen reanudó el castigo y le propinó los cuatro zapatillazos de rigor, restregándose de cuando en cuando contra ella, presionando el cuerpo de la perra contra el suyo. —No le muerdas—gruñó. Estaba insoportablemente excitado con todo lo que ocurría, cada vez más.
—Prepárate para lo que viene ahora, perra—le dijo Inti, cuando Jen hubo terminado—yo no soy como estos dos maricones…
Sonrió abiertamente y se levantó.
—No te pondré sobre mis rodillas, no mereces ese honor.
Señaló con una inclinación de cabeza el escritorio que había contra la pared, detrás del sofá, y le hizo a Esther una seña para que fuera hacia allí. Ella se puso en pie, dejando a medias el trabajo que le hacía a Alex, quien suspiró con resignación.
Inti caminó delante de ella hasta el escritorio, disfrutando de cada paso.
—Colócate inclinada, perra—le dijo golpeando el tablero del escritorio— brazos, pecho y barriga apoyados en la mesa.
La observó unos instantes, satisfecho al parecer de lo que veía, y tomó la zapatilla de la mano de Jen.
La perra brincó de nuevo con la salva de azotes, pero ahora la superficie era dura y no absorbía sus rebotes. Le parecía que cada muesca en la madera del escritorio se clavaba en su vientre con cada zapatillazo. Restallaba la zapatilla y ella bailaba de dolor, pero estaba mojada, aún con el sabor de la polla de Alex en la boca y bajo el incuestionable dominio de Inti, sintiendo todo su poder. Poder que ella le había otorgado, le estaba otorgando, de eso se daba perfecta cuenta.
—Hay que darte más fuerte—susurró Inti antes de retirarse, dejando caer al suelo la zapatilla—yo diría que está empezando a gustarte…
Al ver que volvía a tocarle, Jen se levantó despacio del sofá y se acercó. Contempló las huellas de la zapatilla en color rojo rabioso sobre las marcadas nalgas de Esther. Parecía que un demonio hubiera bailado encima de ella, pateando su culo. Llevaba en la mano el siguiente objeto, que era su favorito.
—Yo creo que sí está disfrutando— aventuró, paseando de un lado a otro para contemplar a Esther desde diferentes ángulos—dejemos que lo pase bien un rato. Perra —añadió, inclinándose sobre la cabeza de Esther—escúchame, ¿vale?
Ella asintió como pudo, sudorosa, bajo la repentina tenaza de la mano de Jen sobre su nuca.
—No vas a volver a hacerte daño, no vas a volver a castigarte nunca más. Para eso estamos nosotros. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, Amo Jen…--sollozó esta contra la superficie de la mesa.
—Bien—Él acercó sus labios al cuello de Esther y la besó suavemente—pues si lo entiendes, cuenta ahora y agradece cada oportunidad de redimirte que voy a darte.
Por supuesto, esto Jen no lo decía en serio. Era su fantasía la que hablaba y no él. Esther no tenía, a su parecer, nada de qué redimirse… pero intuía que quizá, una de las maneras de llegar a ella fuera bajarla a ese estado y hablarla desde ahí, como la niña mala y consentida que ella le ponía como una moto sentir que era, al menos en ese momento. Quizá desde la oscuridad más absoluta se podía ver algo de luz. Quizá en ese punto ciego estuviera la clave de su mayor placer.
Le propinó el primer palazo sin más dilación.
—Vamos, mi perra—la instó al ver que ella no respondía—cuenta y agradécemelo; cada vez que te azote y no lo hagas volveremos a empezar…
Le arreó otro desde el ángulo contrario, como dando un revés de tenis.
—Empieza a contar ya, perra.
—Uno…—sollozó Esther—Gracias, Amo Jen.
“PLAS!!
—Dos… gracias, Amo Jen.
Ella volvía a llorar a mares, llenando de lágrimas y mocos el tablero de la mesa.
“PLAS!!!!
—¡Tres!...¡Ahh!—un grito y de nuevo un sollozo—Gracias, Amo Jen…
Alex se giró en el sofá para contemplar mejor la escena. Observaba fijamente los movimientos de Esther al ser azotada, las suaves ondas que describía su cuerpo sobre el escritorio al absorber cada impacto con la pala. Comenzó a acariciarse lentamente, apretando los dientes para no dejar escapar un gemido.
—¿Te gusta, pequeña?—Jen se detuvo un segundo para recuperar el aliento.
“PLAS!!!!!”
--Cuatro… gracias, Amo Jen… sí, me gusta, a esta perra le gusta, Amo…
“PLAS!!!!!!!!!!!!!!!!!”
--Esa no es la intención…
Esther se retorció tras el último impacto, ese había ido de más. Dios. Le estaban rompiendo el culo de verdad. Joder. Ya apenas sentía el tacto del objeto que se estrellaba contra su piel: sólo sentía la contundencia del golpe y el calor expandirse.
—Tienes que ver la paja que se está haciendo la monja de la caridad, Esther…--se mofó Inti.
Y sí, lo de Alex ya era una paja en toda regla, más allá de discretas caricias. Apretaba su polla fuerte y movía su mano con velocidad, hacia arriba y hacia abajo, meneándosela con vehemencia. De nuevo la excitación se derramó en ríos por la cara interna de los muslos de la perra.
Arqueó la espalda. El borde de la pala había rozado su coño al impactar la última vez. Si volvía a sentir eso temió que podría correrse. Y no estaría bien correrse siendo castigada, ¿verdad? No sería muy correcto.
Apretó los dientes. No podía cerrar las piernas. Flexionó un poco las rodillas para esconder su sexo, pero el roce de sus pliegues la hizo volver a abrirlas al momento. Se corría. Dios. Jadeo, interrumpiendo el inicio de su orgasmo, y culeó contra la mesa sin poder evitarlo.
Aquel detalle fue demasiado para Alex, que ya se masturbaba a buen ritmo detrás de ella. Se levantó del sofá y caminó hacia Esther, deshaciéndose de pantalones y ropa interior por el camino. Jen se apartó a un lado para dejarle paso y le miró divertido.
Alex se detuvo junto a las encendidas nalgas y extendió una mano tensa hacia la cintura de Esther. La sujetó, la atrajo unos centímetros hacia sí y volvió a agarrarse la polla. Enchufó su miembro y lo restregó contra la nalga derecha de Esther; casi se derrama con sólo sentir el fuego que emanaba de allí. Comenzó a pajearse sin tapujos contra ella y se corrió poco después, descargando su leche sobre el trasero que estaban castigando.
El chorro caliente de semen escoció a Esther en la irritada piel, pero fue un maravilloso regalo que como perra supo apreciar. Gimió de placer mientras movía el culo en círculos, para salpicar y sentir en más lugares de su cuerpo el líquido caliente del Amo. Quería sentirse rebosada por él, llena de él.
Le limpiaron la corrida rápidamente con papel higiénico y los palmetazos fueron retomados, sin tregua. Ella se esforzó por contarlos adecuadamente tal como se le había ordenado, y por controlarse: estaba allí, desnuda, castigada; estaba a punto de correrse sólo de verse a sí misma en ese estado. Pero le era imposible tranquilizarse con la huella caliente del semen que aún notaba entre sus nalgas.
Deseó abrir la boca y gritar “AMO” con todas sus fuerzas, llamando, pidiendo más.
Jen le dio nuevamente los azotes de Alex, para que este recuperara el resuello después de su orgasmo.
Para terminar, Inti le rompió la pala en el culo, desapasionada y salvajemente, como ya empezaba a ser habitual. De nuevo la hizo moverse, retroceder, culebrear, llorar y gritar. Y la idea de que los contara parecía haberle gustado, porque le ordenó a Esther que siguiera haciéndolo. Escuchar cómo ella decía su nombre entre gritos de dolor y placer le agitó tanto que tuvo que tocarse, aunque lo hizo sólo de pasada y con disimulo por encima de la ropa.
Reclinada sobre el escritorio, Esther esperó a que Jen le hiciera probar la temida tabla de cocina. La pobre chica tenía los ojos fuertemente cerrados y veía el instrumento en su mente con toda claridad: la superficie ruda de madera sin tratar, surcada de vetas como si la hubieran arrancado en bloque de la corteza del árbol; su grosor de más del ancho de un dedo, el elegante mango que la remataba… La verdad era que el objeto había atraído su temor desde el principio, igual que el cinturón—por supuesto—y la toalla con el cubo de agua. Esos “instrumentos” la habían intimidado en lo más vivo nada más los vio.
Temblaba de miedo, desnuda de cintura para abajo sobre la mesa, aún caliente tras el castigo de la pala de ping-pong. Presentía que a partir de aquel momento iba a comenzar la zurra deverdad.
Sintió los pasos de Jen que se acercaban a ella desde atrás, y al minuto siguiente la caricia del cabello de él sobre la parte posterior de su cuello, cuando el joven se inclinó sobre ella.
—¿Qué tal, perrita?—le preguntó en voz baja, secándole con el dorso de la mano las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Ella abrió los ojos, sin atreverse a mirarle.
—Bien, Amo...
Escuchó cómo Jen sonreía sobre su cabeza. Él la besó en la coronilla, se separó de ella unos centímetros y le acarició el pelo.
—Lo estás haciendo muy bien—le dijo, deslizando las puntas de los dedos en el cuero cabelludo de Esther.
—Gracias, Amo…
Ella no reconocía el susurro informe en el que se había convertido su propia voz.
—¿Realmente estás preparada para seguir?
Esther intentó colocarse más cómodamente sobre la tabla del escritorio y sorbió con fuerza por la nariz.
—Sí, Amo—sollozó—estoy preparada.
Deseaba que el dolor acabase, claro que sí. Pero sobre todo deseaba ser capaz de aguantarlo, poder caminar libre a partir de aquel borrón, y tratar de hacer viable la fantasía de pertenecer a aquellos hombres. No quería saber más allá de ahí; no quería indagar en el porqué de esa acuciante necesidad. Sólo era capaz de vivir el horror—el profundo fracaso—que supondría para ella no resistir.
—Bien…
Jen volvió a besarla, esta vez en la sien. Tomó la tabla de cocina que había dejado en el escritorio, junto al cuerpo de la perra, y se situó unos pasos más atrás. Analizó la posición de Esther desde ahí y estiró el brazo para rectificar unos centímetros la altura a la que quedaba su culo. Quería estar bien seguro de dónde impactaría la tabla, ya que era un instrumento bastante más pesado que la raqueta de ping-pong.
—Cuenta y agradece, perrita—le dijo antes de empezar, afianzando en sus manos el mango de madera—y procura no gritar, tenemos vecinos.
No. Se prometió y se juró a sí misma que no gritaría. Pero al primer azote lo hizo… aunque con la boca cerrada. Lloró de dolor y de impotencia. Quería a Jen, dios santo, ¿por qué? ¿Por qué sentía la necesidad de aquel dolor físico y a ratos emocional?
—Uno—lloró, rendida—Gracias, Amo Jen.
Se estaba volviendo loca, se dijo, a medida que sentía cómo el fuego de algo que no sabía cómo llamar inundaba su corazón. Amor, anhelo, calor. Estaba loca, era estúpida, ¿y qué?
Él le palmeó el muslo para tranquilizarla y murmuró una palabra de consuelo antes de blandir la tabla de nuevo.
Cuando Jen terminó con sus cuatro, alzó la vista y le hizo una seña a Alex. Éste ya se había puesto los pantalones y llevaba un rato observando la escena con una expresión indefinida. A la seña de Jen se levantó del sofá, donde se había apostado, y caminó despacio hasta el escritorio.
Sin mirar a Jen, Alex apartó el pelo de la cara de la desconsolada Esther. Observó que el tablero de la mesa bajo la boca de ella estaba lleno de mocos, lágrimas y babas.
—No hay por qué seguir con esto—le dijo al oído. Su voz estaba imbuida de tensión y tenía ese mismo tono extraño que Esther había escuchado en él, antes de ese momento—Por favor, pídeme que no lo haga, y no lo haré…
Inti, desde su puesto en la esquina más alejada—llevaba unos minutos dando vueltas por la habitación, fusta en mano--, chasqueó la lengua y pareció que iba a decir algo, pero en el último momento se contuvo.
--Amo—Esther respiró hondo. Su voz sonó ahogada, pues hablaba con la boca sepultada contra la superficie del escritorio—Amo Alex—rectificó inmediatamente—Usted ha sido bueno conmigo. Siento mucho haberle perdido el respeto y no lo volveré a hacer. Necesito ser castigada, necesito que Usted me castigue…
Alex dio un paso hacia atrás, como si estas palabras le hubieran impactado en plena frente.
—Por favor, Amo—suplicó Esther—por favor…
Jen dejó la tabla suavemente sobre el escritorio y rodeo éste para colocarse frente a la perra. Se sentó en el borde, junto a la cabeza de Esther y volvió a jugar con los dedos en su pelo.
—Gracias, cielo—murmuró en su oído con una sonrisa—por ser sincera y decirnos lo que sientes. Alex lo entenderá—al decir esto, levantó la cabeza y le lanzó a él una mirada significativa, sin dejar de sonreír—y lo sabrá valorar. Pídeselo otra vez, vamos.
La perra se retorció sobre la mesa.
—Por favor, Amo Alex, azóteme—gimió, sin apartar la cabeza del tablero—es lo que merezco.
—No me importa que me hayas hablado mal—Alex negaba con la cabeza, las palabras saliendo a trompicones—No creo que merezcas esto, no lo creo, de verdad... no creo que nadie merezca esto.
Le había cogido cariño a Esther sin poder evitarlo, a la velocidad del rayo, porque ésta le despertaba ternura. Ardía en deseos de soltarse, por otra parte, pero su conciencia se lo impedía (y eso que el deseo amenazaba con tomar forma hasta hacerse palpable dentro de él, a pasos agigantados). Se sentía al borde de un precipicio al que se asomaba apoyándose sólo en las puntas de los pies, basculando sobre el vacío. No había nada que desease más que caer, olvidar todo lo que había aprendido hasta el momento y dar por fin un gran salto liberador; pero sentía cariño por Esther. Aquella niñata le importaba, y quería y debía mostrárselo de otra forma, no pegándola. Por mucho que ella insistiera en merecerlo.
—Amo, por favor…--rogó ésta con un hilo de voz—es lo que deseo.
—Alex, desea ser castigada—terció Inti con voz cansada—te lo está diciendo. Si tú no puedes hacerlo, yo lo haré por ti.
—Eso ni hablar…
Alex apretó los dientes y cogió la tabla de cocina. Sopesó el objeto entre sus manos y lo miró con un gesto entre el odio, la repulsión y la lascivia.
“Están todos locos” pensaba “Maldita sea, yo el primero”.
Se sintió una mierda en el instante previo, cuando la madera cortó el aire, pero al segundo siguiente, con el estallido sobre la piel, sintió que cabalgaba sobre la cresta de una ola. La marea le engullía sin remedio en un remolino prohibido; tanta fantasía y deseo de pronto, tanta oscuridad... Qué caos tan sumamente tentador, en un mundo donde la resistencia, las palabras—salvo una palabra concreta--, la ética funcionaban de forma diferente.
La perra aulló.
—Uno… Gracias, Amo Alex!
—Creo que tienes que pedirle más…--murmuró Jen, quien no dejaba de acariciarla y besarla de cuando en cuando. Aún seguía apostado en el borde del escritorio, junto a la cabeza de Esther.
—Gracias, Amo Alex; más, por favor—sollozó la chica, de un tirón.
Cuando Alex terminó, Esther lloraba mansamente bajo la palma de la mano de Jen, que se apoyaba sobre la parte posterior de su cabeza.
—Me toca.
Inti arrojó la fusta al suelo con vehemencia, y sin mediar más palabra se aproximó rápido al escritorio. Pero—“salvada por la campana” pensó Jen, sin poder contener una risita—en el preciso momento en que Inti agarraba la tabla de las manos de Alex, sonó el teléfono móvil que llevaba en su bolsillo.
—Vaya, qué oportuno—masculló él, mientras sacaba el teléfono y miraba la pantallita iluminada por un resplandor verde—oh, tengo que contestar…
Dejó la tabla sobre la parte baja de la espalda de Esther, para horror de ésta, y se separó de ella unos pasos para contestar al teléfono.
—Ey, qué pasa—dijo en tono seco una vez descolgó—Bien, bien. ¿si estoy ocupado?— rio por lo bajo—sí, diría que sí, o con algo interesante entre manos, pero no te preocupes… sí, dime.
Alex retrocedió hasta el apoyabrazos del sofá y se dejó caer sobre él, extenuado. La perra se agitó sobre la mesa, nerviosa, al notar tanto movimiento a sus espaldas. Era difícil aguardar a la peor parte del castigo si ésta se postergaba… y los azotes de Inti eran, con diferencia, los peores. Soportar aquellos instantes se le estaba haciendo una prueba dura.
—Sí…--Inti paseaba por la habitación, hablando con calma—El reservado rojo sería cojonudo. No, ya sé, no importa que sea pequeño… ¿y qué hay de ese vino afrodisiaco que prepara el esclavo de Argen?... Simón, o Seomán… ¿cómo se llama?
Jen tensó por un momento los dedos entre los cabellos de Esther.
—Sí… entiendo—unos segundos de silencio mientras le contaban algo al otro lado—Anda, no me digas, ¿en serio?
Tras unos minutos más de conversación, Inti colgó el teléfono y miró a los demás con una sonrisa de triunfo.
—Ya me han confirmado el próximo evento—les dijo a los otros dos—dentro de dos semanas, en el local de Argen. He reservado un lugar especial para jugar con la perra; puedo contar con vosotros, ¿verdad?
Jen asintió inmediatamente. No era la primera vez que visitaría el local de Argen, aunque había pasado mucho tiempo desde la última ocasión. Se alegraba de volver a hacerlo.
—¿Era B.O?—le preguntó a Inti. Le había parecido reconocer la voz grave cuya sombra había resonado en el auricular.
—Sí—asintió éste—y me ha dicho que vendrá un viejo amigo al que hace tiempo que no veo, una gran noticia en realidad…
—¿Quién?
—No le conoces—respondió Inti—se llama Silver. Pero os lo cuento con calma cuando terminemos, que ahora hay que darle a esta zorra lo que se merece… y tanto desea.
Se rio con crueldad y avanzó de nuevo hacia Esther. Pero ésta, lejos de sentir miedo, se había sentido llena de pronto. La frase que había dicho Inti daba vueltas en su cabeza:
“he reservado un lugar especial para jugar con la perra"
¿Significaba eso que Inti ya la consideraba otra vez Suya? El corazón le latía desbocado. Si eso era cierto, se sentía capaz de soportar azotes, correazos, latigazos, insultos y lo que fuera… Él la reconocía, tenía pensado llevarla a algún lugar “especial”, la aceptaba.
Inti le pegó tan fuerte que separó la tabla del mango. Nuevamente los cuatro seguidos, sin interrupción, en formato “tormenta”. Con el último azote el mango se despegó y la tabla salió despedida después de chocar con el culo de Esther, estrellándose con estrépito contra el parqué.
—Oh, joder, vaya mierda—maldijo Inti—cada vez fabrican peor estas cosas…
—Será que no se hicieron las tablas de cocina para azotar gente…--gruñó Alex arrellanado contra el sofá.
—¿Ah, no?—Inti se encogió de hombros con gesto burlón, antes de sentarse a su lado—vaya por dios, cuántos años de mi vida me he pasado equivocado…
Era momento de coger el cinturón y la perra lo sabía. Jen se levantó y se inclinó sobre la mesita frente al sofá para tomarlo en sus manos.
—Estás siendo muy buena, cariño—le dijo a Esther cuando volvió junto a ella—por mi parte te aseguro que tendrás una gran compensación, te lo prometo… esto va a dolerte.
Dobló el cinturón en dos y se dio un ligero golpe con él en la palma de la mano.
—¿Lista?—preguntó.
—Sí, Amo…
—Agradece y cuenta, perrita…
Le aplicó los cuatro correazos con fuerza moderada. Le parecía que el culo de Esther necesitaba una pequeña tregua, sobre todo de cara a que sabía cómo se las gastaría Inti con ese útil en concreto.
Para Alex fue demasiado el trallazo del cuero sobre la indefensa piel. Soltando un exabrupto echó a andar hacia el cuarto de baño, al fondo del pasillo.
—Se ve que es demasiado castigo para Mary Poppins—se burló Inti—en el fondo ya sabíamos que era un mierda, ¿verdad?
Se dirigió aparentemente a Jen pero dejó volar el comentario en el aire.
—Me ocuparé de su parte—dijo éste último, aferrando el cinturón doblado.
—No, por favor, descansa…—Inti sonreía con regocijo ante su presa—ya me ocupo yo…
Esther dio un respingo. De nuevo le obligaban a cambiar de posición.
—Levántate despacio, cerda maleducada—escupió Inti—de rodillas en el suelo, vamos.
Esther abrió los ojos. Los había mantenido cerrados la mayor parte del tiempo y ahora la luz de la habitación le hacía daño. Veía delante de ella unas pequeñas motitas azules que danzaban. Se agarró al borde del escritorio y con cierto esfuerzo, sintiendo dolor en cada parte de su castigado y anquilosado cuerpo, se arrodilló a los pies de Inti.
—Apoya el pecho en el suelo y levanta el culo—le indicó éste sin más ceremonia.
Ella hizo lo que le ordenó, inclinándose trabajosamente hasta que su frente tocó el parqué.
—Bien, perrita. Pero levanta la cabeza… ya te lo dije, no eres un burro. ¿O es que quieres convertirte en uno, es eso?
Esther escuchó, lo que fue más terrible para ella que verlo, cómo Inti se desabrochaba el cinturón que llevaba puesto, a pesar de que aún bailaba en su brazo el que había tomado de manos de Jen.
—Para esto prefiero usar el mío, si no te importa—le decía a éste último—pero el otro me servirá para amordazarla…
Esther tembló. El cinturón que Inti llevaba puesto resbaló con un susurro atravesando las trabillas del pantalón de su portador cuando éste tiró de él para quitárselo. Inmediatamente, la chica sintió la suela plana y desgastada del calzado de Inti sobre la zona lumbar de su espalda.
—Levanta el culo, te he dicho—gruñó este—Más arriba, perra.
Hizo presión con el pie sobre la columna de Esther y esta se arqueó lo máximo que fue capaz.
—Eso está mejor… y levanta la cabeza, ¿tengo que decírtelo mil veces?
Cogió por ambos extremos el cinturón de cuero negro, el que estaba preparado para el castigo, y lo sostuvo frente a Esther.
—Abre la boca—lo agitó brevemente.
La perra obedeció, e Inti le colocó el cuero como un improvisado bocado.
—Muerde—ordenó.
La perra apretó los dientes y sintió el sabor acre de la correa de cuero. El cinturón era duro, no estaba muy curtido, parecía nuevo o en cualquier caso poco usado. Insalivó como una loca de puro terror.
—No lo sueltes—le advirtió Inti—quiero deleitarme con cada marca que tus dientes hagan en él cuando te azote…
Ella mordió más fuerte, y a continuación sintió un firme tirón que le hizo echar hacia atrás la cabeza. El tirón le había pillado por sorpresa y a punto estuvo de soltar la tira de cuero que sujetaba entre los dientes, pero logró mantenerla en el último segundo.
—Vamos perra, muerde fuerte…
Inti afianzó su pie sobre la espalda de Esther y comenzó a azotarla con la mano derecha, tirando fuertemente de las improvisadas “riendas” con la izquierda. La perra gemía con los dientes apretados en el bocado, babeaba sin control, lloraba y moqueaba mientras luchaba por mantener la posición de un azote a otro.
La azotó con una frialdad calculadora, sin piedad, con el cinturón doblado en dos igual que había hecho Jen. Paró al octavo correazo, respiró hondo y soltó los músculos del brazo para liberar tensión. También levantó el pie, dejando de presionar la parte baja de la espalda de Esther, y soltó las riendas. Ella se agitaba entre sollozos, con la voz hecha jirones después de haber padecido ocho correazos seguidos como ocho infiernos. Se sentía flotar, con la certeza de que más pronto que tarde iba a perder el conocimiento, mientras aferraba con fuerza el cuero entre los dientes. Ya nadie tiraba hacia arriba y éste caía inerte junto a sus mejillas, pero ella lo sujetaba aun así como si fuera la vida en ello.
--Vale, perra…--gruñó Inti.
Estaba excitado, mucho. Se le notaba en la voz. Pero también estaba nervioso. Y para colmo, le habían entrado de pronto unas ganas considerables de orinar.
Retrocedió unos pasos, poniendo más distancia entre Esther y él. Respiró conscientemente una, dos, tres veces, intentando relajarse. Estaba disfrutando demasiado, y no quería ni podía perder el control. Se sobó durante un segundo el paquete por encima de los pantalones; su polla no se decidía a empalmarse del todo debajo de la ropa, tal vez por la necesidad mencionada anteriormente.
—Qué pena que no me pidas más a mí también—jadeó—Incorpórate—le dijo, secamente, mientras se desabrochaba los pantalones—tengo ganas de mear…
16-Más abajo
—Agradece cada cosa que te dé, perra—Dijo Inti con una sonrisa apretada—no te lo voy a decir más veces.
La perra tembló mientras la orina de su Amo la regaba por todas partes: costados, espalda, muslos y caderas. Sofocó un grito cuando la irritada piel de sus nalgas ardió en contacto con el líquido que salía a chorro.
—Gracias, Amo…—sollozó con plena sinceridad, desde su corazón.
No sintió asco por el chorro de orina. Él se aliviaba en ella, y eso era un regalo o así lo sentía.
—Voy a por Alex…--murmuró Jen, algo turbado. Ver aquello le había producido un subidón de excitación añadido, sobre la cachondez que ya llevaba desde hacía tiempo y ya se hacía difícil de manejar. Necesitaba moverse.
Inti se giró sin dejar de mear sobre la perra y le lanzó una sonrisa a su colega, ambos hombres intercambiaron miradas durante un segundo y luego Jen se alejó hacia el pasillo, rumbo a la habitación de Alex.
—No cierres la boca, perra—Inti se volvió de nuevo hacia ella—los ojos puedes cerrarlos, la boca no.
No que estuviera apuntando ahí precisamente, más cuando el chorro ya había perdido potencia pues la larga meada tocaba a su fin, pero bueno, manías.
—Ya está—se acercó a la perra y sacudió sobre ella las últimas gotas que le quedaban por vaciar—abre los ojos y mírame.
Esther obedeció y levantó la mirada con el corazón encogido. Se lamió los labios por instinto: sentía de pronto la boca reseca como papel de lija. La sangre palpitaba en sus sienes a ritmo desenfrenado, gotas de orina rodaban por su piel hasta las oquedades más escondidas y oscuras de su cuerpo.
Sintió una mezcla de felicidad y horror cuando Inti se agachó a su lado, poniendo los ojos al nivel de los suyos para mirarla directamente.
—Das asco, perra—siseó éste, sonriendo muy cerca de su oído—hueles fatal.
Ella se encogió. El tono de Inti no había sido de desprecio, sin embargo, sino de satisfacción… o al menos eso sintió Esther. La chica no había esperado una buena palabra, pero eso la hubiera hecho sentirse tan plena… sólo necesitaba una palabra, una palabra dulce de los labios de Inti para sentirse en paz a pesar de todo, para transformarla en una plegaria en los momentos más duros. Pero él no parecía estar dispuesto a darle nada más aparte de su orina, y ella... ella no iba a pedir.
—Echaremos un poco de lavavajillas al agua de la toalla—reflexionó Inti en voz alta, señalando con una inclinación de cabeza el cubo que había junto a la mesa—¿qué te pasa, perra? ¿Por qué tienes esa cara?
Ella carraspeó. La garganta le ardía.
—Tengo sed, Amo—respondió con un hilo de voz.
—Ah… --Inti sonrió—claro. Lógico. Sigue de rodillas, pero ponte derecha. Y abre la boca, tengo algo para ti.
Se colocó detrás de ella con las piernas bien apuntaladas en el suelo, rozando con las rodillas la espalda de la perra. Se inclinó ligeramente sobre la cabeza de ella y sonrió con deleite al contemplarla desde aquel ángulo.
—Abre más la boca—la instó, casi con amabilidad.
Ella obedeció y, tras unos tensos instantes, Inti escupió entre sus labios.
La saliva del Amo, clara como agua, resbaló por las comisuras de la boca de Esther. No esperaba que Él fuera a hacer aquello, pero estaba comenzando a acostumbrarse a las sorpresas. Con Inti los sobresaltos eran una constante.
—Este es el único líquido que vas a beber—masculló Inti—la saliva que yo quiera darte. Que no se te escape nada.
—Gracias, Amo…
La perra capturó con la lengua una gota que resbalaba hacia su barbilla. Saboreó la saliva del Amo: una gota de agua que tenía un regusto humano, ligeramente dulce. Estaba caliente, lógicamente, a la temperatura del cuerpo de quien la había generado.
—¿Sigues teniendo sed?
—Sí, Amo…—respondió ella avergonzada.
La saliva calmaba el ardor de su boca y ella quería más, pero la sed que invadía a Esther era de otra naturaleza.
—No me extraña, con tanto llorar te habrás quedado seca.
Inti volvió a inclinarse sobre la boca de Esther y de nuevo vertió saliva generosamente entre sus labios.
—Bébeme—le dijo, y añadió, riendo—“Porque este es mi cuerpo…”
Esther sacó la lengua y bebió aquel hilo plateado que iba desde la boca del Amo hasta la suya.
—Amén.—Jen contemplaba la escena desde la puerta del salón; había traído de vuelta a Alex, quien observaba también lo que ocurría entre Inti y Esther unos pocos pasos más atrás. Inti levantó los ojos hacia sus amigos y les lanzó una amplia e inquietante sonrisa.
—Y bien, majestades…—dijo parodiando una reverencia—¿Podemos seguir con lo que hacíamos, por favor?
—Deberíamos limpiar esto antes, ¿no?
El que había hablado era Alex. No podía apartar los ojos del charco de orina que había en el parqué, charco en el que la perra chapoteaba aún arrodillada.
Inti chasqueó los dedos. La perra dio un respingo.
—Perra, ve a por la botella de lavavajillas—le dio un suave puntapié para que se moviera—trae también el estropajo, ¡vamos! Y papel absorbente.
Esther gateó hasta la cocina, donde encontraría lo que Inti le había ordenado traer. Se levantó sólo el tiempo necesario para coger la botella de gel para los platos, y la esponja verde y amarilla con la que fregaban. Intentó tomar ambos útiles en la boca, pero Alex, quien la había seguido hasta la cocina, se lo impidió.
—Esther, espera. Toma—sacó un vaso, lo llenó de agua del grifo y se lo pasó a ella—Si tienes sed, tienes que beber. Y...
Alex le quitó el bote de jabón de las manos y cogió el rollo de papel absorbente mientras ella bebía casi el vaso entero de un trago. Desde luego, que a Inti esto le pareciese mal o bien a Alex se la sudaba. Iba a decirle algo a Esther, pero la mirada de ésta le hizo cerrar la boca: la obstinación -o determinación, si lo prefieres- con la que ella le miró era equivalente a la que hacía días había brillado en sus ojos cuando ella no quería moverse de delante de la puerta de Inti.
Antes de que Alex pudiera hacer siquiera amago de retenerla, Esther volvió a ponerse a cuatro patas para dirigirse al salón, con el estropajo en la boca.
-
—Vale, perra. Limpia el charco y luego límpiate tú, que das asco.
—Sí, Amo…--respondió ella dulcemente.
Llevaba tiempo ya sintiéndose “emigrada” de sí y al mismo tiempo más conectada consigo misma que nunca, muy cerca y muy lejos de allí. Era como estar en un espacio intermedio, en una especie de limbo, aunque desde ahí pudiera responder a preguntas sencillas o seguir el hilo de una conversación. El dolor, el rasguño, la sangre y la carne, la pena… eran cosas propias de su molde de escayola: la parte de ella que no era su alma. Fuera contraproducente o no, pensar en esto le hacía sentir a Esther extrañamente segura de sí misma.
Deseó súbitamente mirar a los ojos de Inti, aunque acto seguido pensó que, si encontraba en ellos frialdad, sentiría un dolor para el que no se veía preparada. Optó por agarrarse al tono de su voz y dejarse llevar por éste. La voz de Inti era suave ahora, no importaba lo que dijese… y se podía escuchar claramente que sonreía. Si Esther hubiera tenido que sintetizar en una palabra lo que ella sentía en ese momento, hubiera elegido sin duda la palabra “devoción”. Devoción absoluta.
Pero Inti no estaba contento sólo por lo que veía a sus pies, por la imagen de su perra completamente entregada a él, a su merced, confiando a ciegas con un destello de aplomo detrás de sus lágrimas. Estaba contento también porque tenía en sus manos el instrumento que tocaba a continuación, y era con diferencia su preferido. Le encantaba tocarlo, sentir su tacto, recorrer la exquisita finura de la fibra de vidrio con los dedos. Chasqueó la lengua, complacido.
—Jen—le llamó, sin dejar de mirar a la perra—cuando esta cerda termine de lavarse, disfruta con esto.
Le lanzó la fusta y Jen la cogió al vuelo. Afianzó el mango en su mano derecha y comprobó la flexibilidad de la vara con la izquierda. Tiró suavemente de la lengüeta de cuero que remataba la fusta hacia él, haciendo que el instrumento se combara.
—Oh…
Mientras Jen contemplaba la fusta con el detenimiento de un niño explorando un juguete prestado, Inti daba instrucciones a la perra sobre cómo lavarse.
—Frota sin miedo, perra. Más fuerte.
Le ordenó pasar la cara suave del estropajo entre sus muslos, y a continuación frotarse con la cara rugosa, la de color verde oscuro, sobre los mismos lugares.
—Más fuerte te he dicho, ¿estás sorda?
La increpaba y la insultaba con el mismo tono de voz suave, sin alterarse salvo por la creciente excitación.
—Vamos, perra, frótate fuerte o lo haré yo…
Ella se frotó con dedicación lo más pormenorizadamente que pudo, sin poder evitar lanzar al aire algún gemido pues la piel reaccionaba rápidamente a la rudeza del estropajo. Entre sus piernas su clítoris se inflamaba y latía; los labios de su sexo terminarían en carne viva si seguía frotando así.
—Zorra viciosa—masculló Inti entre dientes, y le arrojó un poco de agua del cubo que había junto a la mesa, tal vez con el fin de aclararla.
La perra se retorció bajo el agua fría, aunque no había sido mucho volumen el que le habían echado encima.
—Déjalo ya.
Al escuchar la orden seca, resuelta y concisa, Esther dejó en el suelo el estropajo.
—Termina de aclararte con el agua del cubo y colócate sobre la mesa como estabas antes—le dijo el demonio rubio—Por cada gota de agua que se te caiga fuera del cubo te azotaré una vez más, perra.
Esther se arrastró hasta el cubo. Oh, dios, si aquello no era una forma de hablar e Inti lo había dicho en serio, realmente iba a ser difícil aclararse la espuma del lavavajillas sin tirar una sola gota de agua (sin llevarse unos cuantos azotes de regalo, aparte de los que ya le correspondían). Y además necesitaba el agua con urgencia entre las piernas: el coño le picaba y le escocía a rabiar tras la agresión con el estropajo. El jabón de lavar los platos era barato, resultaba ácido sobre la sensible piel.
Despacio, reunió fuerzas y se acuclilló a horcajadas sobre el cubo. Flexionó las rodillas todo lo que pudo hasta que los muslos le dolieron, y empezó a aclararse con la mano chapoteando en el agua. El agua no parecía muy limpia, por cierto. Se preguntó si ese cubo era el que utilizaban los chicos para fregar el suelo del piso, seguramente sí, ¿cuál otro podría ser?
Esther se aclaró el jabón del coño sin derramar una sola gota al suelo. Pero Inti ni siquiera la miró, así que no se dio cuenta del milagro. A Inti le nublaba la mente el deseo que sentía por que el castigo se reanudase; no era que quisiera hacer padecer a Esther hasta lo indecible, de hecho en parte también tenía ganas de que el tormento de la chica acabase pero, sencillamente, se moría de ganas de usar la fusta.
—Ven aquí, perrita…—Jen se adelantó y abrazó a Esther con la toalla que cogió de la mesa, era una toalla de longitud mediana, suave y rizada, de color amarillo pálido. Secó a Esther con leves toques, cuidadosamente y tomándose su tiempo. Se detuvo unos segundos en el sexo de la chica, lo secó con con mimo y apartó la toalla. Separó los labios mayores con sus dedos índice y anular de la mano derecha, y con su largo dedo medio buscó el inflamado clítoris, turgente por la fricción. Lo encontró al momento, rebosante y endurecido entre la humedad caliente; ahondó y presionó, soltó, trazó círculos sobre él y le dio suaves toques con la yema del dedo. La perra culeó y gimió de placer.
—¿Bien...?—le susurró Jen al oído.
—Sí, Amo—asintió ella jadeando—Gracias, Amo…
—Recuerdas tu palabra segura, ¿verdad?
—Sí Amo, la recuerdo.
Jen contempló durante unos segundos a la perra en espera de que ésta dijera algo más. Algo como que no podía soportar que el castigo continuara, un ruego porque el tormento cesara, un derrumbamiento al no poder más. Estuvo tentado de ofrecerle esa posibilidad; si lo que Esther quería era pernoctar allí no había ningún problema, podía hacerlo hasta que encontrase algo, no tenía que ser su perra para eso. Ella lo sabía.
—Vamos, colócate…
Ante la mirada displicente de Inti, Jen le dio un suave beso en la mejilla y la ayudó a levantarse.
—Cielo, esto va a doler más que lo anterior—le advirtió en voz baja, mientras la ayudaba a posicionarse de nuevo sobre el escritorio— Intenta no moverte o tendré que atarte.
Besó el centro de su espalda y se retiró un par de pasos, esgrimiendo la fusta. Oh… pobre Esther. Y cómo le ponía.
Jen no quería hacerla daño, pero la mano con la que sujetaba la fusta le hormigueaba y temblaba ligeramente. Acarició las enrojecidas nalgas de Esther con la lengüeta de cuero y bajó con ésta hasta la parte interna de sus muslos. Golpeó ahí un par de veces suavemente, para indicarle a la perra que separase más las piernas, a lo que ella obedeció de inmediato sin que las palabras fueran necesarias.
—Ya queda muy poco—le dijo—te compensaré después de esto, te lo aseguro. Eres una buena perra.
De nuevo Jen encontraba el resorte de la felicidad dentro de ella y lo pulsaba sin rodeos.
—Si no lo aguantas, dímelo y pararé—le dijo antes de retirarse—¿entendido?
Ella asintió rápidamente.
—Sí, Amo, no se preocupe. No te preocupes—rectificó. Era muy difícil pensar cómo decir las cosas en esa situación, con tantas emociones diferentes chocando dentro—No te preocupes, Amo.
—Bien…
Sentirle lejos, aunque sólo fuera a un paso, sentirse privada del aliento de él, de su presencia inmediata, fue difícil para Esther. Y eso que el primer fustazo la hizo sacudirse sobre la mesa y gritar, pero aún así no logró distraerla de esta sensación.
Alex, que hasta el momento había contemplado en silencio lo que sucedía desde una distancia prudente, avanzó hacia allí y se sentó en el borde del escritorio, frente a Esther, justo como antes había estado Jen. La miraba con los ojos muy abiertos y una expresión incierta. Ella levantó la vista por reflejo y la bajó al instante, enrojeciendo violentamente. Alex entonces, sin decir nada, extendió la mano y comenzó a acariciarla el pelo. Estaba mal ser cómplice de aquello, ¿cierto? qué coño, estaba mal participar en todo aquello, ¿estaba mal? ¿lo estaba?
—Uno… gracias, Amo Jen.
Esther se obligó a contar cada azote con la poca voz que le quedaba para dar gusto a su Amo. Jen sonrió, conmovido, pero Esther no pudo verle. Aplicó el segundo azote con firmeza, sin más ceremonia que los tres toquecitos previos de rigor.
—Dos,… gracias, Amo Jen.
Otra vez el tanteo, los suaves toques que la alertaban de dónde caería el siguiente fustazo. En el segundo que transcurría entre el fin de los toques y la descarga del golpe, en ese instante previo al relámpago lacerante, Esther se sentía morir.
Ziummmmmmmm!
—Tres…--sollozaba como una niña—gracias, Amo Jen…
—¿Todo bien, perrita?
Ella sofocó un sollozo y contestó sin vacilar.
—Sí, Amo… Gracias, Amo.
--Sigo entonces.
Volvió a alejarse, privando de nuevo a Esther de su contacto y dejándola colgando de un hilo, oscilando sobre el vacío. Ella sintió de nuevo los toques de advertencia-Uno, dos, tres toques: tres suaves besos de cuero-, y escuchó el silbido de la fusta segundos antes de que ésta se estrellara contra su piel.
--Cuatro… —hipó—Gracias, Amo Jen. Le quiero.
Aquellas últimas dos palabras brotaron de la boca de Esther con total naturalidad como dos gotas de sangre.
—Te quiero… perdona, Amo—se corrigió inmediatamente.
Él dejó la fusta delicadamente sobre la alfombra y se acercó a Esther. Sabía que la chica estaba sensible, que estaba perdiendo sus barreras a marchas forzadas igual que si éstas fueran las capas de una cebolla, pero aun así no esperaba oír algo como aquello. Sintió un profundo respeto hacia aquella mujer que se entregaba por completo a él, a ellos. No era sólo un juego... para ella desde luego no. Para él tampoco.
Estuvo a punto de girarse hacia sus compañeros, sobre todo dirigiéndose a Inti, para poner fin de una vez al tormento de la pobre chica. Ya era suficiente, no había que encarnizarse. Pero en el último momento se contuvo, por Esther.
—¿Quieres que esto pare?—volvió a decirle en un tono que nadie más pudo oír, inclinándose sobre ella—no tienes más que decirlo, Esther… ya es suficiente.
Ella negó con la cabeza en cuanto le escuchó. Tal vez para el Amo Jen y el Amo Alex fuera suficiente, pero no para el Amo Inti. Y lo último que quería ella era darle el gusto de que era una blanda, rendirse ante Él por no aguantar. Y claro, más allá todavía de esa rebeldía… lo que de verdad quería con todas sus fuerzas era no "defraudarle". Necesitaba que Él la aceptara, o eso creía. Necesitaba desesperadamente que la redimiera, como había dicho Jen, aunque éste hubiera hablado así desde la fantasía.
—No, Amo, puedo y deseo seguir—respondió y tragó saliva, esforzándose por capturar una gota de líquido dentro de su boca—por favor, Amo. Quiero aguantarlo.
Jen peinó con los dedos el cabello de la joven, mojado de sudor.
--Vale. Tranquila—susurró al oído de ella--¿estás segura?
--Sí, Amo… Gracias por preocuparte por tu perra, Amo.
Inti contemplaba la escena, maravillado al ver las dotes de sumisión que desplegaba Esther. Oh, cómo deseaba que pasara pronto el turno de Alex (aunque lo dudaba, porque éste era un plasta) para que por fin le llegara el momento a él.
--Un Amo se preocupa por su perra…--respondió Jen a Esther, y la besó en el flanco desnudo.
A continuación volvió a separarse de ella, cogió la fusta de la alfombra y se la tendió a Alex.
--Tu turno, amigo—murmuró.
Alex continuaba frente a ella, muy cerca. Había colocado el muslo de manera que su rodilla chocaba contra la frente de Esther sobre el escritorio. No dejaba de acariciarla, aunque había empezado a hacerlo con una discreta ansiedad, enredando los dedos en su pelo. Esther le oía respirar y de vez en cuando emitir un sonido parecido a una mezcla entre jadeo y gruñido. Fuera de ese sonido no articulaba palabra.
—Amo Alex...—le llamó desde algún lugar en el espacio exterior.
Su voz fue casi inaudible pero él inclinó la cabeza y la miró, enfocando en ella directamente sus ojos verdes cargados de intensidad, nublados por algo que Esther no podía identificar.
—Por favor, Amo Alex, castígueme—le suplicó entonces, tratando de vocalizar con claridad para que su Amo pudiera leerle los labios—no deje de hacerlo, por favor, Amo… por favor…
Jen volvió a acercarse para acariciarla. Él también había oído la súplica de Esther. Estaba apenado por el destrozo que le estaban causando, y desde luego, por verla y escucharla llorar de esa manera. Para colmo, aún faltaba lo peor: la toalla y la vara; sin olvidar, desde luego, las ganas que tenía Inti de fusta.
Alex cogió la fusta sin decir nada. Estaba muy serio, nudillos y dedos se pusieron blancos en torno al mango repujado en cuero. Contempló a Esther por unos segundos, fijando la mirada vidriosa e incapaz de enfocar al detalle. En total silencio, se levantó de su puesto en el borde del escritorio y caminó despacio hasta colocarse detrás de Esther.
—¿Quieres que te castigue?—le preguntó con la voz quebrada, ronca--¿De verdad lo quieres?
Esther sollozó. Claro que lo quería, pero comprobó que el hecho de reconocer ante Alex su necesidad le resultaba tremendamente humillante. Y sabía bien que Alex no buscaba humillarla ahora, pero igualmente lo disfrutó.
—Sí, Amo—asintió—necesito ser castigada por Usted…
—¿Por qué?
Alex estaba tenso. Le había apresado a Esther la cintura con la mano que le quedaba libre y no era consciente de la fuerza que estaba imprimiendo en ello.
—Porque he sido desagradable con Usted, Amo—respondió ella, conteniendo la respiración por el dolor del pellizco—He sido irrespetuosa. Usted es tan bueno que me ha perdonado, pero si me pregunta qué quiero, le contesto la verdad: necesito ser castigada por Usted.
—No estamos aquí para suplir tus caprichos, perra—Inti había oído lo que Esther le había dicho a Alex—cierra la boca de una vez.
Qué pesados, por dios, qué plastas. Le estaban poniendo malo. Le lanzó a Alex una mirada significativa para que se diera brío.
—Dices tonterías—le dijo éste último a Esther súbitamente—Suponiendo que tu conducta me hubiera molestado, ¿qué beneficio me reportaría castigarte?
Esther no supo si tenía que responder o si aquella era una pregunta retórica.
—Soy suya, Amo...
Jen entendía a Alex, o por lo menos se imaginaba cómo podía sentirse. Inti y él tenían experiencia en el tema de la Dominación erótica -aunque Jen no había ido mucho más allá de sesiones aisladas y juegos-, Alex no. No había tenido nunca ni un simple contacto con el tema, ni había visitado el local de Argen. Realmente, Inti y Jen habían planificado la relación con Esther sin tener en cuenta la personalidad de Alex y sus rasgos a este respecto; quizá es lo que ocurre cuando en el fondo uno piensa que lo que planea no se hará realidad, que uno obvia aspectos primordiales. Aunque, la verdad, Jen hubiera puesto la mano en el fuego desde el principio por que Alex estaría comodísimo en un rol dominante.
Entre juego-fantasía-realidad andaba la clave de las disonancias entre ellos, quizá, incluyendo a la propia Esther. Jen se daba cuenta de que al final habían terminado metidos en una jungla de peligrosa belleza, y ahora que ya estaban dentro había que moverse hacia un lado u otro para salir o para internarse aún más. Las sumisas y los sumisos, o esclavas-os que había conocido Jen a lo largo de los últimos años en locales de temática no eran como Esther. Eran personas con curiosidad por el tema, juguetonas en algunos casos o en otros más serias pero, tuvieran experiencia o no, sabían dónde se metían. Generalmente controlaban sus vidas fuera del entorno BDSM y si decidían vivir la D/s 24/7 sabían lo que hacían. Con Esther... todo había sido al revés. La casa por el tejado.
—Alex, va, si no lo haces tú lo haré yo—le exhortó Inti—dame la fusta.
El aludido se giró y taladró a su compañero con la mirada.
—No me vengas ahora con esas mierdas. Ya está bien. Si soy Amo, decido que NO la doy—hizo especial énfasis en la palabra “no”, dando un golpe sobre el escritorio que reverberó en la mejilla de Esther— no la doy, y punto. Y tú no le darás mi parte porque no, porque no me sale a mí de los cojones. Ya está bien.
A medida que hablaba, Alex había ido subiendo el tono de voz. Resultaba contundente, pero se le veía nervioso y acelerado.
—Vale, vale… relájate, compañero—replicó Inti—de acuerdo, no le daré tu parte… solo la mía. Pero trae la fusta, vas a hacerte daño.
Jen se mordió el labio, no estaba bien reírse en aquel momento. Pero la situación, contemplada desde fuera, no dejaba de ser irónica. Estaba claro que los tres estaban en una posición dominante sobre Esther pero, ¿y entre ellos?
“Muy bien, Alex” pensó “defiende tu sitio”.
—Toma tu puta mierda de fusta—Alex le lanzó con rabia el objeto—disfrútala y métetela por el culo.
El aguijonazo de veneno en sus palabras no pareció hacer mella en Inti, quien cogió la fusta al vuelo y sonrió, girándose hacia Esther.
—Bueno, perrita…
Horrorizada, ella sintió que el depredador rubio se aproximaba.
—¿Vas a ser buena conmigo, como has sido con el Amo Jen?
Ella afirmó con la cabeza y respondió con la fórmula habitual.
—Estás recibiendo la zurra de tu vida, ¿no es así?—le preguntó él con una sonrisa cuando la tuvo colocada, apretándole suavemente el muslo—a pesar de que la maricona de mi amigo Alex no haya querido azotarte en esta ocasión.
—Sí, Amo—musitó ella—la peor zurra de mi vida.
Eso sin duda.
—¿Y qué piensas?
Esther cerró los ojos, embargada por la vergüenza.
—Que me la merezco, Amo.
Inti caminó unos pasos circundando la posición de Esther, cavilando, como si quisiera variar la perspectiva.
—Si no quieres problemas—dijo, fijando los ojos en su culo que mostraba todas las gamas del morado—nunca, nunca, mientras seas mía, te rebeles contra mí.
Las palabras del Amo eran duras. Esther escondió la cara contra el escritorio por impulso.
—No, Amo, no lo volveré a hacer.
—Espero que no—murmuró éste—o al menos no en poco tiempo. Tendría que pensar en otra parte de tu cuerpo para azotarte.
Acto seguido, y con deleite, le aplicó el primer fustazo con un movimiento seco del brazo, prácticamente sin inmutarse. La perra brincó por la sorpresa del silbido en el aire y aulló por el violento restallar. El azote había sido propinado con saña y había dejado una estela de fuego sobre su piel, que seguiría ardiendo mucho después de haber sido golpeada.
—¿Qué pasa, perra consentida? ¿Conmigo no los cuentas?
No era que Esther no quisiera contar los azotes, sino que se había quedado muda por la impresión.
—Uno… Gracias, Amo—lloró, después de tomar aire.
—Solo te sale con tu Amito preferido, eh…
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
De nuevo el restallar limpio, dejando la marca ardiente e indeleble. La sangre comenzó a salir en pequeñas gotas por cada micro rotura de la piel.
Esther se retorció, gritó, se obligó a respirar y contó.
—Dos… gracias, Amo… lo siento mucho, Amo.
—No pidas perdón, perra—le espetó su despiadado dueño—limítate a contar, ¿o no eres capaz de cumplir una orden sencilla?
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
—Tres!—la fusta se había estrellado esta vez sobre una marca reciente y el dolor había sido intenso. A Esther le parecía que le ardían hasta los huesos—Gracias, Amo…
“Le quiero, Amo” pensó, y al momento se sintió estúpida, y no le importó: no sabía si alguna vez había sido tan sincera consigo misma, nunca antes se había sentido así. Poco control tenía ya de su mente, al parecer. No era capaz de comprender la inmensa nube de emociones que sentía, y cualquier juicio de valor convencional no tendría ningún sentido para calibrar lo que estaba viviendo.
—Vas a aprender a ser una perra educada y a hacer lo que se te dice, ¿verdad?
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM
MMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
--Sí, Amo…--jadeó la perra, agitándose sobre la mesa—Cuatro—resolló con determinación-- Gracias, Amo.
—Si cometes un error es cosa tuya, pero si estás mal educada la culpa sería mía—continuó Inti con la pausada reprimenda—y no quieres dejarme en mal lugar, ¿verdad?
--No, Amo…
--¡Pues no lo hagas!
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
La perra culebreó violentamente sobre el tablero del escritorio, ¡acababa de darle dos fustazos de propina! le extrañó, no lo hubiera esperado, Inti respetaba la cuenta escrupulosamente, pero claro... se veía que la fusta... le gustaba demasiado.
Arqueó la espalda y movió las nalgas a los lados, aullando, sin saber cómo quitarse de encima ese dolor.
Jen se cambió de postura, inquieto, sobre el sofá donde se había sentado. Inti le estaba rompiendo el culo a Esther y, contra todo pronóstico, ella apretaba los dientes y aguantaba. La entereza y determinación de la chica le estaban dejando alucinado. Por otro lado, observó minuciosamente a su compañero buscando algún signo de descontrol: un brillo febril en los ojos, un movimiento más brusco de lo normal, un aleteo en la voz. Pero no encontró nada. De hecho, Inti ni siquiera parecía mantener una postura de contención; parecía tranquilo, relajado mientras soltaba su perorata.
—Cinco… gracias, Amo…--lloró Esther, cuando fue capaz de articular palabra—Seis… gracias, Amo.
—Recuérdalo de ahora en adelante—farfulló él—cuando sientas la tentación de rebelarte, acuérdate de esto, perra.
Inti dejó la fusta junto al cuerpo de Esther y, sin perder un minuto, la asió a ella con brusquedad.
—Vamos—le dijo, agarrándola del pelo—al “paredón”.
La arrastró de los pelos hasta la pared más próxima y la empujó contra el gotelé.
—Creo que tendremos que quitar esto…--le dijo, mientras rápidamente la despojaba de la blusa y del sujetador. Esther quedó completamente desnuda salvo por los calcetines que llevaba—para lo que viene ahora, te sobrará.
Una vez Inti le hubo quitado la ropa, la ordenó colocarse de espaldas a él contra la pared, formando un aspa, con las piernas abiertas, los brazos estirados y el estómago pegado al muro.
La perra, sollozando, se posicionó en el improvisado “paredón” tal como se le había ordenado. Inti le presionó la espalda contra la pared con firmeza; Esther apretó los labios y aguantó la acometida sin quejarse, sintiendo cada rugosidad del muro clavándose en su mejilla. Tanto quería satisfacer al Amo que siguió incrustada de esa manera, aun cuando Inti aflojó la presión y retiró finalmente la mano.
—Más abiertas las piernas—indicó él, con frialdad, al tiempo que volvía a coger la fusta para corregirle la postura—eso es.
Inti retrocedió unos pasos para contemplar su obra: aquella cruz de carne y hueso--¡y qué carne!—formada por la mujer, desnuda y marcada contra la pared, con los miembros estirados apuntando en aspa. Asintió con un mínimo movimiento de cabeza, agitado por la excitación, y no pudo evitar esbozar una amplia sonrisa.
—Precioso, perra—masculló con deleite—espero que seas capaz de mantenerte quieta en esta posición.
Jen se adelantó y le dijo algo en voz baja. Inti se apartó de Esther y le respondió en un tono que ella no pudo oír. Lo que sí escuchaba Esther era la densa respiración de Alex, quien se había vuelto a apostar en el escritorio-- a juzgar por el lugar de donde venía el sonido de su aliento-- y la observaba desde allí, agazapado como un gato grande y negro. Esther no podía verle, pero podía sentir sus ojos clavados en la espalda con plena claridad, como dos taladros que la perforaban.
Sintió unos suaves pasos que se acercaban a ella.
—Esther…--de nuevo Jen estaba detrás, hablándola al oído. Había extendido su brazo y apoyado la mano contra la pared por encima del hombro de la chica, formando una especie de guarida íntima para los dos--¿Estás bien?
—Sí, Amo…
El vaciló un instante, como si fuera a decir algo, pero en el último momento cerró la boca. Se inclinó sobre el cuello de Esther, flexionando ligeramente el brazo que mantenía haciendo fuerza contra la pared, y besó levemente su mandíbula.
—¿Estás preparada?—le preguntó al oído.
Apartó el cabello de Esther, despejándole la nuca, y la besó con dulzura en el cuello una, dos y tres veces. Mantuvo unos segundos sus labios apoyados en la cálida piel, justo detrás de su oreja, aspirando su olor.
Esther se derritió bajo el contacto cálido del Amo más afectivo de los tres. Inmediatamente, sin embargo, imaginó la contundencia de la toalla mojada y cerró los ojos con fuerza. Nunca había recibido un golpe con algo así, y no sabía si sería capaz de resistir lo que le esperaba. Temía desfallecer, estaba muerta de miedo por eso y por el desconocido dolor que le aguardaba.
—Sí, Amo, estoy preparada—se obligó a contestar. Ya no lloraba, ni siquiera tenía aliento para eso.
--De acuerdo…
Con un último beso de despedida, Jen se separó de ella y caminó hacia el centro de la habitación, donde estaban los “enseres” de castigo que no se hallaban desperdigados por doquier.
Esther temblaba de la cabeza a los pies, y a medida que Jen se alejaba su temblor se volvió violento, sacudiendo su cuerpo desnudo e indefenso aunque ella se esforzaba por mantenerse inalterable.
Escuchó el sonido de la toalla al ser sumergida en el cubo: un chapoteo de enorme cola de pez y luego un “blopblop” como de algo muy pesado hundiéndose en el agua.
Segundos después, oyó los chorros de líquido que la toalla soltaba al ser escurrida sobre el cubo lleno, al principio potentes, luego apenas una fina salpicadura.
Jen escurrió la toalla enroscándola sobre sí misma con todas sus fuerzas. Cuando le pareció que estaba empapada pero no goteante, enrolló parte de la pesada tela en su mano derecha y la movió en el aire. Se escuchó una especie de silbido pesado que le hizo a Esther desear no estar allí.
La chica comprobó con horror que no era capaz de controlar su temblor. Le parecía que casi brincaba contra la pared; sollozaba ya sin lágrimas presionando fuerte la mejilla contra aquellos grumos, clavándoselos, apretando los dientes para no gritar. Estaba aterrada.
Jen tomó impulso con el brazo, se alejó de la mesa para prevenir posibles “accidentes” y describió tres amplios círculos con la toalla mojada en el aire. Lo hizo rápidamente, valorando la fuerza que imprimía; quería estar seguro del impacto que aquello iba a causar sobre el cuerpo de la chica.
Le parecía un castigo de vestuario militar, sinceramente, demasiado severo para una niña de papá que no había recibido castigo corporal jamás en su vida. Le había quitado a la toalla todo el líquido que había podido, pero aun así ésta era un artefacto tremendamente pesado en sus manos; quizá por la tela de rizo la toalla había chupado agua a mansalva. La agitó un par de veces más en el aire, dubitativo.
Esther se preguntaba por qué demonios el tormento no comenzaba aun. No sabía si soportaría los azotes, pero lo que desde luego no podía aguantar más era la despiadada dilatación de su espera. A pesar de que no se acordaba de dios para nada, nunca, comenzó a evocar una oración—de las pocas que recordaba—en su mente, una y otra vez. Respiró hondo y cerró los ojos.
—Voy, Esther—escuchó con claridad resoplar a Jen, a una distancia de un par de zancadas.
Tras dos segundos interminables de latencia, el silbido denso cortó el aire y la toalla se estrelló contra la cadera derecha de Esther, bajando en diagonal sobre la hendidura entre ambas nalgas y terminando en su muslo. Aunque Jen había puesto cuidado, la fibra empapada dejó a su paso una estela amplia e irregular, sobre todo contra la piel relativamente intacta en la cintura y el muslo de Esther. El golpetazo, húmedo como una lengua fría, difuminó las gotas de sangre que la fusta de Inti había hecho salir.
Esther no pudo evitar que se le rompiera un grito en la garganta, de dolor y sorpresa, al sentir el impacto. El embate había sido "lento" y medido, pero también contundente hasta el punto de desplazarla en la pared y con ello deshacer la posición en aspa que al minuto ella trató de recuperar.
—No hace falta que los cuentes esta vez—le dijo. Realmente la compadecía—No quiero que los cuentes, ¿entendido?—se corrigió. Empezaba a conocer un poco a Esther y supo que ésta haría cualquier cosa por ser correcta ahora, aunque no tuviera orden expresa. Y no quería oír su voz después de aquellos golpes, no quería escucharla, porque si lo hacía no estaba seguro de poder seguir adelante con aquello.
—Entendido, Amo—sollozó ella, cuadrándose contra la pared para absorber el siguiente toallazo. Ahora que sabía la fuerza con la que la toalla impactaba, se apretó contra la pared todo lo que pudo intentando fijar en ella las palmas de las manos, como si fuera una réplica femenina de “El hombre araña”.
Jen blandió la toalla con mano “tonta” y la dejó caer de nuevo, esta vez hacia el otro lado. El golpe fue claramente sonoro, pero no dolió tanto como el primero y ella apenas se movió, aunque la toalla dejaba a su paso una huella fría y correosa.
Respiró, discretamente aliviada por no tener que contar los azotes, ya que elevar la voz le hubiera supuesto un gran esfuerzo debido a la ansiedad creciente que sentía. Quizá por el frío de los golpes y la humedad que quedaba en su piel comenzaron a castañetearle los dientes, aunque eso también le había pasado alguna vez estando muy angustiada.
Jen le dio sus cuatro con extremo cuidado: la postura y el aspecto de Esther le indicaban que ésta estaba llegando a su límite. Podía escuchar a la perfección la tiritona de la pobre chica en el silencio de la habitación. Se esforzó al máximo en la puntería, esquivando las zonas más problemáticas, y en calcular la fuerza de su brazo. Dio una vuelta más a la toalla en su mano para colocarse más cerca y moderar la intensidad sin el mínimo margen de error. Hacía gemir y moverse un poco a la perra—hasta una caricia le hubiera dolido en aquellas circunstancias--, pero no bailar contra la pared.
Lanzó la toalla lejos de él cuando hubo terminado y ésta cayó al suelo con un sordo chapoteo. Caminó la poca distancia que le separaba de Esther y volvió a flanquearla desde atrás, esta vez con ambos brazos.
—¿Bien?—le preguntó en un susurro.
Ella asintió contra la pared.
—Sí, Amo—jadeó.
—Mírame—murmuró Jen a la mata de pelo revuelto, con suavidad.
La chica giró la cabeza despacio. Los músculos de su espalda y cuello protestaron cuando lo hizo, con lo que ella fue consciente de lo contraídos que permanecían. Se obligó a enfrentar los ojos ardientes a los de Jen, quien se inclinaba sobre su hombro derecho, muy cerca de su rostro y casi a punto de rozarle la mejilla con la punta de la nariz.
--Te quiero, nena—susurró allí, contra su piel.
Esther contuvo la respiración.
—Ya queda muy poco…--continuó Jen—ya está casi terminado.
La chica exhaló violentamente el aire contenido en sus pulmones.
—Gracias, Amo—murmuró con voz temblorosa, bajando los ojos. Aún no podía asimilar lo que acababa de oir.
Jen sonrió con cierta amargura, rozando con sus labios la piel de Esther, y lamió una lágrima aislada que rodaba mejilla abajo cruzando el rostro de ella.
--Gracias a ti, pequeña—beso sutilmente su oreja, antes de alejarse.
Las piernas de Esther flaquearon contra la pared. Necesitaba creer a Jen, tenía que creerle.
—¿Qué vas a hacer, Alex?—preguntó desabridamente Inti. La voz del hombre rubio le hizo a Esther volver a la realidad--¿Vas? ¿O dejarás pasar tu turno como la vez anterior?
El aludido replicó con brusquedad, sin moverse de su sitio.
—No pienso usar esa mierda para golpearla, si te refieres a eso—dijo.
—Oh, pero, ¿qué te ocurre?—inquirió Inti. No entendía muy bien la reticencia de Alex, él no era intuitivo como Jen.
—¿Qué me ocurre?—gruñó Alex, poniéndose en pie bruscamente, casi saltando del escritorio. Por un momento pareció que iba a abalanzarse sobre Inti—esto no es lo que yo entiendo por “usar” a la perra, supongo. De hecho, entre el enano y tú la estáis dejando inutilizable…
—Eh, eh—le cortó Inti—yo respeto tu punto de vista sobre esto y tus gustos; si quieres bajarte del carro me parece muy bien pero ahórrate la charla moralista, ¿vale?
Esther tembló contra la pared. Le parecía que a sus espaldas se había desatado de pronto un enfrentamiento entre leones, leones que habían perdido por un momento conciencia de la presencia de ella allí.
—¿Vas a azotarla o no?—preguntó Inti, secamente, mirando impertérrito a su compañero.
—¡Pues claro que no!—bufó Alex, dando un paso atrás con gesto de repugnancia—con tener que ver esto ya tengo suficiente.
—Nadie te obliga a presenciar nada.
Alex meneó la cabeza y se apoyó de nuevo contra el escritorio.
—Alguien tiene que velar porque no se os vaya la mano—repuso sin más, afianzando su posición sobre el mueble.
—¿Para que no se nos vaya la mano?—Inti se giró y se agachó para coger la toalla, sumergiéndola el cubo sin dejar de mirar a Alex, meneando la cabeza—ésa sí que es buena—farfulló, apretando la tela entre las manos para escurrirla.
Exprimió la toalla durante menos tiempo y con menos ahínco que Jen, por lo que cuando terminó ésta aun chorreaba un fino hilo de agua. Se aproximó despacio a la temblorosa Esther, dejando un rastro de goterones a su paso; ella parecía querer fundirse con la pared, mimetizarse con ella, de tan fuerte como se apoyaba.
—Prepárate, perra—le dijo, alargando la mano para recorrer con el dedo índice su espalda—porque te voy a hacer chillar.
A Esther se le rompió la voz en un sollozo cuando fue a responder. Se sentía desesperada porque le parecía que, hiciera lo que hiciera, no había actuación por su parte que la posibilitara llegar al corazón del Amo Inti ya no para ablandarlo, sino siquiera para que éste la estimara.
--Sí, Amo…--repuso, y contuvo la respiración para reprimir un acceso de llanto.
--Escúchame—Inti acariciaba de arriba abajo la espalda de Esther , hundiendo la punta de su dedo entre vértebra y vértebra—yo sí que quiero que los cuentes, y que agradezcas cada uno de los azotes por el tiempo que estoy perdiendo aquí contigo, enseñándote, educándote para ser una buena perra.
Hablaba en voz baja, remarcando las palabras pausadamente, pero su tono dejaba adivinar la ansiedad que se esforzaba en contener.
—Lo entiendes, ¿verdad, Esther?
Ella se estremeció como siempre que él la llamaba por su nombre.
—Sí, Amo…
Escuchó como Él sonreía a su espalda.
—No seré suave—continuó—dime por qué. Quiero asegurarme de que lo tienes claro.
—Porque falté al respeto al Amo Alex—sollozó—y a Usted, por desobedecerle…
Inti asintió y presionó levemente con la mano entre las escápulas de Esther.
—Esa conducta fue inaceptable—le dijo—pero sobre todo no tuvo ningún sentido, ni en ese momento ni de ahora en adelante, si quieres seguir aquí. Y eso es lo que quieres, ¿no?
—Sí, Amo…—se obligó a responder.
—Vale, perra. Has aprendido la lección, entonces.
—Oh, Amo, sí… no lo volveré a hacer nunca.
Inti apartó la mano de ella y retrocedió unos pasos, apretando la toalla empapada entre sus manos.
—Eso está bien. –replicó—No soy tan malo: si te portas bien te haré cosas húmedas de esas que tanto te gustan cuando esto acabe, y hasta puede que empuje un poco…porque tengo ganas—se sonrió con suficiencia--… pero ahora voy a fijar lo aprendido en tu mente, para que no se te olvide.
Levantó el brazo para descargar un fuerte golpe, apuntando a la parte baja de la espalda de Esther, pero la voz de Alex le detuvo en seco.
--Espera, espera un momento—dijo éste, levantándose precipitadamente de su lugar en el escritorio—quiero hacer algo con mi turno antes de que empieces tú…
Inti se giró, visiblemente molesto por la interrupción, y miró a Alex con gesto interrogante.
—¿Algo?—inquirió—tu turno ya ha pasado.
Volvió a fijar los ojos en Esther, quien desde luego no se atrevía a mover un músculo ni mucho menos a girar la cabeza, aunque éste fue su primer instinto cuando escuchó que Alex se levantaba. Inti resopló con hastío y volvió a levantar el brazo, pero Alex se situó detrás de él y le sujetó la muñeca por encima de su cabeza, inmovilizándole y haciéndole soltar la toalla.
Jen observaba la escena tenso de repente; intuía desde hacía tiempo que Alex tarde o temprano iba a reaccionar, pero no se imaginaba que lo haría de aquella manera tan directa.
—¿Qué coño haces?—gritó Inti, zafándose violentamente. La toalla empapada se estrelló en el suelo con un sonoro “PLAC!” y dejó una marca de agua sobre el parqué, justo encima del charco que formaban las gotitas que había chorreado.
—Mi turno no ha pasado—la voz de Alex era fuerte y clara—tú aún no has empezado, todavía me toca a mí.
Apartándolo a un lado, salvó la distancia que le separaba de Esther; la rodeó con los brazos por la cintura desde atrás y la estrechó contra su cuerpo. Ella se estremeció al sentirle tan cerca de golpe: la respiración de él reverberaba en su espalda a través de su torso desnudo.
—Tranquila… no te voy a azotar—le dijo, esforzándose al máximo por que su voz sonara suave en el oído de la perra.
Ella podía sentir claramente la piel de él sobre su espalda. Temblaba bajo su cuerpo como una hoja, habiendo rebasado ya con mucho lo que creía que era su límite.
En ese extraño limbo regido por su pensamiento más arcaico, deseó que él la abrazara fuerte, lo más fuerte que pudiera aunque la dejara sin respiración. Se forzó a mantener los brazos elevados, apoyados contra la pared, aunque ya le hormigueaban desde hacía rato.
—Ven aquí…—murmuró Alex, atrayéndola hacia sí y despegándola suavemente de la pared.
Ella dudó un momento, pues no quería contravenir una orden de Inti. Pero tampoco quería resistirse a Alex, y al fin y al cabo parecía que el más duro de sus Amos había aceptado, aunque a regañadientes, que era su turno. Así pues se dejó llevar por Alex, incapaz de deshacer del todo la tensión de sus brazos y piernas; él la arrastró hasta el centro de la sala y la ayudó a recostarse sobre el sofá.
—Túmbate—le dijo en un susurro. Se sentía rudo y torpe, con aquella flor de cristal en las manos. Lo último que quería era hacerla daño, pero en el estado en el que se encontraba Esther eso era muy difícil de evitar.
De hecho, ella sofocó en el último momento un aullido de dolor nada más apoyarse sobre la mullida superficie. Su culo, inflamado y maltratado como nunca, lanzaba chispas iracundas con el más leve contacto.
Alex observó el movimiento de Esther sobre los cojines: la chica se había sacudido como una culebra esquivando el dolor, luchando sin embargo por suprimir la evitación y tumbarse boca arriba para satisfacerle…
—Puedes echarte de lado—concedió, sentándose en el borde del sofá, más o menos a la altura del estómago de Esther.
En verdad se sentía un monstruo por permitir que un ser humano padeciera de aquella forma, a la par que un sádico y un cerdo por—oh sí, tenía que admitirlo—haber llegado a disfrutar con su sumisión en algunos momentos de la noche. Pero ya era demasiado: una cosa era someter y otra el sufrimiento que veía en Esther, fuera ya de todo contexto a su parecer.
—Gracias, Amo…
Ella respiró aliviada y se giró sobre el flanco derecho, mirando hacia Alex.
Éste la contempló unos segundos, bloqueado. Consiguió extender la mano para secarle los ojos, ardientes de tanto llorar. Los párpados de la chica estaban hinchados, parecían en carne viva. Guiándose por un impulso primario, sin pensar demasiado, Alex se inclinó sobre Esther.
--Cierra los ojos…--le dijo, pero ella ya lo había hecho. Estaba agotada, fatigada, con las fuerzas a punto de abandonarla, supo Alex. Muy despacio, Él besó su párpado izquierdo con toda la ternura que sentía, y a continuación hizo lo mismo con el derecho.
—Gracias, Amo…
—Shhh… descansa—le dijo, y su voz fue como el sonido del mar en calma—si realmente soy tu Amo, descansa conmigo ahora.
Alex ayudó a Esther a acostarse en el sofá, pero tiró de ella hacia arriba en cuanto vio el gesto de dolor que hizo ella al sentarse.
—Ven…--le dijo, casi tomándola en brazos a pulso.
El chico se sentó en el sofá y, lo más suavemente que pudo, colocó a Esther boca abajo sobre sus rodillas, como cuando la habían azotado con la mano. Ella acató sin objeciones la posición, preguntándose si Alex habría cambiado de idea sobre no castigarla.
—Esta postura te aliviará—murmuró él—al menos no te apoyas.
—Gracias, Amo…--murmuró ella suavemente, tratando de girar la cara para mirar a Alex.
Pero él no la dejó mover la cabeza. Súbitamente, la sujetó por el pelo presionándole la cara contra el sofá, sin hacerla daño pero con mano firme.
—¿Soy tu Amo, de verdad?—preguntó con súbita brusquedad.
Esther tembló levemente, excitada de golpe por el tirón de pelos y la presión de su cabeza contra la tapicería que olía a sofá viejo.
—Soy suya…--jadeó. Al decir aquello se sintió muy fuerte y vulnerable a la vez, y muy húmeda de pronto.—soy suya, Amo.
—Bueno…--rezongó Alex—pues si eres mía… te voy a dar mi castigo.
Oh.
Esther culeó levemente, no pudo evitarlo. Aguardó, con el corazón a mil, temerosa pero caliente al mismo tiempo.
--Cuatro minutos de placer—Alex le apartó el pelo del cuello y se acercó a ella—sin poder correrte, eso sí. ¿Crees que aguantarás?
Esther se mordió fuerte el labio.
—Espero que sí, Amo…
Inti observaba la escena, anonadado.
—Voy a por una coca-cola—dijo, levantándose y saliendo hacia la cocina. No le apetecía nada ver cómo se lo montaban esos dos.
Jen, sin embargo, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, apoyado contra la pared, mirando a Esther y Alex con interés. Pareció que Alex iba a decirle algo, pero finalmente bajó la vista hacia el cuerpo de Esther, mirada anhelante, y no pudo evitar olvidarse de todo lo demás que había en la habitación. Se miró las manos, otra vez las palmas hormigueaban calientes, pronto necesitaría tocar para calmar esa desazón.
Al otro lado del pasillo, en la cocina, se escuchó el ruido que hacía Inti abriendo y cerrando armarios.
Alex se insalivó a conciencia los dedos en la boca. A continuación separó las nalgas de Esther y vertió entre ellas también un poco de saliva. Acarició con la palma de la mano la vulva de la chica y comprobó que la piel se le empapaba.
—Qué dulce eres, Esther.
Ella cerró los ojos y gimió, dejando ir a sus caderas al sentir aquel contacto.
—Venga… cuenta mentalmente, vamos…—la espoleó Alex, tamborileando entre sus muslos con las puntas de los dedos tras mirar su reloj—son cuatro minutos, perrita.
Ella empezó a contar y él a jugar con sus manos, parecía que con deliberada pereza. Al principio Esther aguantó bien, pero ya hacia el final en el último minuto jadeaba y movía las caderas buscando contacto, queriéndolo más profundo, más rápido. De hecho sollozó cuando esos dedos salieron de su interior y se retiraron, ¡no era justo...!
—Vale, pequeña, ya está…
Oh, no… por favor, no…
—Gracias… Amo…—La voz de Esther se quebró al decirlo.
--Dios sabe que ahora mismo no me apetece parar…--gruñó Alex, moviéndose excitado contra el vientre de ella.
—Si no te apetece, no pares—Jen rompió el silencio de las cavilaciones de Alex y se encogió de hombros. Desde que se fue Inti a la cocina no se había movido del sitio que ocupaba contra la pared—es tuya, ¿no?—añadió, señalando a Esther con la barbilla.
—Oh…pero no me apetece darla con el dedito, amigo.
Jen se rió.
—Ya… bueno, tú mismo.
Inti regresaba ya de la cocina. Suspirando, se sentó en una esquina del escritorio, sujetando entre las manos un vaso lleno de la bebida que había ido a buscar.
—No…--resopló Alex, sin desviar los ojos de Esther—no, ahora no. No aquí ni así. Quiero que acabe el castigo.
Jen asintió, e Inti le miró con gesto de no entender.
—Bueno, por mi parte quisiera continuar donde lo dejamos, ¿te parece bien, Esther?— dijo este último. Estaba claro que la pregunta era una ironía, y que daba exactamente igual lo que ella respondiera—en cuanto me lo permitan sus majestades aquí presentes, claro está.
—Te aconsejaría que no la hicieras levantarse ahora—le dijo Jen—si me lo permite… su graciosa majestad.
—Eso no es problema—sonrió Inti—puedo azotarla tumbada, así tal y como está. Pero, Alex—añadió girándose hacia éste—yo que tú me apartaría.
La perra tembló mientras la orina de su Amo la regaba por todas partes: costados, espalda, muslos y caderas. Sofocó un grito cuando la irritada piel de sus nalgas ardió en contacto con el líquido que salía a chorro.
—Gracias, Amo…—sollozó con plena sinceridad, desde su corazón.
No sintió asco por el chorro de orina. Él se aliviaba en ella, y eso era un regalo o así lo sentía.
—Voy a por Alex…--murmuró Jen, algo turbado. Ver aquello le había producido un subidón de excitación añadido, sobre la cachondez que ya llevaba desde hacía tiempo y ya se hacía difícil de manejar. Necesitaba moverse.
Inti se giró sin dejar de mear sobre la perra y le lanzó una sonrisa a su colega, ambos hombres intercambiaron miradas durante un segundo y luego Jen se alejó hacia el pasillo, rumbo a la habitación de Alex.
—No cierres la boca, perra—Inti se volvió de nuevo hacia ella—los ojos puedes cerrarlos, la boca no.
No que estuviera apuntando ahí precisamente, más cuando el chorro ya había perdido potencia pues la larga meada tocaba a su fin, pero bueno, manías.
—Ya está—se acercó a la perra y sacudió sobre ella las últimas gotas que le quedaban por vaciar—abre los ojos y mírame.
Esther obedeció y levantó la mirada con el corazón encogido. Se lamió los labios por instinto: sentía de pronto la boca reseca como papel de lija. La sangre palpitaba en sus sienes a ritmo desenfrenado, gotas de orina rodaban por su piel hasta las oquedades más escondidas y oscuras de su cuerpo.
Sintió una mezcla de felicidad y horror cuando Inti se agachó a su lado, poniendo los ojos al nivel de los suyos para mirarla directamente.
—Das asco, perra—siseó éste, sonriendo muy cerca de su oído—hueles fatal.
Ella se encogió. El tono de Inti no había sido de desprecio, sin embargo, sino de satisfacción… o al menos eso sintió Esther. La chica no había esperado una buena palabra, pero eso la hubiera hecho sentirse tan plena… sólo necesitaba una palabra, una palabra dulce de los labios de Inti para sentirse en paz a pesar de todo, para transformarla en una plegaria en los momentos más duros. Pero él no parecía estar dispuesto a darle nada más aparte de su orina, y ella... ella no iba a pedir.
—Echaremos un poco de lavavajillas al agua de la toalla—reflexionó Inti en voz alta, señalando con una inclinación de cabeza el cubo que había junto a la mesa—¿qué te pasa, perra? ¿Por qué tienes esa cara?
Ella carraspeó. La garganta le ardía.
—Tengo sed, Amo—respondió con un hilo de voz.
—Ah… --Inti sonrió—claro. Lógico. Sigue de rodillas, pero ponte derecha. Y abre la boca, tengo algo para ti.
Se colocó detrás de ella con las piernas bien apuntaladas en el suelo, rozando con las rodillas la espalda de la perra. Se inclinó ligeramente sobre la cabeza de ella y sonrió con deleite al contemplarla desde aquel ángulo.
—Abre más la boca—la instó, casi con amabilidad.
Ella obedeció y, tras unos tensos instantes, Inti escupió entre sus labios.
La saliva del Amo, clara como agua, resbaló por las comisuras de la boca de Esther. No esperaba que Él fuera a hacer aquello, pero estaba comenzando a acostumbrarse a las sorpresas. Con Inti los sobresaltos eran una constante.
—Este es el único líquido que vas a beber—masculló Inti—la saliva que yo quiera darte. Que no se te escape nada.
—Gracias, Amo…
La perra capturó con la lengua una gota que resbalaba hacia su barbilla. Saboreó la saliva del Amo: una gota de agua que tenía un regusto humano, ligeramente dulce. Estaba caliente, lógicamente, a la temperatura del cuerpo de quien la había generado.
—¿Sigues teniendo sed?
—Sí, Amo…—respondió ella avergonzada.
La saliva calmaba el ardor de su boca y ella quería más, pero la sed que invadía a Esther era de otra naturaleza.
—No me extraña, con tanto llorar te habrás quedado seca.
Inti volvió a inclinarse sobre la boca de Esther y de nuevo vertió saliva generosamente entre sus labios.
—Bébeme—le dijo, y añadió, riendo—“Porque este es mi cuerpo…”
Esther sacó la lengua y bebió aquel hilo plateado que iba desde la boca del Amo hasta la suya.
—Amén.—Jen contemplaba la escena desde la puerta del salón; había traído de vuelta a Alex, quien observaba también lo que ocurría entre Inti y Esther unos pocos pasos más atrás. Inti levantó los ojos hacia sus amigos y les lanzó una amplia e inquietante sonrisa.
—Y bien, majestades…—dijo parodiando una reverencia—¿Podemos seguir con lo que hacíamos, por favor?
—Deberíamos limpiar esto antes, ¿no?
El que había hablado era Alex. No podía apartar los ojos del charco de orina que había en el parqué, charco en el que la perra chapoteaba aún arrodillada.
Inti chasqueó los dedos. La perra dio un respingo.
—Perra, ve a por la botella de lavavajillas—le dio un suave puntapié para que se moviera—trae también el estropajo, ¡vamos! Y papel absorbente.
Esther gateó hasta la cocina, donde encontraría lo que Inti le había ordenado traer. Se levantó sólo el tiempo necesario para coger la botella de gel para los platos, y la esponja verde y amarilla con la que fregaban. Intentó tomar ambos útiles en la boca, pero Alex, quien la había seguido hasta la cocina, se lo impidió.
—Esther, espera. Toma—sacó un vaso, lo llenó de agua del grifo y se lo pasó a ella—Si tienes sed, tienes que beber. Y...
Alex le quitó el bote de jabón de las manos y cogió el rollo de papel absorbente mientras ella bebía casi el vaso entero de un trago. Desde luego, que a Inti esto le pareciese mal o bien a Alex se la sudaba. Iba a decirle algo a Esther, pero la mirada de ésta le hizo cerrar la boca: la obstinación -o determinación, si lo prefieres- con la que ella le miró era equivalente a la que hacía días había brillado en sus ojos cuando ella no quería moverse de delante de la puerta de Inti.
Antes de que Alex pudiera hacer siquiera amago de retenerla, Esther volvió a ponerse a cuatro patas para dirigirse al salón, con el estropajo en la boca.
-
—Vale, perra. Limpia el charco y luego límpiate tú, que das asco.
—Sí, Amo…--respondió ella dulcemente.
Llevaba tiempo ya sintiéndose “emigrada” de sí y al mismo tiempo más conectada consigo misma que nunca, muy cerca y muy lejos de allí. Era como estar en un espacio intermedio, en una especie de limbo, aunque desde ahí pudiera responder a preguntas sencillas o seguir el hilo de una conversación. El dolor, el rasguño, la sangre y la carne, la pena… eran cosas propias de su molde de escayola: la parte de ella que no era su alma. Fuera contraproducente o no, pensar en esto le hacía sentir a Esther extrañamente segura de sí misma.
Deseó súbitamente mirar a los ojos de Inti, aunque acto seguido pensó que, si encontraba en ellos frialdad, sentiría un dolor para el que no se veía preparada. Optó por agarrarse al tono de su voz y dejarse llevar por éste. La voz de Inti era suave ahora, no importaba lo que dijese… y se podía escuchar claramente que sonreía. Si Esther hubiera tenido que sintetizar en una palabra lo que ella sentía en ese momento, hubiera elegido sin duda la palabra “devoción”. Devoción absoluta.
Pero Inti no estaba contento sólo por lo que veía a sus pies, por la imagen de su perra completamente entregada a él, a su merced, confiando a ciegas con un destello de aplomo detrás de sus lágrimas. Estaba contento también porque tenía en sus manos el instrumento que tocaba a continuación, y era con diferencia su preferido. Le encantaba tocarlo, sentir su tacto, recorrer la exquisita finura de la fibra de vidrio con los dedos. Chasqueó la lengua, complacido.
—Jen—le llamó, sin dejar de mirar a la perra—cuando esta cerda termine de lavarse, disfruta con esto.
Le lanzó la fusta y Jen la cogió al vuelo. Afianzó el mango en su mano derecha y comprobó la flexibilidad de la vara con la izquierda. Tiró suavemente de la lengüeta de cuero que remataba la fusta hacia él, haciendo que el instrumento se combara.
—Oh…
Mientras Jen contemplaba la fusta con el detenimiento de un niño explorando un juguete prestado, Inti daba instrucciones a la perra sobre cómo lavarse.
—Frota sin miedo, perra. Más fuerte.
Le ordenó pasar la cara suave del estropajo entre sus muslos, y a continuación frotarse con la cara rugosa, la de color verde oscuro, sobre los mismos lugares.
—Más fuerte te he dicho, ¿estás sorda?
La increpaba y la insultaba con el mismo tono de voz suave, sin alterarse salvo por la creciente excitación.
—Vamos, perra, frótate fuerte o lo haré yo…
Ella se frotó con dedicación lo más pormenorizadamente que pudo, sin poder evitar lanzar al aire algún gemido pues la piel reaccionaba rápidamente a la rudeza del estropajo. Entre sus piernas su clítoris se inflamaba y latía; los labios de su sexo terminarían en carne viva si seguía frotando así.
—Zorra viciosa—masculló Inti entre dientes, y le arrojó un poco de agua del cubo que había junto a la mesa, tal vez con el fin de aclararla.
La perra se retorció bajo el agua fría, aunque no había sido mucho volumen el que le habían echado encima.
—Déjalo ya.
Al escuchar la orden seca, resuelta y concisa, Esther dejó en el suelo el estropajo.
—Termina de aclararte con el agua del cubo y colócate sobre la mesa como estabas antes—le dijo el demonio rubio—Por cada gota de agua que se te caiga fuera del cubo te azotaré una vez más, perra.
Esther se arrastró hasta el cubo. Oh, dios, si aquello no era una forma de hablar e Inti lo había dicho en serio, realmente iba a ser difícil aclararse la espuma del lavavajillas sin tirar una sola gota de agua (sin llevarse unos cuantos azotes de regalo, aparte de los que ya le correspondían). Y además necesitaba el agua con urgencia entre las piernas: el coño le picaba y le escocía a rabiar tras la agresión con el estropajo. El jabón de lavar los platos era barato, resultaba ácido sobre la sensible piel.
Despacio, reunió fuerzas y se acuclilló a horcajadas sobre el cubo. Flexionó las rodillas todo lo que pudo hasta que los muslos le dolieron, y empezó a aclararse con la mano chapoteando en el agua. El agua no parecía muy limpia, por cierto. Se preguntó si ese cubo era el que utilizaban los chicos para fregar el suelo del piso, seguramente sí, ¿cuál otro podría ser?
Esther se aclaró el jabón del coño sin derramar una sola gota al suelo. Pero Inti ni siquiera la miró, así que no se dio cuenta del milagro. A Inti le nublaba la mente el deseo que sentía por que el castigo se reanudase; no era que quisiera hacer padecer a Esther hasta lo indecible, de hecho en parte también tenía ganas de que el tormento de la chica acabase pero, sencillamente, se moría de ganas de usar la fusta.
—Ven aquí, perrita…—Jen se adelantó y abrazó a Esther con la toalla que cogió de la mesa, era una toalla de longitud mediana, suave y rizada, de color amarillo pálido. Secó a Esther con leves toques, cuidadosamente y tomándose su tiempo. Se detuvo unos segundos en el sexo de la chica, lo secó con con mimo y apartó la toalla. Separó los labios mayores con sus dedos índice y anular de la mano derecha, y con su largo dedo medio buscó el inflamado clítoris, turgente por la fricción. Lo encontró al momento, rebosante y endurecido entre la humedad caliente; ahondó y presionó, soltó, trazó círculos sobre él y le dio suaves toques con la yema del dedo. La perra culeó y gimió de placer.
—¿Bien...?—le susurró Jen al oído.
—Sí, Amo—asintió ella jadeando—Gracias, Amo…
—Recuerdas tu palabra segura, ¿verdad?
—Sí Amo, la recuerdo.
Jen contempló durante unos segundos a la perra en espera de que ésta dijera algo más. Algo como que no podía soportar que el castigo continuara, un ruego porque el tormento cesara, un derrumbamiento al no poder más. Estuvo tentado de ofrecerle esa posibilidad; si lo que Esther quería era pernoctar allí no había ningún problema, podía hacerlo hasta que encontrase algo, no tenía que ser su perra para eso. Ella lo sabía.
—Vamos, colócate…
Ante la mirada displicente de Inti, Jen le dio un suave beso en la mejilla y la ayudó a levantarse.
—Cielo, esto va a doler más que lo anterior—le advirtió en voz baja, mientras la ayudaba a posicionarse de nuevo sobre el escritorio— Intenta no moverte o tendré que atarte.
Besó el centro de su espalda y se retiró un par de pasos, esgrimiendo la fusta. Oh… pobre Esther. Y cómo le ponía.
Jen no quería hacerla daño, pero la mano con la que sujetaba la fusta le hormigueaba y temblaba ligeramente. Acarició las enrojecidas nalgas de Esther con la lengüeta de cuero y bajó con ésta hasta la parte interna de sus muslos. Golpeó ahí un par de veces suavemente, para indicarle a la perra que separase más las piernas, a lo que ella obedeció de inmediato sin que las palabras fueran necesarias.
—Ya queda muy poco—le dijo—te compensaré después de esto, te lo aseguro. Eres una buena perra.
De nuevo Jen encontraba el resorte de la felicidad dentro de ella y lo pulsaba sin rodeos.
—Si no lo aguantas, dímelo y pararé—le dijo antes de retirarse—¿entendido?
Ella asintió rápidamente.
—Sí, Amo, no se preocupe. No te preocupes—rectificó. Era muy difícil pensar cómo decir las cosas en esa situación, con tantas emociones diferentes chocando dentro—No te preocupes, Amo.
—Bien…
Sentirle lejos, aunque sólo fuera a un paso, sentirse privada del aliento de él, de su presencia inmediata, fue difícil para Esther. Y eso que el primer fustazo la hizo sacudirse sobre la mesa y gritar, pero aún así no logró distraerla de esta sensación.
Alex, que hasta el momento había contemplado en silencio lo que sucedía desde una distancia prudente, avanzó hacia allí y se sentó en el borde del escritorio, frente a Esther, justo como antes había estado Jen. La miraba con los ojos muy abiertos y una expresión incierta. Ella levantó la vista por reflejo y la bajó al instante, enrojeciendo violentamente. Alex entonces, sin decir nada, extendió la mano y comenzó a acariciarla el pelo. Estaba mal ser cómplice de aquello, ¿cierto? qué coño, estaba mal participar en todo aquello, ¿estaba mal? ¿lo estaba?
—Uno… gracias, Amo Jen.
Esther se obligó a contar cada azote con la poca voz que le quedaba para dar gusto a su Amo. Jen sonrió, conmovido, pero Esther no pudo verle. Aplicó el segundo azote con firmeza, sin más ceremonia que los tres toquecitos previos de rigor.
—Dos,… gracias, Amo Jen.
Otra vez el tanteo, los suaves toques que la alertaban de dónde caería el siguiente fustazo. En el segundo que transcurría entre el fin de los toques y la descarga del golpe, en ese instante previo al relámpago lacerante, Esther se sentía morir.
Ziummmmmmmm!
—Tres…--sollozaba como una niña—gracias, Amo Jen…
—¿Todo bien, perrita?
Ella sofocó un sollozo y contestó sin vacilar.
—Sí, Amo… Gracias, Amo.
--Sigo entonces.
Volvió a alejarse, privando de nuevo a Esther de su contacto y dejándola colgando de un hilo, oscilando sobre el vacío. Ella sintió de nuevo los toques de advertencia-Uno, dos, tres toques: tres suaves besos de cuero-, y escuchó el silbido de la fusta segundos antes de que ésta se estrellara contra su piel.
--Cuatro… —hipó—Gracias, Amo Jen. Le quiero.
Aquellas últimas dos palabras brotaron de la boca de Esther con total naturalidad como dos gotas de sangre.
—Te quiero… perdona, Amo—se corrigió inmediatamente.
Él dejó la fusta delicadamente sobre la alfombra y se acercó a Esther. Sabía que la chica estaba sensible, que estaba perdiendo sus barreras a marchas forzadas igual que si éstas fueran las capas de una cebolla, pero aun así no esperaba oír algo como aquello. Sintió un profundo respeto hacia aquella mujer que se entregaba por completo a él, a ellos. No era sólo un juego... para ella desde luego no. Para él tampoco.
Estuvo a punto de girarse hacia sus compañeros, sobre todo dirigiéndose a Inti, para poner fin de una vez al tormento de la pobre chica. Ya era suficiente, no había que encarnizarse. Pero en el último momento se contuvo, por Esther.
—¿Quieres que esto pare?—volvió a decirle en un tono que nadie más pudo oír, inclinándose sobre ella—no tienes más que decirlo, Esther… ya es suficiente.
Ella negó con la cabeza en cuanto le escuchó. Tal vez para el Amo Jen y el Amo Alex fuera suficiente, pero no para el Amo Inti. Y lo último que quería ella era darle el gusto de que era una blanda, rendirse ante Él por no aguantar. Y claro, más allá todavía de esa rebeldía… lo que de verdad quería con todas sus fuerzas era no "defraudarle". Necesitaba que Él la aceptara, o eso creía. Necesitaba desesperadamente que la redimiera, como había dicho Jen, aunque éste hubiera hablado así desde la fantasía.
—No, Amo, puedo y deseo seguir—respondió y tragó saliva, esforzándose por capturar una gota de líquido dentro de su boca—por favor, Amo. Quiero aguantarlo.
Jen peinó con los dedos el cabello de la joven, mojado de sudor.
--Vale. Tranquila—susurró al oído de ella--¿estás segura?
--Sí, Amo… Gracias por preocuparte por tu perra, Amo.
Inti contemplaba la escena, maravillado al ver las dotes de sumisión que desplegaba Esther. Oh, cómo deseaba que pasara pronto el turno de Alex (aunque lo dudaba, porque éste era un plasta) para que por fin le llegara el momento a él.
--Un Amo se preocupa por su perra…--respondió Jen a Esther, y la besó en el flanco desnudo.
A continuación volvió a separarse de ella, cogió la fusta de la alfombra y se la tendió a Alex.
--Tu turno, amigo—murmuró.
Alex continuaba frente a ella, muy cerca. Había colocado el muslo de manera que su rodilla chocaba contra la frente de Esther sobre el escritorio. No dejaba de acariciarla, aunque había empezado a hacerlo con una discreta ansiedad, enredando los dedos en su pelo. Esther le oía respirar y de vez en cuando emitir un sonido parecido a una mezcla entre jadeo y gruñido. Fuera de ese sonido no articulaba palabra.
—Amo Alex...—le llamó desde algún lugar en el espacio exterior.
Su voz fue casi inaudible pero él inclinó la cabeza y la miró, enfocando en ella directamente sus ojos verdes cargados de intensidad, nublados por algo que Esther no podía identificar.
—Por favor, Amo Alex, castígueme—le suplicó entonces, tratando de vocalizar con claridad para que su Amo pudiera leerle los labios—no deje de hacerlo, por favor, Amo… por favor…
Jen volvió a acercarse para acariciarla. Él también había oído la súplica de Esther. Estaba apenado por el destrozo que le estaban causando, y desde luego, por verla y escucharla llorar de esa manera. Para colmo, aún faltaba lo peor: la toalla y la vara; sin olvidar, desde luego, las ganas que tenía Inti de fusta.
Alex cogió la fusta sin decir nada. Estaba muy serio, nudillos y dedos se pusieron blancos en torno al mango repujado en cuero. Contempló a Esther por unos segundos, fijando la mirada vidriosa e incapaz de enfocar al detalle. En total silencio, se levantó de su puesto en el borde del escritorio y caminó despacio hasta colocarse detrás de Esther.
—¿Quieres que te castigue?—le preguntó con la voz quebrada, ronca--¿De verdad lo quieres?
Esther sollozó. Claro que lo quería, pero comprobó que el hecho de reconocer ante Alex su necesidad le resultaba tremendamente humillante. Y sabía bien que Alex no buscaba humillarla ahora, pero igualmente lo disfrutó.
—Sí, Amo—asintió—necesito ser castigada por Usted…
—¿Por qué?
Alex estaba tenso. Le había apresado a Esther la cintura con la mano que le quedaba libre y no era consciente de la fuerza que estaba imprimiendo en ello.
—Porque he sido desagradable con Usted, Amo—respondió ella, conteniendo la respiración por el dolor del pellizco—He sido irrespetuosa. Usted es tan bueno que me ha perdonado, pero si me pregunta qué quiero, le contesto la verdad: necesito ser castigada por Usted.
—No estamos aquí para suplir tus caprichos, perra—Inti había oído lo que Esther le había dicho a Alex—cierra la boca de una vez.
Qué pesados, por dios, qué plastas. Le estaban poniendo malo. Le lanzó a Alex una mirada significativa para que se diera brío.
—Dices tonterías—le dijo éste último a Esther súbitamente—Suponiendo que tu conducta me hubiera molestado, ¿qué beneficio me reportaría castigarte?
Esther no supo si tenía que responder o si aquella era una pregunta retórica.
—Soy suya, Amo...
Jen entendía a Alex, o por lo menos se imaginaba cómo podía sentirse. Inti y él tenían experiencia en el tema de la Dominación erótica -aunque Jen no había ido mucho más allá de sesiones aisladas y juegos-, Alex no. No había tenido nunca ni un simple contacto con el tema, ni había visitado el local de Argen. Realmente, Inti y Jen habían planificado la relación con Esther sin tener en cuenta la personalidad de Alex y sus rasgos a este respecto; quizá es lo que ocurre cuando en el fondo uno piensa que lo que planea no se hará realidad, que uno obvia aspectos primordiales. Aunque, la verdad, Jen hubiera puesto la mano en el fuego desde el principio por que Alex estaría comodísimo en un rol dominante.
Entre juego-fantasía-realidad andaba la clave de las disonancias entre ellos, quizá, incluyendo a la propia Esther. Jen se daba cuenta de que al final habían terminado metidos en una jungla de peligrosa belleza, y ahora que ya estaban dentro había que moverse hacia un lado u otro para salir o para internarse aún más. Las sumisas y los sumisos, o esclavas-os que había conocido Jen a lo largo de los últimos años en locales de temática no eran como Esther. Eran personas con curiosidad por el tema, juguetonas en algunos casos o en otros más serias pero, tuvieran experiencia o no, sabían dónde se metían. Generalmente controlaban sus vidas fuera del entorno BDSM y si decidían vivir la D/s 24/7 sabían lo que hacían. Con Esther... todo había sido al revés. La casa por el tejado.
—Alex, va, si no lo haces tú lo haré yo—le exhortó Inti—dame la fusta.
El aludido se giró y taladró a su compañero con la mirada.
—No me vengas ahora con esas mierdas. Ya está bien. Si soy Amo, decido que NO la doy—hizo especial énfasis en la palabra “no”, dando un golpe sobre el escritorio que reverberó en la mejilla de Esther— no la doy, y punto. Y tú no le darás mi parte porque no, porque no me sale a mí de los cojones. Ya está bien.
A medida que hablaba, Alex había ido subiendo el tono de voz. Resultaba contundente, pero se le veía nervioso y acelerado.
—Vale, vale… relájate, compañero—replicó Inti—de acuerdo, no le daré tu parte… solo la mía. Pero trae la fusta, vas a hacerte daño.
Jen se mordió el labio, no estaba bien reírse en aquel momento. Pero la situación, contemplada desde fuera, no dejaba de ser irónica. Estaba claro que los tres estaban en una posición dominante sobre Esther pero, ¿y entre ellos?
“Muy bien, Alex” pensó “defiende tu sitio”.
—Toma tu puta mierda de fusta—Alex le lanzó con rabia el objeto—disfrútala y métetela por el culo.
El aguijonazo de veneno en sus palabras no pareció hacer mella en Inti, quien cogió la fusta al vuelo y sonrió, girándose hacia Esther.
—Bueno, perrita…
Horrorizada, ella sintió que el depredador rubio se aproximaba.
—¿Vas a ser buena conmigo, como has sido con el Amo Jen?
Ella afirmó con la cabeza y respondió con la fórmula habitual.
—Estás recibiendo la zurra de tu vida, ¿no es así?—le preguntó él con una sonrisa cuando la tuvo colocada, apretándole suavemente el muslo—a pesar de que la maricona de mi amigo Alex no haya querido azotarte en esta ocasión.
—Sí, Amo—musitó ella—la peor zurra de mi vida.
Eso sin duda.
—¿Y qué piensas?
Esther cerró los ojos, embargada por la vergüenza.
—Que me la merezco, Amo.
Inti caminó unos pasos circundando la posición de Esther, cavilando, como si quisiera variar la perspectiva.
—Si no quieres problemas—dijo, fijando los ojos en su culo que mostraba todas las gamas del morado—nunca, nunca, mientras seas mía, te rebeles contra mí.
Las palabras del Amo eran duras. Esther escondió la cara contra el escritorio por impulso.
—No, Amo, no lo volveré a hacer.
—Espero que no—murmuró éste—o al menos no en poco tiempo. Tendría que pensar en otra parte de tu cuerpo para azotarte.
Acto seguido, y con deleite, le aplicó el primer fustazo con un movimiento seco del brazo, prácticamente sin inmutarse. La perra brincó por la sorpresa del silbido en el aire y aulló por el violento restallar. El azote había sido propinado con saña y había dejado una estela de fuego sobre su piel, que seguiría ardiendo mucho después de haber sido golpeada.
—¿Qué pasa, perra consentida? ¿Conmigo no los cuentas?
No era que Esther no quisiera contar los azotes, sino que se había quedado muda por la impresión.
—Uno… Gracias, Amo—lloró, después de tomar aire.
—Solo te sale con tu Amito preferido, eh…
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
De nuevo el restallar limpio, dejando la marca ardiente e indeleble. La sangre comenzó a salir en pequeñas gotas por cada micro rotura de la piel.
Esther se retorció, gritó, se obligó a respirar y contó.
—Dos… gracias, Amo… lo siento mucho, Amo.
—No pidas perdón, perra—le espetó su despiadado dueño—limítate a contar, ¿o no eres capaz de cumplir una orden sencilla?
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
—Tres!—la fusta se había estrellado esta vez sobre una marca reciente y el dolor había sido intenso. A Esther le parecía que le ardían hasta los huesos—Gracias, Amo…
“Le quiero, Amo” pensó, y al momento se sintió estúpida, y no le importó: no sabía si alguna vez había sido tan sincera consigo misma, nunca antes se había sentido así. Poco control tenía ya de su mente, al parecer. No era capaz de comprender la inmensa nube de emociones que sentía, y cualquier juicio de valor convencional no tendría ningún sentido para calibrar lo que estaba viviendo.
—Vas a aprender a ser una perra educada y a hacer lo que se te dice, ¿verdad?
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM
MMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
--Sí, Amo…--jadeó la perra, agitándose sobre la mesa—Cuatro—resolló con determinación-- Gracias, Amo.
—Si cometes un error es cosa tuya, pero si estás mal educada la culpa sería mía—continuó Inti con la pausada reprimenda—y no quieres dejarme en mal lugar, ¿verdad?
--No, Amo…
--¡Pues no lo hagas!
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
ZIUMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!
La perra culebreó violentamente sobre el tablero del escritorio, ¡acababa de darle dos fustazos de propina! le extrañó, no lo hubiera esperado, Inti respetaba la cuenta escrupulosamente, pero claro... se veía que la fusta... le gustaba demasiado.
Arqueó la espalda y movió las nalgas a los lados, aullando, sin saber cómo quitarse de encima ese dolor.
Jen se cambió de postura, inquieto, sobre el sofá donde se había sentado. Inti le estaba rompiendo el culo a Esther y, contra todo pronóstico, ella apretaba los dientes y aguantaba. La entereza y determinación de la chica le estaban dejando alucinado. Por otro lado, observó minuciosamente a su compañero buscando algún signo de descontrol: un brillo febril en los ojos, un movimiento más brusco de lo normal, un aleteo en la voz. Pero no encontró nada. De hecho, Inti ni siquiera parecía mantener una postura de contención; parecía tranquilo, relajado mientras soltaba su perorata.
—Cinco… gracias, Amo…--lloró Esther, cuando fue capaz de articular palabra—Seis… gracias, Amo.
—Recuérdalo de ahora en adelante—farfulló él—cuando sientas la tentación de rebelarte, acuérdate de esto, perra.
Inti dejó la fusta junto al cuerpo de Esther y, sin perder un minuto, la asió a ella con brusquedad.
—Vamos—le dijo, agarrándola del pelo—al “paredón”.
La arrastró de los pelos hasta la pared más próxima y la empujó contra el gotelé.
—Creo que tendremos que quitar esto…--le dijo, mientras rápidamente la despojaba de la blusa y del sujetador. Esther quedó completamente desnuda salvo por los calcetines que llevaba—para lo que viene ahora, te sobrará.
Una vez Inti le hubo quitado la ropa, la ordenó colocarse de espaldas a él contra la pared, formando un aspa, con las piernas abiertas, los brazos estirados y el estómago pegado al muro.
La perra, sollozando, se posicionó en el improvisado “paredón” tal como se le había ordenado. Inti le presionó la espalda contra la pared con firmeza; Esther apretó los labios y aguantó la acometida sin quejarse, sintiendo cada rugosidad del muro clavándose en su mejilla. Tanto quería satisfacer al Amo que siguió incrustada de esa manera, aun cuando Inti aflojó la presión y retiró finalmente la mano.
—Más abiertas las piernas—indicó él, con frialdad, al tiempo que volvía a coger la fusta para corregirle la postura—eso es.
Inti retrocedió unos pasos para contemplar su obra: aquella cruz de carne y hueso--¡y qué carne!—formada por la mujer, desnuda y marcada contra la pared, con los miembros estirados apuntando en aspa. Asintió con un mínimo movimiento de cabeza, agitado por la excitación, y no pudo evitar esbozar una amplia sonrisa.
—Precioso, perra—masculló con deleite—espero que seas capaz de mantenerte quieta en esta posición.
Jen se adelantó y le dijo algo en voz baja. Inti se apartó de Esther y le respondió en un tono que ella no pudo oír. Lo que sí escuchaba Esther era la densa respiración de Alex, quien se había vuelto a apostar en el escritorio-- a juzgar por el lugar de donde venía el sonido de su aliento-- y la observaba desde allí, agazapado como un gato grande y negro. Esther no podía verle, pero podía sentir sus ojos clavados en la espalda con plena claridad, como dos taladros que la perforaban.
Sintió unos suaves pasos que se acercaban a ella.
—Esther…--de nuevo Jen estaba detrás, hablándola al oído. Había extendido su brazo y apoyado la mano contra la pared por encima del hombro de la chica, formando una especie de guarida íntima para los dos--¿Estás bien?
—Sí, Amo…
El vaciló un instante, como si fuera a decir algo, pero en el último momento cerró la boca. Se inclinó sobre el cuello de Esther, flexionando ligeramente el brazo que mantenía haciendo fuerza contra la pared, y besó levemente su mandíbula.
—¿Estás preparada?—le preguntó al oído.
Apartó el cabello de Esther, despejándole la nuca, y la besó con dulzura en el cuello una, dos y tres veces. Mantuvo unos segundos sus labios apoyados en la cálida piel, justo detrás de su oreja, aspirando su olor.
Esther se derritió bajo el contacto cálido del Amo más afectivo de los tres. Inmediatamente, sin embargo, imaginó la contundencia de la toalla mojada y cerró los ojos con fuerza. Nunca había recibido un golpe con algo así, y no sabía si sería capaz de resistir lo que le esperaba. Temía desfallecer, estaba muerta de miedo por eso y por el desconocido dolor que le aguardaba.
—Sí, Amo, estoy preparada—se obligó a contestar. Ya no lloraba, ni siquiera tenía aliento para eso.
--De acuerdo…
Con un último beso de despedida, Jen se separó de ella y caminó hacia el centro de la habitación, donde estaban los “enseres” de castigo que no se hallaban desperdigados por doquier.
Esther temblaba de la cabeza a los pies, y a medida que Jen se alejaba su temblor se volvió violento, sacudiendo su cuerpo desnudo e indefenso aunque ella se esforzaba por mantenerse inalterable.
Escuchó el sonido de la toalla al ser sumergida en el cubo: un chapoteo de enorme cola de pez y luego un “blopblop” como de algo muy pesado hundiéndose en el agua.
Segundos después, oyó los chorros de líquido que la toalla soltaba al ser escurrida sobre el cubo lleno, al principio potentes, luego apenas una fina salpicadura.
Jen escurrió la toalla enroscándola sobre sí misma con todas sus fuerzas. Cuando le pareció que estaba empapada pero no goteante, enrolló parte de la pesada tela en su mano derecha y la movió en el aire. Se escuchó una especie de silbido pesado que le hizo a Esther desear no estar allí.
La chica comprobó con horror que no era capaz de controlar su temblor. Le parecía que casi brincaba contra la pared; sollozaba ya sin lágrimas presionando fuerte la mejilla contra aquellos grumos, clavándoselos, apretando los dientes para no gritar. Estaba aterrada.
Jen tomó impulso con el brazo, se alejó de la mesa para prevenir posibles “accidentes” y describió tres amplios círculos con la toalla mojada en el aire. Lo hizo rápidamente, valorando la fuerza que imprimía; quería estar seguro del impacto que aquello iba a causar sobre el cuerpo de la chica.
Le parecía un castigo de vestuario militar, sinceramente, demasiado severo para una niña de papá que no había recibido castigo corporal jamás en su vida. Le había quitado a la toalla todo el líquido que había podido, pero aun así ésta era un artefacto tremendamente pesado en sus manos; quizá por la tela de rizo la toalla había chupado agua a mansalva. La agitó un par de veces más en el aire, dubitativo.
Esther se preguntaba por qué demonios el tormento no comenzaba aun. No sabía si soportaría los azotes, pero lo que desde luego no podía aguantar más era la despiadada dilatación de su espera. A pesar de que no se acordaba de dios para nada, nunca, comenzó a evocar una oración—de las pocas que recordaba—en su mente, una y otra vez. Respiró hondo y cerró los ojos.
—Voy, Esther—escuchó con claridad resoplar a Jen, a una distancia de un par de zancadas.
Tras dos segundos interminables de latencia, el silbido denso cortó el aire y la toalla se estrelló contra la cadera derecha de Esther, bajando en diagonal sobre la hendidura entre ambas nalgas y terminando en su muslo. Aunque Jen había puesto cuidado, la fibra empapada dejó a su paso una estela amplia e irregular, sobre todo contra la piel relativamente intacta en la cintura y el muslo de Esther. El golpetazo, húmedo como una lengua fría, difuminó las gotas de sangre que la fusta de Inti había hecho salir.
Esther no pudo evitar que se le rompiera un grito en la garganta, de dolor y sorpresa, al sentir el impacto. El embate había sido "lento" y medido, pero también contundente hasta el punto de desplazarla en la pared y con ello deshacer la posición en aspa que al minuto ella trató de recuperar.
—No hace falta que los cuentes esta vez—le dijo. Realmente la compadecía—No quiero que los cuentes, ¿entendido?—se corrigió. Empezaba a conocer un poco a Esther y supo que ésta haría cualquier cosa por ser correcta ahora, aunque no tuviera orden expresa. Y no quería oír su voz después de aquellos golpes, no quería escucharla, porque si lo hacía no estaba seguro de poder seguir adelante con aquello.
—Entendido, Amo—sollozó ella, cuadrándose contra la pared para absorber el siguiente toallazo. Ahora que sabía la fuerza con la que la toalla impactaba, se apretó contra la pared todo lo que pudo intentando fijar en ella las palmas de las manos, como si fuera una réplica femenina de “El hombre araña”.
Jen blandió la toalla con mano “tonta” y la dejó caer de nuevo, esta vez hacia el otro lado. El golpe fue claramente sonoro, pero no dolió tanto como el primero y ella apenas se movió, aunque la toalla dejaba a su paso una huella fría y correosa.
Respiró, discretamente aliviada por no tener que contar los azotes, ya que elevar la voz le hubiera supuesto un gran esfuerzo debido a la ansiedad creciente que sentía. Quizá por el frío de los golpes y la humedad que quedaba en su piel comenzaron a castañetearle los dientes, aunque eso también le había pasado alguna vez estando muy angustiada.
Jen le dio sus cuatro con extremo cuidado: la postura y el aspecto de Esther le indicaban que ésta estaba llegando a su límite. Podía escuchar a la perfección la tiritona de la pobre chica en el silencio de la habitación. Se esforzó al máximo en la puntería, esquivando las zonas más problemáticas, y en calcular la fuerza de su brazo. Dio una vuelta más a la toalla en su mano para colocarse más cerca y moderar la intensidad sin el mínimo margen de error. Hacía gemir y moverse un poco a la perra—hasta una caricia le hubiera dolido en aquellas circunstancias--, pero no bailar contra la pared.
Lanzó la toalla lejos de él cuando hubo terminado y ésta cayó al suelo con un sordo chapoteo. Caminó la poca distancia que le separaba de Esther y volvió a flanquearla desde atrás, esta vez con ambos brazos.
—¿Bien?—le preguntó en un susurro.
Ella asintió contra la pared.
—Sí, Amo—jadeó.
—Mírame—murmuró Jen a la mata de pelo revuelto, con suavidad.
La chica giró la cabeza despacio. Los músculos de su espalda y cuello protestaron cuando lo hizo, con lo que ella fue consciente de lo contraídos que permanecían. Se obligó a enfrentar los ojos ardientes a los de Jen, quien se inclinaba sobre su hombro derecho, muy cerca de su rostro y casi a punto de rozarle la mejilla con la punta de la nariz.
--Te quiero, nena—susurró allí, contra su piel.
Esther contuvo la respiración.
—Ya queda muy poco…--continuó Jen—ya está casi terminado.
La chica exhaló violentamente el aire contenido en sus pulmones.
—Gracias, Amo—murmuró con voz temblorosa, bajando los ojos. Aún no podía asimilar lo que acababa de oir.
Jen sonrió con cierta amargura, rozando con sus labios la piel de Esther, y lamió una lágrima aislada que rodaba mejilla abajo cruzando el rostro de ella.
--Gracias a ti, pequeña—beso sutilmente su oreja, antes de alejarse.
Las piernas de Esther flaquearon contra la pared. Necesitaba creer a Jen, tenía que creerle.
—¿Qué vas a hacer, Alex?—preguntó desabridamente Inti. La voz del hombre rubio le hizo a Esther volver a la realidad--¿Vas? ¿O dejarás pasar tu turno como la vez anterior?
El aludido replicó con brusquedad, sin moverse de su sitio.
—No pienso usar esa mierda para golpearla, si te refieres a eso—dijo.
—Oh, pero, ¿qué te ocurre?—inquirió Inti. No entendía muy bien la reticencia de Alex, él no era intuitivo como Jen.
—¿Qué me ocurre?—gruñó Alex, poniéndose en pie bruscamente, casi saltando del escritorio. Por un momento pareció que iba a abalanzarse sobre Inti—esto no es lo que yo entiendo por “usar” a la perra, supongo. De hecho, entre el enano y tú la estáis dejando inutilizable…
—Eh, eh—le cortó Inti—yo respeto tu punto de vista sobre esto y tus gustos; si quieres bajarte del carro me parece muy bien pero ahórrate la charla moralista, ¿vale?
Esther tembló contra la pared. Le parecía que a sus espaldas se había desatado de pronto un enfrentamiento entre leones, leones que habían perdido por un momento conciencia de la presencia de ella allí.
—¿Vas a azotarla o no?—preguntó Inti, secamente, mirando impertérrito a su compañero.
—¡Pues claro que no!—bufó Alex, dando un paso atrás con gesto de repugnancia—con tener que ver esto ya tengo suficiente.
—Nadie te obliga a presenciar nada.
Alex meneó la cabeza y se apoyó de nuevo contra el escritorio.
—Alguien tiene que velar porque no se os vaya la mano—repuso sin más, afianzando su posición sobre el mueble.
—¿Para que no se nos vaya la mano?—Inti se giró y se agachó para coger la toalla, sumergiéndola el cubo sin dejar de mirar a Alex, meneando la cabeza—ésa sí que es buena—farfulló, apretando la tela entre las manos para escurrirla.
Exprimió la toalla durante menos tiempo y con menos ahínco que Jen, por lo que cuando terminó ésta aun chorreaba un fino hilo de agua. Se aproximó despacio a la temblorosa Esther, dejando un rastro de goterones a su paso; ella parecía querer fundirse con la pared, mimetizarse con ella, de tan fuerte como se apoyaba.
—Prepárate, perra—le dijo, alargando la mano para recorrer con el dedo índice su espalda—porque te voy a hacer chillar.
A Esther se le rompió la voz en un sollozo cuando fue a responder. Se sentía desesperada porque le parecía que, hiciera lo que hiciera, no había actuación por su parte que la posibilitara llegar al corazón del Amo Inti ya no para ablandarlo, sino siquiera para que éste la estimara.
--Sí, Amo…--repuso, y contuvo la respiración para reprimir un acceso de llanto.
--Escúchame—Inti acariciaba de arriba abajo la espalda de Esther , hundiendo la punta de su dedo entre vértebra y vértebra—yo sí que quiero que los cuentes, y que agradezcas cada uno de los azotes por el tiempo que estoy perdiendo aquí contigo, enseñándote, educándote para ser una buena perra.
Hablaba en voz baja, remarcando las palabras pausadamente, pero su tono dejaba adivinar la ansiedad que se esforzaba en contener.
—Lo entiendes, ¿verdad, Esther?
Ella se estremeció como siempre que él la llamaba por su nombre.
—Sí, Amo…
Escuchó como Él sonreía a su espalda.
—No seré suave—continuó—dime por qué. Quiero asegurarme de que lo tienes claro.
—Porque falté al respeto al Amo Alex—sollozó—y a Usted, por desobedecerle…
Inti asintió y presionó levemente con la mano entre las escápulas de Esther.
—Esa conducta fue inaceptable—le dijo—pero sobre todo no tuvo ningún sentido, ni en ese momento ni de ahora en adelante, si quieres seguir aquí. Y eso es lo que quieres, ¿no?
—Sí, Amo…—se obligó a responder.
—Vale, perra. Has aprendido la lección, entonces.
—Oh, Amo, sí… no lo volveré a hacer nunca.
Inti apartó la mano de ella y retrocedió unos pasos, apretando la toalla empapada entre sus manos.
—Eso está bien. –replicó—No soy tan malo: si te portas bien te haré cosas húmedas de esas que tanto te gustan cuando esto acabe, y hasta puede que empuje un poco…porque tengo ganas—se sonrió con suficiencia--… pero ahora voy a fijar lo aprendido en tu mente, para que no se te olvide.
Levantó el brazo para descargar un fuerte golpe, apuntando a la parte baja de la espalda de Esther, pero la voz de Alex le detuvo en seco.
--Espera, espera un momento—dijo éste, levantándose precipitadamente de su lugar en el escritorio—quiero hacer algo con mi turno antes de que empieces tú…
Inti se giró, visiblemente molesto por la interrupción, y miró a Alex con gesto interrogante.
—¿Algo?—inquirió—tu turno ya ha pasado.
Volvió a fijar los ojos en Esther, quien desde luego no se atrevía a mover un músculo ni mucho menos a girar la cabeza, aunque éste fue su primer instinto cuando escuchó que Alex se levantaba. Inti resopló con hastío y volvió a levantar el brazo, pero Alex se situó detrás de él y le sujetó la muñeca por encima de su cabeza, inmovilizándole y haciéndole soltar la toalla.
Jen observaba la escena tenso de repente; intuía desde hacía tiempo que Alex tarde o temprano iba a reaccionar, pero no se imaginaba que lo haría de aquella manera tan directa.
—¿Qué coño haces?—gritó Inti, zafándose violentamente. La toalla empapada se estrelló en el suelo con un sonoro “PLAC!” y dejó una marca de agua sobre el parqué, justo encima del charco que formaban las gotitas que había chorreado.
—Mi turno no ha pasado—la voz de Alex era fuerte y clara—tú aún no has empezado, todavía me toca a mí.
Apartándolo a un lado, salvó la distancia que le separaba de Esther; la rodeó con los brazos por la cintura desde atrás y la estrechó contra su cuerpo. Ella se estremeció al sentirle tan cerca de golpe: la respiración de él reverberaba en su espalda a través de su torso desnudo.
—Tranquila… no te voy a azotar—le dijo, esforzándose al máximo por que su voz sonara suave en el oído de la perra.
Ella podía sentir claramente la piel de él sobre su espalda. Temblaba bajo su cuerpo como una hoja, habiendo rebasado ya con mucho lo que creía que era su límite.
En ese extraño limbo regido por su pensamiento más arcaico, deseó que él la abrazara fuerte, lo más fuerte que pudiera aunque la dejara sin respiración. Se forzó a mantener los brazos elevados, apoyados contra la pared, aunque ya le hormigueaban desde hacía rato.
—Ven aquí…—murmuró Alex, atrayéndola hacia sí y despegándola suavemente de la pared.
Ella dudó un momento, pues no quería contravenir una orden de Inti. Pero tampoco quería resistirse a Alex, y al fin y al cabo parecía que el más duro de sus Amos había aceptado, aunque a regañadientes, que era su turno. Así pues se dejó llevar por Alex, incapaz de deshacer del todo la tensión de sus brazos y piernas; él la arrastró hasta el centro de la sala y la ayudó a recostarse sobre el sofá.
—Túmbate—le dijo en un susurro. Se sentía rudo y torpe, con aquella flor de cristal en las manos. Lo último que quería era hacerla daño, pero en el estado en el que se encontraba Esther eso era muy difícil de evitar.
De hecho, ella sofocó en el último momento un aullido de dolor nada más apoyarse sobre la mullida superficie. Su culo, inflamado y maltratado como nunca, lanzaba chispas iracundas con el más leve contacto.
Alex observó el movimiento de Esther sobre los cojines: la chica se había sacudido como una culebra esquivando el dolor, luchando sin embargo por suprimir la evitación y tumbarse boca arriba para satisfacerle…
—Puedes echarte de lado—concedió, sentándose en el borde del sofá, más o menos a la altura del estómago de Esther.
En verdad se sentía un monstruo por permitir que un ser humano padeciera de aquella forma, a la par que un sádico y un cerdo por—oh sí, tenía que admitirlo—haber llegado a disfrutar con su sumisión en algunos momentos de la noche. Pero ya era demasiado: una cosa era someter y otra el sufrimiento que veía en Esther, fuera ya de todo contexto a su parecer.
—Gracias, Amo…
Ella respiró aliviada y se giró sobre el flanco derecho, mirando hacia Alex.
Éste la contempló unos segundos, bloqueado. Consiguió extender la mano para secarle los ojos, ardientes de tanto llorar. Los párpados de la chica estaban hinchados, parecían en carne viva. Guiándose por un impulso primario, sin pensar demasiado, Alex se inclinó sobre Esther.
--Cierra los ojos…--le dijo, pero ella ya lo había hecho. Estaba agotada, fatigada, con las fuerzas a punto de abandonarla, supo Alex. Muy despacio, Él besó su párpado izquierdo con toda la ternura que sentía, y a continuación hizo lo mismo con el derecho.
—Gracias, Amo…
—Shhh… descansa—le dijo, y su voz fue como el sonido del mar en calma—si realmente soy tu Amo, descansa conmigo ahora.
Alex ayudó a Esther a acostarse en el sofá, pero tiró de ella hacia arriba en cuanto vio el gesto de dolor que hizo ella al sentarse.
—Ven…--le dijo, casi tomándola en brazos a pulso.
El chico se sentó en el sofá y, lo más suavemente que pudo, colocó a Esther boca abajo sobre sus rodillas, como cuando la habían azotado con la mano. Ella acató sin objeciones la posición, preguntándose si Alex habría cambiado de idea sobre no castigarla.
—Esta postura te aliviará—murmuró él—al menos no te apoyas.
—Gracias, Amo…--murmuró ella suavemente, tratando de girar la cara para mirar a Alex.
Pero él no la dejó mover la cabeza. Súbitamente, la sujetó por el pelo presionándole la cara contra el sofá, sin hacerla daño pero con mano firme.
—¿Soy tu Amo, de verdad?—preguntó con súbita brusquedad.
Esther tembló levemente, excitada de golpe por el tirón de pelos y la presión de su cabeza contra la tapicería que olía a sofá viejo.
—Soy suya…--jadeó. Al decir aquello se sintió muy fuerte y vulnerable a la vez, y muy húmeda de pronto.—soy suya, Amo.
—Bueno…--rezongó Alex—pues si eres mía… te voy a dar mi castigo.
Oh.
Esther culeó levemente, no pudo evitarlo. Aguardó, con el corazón a mil, temerosa pero caliente al mismo tiempo.
--Cuatro minutos de placer—Alex le apartó el pelo del cuello y se acercó a ella—sin poder correrte, eso sí. ¿Crees que aguantarás?
Esther se mordió fuerte el labio.
—Espero que sí, Amo…
Inti observaba la escena, anonadado.
—Voy a por una coca-cola—dijo, levantándose y saliendo hacia la cocina. No le apetecía nada ver cómo se lo montaban esos dos.
Jen, sin embargo, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, apoyado contra la pared, mirando a Esther y Alex con interés. Pareció que Alex iba a decirle algo, pero finalmente bajó la vista hacia el cuerpo de Esther, mirada anhelante, y no pudo evitar olvidarse de todo lo demás que había en la habitación. Se miró las manos, otra vez las palmas hormigueaban calientes, pronto necesitaría tocar para calmar esa desazón.
Al otro lado del pasillo, en la cocina, se escuchó el ruido que hacía Inti abriendo y cerrando armarios.
Alex se insalivó a conciencia los dedos en la boca. A continuación separó las nalgas de Esther y vertió entre ellas también un poco de saliva. Acarició con la palma de la mano la vulva de la chica y comprobó que la piel se le empapaba.
—Qué dulce eres, Esther.
Ella cerró los ojos y gimió, dejando ir a sus caderas al sentir aquel contacto.
—Venga… cuenta mentalmente, vamos…—la espoleó Alex, tamborileando entre sus muslos con las puntas de los dedos tras mirar su reloj—son cuatro minutos, perrita.
Ella empezó a contar y él a jugar con sus manos, parecía que con deliberada pereza. Al principio Esther aguantó bien, pero ya hacia el final en el último minuto jadeaba y movía las caderas buscando contacto, queriéndolo más profundo, más rápido. De hecho sollozó cuando esos dedos salieron de su interior y se retiraron, ¡no era justo...!
—Vale, pequeña, ya está…
Oh, no… por favor, no…
—Gracias… Amo…—La voz de Esther se quebró al decirlo.
--Dios sabe que ahora mismo no me apetece parar…--gruñó Alex, moviéndose excitado contra el vientre de ella.
—Si no te apetece, no pares—Jen rompió el silencio de las cavilaciones de Alex y se encogió de hombros. Desde que se fue Inti a la cocina no se había movido del sitio que ocupaba contra la pared—es tuya, ¿no?—añadió, señalando a Esther con la barbilla.
—Oh…pero no me apetece darla con el dedito, amigo.
Jen se rió.
—Ya… bueno, tú mismo.
Inti regresaba ya de la cocina. Suspirando, se sentó en una esquina del escritorio, sujetando entre las manos un vaso lleno de la bebida que había ido a buscar.
—No…--resopló Alex, sin desviar los ojos de Esther—no, ahora no. No aquí ni así. Quiero que acabe el castigo.
Jen asintió, e Inti le miró con gesto de no entender.
—Bueno, por mi parte quisiera continuar donde lo dejamos, ¿te parece bien, Esther?— dijo este último. Estaba claro que la pregunta era una ironía, y que daba exactamente igual lo que ella respondiera—en cuanto me lo permitan sus majestades aquí presentes, claro está.
—Te aconsejaría que no la hicieras levantarse ahora—le dijo Jen—si me lo permite… su graciosa majestad.
—Eso no es problema—sonrió Inti—puedo azotarla tumbada, así tal y como está. Pero, Alex—añadió girándose hacia éste—yo que tú me apartaría.
17-Uso y disfrute
-¿Eh?—preguntó Inti—No… qué va, ¿por qué lo preguntas?
Se había visto obligado a soltar la toalla para contestar al teléfono- otra vez! ¿es que las interrupciones no iban a cesar nunca?-una pena, porque ya la tenía goteando y perfectamente calibrada en su mano derecha, a punto de descargarla con la fuerza exacta sobre el culo de Esther.
—Pobre rubito—se carcajeó Alex—le llaman hoy más de lo que le han llamado en toda su vida...
Inti colocó la mano sobre el auricular de su móvil, para que la persona que estaba al otro lado no pudiera oír lo que le respondía a Alex.
—Al final te voy a dar una hostia…—masculló, conteniendo la risa.
Se giró, dando la espalda a sus compañeros y volvió a su conversación telefónica.
—Sí. Bueno, verás, ahora tenemos… sí, eso es—decía, tratando de escoger las palabras adecuadas—ha vuelto a casa.
A Esther se le encogió el estómago. ¿Inti se refería a ella? ¿Estaba hablando de ella con otra persona? ¿Con quién? Quizá el efecto de todo lo ocurrido le hacía tergiversar las cosas, o tener pálpitos extraños. Quizá Inti hablaba de algo que no tenía nada que ver con ella, algo banal… pero no, no podía ser algo banal si había interrumpido su turno de castigo para coger el teléfono.
—Ya…--Inti rio contra el auricular—bueno, se está adaptando, ya sabes... Oh, no… no habría ningún problema, al contrario, ¿quieres venir a casa?
Se dio la vuelta y miró a Esther con una chispa de regodeo en los ojos. Caminó hacia ella sin hacer ruido, con la mirada fija y sonriendo de manera inquietante.
—Estupendo. ¿Cuándo puedes?
Seguía hablando, como si tal cosa.
Extendió el brazo, sin dejar de mirar a Esther de una manera perturbadora, y le pellizcó una nalga con inusitada suavidad. Ella dio un bote aun así: tenía el culo hecho un poema, no quedaba sitio sano donde aceptar una caricia.
Inti se acercó más y sonrió encima de la coronilla de Esther, casi tocando su cabello con la curva de sus labios, sujetando el teléfono móvil contra su mejilla. A Esther le pareció escuchar el crepitar de una voz grave al otro lado, masculina, aunque no pudo entender lo que decía. Tembló sobre el sofá: le parecía que no era capaz de soportar tener a Inti tan cerca, ahora que él no la estaba castigando. Con el castigo, la emoción que dominaba dentro de ella era el miedo al dolor, el vértigo por qué sería lo siguiente a lo que la someterían los Amos, y el miedo también a no poder aguantarlo. Sin embargo, sin castigo entre Inti y ella las emociones dominantes eran otras; sentía cosas en aquel momento difíciles de nombrar y mucho más de asimilar.
—Genial. Pero recuerda que está marcada, hoy le estamos dando caña. Supongo que querrás darl… --Inti se detuvo en seco—Bueno. No sé, la verdad. Ya veremos—añadió tras una breve pausa—estaría bien que pudieras, ya veremos. De lo otro está sin estrenar, pero eso se va a acabar esta noche…
De nuevo volvió a reír, irguiéndose para alejarse por fin de Esther. Se giró y siguió andando, dando pequeños paseos por la habitación como un depredador encerrado en una jaula. Alex fue a decir algo pero Inti le hizo una señal de silencio.
—Vale, Silver. Pues en principio, mañana a las diez. Te mando un mensaje por la mañana, de todas maneras, para confirmar—levantó la vista hacia sus compañeros y les guiñó un ojo—Ok. Hasta mañana entonces.
Colgó con una sonrisa y meneó la cabeza.
—¿Qué se cuenta Silver?—preguntó Jen.
—Es un cabrón…
—Dime algo que no sepa ¿qué quería?
Inti sonrió y echó una mirada despreciativa a Esther.
—Conocer a este saco de carne—dijo con marcada malevolencia—aunque ahora que la miro, se va a llevar un chasco… demasiado bien se la he puesto. Mírala…--cogió la fusta que estaba sobre la mesa y hundió la lengüeta de la punta en el carnoso muslo de Esther—está gorda…
—Al rubito le van las anoréxicas—dijo Alex en voz alta, amagando contarle un secreto a Esther—no te lo había dicho…
--Ya, bueno…--continuó Inti—La verdad es que está hecha un cristo…--añadió, observando el mosaico de moratones del culo de Esther—y me da pena…
—¿Te da pena?—Jen alzó una ceja con una sonrisa burlona.
—Me da pena que mañana venga Silver y no pueda usar con ella el instrumento que más le gusta.
—Ah, ya me parecía raro… ¿Pero viene a conocerla o a jugar?
—En principio a conocerla, pero ya sabes que le debo una. En cualquier caso, todo depende del estado de esto… mañana—Inti señaló con hastío el castigado culo de Esther—aunque también puede azotarla en la espalda, o en las tetas…
De nuevo Inti y Jen hablaban entre ellos de Esther como si ella no estuviera allí. La chica se agarró a las piernas de Alex por instinto, como si este fuera su tabla de salvación. No podía comprender con claridad lo que los otros estaban planeando hacer con ella.
Alex advirtió el gesto y colocó la palma de su mano derecha sobre la zona lumbar de Esther, quien continuaba sobre sus muslos tumbada boca abajo. Presionó ligeramente su espalda, e inclinó el torso desnudo un poco más sobre ella, como si quisiera protegerla.
—He quedado en que mañana le mandaría un mensaje de confirmación—prosiguió Inti— pero, la verdad, a mí me apetece que venga. Tengo ganas de verle; entre los ensayos con el grupo, el trabajo y el local no hay manera de pillarle. ¿Os parece bien a vosotros?
Miró a Jen y Alex alternativamente, expectante, mientras volvía a dejar la fusta en la mesita y cogía otra vez su vaso de coca-cola.
—Sí, cojonudo—respondió resuelto Jen—es un tipo divertido. Aunque si la idea es cenar aquí, habrá que ir a comprar algo… creo que no tenemos nada. ¿Va a traer a su perra?
Inti negó con la cabeza.
—No, no. La relación que tiene con su perra parece un poco extraña… la verdad que no hemos tenido ocasión de hablar sobre ello, pero parece que ella no frecuenta según qué entornos. Le he comentado que la trajera pero me ha dicho que venir aquí la impresionaría mucho…
Jen se echó a reír.
—Veo que tu reputación te precede…—le dijo.
Inti hizo una mueca parodiando la respuesta de Jen y miró a Alex.
—¿Y a ti que te parece?
Éste se encogió de hombros, sin dejar de acariciar con las puntas de los dedos la columna vertebral de Esther. Sus compañeros le habían hablado alguna vez de Silver pero no tenía el gusto de conocerle personalmente. Según le habían dicho era un tipo simpático, aunque tenía la mente algo calenturienta y perversa. Cuando le hablaban de Merrick, Silver e Inti, de cosas que los tres habían hecho juntos, Alex se refería a ellos como “el trío Lalalá”. Consideraba que eran tres “frikis” muertos de hambre que estando juntos se potenciaban, lo cual podía tener cierto peligro. Jen parecía haberse aficionado al mundillo del “trío Lalalá” también, aunque no por ello Alex le metía en el mismo saco.
—Vale, que venga—murmuró—pero no voy a dejar que toque a Esther…
Algo había oído de la pasión de Silver por los látigos. Al parecer, el amigo de Inti trabajaba el cuero y tenía verdaderas joyas trenzadas a mano, expuestas en vitrinas dentro de su casa del horror. Alex deseó instintivamente que los látigos estuvieran cogiendo polvo—mucho, mucho polvo— dentro de sus expositores, ya que había ciertas prácticas que le seguían pareciendo un crimen sobre otro ser humano. No le hacía ninguna gracia que viniera un loco a cenar, por majo que fuera, pero si sus compañeros querían él no podía impedirlo en tanto en cuanto la casa era de todos. Lo que no iba a permitir, de ninguna manera, era que le pusiera la mano encima a Esther, alegremente; la pobre chica ya tenía suficiente con lo que se cocía en la casa, sin Silver.
—Ya—corroboró Jen, mirando pensativo el cuerpo de Esther y seguidamente a Inti— para empezar, yo creo que deberíamos parar el castigo aquí.
—Pararlo no—masculló Inti en un susurro—postponerlo, en todo caso.
—Bueno, vale, postponerlo—concedió el otro—si seguimos dando caña mañana no podremos tocarla… ninguno.
Alex apretó los labios.—No deberíamos dejar que la tocara un extraño—insistió.
—Oh, ¡Silver no es un extraño!—exclamó Inti—es amigo mío desde el instituto, menudos pedales nos hemos agarrado juntos. Se sabe mi vida entera.
—Me lo estás poniendo aún peor.
—Sólo mirará y “mamoneará” un poco—terció Jen—yo tampoco creo que debiéramos hacer salvajadas—señaló con una inclinación de cabeza al “cacho de carne”—pero sí creo que habría que “cumplir”… él siempre nos invita a las reuniones del local, aunque casi nunca podemos asistir…
Alex nunca había tenido ocasión ni ganas de visitar el local de Argen, donde aquella gente adicta al sado se montaba sus fiestecillas. Tenía curiosidad, no obstante, pero se imaginaba un antro bizarro lleno de artículos de tortura, una especie de aberración que en aquel momento le parecía, sin embargo, de golpe más cercana. Siempre había dejado pasar el tema, pensando que los amigos de Inti—y sus “perros y perras”-- eran gente extraña con gustos algo grotescos y nada más, con los que no se identificaba para nada; pero ahora que se veía metido en el ajo, ahora que le unía con Esther un extraño lazo emocional, comprendía que el tema iba mucho más allá. Al menos para él, sentía que iba mucho más allá.
Necesitaba pensar con calma sobre todo eso, se dijo. Estructurar en su cabeza cabos sueltos y cosas que le parecía que ya no compartía tanto; plantearse algunas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo, sobre lo que para él significaba. Sentía que desde que había visto cómo Inti pegaba a Esther con el cinto, la tarde que ella escapó, su cabeza había dado un giro en cuanto a muchas cosas y él mismo estaba cambiando.
—Y, sí… habrá que comprar algo para cenar…--comentó Inti—mañana es viernes y está abierto el local, pero le he dicho que viniera aquí porque me ha parecido que esto sería más “íntimo”…
—Íntimo y romántico—se carcajeó Jen.
—Eso…
Podría pensarse que Esther estaba muerta de miedo por todo lo que se estaba decidiendo en aquella habitación, pero no era así. Tenía miedo, claro, pero había traspasado hace mucho la barrera de lo convencionalmente "cuerdo", y había aceptado que su capacidad de sorpresa no tenía límites.
Quizá en un estado pleno de conciencia emocional, sin castigo de por medio, Esther hubiera entrado en una crisis de pánico al saber que al día siguiente sería no sólo vista, sino probablemente usada por un completo desconocido. Sin embargo a aquellas alturas sólo tenía fuerzas para sentir la cabalgada furiosa de su corazón, latiendo desaforado en su pecho; el resto de su cuerpo estaba laxo, incapaz de reaccionar, convertido en un pedazo de carne—tal y como la estaban haciendo sentir—cuya resistencia al dolor era impresionante, siendo el egoísmo y el orgullo -no así la dignidad- un sueño lejano.
Inti volvió a acercarse a ella, lo que inconscientemente le hizo encogerse sobre sí misma y comenzar de nuevo a temblar.
—No te quejarás, cerda—escupió la última palabra con socarronería—salvada por la campana… o por el teléfono, más bien. Cortesía de Silver y de Nokia “connecting people”, espero que sepas agradecérselo a él cuando le veas mañana.
La ironía marcó cada palabra que dijo, pero a Inti no le hubiera hecho falta utilizarla: Esther sabía que esa “salvación” no era tal, que sólo era un parón en vista de que al día siguiente le esperaba un infierno más amargo todavía. Apenas tenía fuerzas para llorar, pero aun así lo hizo; riachuelos de lágrimas comenzaron a fluir a través de sus ojos, no por sentirse tan expuesta—ya no—, desnuda e indefensa, sino por la frialdad de la voz de Inti. Sus palabras eran como esquirlas de hielo clavándose en su alma, ¿por qué la trataba así? ¿Es que daba igual el esfuerzo que ella hiciera para estar a la altura?
Que Inti se riera de ella le parecía lo más doloroso del mundo ahora. Temió no poder nunca llegar a él, y en ese caso ser incapaz de superar ese dolor. Al pensar en esto las lágrimas fluyeron raudas por su rostro, empapando la tapicería del sofá contra la que ella escondía la cabeza. Sin darse cuenta estaba hipando sin control sobre los muslos de Alex, dando rienda suelta a su sufrimiento más profundo.
—Esther…
Alex acariciaba torpemente su espalda y le daba suaves palmaditas entre los hombros, aturdido por el movimiento casi convulso de la chica sobre sus rodillas.
—Tranquila, pequeña…--Jen había alargado la mano desde su asentamiento en el respaldo del sofá y acariciaba la nuca de ella—creo que todo esto está siendo demasiado para ella…--añadió, levantando la cabeza para mirar a Inti.
Al aproximarse a Esther, los pies de Jen habían quedado muy cerca de la cara de ésta, que continuaba sepultada contra el asiento del sofá. El Amo sintió de pronto la humedad de las lágrimas de ella en el empeine de su pie izquierdo, el que estaba más próximo a la chica.
—Cariño, cálmate…--murmuró, bajando los ojos de nuevo hacia ella y acariciándola el pelo—ya no habrá más dolor, ya ha terminado...
Independientemente de su perversidad, Jen sintió el impulso de abrazarla, de besarla y calmarla entre sus brazos. Por naturaleza le gustaba dar—y darse--, y había encontrado un camino para que eso fuera compatible con su parte más oscura.
—Bien—dijo Inti, apartando a un lado la toalla y despejando la mesa de los útiles de castigo—tal vez lo que reciba mañana compense con creces lo que falta del castigo de hoy…
Reflexionaba para sí en voz alta, guardando cuidadosamente los enseres caseros en un armarito cercano: desde aquel momento ya no serían usados tanto para labores cotidianas como para disciplinar a la perra. Salvo la zapatilla, claro, que dejó en el suelo reuniéndola con su homóloga.
—Bueno, usémosla—dijo simplemente, señalando a la perra con la barbilla, cuando hubo terminado de poner los objetos en su sitio.
Sonrió y se apartó un mechón de pelo de la cara con desenfado, como si estuviera hablando de cualquier otro objeto o de un juguete divertido.
Iban a usarla… a Esther el corazón le dio un salto. Le parecía increíble lo que había sentido al oírlo: ¿amaba a los Amos? No lo sabía, pero se moría por ser tocada por ellos, tocada de otra forma, de una manera que a ellos les daría ese placer que buscaban: algo que, pensandolo bien, sólo ella podría darles. Era un regalo por ambas partes: deseaba con demencia el contacto de su piel, sentirse llena de lo que Ellos quisieran darle, y por otro lado se moría por entregarles todo el placer que pudiera a través de su cuerpo. Su cuerpo imperfecto, que Inti había catalogado gordo sin paliativos… Volvió a llorar.
--Eh…—Jen la tocó suavemente el hombro--¿puedes levantarte, Esther, y ponerte de rodillas frente al sofá?
Intuía que esa sería la postura más cómoda para la chica: con un punto de apoyo y sin apoyar el trasero. Empezaba a pasar tiempo sin que la tocaran y tarde o temprano se enfriaría, con lo que el dolor sería todavía más cruel.
Esther trató de moverse sobre las rodillas de Alex.
—Contesta cuando te hablen—la voz de Inti atravesó el aire como la estocada de una afilada hoja.
—Sí, Amo…—sollozó ella, arrastrándose a duras penas hasta el suelo para intentar hacer lo que Jen le había pedido.
Alex la sujetó con delicadeza por la cintura y la ayudó a colocarse. Jen se deslizó desde el respaldo del sofá y se acuclilló frente al rostro de Esther con las plantas de los pies apuntaladas en el asiento; con su constitución estrecha y su cabello largo derramándose como cortina protectora parecía una especie de duende agachado allí, a punto de contarle un secreto.
—Lo has hecho muy bien…--murmuró, acariciándole la cara con el dorso de la mano— ahora intenta relajarte…
Alex se apartó a un lado, conmovido por la indefensión de la muchacha. Por el rabillo del ojo le pareció que Inti se relamía la sonrisa con expresión de hambre.
—Ven aquí…--Jen colocaba con dulzura a Esther en la postura precisa. Se había sentado al borde del asiento y rodeaba con los brazos de la perra su cintura, con lo que la cabeza de ella fue a parar entre las piernas de él, la nariz de la chica incrustada en su ingle.
La perra obedeció, sin oponer resistencia.
—Yo seré tu punto de apoyo… eso es, acomódate—Jen le acariciaba el cuello por detrás y la parte alta de la espalda mientras decía esto, acoplándola a él.
Para Esther, las palabras de Jen eran caricias en su agitada alma. A pesar de todo, aún seguía confiando en su voz, y se dejó llevar por ella. Agradecía también esa nueva postura en parte, porque le permitía tener algo a lo que aferrarse, y por otro lado podía esconder la cabeza en la oscuridad de los vaqueros de Jen y no mirar, aislarse de alguna forma si Inti volvía a hacerle daño con palabras, ocultar su vergüenza al menos para no sentirse tan humillada. Aunque no podía negar que la humillación en sí, tal como la había percibido desde que los chicos la habían tocado, había sido algo excitante para ella en cierta forma, desde el principio…
Cuando ella hubo adoptado la posición requerida, Inti asintió con aprobación. Le gustaba la idea de Jen: la perra parecía estable en esa postura, aguantaría bien hasta la más salvaje acometida.
—Me tocaba castigarla a mí, así que empezaré yo a usarla…—dijo.
La polla le quemaba y protestaba dentro de sus calzoncillos desde hacía rato, más que tensa contra la ropa. Sin moverse apenas, se desabrochó los vaqueros y se los quitó, lanzándolos con el pie hasta la otra punta de la habitación. A continuación se sacó los calzoncillos, unos bóxer de color negro, sencillos y funcionales, y se acercó a Esther desde atrás con ellos en la mano.
—Saca la cabeza de ahí, perra—le dio un ligero puntapié para reforzar su orden.
Ella levantó despacio la cabeza, despegando la frente de la ingle de Jen.
—Abre la boca…
Esther lo hizo y acogió entre sus labios el trozo de tela hecho una bola que Inti le introdujo en la boca. No había podido ver con claridad lo que era, pues lo había tenido delante tan sólo unos segundos y muy cerca de su cara, pero inmediatamente sintió que era algo que olía mucho a Inti… y también sabía a Él. Seguía con la boca seca, por lo cual se dio cuenta de que la prenda estaba húmeda. No pudo evitar mojarse ella violentamente a su vez, casi por reflejo.
—Vaya, veo que te ha gustado la mordaza…--gruñó Inti, y acto seguido, sin avisar, la penetró de golpe con su dedo medio hasta el nudillo.
Había vuelto a situarse detrás de ella y con una mano la sujetaba las caderas, oprimiéndola. Esther gimió con la boca llena de tela al notar la presión de la punta de los dedos de Él cerrándose en su maltratada piel.
—Date prisa, Inti...—murmuró Jen—al menos esta vez. Quiero follarla con el culo caliente…
Su tono no había sonado autoritario, pero sí cargado de urgencia.
—Te comprendo… —sonrió Inti, palmeando a Esther como si fuera una yegua—un culazo gordo pero muy follable, y si está caliente mucho más...
Literalmente moría por sentir esa sensación de calor en su estómago, así que la penetró bruscamente sin preliminares. Hubiera esperado encontrar aquel túnel más estrecho, pero comprobó con sorpresa que la perra estaba muy húmeda y abierta, acogiéndole en sus profundidades hasta el fondo.
--Oh, joder…--rio nervioso, haciendo fuerza con las caderas para acomodarse dentro de ella—qué cerda… no me ha costado nada…
Esther no pudo reprimir un escalofrío y su vulva se contrajo con aquel pollón dentro. Inti gimió y la apretó contra sí en un espasmo de placer.
—Uff…
Ese resoplido llenó a Esther de alivio y felicidad. Por fin, Inti disfrutaba realmente con ella. Le sentía dentro, más cerca que nunca, compartiendo placer… porque a pesar de la brusca clavada ella no había sentido dolor alguno, sino todo lo contrario.
—Oh, sí…
Inti la agarró del pelo con una mano y tiró fuerte hacia él, de forma que la cabeza de la perra volvió a separarse de las caderas del otro Amo. Al hacerlo, la barbilla de ella rozó por un instante el bulto duro que presionaba los vaqueros de Jen a la altura de su entrepierna. Se estremeció, al ver y sentir también como éste respiraba acelerado. Jen estaba muy excitado… y la boca de ella, aunque amordazada, estaba tan cerca de su polla…
Deseó con la intensidad y la rapidez del relámpago sentir el rabo duro de Jen en la boca, en la cara… pero el tirón de pelos de Inti se lo impedía. Intentó echar hacia delante la cabeza y aulló de dolor, cuando la tenaza de la mano de él se hizo rotunda fijándola donde Inti quería que estuviera.
Alex, por su parte, observaba lo que ocurría sentado en una esquina del sofá, ligeramente apartado. Desde donde estaba no podía ver la cara de Esther, pero por las sinuosas olas que trazaba su cuerpo, cada vez más rápido, se dio cuenta de que la chica estaba disfrutando y de hecho parecía de pronto a punto de estallar. Eso le encendió de un modo brusco, aunque no comprendía cómo era posible que nadie alcanzara placer después de aquel maltrato.
Inti la follaba rítmicamente ya, entrando y saliendo de ella con entera libertad, arremetiendo cada vez con más fuerza. Comenzaba a dejarse ir, le daba la sensación de que flotaba. Empezó a escucharse un “plop-plop” sordo cada vez que el culo de Esther —caliente como las calderas del infierno—chocaba contra su abdomen duro en cada acometida.
--Oh, dios…
Qué dulce coñito, abierto para él, dispuesto desde el principio a tragarle entero. Qué buen fichaje, qué buena perra… por supuesto, no dijo nada de estas cosas. No dijo nada pero, para sorpresa de Esther, soltó la mano derecha de su cintura y la deslizó por delante de sus caderas, entre sus muslos abiertos. Esther gimió profundamente al notar los dedos de Inti jugando rápidamente en su humedad; el prolongado gemido hizo que se tragara aún con más fuerza el intenso olor de la prenda que tenía en la boca. Apretó los dientes al ver que jadeaba; no quería que ese pedazo de tela saliera de su boca por nada del mundo. Tensó la mandíbula y gimió más fuerte, tanto porque lo necesitaba como porque intuía que a Inti le gustaría oírla.
—Venga, cerda, dame más—Él se había inclinado sobre su espalda, tocándola con su pecho, humedeciéndola con el sudor incipiente de su piel.
Cedió un momento en sus embestidas y clavó los dientes en su hombro, moviendo rápidamente los dedos dentro de ella.
—Como se te ocurra correrte ahora—le susurró, tirando más fuerte de su pelo que aún mantenía agarrado—te juro que te azotaré hasta hacerte sangre, ya sea Silver quien venga mañana o Perico el de los Palotes.
La vagina de Esther se contrajo con fuerza al oír aquella amenaza. Balbuceó algo contra el pedazo de tela que Inti no pudo entender, pero le pareció reconocer la palabra “Amo” entre aquel chapurreo.
--Veo que lo entiendes…--se regodeó, reanudando la follada. Estaba disfrutando lo indecible allí dentro, controlando su propio placer y el de la perra.
Jen se movió debajo del pecho de Esther, levantando las caderas. Rápidamente se desabrochó los pantalones y se los quitó junto con los calzoncillos, la cabeza de Esther en vilo sobre él sujeta aún por la mano férrea del demonio rubio.
—Esto no es por desautorizarte, Inti—jadeó, sacándole a la perra el calzoncillo de la boca. La prenda estaba empapada de babas y con marcas de dientes, pudo comprobar antes de dejarla a su lado en el sofá—es porque necesito hacer esto...
Se agarró la polla palpitante y la acercó a la boca de Esther, aproximando las caderas a su cara.
—Chúpame, perrita—le dijo dulcemente.
Ella abrió la boca para decir “sí, Amo”, pero el glande de Jen la golpeó en los labios— un golpe húmedo, gomoso—y sólo pudo emitir un quejido cuando la gruesa protuberancia se introdujo en su boca. Jen se movió con suavidad, sin querer entrar en ella del todo. Comenzó a follarle la boca superficialmente, sólo lo con la punta de su miembro, moviendo las caderas en el aire por encima del asiento del sofá.
Inti se rio y continuó follándola, tocándola entre las piernas con regocijo.
Esther convulsionaba de placer. Las oleadas eran tan intensas que le pareció que no podría aguantar mucho más siendo follada de esa forma, por boca y coño; suavemente por delante, salvajemente desde atrás.
Se dijo que quizá a Jen no le importara que moviera la lengua y saboreara su glande. Lo hizo, al principio tímidamente, pero al comprobar que la excitación de Él aumentaba se dejó llevar por las ganas que tenía de hacerlo.
—Oh, sí, pequeña…--jadeó Jen, acariciando las tensas raíces del pelo de Esther que aún Inti apresaba entre sus garras—la comes muy bien…
Ella gimió, tratando de tragar más polla. Necesitaba ser follada con fuerza allí también; se mareaba de deseo sólo con pensar que Jen la follaba la boca tan duro como Inti el coño. Pero aquel parecía decidido a dosificarse, a controlarse, a pesar de que el aliento se le rompía en el máximo disfrute con cada tímido embate. Y por otra parte, la tracción de Inti hacia atrás le mantenía a Esther la cabeza fija, de manera que no podía echarla hacia delante para engullir ese rabo por mucho que lo deseara.
Sonriendo por la agitación de la chica, Jen retrocedió. Se notaba alterado, próximo al orgasmo tras sentir la excitación de Esther contra su piel y cómo insalivaba y lamía con deseo su polla, pero no quería acabar todavía. Quería aguantar, al menos hasta probar lo que se sentía al penetrarla el coño aunque el rubio hubiera entrado antes allí para darlo de sí.
Se alejó un poco de la cara de Esther, retrayendo las caderas, y sin dejar de mirarla comenzó a masturbarse lentamente.
—Abre la boca y saca la lengua—le dijo, al tiempo que volvía a acariciarle la mejilla.
—Amooo…--suplicó ella con la voz rota por la excitación—Amos… ¿esta perra tiene permiso para correrse, p-por favor?
Jen sonrió más ampliamente.
—Me encantaría notarlo en mi polla—respondió—y seguro que a Inti también…
La perra convulsionó al escuchar aquellas palabras. Inti gruñó detrás de ella, embistiéndola duro.
—Estaría bien—replicó, y con un bufido sacó la mano que agitaba en el clítoris de Esther. Echó el brazo hacia atrás como para tomar impulso, y acto seguido la chica notó un dedo empapado introduciéndose de pronto en su culo.
—Ahh…!--no pudo evitar proferir, más que nada por la sorpresa.
—No protestes—Inti le dio un fuerte azote que le hizo apretar los dientes para no gritar —da las gracias, zorra maleducada.
—Lo siento, Amo—hipó Esther—Gracias por dejar que me corra...Amos...—jadeó.
—Cada uno tenemos un nombre—le espetó Inti—que sea la última vez que generalizas…
Acompañó estas palabras de un amplio movimiento circular con el brazo, ensanchando con el dedo el apretado túnel donde había penetrado.
—Gracias, Amo Inti—sollozó ella, la voz distorsionada e interrumpida por las fuertes acometidas— G-gracias, Amo Jen…
El dedo de Inti, empapado de los jugos del coño de Eshter, se deslizaba cada vez con más facilidad dentro del culo de la chica. Entraba y salía sin resistencia, e Inti juzgó apropiado meter otro dedo más. Esta vez la perra no dijo palabra alguna, pero arqueó la espalda y apretó en el coño la polla de Inti.
—Mmmmmmmmm…!
Éste se movió con furia contra ella.
—Cuando te corras quiero sentirlo en tu coño y en tu culo—le dijo, cabalgándola ya a punto de perder el control—pero ten cuidado con la boca, eso es cosa de Jen.
El aludido emitió un sonido a caballo entre resoplido y carcajada.
—Succióname fuerte cuando te corras—susurró al oído de Esther, inclinándose por un momento sobre ella—ya te follaré en otro momento…
Había decidido, entre jadeos, en aquel mismo instante, que le apetecía correrse de esa manera, allí, dentro de la boca de su perra. La imagen de descargar por fin, disparando a su garganta, desbordándola con un torrente de semen que intuía abundantísimo, había hecho que deseara aquello con todas sus fuerzas. Por no hablar del culo de Esther, que imaginaba tenso y apretado al abrirse paso las penetraciones de dedos. Dios, quería correrse, quería correrse ya.
Esther aulló y movió las caderas en círculos, sintiendo repletos el coño y el culo, sacando la lengua en busca de la polla de Jen, quien se pajeaba ante sus ojos. Como quien alimenta a un animal, éste volvió a echarse hacia delante y le acercó a la lengua la punta de su polla.
—Estate quieta…--jadeó, acariciándose más fuerte—avísame cuando te vayas a correr…
La chica estaba a punto de perder el control. Inti la destrozaba de forma implacable, incrustando esos dos dedos en su culo, muy próximo al estallido final. Y el sabor de la humedad del glande de Jen, que no dejaba de pajearse contra su lengua, la estaba volviendo loca…
Oh, Señor, cómo deseaba a sus Amos, a los tres. En aquel momento los adoraba, los amaba. El corazón se le rompió y los pedazos se derritieron al calor de tan inmensa gratitud.
—Venga, perrita… disfruta…
—Amo…--gimió Esther, dirigiéndose a Jen que era quien había hablado—Amo… Amo…
—¿Qué? ¿qué? ¿qué?—respondió éste entre jadeos.
—Creo que voy a correrme…
Inti se estremeció y se movió más fuerte dentro de ella, Esther sintió cómo los músculos de su abdomen y torso se contraían y él empezaba a dejarse ir.
—Córrete, cielo…--la animó Jen dulcemente, apretando en su puño la palpitante erección.
“Cielo”. Fue esa palabra la que le hizo explotar en mil pedazos, gimiendo como una cerda, retorciéndose y golpeando hacia atrás con el culo buscando el estómago de Inti. Éste la sujetó con fuerza afianzando la tenaza de su pelo para que Jen pudiera meterle la polla hasta el fondo y follarla así con todas sus ganas.
La perra se corrió entre arcadas, apretando la polla de Inti dentro de su vagina y tirando de ella hacia dentro como si hasta su mismo útero estuviera hambriento.
—Apriétame el dedo, puta zorra—resolló éste, a punto de derramarse por el violento tirón.
“Puta zorra”. En mitad de aquel orgasmo que parecía no tener fin, Esther apretó su culo con toda la fuerza que pudo, al tiempo que sellaba fuerte con los labios el tronco de la polla de Jen.
—Oh, joder, me corro, perra…—Inti se agitó bruscamente contra ella a instantes de perder el control.
Dios. El orgasmo de Esther no se detenía; se dijo que quizá su cuerpo estaba concatenando un estallido con otro, había oído en alguna parte que eso podía pasar… oh, por favor, ¿cómo era posible tanto placer?
—Puta…
Las palabras de Inti eran fuego ardiente para su trastocado cerebro, la estaban subiendo al cielo a cada golpe de voz, a trompicones.
En ese momento, Jen comenzó a empujar realmente fuerte y se corrió poco después, inundando la boca de la perra de leche. Tal y como había vaticinado, la corrida había sido abundante y parte de los densos chorros afloraban por las comisuras de la boca de Esther.
Cuando terminó de correrse, aún sin salir de la chica, Inti miró a Alex con una expresión de triunfo.
--Amigo, no sientas envidia por esto—le espetó, tratando de recuperar el ritmo de su respiración—ahora te toca a ti.
Se había visto obligado a soltar la toalla para contestar al teléfono- otra vez! ¿es que las interrupciones no iban a cesar nunca?-una pena, porque ya la tenía goteando y perfectamente calibrada en su mano derecha, a punto de descargarla con la fuerza exacta sobre el culo de Esther.
—Pobre rubito—se carcajeó Alex—le llaman hoy más de lo que le han llamado en toda su vida...
Inti colocó la mano sobre el auricular de su móvil, para que la persona que estaba al otro lado no pudiera oír lo que le respondía a Alex.
—Al final te voy a dar una hostia…—masculló, conteniendo la risa.
Se giró, dando la espalda a sus compañeros y volvió a su conversación telefónica.
—Sí. Bueno, verás, ahora tenemos… sí, eso es—decía, tratando de escoger las palabras adecuadas—ha vuelto a casa.
A Esther se le encogió el estómago. ¿Inti se refería a ella? ¿Estaba hablando de ella con otra persona? ¿Con quién? Quizá el efecto de todo lo ocurrido le hacía tergiversar las cosas, o tener pálpitos extraños. Quizá Inti hablaba de algo que no tenía nada que ver con ella, algo banal… pero no, no podía ser algo banal si había interrumpido su turno de castigo para coger el teléfono.
—Ya…--Inti rio contra el auricular—bueno, se está adaptando, ya sabes... Oh, no… no habría ningún problema, al contrario, ¿quieres venir a casa?
Se dio la vuelta y miró a Esther con una chispa de regodeo en los ojos. Caminó hacia ella sin hacer ruido, con la mirada fija y sonriendo de manera inquietante.
—Estupendo. ¿Cuándo puedes?
Seguía hablando, como si tal cosa.
Extendió el brazo, sin dejar de mirar a Esther de una manera perturbadora, y le pellizcó una nalga con inusitada suavidad. Ella dio un bote aun así: tenía el culo hecho un poema, no quedaba sitio sano donde aceptar una caricia.
Inti se acercó más y sonrió encima de la coronilla de Esther, casi tocando su cabello con la curva de sus labios, sujetando el teléfono móvil contra su mejilla. A Esther le pareció escuchar el crepitar de una voz grave al otro lado, masculina, aunque no pudo entender lo que decía. Tembló sobre el sofá: le parecía que no era capaz de soportar tener a Inti tan cerca, ahora que él no la estaba castigando. Con el castigo, la emoción que dominaba dentro de ella era el miedo al dolor, el vértigo por qué sería lo siguiente a lo que la someterían los Amos, y el miedo también a no poder aguantarlo. Sin embargo, sin castigo entre Inti y ella las emociones dominantes eran otras; sentía cosas en aquel momento difíciles de nombrar y mucho más de asimilar.
—Genial. Pero recuerda que está marcada, hoy le estamos dando caña. Supongo que querrás darl… --Inti se detuvo en seco—Bueno. No sé, la verdad. Ya veremos—añadió tras una breve pausa—estaría bien que pudieras, ya veremos. De lo otro está sin estrenar, pero eso se va a acabar esta noche…
De nuevo volvió a reír, irguiéndose para alejarse por fin de Esther. Se giró y siguió andando, dando pequeños paseos por la habitación como un depredador encerrado en una jaula. Alex fue a decir algo pero Inti le hizo una señal de silencio.
—Vale, Silver. Pues en principio, mañana a las diez. Te mando un mensaje por la mañana, de todas maneras, para confirmar—levantó la vista hacia sus compañeros y les guiñó un ojo—Ok. Hasta mañana entonces.
Colgó con una sonrisa y meneó la cabeza.
—¿Qué se cuenta Silver?—preguntó Jen.
—Es un cabrón…
—Dime algo que no sepa ¿qué quería?
Inti sonrió y echó una mirada despreciativa a Esther.
—Conocer a este saco de carne—dijo con marcada malevolencia—aunque ahora que la miro, se va a llevar un chasco… demasiado bien se la he puesto. Mírala…--cogió la fusta que estaba sobre la mesa y hundió la lengüeta de la punta en el carnoso muslo de Esther—está gorda…
—Al rubito le van las anoréxicas—dijo Alex en voz alta, amagando contarle un secreto a Esther—no te lo había dicho…
--Ya, bueno…--continuó Inti—La verdad es que está hecha un cristo…--añadió, observando el mosaico de moratones del culo de Esther—y me da pena…
—¿Te da pena?—Jen alzó una ceja con una sonrisa burlona.
—Me da pena que mañana venga Silver y no pueda usar con ella el instrumento que más le gusta.
—Ah, ya me parecía raro… ¿Pero viene a conocerla o a jugar?
—En principio a conocerla, pero ya sabes que le debo una. En cualquier caso, todo depende del estado de esto… mañana—Inti señaló con hastío el castigado culo de Esther—aunque también puede azotarla en la espalda, o en las tetas…
De nuevo Inti y Jen hablaban entre ellos de Esther como si ella no estuviera allí. La chica se agarró a las piernas de Alex por instinto, como si este fuera su tabla de salvación. No podía comprender con claridad lo que los otros estaban planeando hacer con ella.
Alex advirtió el gesto y colocó la palma de su mano derecha sobre la zona lumbar de Esther, quien continuaba sobre sus muslos tumbada boca abajo. Presionó ligeramente su espalda, e inclinó el torso desnudo un poco más sobre ella, como si quisiera protegerla.
—He quedado en que mañana le mandaría un mensaje de confirmación—prosiguió Inti— pero, la verdad, a mí me apetece que venga. Tengo ganas de verle; entre los ensayos con el grupo, el trabajo y el local no hay manera de pillarle. ¿Os parece bien a vosotros?
Miró a Jen y Alex alternativamente, expectante, mientras volvía a dejar la fusta en la mesita y cogía otra vez su vaso de coca-cola.
—Sí, cojonudo—respondió resuelto Jen—es un tipo divertido. Aunque si la idea es cenar aquí, habrá que ir a comprar algo… creo que no tenemos nada. ¿Va a traer a su perra?
Inti negó con la cabeza.
—No, no. La relación que tiene con su perra parece un poco extraña… la verdad que no hemos tenido ocasión de hablar sobre ello, pero parece que ella no frecuenta según qué entornos. Le he comentado que la trajera pero me ha dicho que venir aquí la impresionaría mucho…
Jen se echó a reír.
—Veo que tu reputación te precede…—le dijo.
Inti hizo una mueca parodiando la respuesta de Jen y miró a Alex.
—¿Y a ti que te parece?
Éste se encogió de hombros, sin dejar de acariciar con las puntas de los dedos la columna vertebral de Esther. Sus compañeros le habían hablado alguna vez de Silver pero no tenía el gusto de conocerle personalmente. Según le habían dicho era un tipo simpático, aunque tenía la mente algo calenturienta y perversa. Cuando le hablaban de Merrick, Silver e Inti, de cosas que los tres habían hecho juntos, Alex se refería a ellos como “el trío Lalalá”. Consideraba que eran tres “frikis” muertos de hambre que estando juntos se potenciaban, lo cual podía tener cierto peligro. Jen parecía haberse aficionado al mundillo del “trío Lalalá” también, aunque no por ello Alex le metía en el mismo saco.
—Vale, que venga—murmuró—pero no voy a dejar que toque a Esther…
Algo había oído de la pasión de Silver por los látigos. Al parecer, el amigo de Inti trabajaba el cuero y tenía verdaderas joyas trenzadas a mano, expuestas en vitrinas dentro de su casa del horror. Alex deseó instintivamente que los látigos estuvieran cogiendo polvo—mucho, mucho polvo— dentro de sus expositores, ya que había ciertas prácticas que le seguían pareciendo un crimen sobre otro ser humano. No le hacía ninguna gracia que viniera un loco a cenar, por majo que fuera, pero si sus compañeros querían él no podía impedirlo en tanto en cuanto la casa era de todos. Lo que no iba a permitir, de ninguna manera, era que le pusiera la mano encima a Esther, alegremente; la pobre chica ya tenía suficiente con lo que se cocía en la casa, sin Silver.
—Ya—corroboró Jen, mirando pensativo el cuerpo de Esther y seguidamente a Inti— para empezar, yo creo que deberíamos parar el castigo aquí.
—Pararlo no—masculló Inti en un susurro—postponerlo, en todo caso.
—Bueno, vale, postponerlo—concedió el otro—si seguimos dando caña mañana no podremos tocarla… ninguno.
Alex apretó los labios.—No deberíamos dejar que la tocara un extraño—insistió.
—Oh, ¡Silver no es un extraño!—exclamó Inti—es amigo mío desde el instituto, menudos pedales nos hemos agarrado juntos. Se sabe mi vida entera.
—Me lo estás poniendo aún peor.
—Sólo mirará y “mamoneará” un poco—terció Jen—yo tampoco creo que debiéramos hacer salvajadas—señaló con una inclinación de cabeza al “cacho de carne”—pero sí creo que habría que “cumplir”… él siempre nos invita a las reuniones del local, aunque casi nunca podemos asistir…
Alex nunca había tenido ocasión ni ganas de visitar el local de Argen, donde aquella gente adicta al sado se montaba sus fiestecillas. Tenía curiosidad, no obstante, pero se imaginaba un antro bizarro lleno de artículos de tortura, una especie de aberración que en aquel momento le parecía, sin embargo, de golpe más cercana. Siempre había dejado pasar el tema, pensando que los amigos de Inti—y sus “perros y perras”-- eran gente extraña con gustos algo grotescos y nada más, con los que no se identificaba para nada; pero ahora que se veía metido en el ajo, ahora que le unía con Esther un extraño lazo emocional, comprendía que el tema iba mucho más allá. Al menos para él, sentía que iba mucho más allá.
Necesitaba pensar con calma sobre todo eso, se dijo. Estructurar en su cabeza cabos sueltos y cosas que le parecía que ya no compartía tanto; plantearse algunas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo, sobre lo que para él significaba. Sentía que desde que había visto cómo Inti pegaba a Esther con el cinto, la tarde que ella escapó, su cabeza había dado un giro en cuanto a muchas cosas y él mismo estaba cambiando.
—Y, sí… habrá que comprar algo para cenar…--comentó Inti—mañana es viernes y está abierto el local, pero le he dicho que viniera aquí porque me ha parecido que esto sería más “íntimo”…
—Íntimo y romántico—se carcajeó Jen.
—Eso…
Podría pensarse que Esther estaba muerta de miedo por todo lo que se estaba decidiendo en aquella habitación, pero no era así. Tenía miedo, claro, pero había traspasado hace mucho la barrera de lo convencionalmente "cuerdo", y había aceptado que su capacidad de sorpresa no tenía límites.
Quizá en un estado pleno de conciencia emocional, sin castigo de por medio, Esther hubiera entrado en una crisis de pánico al saber que al día siguiente sería no sólo vista, sino probablemente usada por un completo desconocido. Sin embargo a aquellas alturas sólo tenía fuerzas para sentir la cabalgada furiosa de su corazón, latiendo desaforado en su pecho; el resto de su cuerpo estaba laxo, incapaz de reaccionar, convertido en un pedazo de carne—tal y como la estaban haciendo sentir—cuya resistencia al dolor era impresionante, siendo el egoísmo y el orgullo -no así la dignidad- un sueño lejano.
Inti volvió a acercarse a ella, lo que inconscientemente le hizo encogerse sobre sí misma y comenzar de nuevo a temblar.
—No te quejarás, cerda—escupió la última palabra con socarronería—salvada por la campana… o por el teléfono, más bien. Cortesía de Silver y de Nokia “connecting people”, espero que sepas agradecérselo a él cuando le veas mañana.
La ironía marcó cada palabra que dijo, pero a Inti no le hubiera hecho falta utilizarla: Esther sabía que esa “salvación” no era tal, que sólo era un parón en vista de que al día siguiente le esperaba un infierno más amargo todavía. Apenas tenía fuerzas para llorar, pero aun así lo hizo; riachuelos de lágrimas comenzaron a fluir a través de sus ojos, no por sentirse tan expuesta—ya no—, desnuda e indefensa, sino por la frialdad de la voz de Inti. Sus palabras eran como esquirlas de hielo clavándose en su alma, ¿por qué la trataba así? ¿Es que daba igual el esfuerzo que ella hiciera para estar a la altura?
Que Inti se riera de ella le parecía lo más doloroso del mundo ahora. Temió no poder nunca llegar a él, y en ese caso ser incapaz de superar ese dolor. Al pensar en esto las lágrimas fluyeron raudas por su rostro, empapando la tapicería del sofá contra la que ella escondía la cabeza. Sin darse cuenta estaba hipando sin control sobre los muslos de Alex, dando rienda suelta a su sufrimiento más profundo.
—Esther…
Alex acariciaba torpemente su espalda y le daba suaves palmaditas entre los hombros, aturdido por el movimiento casi convulso de la chica sobre sus rodillas.
—Tranquila, pequeña…--Jen había alargado la mano desde su asentamiento en el respaldo del sofá y acariciaba la nuca de ella—creo que todo esto está siendo demasiado para ella…--añadió, levantando la cabeza para mirar a Inti.
Al aproximarse a Esther, los pies de Jen habían quedado muy cerca de la cara de ésta, que continuaba sepultada contra el asiento del sofá. El Amo sintió de pronto la humedad de las lágrimas de ella en el empeine de su pie izquierdo, el que estaba más próximo a la chica.
—Cariño, cálmate…--murmuró, bajando los ojos de nuevo hacia ella y acariciándola el pelo—ya no habrá más dolor, ya ha terminado...
Independientemente de su perversidad, Jen sintió el impulso de abrazarla, de besarla y calmarla entre sus brazos. Por naturaleza le gustaba dar—y darse--, y había encontrado un camino para que eso fuera compatible con su parte más oscura.
—Bien—dijo Inti, apartando a un lado la toalla y despejando la mesa de los útiles de castigo—tal vez lo que reciba mañana compense con creces lo que falta del castigo de hoy…
Reflexionaba para sí en voz alta, guardando cuidadosamente los enseres caseros en un armarito cercano: desde aquel momento ya no serían usados tanto para labores cotidianas como para disciplinar a la perra. Salvo la zapatilla, claro, que dejó en el suelo reuniéndola con su homóloga.
—Bueno, usémosla—dijo simplemente, señalando a la perra con la barbilla, cuando hubo terminado de poner los objetos en su sitio.
Sonrió y se apartó un mechón de pelo de la cara con desenfado, como si estuviera hablando de cualquier otro objeto o de un juguete divertido.
Iban a usarla… a Esther el corazón le dio un salto. Le parecía increíble lo que había sentido al oírlo: ¿amaba a los Amos? No lo sabía, pero se moría por ser tocada por ellos, tocada de otra forma, de una manera que a ellos les daría ese placer que buscaban: algo que, pensandolo bien, sólo ella podría darles. Era un regalo por ambas partes: deseaba con demencia el contacto de su piel, sentirse llena de lo que Ellos quisieran darle, y por otro lado se moría por entregarles todo el placer que pudiera a través de su cuerpo. Su cuerpo imperfecto, que Inti había catalogado gordo sin paliativos… Volvió a llorar.
--Eh…—Jen la tocó suavemente el hombro--¿puedes levantarte, Esther, y ponerte de rodillas frente al sofá?
Intuía que esa sería la postura más cómoda para la chica: con un punto de apoyo y sin apoyar el trasero. Empezaba a pasar tiempo sin que la tocaran y tarde o temprano se enfriaría, con lo que el dolor sería todavía más cruel.
Esther trató de moverse sobre las rodillas de Alex.
—Contesta cuando te hablen—la voz de Inti atravesó el aire como la estocada de una afilada hoja.
—Sí, Amo…—sollozó ella, arrastrándose a duras penas hasta el suelo para intentar hacer lo que Jen le había pedido.
Alex la sujetó con delicadeza por la cintura y la ayudó a colocarse. Jen se deslizó desde el respaldo del sofá y se acuclilló frente al rostro de Esther con las plantas de los pies apuntaladas en el asiento; con su constitución estrecha y su cabello largo derramándose como cortina protectora parecía una especie de duende agachado allí, a punto de contarle un secreto.
—Lo has hecho muy bien…--murmuró, acariciándole la cara con el dorso de la mano— ahora intenta relajarte…
Alex se apartó a un lado, conmovido por la indefensión de la muchacha. Por el rabillo del ojo le pareció que Inti se relamía la sonrisa con expresión de hambre.
—Ven aquí…--Jen colocaba con dulzura a Esther en la postura precisa. Se había sentado al borde del asiento y rodeaba con los brazos de la perra su cintura, con lo que la cabeza de ella fue a parar entre las piernas de él, la nariz de la chica incrustada en su ingle.
La perra obedeció, sin oponer resistencia.
—Yo seré tu punto de apoyo… eso es, acomódate—Jen le acariciaba el cuello por detrás y la parte alta de la espalda mientras decía esto, acoplándola a él.
Para Esther, las palabras de Jen eran caricias en su agitada alma. A pesar de todo, aún seguía confiando en su voz, y se dejó llevar por ella. Agradecía también esa nueva postura en parte, porque le permitía tener algo a lo que aferrarse, y por otro lado podía esconder la cabeza en la oscuridad de los vaqueros de Jen y no mirar, aislarse de alguna forma si Inti volvía a hacerle daño con palabras, ocultar su vergüenza al menos para no sentirse tan humillada. Aunque no podía negar que la humillación en sí, tal como la había percibido desde que los chicos la habían tocado, había sido algo excitante para ella en cierta forma, desde el principio…
Cuando ella hubo adoptado la posición requerida, Inti asintió con aprobación. Le gustaba la idea de Jen: la perra parecía estable en esa postura, aguantaría bien hasta la más salvaje acometida.
—Me tocaba castigarla a mí, así que empezaré yo a usarla…—dijo.
La polla le quemaba y protestaba dentro de sus calzoncillos desde hacía rato, más que tensa contra la ropa. Sin moverse apenas, se desabrochó los vaqueros y se los quitó, lanzándolos con el pie hasta la otra punta de la habitación. A continuación se sacó los calzoncillos, unos bóxer de color negro, sencillos y funcionales, y se acercó a Esther desde atrás con ellos en la mano.
—Saca la cabeza de ahí, perra—le dio un ligero puntapié para reforzar su orden.
Ella levantó despacio la cabeza, despegando la frente de la ingle de Jen.
—Abre la boca…
Esther lo hizo y acogió entre sus labios el trozo de tela hecho una bola que Inti le introdujo en la boca. No había podido ver con claridad lo que era, pues lo había tenido delante tan sólo unos segundos y muy cerca de su cara, pero inmediatamente sintió que era algo que olía mucho a Inti… y también sabía a Él. Seguía con la boca seca, por lo cual se dio cuenta de que la prenda estaba húmeda. No pudo evitar mojarse ella violentamente a su vez, casi por reflejo.
—Vaya, veo que te ha gustado la mordaza…--gruñó Inti, y acto seguido, sin avisar, la penetró de golpe con su dedo medio hasta el nudillo.
Había vuelto a situarse detrás de ella y con una mano la sujetaba las caderas, oprimiéndola. Esther gimió con la boca llena de tela al notar la presión de la punta de los dedos de Él cerrándose en su maltratada piel.
—Date prisa, Inti...—murmuró Jen—al menos esta vez. Quiero follarla con el culo caliente…
Su tono no había sonado autoritario, pero sí cargado de urgencia.
—Te comprendo… —sonrió Inti, palmeando a Esther como si fuera una yegua—un culazo gordo pero muy follable, y si está caliente mucho más...
Literalmente moría por sentir esa sensación de calor en su estómago, así que la penetró bruscamente sin preliminares. Hubiera esperado encontrar aquel túnel más estrecho, pero comprobó con sorpresa que la perra estaba muy húmeda y abierta, acogiéndole en sus profundidades hasta el fondo.
--Oh, joder…--rio nervioso, haciendo fuerza con las caderas para acomodarse dentro de ella—qué cerda… no me ha costado nada…
Esther no pudo reprimir un escalofrío y su vulva se contrajo con aquel pollón dentro. Inti gimió y la apretó contra sí en un espasmo de placer.
—Uff…
Ese resoplido llenó a Esther de alivio y felicidad. Por fin, Inti disfrutaba realmente con ella. Le sentía dentro, más cerca que nunca, compartiendo placer… porque a pesar de la brusca clavada ella no había sentido dolor alguno, sino todo lo contrario.
—Oh, sí…
Inti la agarró del pelo con una mano y tiró fuerte hacia él, de forma que la cabeza de la perra volvió a separarse de las caderas del otro Amo. Al hacerlo, la barbilla de ella rozó por un instante el bulto duro que presionaba los vaqueros de Jen a la altura de su entrepierna. Se estremeció, al ver y sentir también como éste respiraba acelerado. Jen estaba muy excitado… y la boca de ella, aunque amordazada, estaba tan cerca de su polla…
Deseó con la intensidad y la rapidez del relámpago sentir el rabo duro de Jen en la boca, en la cara… pero el tirón de pelos de Inti se lo impedía. Intentó echar hacia delante la cabeza y aulló de dolor, cuando la tenaza de la mano de él se hizo rotunda fijándola donde Inti quería que estuviera.
Alex, por su parte, observaba lo que ocurría sentado en una esquina del sofá, ligeramente apartado. Desde donde estaba no podía ver la cara de Esther, pero por las sinuosas olas que trazaba su cuerpo, cada vez más rápido, se dio cuenta de que la chica estaba disfrutando y de hecho parecía de pronto a punto de estallar. Eso le encendió de un modo brusco, aunque no comprendía cómo era posible que nadie alcanzara placer después de aquel maltrato.
Inti la follaba rítmicamente ya, entrando y saliendo de ella con entera libertad, arremetiendo cada vez con más fuerza. Comenzaba a dejarse ir, le daba la sensación de que flotaba. Empezó a escucharse un “plop-plop” sordo cada vez que el culo de Esther —caliente como las calderas del infierno—chocaba contra su abdomen duro en cada acometida.
--Oh, dios…
Qué dulce coñito, abierto para él, dispuesto desde el principio a tragarle entero. Qué buen fichaje, qué buena perra… por supuesto, no dijo nada de estas cosas. No dijo nada pero, para sorpresa de Esther, soltó la mano derecha de su cintura y la deslizó por delante de sus caderas, entre sus muslos abiertos. Esther gimió profundamente al notar los dedos de Inti jugando rápidamente en su humedad; el prolongado gemido hizo que se tragara aún con más fuerza el intenso olor de la prenda que tenía en la boca. Apretó los dientes al ver que jadeaba; no quería que ese pedazo de tela saliera de su boca por nada del mundo. Tensó la mandíbula y gimió más fuerte, tanto porque lo necesitaba como porque intuía que a Inti le gustaría oírla.
—Venga, cerda, dame más—Él se había inclinado sobre su espalda, tocándola con su pecho, humedeciéndola con el sudor incipiente de su piel.
Cedió un momento en sus embestidas y clavó los dientes en su hombro, moviendo rápidamente los dedos dentro de ella.
—Como se te ocurra correrte ahora—le susurró, tirando más fuerte de su pelo que aún mantenía agarrado—te juro que te azotaré hasta hacerte sangre, ya sea Silver quien venga mañana o Perico el de los Palotes.
La vagina de Esther se contrajo con fuerza al oír aquella amenaza. Balbuceó algo contra el pedazo de tela que Inti no pudo entender, pero le pareció reconocer la palabra “Amo” entre aquel chapurreo.
--Veo que lo entiendes…--se regodeó, reanudando la follada. Estaba disfrutando lo indecible allí dentro, controlando su propio placer y el de la perra.
Jen se movió debajo del pecho de Esther, levantando las caderas. Rápidamente se desabrochó los pantalones y se los quitó junto con los calzoncillos, la cabeza de Esther en vilo sobre él sujeta aún por la mano férrea del demonio rubio.
—Esto no es por desautorizarte, Inti—jadeó, sacándole a la perra el calzoncillo de la boca. La prenda estaba empapada de babas y con marcas de dientes, pudo comprobar antes de dejarla a su lado en el sofá—es porque necesito hacer esto...
Se agarró la polla palpitante y la acercó a la boca de Esther, aproximando las caderas a su cara.
—Chúpame, perrita—le dijo dulcemente.
Ella abrió la boca para decir “sí, Amo”, pero el glande de Jen la golpeó en los labios— un golpe húmedo, gomoso—y sólo pudo emitir un quejido cuando la gruesa protuberancia se introdujo en su boca. Jen se movió con suavidad, sin querer entrar en ella del todo. Comenzó a follarle la boca superficialmente, sólo lo con la punta de su miembro, moviendo las caderas en el aire por encima del asiento del sofá.
Inti se rio y continuó follándola, tocándola entre las piernas con regocijo.
Esther convulsionaba de placer. Las oleadas eran tan intensas que le pareció que no podría aguantar mucho más siendo follada de esa forma, por boca y coño; suavemente por delante, salvajemente desde atrás.
Se dijo que quizá a Jen no le importara que moviera la lengua y saboreara su glande. Lo hizo, al principio tímidamente, pero al comprobar que la excitación de Él aumentaba se dejó llevar por las ganas que tenía de hacerlo.
—Oh, sí, pequeña…--jadeó Jen, acariciando las tensas raíces del pelo de Esther que aún Inti apresaba entre sus garras—la comes muy bien…
Ella gimió, tratando de tragar más polla. Necesitaba ser follada con fuerza allí también; se mareaba de deseo sólo con pensar que Jen la follaba la boca tan duro como Inti el coño. Pero aquel parecía decidido a dosificarse, a controlarse, a pesar de que el aliento se le rompía en el máximo disfrute con cada tímido embate. Y por otra parte, la tracción de Inti hacia atrás le mantenía a Esther la cabeza fija, de manera que no podía echarla hacia delante para engullir ese rabo por mucho que lo deseara.
Sonriendo por la agitación de la chica, Jen retrocedió. Se notaba alterado, próximo al orgasmo tras sentir la excitación de Esther contra su piel y cómo insalivaba y lamía con deseo su polla, pero no quería acabar todavía. Quería aguantar, al menos hasta probar lo que se sentía al penetrarla el coño aunque el rubio hubiera entrado antes allí para darlo de sí.
Se alejó un poco de la cara de Esther, retrayendo las caderas, y sin dejar de mirarla comenzó a masturbarse lentamente.
—Abre la boca y saca la lengua—le dijo, al tiempo que volvía a acariciarle la mejilla.
—Amooo…--suplicó ella con la voz rota por la excitación—Amos… ¿esta perra tiene permiso para correrse, p-por favor?
Jen sonrió más ampliamente.
—Me encantaría notarlo en mi polla—respondió—y seguro que a Inti también…
La perra convulsionó al escuchar aquellas palabras. Inti gruñó detrás de ella, embistiéndola duro.
—Estaría bien—replicó, y con un bufido sacó la mano que agitaba en el clítoris de Esther. Echó el brazo hacia atrás como para tomar impulso, y acto seguido la chica notó un dedo empapado introduciéndose de pronto en su culo.
—Ahh…!--no pudo evitar proferir, más que nada por la sorpresa.
—No protestes—Inti le dio un fuerte azote que le hizo apretar los dientes para no gritar —da las gracias, zorra maleducada.
—Lo siento, Amo—hipó Esther—Gracias por dejar que me corra...Amos...—jadeó.
—Cada uno tenemos un nombre—le espetó Inti—que sea la última vez que generalizas…
Acompañó estas palabras de un amplio movimiento circular con el brazo, ensanchando con el dedo el apretado túnel donde había penetrado.
—Gracias, Amo Inti—sollozó ella, la voz distorsionada e interrumpida por las fuertes acometidas— G-gracias, Amo Jen…
El dedo de Inti, empapado de los jugos del coño de Eshter, se deslizaba cada vez con más facilidad dentro del culo de la chica. Entraba y salía sin resistencia, e Inti juzgó apropiado meter otro dedo más. Esta vez la perra no dijo palabra alguna, pero arqueó la espalda y apretó en el coño la polla de Inti.
—Mmmmmmmmm…!
Éste se movió con furia contra ella.
—Cuando te corras quiero sentirlo en tu coño y en tu culo—le dijo, cabalgándola ya a punto de perder el control—pero ten cuidado con la boca, eso es cosa de Jen.
El aludido emitió un sonido a caballo entre resoplido y carcajada.
—Succióname fuerte cuando te corras—susurró al oído de Esther, inclinándose por un momento sobre ella—ya te follaré en otro momento…
Había decidido, entre jadeos, en aquel mismo instante, que le apetecía correrse de esa manera, allí, dentro de la boca de su perra. La imagen de descargar por fin, disparando a su garganta, desbordándola con un torrente de semen que intuía abundantísimo, había hecho que deseara aquello con todas sus fuerzas. Por no hablar del culo de Esther, que imaginaba tenso y apretado al abrirse paso las penetraciones de dedos. Dios, quería correrse, quería correrse ya.
Esther aulló y movió las caderas en círculos, sintiendo repletos el coño y el culo, sacando la lengua en busca de la polla de Jen, quien se pajeaba ante sus ojos. Como quien alimenta a un animal, éste volvió a echarse hacia delante y le acercó a la lengua la punta de su polla.
—Estate quieta…--jadeó, acariciándose más fuerte—avísame cuando te vayas a correr…
La chica estaba a punto de perder el control. Inti la destrozaba de forma implacable, incrustando esos dos dedos en su culo, muy próximo al estallido final. Y el sabor de la humedad del glande de Jen, que no dejaba de pajearse contra su lengua, la estaba volviendo loca…
Oh, Señor, cómo deseaba a sus Amos, a los tres. En aquel momento los adoraba, los amaba. El corazón se le rompió y los pedazos se derritieron al calor de tan inmensa gratitud.
—Venga, perrita… disfruta…
—Amo…--gimió Esther, dirigiéndose a Jen que era quien había hablado—Amo… Amo…
—¿Qué? ¿qué? ¿qué?—respondió éste entre jadeos.
—Creo que voy a correrme…
Inti se estremeció y se movió más fuerte dentro de ella, Esther sintió cómo los músculos de su abdomen y torso se contraían y él empezaba a dejarse ir.
—Córrete, cielo…--la animó Jen dulcemente, apretando en su puño la palpitante erección.
“Cielo”. Fue esa palabra la que le hizo explotar en mil pedazos, gimiendo como una cerda, retorciéndose y golpeando hacia atrás con el culo buscando el estómago de Inti. Éste la sujetó con fuerza afianzando la tenaza de su pelo para que Jen pudiera meterle la polla hasta el fondo y follarla así con todas sus ganas.
La perra se corrió entre arcadas, apretando la polla de Inti dentro de su vagina y tirando de ella hacia dentro como si hasta su mismo útero estuviera hambriento.
—Apriétame el dedo, puta zorra—resolló éste, a punto de derramarse por el violento tirón.
“Puta zorra”. En mitad de aquel orgasmo que parecía no tener fin, Esther apretó su culo con toda la fuerza que pudo, al tiempo que sellaba fuerte con los labios el tronco de la polla de Jen.
—Oh, joder, me corro, perra…—Inti se agitó bruscamente contra ella a instantes de perder el control.
Dios. El orgasmo de Esther no se detenía; se dijo que quizá su cuerpo estaba concatenando un estallido con otro, había oído en alguna parte que eso podía pasar… oh, por favor, ¿cómo era posible tanto placer?
—Puta…
Las palabras de Inti eran fuego ardiente para su trastocado cerebro, la estaban subiendo al cielo a cada golpe de voz, a trompicones.
En ese momento, Jen comenzó a empujar realmente fuerte y se corrió poco después, inundando la boca de la perra de leche. Tal y como había vaticinado, la corrida había sido abundante y parte de los densos chorros afloraban por las comisuras de la boca de Esther.
Cuando terminó de correrse, aún sin salir de la chica, Inti miró a Alex con una expresión de triunfo.
--Amigo, no sientas envidia por esto—le espetó, tratando de recuperar el ritmo de su respiración—ahora te toca a ti.
18-Farewell and goodnight
La follaron tantas veces que casi perdió la conciencia. Al parecer, Esther no era la única que necesitaba liberar un gran exceso de energía aquella noche.
Cuando los Amos terminaron por fin con ella la levantaron en volandas y la llevaron a la cama entre los tres, dejándola en la misma habitación que ella había ocupado la primera noche que durmió en el piso.
Esther no era capaz de recordar las palabras de despedida que los chicos le habían dedicado-- cada uno a su manera-- y sin embargo, lo que acababa de vivir junto a ellos se repetía una y otra vez dentro de su mente como los fotogramas de una película. No podía dejar de revivir desde las situaciones límite durante el castigo hasta los detalles más fugaces; en medio de aquel maremágnum de escenas, sola ya, sin acertar a saber si estaba loca o cuerda y si eso importaba, se sintió desfallecer.
Después de correrse, Inti se había tomado un breve lapso de relajación para reponerse, momento en el cual la había poseído Alex. Jen continuó en la misma posición durante esta segunda cabalgada, recuperándose a su vez de su orgasmo, acariciando la cabeza de Esther. Ella había alcanzado el clímax de nuevo así—los benevolentes Amos se lo volvieron a conceder—, mientras Alex la hacía suya, gritando contra la pelvis de Jen, bajo la atenta mirada de Inti. Había sido incapaz de eludir su excitación con tantos frentes ante sí, pero eso no había tenido malas consecuencias para ella… al menos en ese momento.
Apenas Alex terminara, Inti había vuelto a follarla, esta vez tomándola por detrás. Rompió a Esther por la mitad al hacerlo, produciéndole dolor, pero la ensanchó rápido y pudo sodomizarla durante mucho tiempo con total libertad de movimientos, hasta que por fin se descargó de nuevo allí, en su culo.
Luego se dispuso a tomarla Jen, por el coño. A partir de ahí, todo comenzaba a difuminarse en una especie de niebla que embotaba su cabeza, pero revivía con claridad haber vuelto a ser penetrada varias veces más, por boca, coño y culo… y haber llegado al clímax en más ocasiones de las que podía recordar. De hecho, en aquel mismo momento, una vez relajada entre las sábanas, se sentía completamente exhausta e insensible entre las piernas tras la reiterada estimulación.
Respiró hondo y cerró los ojos. No le quedaban fuerzas ni para pensar en cómo se sentía. Estaba a punto de caer en el sueño más profundo cuando sintió que la puerta de la habitación se abría detrás de ella. Se puso rígida, y el corazón comenzó a latirle fuerte en el pecho cuando escuchó unos pasos que se acercaban despacio hacia ella.
No era que quisiera fingir dormir, lo que le ocurría era que se sentía sin fuerzas, incapaz del todo de hacer cualquier cosa que no fuera estar ahí, quieta como una roca, en silencio. No quiso ni tan siquiera intentar levantar la vista y se contentó con respirar cuando notó—horror-- que alguien se sentaba sobre el colchón, a su lado.
No pudo evitar dar un respingo en la cama cuando, al tomar aire, le llegó el olor de la persona que estaba allí, olor que reconoció inmediatamente.
—Esther.
Inti acababa de ducharse. Se le notaba en que olía a jabón y a pelo mojado, pero debajo de la fragancia del gel se adivinaba su propio olor, el de su piel. El que enloquecía a Esther.
—Esther—repitió, zarandeándola levemente.
Sin saber muy bien si actuaba con corrección, la chica se giró hacia él dándose la vuelta en la cama. No se atrevió a mirarle en la oscuridad del dormitorio, pero por el tono de su voz supo que él no sonreía.
—¿Sí, Amo?—inquirió con la poca voz que le quedaba.
—Levántate. Vamos.
¿Qué sucedía? ¿Había hecho algo mal?
La chica murmuró la adecuada fórmula de conformidad y trató de levantarse de la cama. Le costó un gran esfuerzo—apenas podía mantener los ojos abiertos—pero finalmente logro incorporarse y sentarse al borde del colchón, respirando como si acabara de correr los cien metros lisos. Inti se levantó y la tomó de la mano para ayudarla a ponerse en pie.
—Vamos, ven—le dijo apremiante, tirando de su brazo hasta sacarla de la habitación.
Esther le siguió torpemente por el pasillo, tratando de adaptarse al ritmo de sus pasos. Viendo que las piernas de la chica flaqueaban, Inti se la cargó al hombro y continuó andando, prácticamente arrastrándola.
—¿Adónde me lleva, Amo?—se atrevió a preguntar ella, con la garganta encogida de miedo.
—A mi cama.
Inti se detuvo frente a la puerta de la habitación que compartía con Alex y sujetó a Esther contra su cadera mientras maniobraba con el pomo. Empujó la puerta y ambos se sumergieron en el dormitorio a oscuras.
Ayudó de nuevo a la chica a apoyar los pies en el suelo y la condujo entre tinieblas hasta la cama, junto a la pared, a la izquierda. Esther no podía creer que a su Amo aún le quedaran fuerzas en el cuerpo para volver a tomarla, pero a la vista estaba que se disponía a hacerlo…
Tembló. Haría lo posible por satisfacerle, haría cuanto estuviera en su mano, pero temía desmayarse si volvía a ser usada aquella noche. Sentía que, sencillamente, no podía más.
Escuchó un rumor de sábanas cuando Inti abrió la cama.
—Ven.
Él se metió en la cama y la llamó, palmeando la parte de colchón que quedaba vacía a su lado. Despacio, Esther tanteó en la oscuridad siguiendo el sonido de su voz y se acostó junto a él, obediente. Sin saber qué posición adoptar, esperó sin más, ligeramente escorada hacia el borde del colchón, como si quisiera darle la espalda a Inti pero no se atreviera. Aún así, le tenía tan cerca que escuchaba el sonido de su respiración y sentía el calor de su aliento.
—Relájate, ¿vale?—le dijo éste con sequedad—No voy a hacerte nada, sólo quiero que duermas conmigo.
Los ojos de Esther se abrieron desmesuradamente en la oscuridad. ¿Era una broma del Amo? ¿Había oído bien?
—Venga…—bostezó Inti, acomodándose entre las sábanas—mañana tienes que levantarte pronto para recoger, que ha quedado todo hecho un desastre… ahora duerme, ¿vale?
Y para el completo pasmo de ella, tras decir estas palabras la abrazó desde atrás, rodeándola por la cintura con un brazo y colocando una pierna sobre las suyas para atraerla más hacia sí. Cuando a Esther le parecía que ya no podía estar más rígida, se relajó de golpe bajo aquel abrazo: se dio cuenta, aunque las cosas parecían seguir estando del revés, de que se sentía por primera vez en casa. El cuerpo de Inti, el lugar calentito entre sus brazos, olía extrañamente a hogar, y si sentir esto era enfermizo después de todo lo que había pasado qué más daba. Se acurrucó, apoyando la espalda contra el tambor del corazón de él, a lo que Inti respondió estrechándola más fuerte contra su cuerpo, ya medio dormido.
De esa manera, pensando que aquello lo estaba soñando, Esther cayó dormida.
Cuando los Amos terminaron por fin con ella la levantaron en volandas y la llevaron a la cama entre los tres, dejándola en la misma habitación que ella había ocupado la primera noche que durmió en el piso.
Esther no era capaz de recordar las palabras de despedida que los chicos le habían dedicado-- cada uno a su manera-- y sin embargo, lo que acababa de vivir junto a ellos se repetía una y otra vez dentro de su mente como los fotogramas de una película. No podía dejar de revivir desde las situaciones límite durante el castigo hasta los detalles más fugaces; en medio de aquel maremágnum de escenas, sola ya, sin acertar a saber si estaba loca o cuerda y si eso importaba, se sintió desfallecer.
Después de correrse, Inti se había tomado un breve lapso de relajación para reponerse, momento en el cual la había poseído Alex. Jen continuó en la misma posición durante esta segunda cabalgada, recuperándose a su vez de su orgasmo, acariciando la cabeza de Esther. Ella había alcanzado el clímax de nuevo así—los benevolentes Amos se lo volvieron a conceder—, mientras Alex la hacía suya, gritando contra la pelvis de Jen, bajo la atenta mirada de Inti. Había sido incapaz de eludir su excitación con tantos frentes ante sí, pero eso no había tenido malas consecuencias para ella… al menos en ese momento.
Apenas Alex terminara, Inti había vuelto a follarla, esta vez tomándola por detrás. Rompió a Esther por la mitad al hacerlo, produciéndole dolor, pero la ensanchó rápido y pudo sodomizarla durante mucho tiempo con total libertad de movimientos, hasta que por fin se descargó de nuevo allí, en su culo.
Luego se dispuso a tomarla Jen, por el coño. A partir de ahí, todo comenzaba a difuminarse en una especie de niebla que embotaba su cabeza, pero revivía con claridad haber vuelto a ser penetrada varias veces más, por boca, coño y culo… y haber llegado al clímax en más ocasiones de las que podía recordar. De hecho, en aquel mismo momento, una vez relajada entre las sábanas, se sentía completamente exhausta e insensible entre las piernas tras la reiterada estimulación.
Respiró hondo y cerró los ojos. No le quedaban fuerzas ni para pensar en cómo se sentía. Estaba a punto de caer en el sueño más profundo cuando sintió que la puerta de la habitación se abría detrás de ella. Se puso rígida, y el corazón comenzó a latirle fuerte en el pecho cuando escuchó unos pasos que se acercaban despacio hacia ella.
No era que quisiera fingir dormir, lo que le ocurría era que se sentía sin fuerzas, incapaz del todo de hacer cualquier cosa que no fuera estar ahí, quieta como una roca, en silencio. No quiso ni tan siquiera intentar levantar la vista y se contentó con respirar cuando notó—horror-- que alguien se sentaba sobre el colchón, a su lado.
No pudo evitar dar un respingo en la cama cuando, al tomar aire, le llegó el olor de la persona que estaba allí, olor que reconoció inmediatamente.
—Esther.
Inti acababa de ducharse. Se le notaba en que olía a jabón y a pelo mojado, pero debajo de la fragancia del gel se adivinaba su propio olor, el de su piel. El que enloquecía a Esther.
—Esther—repitió, zarandeándola levemente.
Sin saber muy bien si actuaba con corrección, la chica se giró hacia él dándose la vuelta en la cama. No se atrevió a mirarle en la oscuridad del dormitorio, pero por el tono de su voz supo que él no sonreía.
—¿Sí, Amo?—inquirió con la poca voz que le quedaba.
—Levántate. Vamos.
¿Qué sucedía? ¿Había hecho algo mal?
La chica murmuró la adecuada fórmula de conformidad y trató de levantarse de la cama. Le costó un gran esfuerzo—apenas podía mantener los ojos abiertos—pero finalmente logro incorporarse y sentarse al borde del colchón, respirando como si acabara de correr los cien metros lisos. Inti se levantó y la tomó de la mano para ayudarla a ponerse en pie.
—Vamos, ven—le dijo apremiante, tirando de su brazo hasta sacarla de la habitación.
Esther le siguió torpemente por el pasillo, tratando de adaptarse al ritmo de sus pasos. Viendo que las piernas de la chica flaqueaban, Inti se la cargó al hombro y continuó andando, prácticamente arrastrándola.
—¿Adónde me lleva, Amo?—se atrevió a preguntar ella, con la garganta encogida de miedo.
—A mi cama.
Inti se detuvo frente a la puerta de la habitación que compartía con Alex y sujetó a Esther contra su cadera mientras maniobraba con el pomo. Empujó la puerta y ambos se sumergieron en el dormitorio a oscuras.
Ayudó de nuevo a la chica a apoyar los pies en el suelo y la condujo entre tinieblas hasta la cama, junto a la pared, a la izquierda. Esther no podía creer que a su Amo aún le quedaran fuerzas en el cuerpo para volver a tomarla, pero a la vista estaba que se disponía a hacerlo…
Tembló. Haría lo posible por satisfacerle, haría cuanto estuviera en su mano, pero temía desmayarse si volvía a ser usada aquella noche. Sentía que, sencillamente, no podía más.
Escuchó un rumor de sábanas cuando Inti abrió la cama.
—Ven.
Él se metió en la cama y la llamó, palmeando la parte de colchón que quedaba vacía a su lado. Despacio, Esther tanteó en la oscuridad siguiendo el sonido de su voz y se acostó junto a él, obediente. Sin saber qué posición adoptar, esperó sin más, ligeramente escorada hacia el borde del colchón, como si quisiera darle la espalda a Inti pero no se atreviera. Aún así, le tenía tan cerca que escuchaba el sonido de su respiración y sentía el calor de su aliento.
—Relájate, ¿vale?—le dijo éste con sequedad—No voy a hacerte nada, sólo quiero que duermas conmigo.
Los ojos de Esther se abrieron desmesuradamente en la oscuridad. ¿Era una broma del Amo? ¿Había oído bien?
—Venga…—bostezó Inti, acomodándose entre las sábanas—mañana tienes que levantarte pronto para recoger, que ha quedado todo hecho un desastre… ahora duerme, ¿vale?
Y para el completo pasmo de ella, tras decir estas palabras la abrazó desde atrás, rodeándola por la cintura con un brazo y colocando una pierna sobre las suyas para atraerla más hacia sí. Cuando a Esther le parecía que ya no podía estar más rígida, se relajó de golpe bajo aquel abrazo: se dio cuenta, aunque las cosas parecían seguir estando del revés, de que se sentía por primera vez en casa. El cuerpo de Inti, el lugar calentito entre sus brazos, olía extrañamente a hogar, y si sentir esto era enfermizo después de todo lo que había pasado qué más daba. Se acurrucó, apoyando la espalda contra el tambor del corazón de él, a lo que Inti respondió estrechándola más fuerte contra su cuerpo, ya medio dormido.
De esa manera, pensando que aquello lo estaba soñando, Esther cayó dormida.
Nota: querido lector, si llegaste hasta aquí te recomiendo que para seguir el orden original de lectura de la obra completa vayas a leer la serie "Kido" antes de continuar con las desventuras de Esther. En el trabajo original las diferentes historias se presentan intercaladas por razones de trama.
19-Resplandor
No lo había soñado, no. Pudo comprobarlo al día siguiente, cuando se despertó sola en la cama de Inti. Él no estaba allí ni tampoco su calor, pero el olor de su piel impregnaba las sábanas revueltas.
Aguzó el oído: se oían ruidos en la cocina, y pudo identificar la profunda voz de Alex, que por lo general tenía un tono muy alto. Era sábado; probablemente los Amos no tendrían que ir a trabajar aquel día. De hecho, por la noche vendría…
Le dio un escalofrío cuando recordó la visita que había pendiente para las diez, a menos que alguno de los chicos decidiera dar marcha atrás al tema.
Incorporándose un poco—y rabiando de dolor al hacerlo-- miró el reloj despertador que había en la mesita: eran las once de la mañana. Sobresaltada, pues recordó las últimas palabras que le dijo Inti antes de dormir, se levantó lo más rápido que pudo y, desnuda como estaba, salió de la habitación.
Los Amos estaban en la cocina; podía oír claramente sus voces tras la puerta cerrada. No quiso interrumpirles y se dirigió al salón, donde comenzó a recoger los restos de la “fiesta” de la noche anterior. Inti tenía razón, la habitación estaba hecha un desastre: muebles movidos, agua por todas partes, ceniza, alguna colilla, manchas sospechosas, condones usados…
Necesitaba una bolsa de plástico al menos para meter toda aquella basura. Estaba dudando si ir a preguntar a los Amos dónde encontrarla, cuando escuchó que se abría la puerta de la cocina y salía uno de ellos; no pudo ver quién, pues estaba agachada recogiendo algo del suelo, de espaldas al pasillo. Deseó de pronto mimetizarse con el entorno, muerta de vergüenza, y que quien quiera que fuera el que hubiera salido no pudiera verla. Pero su esperanza de pasar inadvertida se truncó de golpe cuando escuchó la rotunda voz a sus espaldas:
—Ey, Esther, buenos días…
Era Jen. No supo si sentirse aliviada o más agitada todavía. Se giró hacia él sin levantarse y quedó de rodillas, observando como los pies descalzos del Amo se aproximaban. Jen tenía unos pies preciosos, ahora que los veía más de cerca.
—Buenos días, Amo—murmuró con la mirada clavada en el suelo.
Jen colocó la mano derecha sobre la cabeza de Esther y le acarició el pelo.
—¿Has dormido bien?—le preguntó.
Esther se sentía confusa. Se sentía mucho más fuerte para aguantar azotes que el día anterior, como si hubiera perdido algo de miedo, y sin embargo temblaba ante un mínimo gesto de cariño. ¿Por qué?
—Sí, Amo, muy bien—se obligó a responder.
Jen apartó la mano de su pelo y se agachó frente a ella. Colocó sus dedos índice y medio bajo la barbilla de Esther y le levantó la cabeza suavemente, hasta que los ojos de ambos quedaron al mismo nivel. Aun así, la chica no pudo evitar rehuirle la mirada.
—Mírame, por favor—le dijo él, sosteniéndole la cabeza alta—no agaches la cabeza delante de mí a menos que te lo pida, ¿vale?
Ella cerró los ojos por un instante, rendida. Respiró hondo y los abrió de nuevo, para encontrarse de frente con la tranquila -y oscura- mirada del Amo. Jen sonrió.
—Eso es. ¿Te encuentras bien?
—Sí, Amo. Gracias.
—Déjame verte…
Jen retrocedió un poco, como para observar a Esther desde un plano más general. Ella no se daba cuenta, pero inconscientemente se abrazaba con sus propios brazos, tapando parcialmente su desnudez. El Amo la tomó de las manos con suavidad, le abrió los brazos y examinó su cuerpo. Comprobó que no sólo la huella de los azotes brillaba en su piel; el cuerpo de la perra era un mosaico de señales por todas partes: arañazos, mordiscos, marcas de dedos, moratones de diverso tamaño… se mordió los labios entre agitado, excitado y conmovido.
—Gírate, perrita…—le dijo.
Esther apoyó las manos en el suelo e hizo lo que el Amo le había mandado, mostrándole la espalda, el trasero y la parte posterior de sus muslos. Huelga decir que le dolía todo el cuerpo, sin excepciones, cada vez que hacía el más mínimo movimiento. Seguía sintiendo calor en las nalgas, una especie de fuego interno y doloroso, pulsante, a pesar de que la piel ya estaba tibia al tacto.
—Jo, nena—Jen chasqueó la lengua a sus espaldas, con preocupación—deja lo que estás haciendo y ven conmigo…
—Pero, Amo Jen…--contestó ésta inmediatamente—El Amo Inti me dijo que tenía que recoger…
—No te preocupes—respondió Jen—yo hablaré con Inti ahora. Hoy estás conmigo— añadió, esbozando una sonrisa—tranquila. Anda, ve al cuarto de baño y espérame allí…
¿Con Jen? Algo dentro de Esther dio un pequeño salto de alegría. Se sintió feliz, aunque no por ello menos inquieta, al pensar que le esperaban veinticuatro horas con Él… veinticuatro horas para descubrirle.
Mientras se dirigía al baño se cruzó con Inti en el pasillo, cuando éste salía de la cocina. Se atrevió a levantar los ojos hacia él esperanzada… quizá esta vez sí tuviera una palabra amable para ella, o un gesto; al fin y al cabo habían dormido juntos aquella noche. Sin embargo, volvió a bajar la mirada rápidamente cuando sus ojos chocaron con la frialdad de las pupilas de Inti.
—Buenos días, Amo…—murmuró, fijando la vista en el suelo.
—Buenos días, perra—contestó él--¿Adónde vas?
—Al cuarto de baño, Amo… el Amo Jen me ha mandado que vaya.
Los ojos de hielo de Inti recorrieron rápidamente el cuerpo de Esther.
—Entiendo por qué—concluyó, arrugando la nariz—hueles que apestas, te hace falta una ducha…
Y sin decir más, se alejó por el pasillo silbando y se metió en su habitación. Ni siquiera reparó en que Esther había dejado de recoger como Él la había encomendado.
Jen sonrió detrás de la perra y le dio un suave toque en el hombro para que siguiera andando.
—Vamos, cielo… luego hablaré con él.
La escoltó hasta el baño y cuando ambos entraron cerró la puerta tras de sí. Apoyó la espalda contra la hoja de madera, relajado, y contempló a Esther con un gesto entre el cariño y la preocupación.
—La verdad es que no sé por dónde empezar a curarte…--murmuró—pero antes de nada te voy a enseñar como quiero que, de ahora en adelante, me saludes cuando me veas por la mañana, o cuando vuelva del trabajo.
—Sí, Amo…
Esther estaba obcecada en no bajar la cabeza, para no desobedecerle, pero aun así se negaba a mirar a Jen a la cara. En lugar de eso miraba con tanta fijeza la pared de enfrente que los contornos del alicatado comenzaron a emborronarse ante sus ojos.
—Lo primero, relájate.
Jen la acarició el brazo con las puntas de los dedos.
—Respira.
Esther tomó aire profundamente, y al exhalar soltó los contraídos músculos de su espalda y su cuello.
—Muy bien—la animó Jen— Ahora mírame, y acércate.
La perra enfrentó de nuevo los ojos del Amo y se adelantó un paso, vacilante.
—Un poco más…
Oh, eso ya era acercarse demasiado…
Esther dio otro paso, hasta casi tocar con la boca la barbilla de Jen. Se sintió muy pequeñita a su lado, aunque eran poco más o menos de la misma altura; de nuevo percibía que no podía controlar su cuerpo: se había vuelto a poner a temblar de pies a cabeza. Era muy difícil para ella mirar a los ojos del Amo desde tan cerca, pero aun así lo hizo.
Los ojos de Él la estaban esperando, dos esferas de ámbar oscuro que aguardaban mansamente.
—Hola, pequeña…—sonrió, acariciándole la mejilla. No apartó la mano, sino que siguió trazando dibujos en el rostro de ella con cuidado, con mimo.
—Hola, Amo…
Jen sonrió más y tiró suavemente de la mandíbula de Esther, para acercar todavía más el rostro de ella al suyo.
—Dame un beso—le dijo en voz muy baja.
Esther suspiró. Jen la dejaba sin defensas, completamente expuesta por dentro. Le hacía sentir igual de dispuesta a reír que a llorar en cada momento. Despacio, con la intención de satisfacerle a pesar de insegura por temer ser torpe, acercó sus labios al rostro de él.
—¿Dónde quiere … dónde quieres que te bese, Amo?—se había acostumbrado a usar el “usted” para tratar con Inti, y ahora que estaba con Jen le costaba volver al “tú”.
—Aquí—respondió él, señalando con el dedo la comisura de su propia boca.
Ella besó suavemente el lugar indicado, apenas rozándolo con los labios. Una vez lo hizo retrocedió un poco y volvió a mirar a Jen, tímidamente, evitando bajar los ojos pues sabía que eso no le gustaría a él.
—Muy bien—asintió éste, sin dejar de acariciar con ternura la mejilla de ella—de ahora en adelante, a menos que te diga lo contrario, me saludarás así. Todos los días, no sólo cuando estés para mí expresamente, ¿lo entiendes?
—Sí, Amo…
—Bien. Ahora… deja que te bese yo.
Le giró suavemente la cara con su mano, se acercó a ella y le dio un beso largo y dulce. A Esther se le paró el corazón.
Jen había comenzado a besarla con la boca cerrada, repetidas veces, con suavidad, hasta que en cierto momento rozó los labios de la chica con los dientes para abrírselos más, y aventuró la lengua poco a poco dentro de su boca. Encontró inmediatamente la tímida lengua de ella—Esther ni quería ni osaría rehuirle-- y la acarició, la saboreó. Inició un lento juego con movimientos circulares cada vez más profundos, saliendo de vez en cuando para lamerle los labios o morderla suavemente.
A Esther le pareció que aquel maravilloso beso duró horas; a él le excitó que ella le correspondiera. Temía encontrar a Esther débil y enferma aquella mañana después del castigo y de todo lo demás. Temía que ella estuviera rota, traumada, herida. Pero no parecía ser así…
Deslizó la mano por detrás de su cuello, metiendo los dedos en las raíces del cuero cabelludo, levantándole la mata de pelo sin hacerla daño, acariciándola. Sonrió contra sus labios y volvió a besarla.
—¿Estás bien?—murmuró, al notar que ella se tambaleaba. La sujetó, temiendo que perdiera el equilibrio—¿Qué pasa, cielo?
--Sí, Amo, estoy bien—suspiró Esther. Se sentía a punto de echarse a llorar a causa de la emoción que la embargaba, eso sí, aunque no se trataba de una emoción negativa—Me estás curando con tus besos, Amo…
Él la abrazó y siguió besándola, en la cabeza, en el pelo, en la frente, en la sien.
—Te diré lo que haremos—le dijo, estrechándola contra sí—ayer te portaste muy bien, así que hoy me aseguraré de que estés tranquila. Primero te darás un baño… o mejor dicho, yo te lo daré—la besó nuevamente, en el cuello—después haré lo que pueda por curarte el destrozo que tienes, y luego iremos todos juntos a comprar algo de cena para esta noche… y a por algo para ti.
Se separó de ella con suavidad y le colocó un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja.
—Has vuelto a mirar hacia abajo…
Esther levantó la vista rápidamente, ¡era verdad! Ya no controlaba lo que hacía… se ruborizó tanto que Jen se rio.
—No pasa nada, tranquila… venga, prepara la bañera. Voy a elegir algo para que te pongas hoy, de entre la ropa que trajiste…
Le apretó el brazo con complicidad y salió del baño, dejando la puerta entre abierta.
Esther se sentó en el borde de la bañera, tratando de parar la endemoniada rueda en la que giraban mezcladas todas sus emociones. Estaba loca, no había duda, y debía de ser estúpida, como decía Inti… porque le parecía que, independientemente de todo, sólo tenía cuerpo para desear, y corazón para amar. De hecho, sentía que el corazón le explotaba al pensar en Jen; no hacia ni dos segundos que él se había marchado y ya le estaba echando de menos de manera cruel, como si le faltara un trozo de su propia piel: allí donde él la había abrazado y la había tocado.
Ignoraba si había sido una mujer dependiente hasta el momento; siempre había creído que no pero ahora comenzaba a dudarlo. Tenía la certeza de que esa “dependencia” era algo nuevo que únicamente había sentido en el piso de los Amos… pero quizá… ¿era algo nuevo de verdad, o era algo que había formado parte de ella siempre?
Siempre había fingido que no existía el desarraigo, el dolor que se acumula con el paso de los días. Por eso quizá nunca le había dado forma ni nombre al hambre interior que sentía. Con los Amos no podía fingir… y de esa manera les daba el máximo poder sobre ella, y eso... eso era... exactamente lo que temía y más quería al mismo tiempo.
Por esto pensó que ella deseaba, necesitaba, o tenía la sensación de necesitar, sólo a los Amos. Al menos en ese momento. Sólo la dulzura y la comprensión de Jen, su cuerpo y sus manos; sólo la rudeza y la humanidad de Alex, y por supuesto todo lo que tenía que ver con Inti. De nuevo una punzada le atravesó el corazón.
Puso el tapón de la bañera en el desagüe y abrió los grifos, con un dedo dentro del chorro de agua para calibrar la temperatura. Se preguntó si a Jen le parecería bien que hubiera un poco de espuma en el agua, y finalmente se decidió por verter unas gotas de gel bajo el torrente que caía del grifo. En pocos minutos la bañera se llenó hasta la mitad de agua espumosa con olor a colonia.
Jen tardó un poco en volver junto a Esther. Cuando apareció en la puerta con la ropa que había escogido—unos sencillos legings negros, una camiseta y una sudadera—la bañera ya estaba llena y Esther esperaba, desnuda, la orden de entrar en el agua.
Jen dejó la ropa cuidadosamente doblada sobre la encimera del baño. A Esther no le pasó desapercibido que el Amo no había cogido ninguna prenda interior para ella, ni bragas ni sujetador, y se sonrió por dentro.
—Venga, métete, perrita—la animó Jen—ahora voy contigo.
“¿Ahora voy contigo?”
Esther no quiso hacerle esperar y entró en la bañera. En contacto con el agua su piel se atemperó, lo que le produjo una sensación muy agradable. Pero al meter la parte de su cuerpo que iba de las rodillas hasta la cintura, sollozó de dolor: el agua caliente y el jabón escocían terriblemente en su piel de papel.
—No te sientes—le indicó Jen, al ver su gesto de dolor—espérame…
Se desnudó rápidamente y se metió en el agua, detrás de ella.
—Échate un poquito hacia delante… eso es.
Tomó asiento en el fondo de la bañera y atrajo a Esther hacia sí, agarrándola con cuidado por la cintura. Ella no se resistió, aunque no sabía muy bien como Jen quería posicionarla.
--Siéntate sobre mí—murmuró éste en su oído—así…
Jen separó las rodillas y acomodó el trasero de Esther sobre su estómago. Esta resbaló hasta su bajo vientre y dobló las piernas, manteniendo las plantas de los pies apoyadas, con lo que parte de su culo—la parte más cruelmente castigada, la más carnosa—quedó sin apoyo en el agua. Aunque el alivio le parecía a Esther que no era posible, no apoyarse en la superficie de loza era una bendición…
—Gracias, Amo…—musitó, avergonzada. Le daba vergüenza que él se preocupara tanto por ella, le daba vergüenza estar allí con él, tan cerca, con su cuerpo desnudo que siempre había creído sexy pero ahora se le antojaba tosco para alguien como Él.
—Gracias a ti, perrita—susurró Jen, alargando la mano para coger una toalla de tamaño pequeño a fin de usarla como esponja—gracias a ti…
Suspirando, Esther apoyó la espalda en el torso de Jen y descansó la cabeza en la curva de su cuello. Éste ladeó un poco la cabeza y apoyó la barbilla en la coronilla de Esther, cruzando las manos suavemente sobre su estómago, por debajo del agua. La atrajo hacia sí y besó el nacimiento de su pelo, frotando imperceptiblemente la mejilla contra su sien.
Por una parte, Esther se sentía terriblemente excitada por tenerle tan cerca—por sentirle, por olerle--, completamente desnudo y relajado detrás de ella, entre nubes de espuma. Por otra parte, el escozor de sus nalgas y muslos comenzaba a calmarse, ya no era tan rabioso como antes, y allí, con las nubes de vapor oloroso flotando a su alrededor, el cuerpo le pedía relax absoluto.
Jen estaba relajado también, pero Esther podía intuir la incipiente erección que se levantaba entre sus piernas, sin tocarla, bajo el agua. Se movió un poco hacia atrás con curiosidad, ya que sus nalgas se mantenían sin apoyo, y al momento notó el roce de algo grueso y lleno contra la parte posterior de su muslo. Contuvo un gemido cuando, al moverse un poco más, aquella dureza tocó la hendidura entre sus nalgas, quedándose suavemente adherida ahí por unos segundos. Movió las caderas sin querer, se separó unos centímetros y perdió el contacto.
Jen rio a sus espaldas y la estrechó más fuerte, apretando su abrazo. El cilindro sumergido que era su polla, ya completamente duro, se apretó contra la nalga derecha de Esther.
—¿Qué pasa, nena? – Se removió debajo de ella, restregándole su erección por un momento--¿quieres jugar?
Ella gimió sin poder evitarlo y levantó el culo, con lo que el vello castaño de su pubis emergió a la superficie del agua, perlado de gotitas y trazas de espuma. Jen extendió la mano al instante y jugó entre aquellos rizos empapados con las puntas de los dedos.
—Oh… estupenda postura. No te muevas…
Se incorporó sin dejar de presionar el cuerpo de ella con el suyo y vertió en la palma de su mano una sustanciosa cantidad de gel.
--Abre más las piernas…--murmuró al oído de ella.
Un escalofrío recorrió la espalda de Esther al escuchar la voz del Amo, de pronto embebida de excitación. Sentía el corazón de él latiendo rápido contra su espalda, un latido lleno y acompasado capaz de agitar las olas de agua que lamían su piel, capaz—se dijo—de causar un verdadero maremoto en la bañera. Obedeció y separó las rodillas, fijando bien los talones en el fondo esmaltado, levantando un poco más la pelvis para que él llegara mejor a su sexo con los dedos.
—Oh, así… muy bien…
Empezó a frotarla, extendiendo minuciosamente el jabón en la mata de vello púbico que protegía su coño, insinuando las puntas de los dedos de cuando en cuando entre los pétalos que le esperaban más abajo, palpitando ya por él.
Sus caricias fluían fácilmente gracias al gel que le impregnaba los dedos, y con el paso de los minutos se fueron tornando más lascivas y osadas, intercalando de cuando en cuando alguna penetración profunda con su dedo medio.
—Gracias, Amo…--gimió Esther, con la voz desflecada por el placer. Quería más, y sabía que el Amo Jen se lo daría si se lo pedía… pero no se atrevía a hacerlo, no quería parecerle demasiado guarra, anormalmente cerda. Ya bastante avergonzada estaba por escuchar sus propios jadeos, y por los botecitos que había comenzado a insinuar sobre la pelvis del Amo.
Jen rezongó debajo de ella y separó con decisión los labios de su sexo para frotarla y comenzar a masturbarla en condiciones.
—Oh, Amo…
Esther se movió bruscamente, sorprendida por el contacto directo de los dedos de él.
—Déjate llevar, perrita…
La chica comenzó a levantar y bajar las caderas para disfrutar plenamente las caricias de Jen, desplazando olas de agua contra las paredes de la bañera. El dedo medio del amo frotaba rápidamente su clítoris, mientras con la palma de la mano él la asfixiaba el coño, apretándoselo, con un movimiento parecido al que haría quien escurre un trozo de tela empapado o una esponja.
La perra echó la cabeza hacia atrás sobre el hombro de Jen, contra el cuello y la mandíbula de él; abrió la boca y la cerró de golpe para contener un prolongado gemido. Los jadeos del Amo se estrellaron, húmedos, contra la piel de su mejilla. La excitación de él era cada vez más intensa y patente.
Esther no podía evitar que su castigado culo golpeara contra la cadera del Amo-y contra la polla de éste, que la estaba volviendo loca al apretarse contra su carne- pero el dolor era un enemigo lejano al que no quería prestar atención.
No obstante, Jen percibió cómo ella fruncía el ceño un par de veces y cesó por un momento de acariciarla.
—Ponte de rodillas, nena…--le dijo al oído, tratando de que el animalismo que le poseía no se le notase. Su perra estaba muy a gusto, muy excitada, y no quería asustarla. Sólo quería seguir ahí, continuar dándole placer, llevarla de nuevo al límite de aquella forma.
Esther, jadeando, incapaz de recomponerse, se colocó de rodillas dándole la espalda, temblando. En esa posición, su culo y el primer tercio de sus muslos quedaron fuera del agua, expuestos, temblorosos. Jen se incorporó y presionó suavemente con la mano la zona lumbar de la perra, instándola a arquear un poco la espalda y a levantar más el culo. Esther apoyó los antebrazos en el borde de la bañera y sin pensar agarró el grifo, que era lo que tenía justo en frente; la tubería de metal y las llaves de paso estaban calientes, bastante calientes en realidad, y eso la impresionó, pero aun así las agarró con fuerza. Se preguntó si el Amo iba a tomarla de aquel modo y se estremeció sólo con pensarlo.
Nada más afianzar la posición requerida, volvió a sentir los dedos de Jen jugando en su sexo, ya a sus anchas, entrando y saliendo. El brazo de él se movía con celeridad en cada movimiento, en cada caricia, en cada penetración de dedos. Aulló y gimió apretando fuerte la tubería del grifo con las manos. Sentía su coño latir y abrirse, incapaz de soportar el momentáneo vacío que dejaban en él los dedos del Amo al retirarse un segundo antes de volver a entrar.
—Amo…--gimoteó--¿Puedo preguntarte una cosa?
No sabía cómo ser educada y “elegante” en aquel momento: necesitaba que Jen le resolviera la duda que la corroía sin parecer una zorra y se daba cuenta que, al menos por el concepto que ella tenía de la palabra “zorra”, eso sería imposible.
—Claro, perra—jadeó él—dime.
—¿Me vas a follar, Amo?
Escuchó cómo los jadeos de Jen se rompieron en una risa excitada.
—¿Tú quieres que te folle?—boqueó, metiendo los dedos en aquel coño caliente todo lo que podía.
La perra gritó con la boca cerrada, los labios apretados, desplazando una cantidad considerable de agua fuera de la bañera por la amplitud de sus movimientos.
—Sí…—su voz la avergonzó profundamente. Era una voz ajena, líquida, obscena.—Por favor… Amo…
Jen resopló.
—Y querrás correrte, claro…
Esther sollozó. A decir verdad, estaba más que a punto del orgasmo, haciendo denodados esfuerzos por no caer en él.
—Sólo si me das permiso, Amo…—consiguió decir, intentando controlarse. Trató de abstraerse, de pensar en algo desagradable, pero no fue capaz.
—Lo deseo—murmuró Jen, clavándole los dientes en la parte superior de su espalda— Lo deseo…
—Oh, Amo…
—Pero córrete conmigo dentro—masculló, y acto seguido se agarró la polla y penetró a su perra, clavándosela de golpe.
Esther se sacudió por reflejo; había sentido un placer salvaje cuando Jen se la metió, le parecía que su cuerpo se movía controlado por alguna parte de su cerebro donde ella no mandaba, agitándose contra los movimientos de él.
Debido a la lubricación del jabón y del agua, Jen la follaba con una brusquedad de la que no había hecho uso hasta el momento, sin atisbo de cuidado ni piedad. Esther se retorció contra él, gimiendo en voz alta, enloquecida por la descomunal descarga de adrenalina; el placer era tan intenso que temió dar alaridos si se dejaba llevar.
—¿Qué tal?—gruñó Jen, clavándose en ella como si quisiera llegar hasta su vientre desde dentro—¿Te gusta, mi zorrita?
—Oh, Amo… Amo…--Esther era incapaz, completamente incapaz, de hilar una frase con sentido en ese momento.
Jen se rio, resollando, sin dejar de taladrarla. Él estaba próximo al orgasmo también: lo sentía en su estómago, en el hormigueo que le llenaba el bajo vientre y la zona donde nacían sus testículos, y por supuesto en toda la extensión de su polla, que palpitaba deseando derramarse dentro de aquel pastel caliente.
—“Mi” zorra—añadió, dejándose ir, marcando con énfasis el posesivo.
—Tu zorra… Amo…--consiguió decir Esther. Necesitaba decirlo. Al escucharse, sintió que no podía más—Amo… por favor… Amo…
—¿Qué?
—Amo, me quiero correr… por favor…
Él no dejaba de moverse con ferocidad, entrando y saliendo de ella.
—Yo también me quiero correr…--respondió—pídeme que te deje ir, perra…
Esther sollozó desesperada, los dedos blancos a fuerza de agarrarse al grifo y apretar.
—Amo… --masculló como pudo—por favor… ¿me dejas correrme?
Él bufó y la folló aún más rápido.
—Otra vez, zorra—gruñó—pídemelo otra vez…
—Amo… por favor… ¿me dejas correrme… contigo dentro?
Zorra, más que zorra, pensó Esther vagamente que era al decir aquello. Sabía que aquellas últimas palabras excitarían a su Amo justo lo que le faltaba para perder el control. No se equivocaba. Deseaba que él le diera permiso por fin, pero más aún ansiaba sentir el placer del Amo en su pleno esplendor, rompiéndola del todo.
—Oh, sí. Córrete, zorra…
—Aughhhh…. Graaa…gracias… Amo…
—Venga, perra… dámelo…
Se lo dio. Y tanto. Justo en la cima de la escalada al placer, al borde de su resistencia, Esther saltó y se precipitó al vacío encomendándose a dios. Esto último lo hizo literalmente, porque era la única palabra que repetía—“Dios… ¡Dios!…”—sollozando por no gritar. Las paredes de su vagina se contrajeron tan fuerte, absorbiendo a Jen con tanto ahínco, que éste tuvo que salir precipitadamente para no correrse dentro de ella. Ya se lamentaba por estar follándola sin condón, aunque presuponía que la perra estaba sana, pero de ningún modo quería correr el riesgo de preñarla. Enfadado consigo mismo por haber sido tan poco previsor, retrocedió bruscamente y del mismo impulso casi se corrió sobre las nalgas de ella.
La muy zorra trató de pegarse a él, como si no quisiera dejarle salir de su cuerpo en pleno frenesí. Desde luego Jen entendió que era un movimiento inconsciente, pero aun así le dio un cachete firme—muy medido—en la nalga derecha, antes de salir de ella bruscamente.
--“Naughty girl”…--resolló, con una sonrisa perversa, justo antes de empezar a correrse —eres una perra consentida… pero no has venido al mundo a sufrir, ¿verdad que no?
Después del orgasmo, Jen se lavó y frotó pormenorizadamente cada rincón del cuerpo de Esther, insistiendo con la toalla enjabonada entre sus nalgas y en su coño. A punto estuvo la perra de correrse otra vez con las caricias de la tela empapada, pero se contuvo.
Cuando Jen juzgó terminada la exhaustiva limpieza, la sacó de la bañera y la envolvió en una gran toalla de color azul eléctrico. Esther empezó a darse cuenta del código de colores de la ropa de baño; a menos que fuera algo arbitrario, cosa que dudaba, ese azul parecía corresponder a Jen, y el rojo a Inti. Las toallas y el albornoz de color negro que colgaban detrás de la puerta sólo podían pertenecer al Amo Alex, en consecuencia.
—Espera ahí…--le dijo Jen, señalando la pequeña banqueta de tres patas que había junto al inodoro.
El Amo sacó de un armario bajo el lavabo otra toalla, también azul, se secó y se la enrolló a la cintura. Volvió junto a su perra para terminar de secarla con suaves toques y ayudarla a ponerse la ropa que había dejado preparada.
—Voy a vestirme—le dijo, dándole un fugaz beso en la mejilla—te veo en el salón en cinco minutos, ¿ok?
—Sí, Amo…
Jen sonrió de nuevo y le acarició tiernamente la mejilla. A continuación abandonó el cuarto de baño, dejando a Esther aun temblorosa y sobrecogida por el placer con la puerta medio abierta.
****
Una vez sola, en la escasa intimidad que le brindaban aquellas “tres” paredes, la chica respiró hondo y se sujetó contra la superficie del lavabo: las piernas se le doblaban como si fueran de mantequilla. Levantó la vista hacia el espejo empañado y, sin pensar en lo que hacía, retiró con la manga de la sudadera la capa de vaho. Lo que vio entonces le produjo una nueva descarga de adrenalina.
La mujer que la contemplaba desde el otro lado del espejo no era ella misma (¿o sí?...). Se parecía un poco a lo que Esther recordaba de sí misma… y al mismo tiempo era tan diferente, y tan real, que la asustó.
La mujer del espejo tenía la cara roja, la boca inflamada por los besos y muerdos recibidos, labios entreabiertos, el largo cabello medio mojado encrespado y revuelto. Sus ojos brillaban como los de una niña, pero había algo en ellos que era justo lo contrario a la inocencia.
Bajando con la vista quedó prendada de sus pechos que se agitaban con cada respiración, coronados por pezones grandes, rosados, duros como penachos en forma de botón. Sintió que su sexo volvía a mojarse, y cómo la súbita humedad le empapaba la cara interna de los muslos, ya secos bajo los apretados leggings. La mujer del espejo no llevaba bragas, ella tampoco.
Avergonzada de pronto por aquel resplandor, aún deslumbrada por lo que veía—algo en ella daba saltos de alegría al mirarse por fin, libre de todo anclaje mental, desapegada de los miedos—trató de amansar su melena con los dedos para tener un aspecto más adecuado. Pero estaba bien así… con el pelo revuelto quizá no estaba tan incólume y bella como una princesa de cuento, lo que siempre había querido ser, pero estaba natural, como ella era, sin más… estaba sexy.
Sintiéndose resplandeciente, deseada, cosa que jamás le había pasado yendo vestida de aquel modo tan “simple”, sonrió tímidamente y salió del baño, encaminándose hacia el salón.
Aguzó el oído: se oían ruidos en la cocina, y pudo identificar la profunda voz de Alex, que por lo general tenía un tono muy alto. Era sábado; probablemente los Amos no tendrían que ir a trabajar aquel día. De hecho, por la noche vendría…
Le dio un escalofrío cuando recordó la visita que había pendiente para las diez, a menos que alguno de los chicos decidiera dar marcha atrás al tema.
Incorporándose un poco—y rabiando de dolor al hacerlo-- miró el reloj despertador que había en la mesita: eran las once de la mañana. Sobresaltada, pues recordó las últimas palabras que le dijo Inti antes de dormir, se levantó lo más rápido que pudo y, desnuda como estaba, salió de la habitación.
Los Amos estaban en la cocina; podía oír claramente sus voces tras la puerta cerrada. No quiso interrumpirles y se dirigió al salón, donde comenzó a recoger los restos de la “fiesta” de la noche anterior. Inti tenía razón, la habitación estaba hecha un desastre: muebles movidos, agua por todas partes, ceniza, alguna colilla, manchas sospechosas, condones usados…
Necesitaba una bolsa de plástico al menos para meter toda aquella basura. Estaba dudando si ir a preguntar a los Amos dónde encontrarla, cuando escuchó que se abría la puerta de la cocina y salía uno de ellos; no pudo ver quién, pues estaba agachada recogiendo algo del suelo, de espaldas al pasillo. Deseó de pronto mimetizarse con el entorno, muerta de vergüenza, y que quien quiera que fuera el que hubiera salido no pudiera verla. Pero su esperanza de pasar inadvertida se truncó de golpe cuando escuchó la rotunda voz a sus espaldas:
—Ey, Esther, buenos días…
Era Jen. No supo si sentirse aliviada o más agitada todavía. Se giró hacia él sin levantarse y quedó de rodillas, observando como los pies descalzos del Amo se aproximaban. Jen tenía unos pies preciosos, ahora que los veía más de cerca.
—Buenos días, Amo—murmuró con la mirada clavada en el suelo.
Jen colocó la mano derecha sobre la cabeza de Esther y le acarició el pelo.
—¿Has dormido bien?—le preguntó.
Esther se sentía confusa. Se sentía mucho más fuerte para aguantar azotes que el día anterior, como si hubiera perdido algo de miedo, y sin embargo temblaba ante un mínimo gesto de cariño. ¿Por qué?
—Sí, Amo, muy bien—se obligó a responder.
Jen apartó la mano de su pelo y se agachó frente a ella. Colocó sus dedos índice y medio bajo la barbilla de Esther y le levantó la cabeza suavemente, hasta que los ojos de ambos quedaron al mismo nivel. Aun así, la chica no pudo evitar rehuirle la mirada.
—Mírame, por favor—le dijo él, sosteniéndole la cabeza alta—no agaches la cabeza delante de mí a menos que te lo pida, ¿vale?
Ella cerró los ojos por un instante, rendida. Respiró hondo y los abrió de nuevo, para encontrarse de frente con la tranquila -y oscura- mirada del Amo. Jen sonrió.
—Eso es. ¿Te encuentras bien?
—Sí, Amo. Gracias.
—Déjame verte…
Jen retrocedió un poco, como para observar a Esther desde un plano más general. Ella no se daba cuenta, pero inconscientemente se abrazaba con sus propios brazos, tapando parcialmente su desnudez. El Amo la tomó de las manos con suavidad, le abrió los brazos y examinó su cuerpo. Comprobó que no sólo la huella de los azotes brillaba en su piel; el cuerpo de la perra era un mosaico de señales por todas partes: arañazos, mordiscos, marcas de dedos, moratones de diverso tamaño… se mordió los labios entre agitado, excitado y conmovido.
—Gírate, perrita…—le dijo.
Esther apoyó las manos en el suelo e hizo lo que el Amo le había mandado, mostrándole la espalda, el trasero y la parte posterior de sus muslos. Huelga decir que le dolía todo el cuerpo, sin excepciones, cada vez que hacía el más mínimo movimiento. Seguía sintiendo calor en las nalgas, una especie de fuego interno y doloroso, pulsante, a pesar de que la piel ya estaba tibia al tacto.
—Jo, nena—Jen chasqueó la lengua a sus espaldas, con preocupación—deja lo que estás haciendo y ven conmigo…
—Pero, Amo Jen…--contestó ésta inmediatamente—El Amo Inti me dijo que tenía que recoger…
—No te preocupes—respondió Jen—yo hablaré con Inti ahora. Hoy estás conmigo— añadió, esbozando una sonrisa—tranquila. Anda, ve al cuarto de baño y espérame allí…
¿Con Jen? Algo dentro de Esther dio un pequeño salto de alegría. Se sintió feliz, aunque no por ello menos inquieta, al pensar que le esperaban veinticuatro horas con Él… veinticuatro horas para descubrirle.
Mientras se dirigía al baño se cruzó con Inti en el pasillo, cuando éste salía de la cocina. Se atrevió a levantar los ojos hacia él esperanzada… quizá esta vez sí tuviera una palabra amable para ella, o un gesto; al fin y al cabo habían dormido juntos aquella noche. Sin embargo, volvió a bajar la mirada rápidamente cuando sus ojos chocaron con la frialdad de las pupilas de Inti.
—Buenos días, Amo…—murmuró, fijando la vista en el suelo.
—Buenos días, perra—contestó él--¿Adónde vas?
—Al cuarto de baño, Amo… el Amo Jen me ha mandado que vaya.
Los ojos de hielo de Inti recorrieron rápidamente el cuerpo de Esther.
—Entiendo por qué—concluyó, arrugando la nariz—hueles que apestas, te hace falta una ducha…
Y sin decir más, se alejó por el pasillo silbando y se metió en su habitación. Ni siquiera reparó en que Esther había dejado de recoger como Él la había encomendado.
Jen sonrió detrás de la perra y le dio un suave toque en el hombro para que siguiera andando.
—Vamos, cielo… luego hablaré con él.
La escoltó hasta el baño y cuando ambos entraron cerró la puerta tras de sí. Apoyó la espalda contra la hoja de madera, relajado, y contempló a Esther con un gesto entre el cariño y la preocupación.
—La verdad es que no sé por dónde empezar a curarte…--murmuró—pero antes de nada te voy a enseñar como quiero que, de ahora en adelante, me saludes cuando me veas por la mañana, o cuando vuelva del trabajo.
—Sí, Amo…
Esther estaba obcecada en no bajar la cabeza, para no desobedecerle, pero aun así se negaba a mirar a Jen a la cara. En lugar de eso miraba con tanta fijeza la pared de enfrente que los contornos del alicatado comenzaron a emborronarse ante sus ojos.
—Lo primero, relájate.
Jen la acarició el brazo con las puntas de los dedos.
—Respira.
Esther tomó aire profundamente, y al exhalar soltó los contraídos músculos de su espalda y su cuello.
—Muy bien—la animó Jen— Ahora mírame, y acércate.
La perra enfrentó de nuevo los ojos del Amo y se adelantó un paso, vacilante.
—Un poco más…
Oh, eso ya era acercarse demasiado…
Esther dio otro paso, hasta casi tocar con la boca la barbilla de Jen. Se sintió muy pequeñita a su lado, aunque eran poco más o menos de la misma altura; de nuevo percibía que no podía controlar su cuerpo: se había vuelto a poner a temblar de pies a cabeza. Era muy difícil para ella mirar a los ojos del Amo desde tan cerca, pero aun así lo hizo.
Los ojos de Él la estaban esperando, dos esferas de ámbar oscuro que aguardaban mansamente.
—Hola, pequeña…—sonrió, acariciándole la mejilla. No apartó la mano, sino que siguió trazando dibujos en el rostro de ella con cuidado, con mimo.
—Hola, Amo…
Jen sonrió más y tiró suavemente de la mandíbula de Esther, para acercar todavía más el rostro de ella al suyo.
—Dame un beso—le dijo en voz muy baja.
Esther suspiró. Jen la dejaba sin defensas, completamente expuesta por dentro. Le hacía sentir igual de dispuesta a reír que a llorar en cada momento. Despacio, con la intención de satisfacerle a pesar de insegura por temer ser torpe, acercó sus labios al rostro de él.
—¿Dónde quiere … dónde quieres que te bese, Amo?—se había acostumbrado a usar el “usted” para tratar con Inti, y ahora que estaba con Jen le costaba volver al “tú”.
—Aquí—respondió él, señalando con el dedo la comisura de su propia boca.
Ella besó suavemente el lugar indicado, apenas rozándolo con los labios. Una vez lo hizo retrocedió un poco y volvió a mirar a Jen, tímidamente, evitando bajar los ojos pues sabía que eso no le gustaría a él.
—Muy bien—asintió éste, sin dejar de acariciar con ternura la mejilla de ella—de ahora en adelante, a menos que te diga lo contrario, me saludarás así. Todos los días, no sólo cuando estés para mí expresamente, ¿lo entiendes?
—Sí, Amo…
—Bien. Ahora… deja que te bese yo.
Le giró suavemente la cara con su mano, se acercó a ella y le dio un beso largo y dulce. A Esther se le paró el corazón.
Jen había comenzado a besarla con la boca cerrada, repetidas veces, con suavidad, hasta que en cierto momento rozó los labios de la chica con los dientes para abrírselos más, y aventuró la lengua poco a poco dentro de su boca. Encontró inmediatamente la tímida lengua de ella—Esther ni quería ni osaría rehuirle-- y la acarició, la saboreó. Inició un lento juego con movimientos circulares cada vez más profundos, saliendo de vez en cuando para lamerle los labios o morderla suavemente.
A Esther le pareció que aquel maravilloso beso duró horas; a él le excitó que ella le correspondiera. Temía encontrar a Esther débil y enferma aquella mañana después del castigo y de todo lo demás. Temía que ella estuviera rota, traumada, herida. Pero no parecía ser así…
Deslizó la mano por detrás de su cuello, metiendo los dedos en las raíces del cuero cabelludo, levantándole la mata de pelo sin hacerla daño, acariciándola. Sonrió contra sus labios y volvió a besarla.
—¿Estás bien?—murmuró, al notar que ella se tambaleaba. La sujetó, temiendo que perdiera el equilibrio—¿Qué pasa, cielo?
--Sí, Amo, estoy bien—suspiró Esther. Se sentía a punto de echarse a llorar a causa de la emoción que la embargaba, eso sí, aunque no se trataba de una emoción negativa—Me estás curando con tus besos, Amo…
Él la abrazó y siguió besándola, en la cabeza, en el pelo, en la frente, en la sien.
—Te diré lo que haremos—le dijo, estrechándola contra sí—ayer te portaste muy bien, así que hoy me aseguraré de que estés tranquila. Primero te darás un baño… o mejor dicho, yo te lo daré—la besó nuevamente, en el cuello—después haré lo que pueda por curarte el destrozo que tienes, y luego iremos todos juntos a comprar algo de cena para esta noche… y a por algo para ti.
Se separó de ella con suavidad y le colocó un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja.
—Has vuelto a mirar hacia abajo…
Esther levantó la vista rápidamente, ¡era verdad! Ya no controlaba lo que hacía… se ruborizó tanto que Jen se rio.
—No pasa nada, tranquila… venga, prepara la bañera. Voy a elegir algo para que te pongas hoy, de entre la ropa que trajiste…
Le apretó el brazo con complicidad y salió del baño, dejando la puerta entre abierta.
Esther se sentó en el borde de la bañera, tratando de parar la endemoniada rueda en la que giraban mezcladas todas sus emociones. Estaba loca, no había duda, y debía de ser estúpida, como decía Inti… porque le parecía que, independientemente de todo, sólo tenía cuerpo para desear, y corazón para amar. De hecho, sentía que el corazón le explotaba al pensar en Jen; no hacia ni dos segundos que él se había marchado y ya le estaba echando de menos de manera cruel, como si le faltara un trozo de su propia piel: allí donde él la había abrazado y la había tocado.
Ignoraba si había sido una mujer dependiente hasta el momento; siempre había creído que no pero ahora comenzaba a dudarlo. Tenía la certeza de que esa “dependencia” era algo nuevo que únicamente había sentido en el piso de los Amos… pero quizá… ¿era algo nuevo de verdad, o era algo que había formado parte de ella siempre?
Siempre había fingido que no existía el desarraigo, el dolor que se acumula con el paso de los días. Por eso quizá nunca le había dado forma ni nombre al hambre interior que sentía. Con los Amos no podía fingir… y de esa manera les daba el máximo poder sobre ella, y eso... eso era... exactamente lo que temía y más quería al mismo tiempo.
Por esto pensó que ella deseaba, necesitaba, o tenía la sensación de necesitar, sólo a los Amos. Al menos en ese momento. Sólo la dulzura y la comprensión de Jen, su cuerpo y sus manos; sólo la rudeza y la humanidad de Alex, y por supuesto todo lo que tenía que ver con Inti. De nuevo una punzada le atravesó el corazón.
Puso el tapón de la bañera en el desagüe y abrió los grifos, con un dedo dentro del chorro de agua para calibrar la temperatura. Se preguntó si a Jen le parecería bien que hubiera un poco de espuma en el agua, y finalmente se decidió por verter unas gotas de gel bajo el torrente que caía del grifo. En pocos minutos la bañera se llenó hasta la mitad de agua espumosa con olor a colonia.
Jen tardó un poco en volver junto a Esther. Cuando apareció en la puerta con la ropa que había escogido—unos sencillos legings negros, una camiseta y una sudadera—la bañera ya estaba llena y Esther esperaba, desnuda, la orden de entrar en el agua.
Jen dejó la ropa cuidadosamente doblada sobre la encimera del baño. A Esther no le pasó desapercibido que el Amo no había cogido ninguna prenda interior para ella, ni bragas ni sujetador, y se sonrió por dentro.
—Venga, métete, perrita—la animó Jen—ahora voy contigo.
“¿Ahora voy contigo?”
Esther no quiso hacerle esperar y entró en la bañera. En contacto con el agua su piel se atemperó, lo que le produjo una sensación muy agradable. Pero al meter la parte de su cuerpo que iba de las rodillas hasta la cintura, sollozó de dolor: el agua caliente y el jabón escocían terriblemente en su piel de papel.
—No te sientes—le indicó Jen, al ver su gesto de dolor—espérame…
Se desnudó rápidamente y se metió en el agua, detrás de ella.
—Échate un poquito hacia delante… eso es.
Tomó asiento en el fondo de la bañera y atrajo a Esther hacia sí, agarrándola con cuidado por la cintura. Ella no se resistió, aunque no sabía muy bien como Jen quería posicionarla.
--Siéntate sobre mí—murmuró éste en su oído—así…
Jen separó las rodillas y acomodó el trasero de Esther sobre su estómago. Esta resbaló hasta su bajo vientre y dobló las piernas, manteniendo las plantas de los pies apoyadas, con lo que parte de su culo—la parte más cruelmente castigada, la más carnosa—quedó sin apoyo en el agua. Aunque el alivio le parecía a Esther que no era posible, no apoyarse en la superficie de loza era una bendición…
—Gracias, Amo…—musitó, avergonzada. Le daba vergüenza que él se preocupara tanto por ella, le daba vergüenza estar allí con él, tan cerca, con su cuerpo desnudo que siempre había creído sexy pero ahora se le antojaba tosco para alguien como Él.
—Gracias a ti, perrita—susurró Jen, alargando la mano para coger una toalla de tamaño pequeño a fin de usarla como esponja—gracias a ti…
Suspirando, Esther apoyó la espalda en el torso de Jen y descansó la cabeza en la curva de su cuello. Éste ladeó un poco la cabeza y apoyó la barbilla en la coronilla de Esther, cruzando las manos suavemente sobre su estómago, por debajo del agua. La atrajo hacia sí y besó el nacimiento de su pelo, frotando imperceptiblemente la mejilla contra su sien.
Por una parte, Esther se sentía terriblemente excitada por tenerle tan cerca—por sentirle, por olerle--, completamente desnudo y relajado detrás de ella, entre nubes de espuma. Por otra parte, el escozor de sus nalgas y muslos comenzaba a calmarse, ya no era tan rabioso como antes, y allí, con las nubes de vapor oloroso flotando a su alrededor, el cuerpo le pedía relax absoluto.
Jen estaba relajado también, pero Esther podía intuir la incipiente erección que se levantaba entre sus piernas, sin tocarla, bajo el agua. Se movió un poco hacia atrás con curiosidad, ya que sus nalgas se mantenían sin apoyo, y al momento notó el roce de algo grueso y lleno contra la parte posterior de su muslo. Contuvo un gemido cuando, al moverse un poco más, aquella dureza tocó la hendidura entre sus nalgas, quedándose suavemente adherida ahí por unos segundos. Movió las caderas sin querer, se separó unos centímetros y perdió el contacto.
Jen rio a sus espaldas y la estrechó más fuerte, apretando su abrazo. El cilindro sumergido que era su polla, ya completamente duro, se apretó contra la nalga derecha de Esther.
—¿Qué pasa, nena? – Se removió debajo de ella, restregándole su erección por un momento--¿quieres jugar?
Ella gimió sin poder evitarlo y levantó el culo, con lo que el vello castaño de su pubis emergió a la superficie del agua, perlado de gotitas y trazas de espuma. Jen extendió la mano al instante y jugó entre aquellos rizos empapados con las puntas de los dedos.
—Oh… estupenda postura. No te muevas…
Se incorporó sin dejar de presionar el cuerpo de ella con el suyo y vertió en la palma de su mano una sustanciosa cantidad de gel.
--Abre más las piernas…--murmuró al oído de ella.
Un escalofrío recorrió la espalda de Esther al escuchar la voz del Amo, de pronto embebida de excitación. Sentía el corazón de él latiendo rápido contra su espalda, un latido lleno y acompasado capaz de agitar las olas de agua que lamían su piel, capaz—se dijo—de causar un verdadero maremoto en la bañera. Obedeció y separó las rodillas, fijando bien los talones en el fondo esmaltado, levantando un poco más la pelvis para que él llegara mejor a su sexo con los dedos.
—Oh, así… muy bien…
Empezó a frotarla, extendiendo minuciosamente el jabón en la mata de vello púbico que protegía su coño, insinuando las puntas de los dedos de cuando en cuando entre los pétalos que le esperaban más abajo, palpitando ya por él.
Sus caricias fluían fácilmente gracias al gel que le impregnaba los dedos, y con el paso de los minutos se fueron tornando más lascivas y osadas, intercalando de cuando en cuando alguna penetración profunda con su dedo medio.
—Gracias, Amo…--gimió Esther, con la voz desflecada por el placer. Quería más, y sabía que el Amo Jen se lo daría si se lo pedía… pero no se atrevía a hacerlo, no quería parecerle demasiado guarra, anormalmente cerda. Ya bastante avergonzada estaba por escuchar sus propios jadeos, y por los botecitos que había comenzado a insinuar sobre la pelvis del Amo.
Jen rezongó debajo de ella y separó con decisión los labios de su sexo para frotarla y comenzar a masturbarla en condiciones.
—Oh, Amo…
Esther se movió bruscamente, sorprendida por el contacto directo de los dedos de él.
—Déjate llevar, perrita…
La chica comenzó a levantar y bajar las caderas para disfrutar plenamente las caricias de Jen, desplazando olas de agua contra las paredes de la bañera. El dedo medio del amo frotaba rápidamente su clítoris, mientras con la palma de la mano él la asfixiaba el coño, apretándoselo, con un movimiento parecido al que haría quien escurre un trozo de tela empapado o una esponja.
La perra echó la cabeza hacia atrás sobre el hombro de Jen, contra el cuello y la mandíbula de él; abrió la boca y la cerró de golpe para contener un prolongado gemido. Los jadeos del Amo se estrellaron, húmedos, contra la piel de su mejilla. La excitación de él era cada vez más intensa y patente.
Esther no podía evitar que su castigado culo golpeara contra la cadera del Amo-y contra la polla de éste, que la estaba volviendo loca al apretarse contra su carne- pero el dolor era un enemigo lejano al que no quería prestar atención.
No obstante, Jen percibió cómo ella fruncía el ceño un par de veces y cesó por un momento de acariciarla.
—Ponte de rodillas, nena…--le dijo al oído, tratando de que el animalismo que le poseía no se le notase. Su perra estaba muy a gusto, muy excitada, y no quería asustarla. Sólo quería seguir ahí, continuar dándole placer, llevarla de nuevo al límite de aquella forma.
Esther, jadeando, incapaz de recomponerse, se colocó de rodillas dándole la espalda, temblando. En esa posición, su culo y el primer tercio de sus muslos quedaron fuera del agua, expuestos, temblorosos. Jen se incorporó y presionó suavemente con la mano la zona lumbar de la perra, instándola a arquear un poco la espalda y a levantar más el culo. Esther apoyó los antebrazos en el borde de la bañera y sin pensar agarró el grifo, que era lo que tenía justo en frente; la tubería de metal y las llaves de paso estaban calientes, bastante calientes en realidad, y eso la impresionó, pero aun así las agarró con fuerza. Se preguntó si el Amo iba a tomarla de aquel modo y se estremeció sólo con pensarlo.
Nada más afianzar la posición requerida, volvió a sentir los dedos de Jen jugando en su sexo, ya a sus anchas, entrando y saliendo. El brazo de él se movía con celeridad en cada movimiento, en cada caricia, en cada penetración de dedos. Aulló y gimió apretando fuerte la tubería del grifo con las manos. Sentía su coño latir y abrirse, incapaz de soportar el momentáneo vacío que dejaban en él los dedos del Amo al retirarse un segundo antes de volver a entrar.
—Amo…--gimoteó--¿Puedo preguntarte una cosa?
No sabía cómo ser educada y “elegante” en aquel momento: necesitaba que Jen le resolviera la duda que la corroía sin parecer una zorra y se daba cuenta que, al menos por el concepto que ella tenía de la palabra “zorra”, eso sería imposible.
—Claro, perra—jadeó él—dime.
—¿Me vas a follar, Amo?
Escuchó cómo los jadeos de Jen se rompieron en una risa excitada.
—¿Tú quieres que te folle?—boqueó, metiendo los dedos en aquel coño caliente todo lo que podía.
La perra gritó con la boca cerrada, los labios apretados, desplazando una cantidad considerable de agua fuera de la bañera por la amplitud de sus movimientos.
—Sí…—su voz la avergonzó profundamente. Era una voz ajena, líquida, obscena.—Por favor… Amo…
Jen resopló.
—Y querrás correrte, claro…
Esther sollozó. A decir verdad, estaba más que a punto del orgasmo, haciendo denodados esfuerzos por no caer en él.
—Sólo si me das permiso, Amo…—consiguió decir, intentando controlarse. Trató de abstraerse, de pensar en algo desagradable, pero no fue capaz.
—Lo deseo—murmuró Jen, clavándole los dientes en la parte superior de su espalda— Lo deseo…
—Oh, Amo…
—Pero córrete conmigo dentro—masculló, y acto seguido se agarró la polla y penetró a su perra, clavándosela de golpe.
Esther se sacudió por reflejo; había sentido un placer salvaje cuando Jen se la metió, le parecía que su cuerpo se movía controlado por alguna parte de su cerebro donde ella no mandaba, agitándose contra los movimientos de él.
Debido a la lubricación del jabón y del agua, Jen la follaba con una brusquedad de la que no había hecho uso hasta el momento, sin atisbo de cuidado ni piedad. Esther se retorció contra él, gimiendo en voz alta, enloquecida por la descomunal descarga de adrenalina; el placer era tan intenso que temió dar alaridos si se dejaba llevar.
—¿Qué tal?—gruñó Jen, clavándose en ella como si quisiera llegar hasta su vientre desde dentro—¿Te gusta, mi zorrita?
—Oh, Amo… Amo…--Esther era incapaz, completamente incapaz, de hilar una frase con sentido en ese momento.
Jen se rio, resollando, sin dejar de taladrarla. Él estaba próximo al orgasmo también: lo sentía en su estómago, en el hormigueo que le llenaba el bajo vientre y la zona donde nacían sus testículos, y por supuesto en toda la extensión de su polla, que palpitaba deseando derramarse dentro de aquel pastel caliente.
—“Mi” zorra—añadió, dejándose ir, marcando con énfasis el posesivo.
—Tu zorra… Amo…--consiguió decir Esther. Necesitaba decirlo. Al escucharse, sintió que no podía más—Amo… por favor… Amo…
—¿Qué?
—Amo, me quiero correr… por favor…
Él no dejaba de moverse con ferocidad, entrando y saliendo de ella.
—Yo también me quiero correr…--respondió—pídeme que te deje ir, perra…
Esther sollozó desesperada, los dedos blancos a fuerza de agarrarse al grifo y apretar.
—Amo… --masculló como pudo—por favor… ¿me dejas correrme?
Él bufó y la folló aún más rápido.
—Otra vez, zorra—gruñó—pídemelo otra vez…
—Amo… por favor… ¿me dejas correrme… contigo dentro?
Zorra, más que zorra, pensó Esther vagamente que era al decir aquello. Sabía que aquellas últimas palabras excitarían a su Amo justo lo que le faltaba para perder el control. No se equivocaba. Deseaba que él le diera permiso por fin, pero más aún ansiaba sentir el placer del Amo en su pleno esplendor, rompiéndola del todo.
—Oh, sí. Córrete, zorra…
—Aughhhh…. Graaa…gracias… Amo…
—Venga, perra… dámelo…
Se lo dio. Y tanto. Justo en la cima de la escalada al placer, al borde de su resistencia, Esther saltó y se precipitó al vacío encomendándose a dios. Esto último lo hizo literalmente, porque era la única palabra que repetía—“Dios… ¡Dios!…”—sollozando por no gritar. Las paredes de su vagina se contrajeron tan fuerte, absorbiendo a Jen con tanto ahínco, que éste tuvo que salir precipitadamente para no correrse dentro de ella. Ya se lamentaba por estar follándola sin condón, aunque presuponía que la perra estaba sana, pero de ningún modo quería correr el riesgo de preñarla. Enfadado consigo mismo por haber sido tan poco previsor, retrocedió bruscamente y del mismo impulso casi se corrió sobre las nalgas de ella.
La muy zorra trató de pegarse a él, como si no quisiera dejarle salir de su cuerpo en pleno frenesí. Desde luego Jen entendió que era un movimiento inconsciente, pero aun así le dio un cachete firme—muy medido—en la nalga derecha, antes de salir de ella bruscamente.
--“Naughty girl”…--resolló, con una sonrisa perversa, justo antes de empezar a correrse —eres una perra consentida… pero no has venido al mundo a sufrir, ¿verdad que no?
Después del orgasmo, Jen se lavó y frotó pormenorizadamente cada rincón del cuerpo de Esther, insistiendo con la toalla enjabonada entre sus nalgas y en su coño. A punto estuvo la perra de correrse otra vez con las caricias de la tela empapada, pero se contuvo.
Cuando Jen juzgó terminada la exhaustiva limpieza, la sacó de la bañera y la envolvió en una gran toalla de color azul eléctrico. Esther empezó a darse cuenta del código de colores de la ropa de baño; a menos que fuera algo arbitrario, cosa que dudaba, ese azul parecía corresponder a Jen, y el rojo a Inti. Las toallas y el albornoz de color negro que colgaban detrás de la puerta sólo podían pertenecer al Amo Alex, en consecuencia.
—Espera ahí…--le dijo Jen, señalando la pequeña banqueta de tres patas que había junto al inodoro.
El Amo sacó de un armario bajo el lavabo otra toalla, también azul, se secó y se la enrolló a la cintura. Volvió junto a su perra para terminar de secarla con suaves toques y ayudarla a ponerse la ropa que había dejado preparada.
—Voy a vestirme—le dijo, dándole un fugaz beso en la mejilla—te veo en el salón en cinco minutos, ¿ok?
—Sí, Amo…
Jen sonrió de nuevo y le acarició tiernamente la mejilla. A continuación abandonó el cuarto de baño, dejando a Esther aun temblorosa y sobrecogida por el placer con la puerta medio abierta.
****
Una vez sola, en la escasa intimidad que le brindaban aquellas “tres” paredes, la chica respiró hondo y se sujetó contra la superficie del lavabo: las piernas se le doblaban como si fueran de mantequilla. Levantó la vista hacia el espejo empañado y, sin pensar en lo que hacía, retiró con la manga de la sudadera la capa de vaho. Lo que vio entonces le produjo una nueva descarga de adrenalina.
La mujer que la contemplaba desde el otro lado del espejo no era ella misma (¿o sí?...). Se parecía un poco a lo que Esther recordaba de sí misma… y al mismo tiempo era tan diferente, y tan real, que la asustó.
La mujer del espejo tenía la cara roja, la boca inflamada por los besos y muerdos recibidos, labios entreabiertos, el largo cabello medio mojado encrespado y revuelto. Sus ojos brillaban como los de una niña, pero había algo en ellos que era justo lo contrario a la inocencia.
Bajando con la vista quedó prendada de sus pechos que se agitaban con cada respiración, coronados por pezones grandes, rosados, duros como penachos en forma de botón. Sintió que su sexo volvía a mojarse, y cómo la súbita humedad le empapaba la cara interna de los muslos, ya secos bajo los apretados leggings. La mujer del espejo no llevaba bragas, ella tampoco.
Avergonzada de pronto por aquel resplandor, aún deslumbrada por lo que veía—algo en ella daba saltos de alegría al mirarse por fin, libre de todo anclaje mental, desapegada de los miedos—trató de amansar su melena con los dedos para tener un aspecto más adecuado. Pero estaba bien así… con el pelo revuelto quizá no estaba tan incólume y bella como una princesa de cuento, lo que siempre había querido ser, pero estaba natural, como ella era, sin más… estaba sexy.
Sintiéndose resplandeciente, deseada, cosa que jamás le había pasado yendo vestida de aquel modo tan “simple”, sonrió tímidamente y salió del baño, encaminándose hacia el salón.
20-Pertenencia
—Venga, perrita, nos vamos… cálzate.
Jen la tendía el abrigo y esperaba en la entrada de la casa, ante la puerta abierta. Los otros dos Amos ya habían salido; Esther les escuchó reír y hablar entre ellos mientras bajaban por las escaleras hacia el portal.
La chica se calzó, cogió el abrigo y siguió a Jen fuera de la casa. Poco después, los cuatro se reunieron junto al coche negro aparcado frente al bloque de pisos.
Esther había pensado al principio que el coche pertenecía a Jen, pues recordaba que él lo conducía la noche que la llevó a dormir al piso por primera vez, pero empezaba a darse cuenta de que los chicos usaban el vehículo indistintamente. Inti sacó la llave de su bolsillo-- tenía ganas de conducir él aquella mañana—pulsó el pequeño botón en el centro de la misma y al instante se escuchó el chasquido de los seguros de las cuatro puertas al bajarse.
—Pasa—le dijo a Esther, sin mirarla, sujetándole abierta la puerta que daba al asiento de atrás.
La chica obedeció. No obstante, cuando pasó al lado de Inti para entrar en el coche, éste la agarró del brazo y la inmovilizó. Una vez hecho esto, el Amo le colocó una rodilla entre las piernas, desde atrás, para que las separara, y de improviso deslizó un dedo justo en la raja de su coño por encima de la ropa. La tocó, apretando su sexo sin bragas contra la fina tela de las mallas. Movió los dedos un instante, describiendo la ranura entre las piernas de Esther, hundiéndolos ahí, comprobando que ésta no llevaba ropa interior debajo de los leggins.
Satisfecho porque la perra se atuviera a las normas—y por la sutil humedad que había captado al tacto-- la palmeó brevemente entre las piernas y la empujó con la rodilla para que entrara en el coche. Esther, temblorosa y ardiendo por la repentina agresión a su intimidad— ¡y en plena calle!—, con cada músculo de su cuerpo hecho un nudo y la cara roja como la grana, se introdujo en el vehículo y se sentó detrás del asiento del conductor.
Alex entró a continuación y se sentó junto a ella; Inti dio la vuelta al coche para ocupar su puesto ante el volante y Jen se sentó a su lado, en el asiento del copiloto.
—Hola, guapa…—le dijo Alex a Esther, tan pronto se sentó.
—Hola, Amo…
Alex frunció levemente el ceño. Se inclinó hacia Esther precipitadamente y, atacándola por sorpresa, se lanzó hacia su mejilla. Ella dio un respingo cuando los labios de él se estrellaron de pronto contra su piel, en un beso que pretendía ser suave y fue todo lo contrario. Sabía que Alex no pretendía ser brusco porque había visto timidez en sus ojos, cuando se había sentado a su lado en el coche, pero aun así no pudo evitar enervarse más todavía.
—¿Qué tal?—le preguntó él, con cierta tensión en la voz.
“No lo sé (Oh, claro que lo sé, lo sé muy bien: estoy húmeda, hambrienta y hecha polvo)”, respondió automáticamente Esther en su interior. Aun le parecía que su coño palpitaba y ardía después del brutal orgasmo en la bañera, reavivado por la intromisión de la mano de Inti segundos antes. Pero desde luego, no lo dijo.
—Bien, Amo…—respondió educadamente—¿y usted?
Alex se alisó las mangas de la camisa gris que llevaba, tirando de los puños hacia fuera.
Le incomodaba en cierta forma que ella le tratara de aquella manera—el usted le era del todo ajeno, por no hablar de la palabra “Amo”--, le hacía sentirse raro. Después de todoocurrido, sobre todo después del “castigo” infligido la noche anterior, lo último que se sentía era Amo de nada. Pero la veía tan frágil a ella, tan dentro de su rol, que no quiso corregirla.
—Bien—respondió escuetamente, fijando la mirada en algún punto a través de la ventanilla.
—Bueno, ¿dónde vamos primero?—preguntó Inti, arrancando el motor.
—Yo creo que lo mejor es ir primero a la clínica—aventuró Jen—aunque antes deberíamos parar a desayunar. Luego, cuando terminemos de hacer todo, vamos a la compra tranquilamente… sin preocuparnos de que los congelados se jodan en el maletero.
—Buena observación. Siempre piensas en todo…—respondió Inti— Pero, ¿No has desayunado ya?
—Yo sí—Jen se giró hacia el asiento de atrás y señaló a Esther con la barbilla—ella no.
—Ah…
Inti metió la marcha atrás y salió del aparcamiento, incorporándose a la escasa circulación que había en la calle a aquella hora.
—¿Llevas las llaves de la clínica?—le preguntó Jen apenas avanzaron unos metros.
El aludido asintió, con la mirada fija al frente.
—Sí, pero de todas maneras está Fran, es sábado por la mañana…
Esther no sabía a qué clínica se referían los chicos, pero intuía que podía tratarse del centro veterinario donde trabajaba Inti. ¿Cómo se explicaba si no que él tuviera las llaves? Sin embargo no tenía la menor idea de por qué los Amos se dirigían precisamente allí, un sábado por la mañana, con ella.
Salieron a la carretera y pararon a desayunar a mitad de camino entre la casa y la clínica, en un área de descanso. El lugar donde iban no estaba muy lejos, pero sí a las afueras de la ciudad, en una zona de campo.
Después de que Esther se tomara, prácticamente obligada por Jen, un café y una magdalena-- una “miserable y jodida magdalena, por favor, déjalo ya” había barbotado Inti ante la insistencia de Jen por que ella comiera--, volvieron al coche. No tardaron mucho en coger un desvío a una carretera rural que discurría entre árboles, alejándose ya de todo resto urbano, como entrando en otro mundo agreste, verde y amarillo.
Pasaron un par de balizas y finalmente Inti detuvo el coche ante una verja pintada de blanco sobre cuyas lamas podía leerse, en un cartel escrito con grandes letras:
“Los Álamos: centro hípico y clínica veterinaria”.
Inti quitó el contacto y descendió del coche.
—Vamos—murmuró sucintamente, abriéndole la puerta a Esther.
“Los Álamos” era en realidad el resultado de la fusión de dos centros: por un lado la hípica, que parecía haber estado siempre allí, y por otro lado una protectora-refugio que se había adosado después. La asociación protectora acogía especialmente a galgos, pero el hecho era que aceptaba no sólo todo tipo de perros sino cualquier animal abandonado o enfermo. En la clínica veterinaria dentro de la protectora era donde trabajaba Inti, de lunes a viernes en horario de mañana, con guardias localizadas fines de semana intercalados. No había ningún veterinario presencial los fines de semana, de manera que si ocurría alguna emergencia le llamaban por teléfono, en su horario correspondiente, para que fuera hasta allí.
Caminaron hacia la verja. Inti apartó el candado abierto que sujetaba las dos puertas de madera y retiró una enorme cadena que rodeaba los travesaños. Empujó la puerta dejándola abierta tan solo en una delgada rendija, suficiente para que Esther viera un hocico blanco y afilado que se asomó curioso.
—Hola, Jefe…--saludó Inti al perro, colocándose de parapeto ante la puerta entreabierta para que éste no saliera—¿Qué tal estás, chico?
La mano de Inti parecía enorme cuando la colocó sobre el morro del animal, y luego sobre su cabeza. Le tocó de una manera peculiar, decidida y primaria, distraída pero perfectamente entendible para el perro, como si por costumbre la comunicación fluyera entre ambos naturalmente sin ningún esfuerzo.
—Venga, vamos…—Inti hizo un gesto a sus compañeros y a Esther para que le siguieran a través de la puerta.
Una vez al otro lado de la cerca, volvió a colocar la cadena como estaba y se encaminó hacia el centro veterinario ubicado en la protectora, escoltado por Jefe y por una pequeña cohorte de galgos famélicos. Los chicos y Esther le siguieron a través del camino embarrado.
—Buenas, Fran—saludó Inti a un hombre robusto y congestionado, una vez llegó al pequeño edificio de ladrillo que era la clínica.
El hombre levantó la cabeza y dejó en el suelo el enorme saco de pienso que apilaba junto a otros contra la pared.
—Anda, ¿cómo tú por aquí?
Sujetaba un cigarro apagado entre los dientes, frunciendo los labios en un gesto ciertamente extraño sin dejar de contemplar a Inti con fijeza.
—He venido… a por el collar de Jax.
El hombre llamado Fran arrugó el ceño: un grueso pliegue vertical cruzó su entrecejo dividiéndole la frente en dos.
—¿El collar de Jax?
Inti asintió.
—Sí, verás, tenemos… una perra, ¿sabes, Fran?
Soltó aquella frase en tono impasible, sin sonreír siquiera con segundas intenciones.
El estómago de Esther dio un brinco.
—¿Una perra?
—Sí—respondió Inti-- Nos hace falta un collar y pensé… me acordé de que tenía el collar de Jax guardado en la consulta uno.
—Eres un sentimental, ¿eh?…—masculló Fran.
Inti rechazó esta frase con los reflejos de un tenista dando un revés. De hecho su mano se movió en el aire de igual manera, golpeando algo imaginario al tiempo que él chasqueaba la lengua.
—Es un collar perfectamente utilizable—repuso—voy a entrar a cogerlo.
Fran se encogió de hombros y se hizo a un lado para que Inti accediera a la puerta de entrada a la clínica, puerta hasta el momento oculta tras la ancha espalda del hombretón.
—En fin—les dijo a los chicos mientras le observaba alejarse—creo que quería a ese animal. Es un palo de tío pero con los animales se lleva bien… le quieren, es curioso.
Jen soltó una risita.
—Es cierto—corroboró Alex—es un palo de tío.
Fran soltó una carcajada.
Inti volvió rápidamente con un ancho collar de cuero en la mano. Se notaba que el collar estaba usado: se veía desgastado e incluso lucía alguna grieta cerca de la gran hebilla ovalada. No tenía otro aditamento que el enganche para la correa, una especie de mosquetón que colgaba lánguidamente más o menos en el centro de la tira de cuero.
—Y esa perra… ¿de dónde ha salido?—preguntó Fran, justo cuando iban ya a marcharse.
—Buena pregunta…--dijo Jen sonriendo divertido, sin querer darse la vuelta para responder.
Esther se puso blanca de pronto. Inti se dio cuenta y sus ojos relucieron con un brillo acerado de malignidad.
—Esther…—le dijo a la chica, dándole un suave toque en el brazo para frenar su huida—cuéntaselo…
A Esther ni siquiera le habían presentado a aquel hombre. No sabía si era el cuidador de los caballos, el cuñado del dueño de la clínica o el maldito jardinero.
—¿Qué clase de perra es?
Fran seguía haciendo preguntas cada vez con más interés, para el horror de la chica.
—Vamos, Esther, no seas tímida—Inti le dio un engañoso empujoncito amistoso—cuéntale por qué tenemos a la perra.
—¿La has encontrado en la calle? ¿Es eso?
Esther, ahora terriblemente ruborizada, bajó los ojos brillantes al suelo.
—La perra… apareció—musitó. Estaba horrorizada por tener que contestar a aquello, pero no quería desobedecer a Inti.
—¿Apareció?—Fran arqueó las cejas y rio--¿dónde?
—Apareció en la casa…-—dijo ella de un tirón, encogiéndose por momentos.
—No lo digas con tanta pena, mujer—Inti le palmeó la espalda—al fin y al cabo, te ha cambiado la vida, ¿no?
Esther asintió rápidamente.
—Oh, sí…—casi se le escapa la temida palabra (“Amo”), pero logró frenarse a tiempo.
Su interjección quedó suspendida en el aire.
--Qué curioso—replicó Fran. Le parecía que había algo raro en todo aquello, aunque jamás hubiera podido imaginar qué—ha sido ella quien os ha encontrado a vosotros y no vosotros a ella, entonces…
—Exacto—dijo Inti con cara de satisfacción.
—¿Qué tipo de perra es?
Nuevamente el demonio rubio miró a Esther y le instó a contestar, con una chispa de regocijo en los ojos inapreciable para el resto. Realmente se lo estaba pasando en grande.
—Cuéntale, Esther. Qué tipo de perra es.
Ella no supo que decir, pero no quería dudar y que Fran se diera cuenta de lo que allí sucedía, de lo que realmente quería decir ese cruce de palabras velado.
—Es una chucha—murmuró, sin saber si esa respuesta sería adecuada.
Jen meneó la cabeza y sonrió.
Fran asintió vehemente.
—Una chucha, claro… no podía ser de otra manera--soltó una carcajada y se giró hacia Inti—siempre estás rodeado de chuchos, aunque nunca te había visto con una chica tan guapa…
Esther enrojeció aún más si cabe y deseó realmente desaparecer cuando oyó este último comentario.
—¿Qué tienen de malo los chuchos?—gruñó Inti—a mí me parecen muy inteligentes…
—No, en absoluto tienen nada de malo… —Fran miró a Esther con ojos golosos. Al parecer, la chica le había gustado—y más si le hace ilusión, ¿verdad? Llevaos un saco de pienso si queréis…
Jen soltó una carcajada y Alex pasó el paso de un pie a otro, deseando salir de allí.
—No, gracias, Fran…—Inti declinó el ofrecimiento. Realmente, darle pienso a Esther podía tener gracia… pero no tanta como para soportar el pesado saco hasta el coche, desde luego—Nos vamos ya… y sí, creo que le hace mucha ilusión. Gracias, pero tenemos prisa. Nos vemos.
Se despidieron de Fran y atravesaron de nuevo el camino, seguidos por los galgos hasta la cerca. Una vez junto al coche, Inti se detuvo sin abrir las puertas y le tendió el collar a Esther.
—¿Qué te parece?—le dijo, sin atisbo de broma— ¿Es adecuado para la perra?
Sin querer acercarse al objeto, como si este le quemara en los ojos con sólo mirarlo, Esther asintió brevemente con la cabeza.
—Sí, Amo…
La pregunta de él había salido de sus labios con marcada ironía, estaba claro que simplemente quería oír su sumisa aprobación.
—Vamos… míralo—dijo, tendiéndoselo. Esther retrocedió sin querer, como si la hubiera apuntado con una pistola—tócalo…
Haciendo de tripas corazón, ella lo tomó en sus manos. El metal de la hebilla estaba templado al tacto, seguramente Inti había tenido el collar agarrado por ahí. Rozó con los dedos el cuero flexible y agrietado, indecisa, tomando poco a poco conciencia de lo que significaba aquello; le entraron ganas de olerlo pero no se atrevió. Sintió un calor creciente en las puntas de los dedos mientras lo tocaba, una energía que le hormigueaba en los dedos y discurría por su mano, por su muñeca, por su brazo. ¿Realmente eso era para que ella lo llevara? ¿Era un castigo, una manera más de humillarla, o por el contrario era un regalo? ¿O era las dos cosas?... ¿Y Jax? Estaba claro que era un perro… pero… ¿el perro de Inti en la clínica? En realidad no le parecía posible imaginarse a su Amo más frío cuidando de un perro…
Mientras Esther recorría con los dedos el cuero, sin poder apartar los ojos de él, Inti metió la mano en su bolsillo y sacó una especie de fichas de colores, de forma triangular, y se las mostró a sus compañeros. Había tres: una roja, una blanca y una azul. También sacó un rotulador de tinta indeleble.
Le tendió a sus compañeros las fichas: Alex cogió la de color blanco y Jen la azul, dejándole a él la roja.
—Estas son las chapas de las que os hablé—les dijo Inti. Esther podía oírle vagamente, abstraída como estaba en la contemplación del collar—Son cómodas, fáciles de poner y quitar; las usamos para los animales que se quedan ingresados o en observación. Podemos rotular en ellas nuestro nombre.
—Genial…--Jen miró su ficha, sonriendo, y escribió sobre ella su nombre con tinta indeleble.
A continuación, le pasó el rotulador a Alex, que hizo lo mismo sin querer pensar demasiado en lo que estaba haciendo exactamente.
Por último, Inti garabateó rápidamente el suyo sobre la ficha roja y llamó a Esther.
—Perra, ven.
Allí, en pleno campo delante del coche, no había nadie que pudiera verles ni oírles, de manera que podían expresarse con relativa libertad. Esther agachó la cabeza para no molestar a su Amo y se acercó, con el collar entre las manos.
—Cuando estés dentro de casa llevarás este collar siempre—le dijo él secamente—a menos que se te indique lo contrario. Fuera de casa no tienes que llevarlo, a menos que estemos en un lugar muy concreto. Ahora dámelo.
La chica le devolvió el collar.
—Sí, Amo…--musitó.
Inti le pidió a Jen la chapa azul rotulada con su nombre y la enganchó en la argolla de la hebilla. Aquel día le correspondía a Jen ser el “Amo prioritario” de Esther; desde ese momento quedó expresado con la chapa azul.
—Yo lo guardaré—se adelantó Jen—lo llevaré conmigo hasta que lleguemos a casa.
Inti le entregó el collar sin dejar de mirar a Eshter.
—Escucha perra. No le llegas ni a la pezuña al dueño anterior, así que llévalo con honor…
La chica no supo si él hablaba en broma o si lo decía en serio.
—Lo intentaré, Amo…
—No hay que intentar nada. Hazlo y punto—Inti accionó el mecanismo centralizado de la llave y le abrió la puerta a Esther—entra en el coche.
Se pusieron de nuevo en marcha hacia la zona urbana, rumbo al supermercado. Esther sintió un discreto alivio durante el viaje, pensando que el súper sería, después de todo, un ambiente más “familiar”… y que el hecho de caminar entre latas de tomate frito y cartones de huevos la traería de vuelta a la “normalidad” de alguna forma, sacándola por un momento del sueño que estaba viviendo, de aquella “película”. Pero nada más lejos de la realidad. Igual que un zombie puede resultar el doble de aterrador de día y en un entorno cotidiano, Esther sintió nada más llegar allí que no estaba segura de poder digerir aquello. Lo de Fran había sido horrible, pero hacer la compra con los chicos, como si fueran simplemente tres amigos, fue para ella directamente inconcebible.
Para colmo, de pronto se giró una señora mayor que contemplaba unos rábanos, y mirándoles con una gran sonrisa se dirigió a ellos con premura.
—¡Oh, hola, chicos!
Estrechó a Alex contra su menudo cuerpo y se puso de puntillas para darle un sonoro beso en la mejilla.
—Hola… mamá—respondió él, visiblemente molesto, zafándose de su abrazo.
¿La madre de Alex? En otras circunstancias Esther se hubiera echado a reír, pero en el contexto en el que estaba ni se le pasó por la cabeza. Aunque tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse boquiabierta ante la escena, por otro lado.
—Oh, vaya, veo que te va bien en el trabajo…—la señora se había asomado al carro sin pudor y ojeaba lo que había dentro—esa carne es de primera…y el vino que habéis escogido es excelente, ¿celebráis algo?
Alex no supo que contestar.
—El cumpleaños de Esther—sonrió Jen, oportunamente. Parecía un novio adorable cuando rodeó a Esther con un brazo y la estrechó contra sí.
—Ah…—el rostro de la señora se iluminó y surcó de arruguitas cuando ella sonrió—oh, querida, felicidades…
No… aquello era demasiado.
—Gracias—se obligó a contestar Esther, aunque la palabra le salió a trompicones.
—No te quejarás de cómo te cuidan estos chicos…
Contra todo lo esperado, Esther casi se rio. Oh, qué demonios, aquello no tenía sentido. Acarició la loca idea de decir exactamente lo que estaba pensando.
—Sí, ya lo creo… me han regalado un collar precioso.
Lo hizo, y la frase le salió con una naturalidad asombrosa. Quizá porque, a pesar del basto trozo de cuero pelado, sentía que no estaba diciendo ninguna mentira.
—Oh, ¿en serio?¿un collar?—la madre de Alex cloqueó emocionada—éstos son hombres y no los de antes…
Parecía dispuesta a seguir hablando, gorjeando como un pajarito, con los ojos redondos moviéndose alternativamente entre los chicos y Esther. Quizá no había visto a su hijo en bastante tiempo, a juzgar por la ilusión con la que le había abordado.
—Bueno, mamá… tenemos que irnos—dijo Alex con gesto de hastío—ya te harás amiga de ella en otro momento…
El festejo de la madre contrastaba con la indiferencia del hijo. Los ojos de Alex, muy distintos a los de su madre—pequeños y oscuros los de ella, los de él más grandes, menos redondos y de color verde—reflejaban distancia, se habían vuelto fríos como piedras. Esther se dio cuenta de que no había visto nunca esa mirada en él; había visto la mirada prepotente, la mirada socarrona, la mirada seria, la tímida, la preocupada… pero esa, esa en concreto, no.
—Me ha encantado lo que le has dicho del collar—Jen le dio un suave codazo mientras se alejaban, perdiéndose entre hileras de comida congelada—has estado genial…
Sonrió, y le dio un rápido abrazo y un fugaz beso en la sien.
—Gracias, Amo…--musitó ella—la verdad es que no sé por qué lo he dicho…
Jen la estrechó de nuevo y le habló al oído.
—Porque lo sentías. Y me has excitado.
Esther sintió fuego y hielo ascendiendo por su columna vertebral cuando escuchó esto.
—Me gusta que digas lo que sientes—continuó Jen, apretándose contra ella disimuladamente—me excita cuando lo haces.
La estrechaba más fuerte ahora y se había acercado todavía más a su oído.
—Me lo vas a comer todo cuando lleguemos a casa, ¿verdad, perrita?
Ella jadeó, apretó los labios y sin poderlo evitar se detuvo con las piernas separadas en medio del pasillo de los congelados. Mojó de golpe las ceñidas mayas. Pensar en “todo” lo que podía tener el Amo Jen para darle de comer le hizo relamerse sin darse cuenta.
—Contesta, perrita…
Ella reaccionó como pudo al suave toque de atención.
—Sí… Amo… lo haré… con gusto.
Jen la tendía el abrigo y esperaba en la entrada de la casa, ante la puerta abierta. Los otros dos Amos ya habían salido; Esther les escuchó reír y hablar entre ellos mientras bajaban por las escaleras hacia el portal.
La chica se calzó, cogió el abrigo y siguió a Jen fuera de la casa. Poco después, los cuatro se reunieron junto al coche negro aparcado frente al bloque de pisos.
Esther había pensado al principio que el coche pertenecía a Jen, pues recordaba que él lo conducía la noche que la llevó a dormir al piso por primera vez, pero empezaba a darse cuenta de que los chicos usaban el vehículo indistintamente. Inti sacó la llave de su bolsillo-- tenía ganas de conducir él aquella mañana—pulsó el pequeño botón en el centro de la misma y al instante se escuchó el chasquido de los seguros de las cuatro puertas al bajarse.
—Pasa—le dijo a Esther, sin mirarla, sujetándole abierta la puerta que daba al asiento de atrás.
La chica obedeció. No obstante, cuando pasó al lado de Inti para entrar en el coche, éste la agarró del brazo y la inmovilizó. Una vez hecho esto, el Amo le colocó una rodilla entre las piernas, desde atrás, para que las separara, y de improviso deslizó un dedo justo en la raja de su coño por encima de la ropa. La tocó, apretando su sexo sin bragas contra la fina tela de las mallas. Movió los dedos un instante, describiendo la ranura entre las piernas de Esther, hundiéndolos ahí, comprobando que ésta no llevaba ropa interior debajo de los leggins.
Satisfecho porque la perra se atuviera a las normas—y por la sutil humedad que había captado al tacto-- la palmeó brevemente entre las piernas y la empujó con la rodilla para que entrara en el coche. Esther, temblorosa y ardiendo por la repentina agresión a su intimidad— ¡y en plena calle!—, con cada músculo de su cuerpo hecho un nudo y la cara roja como la grana, se introdujo en el vehículo y se sentó detrás del asiento del conductor.
Alex entró a continuación y se sentó junto a ella; Inti dio la vuelta al coche para ocupar su puesto ante el volante y Jen se sentó a su lado, en el asiento del copiloto.
—Hola, guapa…—le dijo Alex a Esther, tan pronto se sentó.
—Hola, Amo…
Alex frunció levemente el ceño. Se inclinó hacia Esther precipitadamente y, atacándola por sorpresa, se lanzó hacia su mejilla. Ella dio un respingo cuando los labios de él se estrellaron de pronto contra su piel, en un beso que pretendía ser suave y fue todo lo contrario. Sabía que Alex no pretendía ser brusco porque había visto timidez en sus ojos, cuando se había sentado a su lado en el coche, pero aun así no pudo evitar enervarse más todavía.
—¿Qué tal?—le preguntó él, con cierta tensión en la voz.
“No lo sé (Oh, claro que lo sé, lo sé muy bien: estoy húmeda, hambrienta y hecha polvo)”, respondió automáticamente Esther en su interior. Aun le parecía que su coño palpitaba y ardía después del brutal orgasmo en la bañera, reavivado por la intromisión de la mano de Inti segundos antes. Pero desde luego, no lo dijo.
—Bien, Amo…—respondió educadamente—¿y usted?
Alex se alisó las mangas de la camisa gris que llevaba, tirando de los puños hacia fuera.
Le incomodaba en cierta forma que ella le tratara de aquella manera—el usted le era del todo ajeno, por no hablar de la palabra “Amo”--, le hacía sentirse raro. Después de todoocurrido, sobre todo después del “castigo” infligido la noche anterior, lo último que se sentía era Amo de nada. Pero la veía tan frágil a ella, tan dentro de su rol, que no quiso corregirla.
—Bien—respondió escuetamente, fijando la mirada en algún punto a través de la ventanilla.
—Bueno, ¿dónde vamos primero?—preguntó Inti, arrancando el motor.
—Yo creo que lo mejor es ir primero a la clínica—aventuró Jen—aunque antes deberíamos parar a desayunar. Luego, cuando terminemos de hacer todo, vamos a la compra tranquilamente… sin preocuparnos de que los congelados se jodan en el maletero.
—Buena observación. Siempre piensas en todo…—respondió Inti— Pero, ¿No has desayunado ya?
—Yo sí—Jen se giró hacia el asiento de atrás y señaló a Esther con la barbilla—ella no.
—Ah…
Inti metió la marcha atrás y salió del aparcamiento, incorporándose a la escasa circulación que había en la calle a aquella hora.
—¿Llevas las llaves de la clínica?—le preguntó Jen apenas avanzaron unos metros.
El aludido asintió, con la mirada fija al frente.
—Sí, pero de todas maneras está Fran, es sábado por la mañana…
Esther no sabía a qué clínica se referían los chicos, pero intuía que podía tratarse del centro veterinario donde trabajaba Inti. ¿Cómo se explicaba si no que él tuviera las llaves? Sin embargo no tenía la menor idea de por qué los Amos se dirigían precisamente allí, un sábado por la mañana, con ella.
Salieron a la carretera y pararon a desayunar a mitad de camino entre la casa y la clínica, en un área de descanso. El lugar donde iban no estaba muy lejos, pero sí a las afueras de la ciudad, en una zona de campo.
Después de que Esther se tomara, prácticamente obligada por Jen, un café y una magdalena-- una “miserable y jodida magdalena, por favor, déjalo ya” había barbotado Inti ante la insistencia de Jen por que ella comiera--, volvieron al coche. No tardaron mucho en coger un desvío a una carretera rural que discurría entre árboles, alejándose ya de todo resto urbano, como entrando en otro mundo agreste, verde y amarillo.
Pasaron un par de balizas y finalmente Inti detuvo el coche ante una verja pintada de blanco sobre cuyas lamas podía leerse, en un cartel escrito con grandes letras:
“Los Álamos: centro hípico y clínica veterinaria”.
Inti quitó el contacto y descendió del coche.
—Vamos—murmuró sucintamente, abriéndole la puerta a Esther.
“Los Álamos” era en realidad el resultado de la fusión de dos centros: por un lado la hípica, que parecía haber estado siempre allí, y por otro lado una protectora-refugio que se había adosado después. La asociación protectora acogía especialmente a galgos, pero el hecho era que aceptaba no sólo todo tipo de perros sino cualquier animal abandonado o enfermo. En la clínica veterinaria dentro de la protectora era donde trabajaba Inti, de lunes a viernes en horario de mañana, con guardias localizadas fines de semana intercalados. No había ningún veterinario presencial los fines de semana, de manera que si ocurría alguna emergencia le llamaban por teléfono, en su horario correspondiente, para que fuera hasta allí.
Caminaron hacia la verja. Inti apartó el candado abierto que sujetaba las dos puertas de madera y retiró una enorme cadena que rodeaba los travesaños. Empujó la puerta dejándola abierta tan solo en una delgada rendija, suficiente para que Esther viera un hocico blanco y afilado que se asomó curioso.
—Hola, Jefe…--saludó Inti al perro, colocándose de parapeto ante la puerta entreabierta para que éste no saliera—¿Qué tal estás, chico?
La mano de Inti parecía enorme cuando la colocó sobre el morro del animal, y luego sobre su cabeza. Le tocó de una manera peculiar, decidida y primaria, distraída pero perfectamente entendible para el perro, como si por costumbre la comunicación fluyera entre ambos naturalmente sin ningún esfuerzo.
—Venga, vamos…—Inti hizo un gesto a sus compañeros y a Esther para que le siguieran a través de la puerta.
Una vez al otro lado de la cerca, volvió a colocar la cadena como estaba y se encaminó hacia el centro veterinario ubicado en la protectora, escoltado por Jefe y por una pequeña cohorte de galgos famélicos. Los chicos y Esther le siguieron a través del camino embarrado.
—Buenas, Fran—saludó Inti a un hombre robusto y congestionado, una vez llegó al pequeño edificio de ladrillo que era la clínica.
El hombre levantó la cabeza y dejó en el suelo el enorme saco de pienso que apilaba junto a otros contra la pared.
—Anda, ¿cómo tú por aquí?
Sujetaba un cigarro apagado entre los dientes, frunciendo los labios en un gesto ciertamente extraño sin dejar de contemplar a Inti con fijeza.
—He venido… a por el collar de Jax.
El hombre llamado Fran arrugó el ceño: un grueso pliegue vertical cruzó su entrecejo dividiéndole la frente en dos.
—¿El collar de Jax?
Inti asintió.
—Sí, verás, tenemos… una perra, ¿sabes, Fran?
Soltó aquella frase en tono impasible, sin sonreír siquiera con segundas intenciones.
El estómago de Esther dio un brinco.
—¿Una perra?
—Sí—respondió Inti-- Nos hace falta un collar y pensé… me acordé de que tenía el collar de Jax guardado en la consulta uno.
—Eres un sentimental, ¿eh?…—masculló Fran.
Inti rechazó esta frase con los reflejos de un tenista dando un revés. De hecho su mano se movió en el aire de igual manera, golpeando algo imaginario al tiempo que él chasqueaba la lengua.
—Es un collar perfectamente utilizable—repuso—voy a entrar a cogerlo.
Fran se encogió de hombros y se hizo a un lado para que Inti accediera a la puerta de entrada a la clínica, puerta hasta el momento oculta tras la ancha espalda del hombretón.
—En fin—les dijo a los chicos mientras le observaba alejarse—creo que quería a ese animal. Es un palo de tío pero con los animales se lleva bien… le quieren, es curioso.
Jen soltó una risita.
—Es cierto—corroboró Alex—es un palo de tío.
Fran soltó una carcajada.
Inti volvió rápidamente con un ancho collar de cuero en la mano. Se notaba que el collar estaba usado: se veía desgastado e incluso lucía alguna grieta cerca de la gran hebilla ovalada. No tenía otro aditamento que el enganche para la correa, una especie de mosquetón que colgaba lánguidamente más o menos en el centro de la tira de cuero.
—Y esa perra… ¿de dónde ha salido?—preguntó Fran, justo cuando iban ya a marcharse.
—Buena pregunta…--dijo Jen sonriendo divertido, sin querer darse la vuelta para responder.
Esther se puso blanca de pronto. Inti se dio cuenta y sus ojos relucieron con un brillo acerado de malignidad.
—Esther…—le dijo a la chica, dándole un suave toque en el brazo para frenar su huida—cuéntaselo…
A Esther ni siquiera le habían presentado a aquel hombre. No sabía si era el cuidador de los caballos, el cuñado del dueño de la clínica o el maldito jardinero.
—¿Qué clase de perra es?
Fran seguía haciendo preguntas cada vez con más interés, para el horror de la chica.
—Vamos, Esther, no seas tímida—Inti le dio un engañoso empujoncito amistoso—cuéntale por qué tenemos a la perra.
—¿La has encontrado en la calle? ¿Es eso?
Esther, ahora terriblemente ruborizada, bajó los ojos brillantes al suelo.
—La perra… apareció—musitó. Estaba horrorizada por tener que contestar a aquello, pero no quería desobedecer a Inti.
—¿Apareció?—Fran arqueó las cejas y rio--¿dónde?
—Apareció en la casa…-—dijo ella de un tirón, encogiéndose por momentos.
—No lo digas con tanta pena, mujer—Inti le palmeó la espalda—al fin y al cabo, te ha cambiado la vida, ¿no?
Esther asintió rápidamente.
—Oh, sí…—casi se le escapa la temida palabra (“Amo”), pero logró frenarse a tiempo.
Su interjección quedó suspendida en el aire.
--Qué curioso—replicó Fran. Le parecía que había algo raro en todo aquello, aunque jamás hubiera podido imaginar qué—ha sido ella quien os ha encontrado a vosotros y no vosotros a ella, entonces…
—Exacto—dijo Inti con cara de satisfacción.
—¿Qué tipo de perra es?
Nuevamente el demonio rubio miró a Esther y le instó a contestar, con una chispa de regocijo en los ojos inapreciable para el resto. Realmente se lo estaba pasando en grande.
—Cuéntale, Esther. Qué tipo de perra es.
Ella no supo que decir, pero no quería dudar y que Fran se diera cuenta de lo que allí sucedía, de lo que realmente quería decir ese cruce de palabras velado.
—Es una chucha—murmuró, sin saber si esa respuesta sería adecuada.
Jen meneó la cabeza y sonrió.
Fran asintió vehemente.
—Una chucha, claro… no podía ser de otra manera--soltó una carcajada y se giró hacia Inti—siempre estás rodeado de chuchos, aunque nunca te había visto con una chica tan guapa…
Esther enrojeció aún más si cabe y deseó realmente desaparecer cuando oyó este último comentario.
—¿Qué tienen de malo los chuchos?—gruñó Inti—a mí me parecen muy inteligentes…
—No, en absoluto tienen nada de malo… —Fran miró a Esther con ojos golosos. Al parecer, la chica le había gustado—y más si le hace ilusión, ¿verdad? Llevaos un saco de pienso si queréis…
Jen soltó una carcajada y Alex pasó el paso de un pie a otro, deseando salir de allí.
—No, gracias, Fran…—Inti declinó el ofrecimiento. Realmente, darle pienso a Esther podía tener gracia… pero no tanta como para soportar el pesado saco hasta el coche, desde luego—Nos vamos ya… y sí, creo que le hace mucha ilusión. Gracias, pero tenemos prisa. Nos vemos.
Se despidieron de Fran y atravesaron de nuevo el camino, seguidos por los galgos hasta la cerca. Una vez junto al coche, Inti se detuvo sin abrir las puertas y le tendió el collar a Esther.
—¿Qué te parece?—le dijo, sin atisbo de broma— ¿Es adecuado para la perra?
Sin querer acercarse al objeto, como si este le quemara en los ojos con sólo mirarlo, Esther asintió brevemente con la cabeza.
—Sí, Amo…
La pregunta de él había salido de sus labios con marcada ironía, estaba claro que simplemente quería oír su sumisa aprobación.
—Vamos… míralo—dijo, tendiéndoselo. Esther retrocedió sin querer, como si la hubiera apuntado con una pistola—tócalo…
Haciendo de tripas corazón, ella lo tomó en sus manos. El metal de la hebilla estaba templado al tacto, seguramente Inti había tenido el collar agarrado por ahí. Rozó con los dedos el cuero flexible y agrietado, indecisa, tomando poco a poco conciencia de lo que significaba aquello; le entraron ganas de olerlo pero no se atrevió. Sintió un calor creciente en las puntas de los dedos mientras lo tocaba, una energía que le hormigueaba en los dedos y discurría por su mano, por su muñeca, por su brazo. ¿Realmente eso era para que ella lo llevara? ¿Era un castigo, una manera más de humillarla, o por el contrario era un regalo? ¿O era las dos cosas?... ¿Y Jax? Estaba claro que era un perro… pero… ¿el perro de Inti en la clínica? En realidad no le parecía posible imaginarse a su Amo más frío cuidando de un perro…
Mientras Esther recorría con los dedos el cuero, sin poder apartar los ojos de él, Inti metió la mano en su bolsillo y sacó una especie de fichas de colores, de forma triangular, y se las mostró a sus compañeros. Había tres: una roja, una blanca y una azul. También sacó un rotulador de tinta indeleble.
Le tendió a sus compañeros las fichas: Alex cogió la de color blanco y Jen la azul, dejándole a él la roja.
—Estas son las chapas de las que os hablé—les dijo Inti. Esther podía oírle vagamente, abstraída como estaba en la contemplación del collar—Son cómodas, fáciles de poner y quitar; las usamos para los animales que se quedan ingresados o en observación. Podemos rotular en ellas nuestro nombre.
—Genial…--Jen miró su ficha, sonriendo, y escribió sobre ella su nombre con tinta indeleble.
A continuación, le pasó el rotulador a Alex, que hizo lo mismo sin querer pensar demasiado en lo que estaba haciendo exactamente.
Por último, Inti garabateó rápidamente el suyo sobre la ficha roja y llamó a Esther.
—Perra, ven.
Allí, en pleno campo delante del coche, no había nadie que pudiera verles ni oírles, de manera que podían expresarse con relativa libertad. Esther agachó la cabeza para no molestar a su Amo y se acercó, con el collar entre las manos.
—Cuando estés dentro de casa llevarás este collar siempre—le dijo él secamente—a menos que se te indique lo contrario. Fuera de casa no tienes que llevarlo, a menos que estemos en un lugar muy concreto. Ahora dámelo.
La chica le devolvió el collar.
—Sí, Amo…--musitó.
Inti le pidió a Jen la chapa azul rotulada con su nombre y la enganchó en la argolla de la hebilla. Aquel día le correspondía a Jen ser el “Amo prioritario” de Esther; desde ese momento quedó expresado con la chapa azul.
—Yo lo guardaré—se adelantó Jen—lo llevaré conmigo hasta que lleguemos a casa.
Inti le entregó el collar sin dejar de mirar a Eshter.
—Escucha perra. No le llegas ni a la pezuña al dueño anterior, así que llévalo con honor…
La chica no supo si él hablaba en broma o si lo decía en serio.
—Lo intentaré, Amo…
—No hay que intentar nada. Hazlo y punto—Inti accionó el mecanismo centralizado de la llave y le abrió la puerta a Esther—entra en el coche.
Se pusieron de nuevo en marcha hacia la zona urbana, rumbo al supermercado. Esther sintió un discreto alivio durante el viaje, pensando que el súper sería, después de todo, un ambiente más “familiar”… y que el hecho de caminar entre latas de tomate frito y cartones de huevos la traería de vuelta a la “normalidad” de alguna forma, sacándola por un momento del sueño que estaba viviendo, de aquella “película”. Pero nada más lejos de la realidad. Igual que un zombie puede resultar el doble de aterrador de día y en un entorno cotidiano, Esther sintió nada más llegar allí que no estaba segura de poder digerir aquello. Lo de Fran había sido horrible, pero hacer la compra con los chicos, como si fueran simplemente tres amigos, fue para ella directamente inconcebible.
Para colmo, de pronto se giró una señora mayor que contemplaba unos rábanos, y mirándoles con una gran sonrisa se dirigió a ellos con premura.
—¡Oh, hola, chicos!
Estrechó a Alex contra su menudo cuerpo y se puso de puntillas para darle un sonoro beso en la mejilla.
—Hola… mamá—respondió él, visiblemente molesto, zafándose de su abrazo.
¿La madre de Alex? En otras circunstancias Esther se hubiera echado a reír, pero en el contexto en el que estaba ni se le pasó por la cabeza. Aunque tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse boquiabierta ante la escena, por otro lado.
—Oh, vaya, veo que te va bien en el trabajo…—la señora se había asomado al carro sin pudor y ojeaba lo que había dentro—esa carne es de primera…y el vino que habéis escogido es excelente, ¿celebráis algo?
Alex no supo que contestar.
—El cumpleaños de Esther—sonrió Jen, oportunamente. Parecía un novio adorable cuando rodeó a Esther con un brazo y la estrechó contra sí.
—Ah…—el rostro de la señora se iluminó y surcó de arruguitas cuando ella sonrió—oh, querida, felicidades…
No… aquello era demasiado.
—Gracias—se obligó a contestar Esther, aunque la palabra le salió a trompicones.
—No te quejarás de cómo te cuidan estos chicos…
Contra todo lo esperado, Esther casi se rio. Oh, qué demonios, aquello no tenía sentido. Acarició la loca idea de decir exactamente lo que estaba pensando.
—Sí, ya lo creo… me han regalado un collar precioso.
Lo hizo, y la frase le salió con una naturalidad asombrosa. Quizá porque, a pesar del basto trozo de cuero pelado, sentía que no estaba diciendo ninguna mentira.
—Oh, ¿en serio?¿un collar?—la madre de Alex cloqueó emocionada—éstos son hombres y no los de antes…
Parecía dispuesta a seguir hablando, gorjeando como un pajarito, con los ojos redondos moviéndose alternativamente entre los chicos y Esther. Quizá no había visto a su hijo en bastante tiempo, a juzgar por la ilusión con la que le había abordado.
—Bueno, mamá… tenemos que irnos—dijo Alex con gesto de hastío—ya te harás amiga de ella en otro momento…
El festejo de la madre contrastaba con la indiferencia del hijo. Los ojos de Alex, muy distintos a los de su madre—pequeños y oscuros los de ella, los de él más grandes, menos redondos y de color verde—reflejaban distancia, se habían vuelto fríos como piedras. Esther se dio cuenta de que no había visto nunca esa mirada en él; había visto la mirada prepotente, la mirada socarrona, la mirada seria, la tímida, la preocupada… pero esa, esa en concreto, no.
—Me ha encantado lo que le has dicho del collar—Jen le dio un suave codazo mientras se alejaban, perdiéndose entre hileras de comida congelada—has estado genial…
Sonrió, y le dio un rápido abrazo y un fugaz beso en la sien.
—Gracias, Amo…--musitó ella—la verdad es que no sé por qué lo he dicho…
Jen la estrechó de nuevo y le habló al oído.
—Porque lo sentías. Y me has excitado.
Esther sintió fuego y hielo ascendiendo por su columna vertebral cuando escuchó esto.
—Me gusta que digas lo que sientes—continuó Jen, apretándose contra ella disimuladamente—me excita cuando lo haces.
La estrechaba más fuerte ahora y se había acercado todavía más a su oído.
—Me lo vas a comer todo cuando lleguemos a casa, ¿verdad, perrita?
Ella jadeó, apretó los labios y sin poderlo evitar se detuvo con las piernas separadas en medio del pasillo de los congelados. Mojó de golpe las ceñidas mayas. Pensar en “todo” lo que podía tener el Amo Jen para darle de comer le hizo relamerse sin darse cuenta.
—Contesta, perrita…
Ella reaccionó como pudo al suave toque de atención.
—Sí… Amo… lo haré… con gusto.
21-La visita
A las diez en punto de la noche sonó el timbre de la puerta, justo cuando Esther sacaba del horno el asado de carne que había preparado. Temía aquel sonido y lo que significaba más que a ninguna otra cosa en ese momento, y no había encontrado forma de prepararse para afrontarlo. Para colmo, solo estaba vestida con un sencillo sujetador, unas braguitas de algodón blanco que había escogido Jen especialmente para la visita, y un delantal para no mancharse mientras cocinaba.
Deseando desaparecer, escuchó como Inti abría la puerta y saludaba calurosamente a quien había llegado. La fuente del asado tembló en sus manos como si de pronto le pesara mil kilos; casi se le cayó al oír aquella voz masculina que no conocía respondiendo al saludo, desde la entrada. En el último momento, Esther consiguió dejar la fuente sobre la mesa evitando por pocos segundos una calamidad. “Ya está aquí”, se dijo.
Llevaba puesto el collar de Jax, que ahora había pasado a ser "suyo". Acarició momentáneamente la chapita color azul enganchada a la argolla, símbolo de Jen, y se sintió ligeramente más tranquila pero eso sólo duró un momento. Se dio cuenta de que le habían entrado unas terribles ganas de orinar de pronto--¿tal vez por el puro terror?— pero no se veía a ninguno de sus Amos por ninguna parte para pedirle permiso: estaba sola en la cocina, prácticamente atrincherada, y no se atrevía a salir. De hecho, no iba a salir de ahí a menos que alguno de los Amos viniera a sacarla…
—Pasa…—escuchó que decía Inti, y poco después la puerta al cerrarse.
Se dijo que Silver nunca había pisado aquella casa, porque podía oír con claridad cómo Inti le mostraba dónde estaba el salón y le hablaba de la ubicación de las demás habitaciones.
La voz que no conocía, más baja y profunda que la de Inti, preguntó por ella.
—¿Dónde está?—pudo oír Esther con claridad que dijo en tono neutro. Podía haber preguntado por cualquier otra “cosa”, pero la respuesta de Inti le confirmó su temor.
—Está en la cocina, ¿Quieres verla?
Esther se encogió como un animalito asustado. No supo dónde meterse. El corazón le latía a mil por hora.
—Sí.
Oh… no, por favor…
Escuchó pasos que se acercaban, irremediablemente. Poco después asomó Inti por la puerta de la cocina, seguido de aquel misterioso invitado.
—Qué bien huele…—murmuró la voz profunda.
Esther sólo podía ver los zapatos de ambos, pues no se atrevió a levantar la vista: las discretas deportivas negras que llevaba Inti, sin una mota de polvo, y las botas que calzaba el desconocido. Ya se asustó al contemplar aquellas botas, instintivamente, sin saber muy bien por qué. Se veía que su portador había dado muchos pasos con ellas: el cuero negro estaba arrugado, pero lustroso y brillante, y se apreciaban finas líneas en torno al empeine y en la punta ligeramente redondeada. La caña—lo poco que Esther veía de ella bajo los vaqueros oscuros—se ajustaba a la pierna mediante gruesas tiras de cuero que comenzaban en los tobillos, rematadas por hebillas metálicas. Esther había oído en alguna ocasión “si quieres saber más de una persona, fíjate en sus zapatos”. Se dio cuenta de que en ese momento esa frase cobraba un significado especial que jamás imaginó.
--Acércate, perra—la llamó Inti--y quítate ese delantal, para que te veamos.
Por instinto, Esther se había colocado en la esquina más alejada de la puerta al oír que se acercaban, con la espalda contra la pared, como un cachorro acorralado. Tragó saliva y con la cabeza gacha se forzó a despegar los pies del suelo y obedecer. Despacio, se desabrochó el delantal y se lo sacó por la cabeza; luego, paso a paso se acercó a las deportivas de su Amo y las botas, temblando de miedo y también a causa de esa extraña excitación que se apoderaba de ella en situaciones como esta.
Cuando estuvo a escasos pasos de ellos, Inti se acercó un poco más y le dio un leve puntapié en la pantorrilla.
--De rodillas—indicó.
Esther obedeció, al borde de las lágrimas de pronto. Le hubiera gustado adelantarse a la orden del Amo, haberse acercado a cuatro patas como sabía que a él quizá le hubiera gustado, pero no había sido capaz de seguir un razonamiento lógico. No se sentía capaz de pensar, en realidad.
—Oh, es adorable—murmuró el desconocido. Por la inflexión de su voz Esther adivinó una sonrisa en sus labios.
La chica se replegó sobre sí misma. No recordaba haber estado tan nerviosa en su vida. Silver se había adelantado y estaba tan cerca que su olor le llegaba con toda claridad: la estela del frío de la calle aún en su ropa, el cuero de sus botas, las suaves notas de alguna colonia masculina sobre su piel.
—Eh…--para horror de Esther, él se agachó y se colocó frente a ella—déjame ver esos ojos que tienes…
Las lágrimas ya se agolpaban en sus párpados, y para colmo se seguía orinando. Sin embargo, Esther respiró hondo y logró levantar los ojos al frente, obedeciendo aquella orden velada.
Lo que vio la dejó sin respiración. Silver parecía un hombre completamente normal— bueno, normal tal vez no fuera la palabra, porque “habitual” no era--, exento de toda perversión. Parecía simplemente un hombre joven, amable, un poco extraño en su forma de vestir y adornarse pero incluso esto podía resultar atractivo. Su cabello lacio, largo, caía sobre sus hombros flanqueando su sonrisa y el brillo de sus ojos, perdiéndose en su espalda hasta casi su cintura. Llevaba al hombro una mochila negra que aún sujetaba por una de las correas, objeto que parecía haber recorrido con él también muchos kilómetros.
—Muy bonitos ojos—dijo, y entonces le clavó la mirada sin asomo de recato.
Esther se tambaleó cuando los ojos del lobo chocaron contra los suyos.
—Tienes mirada de buena perra…--continuó Silver, sonriendo—los Amos deben estar orgullosos de ti…
A Esther le dolió súbitamente el corazón al escuchar esto. No supo si tenía que responder algo, así que simplemente intentó dar las gracias, terriblemente confusa.
—Gracias, Señor…
Jen le había comentado cómo tenía que dirigirse a la visita y le había dado algunas instrucciones sobre cómo tenía que comportarse. Aparte de la educación obvia y el respeto máximo, le había hablado también del protocolo a seguir.
—Sí que está marcada…—murmuró Silver, asomándose por encima de los hombros de Esther, mirando las líneas rojas y moradas que emergían de sus bragas—¿estas marcas son de ayer?
Inti asintió.
—La mayoría de ellas sí.
—Entiendo…
En ese momento, se oyeron pasos que se acercaban y al instante Alex y Jen se plantaron en la puerta de la cocina.
—Ey, Silver…
Jen se aproximó sonriendo y le estrechó la mano al invitado. Junto a Jen se le veía altísimo a éste último.
—Jen, hola…--Silver sonreía de oreja a oreja—te he traído una cosa…
—¿Sí? ¿y eso? ¿qué es?
—Ya lo verás…
Alex le saludó también y miró a Esther, quien seguía de rodillas en el suelo junto a la puerta de la cocina. Le acarició la espalda con aire protector y cruzó la puerta para servirse un vaso de agua.
—¿Tomamos algo?—preguntó Inti--¿vino, tal vez?
—Oh, genial—respondió Silver—he traído aquí algunas cosas que me gustaría enseñaros…--palmeó su mochila con una sonrisa lobuna--¿dónde puedo dejar esto?
—Vayamos al salón—propuso Jen. Se giró hacia Esther y le acarició la cabeza—perrita, sírvenos una copa de vino, por favor…
Jen esperó a que sus compañeros y Silver abandonaran la cocina para acuclillarse frente a Esther y hablarle en voz baja.
—Cariño, ¿estás bien?
Le acarició la mejilla. Ella levantó los ojos hacia él, agradecida.
—Un poco asustada, Amo… y con ganas de ir al baño.
Jen rió.
--Estupendo, allí quería que vinieras conmigo un momento. Tengo algo para ti… levántate.
Condujo a la perra por el pasillo hacia el cuarto de baño. Esther pudo ver al pasar, por el rabillo del ojo, cómo Inti y Alex se sentaban en el sofá del salón, frente a la mesita de café, y Silver hacía lo mismo un segundo más tarde dejando la mochila negra en el suelo, junto a sus pies.
Una vez en el baño, Jen cerró la puerta y observó a Esther con los ojos brillantes.
--Esta mañana, antes de que saliéramos, me llegaron algunas cosas que pedí por internet… --le dijo.
Le indicó que se sentara sobre la tapa del inodoro y sacó dos paquetes del armario bajo el lavabo. Esther le contemplaba sorprendida, con los ojos muy abiertos, moviéndose con las piernas cruzadas sobre la superficie donde estaba sentada para evitar orinarse encima.
Los paquetes estaban envueltos en un sencillo papel blanco y parecían muy diferentes: uno era pequeño y cuadrado, el otro rectangular, un poco más reducido que una caja de zapatos. Esther se preguntó qué serían.
--Vaya, te mueres de ganas de mear, eh…--sonrió Jen—ahora lo harás, pero antes… abre esto.
Le tendió el paquete grande.
Esther no pudo evitar sonreír un poco cuando lo tomó en las manos.
--Gracias, Amo…--murmuró mientras rasgaba el papel.
Cuando vio de qué se trataba, sin embargo, se puso pálida.
--¿Te gusta, perrita?
Quitando el papel, Esther había descubierto una discreta caja de color negro. Cuando la abrió, vio dentro de ella, acomodado en olas de satén, un objeto cilíndrico y grueso que le puso los pelos de punta. Al mirarlo más de cerca confirmó sus temores en cuanto a qué se trataba… era una especie de falo metálico, ¿qué pensaba hacer el Amo con él, aquella noche?
--No lo sé, Amo…--respondió ella con sinceridad—no sé si me gusta… aunque es bello.
El objeto era estético, sin duda. Pulido, regular, la punta ligeramente engrosada unida al tronco por una suave cintura, marcada por líneas curvas y llenas. Estaba diseñado para dar placer y para estimular, comprendió Esther.
Jen sonrió y la abrazó brevemente. Tomó la caja de sus manos y la dejó en la repisa junto al lavabo.
--Levántate, perrita…--le dijo.
Ella se puso en pie y se alejó unos pasos del inodoro. Jen se sentó justo en el lugar que ella había ocupado, y se palmeó los muslos mirándola significativamente.
Creyendo adivinar lo que su Amo quiso decir con ese gesto, Esther se colocó tumbada boca abajo sobre sus rodillas. Al tomar la posición, su vejiga amenazó con estallar.
--Amo…
--Dime, pequeña.
--Me estoy… me estoy meando, Amo… mucho…
Esther se dio cuenta de que estaba excitada. ¿Cómo podía ser posible?
--Ya lo veo, tesoro… tranquila, sólo será un momento.
--¿Me vas a azotar, Amo?
Jen le bajó las bragas con suavidad y rio mientras le acariciaba las nalgas.
--No, cielo—respondió--tranquila…
El Amo extendió el brazo hasta la repisa junto al lavabo y cogió la caja negra. La abrió con una mano y extrajo de su interior el grueso falo metálico. Era ligero en la mano, contrariamente a lo que parecía. Mejor, pensó Jen, sobre todo con vistas a que el cuerpo de la perra lo pudiera desalojar…
Esther gimió cuando sintió que el Amo separaba con los dedos los labios de su vulva. Se le escaparon unas gotas de orina y tuvo que hacer un esfuerzo terrible por no mearse, contrayendo a fondo el abdomen. Sus piernas se unieron por encima de los muslos de Jen, haciendo que su culo se levantase.
El dedo del Amo surcó sus pétalos durante un segundo y penetró en sus profundidades, comprobando su amplitud y humedad. Trabajó un poco ensanchándole el coño, y apenas un minuto después introdujo el objeto metálico, frío y realista, en la vagina de ella.
Esther ahogó un grito. Se meó. No pudo evitarlo. La orina salió prácticamente a presión cuando aquel cilindro se introdujo en su cuerpo, a pesar de que el Amo no había sido brusco en absoluto.
Jen trató de evitar que la meada chorreara sobre él pero le fue del todo imposible. Bufó y cuando comprendió que todo esfuerzo sería vano—no iba a arrojar a Esther al suelo— se rindió y ante la sorpresa de la chica se echó a reír.
--Nena… la idea era que te aguantaras…--la reprendió, sin asomo de enfado—madre mía, la que se ha “liao”…
Esther explotó en carcajadas también, pero no porque aquello le hiciera gracia. Orinarse sobre el Amo había sido el colmo absoluto de la humillación, lo peor que podía hacer. En aquel momento reía a mandíbula batiente para liberar tensión, y lloraba al mismo tiempo.
--Lo siento, Amo…--logró decir cuando consiguió tomar aire—he intentado aguantar…
Jen percibió el sufrimiento de la chica aunque esta reía a carcajadas. Había escuchado su voz nasal a causa de los mocos y las lágrimas.
--No pasa nada, era un riesgo… tranquila…
--Lo siento, Amo…
La pobre chica sollozaba desconsolada sobre sus rodillas, subiendo y bajando los hombros, convulsa. El falo metálico seguía anclado en sus profundidades, húmedas de jugos y orina.
--Tranquila, cielo—murmuró Jen—venga, vamos a limpiar esto…
No había sido una meada muy grande, por fortuna. Apenas un pequeño charco en el suelo procedente de lo que había chorreado desde la tapa del inodoro y los vaqueros de Jen.
--Quítate las bragas, nos daremos una ducha rápida—le dijo el Amo, abriendo la llave del agua—vamos, sólo te lavaré de cintura para abajo…
La perra se sacó las bragas empapadas, recogió el charco de orina con papel higiénico y se metió en la bañera. Jen se quitó los pantalones y los calzoncillos y se metió también, sujetando la ducha a su lado. La enjabonó rápidamente con una mano y luego la aclaró con el agua de la ducha. Afianzó la posición del consolador dentro de su coño y procedió a lavarse él, también con rapidez. Cuando terminó, cerró el grifo y le indicó a Esther que saliera. Se colocó una toalla alrededor de la cintura y le dijo:
--Nena, ve a mi habitación y tráeme los vaqueros claros que hay en el armario… y unos boxers del cajón, del primer cajón de la cómoda, ¿vale?
--Vale, Amo—respondió ésta, cubriéndose con la toalla para salir.
--Espera.
Jen la detuvo, sujetándola del brazo.
--¿Sí, Amo?
--Me temo que para salir deberás prescindir de esto…--le quitó la toalla suavemente y la dejó en su sitio.
Esther se puso del color de la cera.
--Si quieres llevar toalla—Jen se ablandó un poco al ver el terror pintado en la cara de ella—tendrás que explicarles a los Amos y a Silver que te has meado encima de mí, y que por eso la llevas. Lo que prefieras, te dejo elegir.
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Oh, dios. Visto así era mucho más digno ir desnuda de cintura para abajo, pensó Esther.
--Prefiero ir sin toalla entonces, Amo, si no le importa…
Jen sonrió.
--Lo imaginaba. Venga, date prisa… quiero que veas el otro regalo que tengo para ti. Y que no se te salga el consolador…
Esther abandonó el baño muerta de miedo por encontrarse con alguien en el pasillo. Se las arregló para llegar a la habitación del Amo sin ser vista, y localizó rápidamente lo que éste le había pedido. En el camino de vuelta tampoco se cruzó con nadie, por fortuna.
La puerta del baño estaba entreabierta, y volvió a entrar sin hacer ruido, discretamente.
--Aquí tienes, Amo…--le dijo a Jen tendiéndole la ropa.
--Gracias, cielo.
Éste se vistió y volvió a cerrar la puerta. Le hizo girarse a Esther e inclinarse, para comprobar que el consolador continuaba bien puesto y fijado en su coño. Una vez hecho esto, permitiéndole a ella volver a una posición cómoda de pie ante él, tomó el paquete pequeño y cuadrado y se lo tendió.
--Toma, pequeña—le dijo—espero que te guste…
Esther cogió el paquetito y lo desenvolvió insegura. No tenía ni idea de qué podía contener. Bajo el papel encontró una bonita caja tapizada de suave tela roja, provista de un elegante cierre plateado. Abrió los ojos desmesuradamente cuando vio lo que había en aquella caja.
--Amo…--creía saber lo que era aquello… o entender qué podía significar, pero no encontró palabras para expresar lo que sentía.
--Es mi collar para cuando salgas conmigo, Esther—le dijo éste—no te voy a hacer llevar un collar de perro por la calle…
Esther asintió, aun conmocionada. No podía apartar los ojos del colgante de plata en forma de “J” que pendía de una sencilla cadena.
--Oh, Amo…
Por un momento lo olvidó todo. Olvidó a Silver, olvidó el consolador, olvidó que se había meado y lo que a buen seguro le esperaba aquella noche. Sintió que era de Jen, suya, no sintió nada más. Pero le parecía que eso era sentir todo.
--¿Te gusta, cariño?
--Oh, sí… mucho… --A Esther parecían agolpársele las palabras en la boca, después del largo silencio—gracias, muchas gracias, Amo…
--¿Te lo quieres probar?
--Sí… por favor…
Jen la giró suavemente para que se pusiera de cara al espejo y, por encima del collar de cuero-- que le quedaba a Esther bastante grande--deslizó la cadena. La cerró por detrás de su nuca y dejó que el colgante cayera hasta el inicio de su escote, quedando parcialmente oculto debajo del cuero. Retiró el collar que perteneció a Joff para que Esther pudiera verlo con claridad.
--Es precioso, Amo…
--Ya lo creo—asintió Jen, rodeándole los hombros con el brazo.
Le quedaba muy bonito, en realidad; la plata brillante contrastaba con la tibieza pecosa de su piel.
--¿Puedo llevarlo ahora, Amo?—pidió ella.
Jen negó con la cabeza y buscó el cierre de la cadena con las manos, para desengancharlo.
--No, cariño, ahora no. Este collar es sólo para salir… ahora tenemos que dar protagonismo a otras cosas. Si no recuerdo mal ibas a servir el vino, ¿no es cierto?
“Sí, Amo, antes de que Tú me metieras un consolador por el coño cuando me estaba meando y antes de orinarme sobre tus pantalones, a consecuencia de ello”, pensó Esther inmediatamente.
--Sí, Amo, es cierto…
--Pues anda, ve. Sirve las copas y quédate cerca por si alguien quiere algo. Me reuniré contigo en seguida…
Esther no pudo evitar lanzar al Amo una mirada suplicante—con Inti jamás se hubiera atrevido a esto—desde la puerta. Le horrorizaba sencillamente tener que ir desnuda de cintura para abajo delante de los Amos… y de Silver, por supuesto. Pero Jen negó con la cabeza, sonriéndola con ternura.
--Vamos, ve… no les hagas esperar.
--Sí, Amo.
Resignada, Esther bajó la cabeza y echó a andar por el pasillo hacia la cocina, para servir el vino en las copas.
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--Vaya, empezaba a hacerme viejo—le dijo Inti cuando la vio aparecer por la puerta, portando una bandeja con las copas, la botella y el sacacorchos.
Esther murmuró una respetuosa disculpa y, sin querer mirar a ninguno de los chicos, dejó la bandeja sobre la mesita de café. Tuvo que apartar una cosa para hacerlo, una caja que contenía un CD sin rotular que inoportunamente alguien había dejado allí.
--Quiero que saques la mesa que hay en la cocina y la pongas ahí—Inti le señaló una zona que había despejado en el salón—con un mantel bonito y vajilla decente, ¿lo has entendido?
--Sí, Amo…
--¡Oye!—exclamó el Amo cuando vio su desnudez--¿por qué no llevas bragas?
Esther contuvo la respiración. Después de todo, no tenía obligación de contar lo que había ocurrido…
--El Amo Jen quiere que vaya así, Amo—respondió sucintamente.
--Vaya, vaya… --masculló Inti con gesto divertido—ya está Jen con sus cosas…
Alex se adelantó hacia la mesa para coger la botella de vino y el sacacorchos, visiblemente violentado. Sujetó la botella y comenzó a quitar el envoltorio plateado que cubría el tapón.
Jen apareció poco después, luciendo una amplia sonrisa.
--Aquí pasa algo raro… --Alex frunció el ceño al verle llegar—Esther sin bragas, tú te cambias de pantalones… ¿qué coño habéis hecho?
Jen miró a Esther significativamente y se aguantó un acceso de risa.
--Mejor no preguntes…
Se sentó en el sofá y cogió una copa de la bandeja. Silver se acercó a la mesa, cogió el CD y se lo tendió a Jen.
--Mira, esta es la maqueta de nuestro último trabajo—le dijo.
La cara de Jen se transfiguró por la sorpresa.
--Anda, ¿en serio?
--Sí… pensé que te gustaría—sonrió Silver.
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--¡Claro! ¡Me encanta Whoever!—exclamó Jen, apretándole el brazo con franca ilusión--¿Cuándo vais a volver a tocar en directo?
Silver reflexionó unos segundos antes de contestar.
--Íbamos a ir a Barcelona…--dijo—pero, justo cuando tenía movilizado al grupo… me pasó algo en un acústico, en Madrid… y he cancelado todo de momento.
--Vaya… lo siento.
--No, no—Silver sonrió más y sacudió la cabeza—no se trata de nada malo… pero bueno, todo está parado de momento. Aunque Argen me ha sugerido que toquemos en su local… tal vez lo haga, tengo que decírselo al grupo…
--Oh, si es así, nos encantaría ir a verlo…--dijo rápidamente Jen.
Silver asintió y tomó una copa vacía, comenzando a jugar con ella en las manos.
--Por cierto, Merrik os avisó de la próxima reunión, ¿no es cierto?—dijo.
--Sí—repuso Inti—me llamó para decírmelo, contad con nosotros.
Silver asintió con una amplia sonrisa.
--Genial. Ah… he traído algunos trabajos recientes… por si les queréis echar un ojo. Pensaba que eligierais uno para vuestra perra—añadió mirando a Esther, que permanecía discretamente en un segundo plano detrás del sofá, disponible como Jen le había ordenado—en pago a vuestra hospitalidad…
Alex refunfuñó algo y comenzó a llenar de vino las copas. Dejó la botella en el centro de la mesa y bebió un largo trago de la suya. Aquel tipo, Silver, parecía simpático… pero sabía de lo que era capaz, y le estaba poniendo nervioso.
--¿Trabajos recientes?—inquirió Inti.
--Sí…
Silver asió la mochila que tenía a sus pies, la abrió y comenzó a sacar “enseres” y a colocarlos ordenadamente sobre la mesa de café.
Esther intuyó que no debía mirar, pero no pudo evitar hacerlo.
Deseando desaparecer, escuchó como Inti abría la puerta y saludaba calurosamente a quien había llegado. La fuente del asado tembló en sus manos como si de pronto le pesara mil kilos; casi se le cayó al oír aquella voz masculina que no conocía respondiendo al saludo, desde la entrada. En el último momento, Esther consiguió dejar la fuente sobre la mesa evitando por pocos segundos una calamidad. “Ya está aquí”, se dijo.
Llevaba puesto el collar de Jax, que ahora había pasado a ser "suyo". Acarició momentáneamente la chapita color azul enganchada a la argolla, símbolo de Jen, y se sintió ligeramente más tranquila pero eso sólo duró un momento. Se dio cuenta de que le habían entrado unas terribles ganas de orinar de pronto--¿tal vez por el puro terror?— pero no se veía a ninguno de sus Amos por ninguna parte para pedirle permiso: estaba sola en la cocina, prácticamente atrincherada, y no se atrevía a salir. De hecho, no iba a salir de ahí a menos que alguno de los Amos viniera a sacarla…
—Pasa…—escuchó que decía Inti, y poco después la puerta al cerrarse.
Se dijo que Silver nunca había pisado aquella casa, porque podía oír con claridad cómo Inti le mostraba dónde estaba el salón y le hablaba de la ubicación de las demás habitaciones.
La voz que no conocía, más baja y profunda que la de Inti, preguntó por ella.
—¿Dónde está?—pudo oír Esther con claridad que dijo en tono neutro. Podía haber preguntado por cualquier otra “cosa”, pero la respuesta de Inti le confirmó su temor.
—Está en la cocina, ¿Quieres verla?
Esther se encogió como un animalito asustado. No supo dónde meterse. El corazón le latía a mil por hora.
—Sí.
Oh… no, por favor…
Escuchó pasos que se acercaban, irremediablemente. Poco después asomó Inti por la puerta de la cocina, seguido de aquel misterioso invitado.
—Qué bien huele…—murmuró la voz profunda.
Esther sólo podía ver los zapatos de ambos, pues no se atrevió a levantar la vista: las discretas deportivas negras que llevaba Inti, sin una mota de polvo, y las botas que calzaba el desconocido. Ya se asustó al contemplar aquellas botas, instintivamente, sin saber muy bien por qué. Se veía que su portador había dado muchos pasos con ellas: el cuero negro estaba arrugado, pero lustroso y brillante, y se apreciaban finas líneas en torno al empeine y en la punta ligeramente redondeada. La caña—lo poco que Esther veía de ella bajo los vaqueros oscuros—se ajustaba a la pierna mediante gruesas tiras de cuero que comenzaban en los tobillos, rematadas por hebillas metálicas. Esther había oído en alguna ocasión “si quieres saber más de una persona, fíjate en sus zapatos”. Se dio cuenta de que en ese momento esa frase cobraba un significado especial que jamás imaginó.
--Acércate, perra—la llamó Inti--y quítate ese delantal, para que te veamos.
Por instinto, Esther se había colocado en la esquina más alejada de la puerta al oír que se acercaban, con la espalda contra la pared, como un cachorro acorralado. Tragó saliva y con la cabeza gacha se forzó a despegar los pies del suelo y obedecer. Despacio, se desabrochó el delantal y se lo sacó por la cabeza; luego, paso a paso se acercó a las deportivas de su Amo y las botas, temblando de miedo y también a causa de esa extraña excitación que se apoderaba de ella en situaciones como esta.
Cuando estuvo a escasos pasos de ellos, Inti se acercó un poco más y le dio un leve puntapié en la pantorrilla.
--De rodillas—indicó.
Esther obedeció, al borde de las lágrimas de pronto. Le hubiera gustado adelantarse a la orden del Amo, haberse acercado a cuatro patas como sabía que a él quizá le hubiera gustado, pero no había sido capaz de seguir un razonamiento lógico. No se sentía capaz de pensar, en realidad.
—Oh, es adorable—murmuró el desconocido. Por la inflexión de su voz Esther adivinó una sonrisa en sus labios.
La chica se replegó sobre sí misma. No recordaba haber estado tan nerviosa en su vida. Silver se había adelantado y estaba tan cerca que su olor le llegaba con toda claridad: la estela del frío de la calle aún en su ropa, el cuero de sus botas, las suaves notas de alguna colonia masculina sobre su piel.
—Eh…--para horror de Esther, él se agachó y se colocó frente a ella—déjame ver esos ojos que tienes…
Las lágrimas ya se agolpaban en sus párpados, y para colmo se seguía orinando. Sin embargo, Esther respiró hondo y logró levantar los ojos al frente, obedeciendo aquella orden velada.
Lo que vio la dejó sin respiración. Silver parecía un hombre completamente normal— bueno, normal tal vez no fuera la palabra, porque “habitual” no era--, exento de toda perversión. Parecía simplemente un hombre joven, amable, un poco extraño en su forma de vestir y adornarse pero incluso esto podía resultar atractivo. Su cabello lacio, largo, caía sobre sus hombros flanqueando su sonrisa y el brillo de sus ojos, perdiéndose en su espalda hasta casi su cintura. Llevaba al hombro una mochila negra que aún sujetaba por una de las correas, objeto que parecía haber recorrido con él también muchos kilómetros.
—Muy bonitos ojos—dijo, y entonces le clavó la mirada sin asomo de recato.
Esther se tambaleó cuando los ojos del lobo chocaron contra los suyos.
—Tienes mirada de buena perra…--continuó Silver, sonriendo—los Amos deben estar orgullosos de ti…
A Esther le dolió súbitamente el corazón al escuchar esto. No supo si tenía que responder algo, así que simplemente intentó dar las gracias, terriblemente confusa.
—Gracias, Señor…
Jen le había comentado cómo tenía que dirigirse a la visita y le había dado algunas instrucciones sobre cómo tenía que comportarse. Aparte de la educación obvia y el respeto máximo, le había hablado también del protocolo a seguir.
—Sí que está marcada…—murmuró Silver, asomándose por encima de los hombros de Esther, mirando las líneas rojas y moradas que emergían de sus bragas—¿estas marcas son de ayer?
Inti asintió.
—La mayoría de ellas sí.
—Entiendo…
En ese momento, se oyeron pasos que se acercaban y al instante Alex y Jen se plantaron en la puerta de la cocina.
—Ey, Silver…
Jen se aproximó sonriendo y le estrechó la mano al invitado. Junto a Jen se le veía altísimo a éste último.
—Jen, hola…--Silver sonreía de oreja a oreja—te he traído una cosa…
—¿Sí? ¿y eso? ¿qué es?
—Ya lo verás…
Alex le saludó también y miró a Esther, quien seguía de rodillas en el suelo junto a la puerta de la cocina. Le acarició la espalda con aire protector y cruzó la puerta para servirse un vaso de agua.
—¿Tomamos algo?—preguntó Inti--¿vino, tal vez?
—Oh, genial—respondió Silver—he traído aquí algunas cosas que me gustaría enseñaros…--palmeó su mochila con una sonrisa lobuna--¿dónde puedo dejar esto?
—Vayamos al salón—propuso Jen. Se giró hacia Esther y le acarició la cabeza—perrita, sírvenos una copa de vino, por favor…
Jen esperó a que sus compañeros y Silver abandonaran la cocina para acuclillarse frente a Esther y hablarle en voz baja.
—Cariño, ¿estás bien?
Le acarició la mejilla. Ella levantó los ojos hacia él, agradecida.
—Un poco asustada, Amo… y con ganas de ir al baño.
Jen rió.
--Estupendo, allí quería que vinieras conmigo un momento. Tengo algo para ti… levántate.
Condujo a la perra por el pasillo hacia el cuarto de baño. Esther pudo ver al pasar, por el rabillo del ojo, cómo Inti y Alex se sentaban en el sofá del salón, frente a la mesita de café, y Silver hacía lo mismo un segundo más tarde dejando la mochila negra en el suelo, junto a sus pies.
Una vez en el baño, Jen cerró la puerta y observó a Esther con los ojos brillantes.
--Esta mañana, antes de que saliéramos, me llegaron algunas cosas que pedí por internet… --le dijo.
Le indicó que se sentara sobre la tapa del inodoro y sacó dos paquetes del armario bajo el lavabo. Esther le contemplaba sorprendida, con los ojos muy abiertos, moviéndose con las piernas cruzadas sobre la superficie donde estaba sentada para evitar orinarse encima.
Los paquetes estaban envueltos en un sencillo papel blanco y parecían muy diferentes: uno era pequeño y cuadrado, el otro rectangular, un poco más reducido que una caja de zapatos. Esther se preguntó qué serían.
--Vaya, te mueres de ganas de mear, eh…--sonrió Jen—ahora lo harás, pero antes… abre esto.
Le tendió el paquete grande.
Esther no pudo evitar sonreír un poco cuando lo tomó en las manos.
--Gracias, Amo…--murmuró mientras rasgaba el papel.
Cuando vio de qué se trataba, sin embargo, se puso pálida.
--¿Te gusta, perrita?
Quitando el papel, Esther había descubierto una discreta caja de color negro. Cuando la abrió, vio dentro de ella, acomodado en olas de satén, un objeto cilíndrico y grueso que le puso los pelos de punta. Al mirarlo más de cerca confirmó sus temores en cuanto a qué se trataba… era una especie de falo metálico, ¿qué pensaba hacer el Amo con él, aquella noche?
--No lo sé, Amo…--respondió ella con sinceridad—no sé si me gusta… aunque es bello.
El objeto era estético, sin duda. Pulido, regular, la punta ligeramente engrosada unida al tronco por una suave cintura, marcada por líneas curvas y llenas. Estaba diseñado para dar placer y para estimular, comprendió Esther.
Jen sonrió y la abrazó brevemente. Tomó la caja de sus manos y la dejó en la repisa junto al lavabo.
--Levántate, perrita…--le dijo.
Ella se puso en pie y se alejó unos pasos del inodoro. Jen se sentó justo en el lugar que ella había ocupado, y se palmeó los muslos mirándola significativamente.
Creyendo adivinar lo que su Amo quiso decir con ese gesto, Esther se colocó tumbada boca abajo sobre sus rodillas. Al tomar la posición, su vejiga amenazó con estallar.
--Amo…
--Dime, pequeña.
--Me estoy… me estoy meando, Amo… mucho…
Esther se dio cuenta de que estaba excitada. ¿Cómo podía ser posible?
--Ya lo veo, tesoro… tranquila, sólo será un momento.
--¿Me vas a azotar, Amo?
Jen le bajó las bragas con suavidad y rio mientras le acariciaba las nalgas.
--No, cielo—respondió--tranquila…
El Amo extendió el brazo hasta la repisa junto al lavabo y cogió la caja negra. La abrió con una mano y extrajo de su interior el grueso falo metálico. Era ligero en la mano, contrariamente a lo que parecía. Mejor, pensó Jen, sobre todo con vistas a que el cuerpo de la perra lo pudiera desalojar…
Esther gimió cuando sintió que el Amo separaba con los dedos los labios de su vulva. Se le escaparon unas gotas de orina y tuvo que hacer un esfuerzo terrible por no mearse, contrayendo a fondo el abdomen. Sus piernas se unieron por encima de los muslos de Jen, haciendo que su culo se levantase.
El dedo del Amo surcó sus pétalos durante un segundo y penetró en sus profundidades, comprobando su amplitud y humedad. Trabajó un poco ensanchándole el coño, y apenas un minuto después introdujo el objeto metálico, frío y realista, en la vagina de ella.
Esther ahogó un grito. Se meó. No pudo evitarlo. La orina salió prácticamente a presión cuando aquel cilindro se introdujo en su cuerpo, a pesar de que el Amo no había sido brusco en absoluto.
Jen trató de evitar que la meada chorreara sobre él pero le fue del todo imposible. Bufó y cuando comprendió que todo esfuerzo sería vano—no iba a arrojar a Esther al suelo— se rindió y ante la sorpresa de la chica se echó a reír.
--Nena… la idea era que te aguantaras…--la reprendió, sin asomo de enfado—madre mía, la que se ha “liao”…
Esther explotó en carcajadas también, pero no porque aquello le hiciera gracia. Orinarse sobre el Amo había sido el colmo absoluto de la humillación, lo peor que podía hacer. En aquel momento reía a mandíbula batiente para liberar tensión, y lloraba al mismo tiempo.
--Lo siento, Amo…--logró decir cuando consiguió tomar aire—he intentado aguantar…
Jen percibió el sufrimiento de la chica aunque esta reía a carcajadas. Había escuchado su voz nasal a causa de los mocos y las lágrimas.
--No pasa nada, era un riesgo… tranquila…
--Lo siento, Amo…
La pobre chica sollozaba desconsolada sobre sus rodillas, subiendo y bajando los hombros, convulsa. El falo metálico seguía anclado en sus profundidades, húmedas de jugos y orina.
--Tranquila, cielo—murmuró Jen—venga, vamos a limpiar esto…
No había sido una meada muy grande, por fortuna. Apenas un pequeño charco en el suelo procedente de lo que había chorreado desde la tapa del inodoro y los vaqueros de Jen.
--Quítate las bragas, nos daremos una ducha rápida—le dijo el Amo, abriendo la llave del agua—vamos, sólo te lavaré de cintura para abajo…
La perra se sacó las bragas empapadas, recogió el charco de orina con papel higiénico y se metió en la bañera. Jen se quitó los pantalones y los calzoncillos y se metió también, sujetando la ducha a su lado. La enjabonó rápidamente con una mano y luego la aclaró con el agua de la ducha. Afianzó la posición del consolador dentro de su coño y procedió a lavarse él, también con rapidez. Cuando terminó, cerró el grifo y le indicó a Esther que saliera. Se colocó una toalla alrededor de la cintura y le dijo:
--Nena, ve a mi habitación y tráeme los vaqueros claros que hay en el armario… y unos boxers del cajón, del primer cajón de la cómoda, ¿vale?
--Vale, Amo—respondió ésta, cubriéndose con la toalla para salir.
--Espera.
Jen la detuvo, sujetándola del brazo.
--¿Sí, Amo?
--Me temo que para salir deberás prescindir de esto…--le quitó la toalla suavemente y la dejó en su sitio.
Esther se puso del color de la cera.
--Si quieres llevar toalla—Jen se ablandó un poco al ver el terror pintado en la cara de ella—tendrás que explicarles a los Amos y a Silver que te has meado encima de mí, y que por eso la llevas. Lo que prefieras, te dejo elegir.
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Oh, dios. Visto así era mucho más digno ir desnuda de cintura para abajo, pensó Esther.
--Prefiero ir sin toalla entonces, Amo, si no le importa…
Jen sonrió.
--Lo imaginaba. Venga, date prisa… quiero que veas el otro regalo que tengo para ti. Y que no se te salga el consolador…
Esther abandonó el baño muerta de miedo por encontrarse con alguien en el pasillo. Se las arregló para llegar a la habitación del Amo sin ser vista, y localizó rápidamente lo que éste le había pedido. En el camino de vuelta tampoco se cruzó con nadie, por fortuna.
La puerta del baño estaba entreabierta, y volvió a entrar sin hacer ruido, discretamente.
--Aquí tienes, Amo…--le dijo a Jen tendiéndole la ropa.
--Gracias, cielo.
Éste se vistió y volvió a cerrar la puerta. Le hizo girarse a Esther e inclinarse, para comprobar que el consolador continuaba bien puesto y fijado en su coño. Una vez hecho esto, permitiéndole a ella volver a una posición cómoda de pie ante él, tomó el paquete pequeño y cuadrado y se lo tendió.
--Toma, pequeña—le dijo—espero que te guste…
Esther cogió el paquetito y lo desenvolvió insegura. No tenía ni idea de qué podía contener. Bajo el papel encontró una bonita caja tapizada de suave tela roja, provista de un elegante cierre plateado. Abrió los ojos desmesuradamente cuando vio lo que había en aquella caja.
--Amo…--creía saber lo que era aquello… o entender qué podía significar, pero no encontró palabras para expresar lo que sentía.
--Es mi collar para cuando salgas conmigo, Esther—le dijo éste—no te voy a hacer llevar un collar de perro por la calle…
Esther asintió, aun conmocionada. No podía apartar los ojos del colgante de plata en forma de “J” que pendía de una sencilla cadena.
--Oh, Amo…
Por un momento lo olvidó todo. Olvidó a Silver, olvidó el consolador, olvidó que se había meado y lo que a buen seguro le esperaba aquella noche. Sintió que era de Jen, suya, no sintió nada más. Pero le parecía que eso era sentir todo.
--¿Te gusta, cariño?
--Oh, sí… mucho… --A Esther parecían agolpársele las palabras en la boca, después del largo silencio—gracias, muchas gracias, Amo…
--¿Te lo quieres probar?
--Sí… por favor…
Jen la giró suavemente para que se pusiera de cara al espejo y, por encima del collar de cuero-- que le quedaba a Esther bastante grande--deslizó la cadena. La cerró por detrás de su nuca y dejó que el colgante cayera hasta el inicio de su escote, quedando parcialmente oculto debajo del cuero. Retiró el collar que perteneció a Joff para que Esther pudiera verlo con claridad.
--Es precioso, Amo…
--Ya lo creo—asintió Jen, rodeándole los hombros con el brazo.
Le quedaba muy bonito, en realidad; la plata brillante contrastaba con la tibieza pecosa de su piel.
--¿Puedo llevarlo ahora, Amo?—pidió ella.
Jen negó con la cabeza y buscó el cierre de la cadena con las manos, para desengancharlo.
--No, cariño, ahora no. Este collar es sólo para salir… ahora tenemos que dar protagonismo a otras cosas. Si no recuerdo mal ibas a servir el vino, ¿no es cierto?
“Sí, Amo, antes de que Tú me metieras un consolador por el coño cuando me estaba meando y antes de orinarme sobre tus pantalones, a consecuencia de ello”, pensó Esther inmediatamente.
--Sí, Amo, es cierto…
--Pues anda, ve. Sirve las copas y quédate cerca por si alguien quiere algo. Me reuniré contigo en seguida…
Esther no pudo evitar lanzar al Amo una mirada suplicante—con Inti jamás se hubiera atrevido a esto—desde la puerta. Le horrorizaba sencillamente tener que ir desnuda de cintura para abajo delante de los Amos… y de Silver, por supuesto. Pero Jen negó con la cabeza, sonriéndola con ternura.
--Vamos, ve… no les hagas esperar.
--Sí, Amo.
Resignada, Esther bajó la cabeza y echó a andar por el pasillo hacia la cocina, para servir el vino en las copas.
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--Vaya, empezaba a hacerme viejo—le dijo Inti cuando la vio aparecer por la puerta, portando una bandeja con las copas, la botella y el sacacorchos.
Esther murmuró una respetuosa disculpa y, sin querer mirar a ninguno de los chicos, dejó la bandeja sobre la mesita de café. Tuvo que apartar una cosa para hacerlo, una caja que contenía un CD sin rotular que inoportunamente alguien había dejado allí.
--Quiero que saques la mesa que hay en la cocina y la pongas ahí—Inti le señaló una zona que había despejado en el salón—con un mantel bonito y vajilla decente, ¿lo has entendido?
--Sí, Amo…
--¡Oye!—exclamó el Amo cuando vio su desnudez--¿por qué no llevas bragas?
Esther contuvo la respiración. Después de todo, no tenía obligación de contar lo que había ocurrido…
--El Amo Jen quiere que vaya así, Amo—respondió sucintamente.
--Vaya, vaya… --masculló Inti con gesto divertido—ya está Jen con sus cosas…
Alex se adelantó hacia la mesa para coger la botella de vino y el sacacorchos, visiblemente violentado. Sujetó la botella y comenzó a quitar el envoltorio plateado que cubría el tapón.
Jen apareció poco después, luciendo una amplia sonrisa.
--Aquí pasa algo raro… --Alex frunció el ceño al verle llegar—Esther sin bragas, tú te cambias de pantalones… ¿qué coño habéis hecho?
Jen miró a Esther significativamente y se aguantó un acceso de risa.
--Mejor no preguntes…
Se sentó en el sofá y cogió una copa de la bandeja. Silver se acercó a la mesa, cogió el CD y se lo tendió a Jen.
--Mira, esta es la maqueta de nuestro último trabajo—le dijo.
La cara de Jen se transfiguró por la sorpresa.
--Anda, ¿en serio?
--Sí… pensé que te gustaría—sonrió Silver.
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--¡Claro! ¡Me encanta Whoever!—exclamó Jen, apretándole el brazo con franca ilusión--¿Cuándo vais a volver a tocar en directo?
Silver reflexionó unos segundos antes de contestar.
--Íbamos a ir a Barcelona…--dijo—pero, justo cuando tenía movilizado al grupo… me pasó algo en un acústico, en Madrid… y he cancelado todo de momento.
--Vaya… lo siento.
--No, no—Silver sonrió más y sacudió la cabeza—no se trata de nada malo… pero bueno, todo está parado de momento. Aunque Argen me ha sugerido que toquemos en su local… tal vez lo haga, tengo que decírselo al grupo…
--Oh, si es así, nos encantaría ir a verlo…--dijo rápidamente Jen.
Silver asintió y tomó una copa vacía, comenzando a jugar con ella en las manos.
--Por cierto, Merrik os avisó de la próxima reunión, ¿no es cierto?—dijo.
--Sí—repuso Inti—me llamó para decírmelo, contad con nosotros.
Silver asintió con una amplia sonrisa.
--Genial. Ah… he traído algunos trabajos recientes… por si les queréis echar un ojo. Pensaba que eligierais uno para vuestra perra—añadió mirando a Esther, que permanecía discretamente en un segundo plano detrás del sofá, disponible como Jen le había ordenado—en pago a vuestra hospitalidad…
Alex refunfuñó algo y comenzó a llenar de vino las copas. Dejó la botella en el centro de la mesa y bebió un largo trago de la suya. Aquel tipo, Silver, parecía simpático… pero sabía de lo que era capaz, y le estaba poniendo nervioso.
--¿Trabajos recientes?—inquirió Inti.
--Sí…
Silver asió la mochila que tenía a sus pies, la abrió y comenzó a sacar “enseres” y a colocarlos ordenadamente sobre la mesa de café.
Esther intuyó que no debía mirar, pero no pudo evitar hacerlo.
Interludio: Como tú
"Soy parecido a ti, llevo tu veneno en mis genes. A veces maltrato a la gente que quiero.
Hay algo tuyo en mí desde que nací, estoy seguro, y eso se ha incrementado al vivir contigo, cada día.
Siento odio hacia ti algunas veces, cuando te recuerdo. Y, lógicamente, siento rechazo hacia mí mismo, hacia esa parte de mí que es como tú. No te culpo por nada, ya no, pero me asquea ser así.
Pienso que el hecho de haber vencido demonios se me ha subido a la cabeza. A veces me siento ajeno, de alguna manera superior a los demás, y no me doy cuenta de que puedo herir con mi actitud. No soy consciente de estar haciendo algo incorrecto ni de lo equivocado que estoy. Suelo darme cuenta de esto tarde.
Me cuesta relacionarme con personas, me cuesta entenderlas. No me cuesta socializar superficialmente, pero nunca pongo mis emociones en juego. Me revienta tener tentaciones de hacerlo, que de hecho a veces siento. Me cuesta crear lazos porque tengo miedo de destruirlos.
El “otro” es un completo misterio para mí. Tengo la impresión de ser ciego con las personas que me importan, y me siento vulnerable si se acercan a mí. Por eso procuro que no me importe mucha gente, y no importar yo. Pero hay veces que siento que necesito hacerlo. Hay personas que no puedo evitar que lleguen a mí.
Cuando llega este momento no me siento seguro, no sé qué hacer. Si es muy profundo lo que siento, directamente no puedo soportarlo. Lo aparto de mí, como puedo, y me refugio en áreas seguras. He encontrado varias salidas a todo esto y una de ellas es el placer. Un placer extraño y especial que palpita en mí desde que tengo conciencia de tener sexo. Me relaciono seguro de esta forma, erotizando mi presunta superioridad. Irónico, ¿verdad? Es más fácil expresar lo que siento así. De esta forma, con este tipo de placer, puedo no dar opción a quererme al otro si quiero. Es algo cruel, quizá, pero necesito que sea así, necesito poder cerrar con llave.
Este placer es necesario también porque me ayuda a conciliarme con esa parte de mí que aborrezco, con la parte de mí que es como tú. Para ser franco conmigo mismo creo que me he engañado todo el tiempo.
Ahora me doy cuenta de que las cosas son más complicadas de lo que yo pensaba. Siempre pensé que estaría seguro en una relación así porque podría no amar… pero me doy cuenta de que eso es una gilipollez. Amar o sentir es algo que no depende de mí. Tal vez no pueda controlarlo.
Ahora siento, a veces, que mi mundo está temblando. Temo que pase el tiempo, que lo que me toca el corazón ahora logre atravesármelo más tarde; temo que todo se me vaya de las manos. Tengo miedo de lo que puede pasar… de lo que ya me está pasando. Tengo miedo de mí mismo y de hacer daño. Y tengo miedo a sentir… pero lo deseo… ¿sabes por qué?
porque, aunque una parte de mí se te parezca, yo no soy tú.
(escrito personal de Inti con referencia a su situación actual)
Hay algo tuyo en mí desde que nací, estoy seguro, y eso se ha incrementado al vivir contigo, cada día.
Siento odio hacia ti algunas veces, cuando te recuerdo. Y, lógicamente, siento rechazo hacia mí mismo, hacia esa parte de mí que es como tú. No te culpo por nada, ya no, pero me asquea ser así.
Pienso que el hecho de haber vencido demonios se me ha subido a la cabeza. A veces me siento ajeno, de alguna manera superior a los demás, y no me doy cuenta de que puedo herir con mi actitud. No soy consciente de estar haciendo algo incorrecto ni de lo equivocado que estoy. Suelo darme cuenta de esto tarde.
Me cuesta relacionarme con personas, me cuesta entenderlas. No me cuesta socializar superficialmente, pero nunca pongo mis emociones en juego. Me revienta tener tentaciones de hacerlo, que de hecho a veces siento. Me cuesta crear lazos porque tengo miedo de destruirlos.
El “otro” es un completo misterio para mí. Tengo la impresión de ser ciego con las personas que me importan, y me siento vulnerable si se acercan a mí. Por eso procuro que no me importe mucha gente, y no importar yo. Pero hay veces que siento que necesito hacerlo. Hay personas que no puedo evitar que lleguen a mí.
Cuando llega este momento no me siento seguro, no sé qué hacer. Si es muy profundo lo que siento, directamente no puedo soportarlo. Lo aparto de mí, como puedo, y me refugio en áreas seguras. He encontrado varias salidas a todo esto y una de ellas es el placer. Un placer extraño y especial que palpita en mí desde que tengo conciencia de tener sexo. Me relaciono seguro de esta forma, erotizando mi presunta superioridad. Irónico, ¿verdad? Es más fácil expresar lo que siento así. De esta forma, con este tipo de placer, puedo no dar opción a quererme al otro si quiero. Es algo cruel, quizá, pero necesito que sea así, necesito poder cerrar con llave.
Este placer es necesario también porque me ayuda a conciliarme con esa parte de mí que aborrezco, con la parte de mí que es como tú. Para ser franco conmigo mismo creo que me he engañado todo el tiempo.
Ahora me doy cuenta de que las cosas son más complicadas de lo que yo pensaba. Siempre pensé que estaría seguro en una relación así porque podría no amar… pero me doy cuenta de que eso es una gilipollez. Amar o sentir es algo que no depende de mí. Tal vez no pueda controlarlo.
Ahora siento, a veces, que mi mundo está temblando. Temo que pase el tiempo, que lo que me toca el corazón ahora logre atravesármelo más tarde; temo que todo se me vaya de las manos. Tengo miedo de lo que puede pasar… de lo que ya me está pasando. Tengo miedo de mí mismo y de hacer daño. Y tengo miedo a sentir… pero lo deseo… ¿sabes por qué?
porque, aunque una parte de mí se te parezca, yo no soy tú.
(escrito personal de Inti con referencia a su situación actual)
22-La cena
Silver fue desplegando sobre la mesita de café el material que traía en la mochila, ante los atónitos ojos de Esther. La chica no podía dejar de mirar aquellos objetos, clavada en el suelo detrás del sofá, incapaz de movilizarse ni tan siquiera para poner la mesa como le había ordenado Inti.
Las cosas que Silver sacaba de su mochila mágica le estaban dando escalofríos, haciéndole apretar inconscientemente el consolador que se alojaba en su coño. Rompió a sudar contemplando las diversas correas, de diferente anchura y grosor, con inquietantes símbolos grabados en el cuero. Vio también látigos cortos cuyas múltiples colas se trenzaban fuertemente fijadas al mango, y también objetos que jamás había visto antes, aunque tenía la vaga idea de para qué podrían servir. En los infinitos diseños se combinaba el cuero trabajado a mano, coloreado o natural, con tinta, plata, otros metales e incluso nácar. Esther comprendió que todas aquellas cosas habían sido concebidas y llevadas a término por la mente de aquel invitado oscuro, por ese chico de aspecto un tanto extraño y apariencia amable al que, si hubiera visto por la calle o en el metro, nunca hubiera sospechado diestro en algo como eso.
De hecho, tampoco podía apartar los ojos de las manos de Silver mientras éste exponía su arsenal. Eran unas manos grandes, más largas que amplias y de nudillos marcados, cuyos dedos se movían con flexibilidad y destreza colocando cosas aquí y allá. La mano derecha de Silver tomaba uno y otro objeto con una naturalidad que a Esther le resultó escalofriante, deteniéndose apenas un instante en empuñar el mango de un látigo con decisión, colocarlo en la mesa y coger el siguiente.
Inti observaba la inquietud de ella por el rabillo del ojo con cierto regocijo, sin querer insistir en movilizarla para no sacarla de su trance.
--Oh, vaya virguería…--Jen se había inclinado sobre la mesita y acariciaba con los dedos un látigo largo, negro y brillante como la pez, terminado en un diseño de punta de flecha.
Silver rio.
--Eso no está en el pack de regalos, me temo—murmuró—y no dejaré que nadie lo use a menos que la perra haya hecho algo muy malo…
Desvió los ojos hacia Esther y alzó una ceja con gesto divertido.
--Algo muy malo hizo—masculló Inti, sin poder disimular una sonrisa ladina—me llamó “maldito cabrón hijo de puta”, o algo así…
Esther se encogió. Oh, por favor, no quería verse obligada a recordarlo…
--Sus motivos tendría—rio Silver, guiñándole un ojo a la chica y continuando con la disposición de objetos sobre la mesa. No parecía tener especialmente en cuenta el hecho de que ella fuera completamente desnuda de cintura para abajo.
--Ya fue castigada por eso, además—terció Jen. Sabía que Inti estaba de cachondeo, pero no le había pasado desapercibido el súbito rubor de Esther ni la tensión que había en su cuerpo.
--No del todo—repuso Inti, no del todo…
Silver seguía a lo suyo.
--Es el látigo más largo que he hecho—le explicó a Jen, desenrollando la larga tira cilíndrica para que él pudiera verlo en toda su longitud—me llevó muchas horas de trabajo. Era más bien algo que hace tiempo tenía en la cabeza… no me he planteado estrenarlo todavía.
Complementó esas últimas palabras con una risita hueca para sí.
--Buen trabajo, realmente…--Jen recorría con las yemas de los dedos el cuero trenzado, fascinado. --¿Y esto?—preguntó, tomando el mango de un gato cuyas colas estaban rematadas por una especie de fichas en forma de pica—Oh… no me digas que son…-sostuvo entre sus manos una de las estructuras para mirarla más de cerca.
Silver asintió.
--Son púas… de guitarra.
--¡Sí!—rio Jen--¿cómo se te ocurrió?
El aludido se encogió de hombros.
--No sé, supongo que a fuerza de estar todo el tiempo pensando en cosas…
Jen jugó con las púas, extasiado. Era increíble la imaginación de ese tío.
Alex se acercó a la mesa con desconfianza y señaló una tosca tira de cuero crudo enganchada a un mango de madera que, en contraste, se veía recargado con un grabado de grandes hojas oblongas.
--¿Qué es esto?—preguntó, fijando los ojos en el objeto con una mezcla de respeto y rechazo.
--Ah… eso es un rebenque, no lo he hecho yo. Lo encontré en una feria de artesanía, en Argentina.
Alex frunció el ceño como si continuara sin entender.
--¿Puedo cogerlo?—preguntó, aún sin tenerlas todas consigo.
--Claro…
Extendió el brazo sobre la mesa y cogió el objeto despacio, acercándoselo poco a poco como si la madera le quemara entre los dedos. Sostuvo con recelo el mango macizo frente a sus ojos y lo examinó, deteniéndose luego en la burda tira de cuero sin curtir. ¿Realmente se proponían tocar a Esther con aquello? La engañosa tranquilidad que había mantenido hasta el momento amenazó con quebrarse. Se preguntó qué haría, que demonios haría él si ese loco melenudo empuñaba esa “cosa” contra Esther. Apretó los dientes y volvió a dejar el artefacto-- para él era poco menos que un “arma” venida del infierno—en la mesita, junto a los demás artilugios de tortura.
Continuaron haciendo preguntas un buen rato, deteniéndose en cada objeto. No era para menos: cada uno tenía sus peculiaridades y su historia.
--Creo que tenemos una perra sorda…--comentó Inti en un momento dado, con la mirada fija en un látigo corto que había cogido de la mesa. Cada tralla estaba rematada por pequeñas bolitas plateadas con las que él jugaba entre sus dedos—le dije hace más de veinte minutos que pusiera la mesa, pero no ha debido oírme… tal vez necesite que se lo diga con más claridad.
Levantó los ojos y giró la cabeza hacia Esther, quien continuaba paralizada detrás del sofá, temblando su carne al contemplar aquellas “delicias”, llena y mojada.
--Vamos, perra—dijo Inti, exasperado, acompañando sus palabras de un contundente gesto con las manos--¡muévete!
Ella pareció volver en sí de pronto. Apretó los labios, agachó la cabeza y se preparó para dar el primer paso hacia la cocina. Era complicado moverse con aquella barra dentro… cada paso, cada roce, suponía un latigazo de placer que empezaba a provocar temblores de tierra dentro de su cuerpo.
--Sí, Amo…
--¿Por qué te mueves como Robocop? Ah, sí… eso—Inti señaló con la barbilla la entrepierna de la perra, comprendiendo—venga cerda, date brío.
sther puso la mesa como Inti le había ordenado, escogiendo con meticulosidad la vajilla—bastante era conseguir que en aquella casa cuatro platos fueran iguales —y la cubertería. Llevó también la botella de vino y pidió permiso para, cuando los Amos estimaran adecuado, colocar la fuente del asado. E
Jen le dio las gracias amablemente y le indicó que se colocara de rodillas junto a la mesa, en espera de nuevas órdenes.
Esther había dispuesto cuatro sillas, lógicamente, y cuatro servicios de platos y cubiertos. Daba por hecho que ella no se sentaría a aquella mesa porque su sitio era otro: su sitio estaba en el suelo, a los pies de Jen, que era su Amo prioritario hasta el día siguiente.
Caminó hacia la mesa y se arrodilló, sujetando el consolador, junto a una de las sillas vacías, tratando de desconectar de la charla de los chicos. Pero era inevitable oír lo que decían… especialmente cuando, esforzándose en vano por no escuchar, le llegaba a los oídos la punzada de su nombre en la voz de alguno de ellos, o de la palabra “perra”. En ese momento, Esther aguzaba sus sentidos sin querer, poniéndose en guardia por puro reflejo, lubricándose al máximo y horrorizándose por ello.
--Está bien azotada, vuestra perra…--había oído claramente decir a Silver.
Esther no había sido capaz de distinguir, a través del tono de su voz, qué pensaba él de esa afirmación: si lo decía peyorativamente, con lástima, o con orgullo. Simplemente, Silver se había limitado a comentarlo educadamente.
--Necesitaba ser castigada—había susurrado Jen.
--Tenía que ser castigada—había contestado Inti casi a la vez.
Alex no había dicho palabra.
Oh… ¿realmente necesitaba ser castigada? Oh, sí. El coño le latía solo de pensarlo, furioso contra el grueso falo sintético. Y lo merecía. ¿Por qué? No quiso pensarlo. Eso tenía que ser algo malo, por fuerza. Algo propio de alguien débil y estúpido, se dijo amargamente… y de alguien pervertido, muy pervertido. Una asquerosa zorra pervertida, una perra viciosa, eso era ella. Tembló, juntando las piernas para sentir cada protuberancia del consolador dentro de lo más íntimo de su ser. Pensó en los ojos de Jen y en su mano castigándola, y apretó los dientes para no gemir.
--Parece una perrita sumisa…--había dicho Silver, sin mirarla.
Los chicos charlaron durante un rato más, no demasiado tiempo en realidad aunque a Esther se le hizo eterno. Cuando lo vieron oportuno, se levantaron para ir hacia el fondo del salón, junto a la ventana, donde estaba la mesa dispuesta. Tomaron asiento en las sillas colocadas por Esther, e Inti le dio permiso a ella para levantarse e ir trayendo la comida.
Una vez servidos los platos, Jen le hizo una seña a Esther, tal como ella había previsto que haría, para que se colocara arrodillada a sus pies, junto a su silla. Esther obedeció y se situó entre Jen y Alex, afortunadamente lejos del alcance de las manos de Inti y de Silver, quienes se sentaban en frente.
Comprobó que la carne estaba buena al probar los trozos que Jen le pasó de su mano. Probó también alguna patata que otra y saboreó la salsa lamiéndola de los dedos del Amo. Comió lo que le dieron, lo justo para borrar la huella de hambre que había hecho en su estómago el olor del asado. Aunque disfrutó de los bocados, no fue capaz de acallar la excitación que la socavaba mientras permanecía allí, tan cerca de los pies del Amo, arrodillada apretando el coño para no expulsar el consolador.
--Tengo una idea para el postre…--sonrió Inti, una vez hubieron terminado de cenar. Esther tembló: ya comenzaba a temer sus momentos de iluminación.
--¿Una idea?—preguntó Alex.
--Sí…--Inti se inclinó para mirar a Esther por debajo de la mesa-- perra, saca el helado del congelador y déjalo en la cocina, recoge la mesa y vuelve aquí. Rápido.
Silver frunció el ceño divertido. Conocía un poco a Inti, podía imaginarse lo que tramaba.
Esther sacó el helado y lo dejó reposar en la encimera de la cocina, recogió la mesa con premura y volvió tan rápido como fue capaz a la posición que ocupaba junto al Amo Jen. Miró al suelo y aguardó, en espera de la siguiente orden que a buen seguro llegaría.
Los chicos no cesaron en su conversación al verla llegar.
--Creo que tengo algunos pañuelos…--decía Inti—y algo de cuerda. ¿Tú tienes algo?
--Los pulpos del coche…--respondió Silver, mordiéndose el labio inferior—los tengo en la mochila.
--Oh…
Inti sonreía de oreja a oreja.
--Perra—dijo con voz glacial, sin bajar la cabeza para mirarla—túmbate sobre la mesa, boca arriba. Ya.
Dio una fuerte palmada que movilizó a Esther hacia el lugar indicado. Sin poder dejar de temblar, la chica se sentó insegura sobre el borde de la mesa y fue caminando con el trasero hacia atrás, hasta conseguir tumbarse del todo.
Desde el tablero de la mesa la realidad se veía distinta. Todo parecía estar a punto de caérsele encima; las figuras eran más grandes y se movían sobre ella rápidas como sombras, escapando de pronto de su vista con la velocidad del relámpago. Era imposible defenderse desde allí, y cualquier ataque, del tipo que fuera, sería inesperado.
Jen se colocó en su campo de visión, extendió la mano para acariciarle la mejilla y le sonrió. Esther cerró los ojos, intentando empaparse de su contacto para no sufrir.
“Amo, por favor, dame fuerza… dame calor”.
El alivio fugaz de la caricia desapareció cuando Jen volvió a ocultarse detrás de su cabeza. Le habían dado instrucciones de estarse rigurosamente quieta, pero era difícil superar la tentación de volver la cabeza para ver qué hacían los Amos y Silver. Podía escuchar sus pasos que iban y venían, yendo del pasillo al salón un par de veces; también oyó el trajinar de tela y cremalleras, y las risas que intercambiaban sin querer pronunciar palabra.
--Vale, perra—creyó escuchar que Inti jadeaba junto a su mejilla--vamos a atarte. Relájate y no te resistas…
--Sí, Amo…--musitó Esther, respirando hondo.
Hizo el esfuerzo de relajarse al máximo, contrayendo a fondo los músculos de su cuerpo y soltándolos de golpe al exhalar.
--Eso es…
Inti anudó dos pedazos de cuerda en sus respectivas muñecas y las ató en aspa por encima de la mesa, a las patas. Luego le separó las piernas y las inmovilizó también por los tobillos a las patas de la mesa. La cuerda de las piernas era más flexible, y más suave, o eso le pareció a Esther, pero igual de tensa y firme que las otras. A la chica ya apenas le quedaba espacio para maniobrar y, para colmo, le colocaron otro par de cuerdas por encima de las rodillas para separarle los muslos, anudadas por detrás del tablero de la mesa. Ahora, por mucho que se esforzara, le sería del todo imposible juntar las rodillas… Sintió como su clítoris crecía como el centro de una flor de entre sus pétalos abiertos. Por fortuna el consolador se había aquietado por fin, llenando sus profundidades con un silencio metálico.
--Iré a por el helado—dijo Jen, contemplando satisfecho la obra de Inti.
--Oh, genial…
Alex se inclinó sobre Esther y la miró con gesto de preocupación.
--¿Estás bien?—le susurró al oído.
--Sí, Amo… --asintió ella—no se preocupe…
--¿Qué si está bien?—se carcajeó Inti—está cachonda como la perra que es.
Alex le lanzó una mirada furibunda, no tanto por lo que dijo sino por el tono empleado, que sintió como una especie de agresión. Estaba tenso, no había dejado de estar tenso desde que Silver había entrado por la puerta.
--Vamos, Alex, por favor…mírala, tócala y comprueba lo que te digo.
Inti seguía sonriendo, pero miraba a Alex con fuego en los ojos, como si en realidad quisiera gritarle.
Alex dudó un instante, sintiéndose tentado súbitamente de deslizar la mano entre las piernas de Esther, y apretar esos labios carnosos que se veían enrojecidos e inflamados. Pero Jen apareció con una bandeja en la que llevaba el helado, cucharillas y platos, lo que por un momento distrajo su atención.
--Qué curioso—comentó Silver—helado de vainilla… me encanta.
Inti soltó una risita.
--Le he puesto un poco de canela…--dijo Jen.
--Ya estás con tus mariconadas—gruñó Alex—yo quería helado de vainilla normal…
Inti se acercó a la mesa y apartó la columna de cuatro platos que Jen había traído.
--Esto no lo vamos a necesitar…--dijo con una sonrisa enigmática, dejando los platos aparte.
A continuación tomó el helado, metió una cuchara grande y sacó algo parecido a una bola mediana.
El olor dulce de la vainilla impregnó el aire que rodeaba a Esther y esta respiró profundamente: ese aroma la volvía loca. Cerró los ojos, pero al instante los abrió de pronto cuando sintió el contacto de algo frío en el estómago, tan frío que quemaba. No pudo evitar dar un respingo y encogerse al tiempo que emitía un siseo.
--Vaya, la perra está caliente…
Inti tomó asiento con pasmosa tranquilidad y comenzó a comerse el helado a cucharadas sobre el vientre de Eshter. Jen tomó una cuchara y también probó el postre, animando a Silver a hacer lo mismo. Alex se metió la cuchara vacía en la boca y la lamió, sintiéndose de nuevo bloqueado, extraño. Le parecía que sentía dos cosas opuestas con la misma intensidad, y no sabía por cuál dejarse llevar. Por un lado la tensión, el estrés, el terror a dañar a Esther… `por otro lado la excitación—ella estaba también revuelta, podía sentirlo—las ganas de precipitarse a ese vientre blanco y lamer directamente el helado de ahí, la pulsión imparable, animal, desconocida hasta ahora en aquel grado…
Cuando se terminaron el helado que Inti había servido, sacaron los pechos de Esther fuera de las copas del sujetador y colocaron en ellos sendas “bolas” de helado hechas con la cuchara. A Esther le pareció que la masa helada se calentó inmediatamente; pudo notar los densos riachuelos pasando sobre sus pezones, enervándolos de frío. Se le escapó un gemido cuando sintió allí mismo el contacto templado de una cuchara.
--Vaya, ha sido muy buena idea…--Silver estaba disfrutando de aquello como el que más. No solo porque era fan del helado de vainilla, que también, sino porque aquel cuerpo tembloroso como un flan, tan sensible, tan erizado, le estaba poniendo a cien.
--Con vuestro permiso…
Movido por un súbito impulso, Alex apartó la caja del helado que estaba frente a sí en la mesa, se acomodó en el borde para inclinarse sobre Esther y se lanzó sobre ella. Comenzó a devorar el pecho que le quedaba más cerca, lamiendo con ansia, calentando con la lengua el helado que aún quedaba sobre la piel. La perra arqueó la espalda y gimió fuerte cuando los dientes del Amo Alex se cerraron en su pezón derecho. Le hubiera gustado abrazarle, acariciarle la cabeza y devolverle la fiereza de sus lamidas con toda su pasión, pero no podía hacerlo porque estaba atada.
--Amo…--se le escapó en su lugar una especie de grito líquido, como un gorgoteo.
Jen se colocó detrás de ella y le tapó la boca con la mano.
--Puta guarra—le dijo Inti con gesto de asco—estás haciendo un charco en la mesa…
Desde donde estaba podía ver con toda claridad la humedad entre las piernas de Esther, ya no solo en su coño sino mojando la cara interna de sus muslos y el tablero de la mesa. Desabridamente, agarró el consolador y comenzó a moverlo en amplios círculos, hacia dentro del cuerpo de ella. Esther echó la cabeza hacia atrás y chilló contra la mano de Jen, que ahora la apretaba fuerte.
Oh, dios…
Inti soltó el consolador, caminó con los dedos entre los labios de su vulva y empezó a acariciarla. No… no era Inti… era Silver quien había ocupado su lugar, quien en ese momento la rozaba justamente el clítoris con las puntas de los dedos.
--Sí que estás húmeda, nena—escuchó Esther que le decía—me estás empapando los dedos y casi ni te estoy tocando…
Esther tenía ganas de estallar, de romperse en gritos, de chillar muy fuerte.
Nuevamente sintió la masa helada resbalando en su piel, ahora sobre su cadera derecha, y casi a la vez de nuevo en el pecho, cerca de la boca de Alex. Éste continuaba lamiéndola, volviéndola loca con las pasadas de su lengua de fuego y con el roce de sus dientes.
Inti le puso helado en una rodilla y dejó que se derritiera parcialmente, hasta que gruesos riachuelos fluyeron por la cara interna del muslo de Esther. Cuando esto sucedió, se lanzó a cortarles el paso con la lengua. Ella convulsionó con un violento escalofrío cuando las primeras gotas llegaron a su sexo.
--Levanta el culo, perrita…
Jen le soltó la boca y rectificó suavemente la posición del consolador, momento que Silver aprovechó para levantarse, coger uno de los látigos y volver a sentarse donde estaba para acariciar con el mango el palpitante clítoris. La perra se retorció.
Allí en el tablero de la mesa, expuesta completamente, el coño abierto, lleno y empapado, Esther volvía a sentir esa sensación de flotar que le ocurría cuando había traspasado su límite: la sensación de estar fuera de su cuerpo.
Jen se acercó hasta su estómago y jugó de nuevo con el helado ahí, lamiendo en círculos cada vez más amplios en torno a su ombligo, rozando con la lengua el inicio del escaso vello púbico.
--¿Estás bien, Esther?—preguntó Alex súbitamente, ascendiendo con los labios hasta su oido.
--Sí, Amo…--jadeó esta, reprimiendo un grito. Silver había aumentado por instante la presión de sus caricias, y pedía paso tácitamente, mirando a Inti con gesto interrogante. Éste asintió, dando su aprobación, y el invitado comenzó a palpar y a explorar despacio.
--¿Tienes hambre?
La voz de Alex temblaba, tensa. Le hizo la pregunta a Esther y acto seguido le metió dos dedos en la boca, el dedo índice y el dedo medio de la mano derecha.
--Mmmmmmmmmm…--Esther gimió largamente y apretó los labios en torno a los dedos del Amo Alex, succionando fuerte.
--Oh, dios… dime que quieres comer otra cosa…--la voz se le ahogó a él en un jadeo. Movió los dedos rápidamente dentro de la boca de Esther; necesitaba oír como ella contestaba con la boca llena.
--Sffgi…--la chica apenas podía vocalizar. Alex sacó los dedos—Sí, Amo—resolló— por favor…
--Venga, no te cortes…--rio Inti-- dale de comer a la puta…
Las cosas que Silver sacaba de su mochila mágica le estaban dando escalofríos, haciéndole apretar inconscientemente el consolador que se alojaba en su coño. Rompió a sudar contemplando las diversas correas, de diferente anchura y grosor, con inquietantes símbolos grabados en el cuero. Vio también látigos cortos cuyas múltiples colas se trenzaban fuertemente fijadas al mango, y también objetos que jamás había visto antes, aunque tenía la vaga idea de para qué podrían servir. En los infinitos diseños se combinaba el cuero trabajado a mano, coloreado o natural, con tinta, plata, otros metales e incluso nácar. Esther comprendió que todas aquellas cosas habían sido concebidas y llevadas a término por la mente de aquel invitado oscuro, por ese chico de aspecto un tanto extraño y apariencia amable al que, si hubiera visto por la calle o en el metro, nunca hubiera sospechado diestro en algo como eso.
De hecho, tampoco podía apartar los ojos de las manos de Silver mientras éste exponía su arsenal. Eran unas manos grandes, más largas que amplias y de nudillos marcados, cuyos dedos se movían con flexibilidad y destreza colocando cosas aquí y allá. La mano derecha de Silver tomaba uno y otro objeto con una naturalidad que a Esther le resultó escalofriante, deteniéndose apenas un instante en empuñar el mango de un látigo con decisión, colocarlo en la mesa y coger el siguiente.
Inti observaba la inquietud de ella por el rabillo del ojo con cierto regocijo, sin querer insistir en movilizarla para no sacarla de su trance.
--Oh, vaya virguería…--Jen se había inclinado sobre la mesita y acariciaba con los dedos un látigo largo, negro y brillante como la pez, terminado en un diseño de punta de flecha.
Silver rio.
--Eso no está en el pack de regalos, me temo—murmuró—y no dejaré que nadie lo use a menos que la perra haya hecho algo muy malo…
Desvió los ojos hacia Esther y alzó una ceja con gesto divertido.
--Algo muy malo hizo—masculló Inti, sin poder disimular una sonrisa ladina—me llamó “maldito cabrón hijo de puta”, o algo así…
Esther se encogió. Oh, por favor, no quería verse obligada a recordarlo…
--Sus motivos tendría—rio Silver, guiñándole un ojo a la chica y continuando con la disposición de objetos sobre la mesa. No parecía tener especialmente en cuenta el hecho de que ella fuera completamente desnuda de cintura para abajo.
--Ya fue castigada por eso, además—terció Jen. Sabía que Inti estaba de cachondeo, pero no le había pasado desapercibido el súbito rubor de Esther ni la tensión que había en su cuerpo.
--No del todo—repuso Inti, no del todo…
Silver seguía a lo suyo.
--Es el látigo más largo que he hecho—le explicó a Jen, desenrollando la larga tira cilíndrica para que él pudiera verlo en toda su longitud—me llevó muchas horas de trabajo. Era más bien algo que hace tiempo tenía en la cabeza… no me he planteado estrenarlo todavía.
Complementó esas últimas palabras con una risita hueca para sí.
--Buen trabajo, realmente…--Jen recorría con las yemas de los dedos el cuero trenzado, fascinado. --¿Y esto?—preguntó, tomando el mango de un gato cuyas colas estaban rematadas por una especie de fichas en forma de pica—Oh… no me digas que son…-sostuvo entre sus manos una de las estructuras para mirarla más de cerca.
Silver asintió.
--Son púas… de guitarra.
--¡Sí!—rio Jen--¿cómo se te ocurrió?
El aludido se encogió de hombros.
--No sé, supongo que a fuerza de estar todo el tiempo pensando en cosas…
Jen jugó con las púas, extasiado. Era increíble la imaginación de ese tío.
Alex se acercó a la mesa con desconfianza y señaló una tosca tira de cuero crudo enganchada a un mango de madera que, en contraste, se veía recargado con un grabado de grandes hojas oblongas.
--¿Qué es esto?—preguntó, fijando los ojos en el objeto con una mezcla de respeto y rechazo.
--Ah… eso es un rebenque, no lo he hecho yo. Lo encontré en una feria de artesanía, en Argentina.
Alex frunció el ceño como si continuara sin entender.
--¿Puedo cogerlo?—preguntó, aún sin tenerlas todas consigo.
--Claro…
Extendió el brazo sobre la mesa y cogió el objeto despacio, acercándoselo poco a poco como si la madera le quemara entre los dedos. Sostuvo con recelo el mango macizo frente a sus ojos y lo examinó, deteniéndose luego en la burda tira de cuero sin curtir. ¿Realmente se proponían tocar a Esther con aquello? La engañosa tranquilidad que había mantenido hasta el momento amenazó con quebrarse. Se preguntó qué haría, que demonios haría él si ese loco melenudo empuñaba esa “cosa” contra Esther. Apretó los dientes y volvió a dejar el artefacto-- para él era poco menos que un “arma” venida del infierno—en la mesita, junto a los demás artilugios de tortura.
Continuaron haciendo preguntas un buen rato, deteniéndose en cada objeto. No era para menos: cada uno tenía sus peculiaridades y su historia.
--Creo que tenemos una perra sorda…--comentó Inti en un momento dado, con la mirada fija en un látigo corto que había cogido de la mesa. Cada tralla estaba rematada por pequeñas bolitas plateadas con las que él jugaba entre sus dedos—le dije hace más de veinte minutos que pusiera la mesa, pero no ha debido oírme… tal vez necesite que se lo diga con más claridad.
Levantó los ojos y giró la cabeza hacia Esther, quien continuaba paralizada detrás del sofá, temblando su carne al contemplar aquellas “delicias”, llena y mojada.
--Vamos, perra—dijo Inti, exasperado, acompañando sus palabras de un contundente gesto con las manos--¡muévete!
Ella pareció volver en sí de pronto. Apretó los labios, agachó la cabeza y se preparó para dar el primer paso hacia la cocina. Era complicado moverse con aquella barra dentro… cada paso, cada roce, suponía un latigazo de placer que empezaba a provocar temblores de tierra dentro de su cuerpo.
--Sí, Amo…
--¿Por qué te mueves como Robocop? Ah, sí… eso—Inti señaló con la barbilla la entrepierna de la perra, comprendiendo—venga cerda, date brío.
sther puso la mesa como Inti le había ordenado, escogiendo con meticulosidad la vajilla—bastante era conseguir que en aquella casa cuatro platos fueran iguales —y la cubertería. Llevó también la botella de vino y pidió permiso para, cuando los Amos estimaran adecuado, colocar la fuente del asado. E
Jen le dio las gracias amablemente y le indicó que se colocara de rodillas junto a la mesa, en espera de nuevas órdenes.
Esther había dispuesto cuatro sillas, lógicamente, y cuatro servicios de platos y cubiertos. Daba por hecho que ella no se sentaría a aquella mesa porque su sitio era otro: su sitio estaba en el suelo, a los pies de Jen, que era su Amo prioritario hasta el día siguiente.
Caminó hacia la mesa y se arrodilló, sujetando el consolador, junto a una de las sillas vacías, tratando de desconectar de la charla de los chicos. Pero era inevitable oír lo que decían… especialmente cuando, esforzándose en vano por no escuchar, le llegaba a los oídos la punzada de su nombre en la voz de alguno de ellos, o de la palabra “perra”. En ese momento, Esther aguzaba sus sentidos sin querer, poniéndose en guardia por puro reflejo, lubricándose al máximo y horrorizándose por ello.
--Está bien azotada, vuestra perra…--había oído claramente decir a Silver.
Esther no había sido capaz de distinguir, a través del tono de su voz, qué pensaba él de esa afirmación: si lo decía peyorativamente, con lástima, o con orgullo. Simplemente, Silver se había limitado a comentarlo educadamente.
--Necesitaba ser castigada—había susurrado Jen.
--Tenía que ser castigada—había contestado Inti casi a la vez.
Alex no había dicho palabra.
Oh… ¿realmente necesitaba ser castigada? Oh, sí. El coño le latía solo de pensarlo, furioso contra el grueso falo sintético. Y lo merecía. ¿Por qué? No quiso pensarlo. Eso tenía que ser algo malo, por fuerza. Algo propio de alguien débil y estúpido, se dijo amargamente… y de alguien pervertido, muy pervertido. Una asquerosa zorra pervertida, una perra viciosa, eso era ella. Tembló, juntando las piernas para sentir cada protuberancia del consolador dentro de lo más íntimo de su ser. Pensó en los ojos de Jen y en su mano castigándola, y apretó los dientes para no gemir.
--Parece una perrita sumisa…--había dicho Silver, sin mirarla.
Los chicos charlaron durante un rato más, no demasiado tiempo en realidad aunque a Esther se le hizo eterno. Cuando lo vieron oportuno, se levantaron para ir hacia el fondo del salón, junto a la ventana, donde estaba la mesa dispuesta. Tomaron asiento en las sillas colocadas por Esther, e Inti le dio permiso a ella para levantarse e ir trayendo la comida.
Una vez servidos los platos, Jen le hizo una seña a Esther, tal como ella había previsto que haría, para que se colocara arrodillada a sus pies, junto a su silla. Esther obedeció y se situó entre Jen y Alex, afortunadamente lejos del alcance de las manos de Inti y de Silver, quienes se sentaban en frente.
Comprobó que la carne estaba buena al probar los trozos que Jen le pasó de su mano. Probó también alguna patata que otra y saboreó la salsa lamiéndola de los dedos del Amo. Comió lo que le dieron, lo justo para borrar la huella de hambre que había hecho en su estómago el olor del asado. Aunque disfrutó de los bocados, no fue capaz de acallar la excitación que la socavaba mientras permanecía allí, tan cerca de los pies del Amo, arrodillada apretando el coño para no expulsar el consolador.
--Tengo una idea para el postre…--sonrió Inti, una vez hubieron terminado de cenar. Esther tembló: ya comenzaba a temer sus momentos de iluminación.
--¿Una idea?—preguntó Alex.
--Sí…--Inti se inclinó para mirar a Esther por debajo de la mesa-- perra, saca el helado del congelador y déjalo en la cocina, recoge la mesa y vuelve aquí. Rápido.
Silver frunció el ceño divertido. Conocía un poco a Inti, podía imaginarse lo que tramaba.
Esther sacó el helado y lo dejó reposar en la encimera de la cocina, recogió la mesa con premura y volvió tan rápido como fue capaz a la posición que ocupaba junto al Amo Jen. Miró al suelo y aguardó, en espera de la siguiente orden que a buen seguro llegaría.
Los chicos no cesaron en su conversación al verla llegar.
--Creo que tengo algunos pañuelos…--decía Inti—y algo de cuerda. ¿Tú tienes algo?
--Los pulpos del coche…--respondió Silver, mordiéndose el labio inferior—los tengo en la mochila.
--Oh…
Inti sonreía de oreja a oreja.
--Perra—dijo con voz glacial, sin bajar la cabeza para mirarla—túmbate sobre la mesa, boca arriba. Ya.
Dio una fuerte palmada que movilizó a Esther hacia el lugar indicado. Sin poder dejar de temblar, la chica se sentó insegura sobre el borde de la mesa y fue caminando con el trasero hacia atrás, hasta conseguir tumbarse del todo.
Desde el tablero de la mesa la realidad se veía distinta. Todo parecía estar a punto de caérsele encima; las figuras eran más grandes y se movían sobre ella rápidas como sombras, escapando de pronto de su vista con la velocidad del relámpago. Era imposible defenderse desde allí, y cualquier ataque, del tipo que fuera, sería inesperado.
Jen se colocó en su campo de visión, extendió la mano para acariciarle la mejilla y le sonrió. Esther cerró los ojos, intentando empaparse de su contacto para no sufrir.
“Amo, por favor, dame fuerza… dame calor”.
El alivio fugaz de la caricia desapareció cuando Jen volvió a ocultarse detrás de su cabeza. Le habían dado instrucciones de estarse rigurosamente quieta, pero era difícil superar la tentación de volver la cabeza para ver qué hacían los Amos y Silver. Podía escuchar sus pasos que iban y venían, yendo del pasillo al salón un par de veces; también oyó el trajinar de tela y cremalleras, y las risas que intercambiaban sin querer pronunciar palabra.
--Vale, perra—creyó escuchar que Inti jadeaba junto a su mejilla--vamos a atarte. Relájate y no te resistas…
--Sí, Amo…--musitó Esther, respirando hondo.
Hizo el esfuerzo de relajarse al máximo, contrayendo a fondo los músculos de su cuerpo y soltándolos de golpe al exhalar.
--Eso es…
Inti anudó dos pedazos de cuerda en sus respectivas muñecas y las ató en aspa por encima de la mesa, a las patas. Luego le separó las piernas y las inmovilizó también por los tobillos a las patas de la mesa. La cuerda de las piernas era más flexible, y más suave, o eso le pareció a Esther, pero igual de tensa y firme que las otras. A la chica ya apenas le quedaba espacio para maniobrar y, para colmo, le colocaron otro par de cuerdas por encima de las rodillas para separarle los muslos, anudadas por detrás del tablero de la mesa. Ahora, por mucho que se esforzara, le sería del todo imposible juntar las rodillas… Sintió como su clítoris crecía como el centro de una flor de entre sus pétalos abiertos. Por fortuna el consolador se había aquietado por fin, llenando sus profundidades con un silencio metálico.
--Iré a por el helado—dijo Jen, contemplando satisfecho la obra de Inti.
--Oh, genial…
Alex se inclinó sobre Esther y la miró con gesto de preocupación.
--¿Estás bien?—le susurró al oído.
--Sí, Amo… --asintió ella—no se preocupe…
--¿Qué si está bien?—se carcajeó Inti—está cachonda como la perra que es.
Alex le lanzó una mirada furibunda, no tanto por lo que dijo sino por el tono empleado, que sintió como una especie de agresión. Estaba tenso, no había dejado de estar tenso desde que Silver había entrado por la puerta.
--Vamos, Alex, por favor…mírala, tócala y comprueba lo que te digo.
Inti seguía sonriendo, pero miraba a Alex con fuego en los ojos, como si en realidad quisiera gritarle.
Alex dudó un instante, sintiéndose tentado súbitamente de deslizar la mano entre las piernas de Esther, y apretar esos labios carnosos que se veían enrojecidos e inflamados. Pero Jen apareció con una bandeja en la que llevaba el helado, cucharillas y platos, lo que por un momento distrajo su atención.
--Qué curioso—comentó Silver—helado de vainilla… me encanta.
Inti soltó una risita.
--Le he puesto un poco de canela…--dijo Jen.
--Ya estás con tus mariconadas—gruñó Alex—yo quería helado de vainilla normal…
Inti se acercó a la mesa y apartó la columna de cuatro platos que Jen había traído.
--Esto no lo vamos a necesitar…--dijo con una sonrisa enigmática, dejando los platos aparte.
A continuación tomó el helado, metió una cuchara grande y sacó algo parecido a una bola mediana.
El olor dulce de la vainilla impregnó el aire que rodeaba a Esther y esta respiró profundamente: ese aroma la volvía loca. Cerró los ojos, pero al instante los abrió de pronto cuando sintió el contacto de algo frío en el estómago, tan frío que quemaba. No pudo evitar dar un respingo y encogerse al tiempo que emitía un siseo.
--Vaya, la perra está caliente…
Inti tomó asiento con pasmosa tranquilidad y comenzó a comerse el helado a cucharadas sobre el vientre de Eshter. Jen tomó una cuchara y también probó el postre, animando a Silver a hacer lo mismo. Alex se metió la cuchara vacía en la boca y la lamió, sintiéndose de nuevo bloqueado, extraño. Le parecía que sentía dos cosas opuestas con la misma intensidad, y no sabía por cuál dejarse llevar. Por un lado la tensión, el estrés, el terror a dañar a Esther… `por otro lado la excitación—ella estaba también revuelta, podía sentirlo—las ganas de precipitarse a ese vientre blanco y lamer directamente el helado de ahí, la pulsión imparable, animal, desconocida hasta ahora en aquel grado…
Cuando se terminaron el helado que Inti había servido, sacaron los pechos de Esther fuera de las copas del sujetador y colocaron en ellos sendas “bolas” de helado hechas con la cuchara. A Esther le pareció que la masa helada se calentó inmediatamente; pudo notar los densos riachuelos pasando sobre sus pezones, enervándolos de frío. Se le escapó un gemido cuando sintió allí mismo el contacto templado de una cuchara.
--Vaya, ha sido muy buena idea…--Silver estaba disfrutando de aquello como el que más. No solo porque era fan del helado de vainilla, que también, sino porque aquel cuerpo tembloroso como un flan, tan sensible, tan erizado, le estaba poniendo a cien.
--Con vuestro permiso…
Movido por un súbito impulso, Alex apartó la caja del helado que estaba frente a sí en la mesa, se acomodó en el borde para inclinarse sobre Esther y se lanzó sobre ella. Comenzó a devorar el pecho que le quedaba más cerca, lamiendo con ansia, calentando con la lengua el helado que aún quedaba sobre la piel. La perra arqueó la espalda y gimió fuerte cuando los dientes del Amo Alex se cerraron en su pezón derecho. Le hubiera gustado abrazarle, acariciarle la cabeza y devolverle la fiereza de sus lamidas con toda su pasión, pero no podía hacerlo porque estaba atada.
--Amo…--se le escapó en su lugar una especie de grito líquido, como un gorgoteo.
Jen se colocó detrás de ella y le tapó la boca con la mano.
--Puta guarra—le dijo Inti con gesto de asco—estás haciendo un charco en la mesa…
Desde donde estaba podía ver con toda claridad la humedad entre las piernas de Esther, ya no solo en su coño sino mojando la cara interna de sus muslos y el tablero de la mesa. Desabridamente, agarró el consolador y comenzó a moverlo en amplios círculos, hacia dentro del cuerpo de ella. Esther echó la cabeza hacia atrás y chilló contra la mano de Jen, que ahora la apretaba fuerte.
Oh, dios…
Inti soltó el consolador, caminó con los dedos entre los labios de su vulva y empezó a acariciarla. No… no era Inti… era Silver quien había ocupado su lugar, quien en ese momento la rozaba justamente el clítoris con las puntas de los dedos.
--Sí que estás húmeda, nena—escuchó Esther que le decía—me estás empapando los dedos y casi ni te estoy tocando…
Esther tenía ganas de estallar, de romperse en gritos, de chillar muy fuerte.
Nuevamente sintió la masa helada resbalando en su piel, ahora sobre su cadera derecha, y casi a la vez de nuevo en el pecho, cerca de la boca de Alex. Éste continuaba lamiéndola, volviéndola loca con las pasadas de su lengua de fuego y con el roce de sus dientes.
Inti le puso helado en una rodilla y dejó que se derritiera parcialmente, hasta que gruesos riachuelos fluyeron por la cara interna del muslo de Esther. Cuando esto sucedió, se lanzó a cortarles el paso con la lengua. Ella convulsionó con un violento escalofrío cuando las primeras gotas llegaron a su sexo.
--Levanta el culo, perrita…
Jen le soltó la boca y rectificó suavemente la posición del consolador, momento que Silver aprovechó para levantarse, coger uno de los látigos y volver a sentarse donde estaba para acariciar con el mango el palpitante clítoris. La perra se retorció.
Allí en el tablero de la mesa, expuesta completamente, el coño abierto, lleno y empapado, Esther volvía a sentir esa sensación de flotar que le ocurría cuando había traspasado su límite: la sensación de estar fuera de su cuerpo.
Jen se acercó hasta su estómago y jugó de nuevo con el helado ahí, lamiendo en círculos cada vez más amplios en torno a su ombligo, rozando con la lengua el inicio del escaso vello púbico.
--¿Estás bien, Esther?—preguntó Alex súbitamente, ascendiendo con los labios hasta su oido.
--Sí, Amo…--jadeó esta, reprimiendo un grito. Silver había aumentado por instante la presión de sus caricias, y pedía paso tácitamente, mirando a Inti con gesto interrogante. Éste asintió, dando su aprobación, y el invitado comenzó a palpar y a explorar despacio.
--¿Tienes hambre?
La voz de Alex temblaba, tensa. Le hizo la pregunta a Esther y acto seguido le metió dos dedos en la boca, el dedo índice y el dedo medio de la mano derecha.
--Mmmmmmmmmm…--Esther gimió largamente y apretó los labios en torno a los dedos del Amo Alex, succionando fuerte.
--Oh, dios… dime que quieres comer otra cosa…--la voz se le ahogó a él en un jadeo. Movió los dedos rápidamente dentro de la boca de Esther; necesitaba oír como ella contestaba con la boca llena.
--Sffgi…--la chica apenas podía vocalizar. Alex sacó los dedos—Sí, Amo—resolló— por favor…
--Venga, no te cortes…--rio Inti-- dale de comer a la puta…
23-El cuerpo de Nuestra perra es un parque de atracciones
Alex se desabrochó la camisa y los pantalones con precipitación. Respiraba profunda y rápidamente, sin poder apartar los ojos del cuerpo de Esther, que convulsionaba en respuesta a las caricias de Silver—del mango de su látigo tanto como de sus dedos-- y se tensaba sobre la mesa como un arco.
Fijó los ojos en el rostro contraído de la chica y en su boca entreabierta. Los labios temblorosos, rojos y húmedos de saliva, boqueaban impacientes en el aire necesitados de algo que los llenara. Alex se moría por sentir esa boca caliente en una parte muy concreta de sí mismo, acogiéndole con rotundidad, empapando su rigidez. Tenía ganas de sentir cómo esos labios turgentes le absorbían y se aplastaban, como ciruelas maduras, bajo los golpes rítmicos de su bajo vientre. Loco al imaginar que se abandonaba y le follaba fuerte la boca, sin pensar en nada más, se despojó de los pantalones y los calzoncillos en un abrir y cerrar de ojos y se colocó exactamente como se había visualizado en su fantasía: arrodillado sobre el tablero de la mesa, montado a horcajadas sobre el cuello de Esther sin apoyarse en ella, ligeramente inclinado hacia delante para rozar con su glande los labios de la dulce esclava. Esclava. Esclava por libertad, por simple deseo y voluntad propia…
Oh, sí. Ella estaba donde quería estar, Alex podía sentirlo. En animal que vivía en él se revolvió y bufó, con la sangre hirviendo.
Una vez en la posición deseada, alargó el brazo hacia el borde de la mesa y tanteó buscando la mano inmovilizada de Esther. Entrelazó sus dedos con los de ella y apretó levemente por un instante, como si tratara de infundirle a la chica algo de la poca serenidad que aún le quedaba. Sin embargo, en lugar de tranquilidad, lo que le transmitió a la esclava en ese apretón fue su energía desbordada, su urgencia.
Se movió sobre ella centrando sus caderas y le golpeó sin querer los labios con la húmeda punta de su miembro. Un gruñido se escapó desde lo profundo en su garganta al sentir aquel suave rebote, y al notar el aire llameante que la chica exhalaba en cada respiración.
Irguiendo la espalda, acomodó bien las rodillas flexionadas a ambos lados de la cabeza de la esclava y le acarició la cara, sin poder evitar morderse el labio con fuerza.
--¿Quieres abrir más la boca?—inquirió con la voz densa, cargada de deseo.
Esther no supo distinguir si eso era una pregunta o una orden expresa; por toda respuesta separó los labios formando con ellos una amplia “o” y jadeó expectante, deseando de forma imperiosa ser tomada por ahí. El olor del Amo--a excitación animal y enrarecida, turbia-- irrumpía en sus fosas nasales desde las caderas de éste, metiéndosele en el cerebro, dejándola fuera de juego e incapaz de cualquier cosa salvo de desear.
A todo esto, su coño no había dejado de ser estimulado: Silver continuaba tocándola y jugando en su humedad, explorándola. De cuando en cuando insinuaba suaves penetraciones de dedos en su vagina, chocando con el consolador como si, a pesar de respetarlo, quisiera desplazarlo a pequeños toques para hacerse sitio ahí dentro.
Esther escuchó un sonido de tela en movimiento por encima de su cabeza y, volteando los ojos hacia arriba por puro reflejo, alcanzó a ver a Jen, situado detrás de ella, desabrochándose los vaqueros para liberar por fin su polla. Una vez al aire, sin la presión de la ropa, el miembro del Amo osciló sobre los ojos de Esther como una gruesa barra de carne.
Jen se dio cuenta de que Esther le miraba y sonrió, acariciándose distraídamente con la mano derecha y presionando con la izquierda sobre la frente de la perra, empujando la cabeza de ésta hacia el tablero de la mesa.
Esther boqueaba y jadeaba, con la polla de Alex cada vez más cerca de la cara, entrometiéndose en su espacio. Por sí solo esto bastaba para hacerla jadear, pero unido a las sensaciones que le provocaban los dedos de Silver jugando en su coño, a la polla de Jen sobre su cabeza y las palabras de Inti en el aire, se convertía en algo difícil de soportar. Tuvo miedo de no poder contenerse, de empezar a gritar hasta romperse en dos, de que la arrasara por dentro la gran ola de placer que se levantaba ante sus ojos como una gigantesca montaña de mar. La marea tiraba de ella en dirección a la ola, absorbiéndola…
--Vamos, perra…--la apremió Inti, que daba paseos de uno a otro lado de la mesa— muéstranos lo puta que eres y lo que gozas comiendo rabo…
No hizo falta prender más chispa para avivar el fuego de Alex. El chico había podido ver claramente la transfiguración de la cara de Esther, y escuchar el jadeo que se le había roto a ella en la boca al oír lo que Inti acababa de decir. Había visto la saliva brillándole en la lengua cuando se había lamido los labios, golosa, así como el aleteo de ansia que atravesó sus ojos. Le sujetó la cabeza suavemente con la mano, se apoyó con la otra sobre la mesa, y de un golpe seco de cadera entró en la boca de ella lo más profundamente que pudo.
La perra se retorció y convulsionó en una arcada cuando el glande de Alex chocó contra su campanilla. La gruesa barra palpitante se retiró un poco y apenas la dejó respirar antes de volver a embestirla.
Silver murmuró una interjección aprobatoria, al tiempo que golpeaba suavemente el clítoris de la perra con las puntas de los dedos, con un movimiento similar a quien pulsa botones o teclas repetidas veces. Quizá no quería tocarla fuerte, ni frotarla, para evitar que Esther se corriera irremediablemente, penetrada por boca y coño. Realmente, veía a la chica a punto de estallar de un momento a otro.
Ella recordó, gozando al máximo con la boca llena, que teóricamente no tenía permiso para tener un orgasmo. Esa certeza le hizo apretar los músculos de su vagina con fuerza, absorbiendo más el consolador que Silver sujetaba firmemente con la mano izquierda.
Oh, por favor, lo necesitaba dentro. No. Lo que necesitaba era que alguno de los chicos le sacara ese maldito trasto del coño y la follara de una vez. Oh, por dios, cuánto lo necesitaba.
Alex se inclinó hacia delante para penetrarla mejor y comenzó a moverse más rápido, apoyándose casi en el pecho de Jen y resollando contra su cuello. Este último continuaba de pie en frente de la perra dándose placer, acariciándose lentamente.
--Oh, dios…--gimió Alex.
Le hubiera gustado decir algo con sentido, algo para agradecer de alguna manera esa fantástica follada de boca—no estaba seguro de poder llamar a aquello “felación”— pero no era capaz ni de lejos de conformar una frase.
La perra apretó los labios en torno a la polla del Amo y gimió con fuerza, sintiendo que su resistencia comenzaba a quebrarse.
--Creo que vuestra perra quiere correrse…--murmuró Silver, sonriendo, parando por un instante de acariciarla para levantar los ojos hacia Inti.
Éste miró a su vez a Esther y torció la boca.
--¿Es verdad eso, zorra?—le preguntó. Esther no le había visto coger la fusta, pero ahora notaba con claridad algo que se hundía en su costado e inmediatamente temió que fuera la lengüeta de cuero que tan bien conocía--¿te quieres correr?
Evidentemente, Esther no pudo contestar. Inmovilizada como estaba, y amordazada por aquel cipotón, era completamente imposible para ella vocalizar o hacer ningún gesto. Trató de asentir bajo las acometidas de Alex pero sólo logró clavarse más adentro su verga; lágrimas de impotencia y esfuerzo asomaron a sus ojos.
Silver volvió a mirar a Inti con gesto inquisitivo.
--¿Podría yo…?—comenzó a preguntar.
No terminó de definir sus intenciones con palabras. Sacó la lengua y la movió hacia arriba lentamente, dejando ver la bolita de acero quirúrgico que la adornaba. Jugó en el aire con la lengua unos segundos; luego se lamió los labios y sonrió.
--Oh…--Inti rio—desde luego que sí, haz lo que quieras.
Silver asintió con auténtico gesto de felicidad y se adelantó para coger una cuchara, abandonando por un segundo el lugar entre las piernas de Esther. Tomó un poco de helado, ya no tan frío pero aún consistente, en la punta de su lengua, y lo acercó al muslo de Esther que le quedaba más cerca. Se inclinó y lamió con ganas la piel, extendiendo sobre ella el helado con la lengua.
La perra dio un pequeño bote sobre la mesa al sentir de nuevo el frio, y gimió cuando éste fue contrarrestado por el calor de los lengüetazos de Silver.
Éste continuó lamiendo, avanzando con la lengua por entre sus muslos, dejando un rastro de helor y fuego por donde pasaba. Cada vez que se alejaba de su piel para coger un poco más de helado, el cuerpo de Esther protestaba por su ausencia como si le hubieran arrancado un trozo de piel.
La chica vio de refilón a Inti moverse rodeando la mesa para situarse junto a su flanco derecho. Pudo ver cómo se agachaba hacia la pata de la mesa e inmediatamente sintió que la cuerda que mantenía sujeta su mano se aflojaba.
--Venga, perra…--gruñó Inti cuando le liberó la muñeca—yo también quiero disfrutar…
Colocó la mano de la chica bruscamente en sus pantalones, justo sobre su erección, y la presionó con fuerza. Esther volvió a gemir, casi a aullar, mientras Alex le taladraba la boca; sentir a Inti tan cerca de pronto, de golpe tan excitado contra su mano le hizo soltar un gemido largo y ahogado con la boca llena.
Silver volvía a jugar con el mango del látigo en su clítoris, o al menos creía que eso era el objeto duro que notaba restregándose entre los pliegues de su sexo. Sí, podía notar las protuberancias del cuero trenzado cuando se movía para sentirlo, y se estaba moviendo como una cerda en aquel momento. Las cuerdas que le sujetaban los muslos separados se tensaban a ambos lados de la mesa cada vez que ella movía el culo, en pos del placer, hacia arriba y hacia abajo.
--Tócame—le ordenó Inti con voz fría, desabrochándose los pantalones sin dejar de apretar con fuerza su mano.
A Esther se le paró el corazón. El contacto de Inti, la palma de su mano presionando sobre el dorso de la suya, era tan urgente que podía sentir cada latido de su pulso. Inti apretaba la mano de ella contra él como si fuera víctima de un vacío muy molesto, cruel.
Esforzándose al máximo por darle al Amo el placer que tanto parecía necesitar, Esther cerró la mano en torno a la húmeda y caliente erección y dejó que él le marcara el ritmo adecuado de las caricias.
--Más fuerte—gruñó Inti, moviendo rápidamente su mano sobre la de ella. Jadeó.
Esther apretó fuerte, obediente.
La bolita de acero en la lengua de Silver rodaba ya por la cara interna de sus muslos, tan cerca de su sexo que la saliva de él se fundía con su propia humedad.
Alex redobló la fuerza de sus empujones; Esther tenía la sensación de tener la boca desencajada y la mandíbula a punto de descoyuntársele. No tenía ningún control sobre la saliva que segregaba constantemente y ésta caía por las comisuras de su boca hasta su barbilla, donde se estrellaban los testículos del Amo.
--No te corras, zorra—bufó Inti—todavía no…
Esther cerró los ojos con fuerza. Intentó juntar las rodillas para cortarle el paso a la inquieta lengua de Silver, pero las cuerdas que la sujetaban no se lo permitieron.
Sintió el aliento cargado de Silver entre sus piernas y a continuación un fugaz golpecito con la punta de su lengua, directamente en su clítoris. Se sacudió y gritó, sin abrir los ojos, aunque más que un grito lanzó al aire una especie de gorgoteo ininteligible. Sintió moverse el consolador dentro de su vagina; con tanto baile se había salido un poco y Silver lo volvía a introducir, despacio, trazando amplios círculos con el falo metalizado hacia dentro de su cuerpo. Durante una breve pausa de tiempo, sintió que él tomaba aire a escasos centímetros de su sexo para, un segundo más tarde, lanzarse sobre él y emprenderla a lengüetazos.
Oh no, por dios, no podía aguantarlo. Iba a correrse…
Intentó pedir permiso, pero Alex estaba a pollazo limpio en su boca, cerca ya de perder el control.
Sintió que le aflojaban las ataduras de la muñeca izquierda.
--Me tocó la zurda…--jadeó Jen, riendo, mientras le cogía la mano—pero es igual… tócame.
Dios, ahora sí que estaba llena por todos lados. Esther había comprobado que Jen era, de los tres Amos, el que tenía la polla más gorda; sin embargo, a pesar de recordar eso, le sorprendió la dureza y el diámetro del garrote que agarró.
Jen hizo como Inti: movió la mano de Esther para mostrarle como le gustaba ser tocado. Pero, al contrario que éste, lo hizo a su manera tranquila y pausada, gozando a cada segundo con cada detalle.
Oh, por favor. Los tres Amos empalmados, la lengua de Silver trazando dibujos en su coño golpeándola con aquella esfera maldita… Esther necesitaba correrse, lo necesitaba ya.
Jen sujetó la mano de Esther contra su polla y se aproximó a Alex para susurrarle algo al oído. Éste asintió y se apartó de Esther; la boca de ésta chorreó un riachuelo de saliva cuando él salió de su interior.
--Esther, sólo podrás correrte cuando seas penetrada por alguno de nosotros o por Silver —le explicó Jen entre jadeos—así que aguántate, de momento…
“Joder, Amo”… le hubiera gustado a ella gritar, ahora que ya no tenía la polla de Alex rompiéndole la boca.
“Aguantarse, de momento”, como si eso fuera fácil.
--¿De cero a diez, cómo de cachonda estás?—preguntó Jen.
--Amo, creo que ya voy por el once o el doce…
Alex sofocó una risa y le acarició a Esther torpemente la cabeza, enredándole los dedos en la mata de pelo revuelto. Silver se rio contra el sexo de la chica y emergió para decir:
--La pobre va a explotar… tenemos que ayudarla de algún modo.
El cuerpo de Alex le tapaba a Esther la cara de Silver, por lo cual ella no pudo advertir el brillo de sus ojos cuándo él dijo aquello. Menos mal.
Inti—que sí lo había visto, y no por primera vez-- soltó una carcajada, alejándose de Esther para que ésta le soltara.
--Tienes razón… hay que ayudarla.
Rodeó la mesa hasta colocarse junto a los tobillos de Esther, acercándose a Silver quien continuaba en su silla, inclinado entre las piernas de ella con el estómago apoyado en el tablero.
--¿Qué vas hacer?—preguntó Alex. Parecía un poco más tranquilo pero aún jadeaba, con lo que la voz se le entrecortaba.
--Soltarla—repuso Inti.
--Eso ya lo veo… pero, ¿para qué?
Inti desató los tobillos y los muslos de Esther y le dio a ésta una firme palmada junto a la rodilla.
--Ya está.
A continuación levantó los ojos hacia Alex y le sonrió con paciencia.
--¿Cómo que “para qué”? Pues para ayudarla, hombre. Vamos, perra, levántate— añadió, inclinándose hacia Esther. La chica resollaba encima de la mesa con las piernas abiertas, sin variar un ápice la posición que había mantenido estando atada.
--Sí, Amo…--murmuró, y trató de mover las piernas. Pero había estado demasiado tiempo anquilosada en la misma postura, y en aquel momento sentía como si sus miembros no le pertenecieran, como si obedecieran con retardo a su cerebro.
--Espera—dijo Jen acercándose, sujetándola por debajo del brazo derecho—despacio, Esther, no hagas movimientos bruscos… eso es, respira despacio, tranquila…
La ayudó a girar lentamente, sujetándola por los hombros, hasta que Esther pudo sentarse al borde de la mesa y apoyar los talones en el suelo.
--Eso es…
--Vale… dónde la ponemos…--Inti reflexionaba en voz alta para sí, dando un barrido general con la vista por la habitación—creo que el respaldo del sofá está bien, ¿qué os parece?
--El sofá será estupendo—replicó Silver, levantándose de la silla.
Jen asintió con aprobación y tiró suavemente de Esther, conduciéndola hasta allí. La chica se dejó llevar mansamente, apoyándose en el hombro de él con la sien en la curva de su cuello. Se alegró de que el Amo Jen no fuera muy alto, porque si lo fuera no podría tocarle ni sentirle de aquella forma.
Jen la ayudó a reclinarse sobre el respaldo del sofá, con la cabeza colgando hacia los asientos y los brazos cayendo sobre los cojines. Le indicó que apoyase bien el estómago en la parte superior del respaldo y que separara las piernas, para poder extraer lentamente el consolador de su vagina.
Se oyó un chapoteo tal cuando Jen sacó el objeto que Esther creyó morir de vergüenza. Inmediatamente, sintió una aguda sensación de vacío en el coño, que llegaba a ser dolorosa por los temblores que atravesaban su sexo. Necesitaba que la volvieran a llenar… por favor Amos, por favor...
--Amooo…--lloró sin poderse controlar, moviendo las caderas en círculos.
Jen la abrazó desde atrás y le mordió la oreja. No se había subido los pantalones, de manera que Esther pudo sentir claramente su excitación y su polla dura contra su culo.
--¿Qué?—rezongó él en su oído, moviéndose contra ella.
--Por favor… Amo…
--¿Qué?
Jen habló más fuerte y le palmeó una nalga con firmeza para reforzar su pregunta. Esther apretó los dientes y lloró: la palmada no había sido muy dura, pero le había dolido indescriptiblemente sobre su amoratado trasero. Se removió contra el cuerpo de Jen, empapando el asiento del sofá con sus lágrimas.
--Amo, esta perra necesita…--respiró hondo. La voz se le rompía.
Inti rio desde algún lugar situado a su espalda. Esther tampoco podía ver a Silver pero sentía sus agudos ojos clavándose en ella, igual que podía sentir la presencia de Alex, húmeda y sudorosa.
Jen volvió a palmearle las nalgas, esta vez con más intención. Esther aulló y por inercia trató de frotarse la escocida piel, pero Jen se lo impidió sujetándole las muñecas y haciendo fuerza con el torso sobre su espalda.
--Vamos, dilo, joder. ¿Qué necesita esta perra?
Esther se mordió los labios. No dejaba de llorar. Necesitaba a Jen, se rompía literalmente por tenerlo tan cerca y no poder sentirle dentro.
--Amo… esta perra necesita que la follen… que te la folles, Amo.
--Me gustaría probar esa correa que nos has enseñado antes, la más ancha…--Inti se había movido hasta quedar junto a Silver y le hablaba en un tono de voz baja, pero lo suficientemente claro para ser escuchado por Esther desde el sofá.
A la chica se le encogió el estómago, pero sintió de pronto el peso de Jen de lleno sobre ella y esto abstrajo completamente su atención. El calor de él contra ella borraba cualquier miedo, cualquier herida, cualquier dolor no físico. Incluso el causado por las afiladas estocadas verbales de Inti, incluso el generado por su desprecio.
--Pídemelo por favor y puede que lo haga, perrita…
Jen sacó un condón del bolsillo de sus vaqueros, que caían bajo sus caderas, y se lo pasó a Esther desde atrás. Rozó los labios de la chica con el envoltorio de plástico y la instó a sujetarlo entre los dientes.
--¿Quieres que me lo ponga, nena?
Esther se revolvió debajo de él.
--Oh, Amo… por favor, póntelo…--gimió, tratando de vocalizar sin soltar el preservativo de entre sus dientes.
--Puta perra, zorra—rio Inti meneando la cabeza, tomando asiento en una esquina del sofá—creo que ha llegado el momento de sacar las palomitas para mí… no está mal; vamos Jen, ¿A qué esperas? Me muero por azotarla.
--Está en el “punto justo” para ser azotada—murmuró Silver con su habitual refinamiento—aunque no le vendrán mal unos cuantos pollazos previos…
Oh.
Jen cogió el condón de la boca de Esther y rasgó su envoltura con los dientes.
--Hay que hacerle pruebas a la perra y llevarla al médico para que tome la píldora— gruñó Inti, tirando con hastío un paquete de condones sobre la mesa—aborrezco estos cacharros.
--Te entiendo—murmuró Silver.
Alex avanzó hasta situarse junto a Esther, al lado de Jen, que ya se disponía a penetrarla. Continuaba desnudo de cintura para abajo, con la camisa abierta, y también había cogido un condón. Se acercó a Jen y le tocó en el hombro con su mano grande, atrayéndolo hacia él ligeramente. Le dijo algo al oído que Esther no pudo entender.
--Por mí vale—replicó Jen, en voz alta—pero prefiero follarla por delante, si no te importa…
--De acuerdo…
Jen soltó una risita. Esther escuchó de nuevo un papel rasgándose, y el breve gemido de Alex al ponerse el condón.
--Vale perra, ven aquí.
Jen la abrazó por la cintura y tiró de ella lo justo para formar un pequeño hueco de separación entre el cuerpo de la perra y el sofá. A continuación ocupó ese espacio y la abrazó, presionándole la espalda contra su cuerpo.
--Perrita—le dijo—abrázame con las piernas…
Esther se encaramó en la parte superior del respaldo del sofá, ayudada por Jen y por Alex, y rodeó con las piernas la cintura del Amo Jen.
--Oh, sí…--murmuró éste.
Ella gritó cuando por fin él la penetró así, sentado debajo de ella, agarrándose la polla para entrar de golpe.
--Muévete, perrita… disfruta.
Las manos de Alex se cerraron de pronto sobre las nalgas de Esther, tirando de ellas, separándolas. La chica sintió el cuerpo de él de pronto más cerca, casi a punto de fundirse con el suyo. Chilló por el placer que le producían las acometidas de Jen, y dejó que el Amo Alex dilatara con brusquedad su culo con los dedos.
Se abandonó al placer recordando vagamente que debía pedir permiso para correrse…
Fijó los ojos en el rostro contraído de la chica y en su boca entreabierta. Los labios temblorosos, rojos y húmedos de saliva, boqueaban impacientes en el aire necesitados de algo que los llenara. Alex se moría por sentir esa boca caliente en una parte muy concreta de sí mismo, acogiéndole con rotundidad, empapando su rigidez. Tenía ganas de sentir cómo esos labios turgentes le absorbían y se aplastaban, como ciruelas maduras, bajo los golpes rítmicos de su bajo vientre. Loco al imaginar que se abandonaba y le follaba fuerte la boca, sin pensar en nada más, se despojó de los pantalones y los calzoncillos en un abrir y cerrar de ojos y se colocó exactamente como se había visualizado en su fantasía: arrodillado sobre el tablero de la mesa, montado a horcajadas sobre el cuello de Esther sin apoyarse en ella, ligeramente inclinado hacia delante para rozar con su glande los labios de la dulce esclava. Esclava. Esclava por libertad, por simple deseo y voluntad propia…
Oh, sí. Ella estaba donde quería estar, Alex podía sentirlo. En animal que vivía en él se revolvió y bufó, con la sangre hirviendo.
Una vez en la posición deseada, alargó el brazo hacia el borde de la mesa y tanteó buscando la mano inmovilizada de Esther. Entrelazó sus dedos con los de ella y apretó levemente por un instante, como si tratara de infundirle a la chica algo de la poca serenidad que aún le quedaba. Sin embargo, en lugar de tranquilidad, lo que le transmitió a la esclava en ese apretón fue su energía desbordada, su urgencia.
Se movió sobre ella centrando sus caderas y le golpeó sin querer los labios con la húmeda punta de su miembro. Un gruñido se escapó desde lo profundo en su garganta al sentir aquel suave rebote, y al notar el aire llameante que la chica exhalaba en cada respiración.
Irguiendo la espalda, acomodó bien las rodillas flexionadas a ambos lados de la cabeza de la esclava y le acarició la cara, sin poder evitar morderse el labio con fuerza.
--¿Quieres abrir más la boca?—inquirió con la voz densa, cargada de deseo.
Esther no supo distinguir si eso era una pregunta o una orden expresa; por toda respuesta separó los labios formando con ellos una amplia “o” y jadeó expectante, deseando de forma imperiosa ser tomada por ahí. El olor del Amo--a excitación animal y enrarecida, turbia-- irrumpía en sus fosas nasales desde las caderas de éste, metiéndosele en el cerebro, dejándola fuera de juego e incapaz de cualquier cosa salvo de desear.
A todo esto, su coño no había dejado de ser estimulado: Silver continuaba tocándola y jugando en su humedad, explorándola. De cuando en cuando insinuaba suaves penetraciones de dedos en su vagina, chocando con el consolador como si, a pesar de respetarlo, quisiera desplazarlo a pequeños toques para hacerse sitio ahí dentro.
Esther escuchó un sonido de tela en movimiento por encima de su cabeza y, volteando los ojos hacia arriba por puro reflejo, alcanzó a ver a Jen, situado detrás de ella, desabrochándose los vaqueros para liberar por fin su polla. Una vez al aire, sin la presión de la ropa, el miembro del Amo osciló sobre los ojos de Esther como una gruesa barra de carne.
Jen se dio cuenta de que Esther le miraba y sonrió, acariciándose distraídamente con la mano derecha y presionando con la izquierda sobre la frente de la perra, empujando la cabeza de ésta hacia el tablero de la mesa.
Esther boqueaba y jadeaba, con la polla de Alex cada vez más cerca de la cara, entrometiéndose en su espacio. Por sí solo esto bastaba para hacerla jadear, pero unido a las sensaciones que le provocaban los dedos de Silver jugando en su coño, a la polla de Jen sobre su cabeza y las palabras de Inti en el aire, se convertía en algo difícil de soportar. Tuvo miedo de no poder contenerse, de empezar a gritar hasta romperse en dos, de que la arrasara por dentro la gran ola de placer que se levantaba ante sus ojos como una gigantesca montaña de mar. La marea tiraba de ella en dirección a la ola, absorbiéndola…
--Vamos, perra…--la apremió Inti, que daba paseos de uno a otro lado de la mesa— muéstranos lo puta que eres y lo que gozas comiendo rabo…
No hizo falta prender más chispa para avivar el fuego de Alex. El chico había podido ver claramente la transfiguración de la cara de Esther, y escuchar el jadeo que se le había roto a ella en la boca al oír lo que Inti acababa de decir. Había visto la saliva brillándole en la lengua cuando se había lamido los labios, golosa, así como el aleteo de ansia que atravesó sus ojos. Le sujetó la cabeza suavemente con la mano, se apoyó con la otra sobre la mesa, y de un golpe seco de cadera entró en la boca de ella lo más profundamente que pudo.
La perra se retorció y convulsionó en una arcada cuando el glande de Alex chocó contra su campanilla. La gruesa barra palpitante se retiró un poco y apenas la dejó respirar antes de volver a embestirla.
Silver murmuró una interjección aprobatoria, al tiempo que golpeaba suavemente el clítoris de la perra con las puntas de los dedos, con un movimiento similar a quien pulsa botones o teclas repetidas veces. Quizá no quería tocarla fuerte, ni frotarla, para evitar que Esther se corriera irremediablemente, penetrada por boca y coño. Realmente, veía a la chica a punto de estallar de un momento a otro.
Ella recordó, gozando al máximo con la boca llena, que teóricamente no tenía permiso para tener un orgasmo. Esa certeza le hizo apretar los músculos de su vagina con fuerza, absorbiendo más el consolador que Silver sujetaba firmemente con la mano izquierda.
Oh, por favor, lo necesitaba dentro. No. Lo que necesitaba era que alguno de los chicos le sacara ese maldito trasto del coño y la follara de una vez. Oh, por dios, cuánto lo necesitaba.
Alex se inclinó hacia delante para penetrarla mejor y comenzó a moverse más rápido, apoyándose casi en el pecho de Jen y resollando contra su cuello. Este último continuaba de pie en frente de la perra dándose placer, acariciándose lentamente.
--Oh, dios…--gimió Alex.
Le hubiera gustado decir algo con sentido, algo para agradecer de alguna manera esa fantástica follada de boca—no estaba seguro de poder llamar a aquello “felación”— pero no era capaz ni de lejos de conformar una frase.
La perra apretó los labios en torno a la polla del Amo y gimió con fuerza, sintiendo que su resistencia comenzaba a quebrarse.
--Creo que vuestra perra quiere correrse…--murmuró Silver, sonriendo, parando por un instante de acariciarla para levantar los ojos hacia Inti.
Éste miró a su vez a Esther y torció la boca.
--¿Es verdad eso, zorra?—le preguntó. Esther no le había visto coger la fusta, pero ahora notaba con claridad algo que se hundía en su costado e inmediatamente temió que fuera la lengüeta de cuero que tan bien conocía--¿te quieres correr?
Evidentemente, Esther no pudo contestar. Inmovilizada como estaba, y amordazada por aquel cipotón, era completamente imposible para ella vocalizar o hacer ningún gesto. Trató de asentir bajo las acometidas de Alex pero sólo logró clavarse más adentro su verga; lágrimas de impotencia y esfuerzo asomaron a sus ojos.
Silver volvió a mirar a Inti con gesto inquisitivo.
--¿Podría yo…?—comenzó a preguntar.
No terminó de definir sus intenciones con palabras. Sacó la lengua y la movió hacia arriba lentamente, dejando ver la bolita de acero quirúrgico que la adornaba. Jugó en el aire con la lengua unos segundos; luego se lamió los labios y sonrió.
--Oh…--Inti rio—desde luego que sí, haz lo que quieras.
Silver asintió con auténtico gesto de felicidad y se adelantó para coger una cuchara, abandonando por un segundo el lugar entre las piernas de Esther. Tomó un poco de helado, ya no tan frío pero aún consistente, en la punta de su lengua, y lo acercó al muslo de Esther que le quedaba más cerca. Se inclinó y lamió con ganas la piel, extendiendo sobre ella el helado con la lengua.
La perra dio un pequeño bote sobre la mesa al sentir de nuevo el frio, y gimió cuando éste fue contrarrestado por el calor de los lengüetazos de Silver.
Éste continuó lamiendo, avanzando con la lengua por entre sus muslos, dejando un rastro de helor y fuego por donde pasaba. Cada vez que se alejaba de su piel para coger un poco más de helado, el cuerpo de Esther protestaba por su ausencia como si le hubieran arrancado un trozo de piel.
La chica vio de refilón a Inti moverse rodeando la mesa para situarse junto a su flanco derecho. Pudo ver cómo se agachaba hacia la pata de la mesa e inmediatamente sintió que la cuerda que mantenía sujeta su mano se aflojaba.
--Venga, perra…--gruñó Inti cuando le liberó la muñeca—yo también quiero disfrutar…
Colocó la mano de la chica bruscamente en sus pantalones, justo sobre su erección, y la presionó con fuerza. Esther volvió a gemir, casi a aullar, mientras Alex le taladraba la boca; sentir a Inti tan cerca de pronto, de golpe tan excitado contra su mano le hizo soltar un gemido largo y ahogado con la boca llena.
Silver volvía a jugar con el mango del látigo en su clítoris, o al menos creía que eso era el objeto duro que notaba restregándose entre los pliegues de su sexo. Sí, podía notar las protuberancias del cuero trenzado cuando se movía para sentirlo, y se estaba moviendo como una cerda en aquel momento. Las cuerdas que le sujetaban los muslos separados se tensaban a ambos lados de la mesa cada vez que ella movía el culo, en pos del placer, hacia arriba y hacia abajo.
--Tócame—le ordenó Inti con voz fría, desabrochándose los pantalones sin dejar de apretar con fuerza su mano.
A Esther se le paró el corazón. El contacto de Inti, la palma de su mano presionando sobre el dorso de la suya, era tan urgente que podía sentir cada latido de su pulso. Inti apretaba la mano de ella contra él como si fuera víctima de un vacío muy molesto, cruel.
Esforzándose al máximo por darle al Amo el placer que tanto parecía necesitar, Esther cerró la mano en torno a la húmeda y caliente erección y dejó que él le marcara el ritmo adecuado de las caricias.
--Más fuerte—gruñó Inti, moviendo rápidamente su mano sobre la de ella. Jadeó.
Esther apretó fuerte, obediente.
La bolita de acero en la lengua de Silver rodaba ya por la cara interna de sus muslos, tan cerca de su sexo que la saliva de él se fundía con su propia humedad.
Alex redobló la fuerza de sus empujones; Esther tenía la sensación de tener la boca desencajada y la mandíbula a punto de descoyuntársele. No tenía ningún control sobre la saliva que segregaba constantemente y ésta caía por las comisuras de su boca hasta su barbilla, donde se estrellaban los testículos del Amo.
--No te corras, zorra—bufó Inti—todavía no…
Esther cerró los ojos con fuerza. Intentó juntar las rodillas para cortarle el paso a la inquieta lengua de Silver, pero las cuerdas que la sujetaban no se lo permitieron.
Sintió el aliento cargado de Silver entre sus piernas y a continuación un fugaz golpecito con la punta de su lengua, directamente en su clítoris. Se sacudió y gritó, sin abrir los ojos, aunque más que un grito lanzó al aire una especie de gorgoteo ininteligible. Sintió moverse el consolador dentro de su vagina; con tanto baile se había salido un poco y Silver lo volvía a introducir, despacio, trazando amplios círculos con el falo metalizado hacia dentro de su cuerpo. Durante una breve pausa de tiempo, sintió que él tomaba aire a escasos centímetros de su sexo para, un segundo más tarde, lanzarse sobre él y emprenderla a lengüetazos.
Oh no, por dios, no podía aguantarlo. Iba a correrse…
Intentó pedir permiso, pero Alex estaba a pollazo limpio en su boca, cerca ya de perder el control.
Sintió que le aflojaban las ataduras de la muñeca izquierda.
--Me tocó la zurda…--jadeó Jen, riendo, mientras le cogía la mano—pero es igual… tócame.
Dios, ahora sí que estaba llena por todos lados. Esther había comprobado que Jen era, de los tres Amos, el que tenía la polla más gorda; sin embargo, a pesar de recordar eso, le sorprendió la dureza y el diámetro del garrote que agarró.
Jen hizo como Inti: movió la mano de Esther para mostrarle como le gustaba ser tocado. Pero, al contrario que éste, lo hizo a su manera tranquila y pausada, gozando a cada segundo con cada detalle.
Oh, por favor. Los tres Amos empalmados, la lengua de Silver trazando dibujos en su coño golpeándola con aquella esfera maldita… Esther necesitaba correrse, lo necesitaba ya.
Jen sujetó la mano de Esther contra su polla y se aproximó a Alex para susurrarle algo al oído. Éste asintió y se apartó de Esther; la boca de ésta chorreó un riachuelo de saliva cuando él salió de su interior.
--Esther, sólo podrás correrte cuando seas penetrada por alguno de nosotros o por Silver —le explicó Jen entre jadeos—así que aguántate, de momento…
“Joder, Amo”… le hubiera gustado a ella gritar, ahora que ya no tenía la polla de Alex rompiéndole la boca.
“Aguantarse, de momento”, como si eso fuera fácil.
--¿De cero a diez, cómo de cachonda estás?—preguntó Jen.
--Amo, creo que ya voy por el once o el doce…
Alex sofocó una risa y le acarició a Esther torpemente la cabeza, enredándole los dedos en la mata de pelo revuelto. Silver se rio contra el sexo de la chica y emergió para decir:
--La pobre va a explotar… tenemos que ayudarla de algún modo.
El cuerpo de Alex le tapaba a Esther la cara de Silver, por lo cual ella no pudo advertir el brillo de sus ojos cuándo él dijo aquello. Menos mal.
Inti—que sí lo había visto, y no por primera vez-- soltó una carcajada, alejándose de Esther para que ésta le soltara.
--Tienes razón… hay que ayudarla.
Rodeó la mesa hasta colocarse junto a los tobillos de Esther, acercándose a Silver quien continuaba en su silla, inclinado entre las piernas de ella con el estómago apoyado en el tablero.
--¿Qué vas hacer?—preguntó Alex. Parecía un poco más tranquilo pero aún jadeaba, con lo que la voz se le entrecortaba.
--Soltarla—repuso Inti.
--Eso ya lo veo… pero, ¿para qué?
Inti desató los tobillos y los muslos de Esther y le dio a ésta una firme palmada junto a la rodilla.
--Ya está.
A continuación levantó los ojos hacia Alex y le sonrió con paciencia.
--¿Cómo que “para qué”? Pues para ayudarla, hombre. Vamos, perra, levántate— añadió, inclinándose hacia Esther. La chica resollaba encima de la mesa con las piernas abiertas, sin variar un ápice la posición que había mantenido estando atada.
--Sí, Amo…--murmuró, y trató de mover las piernas. Pero había estado demasiado tiempo anquilosada en la misma postura, y en aquel momento sentía como si sus miembros no le pertenecieran, como si obedecieran con retardo a su cerebro.
--Espera—dijo Jen acercándose, sujetándola por debajo del brazo derecho—despacio, Esther, no hagas movimientos bruscos… eso es, respira despacio, tranquila…
La ayudó a girar lentamente, sujetándola por los hombros, hasta que Esther pudo sentarse al borde de la mesa y apoyar los talones en el suelo.
--Eso es…
--Vale… dónde la ponemos…--Inti reflexionaba en voz alta para sí, dando un barrido general con la vista por la habitación—creo que el respaldo del sofá está bien, ¿qué os parece?
--El sofá será estupendo—replicó Silver, levantándose de la silla.
Jen asintió con aprobación y tiró suavemente de Esther, conduciéndola hasta allí. La chica se dejó llevar mansamente, apoyándose en el hombro de él con la sien en la curva de su cuello. Se alegró de que el Amo Jen no fuera muy alto, porque si lo fuera no podría tocarle ni sentirle de aquella forma.
Jen la ayudó a reclinarse sobre el respaldo del sofá, con la cabeza colgando hacia los asientos y los brazos cayendo sobre los cojines. Le indicó que apoyase bien el estómago en la parte superior del respaldo y que separara las piernas, para poder extraer lentamente el consolador de su vagina.
Se oyó un chapoteo tal cuando Jen sacó el objeto que Esther creyó morir de vergüenza. Inmediatamente, sintió una aguda sensación de vacío en el coño, que llegaba a ser dolorosa por los temblores que atravesaban su sexo. Necesitaba que la volvieran a llenar… por favor Amos, por favor...
--Amooo…--lloró sin poderse controlar, moviendo las caderas en círculos.
Jen la abrazó desde atrás y le mordió la oreja. No se había subido los pantalones, de manera que Esther pudo sentir claramente su excitación y su polla dura contra su culo.
--¿Qué?—rezongó él en su oído, moviéndose contra ella.
--Por favor… Amo…
--¿Qué?
Jen habló más fuerte y le palmeó una nalga con firmeza para reforzar su pregunta. Esther apretó los dientes y lloró: la palmada no había sido muy dura, pero le había dolido indescriptiblemente sobre su amoratado trasero. Se removió contra el cuerpo de Jen, empapando el asiento del sofá con sus lágrimas.
--Amo, esta perra necesita…--respiró hondo. La voz se le rompía.
Inti rio desde algún lugar situado a su espalda. Esther tampoco podía ver a Silver pero sentía sus agudos ojos clavándose en ella, igual que podía sentir la presencia de Alex, húmeda y sudorosa.
Jen volvió a palmearle las nalgas, esta vez con más intención. Esther aulló y por inercia trató de frotarse la escocida piel, pero Jen se lo impidió sujetándole las muñecas y haciendo fuerza con el torso sobre su espalda.
--Vamos, dilo, joder. ¿Qué necesita esta perra?
Esther se mordió los labios. No dejaba de llorar. Necesitaba a Jen, se rompía literalmente por tenerlo tan cerca y no poder sentirle dentro.
--Amo… esta perra necesita que la follen… que te la folles, Amo.
--Me gustaría probar esa correa que nos has enseñado antes, la más ancha…--Inti se había movido hasta quedar junto a Silver y le hablaba en un tono de voz baja, pero lo suficientemente claro para ser escuchado por Esther desde el sofá.
A la chica se le encogió el estómago, pero sintió de pronto el peso de Jen de lleno sobre ella y esto abstrajo completamente su atención. El calor de él contra ella borraba cualquier miedo, cualquier herida, cualquier dolor no físico. Incluso el causado por las afiladas estocadas verbales de Inti, incluso el generado por su desprecio.
--Pídemelo por favor y puede que lo haga, perrita…
Jen sacó un condón del bolsillo de sus vaqueros, que caían bajo sus caderas, y se lo pasó a Esther desde atrás. Rozó los labios de la chica con el envoltorio de plástico y la instó a sujetarlo entre los dientes.
--¿Quieres que me lo ponga, nena?
Esther se revolvió debajo de él.
--Oh, Amo… por favor, póntelo…--gimió, tratando de vocalizar sin soltar el preservativo de entre sus dientes.
--Puta perra, zorra—rio Inti meneando la cabeza, tomando asiento en una esquina del sofá—creo que ha llegado el momento de sacar las palomitas para mí… no está mal; vamos Jen, ¿A qué esperas? Me muero por azotarla.
--Está en el “punto justo” para ser azotada—murmuró Silver con su habitual refinamiento—aunque no le vendrán mal unos cuantos pollazos previos…
Oh.
Jen cogió el condón de la boca de Esther y rasgó su envoltura con los dientes.
--Hay que hacerle pruebas a la perra y llevarla al médico para que tome la píldora— gruñó Inti, tirando con hastío un paquete de condones sobre la mesa—aborrezco estos cacharros.
--Te entiendo—murmuró Silver.
Alex avanzó hasta situarse junto a Esther, al lado de Jen, que ya se disponía a penetrarla. Continuaba desnudo de cintura para abajo, con la camisa abierta, y también había cogido un condón. Se acercó a Jen y le tocó en el hombro con su mano grande, atrayéndolo hacia él ligeramente. Le dijo algo al oído que Esther no pudo entender.
--Por mí vale—replicó Jen, en voz alta—pero prefiero follarla por delante, si no te importa…
--De acuerdo…
Jen soltó una risita. Esther escuchó de nuevo un papel rasgándose, y el breve gemido de Alex al ponerse el condón.
--Vale perra, ven aquí.
Jen la abrazó por la cintura y tiró de ella lo justo para formar un pequeño hueco de separación entre el cuerpo de la perra y el sofá. A continuación ocupó ese espacio y la abrazó, presionándole la espalda contra su cuerpo.
--Perrita—le dijo—abrázame con las piernas…
Esther se encaramó en la parte superior del respaldo del sofá, ayudada por Jen y por Alex, y rodeó con las piernas la cintura del Amo Jen.
--Oh, sí…--murmuró éste.
Ella gritó cuando por fin él la penetró así, sentado debajo de ella, agarrándose la polla para entrar de golpe.
--Muévete, perrita… disfruta.
Las manos de Alex se cerraron de pronto sobre las nalgas de Esther, tirando de ellas, separándolas. La chica sintió el cuerpo de él de pronto más cerca, casi a punto de fundirse con el suyo. Chilló por el placer que le producían las acometidas de Jen, y dejó que el Amo Alex dilatara con brusquedad su culo con los dedos.
Se abandonó al placer recordando vagamente que debía pedir permiso para correrse…
24-Nuevas sensaciones
Inti volvió a tocarse, fuera de la vista de Esther, al ver cómo Alex y Jen la penetraban doblemente por culo y coño; el primero detrás de la perra, el segundo sosteniéndola sobre sus muslos, en frente. No había conseguido estarse quieto en el sofá y se había levantado, colocándose en la esquina de la habitación que quedaba justo detrás de Alex, desde la que tenía un ángulo de visión perfecto. Con la mano derecha se pajeaba, y con la mano izquierda apretaba con fuerza la correa ancha que caía sobre sus rodillas, la que le había cogido a Silver.
Silver contemplaba divertido la escena y la agitación de su amigo.
--Si la usas con moderación, esa correa va bien para la espalda y para los pechos...—le dijo, desde el sillón que ocupaba a poca distancia del sofá, en un tono que pudo escucharse con claridad en la habitación.
Esther gimió, apretando el culo y estrangulando con ello el primer tercio de la polla de Alex, que trataba de abrirse paso en el apretado túnel. Alex dio un bufido y movió las potentes nalgas en círculos, tratando de posicionarse más adentro, de ensancharla. Ella se inclinó hacia delante, contra Jen, despatarrada; su vello púbico se apretaba contra el estómago de él, quien la sujetaba por la cintura con ambas manos ayudándola a moverse.
La perra había escuchado perfectamente lo que había dicho Silver. Había sentido una ráfaga terror—o de algo parecido--, pero la excitación era más fuerte, y la certeza de que una vez follada por los Amos podía correrse, tal como había dicho Jen, eclipsaba todo lo demás.
Le dolía el culo por dentro a pesar de los intentos de Alex por dilatarla, pero el coño le ardía y deseaba ser llenada, deseaba polla por todas partes. Jadeando con la boca muy abierta, babeante, Esther buscó los labios de Jen. Tenía ganas de lengua también.
--Shhh…--éste le dio un suave cachete en los morros y soltó la mano diestra de su cintura para tirarla del pelo—ahora no, pequeña.
Ella gimió y sollozó, echando la cabeza hacia atrás por el tirón, clavándose ya por completo en los Amos, acoplada del todo a ellos. Empezó a sentir de nuevo ese familiar temblor de tierra que se originaba como un hormigueo debajo de su ombligo, en alguna parte profunda de su vientre.
Y entonces, penetrada de aquella forma, después de ser levemente castigada en los labios por la benévola mano de Jen, se dio cuenta de que deseaba ser azotada. Deseaba con todas sus fuerzas que Inti la azotara—sabía que él lo haría con ganas, que lo haría bien—y que usara para ello uno de esos artilugios del mal que había traído Silver. En aquel instante de demencia, imaginó los ojos brillantes del Amo más hierático, imaginó su máximo placer, su éxtasis… tuvo que parar de moverse y respirar hondo para no correrse.
--Amo Inti…
Le llamó, dejándose llevar por aquella pulsión. Inmediatamente se arrepintió, se sintió estúpida por haberlo hecho. Deseó que él no la hubiera oído, pero lamentablemente era demasiado tarde para eso.
--¿Qué pasa, perra?—le llegó inmediata la respuesta a sus espaldas, con una voz que le heló la sangre.
--Castígueme, Amo… por favor…
Al cuerno. Qué más daba, después de todo. Ella también tenía derecho a abandonarse a lo que deseaba, o por lo menos a intentarlo y a pedirlo por descabellado que fuera… ¿no?
Jen le acarició la cara y la besó en la boca.
--No deberías decirle esas cosas a Inti, Esther…--susurró contra sus labios, sonriendo y jadeando.
Alex la taladraba ya con fiereza por detrás, entrando y saliendo de ella sin resistencia. El chico podía sentir la polla de Jen, terriblemente dura, dentro del coño de la perra con cada bote que ella daba sobre las rodillas de éste. A veces le parecía que chocaba contra aquella dureza a través de la piel de ella, y cuando eso ocurría no podía evitar un bufido y un estremecimiento de placer. Si seguía rompiéndole el culo así a Esther, a ese ritmo desbocado, no tardaría mucho en correrse.
Inti frunció el ceño, pero Esther no pudo verle.
--¿Puedes repetir lo que has dicho, perra?—inquirió, sin moverse de su sitio.
--Sí, Amo…--gimió Esther, implorante—esta perra desea ser castigada, por favor…
--¿Deseas que te azote?
La perra sollozó de placer en respuesta a las embestidas de Alex y a al roce de la polla de Jen contra su clítoris.
--Sí, Amo… por favor…
--Si te corres, cerda, ten por seguro que lo haré…
Las palabras de Inti cortaron el aire, afiladas como hojas de cuchillo pero húmedas de excitación. El aleteo de su voz le delataba: él también estaba al límite.
Esther se contrajo entera al escucharle. El torso de Alex se apretó contra su espalda mientras éste le clavaba los dientes en el cuello, resoplando contra su piel como una bestia, hincándole las uñas en los hombros. Los labios de Jen la recibían ya sin trabas, húmedos y llenos; Esther absorbía contra ellos las acometidas de Alex. Oh, por dios… iba a estallar…
--Amo Jen…--jadeó en la boca de éste—¿Me puedo… correr… por favor?
Preguntó por mera formalidad y haciendo un supremo esfuerzo, pues lamentablemente, estallaría sin remedio dijera lo que dijera el Amo.
--Oh, bueno—Jen le lamió los labios y le mordió la comisura de la boca con fuerza— si lo haces atente a las consecuencias, nena…
Ella gritó, gritó tan fuerte que se avergonzó al oir su propia voz. Se agitó sin control sobre los muslos de Jen, su cuerpo surcado por violentas olas, abierto, espachurrado bajo el peso de Alex. En medio de su largo orgasmo, notó que éste acrecentaba el ritmo de sus embestidas hasta límites imposibles y se corría también; ¿por qué demonios el Amo Alex tenía un condón puesto? ¡Cómo hubiera deseado Esther sentir el líquido caliente y denso derramándose dentro de ella, en su culo!
Alex la abrazó desde atrás casi con desesperación, descargándose por fin en un cuerpo a cuerpo tal que prácticamente se fundió con Esther, golpeando ferozmente la parte baja de su espalda con el estómago. Ella no podía parar de gemir: aún seguía corriéndose.
--Oh, mi puta—masculló Jen, mordiéndole la oreja—venga, sigue…
El orgasmo de Esther se prolongaba hasta el infinito, y ella lo sentía, lo sentía… no quería dejarlo marchar. La estaban cabalgando fuerte como nunca nadie lo había hecho; habían estimulado su cerebro de una manera que ya empezaba a conocer y a desear —“Amos, correa, collar, azotes”…--, y una vez en la cresta de la ola sentía que veía el mundo desde arriba por primera vez, desde muy alto. De alguna manera se sintió feliz, salvajemente feliz, durante los segundos que duró su clímax. No le importaba nada más, y el hecho de pensar que después del orgasmo sería azotada hasta las lágrimas hacía que su coño palpitara con más furia.
--Oh, joder… más fuerte, perra, me voy a correr…
Alex aún seguía dentro de ella cuando Jen presionó los hombros de la perra hacia abajo y empezó a mover las caderas hacia arriba, percutiéndola cada vez más rápida y profundamente.
--Vamos, nena, dame tú otro…
Esther rio nerviosa, al borde de su resistencia, y volvió a correrse al instante, sin saber realmente si el orgasmo era independiente o formaba parte del primero que había tenido hacía escasos segundos. La gruesa polla de Jen la estaba matando, no recordaba haber tenido nunca ese tipo de orgasmos encadenados y seguidos. Sólo con los Amos, pensó vagamente antes de abandonarse de nuevo. Sólo con Ellos…
--Oh, sí… dámelo…
Jen explotó por fin, abandonándose a las contracciones del orgasmo.
--Oh, dios…
Se movía dentro de ella como si quisiera atravesarle el vientre con sus estocadas. Alex sujetaba a Esther desde atrás por la cintura; el culo de ella se apretaba manteniéndole dentro de su cuerpo.
--Oh Amo…--lloraba ella en los últimos coletazos de su placer-- Gracias, Amo…
--Gracias a ti, zorra—masculló Jen cuando por fin terminó de correrse, tratando de recuperar el aliento, sin dejar de sostenerla sobre él.
Esther le abrazó con fuerza y trató de respirar con normalidad contra su pecho. Su olor penetró en ella y no pudo evitar sacar la lengua y lamer la piel de ese Amo al que tanto quería. Levantó la cabeza, y alcanzó a ver a Silver por encima del hombro de Jen, sentado en el sillón, acariciando la lengüeta de la fusta con sus largos dedos.
Inti se acercó a Alex y le tocó en un hombro.
--Eh… --murmuró con voz ronca, tirando levemente de su brazo--déjame darle a esta zorra viciosa lo que quiere…
Alex asintió resoplando, se apretó contra la espalda de Esther para darle un beso de despedida en la parte de atrás del cuello y acto seguido se apartó. Metió la mano entre las nalgas de Esther, agarró la goma del condón en la base de su polla y salió de ella lo más suavemente que pudo.
Esther tembló, sintiéndose de pronto sin la protección del cuerpo de Alex, escuchando a Inti respirar inmediatamente detrás de ella, muy cerca. Se encogió de miedo, abrazada a Jen, sin atreverse a volverse para mirar al Amo que, casi con seguridad, se proponía cumplir su amenaza tal y como ella creía desear.
Escuchó un silbido en el aire y un ruido temible, contundente, cuando la tira de cuero que Inti llevaba en la mano se estrelló en el respaldo del sofá, tan solo a centímetros de su cuerpo. No pudo evitar mover sus ojos hacia el lugar donde la correa había impactado, descubriendo con espanto la amplia huella oblonga que había dejado en el mullido respaldo.
--Jen, yo que tú me quitaría de ahí…--gruñó Inti—tengo puntería pero se me puede ir la mano…
El aludido asintió, levantó a Esther en vilo con sus nervudos brazos y salió despacio de ella. Esther pudo mirarle bien a la cara, por primera vez, gracias a esa pequeña distancia: quedó atrapada en sus ojos, en su mirada emborronada aún por el reciente estallido de placer. Las piernas de Jen temblaban cuando la ayudó a ponerse en pie frente al sofá.
--Tus deseos serán tu perdición, perrita…--murmuró mientras la ayudaba a reclinarse contra el respaldo, como la primera vez antes de ser follada.
--“Your wish is my comand”—citó Inti a sus espaldas, con una carcajada.
Silver rio desde su sillón, e hizo un gesto como si hubiera recordado algo de golpe.
--Esther, me han dicho que la comes muy bien—dijo con una sonrisa lobuna, sin levantarse—quizá luego tus Amos me dejen comprobarlo por mí mismo…
Jen asintió, mientras trataba de quitarse el condón sin armar un estropicio. Le costaba volver en sí después del salvaje orgasmo: sentía las manos torpes y estaba teniendo problemas para coordinar movimientos.
--Oh, será un placer para nosotros verlo, y para ella hacerlo…--le dijo, anudando por fin el extremo de la goma y dejando ésta en la mesa, secándose a continuación el sudor de la frente.
--Gracias…--Silver sonrió con los dientes apretados—en verdad me apetece.
Inti se volvió. Había retrocedido unos pasos con la tira de cuero en la mano, echando hacia atrás el brazo, preparándose para descargarla sobre Esther. La perra tenía el culo como un poema, no le daría con demasiada fuerza, pero eso no iba a decírselo, claro.
--¿Quieres hacerlo ahora?—inquirió, mirando a Silver.
--Oh, no, no… --negó éste rápidamente—por favor, disfrútala tú…
--En serio—Inti bajó la mano y se retiró unos pasos más atrás—por un invitado lo que sea—rio.
--No, no. Haz lo que ibas a hacer, por favor. Estoy deseando verlo.
Silver le guiñó un ojo a Inti y se repantingó sobre el sillón, indicándole con un movimiento de cabeza que siguiera adelante.
--¿Seguro?
El invitado asintió sonriendo.
--Continúa, por favor…
Inti se giró de nuevo hacia Esther y avanzó hacia ella, inclinándose hasta su oído.
--¿Aún quieres ser azotada, perra?
Sería azotada quisiera o no, eso no se lo planteaba nadie en aquella habitación. Pero Inti ansiaba saber lo que ella sentía respecto a eso.
Esther tardó unos segundos en contestar.
--Sí, Amo… lo deseo.
--Bien…--masculló Inti—pues prepárate. Voy a darte fuerte.
--Oh, Amo…
Comenzó a llorar a lágrima viva antes de ser tocada. Se sentía muy sola de pronto, distante de todo, ya sin aquellos cuerpos cálidos que la habían protegido. Se sentía como un árbol desnudo en invierno a merced de las inclemencias del tiempo: el viento, la lluvia, la nieve, los rayos y los truenos. Se sentía frágil, temerosa, excitada y loca por Inti.
Inti se alejó de nuevo unos pasos, estirando la correa al lado de su brazo y a continuación midiendo la distancia con la cadera de Esther, para asegurarse de dónde impactaría. Sin embargo, en el último momento decidió comenzar a calentarla con la mano. El culo de la perra daba pena, sí… pero continuaba resultándole terriblemente tentador.
La sujetó presionando entre sus omóplatos, inclinado sobre ella, y le dio la primera salva de azotes en el culo con la mano abierta, sin descanso. El sonido de los seguidos impactos fue sobrecogedor; Inti le propinó los diez primeros azotes sin darle tregua, firmes y rápidos. La perra se retorció y gritó sin poderse contener: su culo recordaba a la perfección el tormento de la noche anterior como para ahora sentir aquellos golpes sin inmutarse.
La fuerza aún contenida de los azotes a pesar de la energía con la que habían sido propinados sin descanso, le llevaron a Esther a pensar que Inti estaba muy excitado. Gimió y tembló, separando más las piernas para ofrecerse a él y consolidar sus puntos de apoyo.
--Oh, a la perra le gusta…--sonrió Inti de medio lado, descansando el brazo por fin. La mano le ardía y le dolía horriblemente—creo que ha llegado el momento de pasar a otra cosa, estoy seguro de que la disfrutarás más aún…
Casi inmediatamente, Esther escuchó el silbido del cuero rompiendo el aire.
--Cuenta, zorra, y dame las gracias por velar por tu educación—dijo Inti con un deje de ironía—cada vez que no lo hagas volveré a empezar…
--Uno…--sollozó la perra de inmediato—gracias, Amo…
Los zurriagazos y agradecimientos se repitieron hasta un total de veintiuna veces. ” El último era de propina, para que no te olvides de lo mucho que te gusta y de lo zorra que eres”, había recalcado Inti justo antes de dejarse caer contra la pared, extenuado. Se apoyó contra el muro y se dejó resbalar hasta el suelo, arrojando la correa con fuerza a un palmo de sus pies.
La perra lloraba a lágrima viva, estremeciéndose, reclinada como un peso muerto sobre el respaldo del sofá.
Silver se levantó despacio, pasó junto a Inti dándole un suave apretón en el hombro y caminó hacia ella.
--Pobrecita…--murmuró, acariciándole la coronilla como si Esther fuera un perrito asustado—cálmate…
La besó en el cuello y la apretó contra sí, con cuidado de no hacerla daño.
Las caderas, la cintura y la mitad inferior de la espalda de Esther se veían cruzadas por marcas alargadas en zig-zag de color rojo rabioso, sobre elevadas en la blanca piel. No había que ser un genio para deducir cómo aquello tenía que arder y picar…
Silver repasó con los dedos una señal especialmente marcada que parecía haberse hinchado más que las otras, correspondiendo a un golpe propinado con especial saña. Insalivó las puntas de sus dedos y trató de aliviar el escozor acariciándola de nuevo allí, con leves toques húmedos como besos.
Esther no podía dejar de llorar. Junto las piernas por reflejo al sentir la proximidad de Silver, el contacto de su piel y el olor de su pelo y su ropa. No era que rechazara al desconocido; no podía negar que físicamente le atraía y le gustaba, pero se sentía completamente despistada con él. Le parecía impredecible, y no le conocía en absoluto como para saber por dónde iba a salir. No estaba segura de si Silver la acariciaba por auténtica compasión o simplemente por puro morbo y depravación. Sin poder evitarlo, tembló de nuevo bajo el contacto de su mano.
--No te asustes, ¿vale?… --musitó Silver—ven, gírate…
La ayudó a erguirse desde el improvisado reclinatorio, levantando la vista para pedirle a Inti permiso tácitamente con los ojos. Ante el asentimiento de su amigo, rodeó a Esther los hombros con los brazos y la condujo despacio hasta la mesa donde habían cenado.
--Échate…
Posicionó a la chica tumbada boca arriba, pasando un brazo por debajo de su espalda y empujándola suavemente sobre el tablero de la mesa. Una vez estimó que ella estaba segura y bien colocada, se separó de su lado unos segundos para ir a por uno de los cojines pequeños del sofá. Volvió junto a ella y colocó el cojín bajo su nuca, protegiendo su cuello.
--Respira hondo, Esther—le dijo, colocándole una mano en el centro de su pecho, sin apenas hacer presión.
La chica cerró los ojos y obedeció.
--Vamos, siénteme…
Silver movió su mano hacia uno de los pechos de Esther y lo aferró, sacándolo completamente de la copa del sujetador que parcialmente lo ocultaba. Sonrió satisfecho al comprobar cómo los aros del sujetador realzaban la voluptuosa forma, blanca como la nata y coronada por un pezón rosado que se erguía con insolencia.
Volvió a humedecerse los dedos en la boca y acarició el pezón de Esther, que al momento se puso duro como guijarro.
—Mmmm…
Silver Frotó con más fuerza, pellizcó la suave turgencia entre sus dedos, lanzó el dedo índice como si tirara una canica para golpearlo. Rio en voz baja al ver cómo la perra respondía a sus caricias, enervándose, arqueando el espinazo, mordiéndose los labios. Se lamió la palma de la mano y palmeó sin demasiada fuerza el pezón, frotándolo a continuación tan rápido como si quisiera que echara chispas.
--Ohhh…
Esther culeó sobre la mesa y abrió las piernas. Silver sintió el olor de su sexo como un puñetazo contra su nariz.
--Me gustan tus tetas…
Emitió algo parecido a un gruñido justo después de decir esto y se lanzó con la boca hacia el pecho desnudo de Esther, como un cavernícola. Ésta chilló cuando sintió los dientes de Silver clavándose en su piel, sus labios succionando fuerte, y aquella bolita dura y mojada golpeándola y presionando allí por donde su lengua pasaba.
Oh dios, quería más, quería sentirle más…
Mientras lamía y mordía el pezón izquierdo de Esther, Silver trasteaba con la mano tratando de sacar el derecho fuera de la copa de sujetador, para que hiciera juego con el otro. Una vez lo logró, comenzó a pellizcarlo y retorcerlo entre sus dedos como había hecho con su homólogo.
Esther jadeaba como una auténtica perra, de nuevo con el coño chorreando. No podía quitarse de la cabeza la voz de Inti al azotarla, ordenándole con frialdad que llevara la cuenta y que diera las gracias. Las huellas que había dejado la correa en su cuerpo aún le dolían y le palpitaban, ardientes… Deseaba a Silver, pero también deseaba a Inti otra vez. Y a Alex. Y a Jen. Los quería a todos; quería quemarse en el fuego de todos. No había muerte más hermosa.
De pronto, Silver se quitó la camiseta y se arrodilló sobre la mesa, montándose a horcajadas sobre la cintura de ella, sin tocarla.
--No te asustes…--dijo, alargando la mano para acariciarle la cara—disfruta.
Se inclinó para lamerle el cuello y la mejilla, curvándose sobre el cuerpo de Esther como una serpiente constrictora. Volvió a erguirse y sin mediar palabra le asestó una fuerte palmada en la teta izquierda, turgente por encima del aro del sujetador.
La perra se encogió e hizo un amago de querer protegerse. Silver le sujetó suavemente las muñecas.
--No quiero que hagas eso—le dijo, sin reprenderla--¿quieres que te ate?
Esther resolló y negó con la cabeza.
--No se moleste, Señor… no es necesario…--boqueó.
--Bien…
Volvió a azotarla, con más fuerza, sobre el mismo pecho. Inmediatamente, palmeó el otro con intensidad similar.
Oh. A Esther nunca le habían calentado las tetas. Los primeros azotes le dolieron, pero a partir del cuarto comenzó a sentir un violento calor bajo su piel que camuflaba la sensación dolorosa. Sólo sentía la contundencia de la palma de la mano de Silver al chocar contra ella; además, al no sentir apenas dolor podía centrarse en escuchar el ruido de la mano al impactar, el sonido y ritmo de la respiración de él. Podía sentir claramente su propia excitación pareja a la de Silver. Tenía miedo de que él la diera más fuerte, de que la hiciera daño o la rompiera la piel… pero quiso arriesgarse a confiar.
Silver contemplaba divertido la escena y la agitación de su amigo.
--Si la usas con moderación, esa correa va bien para la espalda y para los pechos...—le dijo, desde el sillón que ocupaba a poca distancia del sofá, en un tono que pudo escucharse con claridad en la habitación.
Esther gimió, apretando el culo y estrangulando con ello el primer tercio de la polla de Alex, que trataba de abrirse paso en el apretado túnel. Alex dio un bufido y movió las potentes nalgas en círculos, tratando de posicionarse más adentro, de ensancharla. Ella se inclinó hacia delante, contra Jen, despatarrada; su vello púbico se apretaba contra el estómago de él, quien la sujetaba por la cintura con ambas manos ayudándola a moverse.
La perra había escuchado perfectamente lo que había dicho Silver. Había sentido una ráfaga terror—o de algo parecido--, pero la excitación era más fuerte, y la certeza de que una vez follada por los Amos podía correrse, tal como había dicho Jen, eclipsaba todo lo demás.
Le dolía el culo por dentro a pesar de los intentos de Alex por dilatarla, pero el coño le ardía y deseaba ser llenada, deseaba polla por todas partes. Jadeando con la boca muy abierta, babeante, Esther buscó los labios de Jen. Tenía ganas de lengua también.
--Shhh…--éste le dio un suave cachete en los morros y soltó la mano diestra de su cintura para tirarla del pelo—ahora no, pequeña.
Ella gimió y sollozó, echando la cabeza hacia atrás por el tirón, clavándose ya por completo en los Amos, acoplada del todo a ellos. Empezó a sentir de nuevo ese familiar temblor de tierra que se originaba como un hormigueo debajo de su ombligo, en alguna parte profunda de su vientre.
Y entonces, penetrada de aquella forma, después de ser levemente castigada en los labios por la benévola mano de Jen, se dio cuenta de que deseaba ser azotada. Deseaba con todas sus fuerzas que Inti la azotara—sabía que él lo haría con ganas, que lo haría bien—y que usara para ello uno de esos artilugios del mal que había traído Silver. En aquel instante de demencia, imaginó los ojos brillantes del Amo más hierático, imaginó su máximo placer, su éxtasis… tuvo que parar de moverse y respirar hondo para no correrse.
--Amo Inti…
Le llamó, dejándose llevar por aquella pulsión. Inmediatamente se arrepintió, se sintió estúpida por haberlo hecho. Deseó que él no la hubiera oído, pero lamentablemente era demasiado tarde para eso.
--¿Qué pasa, perra?—le llegó inmediata la respuesta a sus espaldas, con una voz que le heló la sangre.
--Castígueme, Amo… por favor…
Al cuerno. Qué más daba, después de todo. Ella también tenía derecho a abandonarse a lo que deseaba, o por lo menos a intentarlo y a pedirlo por descabellado que fuera… ¿no?
Jen le acarició la cara y la besó en la boca.
--No deberías decirle esas cosas a Inti, Esther…--susurró contra sus labios, sonriendo y jadeando.
Alex la taladraba ya con fiereza por detrás, entrando y saliendo de ella sin resistencia. El chico podía sentir la polla de Jen, terriblemente dura, dentro del coño de la perra con cada bote que ella daba sobre las rodillas de éste. A veces le parecía que chocaba contra aquella dureza a través de la piel de ella, y cuando eso ocurría no podía evitar un bufido y un estremecimiento de placer. Si seguía rompiéndole el culo así a Esther, a ese ritmo desbocado, no tardaría mucho en correrse.
Inti frunció el ceño, pero Esther no pudo verle.
--¿Puedes repetir lo que has dicho, perra?—inquirió, sin moverse de su sitio.
--Sí, Amo…--gimió Esther, implorante—esta perra desea ser castigada, por favor…
--¿Deseas que te azote?
La perra sollozó de placer en respuesta a las embestidas de Alex y a al roce de la polla de Jen contra su clítoris.
--Sí, Amo… por favor…
--Si te corres, cerda, ten por seguro que lo haré…
Las palabras de Inti cortaron el aire, afiladas como hojas de cuchillo pero húmedas de excitación. El aleteo de su voz le delataba: él también estaba al límite.
Esther se contrajo entera al escucharle. El torso de Alex se apretó contra su espalda mientras éste le clavaba los dientes en el cuello, resoplando contra su piel como una bestia, hincándole las uñas en los hombros. Los labios de Jen la recibían ya sin trabas, húmedos y llenos; Esther absorbía contra ellos las acometidas de Alex. Oh, por dios… iba a estallar…
--Amo Jen…--jadeó en la boca de éste—¿Me puedo… correr… por favor?
Preguntó por mera formalidad y haciendo un supremo esfuerzo, pues lamentablemente, estallaría sin remedio dijera lo que dijera el Amo.
--Oh, bueno—Jen le lamió los labios y le mordió la comisura de la boca con fuerza— si lo haces atente a las consecuencias, nena…
Ella gritó, gritó tan fuerte que se avergonzó al oir su propia voz. Se agitó sin control sobre los muslos de Jen, su cuerpo surcado por violentas olas, abierto, espachurrado bajo el peso de Alex. En medio de su largo orgasmo, notó que éste acrecentaba el ritmo de sus embestidas hasta límites imposibles y se corría también; ¿por qué demonios el Amo Alex tenía un condón puesto? ¡Cómo hubiera deseado Esther sentir el líquido caliente y denso derramándose dentro de ella, en su culo!
Alex la abrazó desde atrás casi con desesperación, descargándose por fin en un cuerpo a cuerpo tal que prácticamente se fundió con Esther, golpeando ferozmente la parte baja de su espalda con el estómago. Ella no podía parar de gemir: aún seguía corriéndose.
--Oh, mi puta—masculló Jen, mordiéndole la oreja—venga, sigue…
El orgasmo de Esther se prolongaba hasta el infinito, y ella lo sentía, lo sentía… no quería dejarlo marchar. La estaban cabalgando fuerte como nunca nadie lo había hecho; habían estimulado su cerebro de una manera que ya empezaba a conocer y a desear —“Amos, correa, collar, azotes”…--, y una vez en la cresta de la ola sentía que veía el mundo desde arriba por primera vez, desde muy alto. De alguna manera se sintió feliz, salvajemente feliz, durante los segundos que duró su clímax. No le importaba nada más, y el hecho de pensar que después del orgasmo sería azotada hasta las lágrimas hacía que su coño palpitara con más furia.
--Oh, joder… más fuerte, perra, me voy a correr…
Alex aún seguía dentro de ella cuando Jen presionó los hombros de la perra hacia abajo y empezó a mover las caderas hacia arriba, percutiéndola cada vez más rápida y profundamente.
--Vamos, nena, dame tú otro…
Esther rio nerviosa, al borde de su resistencia, y volvió a correrse al instante, sin saber realmente si el orgasmo era independiente o formaba parte del primero que había tenido hacía escasos segundos. La gruesa polla de Jen la estaba matando, no recordaba haber tenido nunca ese tipo de orgasmos encadenados y seguidos. Sólo con los Amos, pensó vagamente antes de abandonarse de nuevo. Sólo con Ellos…
--Oh, sí… dámelo…
Jen explotó por fin, abandonándose a las contracciones del orgasmo.
--Oh, dios…
Se movía dentro de ella como si quisiera atravesarle el vientre con sus estocadas. Alex sujetaba a Esther desde atrás por la cintura; el culo de ella se apretaba manteniéndole dentro de su cuerpo.
--Oh Amo…--lloraba ella en los últimos coletazos de su placer-- Gracias, Amo…
--Gracias a ti, zorra—masculló Jen cuando por fin terminó de correrse, tratando de recuperar el aliento, sin dejar de sostenerla sobre él.
Esther le abrazó con fuerza y trató de respirar con normalidad contra su pecho. Su olor penetró en ella y no pudo evitar sacar la lengua y lamer la piel de ese Amo al que tanto quería. Levantó la cabeza, y alcanzó a ver a Silver por encima del hombro de Jen, sentado en el sillón, acariciando la lengüeta de la fusta con sus largos dedos.
Inti se acercó a Alex y le tocó en un hombro.
--Eh… --murmuró con voz ronca, tirando levemente de su brazo--déjame darle a esta zorra viciosa lo que quiere…
Alex asintió resoplando, se apretó contra la espalda de Esther para darle un beso de despedida en la parte de atrás del cuello y acto seguido se apartó. Metió la mano entre las nalgas de Esther, agarró la goma del condón en la base de su polla y salió de ella lo más suavemente que pudo.
Esther tembló, sintiéndose de pronto sin la protección del cuerpo de Alex, escuchando a Inti respirar inmediatamente detrás de ella, muy cerca. Se encogió de miedo, abrazada a Jen, sin atreverse a volverse para mirar al Amo que, casi con seguridad, se proponía cumplir su amenaza tal y como ella creía desear.
Escuchó un silbido en el aire y un ruido temible, contundente, cuando la tira de cuero que Inti llevaba en la mano se estrelló en el respaldo del sofá, tan solo a centímetros de su cuerpo. No pudo evitar mover sus ojos hacia el lugar donde la correa había impactado, descubriendo con espanto la amplia huella oblonga que había dejado en el mullido respaldo.
--Jen, yo que tú me quitaría de ahí…--gruñó Inti—tengo puntería pero se me puede ir la mano…
El aludido asintió, levantó a Esther en vilo con sus nervudos brazos y salió despacio de ella. Esther pudo mirarle bien a la cara, por primera vez, gracias a esa pequeña distancia: quedó atrapada en sus ojos, en su mirada emborronada aún por el reciente estallido de placer. Las piernas de Jen temblaban cuando la ayudó a ponerse en pie frente al sofá.
--Tus deseos serán tu perdición, perrita…--murmuró mientras la ayudaba a reclinarse contra el respaldo, como la primera vez antes de ser follada.
--“Your wish is my comand”—citó Inti a sus espaldas, con una carcajada.
Silver rio desde su sillón, e hizo un gesto como si hubiera recordado algo de golpe.
--Esther, me han dicho que la comes muy bien—dijo con una sonrisa lobuna, sin levantarse—quizá luego tus Amos me dejen comprobarlo por mí mismo…
Jen asintió, mientras trataba de quitarse el condón sin armar un estropicio. Le costaba volver en sí después del salvaje orgasmo: sentía las manos torpes y estaba teniendo problemas para coordinar movimientos.
--Oh, será un placer para nosotros verlo, y para ella hacerlo…--le dijo, anudando por fin el extremo de la goma y dejando ésta en la mesa, secándose a continuación el sudor de la frente.
--Gracias…--Silver sonrió con los dientes apretados—en verdad me apetece.
Inti se volvió. Había retrocedido unos pasos con la tira de cuero en la mano, echando hacia atrás el brazo, preparándose para descargarla sobre Esther. La perra tenía el culo como un poema, no le daría con demasiada fuerza, pero eso no iba a decírselo, claro.
--¿Quieres hacerlo ahora?—inquirió, mirando a Silver.
--Oh, no, no… --negó éste rápidamente—por favor, disfrútala tú…
--En serio—Inti bajó la mano y se retiró unos pasos más atrás—por un invitado lo que sea—rio.
--No, no. Haz lo que ibas a hacer, por favor. Estoy deseando verlo.
Silver le guiñó un ojo a Inti y se repantingó sobre el sillón, indicándole con un movimiento de cabeza que siguiera adelante.
--¿Seguro?
El invitado asintió sonriendo.
--Continúa, por favor…
Inti se giró de nuevo hacia Esther y avanzó hacia ella, inclinándose hasta su oído.
--¿Aún quieres ser azotada, perra?
Sería azotada quisiera o no, eso no se lo planteaba nadie en aquella habitación. Pero Inti ansiaba saber lo que ella sentía respecto a eso.
Esther tardó unos segundos en contestar.
--Sí, Amo… lo deseo.
--Bien…--masculló Inti—pues prepárate. Voy a darte fuerte.
--Oh, Amo…
Comenzó a llorar a lágrima viva antes de ser tocada. Se sentía muy sola de pronto, distante de todo, ya sin aquellos cuerpos cálidos que la habían protegido. Se sentía como un árbol desnudo en invierno a merced de las inclemencias del tiempo: el viento, la lluvia, la nieve, los rayos y los truenos. Se sentía frágil, temerosa, excitada y loca por Inti.
Inti se alejó de nuevo unos pasos, estirando la correa al lado de su brazo y a continuación midiendo la distancia con la cadera de Esther, para asegurarse de dónde impactaría. Sin embargo, en el último momento decidió comenzar a calentarla con la mano. El culo de la perra daba pena, sí… pero continuaba resultándole terriblemente tentador.
La sujetó presionando entre sus omóplatos, inclinado sobre ella, y le dio la primera salva de azotes en el culo con la mano abierta, sin descanso. El sonido de los seguidos impactos fue sobrecogedor; Inti le propinó los diez primeros azotes sin darle tregua, firmes y rápidos. La perra se retorció y gritó sin poderse contener: su culo recordaba a la perfección el tormento de la noche anterior como para ahora sentir aquellos golpes sin inmutarse.
La fuerza aún contenida de los azotes a pesar de la energía con la que habían sido propinados sin descanso, le llevaron a Esther a pensar que Inti estaba muy excitado. Gimió y tembló, separando más las piernas para ofrecerse a él y consolidar sus puntos de apoyo.
--Oh, a la perra le gusta…--sonrió Inti de medio lado, descansando el brazo por fin. La mano le ardía y le dolía horriblemente—creo que ha llegado el momento de pasar a otra cosa, estoy seguro de que la disfrutarás más aún…
Casi inmediatamente, Esther escuchó el silbido del cuero rompiendo el aire.
--Cuenta, zorra, y dame las gracias por velar por tu educación—dijo Inti con un deje de ironía—cada vez que no lo hagas volveré a empezar…
--Uno…--sollozó la perra de inmediato—gracias, Amo…
Los zurriagazos y agradecimientos se repitieron hasta un total de veintiuna veces. ” El último era de propina, para que no te olvides de lo mucho que te gusta y de lo zorra que eres”, había recalcado Inti justo antes de dejarse caer contra la pared, extenuado. Se apoyó contra el muro y se dejó resbalar hasta el suelo, arrojando la correa con fuerza a un palmo de sus pies.
La perra lloraba a lágrima viva, estremeciéndose, reclinada como un peso muerto sobre el respaldo del sofá.
Silver se levantó despacio, pasó junto a Inti dándole un suave apretón en el hombro y caminó hacia ella.
--Pobrecita…--murmuró, acariciándole la coronilla como si Esther fuera un perrito asustado—cálmate…
La besó en el cuello y la apretó contra sí, con cuidado de no hacerla daño.
Las caderas, la cintura y la mitad inferior de la espalda de Esther se veían cruzadas por marcas alargadas en zig-zag de color rojo rabioso, sobre elevadas en la blanca piel. No había que ser un genio para deducir cómo aquello tenía que arder y picar…
Silver repasó con los dedos una señal especialmente marcada que parecía haberse hinchado más que las otras, correspondiendo a un golpe propinado con especial saña. Insalivó las puntas de sus dedos y trató de aliviar el escozor acariciándola de nuevo allí, con leves toques húmedos como besos.
Esther no podía dejar de llorar. Junto las piernas por reflejo al sentir la proximidad de Silver, el contacto de su piel y el olor de su pelo y su ropa. No era que rechazara al desconocido; no podía negar que físicamente le atraía y le gustaba, pero se sentía completamente despistada con él. Le parecía impredecible, y no le conocía en absoluto como para saber por dónde iba a salir. No estaba segura de si Silver la acariciaba por auténtica compasión o simplemente por puro morbo y depravación. Sin poder evitarlo, tembló de nuevo bajo el contacto de su mano.
--No te asustes, ¿vale?… --musitó Silver—ven, gírate…
La ayudó a erguirse desde el improvisado reclinatorio, levantando la vista para pedirle a Inti permiso tácitamente con los ojos. Ante el asentimiento de su amigo, rodeó a Esther los hombros con los brazos y la condujo despacio hasta la mesa donde habían cenado.
--Échate…
Posicionó a la chica tumbada boca arriba, pasando un brazo por debajo de su espalda y empujándola suavemente sobre el tablero de la mesa. Una vez estimó que ella estaba segura y bien colocada, se separó de su lado unos segundos para ir a por uno de los cojines pequeños del sofá. Volvió junto a ella y colocó el cojín bajo su nuca, protegiendo su cuello.
--Respira hondo, Esther—le dijo, colocándole una mano en el centro de su pecho, sin apenas hacer presión.
La chica cerró los ojos y obedeció.
--Vamos, siénteme…
Silver movió su mano hacia uno de los pechos de Esther y lo aferró, sacándolo completamente de la copa del sujetador que parcialmente lo ocultaba. Sonrió satisfecho al comprobar cómo los aros del sujetador realzaban la voluptuosa forma, blanca como la nata y coronada por un pezón rosado que se erguía con insolencia.
Volvió a humedecerse los dedos en la boca y acarició el pezón de Esther, que al momento se puso duro como guijarro.
—Mmmm…
Silver Frotó con más fuerza, pellizcó la suave turgencia entre sus dedos, lanzó el dedo índice como si tirara una canica para golpearlo. Rio en voz baja al ver cómo la perra respondía a sus caricias, enervándose, arqueando el espinazo, mordiéndose los labios. Se lamió la palma de la mano y palmeó sin demasiada fuerza el pezón, frotándolo a continuación tan rápido como si quisiera que echara chispas.
--Ohhh…
Esther culeó sobre la mesa y abrió las piernas. Silver sintió el olor de su sexo como un puñetazo contra su nariz.
--Me gustan tus tetas…
Emitió algo parecido a un gruñido justo después de decir esto y se lanzó con la boca hacia el pecho desnudo de Esther, como un cavernícola. Ésta chilló cuando sintió los dientes de Silver clavándose en su piel, sus labios succionando fuerte, y aquella bolita dura y mojada golpeándola y presionando allí por donde su lengua pasaba.
Oh dios, quería más, quería sentirle más…
Mientras lamía y mordía el pezón izquierdo de Esther, Silver trasteaba con la mano tratando de sacar el derecho fuera de la copa de sujetador, para que hiciera juego con el otro. Una vez lo logró, comenzó a pellizcarlo y retorcerlo entre sus dedos como había hecho con su homólogo.
Esther jadeaba como una auténtica perra, de nuevo con el coño chorreando. No podía quitarse de la cabeza la voz de Inti al azotarla, ordenándole con frialdad que llevara la cuenta y que diera las gracias. Las huellas que había dejado la correa en su cuerpo aún le dolían y le palpitaban, ardientes… Deseaba a Silver, pero también deseaba a Inti otra vez. Y a Alex. Y a Jen. Los quería a todos; quería quemarse en el fuego de todos. No había muerte más hermosa.
De pronto, Silver se quitó la camiseta y se arrodilló sobre la mesa, montándose a horcajadas sobre la cintura de ella, sin tocarla.
--No te asustes…--dijo, alargando la mano para acariciarle la cara—disfruta.
Se inclinó para lamerle el cuello y la mejilla, curvándose sobre el cuerpo de Esther como una serpiente constrictora. Volvió a erguirse y sin mediar palabra le asestó una fuerte palmada en la teta izquierda, turgente por encima del aro del sujetador.
La perra se encogió e hizo un amago de querer protegerse. Silver le sujetó suavemente las muñecas.
--No quiero que hagas eso—le dijo, sin reprenderla--¿quieres que te ate?
Esther resolló y negó con la cabeza.
--No se moleste, Señor… no es necesario…--boqueó.
--Bien…
Volvió a azotarla, con más fuerza, sobre el mismo pecho. Inmediatamente, palmeó el otro con intensidad similar.
Oh. A Esther nunca le habían calentado las tetas. Los primeros azotes le dolieron, pero a partir del cuarto comenzó a sentir un violento calor bajo su piel que camuflaba la sensación dolorosa. Sólo sentía la contundencia de la palma de la mano de Silver al chocar contra ella; además, al no sentir apenas dolor podía centrarse en escuchar el ruido de la mano al impactar, el sonido y ritmo de la respiración de él. Podía sentir claramente su propia excitación pareja a la de Silver. Tenía miedo de que él la diera más fuerte, de que la hiciera daño o la rompiera la piel… pero quiso arriesgarse a confiar.
25-Malas fechas
--Vamos perra, levanta.
No eran ni las siete de la mañana cuando el demonio rubio encendió la luz del dormitorio e increpó a Esther. Se acercó a la cama y zarandeó el bulto bajo las mantas terminando por tirar de ellas para descubrir la desnudez de la muchacha.
--Ponte a cuatro patas con la cara en el colchón, quiero pegar un polvo antes de ir a trabajar.
El despertar de la pobre chica no había podido ser más brusco; torpemente, tanteando aún deslumbrada, se movió sobre la cama para cumplir la orden del Amo a quien correspondía tenerla ese día, cuya voz aún reverberaba en sus oídos.
--Sí, Amo.
--Así me gusta...
Èl ya se había arrodillado detrás de ella, duro como roca. Probablemente ya estaba excitado antes de entrar al dormitorio por alguna razón, tal vez una de esas engorrosas erecciones matinales que cursan con dolor de huevos.
--Voy muy cachondo, perra...
"no hace falta que lo jure, Amo" pensó ella, y se le escapó una media sonrisa amodorrada que gracias a la posición pasó inadvertida ante los ojos de él.
--L-le noto caliente, Amo...--se atrevió a decir en un hilo de voz pastosa, buscándole con las caderas sin ánimo de provocarle. Levantó el culo como la perrita que era incluso recién despierta y le ofreció a su Amo su sexo ya húmedo. No sabía si Inti tendría ganas de coño o de culo, con él cualquier cosa podía ser... en aquella posición podía entrar en su cuerpo por una u otra vía, de todas formas.
--Tú ya estás mojada como cerda...
Ganas de coño. Confirmado. Esther se movió con cierta brusquedad debajo de Inti, refregando involuntariamente el trasero contra sus caderas y estómago. No sabía qué tenía su voz, pero cada palabra suya prendía llamaradas en su cuerpo, y cuanto más afilado era el tono y más burdas las palabras mayor era la excitación.
--Sí, Amo. Por favor... jódame...
Intuyó que su Amo estaba demasiado cachondo para decir que no... y en esto la perra no se equivocaba.
--Perra, como te corras te zurro.
¡Bum! entró en ella de golpe tras la advertencia, agarrandola con fuerza por las caderas con ambas manos para atraerla hacia sí.
--Nnng!... --Esther apretó los dientes y se tragó un gemido por la brusca acometida--S-sí... Amo...
Esa amenaza no ayudaría mucho, lamentablemente. Esther no podía controlar el hecho de que la promesa de azotarla si se corría la pusiera aún más cachonda, especialmente si venía de Inti. Cualquier cosa que él le hiciera, lanzarle una mirada, dedicarle una palabra, poseerla, azotarla... cualquier cosa que saliera de él sería bienvenida por ella dejando a parte juicios convencionales de valor. En aquel momento, a cuatro patas sobre la cama donde hasta hacía un segundo había estado durmiendo, le parecía que tener dentro a Inti era lo más parecido a estar en el paraíso.
Inti gruñó y movió las caderas más rápido, notando cómo la perra se mojaba más y más, empapándole a él y llenándole de su olor.
--Estás chorreando, cerda.
Soltó la mano derecha de su cadera para estirar el brazo y agarrarla del pelo, presionando la cabeza de Esther contra el colchón. Ella sofocó un gritito contra la mullida superficie y culeó hacia Inti por instinto. Mierda, estaba peligrosamente cerca de correrse sólo con sentirle dentro, sólo con olerle, escucharle, con esa mano cerrándose sobre su cabeza...
--Mmmh, Aamo...
--Sabes que tengo que ir a trabajar, pero te juro que si te corres te zurro nada más llegar cuando vuelva a casa...--la embistió más fuerte para enfatizar las palabras que se le entrecortaban.
--Amo...
Él sabía el efecto que sus palabras producían, no era tonto. Conocía la pequeña bestia primaria que vivía dentro de Esther, la que se regocijaba con el castigo, la que disfrutaba con la humillación.
--Me esperarás aquí a las tres... desnuda de cintura para bajo y en posición, con el cinturón preparado encima de tu cuerpo...
La estaba dando cada vez más fuerte, en el último tercio de su discurso la voz se le iba.
--Amo, Amo, n-no puedo aguantar, lo siento...
--Ja,ja...--rió el demonio, triunfal--siéntelo por ti, perrita, yo no sufriré las consecuencias.
Con satisfacción comprobó como la última barrera de contención caía y la perra empezaba a correrse entre jadeos y gemidos. Sólo entonces se soltó él, dejándose ir con igual animalismo, mordiendole la espalda para sofocar un grito.
Una vez terminó de cabalgar el furioso climax, se mantuvo unos segundos aún dentro de su cuerpo, mientras los latidos de su corazón se serenaban contra la espalda de ella.
--Buen coño, perrita...--musitó contra su cuello. A decir verdad había estado a punto de babear encima de ella, y de buena gana continuaría con la sesión de sexo salvaje si no es porque tenía que ir a trabajar. Una mirada furtiva a los números en verde del despertador en la mesilla le confirmó que iba con el tiempo más que justo--Tengo que irme, joder.
Puso una mano en la grupa de la perra, deslizó la otra mano a la base de su polla para sujetar la goma del condón y simplemente salió de ella, provocándole un gemido instintivo de protesta. Se sonrió por el dulce quejido y prácticamente saltó de la cama al suelo para subirse los pantalones. Ah, era una mierda tener que salir corriendo pero qué podía hacer...
--¿Te has puesto la chapa?--dio una zancada y estiró el cuello para contemplar a la perra en perspectiva. Por acuerdo era ella la que, respetando el orden establecido, cada día prendía la chapa del color correspondiente en el collar que sólo se quitaba para salir de casa: el viejo collar de cuero curtido que perteneció a Jax.
--S-sí, Amo...--asintió la perra, aún clavada sobre sus cuatro patas en el colchón. Antes de dormir siempre cambiaba la chapa respetando rigurosamente el orden conformado por los Amos: hoy tocaba "rojo"(Inti), mañana "blanco"(Alex), pasado "azul"(Jen), y así sucesivamente sin variar la rotación a menos que ellos así lo especificasen.
No sabía muy bien por qué era ella la responsable de hacer aquello, por qué los Amos habían declinado tal cometido en ella. En un primer momento le pareció raro que colocar la chapa fuera tarea suya y no de ellos: era un distintivo de pertenencia después de todo, cada color asociado a su respectivo dueño, y desde luego eran ellos quienes elegían el orden o lo variaban en consenso. Jen le había explicado por encima que el hecho de que lo hiciera ella era un símbolo de su capacidad de decidir, aparte de la diligencia que exigía no equivocarse nunca con los colores. Con decidir no se refería a elegir el color, evidentemente, sino a la decisión *diaria* que significaba ponerse la chapa o no.
Esther no quería imaginar lo grave que podría ser errar con una chapa, equivocarse de Amo y de día, por eso a parte de tener el orden a fuego grabado en la cabeza lo apuntaba rigurosamente en un calendario confeccionado por ella misma, al que también procuraba transcribir cualquier modificación que los Amos le dijeran.
--Muy bien.--Inti ya se había subido los pantalones y caminaba hacia la puerta--deja de vaguear y ponte a hacer el desayuno para Jen y para Alex.
A él ya no le daría tiempo más que a tomar un café rápido, tenía que salir escopetado, a decir verdad tenía que haber salido escopetado hacía quince minutos pero ah... usar a la perra había imperado sobre todo lo demás, inclusive obligaciones. Sin decir más salió de la habitación dejando sola a Esther tras la puerta entreabierta.
--Sí, Amo...--murmuró ella al silencio del dormitorio. Aún le temblaban las piernas por el orgasmo que acababa de tener, y también notó temblar su sexo por dentro, aún con la huella del Amo marcada en tres dimensiones cuando se movió para levantarse.
Escuchó movimiento y vió luz filtrarse bajo la puerta de la habitación de Jen en su camino hacia la cocina.
No muy consciente aún de lo que hacía -no del todo "despierta" y aún en shock por el meneo que Inti acababa de darle- Esther empezó a rebuscar en los armarios y en la nevera con la idea de preparar algo decente. Café... sí, café, ¿dónde estaba...?
Comprobó que había un poco que sobró de la tarde anterior; en lugar de tirarlo lo guardó aparte en una jarrita de cerámica y se dispuso a lavar la cafetera, secarla y prepararla de nuevo para ponerla al fuego.
--Huele bien...
Era Alex quien había hablado desde la puerta de la cocina, gruñendo y mostrando una leve sonrisa de recién levantado, sólo vistiendo un pantalón de pijama. Sin darle tiempo a Esther para que reaccionara se colocó a su lado en un par de pasos y le rodeó la cintura para envolverla en un abrazo con olor a cama, al tiempo que se inclinaba sobre ella aún con cierta torpeza buscándole la boca. Le dio un muerdo con sabor a dentífrico y un lengüetazo en los labios a modo de hambriento saludo.
--Buenos días.
--Buenos días, Amo...--ella empezaba a acostumbrarse a la impulsividad de Alex pero aún así se había quedado rígida en sus brazos y ahora sonreía como una idiota.
--Café--gruñó el interpelado, la soltó y se derrumbó en la silla que ocupaba habitualmente frente a la mesa.
--¿Café?...
El agua de la cafetera empezó a hervir y Esther consiguió reaccionar para apagar el fuego, no bien Jen hubo entrado también a la cocina.
--Buenos días, Amo Jen...--cerró la llave del gas y se volvió hacia él. A diferencia de Alex, Jen acababa de ducharse y estaba completamente vestido: vaqueros claros, camiseta azul de manga larga... estaba claro que ese color le gustaba.
--Buenos días, nena. ¿Descansaste bien?
Ella sonrió y se aproximó al más cariñoso y tranquilo de sus Amos para saludarle como hace no mucho él le había indicado que le gustaba: con un beso suave en la comisura de la boca. Sólo que Jen rara vez permitía que la cosa se quedara sólo en eso.
--Mmm...
Esther sintió la sonrisa de Jen curvarse contra sus labios cuando éste la atrajo hacia sí, con dulzura pero con firmeza, impidiendo que retrocediera.
--Escucha...--le dijo tras haberla besado a gusto, acercandose aún más a ella para hablar en voz baja frente contra frente, protegidos ambos por la cortina de su pelo--quiero hablar contigo, Esther. Ahora no, esta tarde. ¿Está bien?
Ella le miró algo asustada.
--¿He hecho algo mal, Amo...?--la verdad es que ese "quiero hablar contigo" le había subido el corazón a la boca.
--No, no, cariño--se apresuró a apaciguarla él, sonriendo y dando un paso atrás--no tiene nada que ver contigo, sólo es algo que deberías saber...
Jen no dijo mucho más, aunque tampoco parecía turbado por que Alex estuviera cerca. De hecho, éste le había oído y probablemente sabía a qué se estaba refiriendo su amigo porque comentó algo.
--No tiene que ver contigo, Esther--ratificó--sólo es eso: algo que deberías saber.
Esther miró a uno y a otro sin comprender muy bien.
--Es...--Jen vaciló e hizo una especie de mueca de contención apuntando hacia el pasillo con la barbilla, donde se oían los frenéticos pasos de Inti yendo y viniendo mientras éste terminaba de vestirse.
¿Oh? ¿Algo sobre Inti...? Esther se quedó aún más descolocada, no tenía ni idea de qué podía ser.
--Tiene que ver con Inti--Alex asintió y alargó la mano para coger el azucarero.
--Pero mejor lo hablamos esta tarde, ¿sí? yo también voy con el tiempo justo... y quisiera poder hablar tranquilamente--Jen sonrió y se giró hacia la encimera de la cocina para servirse él mismo una taza de café tamaño XXL.
--Claro, Amo. Amos.--se corrigió inmediatamente--Amo Jen, Amo Alex--volvió a rectificar recordando cómo Inti la había aleccionado para que no generalizase. Aunque el rubio no estuviera en la cocina ahora, la chapa roja que llevaba Esther colgada al cuello le hacía presente de igual modo, no podía ser de otra manera.
--No tengas miedo, no es nada grave...--la cosa era importante en opinión de Jen, pero no tanto como para que Esther pasara ansiedad hasta la tarde, a su entender--sólo nos quedaremos más tranquilos si tú lo sabes. Ponle un café a Alex, ¿sí?
Jen dijo esto último en tono amable pero claramente instando a Esther a moverse y no sólo para quitarle hierro al asunto. Ella reaccionó con prontitud.
--¡Oh! ¡perdón! Amo Alex...lo siento, qué torpe...--murmuró mientras cogía una taza y la llenaba precipitadamente con el manjar de dioses humeante. Al segundo siguiente colocaba un café preparado como a Alex le gustaba (50% café, 50% de leche caliente) en la mesa ante su Amo.
--Gracias... nada que perdonar--murmuró éste, sin terminar de acostumbrarse a la "servidumbre" doméstica tan fuertemente asumida por Esther. Quién lo iba a decir, con lo troglodita que había sido siempre él, como aquella vez cuando le dijo a bocajarro "perra, dame comida".
Inti salió como un rayo de la casa tras tomar un sorbo de café, sin dedicarle ni una mirada de despedida a Esther. No era que a ella no le dolieran este tipo de cosas, y desde luego no le sería fácil acostumbrarse si es que lo lograba alguna vez, pero sí había comenzado a pensar que la "no expresión" de Inti tal vez formara parte de su "expresión". Esto quiere decir, a grandes rasgos, que se daba cuenta de que tal vez -sólo tal vez- la ausencia de palabras o incluso de presencia desde Inti no significaba necesariamente que ella no significara nada para él. A veces ella se sentía así, como "nada", tratada como "nada", o en el mejor de los casos como cosa... bueno, quizá Esther estaba empezando a darse cuenta de que, a pesar de lo que Inti hiciera o dijera, ella NO era una cosa.
Esto funciona parecido a lo que ocurre con los niños. Si a un niño le dicen "eres nada", o "eres cosa", o le tratan como tal, el niño lo cree sin cuestionarlo y responde en consecuencia. Si el niño se acostumbra a eso y no recibe otra cosa de sus figuras de referencia, seguirá creyendo eso que le dijeron cuando crezca, sin pensar, dando una respuesta automatizada sin llegar a ser del todo consciente. Porque, en esencia, el adulto es ese niño, el mismo niño que mal que bien ha sobrevivido a lo largo de los años. Esther no era ya una niña; tal vez de niña había "aprendido" cosas que no eran correctas y hacían daño sin que ella lo supiera, y tal vez le había llegado el momento -o al menos la oportunidad- de desaprenderlas ahora. Creer en ella misma, en lo que ella pensaba de sí misma, antes que en ninguna otra cosa que alguien pudiera decir o mostrar era un reto harto duro para ella. Se sentía a veces como en aquella condenada atracción llamada "El Barco Fantasma", caminando en la oscuridad sobre tablones que se movían y tornos que giraban... pero poco a poco, aunque sólo fuera porque no le quedaba otra opción, iba tomando el control.
Ceder el control (a los Amos), tomar el control (sobre sí misma) antes incluso que eso. Se trataba de algo así.
Llevaba tiempo viviendo junto a Inti, Jen y Alex. Empezaba a conocerles un poco ya. Empezaba a acariciar la idea de que, hiciera Inti lo que hiciera, para él ella NO era una porción de "nada". Aunque él no la mirase, aunque le salieran esos latiguillos de desprecio que en secreto la encendían por alguna razón.
Inti había dormido con ella. Ella le había sentido a su lado piel con piel, él la había abrazado. No había nadie mirando, no había testigos, sólo lo sabían Inti y Esther... uno no se abraza a la nada. Abrazarse a la nada es imposible.
De la misma manera que uno no va a la habitación de una "nada" a follársela antes de ir a trabajar, uno no busca una "nada", uno no se goza una "cosa" que odia o le da asco.
De modo que Esther empezaba sin darse cuenta a descargarse un poco, a sonreír un poco más, a no tomarse tan en serio las patadas verbales de Inti y a valorar que, en realidad, éste a su manera le daba una de cal y otra de arena. No era que no lo notara, no era que no le doliera, ¡también empezaba a quererle a él, de una manera retorcida, secreta y especial! lo notaba todo, le dolía... pero ya no creía sus palabras a pies juntillas.
Inti le estaba enseñando a ganar seguridad en sí misma sin proponérselo. A decir verdad, entre los tres chicos estaban guiando a Esther hacia su propia seguridad y autonomía, aunque Jen lo hacía con amabilidad y afecto, desde el conocimiento por así decirlo, explicándole cosas despacio y alentándola, y Alex a través de sus actos. Inti jugaba fuerte a la manera inversa: "la vas a cagar", le decía, y ahora ella se estaba planteando la respuesta alternativa "no" en su pensamiento. Toda su vida ella había funcionado de esta forma: "la vas a cagar", y ella de cabeza al agujero sin freno, dandole la razón a lo que otras personas decían desde el exterior. Toda la vida creyendo que las palabras de otro tenían más poder que su propia voz, sin cuestionarlas, creyendo en suma que otro sabía más sobre ella que ella misma, como si esa otra persona pudiera mirar en el fondo de su alma. Por eso le fastidiaba tanto que otras personas (su familia, sus amigos) la juzgasen: en el fondo temía que ellos la considerasen una mierda, y que tuvieran razón.
Inti la llevaba hasta el extremo, y una vez allí le daba al menos la oportunidad de responder en su fuero interno un "no" ("no soy cosa", "no soy un pedazo de nada") , y eso, ese "no", obligaba a Esther a elegir una respuesta alternativa a la caída en el agujero. "Eres una nulidad, no sabes hacerlo, me das asco" cosas de ese tipo le decía el rubio en aquellos encuentros que llamaba "sesiones". Ante eso, Esther estaba empezando a reaccionar desde dentro, y aunque resulte paradójico -pues la intensidad de su entrega no sentía que variase- la reacción consistía en NO CREERLO. Simplemente. De cara a su Amo más rudo esto no era rebelarse contra él, sino todo lo contrario, pues ella aceptaba que él dijera lo que le viniera en gana y desde luego no se lo iba a discutir. Creerlo o no, desde ella hacia sí misma en su fuero interno, era otra cosa. Ahí decidía ella y sólo ella.
Hay una palabra para esto, bueno, más de una, pero podemos decir que por primera vez Esther empezaba a ser "fuerte". Fuerte no significaba "aguantar" en este caso ni oponer una resistencia ciega, sino simplemente creer un poco más en sí misma. Verse, como el resplandor del otro día en el espejo del baño; darse la oportunidad de valorar, no dejarse arrastrar. Aún no lo sabía, pero cuanto más consciente fuera de sí misma más difícil sería que la vida (o lo que dijera una persona, o dos, o más) pudiera tumbarla.
Inti podía decir lo que quisiera, podía llamarla como quisiera y eso a ella podía dolerle o no, pero ella sabía muy bien quién era Esther. O bueno, quizá no "muy bien", pero ahora lo sabía mejor que cuando llegó a aquella casa.
Los otros dos Amos sí se despidieron de ella antes de marchar a trabajar. La mañana transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque es cierto que Esther se había quedado un poco tensa después de lo que Alex y Jen le habían dicho. ¿Qué ocurría con Inti?¿Había algún problema? A pesar de que ambos le habían insistido en que no tenía nada que ver con ella, Esther no podía evitar pensar que quizá había hecho algo mal. Tal vez algún detalle lógico de comprender, algún olvido, la típica falta sin querer...
Jen regresó a las dos, una hora antes de lo acostumbrado, justo cuando ella estaba empezando a preparar la comida vestida sólo con un delantal. Tras saludarla con un beso y lanzar una rápida mirada al reloj de pared, le dio instrucciones para que apagara el fuego y le siguiera por el pasillo. Al principio Esther pensó que se dirigían a la habitación de Jen, como podía pensarse que era lo más lógico, pero comprobó con sorpresa que su Amo pasaba de largo y abría la puerta del dormitorio que Inti compartía con Alex. Vaya... salvo aquella vez que Esther había dormido con Inti en la oscuridad, nunca antes había entrado allí. Ni siquiera para hacer la cama o limpiar, ya que para eso los chicos -en esto coincidían los tres- eran celosos de su espacio y de sus cosas.
Jen entró en la habitación, levantó un poco la persiana y le hizo una señal a Esther para que le siguiera, pues ella se había quedado parada en la puerta como clavada en el suelo. A la chica le costó despegar los pies y se obligó a levantar la vista para mirar a la cara a su Amo, dándose cuenta de que Jen parecía de pronto extrañamente... ¿triste?
Se mordió el labio por instinto, inquieta; trago saliva y tomó asiento en una esquina de la cama de Alex tal como Jen le indicó. El se sentó en la misma cama frente a ella, salvaguardando una aséptica distancia entre ambos.
--Verás, Esther...--tenía tiempo para hablar antes de que llegara Inti, pero tampoco le sobraba como para explayarse a placer. Se tomó un momento para escoger las palabras en su mente y extendió la mano para coger algo que había en la mesilla de noche entre las dos camas, cerca de donde dormía el rubio, al lado de un frasquito de vidrio lleno de arena.--Se acercan malas fechas para Inti.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado en un gesto inconsciente de atención. ¿Malas fechas? no tenía ni idea de a qué podía referirse Jen.
--Inti tenía un hermano--continuó Jen, hablando despacio--tú no lo sabías, ¿verdad?
Esther negó con la cabeza.
--No, Amo.
Desde luego, no había forma de que ella pudiera tener la menor idea.
Jen desvió la mirada un momento al objeto que tenía entre las manos y se lo pasó a Esther. Se trataba de un pequeño porta retratos donde se veía una foto curiosa: en ella, Inti le rodeaba los hombros con un brazo a un muchacho visiblemente más bajito que él, de constitución estrecha, piel pálida y cabello oscuro hasta los hombros. El chico mostraba una sonrisa pícara que se proyectaba a sus ojos entornados, e Inti... Esther no había visto nunca a Inti sonreír así, como en aquella fotografía.
--Es éste--le explicó Jen.--Se llamaba Kido.
"Inti tenía un hermano". "Se llamaba". Esther contempló al chico que estaba junto a Inti en la foto; no le conocía de nada y ni siquiera se parecía a Inti, pero lo que pudo deducir de las palabras de Jen le hizo sentir una pena inexplicable.
--No sabía nada...--fue lo único que se le ocurrió decir en un hilo de voz, olvidando incluso añadir la palabra "Amo" al final de la frase.
--Kido murió hace diez años, cuando tenía casi dieciocho. Inti no se da cuenta, pero... cuando se acerca el aniversario--Jen tragó saliva, se le veía ciertamente incómodo y apenado explicando aquello como podía--cuando se acerca el aniversario de la muerte de su hermano se pone... más irritable de lo habitual. Te digo esto... para que estés prevenida, y para que si te dice algo fuera de lugar no te lo tomes muy en serio.
Jen suspiró. Esther seguía sujetando el portaretratos entre los dedos, sin poder despegar los ojos de la fotografía, de la cara de ese chico y de la sonrisa de Inti.
--Entiendo...--murmuró.
--Dentro de un par de semanas se cumplirán once años desde el día en que murió--continuó Jen--Inti... bueno. Ese día se encierra en su habitación y no sale salvo para...--tomó aire y levantó los ojos castaños hacia Esther--para ir a visitar su tumba. Cuando vuelve... no llega demasiado bien. No sé si entiendes lo que digo.
--Creo que sí, Amo--musitó Esther--...¿te refieres a que... bebe, Amo...?¿o algo así?
Jen sonrió un poco.
--A veces. En los años que llevo viviendo con él he visto varias reacciones. Suele... bueno. Le da por destruir, por romper cosas; otras veces simplemente pasa unos días encerrado sin salir de su habitación salvo para ir a trabajar. Él no es fácil de tratar normalmente, pero en esos días la cosa se pone bastante peor.
--Lo lamento mucho...
Jen le puso a Esther una mano sobre el hombro.
--Sólo quería que lo supieras. Alex y yo lo sabemos y eso nos facilita las cosas. Tal vez es mejor que durante estos días no te acerques mucho a Inti, Esther. Nosotros... estaremos alerta, aunque no creo que él vaya a pagar su dolor contigo.
"Sería un honor si lo paga" pensó Esther como un relámpago, no pudo evitarlo. A ella misma le costó digerir el pensamiento que había surgido como una idea de lo más natural. Ella quería a Inti... deseaba quererle más que nunca y apoyarle en una situación así, aunque ese apoyo fuera que él "pagase" su sufrimiento con ella. Porque de otro modo, Esther comprendía que Inti no aceptaría otro tipo de apoyo más "normal". Le conocía un poco, se hacía a la idea de cómo Inti podía reaccionar a algo que le provocaba aún tanto dolor, aunque nunca hubiera sido testigo.
--¿Tú le conocías, Amo?--preguntó sin pensar.
--¿A Kido? No.--Jen sonrió con un deje de tristeza y negó con la cabeza--pero Inti me ha hablado tanto de él que siento como si fuera así. Silver sí le conocía--añadió, convencido de que Esther recordaría al melenas que se había presentado hacía no mucho con su cargamento de látigos y cuero trabajado a mano, ¡como para olvidarlo!
--Oh.
Se acordaba. Sin duda.
--Silver acompaña a Inti al cementerio y es quien le trae a casa. Al menos lo ha venido haciendo todos estos años. Él y otro amigo de la infancia llamado Marcos que vive en otra ciudad, no le conoces.
Esther asintió, tratando de asimilar lo más rápido posible toda aquella información.
--¿Hay algo que pueda hacer yo, Amo?--musitó, por primera vez despegando los ojos de la fotografía en sus manos--¿hay alguna manera en la que yo pueda ayudar...?
Jen le apretó el brazo y respiró hondo.
--Suena duro... pero... --miró a Esther con cariño y deslizó la mano hasta su cara para acariciarle la mejilla. Comprendía los buenos sentimientos de Esther y la intención de ella por ayudar a Inti le llegaba al corazón-- reitero, lo mejor que puedes hacer es no acercarte mucho a Inti en estos días, Esther.
--¿Cuánto falta para...?
--Dos semanas--respondió Jen--Kido murió el 31 de Octubre, faltan catorce días.
--En Halloween...
Él asintió.
--Exacto. Como te puedes imaginar no es una fiesta que Inti ame. Más bien se pone... se pone nervioso con las calabazas, los niños disfrazados y todas esas cosas. El primer año que compartimos piso se nos ocurrió decorar la casa un poco para Halloween--sonrió levemente y apartó la mirada--se puso como loco.
--No lo sabíais...
--No. No es fácil, y me daba miedo que no lo supieras tú. Podrías asustarte mucho si le ves... así.
--Gracias, Amo...--murmuró Esther. Por alguna razón se resistía a soltar la fotografía--Amo, puedo preguntarle... puedo preguntarte sobre...
--¿Sobre cómo murió?--la alentó Jen suavemente.
--Supongo que... sería una enfermedad.
En realidad podía ser por cualquier cosa, pero quién sabe por qué la mente de Esther se había ido por esos derroteros.
--No.
--¿un accidente?...--inquirió ella sin poderse contener.
Jen sopesó durante un momento qué decir.
--Más o menos.
Sabiendo que la respuesta era un tanto errática, Jen resolvió contarle a Esther qué era lo que se había llevado a Kido exactamente. Si uno resumía no era demasiado largo de contar, aunque él lo hizo despacio y cuidando las palabras para no impresionarla demasiado. Intentó ser lo más aséptico posible y no entrar en detalles pero aún así, cuando terminó de contárselo, ella se echó a llorar.
--Amo, es horrible...
--Nena...--Jen tomó con delicadeza la foto de entre las manos de ella y la dejó de nuevo en su sitio, junto a la cama de Inti en la mesilla de noche. Luego abrazó a la desconsolada Esther y la estrechó contra sí tratando de infundirle un poco de calma.
--Amo, lo siento tanto...
Ni siquiera había conocido al hermano de Inti y sentía que no tenía derecho a decir aquello, pero era cierto, lo sentía. Y de qué manera. No era justo...
--Shh... cielo... lo sé, lo sé...--Jen la acunaba en sus brazos, como siempre dejándola llorar.
--Sólo tenía diecisiete...
--lo sé, cariño.
Un ruido seco de llaves en la cerradura tensó el abrazo entre ellos. Jen se separó de Esther al momento siguiente y rápidamente le tomó la mano para ayudarla a levantarse; no sabía si había sido Inti o Alex el que acababa de llegar, pero por si acaso convenía salir de aquella habitación lo antes posible.
--Hemos probado de todo--murmuró antes de abrir la puerta, como para asegurarse de que Esther no iba a intentar hacer nada de su cosecha en este asunto--hemos probado a distraerle, a intentar hablar con él, a animarle, a sacarle de casa... nada de eso ha funcionado en estos años.
--Puedo entenderlo...
--No te acerques mucho a él, Esther. Al menos hasta que hayan pasado cierto tiempo. Sólo lo indispensable, y si pasa cualquier cosa, dínoslo a Alex o a mí. ¿De acuerdo?
Ella respiró profundamente analizando cada palabra.
--De acuerdo, Amo. Gracias.
--Por nada--Jen abrió la puerta de la habitación procurando no hacer ruido y se hizo a un lado para que Esther saliera al pasillo--ahora sigamos como siempre, ¿sí?
--Sí Amo--Esther se tragó las lágrimas y levantó la cabeza--gracias por decírmelo, Amo. De verdad.
No eran ni las siete de la mañana cuando el demonio rubio encendió la luz del dormitorio e increpó a Esther. Se acercó a la cama y zarandeó el bulto bajo las mantas terminando por tirar de ellas para descubrir la desnudez de la muchacha.
--Ponte a cuatro patas con la cara en el colchón, quiero pegar un polvo antes de ir a trabajar.
El despertar de la pobre chica no había podido ser más brusco; torpemente, tanteando aún deslumbrada, se movió sobre la cama para cumplir la orden del Amo a quien correspondía tenerla ese día, cuya voz aún reverberaba en sus oídos.
--Sí, Amo.
--Así me gusta...
Èl ya se había arrodillado detrás de ella, duro como roca. Probablemente ya estaba excitado antes de entrar al dormitorio por alguna razón, tal vez una de esas engorrosas erecciones matinales que cursan con dolor de huevos.
--Voy muy cachondo, perra...
"no hace falta que lo jure, Amo" pensó ella, y se le escapó una media sonrisa amodorrada que gracias a la posición pasó inadvertida ante los ojos de él.
--L-le noto caliente, Amo...--se atrevió a decir en un hilo de voz pastosa, buscándole con las caderas sin ánimo de provocarle. Levantó el culo como la perrita que era incluso recién despierta y le ofreció a su Amo su sexo ya húmedo. No sabía si Inti tendría ganas de coño o de culo, con él cualquier cosa podía ser... en aquella posición podía entrar en su cuerpo por una u otra vía, de todas formas.
--Tú ya estás mojada como cerda...
Ganas de coño. Confirmado. Esther se movió con cierta brusquedad debajo de Inti, refregando involuntariamente el trasero contra sus caderas y estómago. No sabía qué tenía su voz, pero cada palabra suya prendía llamaradas en su cuerpo, y cuanto más afilado era el tono y más burdas las palabras mayor era la excitación.
--Sí, Amo. Por favor... jódame...
Intuyó que su Amo estaba demasiado cachondo para decir que no... y en esto la perra no se equivocaba.
--Perra, como te corras te zurro.
¡Bum! entró en ella de golpe tras la advertencia, agarrandola con fuerza por las caderas con ambas manos para atraerla hacia sí.
--Nnng!... --Esther apretó los dientes y se tragó un gemido por la brusca acometida--S-sí... Amo...
Esa amenaza no ayudaría mucho, lamentablemente. Esther no podía controlar el hecho de que la promesa de azotarla si se corría la pusiera aún más cachonda, especialmente si venía de Inti. Cualquier cosa que él le hiciera, lanzarle una mirada, dedicarle una palabra, poseerla, azotarla... cualquier cosa que saliera de él sería bienvenida por ella dejando a parte juicios convencionales de valor. En aquel momento, a cuatro patas sobre la cama donde hasta hacía un segundo había estado durmiendo, le parecía que tener dentro a Inti era lo más parecido a estar en el paraíso.
Inti gruñó y movió las caderas más rápido, notando cómo la perra se mojaba más y más, empapándole a él y llenándole de su olor.
--Estás chorreando, cerda.
Soltó la mano derecha de su cadera para estirar el brazo y agarrarla del pelo, presionando la cabeza de Esther contra el colchón. Ella sofocó un gritito contra la mullida superficie y culeó hacia Inti por instinto. Mierda, estaba peligrosamente cerca de correrse sólo con sentirle dentro, sólo con olerle, escucharle, con esa mano cerrándose sobre su cabeza...
--Mmmh, Aamo...
--Sabes que tengo que ir a trabajar, pero te juro que si te corres te zurro nada más llegar cuando vuelva a casa...--la embistió más fuerte para enfatizar las palabras que se le entrecortaban.
--Amo...
Él sabía el efecto que sus palabras producían, no era tonto. Conocía la pequeña bestia primaria que vivía dentro de Esther, la que se regocijaba con el castigo, la que disfrutaba con la humillación.
--Me esperarás aquí a las tres... desnuda de cintura para bajo y en posición, con el cinturón preparado encima de tu cuerpo...
La estaba dando cada vez más fuerte, en el último tercio de su discurso la voz se le iba.
--Amo, Amo, n-no puedo aguantar, lo siento...
--Ja,ja...--rió el demonio, triunfal--siéntelo por ti, perrita, yo no sufriré las consecuencias.
Con satisfacción comprobó como la última barrera de contención caía y la perra empezaba a correrse entre jadeos y gemidos. Sólo entonces se soltó él, dejándose ir con igual animalismo, mordiendole la espalda para sofocar un grito.
Una vez terminó de cabalgar el furioso climax, se mantuvo unos segundos aún dentro de su cuerpo, mientras los latidos de su corazón se serenaban contra la espalda de ella.
--Buen coño, perrita...--musitó contra su cuello. A decir verdad había estado a punto de babear encima de ella, y de buena gana continuaría con la sesión de sexo salvaje si no es porque tenía que ir a trabajar. Una mirada furtiva a los números en verde del despertador en la mesilla le confirmó que iba con el tiempo más que justo--Tengo que irme, joder.
Puso una mano en la grupa de la perra, deslizó la otra mano a la base de su polla para sujetar la goma del condón y simplemente salió de ella, provocándole un gemido instintivo de protesta. Se sonrió por el dulce quejido y prácticamente saltó de la cama al suelo para subirse los pantalones. Ah, era una mierda tener que salir corriendo pero qué podía hacer...
--¿Te has puesto la chapa?--dio una zancada y estiró el cuello para contemplar a la perra en perspectiva. Por acuerdo era ella la que, respetando el orden establecido, cada día prendía la chapa del color correspondiente en el collar que sólo se quitaba para salir de casa: el viejo collar de cuero curtido que perteneció a Jax.
--S-sí, Amo...--asintió la perra, aún clavada sobre sus cuatro patas en el colchón. Antes de dormir siempre cambiaba la chapa respetando rigurosamente el orden conformado por los Amos: hoy tocaba "rojo"(Inti), mañana "blanco"(Alex), pasado "azul"(Jen), y así sucesivamente sin variar la rotación a menos que ellos así lo especificasen.
No sabía muy bien por qué era ella la responsable de hacer aquello, por qué los Amos habían declinado tal cometido en ella. En un primer momento le pareció raro que colocar la chapa fuera tarea suya y no de ellos: era un distintivo de pertenencia después de todo, cada color asociado a su respectivo dueño, y desde luego eran ellos quienes elegían el orden o lo variaban en consenso. Jen le había explicado por encima que el hecho de que lo hiciera ella era un símbolo de su capacidad de decidir, aparte de la diligencia que exigía no equivocarse nunca con los colores. Con decidir no se refería a elegir el color, evidentemente, sino a la decisión *diaria* que significaba ponerse la chapa o no.
Esther no quería imaginar lo grave que podría ser errar con una chapa, equivocarse de Amo y de día, por eso a parte de tener el orden a fuego grabado en la cabeza lo apuntaba rigurosamente en un calendario confeccionado por ella misma, al que también procuraba transcribir cualquier modificación que los Amos le dijeran.
--Muy bien.--Inti ya se había subido los pantalones y caminaba hacia la puerta--deja de vaguear y ponte a hacer el desayuno para Jen y para Alex.
A él ya no le daría tiempo más que a tomar un café rápido, tenía que salir escopetado, a decir verdad tenía que haber salido escopetado hacía quince minutos pero ah... usar a la perra había imperado sobre todo lo demás, inclusive obligaciones. Sin decir más salió de la habitación dejando sola a Esther tras la puerta entreabierta.
--Sí, Amo...--murmuró ella al silencio del dormitorio. Aún le temblaban las piernas por el orgasmo que acababa de tener, y también notó temblar su sexo por dentro, aún con la huella del Amo marcada en tres dimensiones cuando se movió para levantarse.
Escuchó movimiento y vió luz filtrarse bajo la puerta de la habitación de Jen en su camino hacia la cocina.
No muy consciente aún de lo que hacía -no del todo "despierta" y aún en shock por el meneo que Inti acababa de darle- Esther empezó a rebuscar en los armarios y en la nevera con la idea de preparar algo decente. Café... sí, café, ¿dónde estaba...?
Comprobó que había un poco que sobró de la tarde anterior; en lugar de tirarlo lo guardó aparte en una jarrita de cerámica y se dispuso a lavar la cafetera, secarla y prepararla de nuevo para ponerla al fuego.
--Huele bien...
Era Alex quien había hablado desde la puerta de la cocina, gruñendo y mostrando una leve sonrisa de recién levantado, sólo vistiendo un pantalón de pijama. Sin darle tiempo a Esther para que reaccionara se colocó a su lado en un par de pasos y le rodeó la cintura para envolverla en un abrazo con olor a cama, al tiempo que se inclinaba sobre ella aún con cierta torpeza buscándole la boca. Le dio un muerdo con sabor a dentífrico y un lengüetazo en los labios a modo de hambriento saludo.
--Buenos días.
--Buenos días, Amo...--ella empezaba a acostumbrarse a la impulsividad de Alex pero aún así se había quedado rígida en sus brazos y ahora sonreía como una idiota.
--Café--gruñó el interpelado, la soltó y se derrumbó en la silla que ocupaba habitualmente frente a la mesa.
--¿Café?...
El agua de la cafetera empezó a hervir y Esther consiguió reaccionar para apagar el fuego, no bien Jen hubo entrado también a la cocina.
--Buenos días, Amo Jen...--cerró la llave del gas y se volvió hacia él. A diferencia de Alex, Jen acababa de ducharse y estaba completamente vestido: vaqueros claros, camiseta azul de manga larga... estaba claro que ese color le gustaba.
--Buenos días, nena. ¿Descansaste bien?
Ella sonrió y se aproximó al más cariñoso y tranquilo de sus Amos para saludarle como hace no mucho él le había indicado que le gustaba: con un beso suave en la comisura de la boca. Sólo que Jen rara vez permitía que la cosa se quedara sólo en eso.
--Mmm...
Esther sintió la sonrisa de Jen curvarse contra sus labios cuando éste la atrajo hacia sí, con dulzura pero con firmeza, impidiendo que retrocediera.
--Escucha...--le dijo tras haberla besado a gusto, acercandose aún más a ella para hablar en voz baja frente contra frente, protegidos ambos por la cortina de su pelo--quiero hablar contigo, Esther. Ahora no, esta tarde. ¿Está bien?
Ella le miró algo asustada.
--¿He hecho algo mal, Amo...?--la verdad es que ese "quiero hablar contigo" le había subido el corazón a la boca.
--No, no, cariño--se apresuró a apaciguarla él, sonriendo y dando un paso atrás--no tiene nada que ver contigo, sólo es algo que deberías saber...
Jen no dijo mucho más, aunque tampoco parecía turbado por que Alex estuviera cerca. De hecho, éste le había oído y probablemente sabía a qué se estaba refiriendo su amigo porque comentó algo.
--No tiene que ver contigo, Esther--ratificó--sólo es eso: algo que deberías saber.
Esther miró a uno y a otro sin comprender muy bien.
--Es...--Jen vaciló e hizo una especie de mueca de contención apuntando hacia el pasillo con la barbilla, donde se oían los frenéticos pasos de Inti yendo y viniendo mientras éste terminaba de vestirse.
¿Oh? ¿Algo sobre Inti...? Esther se quedó aún más descolocada, no tenía ni idea de qué podía ser.
--Tiene que ver con Inti--Alex asintió y alargó la mano para coger el azucarero.
--Pero mejor lo hablamos esta tarde, ¿sí? yo también voy con el tiempo justo... y quisiera poder hablar tranquilamente--Jen sonrió y se giró hacia la encimera de la cocina para servirse él mismo una taza de café tamaño XXL.
--Claro, Amo. Amos.--se corrigió inmediatamente--Amo Jen, Amo Alex--volvió a rectificar recordando cómo Inti la había aleccionado para que no generalizase. Aunque el rubio no estuviera en la cocina ahora, la chapa roja que llevaba Esther colgada al cuello le hacía presente de igual modo, no podía ser de otra manera.
--No tengas miedo, no es nada grave...--la cosa era importante en opinión de Jen, pero no tanto como para que Esther pasara ansiedad hasta la tarde, a su entender--sólo nos quedaremos más tranquilos si tú lo sabes. Ponle un café a Alex, ¿sí?
Jen dijo esto último en tono amable pero claramente instando a Esther a moverse y no sólo para quitarle hierro al asunto. Ella reaccionó con prontitud.
--¡Oh! ¡perdón! Amo Alex...lo siento, qué torpe...--murmuró mientras cogía una taza y la llenaba precipitadamente con el manjar de dioses humeante. Al segundo siguiente colocaba un café preparado como a Alex le gustaba (50% café, 50% de leche caliente) en la mesa ante su Amo.
--Gracias... nada que perdonar--murmuró éste, sin terminar de acostumbrarse a la "servidumbre" doméstica tan fuertemente asumida por Esther. Quién lo iba a decir, con lo troglodita que había sido siempre él, como aquella vez cuando le dijo a bocajarro "perra, dame comida".
Inti salió como un rayo de la casa tras tomar un sorbo de café, sin dedicarle ni una mirada de despedida a Esther. No era que a ella no le dolieran este tipo de cosas, y desde luego no le sería fácil acostumbrarse si es que lo lograba alguna vez, pero sí había comenzado a pensar que la "no expresión" de Inti tal vez formara parte de su "expresión". Esto quiere decir, a grandes rasgos, que se daba cuenta de que tal vez -sólo tal vez- la ausencia de palabras o incluso de presencia desde Inti no significaba necesariamente que ella no significara nada para él. A veces ella se sentía así, como "nada", tratada como "nada", o en el mejor de los casos como cosa... bueno, quizá Esther estaba empezando a darse cuenta de que, a pesar de lo que Inti hiciera o dijera, ella NO era una cosa.
Esto funciona parecido a lo que ocurre con los niños. Si a un niño le dicen "eres nada", o "eres cosa", o le tratan como tal, el niño lo cree sin cuestionarlo y responde en consecuencia. Si el niño se acostumbra a eso y no recibe otra cosa de sus figuras de referencia, seguirá creyendo eso que le dijeron cuando crezca, sin pensar, dando una respuesta automatizada sin llegar a ser del todo consciente. Porque, en esencia, el adulto es ese niño, el mismo niño que mal que bien ha sobrevivido a lo largo de los años. Esther no era ya una niña; tal vez de niña había "aprendido" cosas que no eran correctas y hacían daño sin que ella lo supiera, y tal vez le había llegado el momento -o al menos la oportunidad- de desaprenderlas ahora. Creer en ella misma, en lo que ella pensaba de sí misma, antes que en ninguna otra cosa que alguien pudiera decir o mostrar era un reto harto duro para ella. Se sentía a veces como en aquella condenada atracción llamada "El Barco Fantasma", caminando en la oscuridad sobre tablones que se movían y tornos que giraban... pero poco a poco, aunque sólo fuera porque no le quedaba otra opción, iba tomando el control.
Ceder el control (a los Amos), tomar el control (sobre sí misma) antes incluso que eso. Se trataba de algo así.
Llevaba tiempo viviendo junto a Inti, Jen y Alex. Empezaba a conocerles un poco ya. Empezaba a acariciar la idea de que, hiciera Inti lo que hiciera, para él ella NO era una porción de "nada". Aunque él no la mirase, aunque le salieran esos latiguillos de desprecio que en secreto la encendían por alguna razón.
Inti había dormido con ella. Ella le había sentido a su lado piel con piel, él la había abrazado. No había nadie mirando, no había testigos, sólo lo sabían Inti y Esther... uno no se abraza a la nada. Abrazarse a la nada es imposible.
De la misma manera que uno no va a la habitación de una "nada" a follársela antes de ir a trabajar, uno no busca una "nada", uno no se goza una "cosa" que odia o le da asco.
De modo que Esther empezaba sin darse cuenta a descargarse un poco, a sonreír un poco más, a no tomarse tan en serio las patadas verbales de Inti y a valorar que, en realidad, éste a su manera le daba una de cal y otra de arena. No era que no lo notara, no era que no le doliera, ¡también empezaba a quererle a él, de una manera retorcida, secreta y especial! lo notaba todo, le dolía... pero ya no creía sus palabras a pies juntillas.
Inti le estaba enseñando a ganar seguridad en sí misma sin proponérselo. A decir verdad, entre los tres chicos estaban guiando a Esther hacia su propia seguridad y autonomía, aunque Jen lo hacía con amabilidad y afecto, desde el conocimiento por así decirlo, explicándole cosas despacio y alentándola, y Alex a través de sus actos. Inti jugaba fuerte a la manera inversa: "la vas a cagar", le decía, y ahora ella se estaba planteando la respuesta alternativa "no" en su pensamiento. Toda su vida ella había funcionado de esta forma: "la vas a cagar", y ella de cabeza al agujero sin freno, dandole la razón a lo que otras personas decían desde el exterior. Toda la vida creyendo que las palabras de otro tenían más poder que su propia voz, sin cuestionarlas, creyendo en suma que otro sabía más sobre ella que ella misma, como si esa otra persona pudiera mirar en el fondo de su alma. Por eso le fastidiaba tanto que otras personas (su familia, sus amigos) la juzgasen: en el fondo temía que ellos la considerasen una mierda, y que tuvieran razón.
Inti la llevaba hasta el extremo, y una vez allí le daba al menos la oportunidad de responder en su fuero interno un "no" ("no soy cosa", "no soy un pedazo de nada") , y eso, ese "no", obligaba a Esther a elegir una respuesta alternativa a la caída en el agujero. "Eres una nulidad, no sabes hacerlo, me das asco" cosas de ese tipo le decía el rubio en aquellos encuentros que llamaba "sesiones". Ante eso, Esther estaba empezando a reaccionar desde dentro, y aunque resulte paradójico -pues la intensidad de su entrega no sentía que variase- la reacción consistía en NO CREERLO. Simplemente. De cara a su Amo más rudo esto no era rebelarse contra él, sino todo lo contrario, pues ella aceptaba que él dijera lo que le viniera en gana y desde luego no se lo iba a discutir. Creerlo o no, desde ella hacia sí misma en su fuero interno, era otra cosa. Ahí decidía ella y sólo ella.
Hay una palabra para esto, bueno, más de una, pero podemos decir que por primera vez Esther empezaba a ser "fuerte". Fuerte no significaba "aguantar" en este caso ni oponer una resistencia ciega, sino simplemente creer un poco más en sí misma. Verse, como el resplandor del otro día en el espejo del baño; darse la oportunidad de valorar, no dejarse arrastrar. Aún no lo sabía, pero cuanto más consciente fuera de sí misma más difícil sería que la vida (o lo que dijera una persona, o dos, o más) pudiera tumbarla.
Inti podía decir lo que quisiera, podía llamarla como quisiera y eso a ella podía dolerle o no, pero ella sabía muy bien quién era Esther. O bueno, quizá no "muy bien", pero ahora lo sabía mejor que cuando llegó a aquella casa.
Los otros dos Amos sí se despidieron de ella antes de marchar a trabajar. La mañana transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque es cierto que Esther se había quedado un poco tensa después de lo que Alex y Jen le habían dicho. ¿Qué ocurría con Inti?¿Había algún problema? A pesar de que ambos le habían insistido en que no tenía nada que ver con ella, Esther no podía evitar pensar que quizá había hecho algo mal. Tal vez algún detalle lógico de comprender, algún olvido, la típica falta sin querer...
Jen regresó a las dos, una hora antes de lo acostumbrado, justo cuando ella estaba empezando a preparar la comida vestida sólo con un delantal. Tras saludarla con un beso y lanzar una rápida mirada al reloj de pared, le dio instrucciones para que apagara el fuego y le siguiera por el pasillo. Al principio Esther pensó que se dirigían a la habitación de Jen, como podía pensarse que era lo más lógico, pero comprobó con sorpresa que su Amo pasaba de largo y abría la puerta del dormitorio que Inti compartía con Alex. Vaya... salvo aquella vez que Esther había dormido con Inti en la oscuridad, nunca antes había entrado allí. Ni siquiera para hacer la cama o limpiar, ya que para eso los chicos -en esto coincidían los tres- eran celosos de su espacio y de sus cosas.
Jen entró en la habitación, levantó un poco la persiana y le hizo una señal a Esther para que le siguiera, pues ella se había quedado parada en la puerta como clavada en el suelo. A la chica le costó despegar los pies y se obligó a levantar la vista para mirar a la cara a su Amo, dándose cuenta de que Jen parecía de pronto extrañamente... ¿triste?
Se mordió el labio por instinto, inquieta; trago saliva y tomó asiento en una esquina de la cama de Alex tal como Jen le indicó. El se sentó en la misma cama frente a ella, salvaguardando una aséptica distancia entre ambos.
--Verás, Esther...--tenía tiempo para hablar antes de que llegara Inti, pero tampoco le sobraba como para explayarse a placer. Se tomó un momento para escoger las palabras en su mente y extendió la mano para coger algo que había en la mesilla de noche entre las dos camas, cerca de donde dormía el rubio, al lado de un frasquito de vidrio lleno de arena.--Se acercan malas fechas para Inti.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado en un gesto inconsciente de atención. ¿Malas fechas? no tenía ni idea de a qué podía referirse Jen.
--Inti tenía un hermano--continuó Jen, hablando despacio--tú no lo sabías, ¿verdad?
Esther negó con la cabeza.
--No, Amo.
Desde luego, no había forma de que ella pudiera tener la menor idea.
Jen desvió la mirada un momento al objeto que tenía entre las manos y se lo pasó a Esther. Se trataba de un pequeño porta retratos donde se veía una foto curiosa: en ella, Inti le rodeaba los hombros con un brazo a un muchacho visiblemente más bajito que él, de constitución estrecha, piel pálida y cabello oscuro hasta los hombros. El chico mostraba una sonrisa pícara que se proyectaba a sus ojos entornados, e Inti... Esther no había visto nunca a Inti sonreír así, como en aquella fotografía.
--Es éste--le explicó Jen.--Se llamaba Kido.
"Inti tenía un hermano". "Se llamaba". Esther contempló al chico que estaba junto a Inti en la foto; no le conocía de nada y ni siquiera se parecía a Inti, pero lo que pudo deducir de las palabras de Jen le hizo sentir una pena inexplicable.
--No sabía nada...--fue lo único que se le ocurrió decir en un hilo de voz, olvidando incluso añadir la palabra "Amo" al final de la frase.
--Kido murió hace diez años, cuando tenía casi dieciocho. Inti no se da cuenta, pero... cuando se acerca el aniversario--Jen tragó saliva, se le veía ciertamente incómodo y apenado explicando aquello como podía--cuando se acerca el aniversario de la muerte de su hermano se pone... más irritable de lo habitual. Te digo esto... para que estés prevenida, y para que si te dice algo fuera de lugar no te lo tomes muy en serio.
Jen suspiró. Esther seguía sujetando el portaretratos entre los dedos, sin poder despegar los ojos de la fotografía, de la cara de ese chico y de la sonrisa de Inti.
--Entiendo...--murmuró.
--Dentro de un par de semanas se cumplirán once años desde el día en que murió--continuó Jen--Inti... bueno. Ese día se encierra en su habitación y no sale salvo para...--tomó aire y levantó los ojos castaños hacia Esther--para ir a visitar su tumba. Cuando vuelve... no llega demasiado bien. No sé si entiendes lo que digo.
--Creo que sí, Amo--musitó Esther--...¿te refieres a que... bebe, Amo...?¿o algo así?
Jen sonrió un poco.
--A veces. En los años que llevo viviendo con él he visto varias reacciones. Suele... bueno. Le da por destruir, por romper cosas; otras veces simplemente pasa unos días encerrado sin salir de su habitación salvo para ir a trabajar. Él no es fácil de tratar normalmente, pero en esos días la cosa se pone bastante peor.
--Lo lamento mucho...
Jen le puso a Esther una mano sobre el hombro.
--Sólo quería que lo supieras. Alex y yo lo sabemos y eso nos facilita las cosas. Tal vez es mejor que durante estos días no te acerques mucho a Inti, Esther. Nosotros... estaremos alerta, aunque no creo que él vaya a pagar su dolor contigo.
"Sería un honor si lo paga" pensó Esther como un relámpago, no pudo evitarlo. A ella misma le costó digerir el pensamiento que había surgido como una idea de lo más natural. Ella quería a Inti... deseaba quererle más que nunca y apoyarle en una situación así, aunque ese apoyo fuera que él "pagase" su sufrimiento con ella. Porque de otro modo, Esther comprendía que Inti no aceptaría otro tipo de apoyo más "normal". Le conocía un poco, se hacía a la idea de cómo Inti podía reaccionar a algo que le provocaba aún tanto dolor, aunque nunca hubiera sido testigo.
--¿Tú le conocías, Amo?--preguntó sin pensar.
--¿A Kido? No.--Jen sonrió con un deje de tristeza y negó con la cabeza--pero Inti me ha hablado tanto de él que siento como si fuera así. Silver sí le conocía--añadió, convencido de que Esther recordaría al melenas que se había presentado hacía no mucho con su cargamento de látigos y cuero trabajado a mano, ¡como para olvidarlo!
--Oh.
Se acordaba. Sin duda.
--Silver acompaña a Inti al cementerio y es quien le trae a casa. Al menos lo ha venido haciendo todos estos años. Él y otro amigo de la infancia llamado Marcos que vive en otra ciudad, no le conoces.
Esther asintió, tratando de asimilar lo más rápido posible toda aquella información.
--¿Hay algo que pueda hacer yo, Amo?--musitó, por primera vez despegando los ojos de la fotografía en sus manos--¿hay alguna manera en la que yo pueda ayudar...?
Jen le apretó el brazo y respiró hondo.
--Suena duro... pero... --miró a Esther con cariño y deslizó la mano hasta su cara para acariciarle la mejilla. Comprendía los buenos sentimientos de Esther y la intención de ella por ayudar a Inti le llegaba al corazón-- reitero, lo mejor que puedes hacer es no acercarte mucho a Inti en estos días, Esther.
--¿Cuánto falta para...?
--Dos semanas--respondió Jen--Kido murió el 31 de Octubre, faltan catorce días.
--En Halloween...
Él asintió.
--Exacto. Como te puedes imaginar no es una fiesta que Inti ame. Más bien se pone... se pone nervioso con las calabazas, los niños disfrazados y todas esas cosas. El primer año que compartimos piso se nos ocurrió decorar la casa un poco para Halloween--sonrió levemente y apartó la mirada--se puso como loco.
--No lo sabíais...
--No. No es fácil, y me daba miedo que no lo supieras tú. Podrías asustarte mucho si le ves... así.
--Gracias, Amo...--murmuró Esther. Por alguna razón se resistía a soltar la fotografía--Amo, puedo preguntarle... puedo preguntarte sobre...
--¿Sobre cómo murió?--la alentó Jen suavemente.
--Supongo que... sería una enfermedad.
En realidad podía ser por cualquier cosa, pero quién sabe por qué la mente de Esther se había ido por esos derroteros.
--No.
--¿un accidente?...--inquirió ella sin poderse contener.
Jen sopesó durante un momento qué decir.
--Más o menos.
Sabiendo que la respuesta era un tanto errática, Jen resolvió contarle a Esther qué era lo que se había llevado a Kido exactamente. Si uno resumía no era demasiado largo de contar, aunque él lo hizo despacio y cuidando las palabras para no impresionarla demasiado. Intentó ser lo más aséptico posible y no entrar en detalles pero aún así, cuando terminó de contárselo, ella se echó a llorar.
--Amo, es horrible...
--Nena...--Jen tomó con delicadeza la foto de entre las manos de ella y la dejó de nuevo en su sitio, junto a la cama de Inti en la mesilla de noche. Luego abrazó a la desconsolada Esther y la estrechó contra sí tratando de infundirle un poco de calma.
--Amo, lo siento tanto...
Ni siquiera había conocido al hermano de Inti y sentía que no tenía derecho a decir aquello, pero era cierto, lo sentía. Y de qué manera. No era justo...
--Shh... cielo... lo sé, lo sé...--Jen la acunaba en sus brazos, como siempre dejándola llorar.
--Sólo tenía diecisiete...
--lo sé, cariño.
Un ruido seco de llaves en la cerradura tensó el abrazo entre ellos. Jen se separó de Esther al momento siguiente y rápidamente le tomó la mano para ayudarla a levantarse; no sabía si había sido Inti o Alex el que acababa de llegar, pero por si acaso convenía salir de aquella habitación lo antes posible.
--Hemos probado de todo--murmuró antes de abrir la puerta, como para asegurarse de que Esther no iba a intentar hacer nada de su cosecha en este asunto--hemos probado a distraerle, a intentar hablar con él, a animarle, a sacarle de casa... nada de eso ha funcionado en estos años.
--Puedo entenderlo...
--No te acerques mucho a él, Esther. Al menos hasta que hayan pasado cierto tiempo. Sólo lo indispensable, y si pasa cualquier cosa, dínoslo a Alex o a mí. ¿De acuerdo?
Ella respiró profundamente analizando cada palabra.
--De acuerdo, Amo. Gracias.
--Por nada--Jen abrió la puerta de la habitación procurando no hacer ruido y se hizo a un lado para que Esther saliera al pasillo--ahora sigamos como siempre, ¿sí?
--Sí Amo--Esther se tragó las lágrimas y levantó la cabeza--gracias por decírmelo, Amo. De verdad.