*veo necesario aclarar que los nombres de los diferentes capítulos son provisionales, y que el contenido está sujeto a pequeños cambios dado que estoy ajustando fechas, etc.
Completo
—Hey, Samiki—Simut pasó por detrás de su hermano y le dio un golpecito en el hombro—Halley está aquí. Ha preguntado por ti.
El primer Dorado señaló con una inclinación de cabeza el área más sombría de la barra, alcanzada solamente por un fogonazo ocasional de luz azul. En el momento que el relámpago añil eléctrico chocó con las facciones de quien había allí sentado, a Samiq le dio un vuelco el corazón. Gafas con montura metálica, cabello revuelto coronando la postura quijotesca y melancólica, y de nuevo, sobre los hombros, aquel raído abrigo de paño. ¿Por qué demonios no se lo quitaría al entrar?
—¿Has avisado al Amo?—preguntó a Simut.
Argen ya había llegado de su viaje el día anterior -el viernes- y se encontraba en aquel mismo momento allí, en el Noktem, ocupando su pequeño despacho junto al ropero en la planta de arriba. Normalmente se encerraba allí cuando tenía trabajo burocrático que resolver o estaba preocupado. Casi siempre salía de esa habitación de mal humor.
Simut asintió mientras recogía un par de vasos vacíos de una mesa recién desocupada. No sólo le había avisado, sino que tenía órdenes directas.
—Sí, hermano. Me ha dicho que quiere que le atiendas tú.
¿Oh? ¿Tan ocupado estaba Argen que declinaba semejante placer en uno de sus Dorados? no, no podría ser por eso. ¿Acaso al Amo ya no le apetecía ver a Halley? eso era aun más improbable.
Sin tener ni idea de lo que el Amo podría pretender con aquello, Samiq suspiró y echó a andar hacia la barra forzando una sonrisa. No era que no se alegrase de ver a Halley, ¡claro que se alegraba! pero se sentía incorrecto que fuera él quien le atendiese y no Argen. Samiq nunca había oído de labios del Amo que éste quisiera a Halley como suyo... pero el segundo Dorado opinaba que no había que ser ingeniero para deducir que eso era así. Argen quería que Halley le perteneciera... tal vez no le había contado a Samiq mucha información sobre el sumiso, pero el modo en que hablaba de él destilaba deseo de cercanía y posesión.
—Hey. ¡Buenas noches, señor bonito!—Saludó el Dorado acercándose al profesor desde atrás, permitiéndose tocarle levemente el brazo.
Halley se giró a mirarle y esbozó una sonrisa torcida.
—Serán para ti—replicó, y tras decir aquello, sin más, se abrazó a Samiq.
Fue un abrazo breve pero bastó para que el Dorado se pusiera rígido. Algo en aquel contacto tan simple como inesperado se sintió prohibido, cosa que no dejaba de tener su gracia considerando que era el Amo quien de alguna forma lo promovía.
—¿Para usted no lo son?—respondió al abrazo con un suave apretón y retrocedió un paso para mirar al otro a la cara.
—Ahora que te veo son mejores.
—¡Vaya! me alegro—definitivamente, Samiq no podía negar que Halley era un "señor encantador". A su particular manera, claro—¿y qué le trae por aquí?
La sonrisa del profesor se amplió como la del gato de Chesire.
—Busco al felino que hace unos días se llevó un jirón de piel de este pobre muñeco—siseó, señalándose el propio pecho—si me preguntas qué quiero decir con esta mierda, negaré haberla dicho.
Samiq soltó una pequeña carcajada. Mierda, el tipo le gustaba demasiado.
—Ah, un jirón. ¿Y viene a recuperarlo?—respondió con una chispa pícara en los ojos.
—En realidad no. Te lo puedes quedar, Gato cazador.
Inevitablemente, Simut se había acercado a cotillear, aunque sin renunciar a su discreción habitual. Pasó junto a ambos para ir tras la barra y le lanzó una rápida mirada de arriba a abajo al profesor, luego miró a Samiq e hizo un gesto festivo antes de continuar con lo que estaba haciendo. El Segundo Dorado no pudo sino pensar que, a tales efectos de comadreo en familia, el Noktem era un maldito pueblo de cuatro habitantes.
—No soy gato cazador, señor.
—No hay gato sumiso—masculló Halley meneando la cabeza. Y añadió, entornando los ojos—hay gato encerrado.
Por un momento, Samiq se preguntó si el profesor estaría borracho. No lo parecía, salvo por aquellas poéticas declaraciones que aparentemente no tenían pies ni cabeza. Su dicción era perfecta y no arrastraba las palabras, tampoco olía a alcohol. Seguía pareciéndole tan frágil y tan roto como la última vez que le vio, eso sí: el alma pegada mil veces con celo, fragmento a fragmento de cristal oscuro; la sonrisa descreída y chulesca cogida con pinzas, la mirada engañosamente displicente tras las gafas. Sintió deseos de lanzarse en plancha sobre él y comérselo a besos, pero se reprimió.
—Tal vez no hay gato sumiso, señor. Pero yo soy presa aun así.
El profesor alzó una ceja con gesto de "no me vengas con esas".
—Conmigo no lo eres.
—Con usted soy lo que usted quiera—repuso el Dorado, bajando la mirada por un momento para volver a levantarla hacia Halley un segundo después. Eso era lo mismo que decir "soy lo que el Amo quiera", ¿no?
—Me alegra saberlo, porque vengo a por más.
Samiq se estremeció imperceptiblemente. Un escalofrío como latigazo había restallado en la parte baja de su columna vertebral cuando Halley dijo aquellas palabras, proyectándose directamente hacia su miembro como un chispazo eléctrico. El sumiso no había especificado a qué se refería con "más", pero, de nuevo, no había que ser científico para imaginarlo. Aun así, remolonear un poco y hacerse el tonto resultaba tentador... ¿eso contaba como coqueteo?
—¿A por más de qué, señor bonito?
—ja, ja, ja—el profesor rió abiertamente esta vez, absteniéndose de contestar. A él también le gustaba el tonteo— Me gusta más cuando me llamas cerdo, marrano o incluso puta.
—Disculpe, señor. Pero no recuerdo haberle llamado ninguna de esas cosas...—"está bien, está bien. Jugemos".
Halley volvió a reír.
—Vale. Eres un maldito gato amnésico. Oye, en serio...—tras aquella última pulla dicha desde la amabilidad, su expresión se tensó mientras miraba fijo al Dorado—en serio, Gato, necesito más. ¿Es cierto que hay mazmorras aquí abajo?
Samiq asintió y alargó la mano para dar una breve caricia a la mejilla del profesor. Lo que tendría que decirle a continuación probablemente no le gustaría demasiado, y eso le daba al esclavo un poco de pena. Pero, a todos los respectos, sus prioridades eran claras.
—Las hay, señor. Pero si quiere jugar conmigo en alguna... tendrá que darme un momento para consultarlo con el Amo.
Simut había dicho antes claramente que Argen había dado orden de que fuera él, Samiq, quien atendiese a Halley. El Dorado no dudaba de esto, pero le era urgente consultar. ¿Qué quería el Amo que hiciera exactamente? ¿sería correcto ceder a los deseos de Halley? ¿qué límites había?
Le resultaba perturbador que el Amo pudiera ver el deseo latente en sus ojos si le preguntaba, porque lo cierto era que, por mucho que le desconcertase, le apetecía llevar a Halley a cualquiera de las cuatro mazmorras del subsótano. Era Simut quien custodiaba las llaves aquella noche; Samiq no sabía cuál estaría disponible si aun no estaban todas ocupadas. Respecto a lo que querría hacer con Halley allí, el Dorado no quería detenerse a pensarlo, y desde luego sería muy embarazoso si el Amo llegara a enterarse. Realmente no sabía cómo Argen podría reaccionar a algo así, si veía que uno de sus esclavos sentía deseo por otra persona, y no deseo de someterse sino todo lo contrario. No podía imaginar su reacción porque no sabía lo que Argen pretendía realmente; si tanto quería a Halley, no cabía en cabeza que renunciara a estar con él. ¿Por qué lo hacía y delegaba en Samiq, si tanto interés parecía haber tenido de un tiempo a esta parte?
Por otro lado, consideraba que también debía preguntarle al Amo cómo iban a organizarse. Porque Arisa estaba en el ropero, y, si él se marchaba con Halley, Simut se quedaría solo en la sala principal que acertaba a estar abarrotada de gente aquella noche. Más allá de que eso no era justo para el agotado Simut, tal descubierto supondría un riesgo en muchos aspectos, empezando por el hecho de que los clientes no serían convenientemente atendidos y muchos de ellos tendrían que esperar.
—Supongo que daba por sentado que harías lo que te viniera en gana—el profesor se encogió de hombros y se removió en su asiento frente a la barra—pero bueno, ya que vas... dile a tu Amo que no vengo sólo hacer cochinadas, sino también a sufrir. A ver si me dejas bien jodido de una vez, monada. Aquí te espero—añadió con una risita melosa pero agria.
—Ah... señor...—Samiq titubeó. A veces le costaba digerir las palabras que Halley le dedicaba. Y sabía que tratar de explicarle que no podía ni quería hacerle daño no iba a servir de mucho, así que desistió de antemano—Bien, entonces volveré en cuanto el Amo lo disponga, si le parece.
Tras pedirle otra copa a Halley para que tomase algo mientras esperaba, Samiq cruzó la sala principal y enfiló escaleras arriba sintiéndose el más desleal de los esclavos. Había algo en todo aquello que le hacía verse a sí mismo como escoria en ese sentido y no podía evitarlo. Al llegar al primer piso, dejó el guardarropa a su derecha tras dedicar un saludo cortés a Arisa, y llamó tres veces a la puerta cerrada que quedaba frente a él.
—Adelante—respondió desde el otro lado una voz suavemente modulada—está abierto.
El Dorado tomó aire, empujó la puerta y entró a la habitación con olor a papel y a café. Avanzó hasta el escritorio frente al cual se sentaba el Amo y se arrodilló. No pudo disimular un gesto de sorpresa cuando, al mirarle disimuladamente de soslayo, vio que llevaba una de sus máscaras puestas.
Argen tenía multitud de máscaras que componían una variopinta -y perturbadora, bajo cierto punto de vista- colección. Algunas de ellas eran poco menos que antifaces, sólo ocultando parcialmente el rostro; otras, como la que llevaba puesta en aquel momento, inexpresiva y blanca, le cubrían por completo salvo por los huecos en torno a los ojos de mirada viva.
—Samiq—El Amo colocó la mano derecha sobre la coronilla de su Dorado sin levantar la vista del papeleo en la mesa. Facturas, recibos, correspondencia, alcanzó a ver el esclavo por el rabillo del ojo—¿Qué pasa?
El aludido se aclaró la voz. En presencia del Amo siempre se ponía nervioso, no importaba los años que llevase a su lado.
—Amo, siento molestarle. Pero necesito saber algunas cosas...—de pronto no supo cómo empezar a formular aquella batería de dudas y dejó la frase en suspenso sin saber cómo seguir.
—¿Oh? ¿en serio?—el Amo frunció levemente el ceño y sonrió sin mirar a Samiq. Su voz se oía levemente distorsionada a causa del parapeto de la máscara—Desembucha. No tengo toda la noche.
Resultaba algo cortante siempre-más que un poco-, pero el Dorado no detectó atisbo de hostilidad en la voz de Argen cuando éste dijo aquello. Era cuestión de personalidad o de actitud usual; Argen tenía ese punto sarcástico a menudo y era seco en el trato fuera de la cama, sin más.
—Amo, Halley está aquí. Estaba conmigo abajo hace un momento.
—Lo sé.
Claro. No era ninguna sorpresa. Samiq tragó saliva y clavó la mirada en el suelo.
—Amo, me ha pedido que le lleve a una mazmorra.
—Estupendo. Trébol está libre—replicó Argen, dejando a un lado una pila de papeles para centrarse en otra. Corazón también estaba libre, pero por alguna razón decidió omitir aquel hecho y descartarla.
Samiq contuvo la respiración inconscientemente. Al darse cuenta, exhaló largo sin llegar a relajarse y sin osar moverse un milímetro de su lugar a los pies del Amo.
—Entonces, Amo, ¿quiere Usted que yo...?
Argen no le dejó terminar.
—En trébol hay cámaras. Me entusiasma la idea—por primera vez levantó la vista del escritorio para mirar a Samiq, probablemente sonriendo por debajo de la máscara—y te digo más: haz lo que quieras con él.
—¿Qué?—El dorado ladeó la cabeza sin estar seguro de haber entendido bien—Disculpe, Amo—se corrigió inmediatamente—¿hacer lo que quiera... con él?
—¿Acaso no quieres hacer nada con él?
Uf. Era ominoso de pronto que el Amo llevase aquella máscara. Al no ver su expresión facial, Samiq no sabía si tal vez estaba enfadado con él, o si la última pregunta había sido pronunciada con retintín y tenía un doble giro. Cada vez se sentía más perdido el pobre esclavo. Durante unos segundos no supo qué contestar, y finalmente optó por no mentir.
—Pues... sí que quiero, Amo. Salvo que eso le moleste a Usted—se apresuró a aclarar.
Argen tomó a su esclavo por la barbilla con dos dedos para levantarle la cabeza.
—No hay nada malo en ello—respondió. Había un punto extraño de determinación en su mirada—Disfruta de él y dale lo que te pida. Mantén el teléfono abierto, tal vez te de permiso para metérsela por el culo o en la boca.
Samiq no pudo evitar una apertura desmesurada de ojos. Sabía que algunos dominantes gustaban de ver un esclavo montándose a otro, o dos sumisos jugando como perros, pero entre eso y decir "disfruta de él" había una gran diferencia.
Argen le soltó y tomó una elegante pluma entre los dedos para rubricar su firma al pie de un impreso, tomándose tiempo para recrearse en la delicada filigrana de trazos.
—Hay cámaras en Trébol—repitió mientras apartaba el papel para firmar la hoja siguiente en el documento—tienes permiso para hacer lo que quieras. Si veo algo que no me gusta, te lo haré saber.
Cámaras. Teléfono. Al fin y al cabo Él no dejaba de tener el control sobre lo que se haría. Aunque no podría escuchar, ya que -que Samiq supiera- no había micros en ninguna de las mazmorras.
—Amo, ¿y Simut? si me permite la observación, se quedará solo con todo el trabajo.
Definitivamente no le parecía justo, aunque sabía bien que daba lo mismo lo que él pensara. No era que quisiera cuestionar las decisiones del Amo, pero no le parecía bien irse a follar a la mazmorra-establo (mierda, tenía que ser precisamente esa...) mientras su hermano se quedaba arriba solo ante el peligro.
—Simut tiene espalda fuerte, se las arreglará—replicó Argen con cierta frialdad—¿Te importaría decirle que venga por aquí cuando tenga un respiro? Ah y... buenas noches, Gato. Puedes irte.
Lo que quisiera que Samiq fuera a añadir se congeló en su boca tras aquella fórmula del Amo, tan educada, para echarle.
—Buenas noches, y gracias, Amo.
Sin embargo, cuando dirigía sus pasos de nuevo hacia la puerta para salir, Argen le llamó.
—Oh, espera, aguarda un momento...
El Dorado se giró a tiempo de ver como el Amo se erguía en su metro setenta y ocho de estatura para salir de detrás del escritorio y caminar hacia la vitrina tras él. Samiq sabía bien lo que había en esa vitrina, y por un momento se preguntó si Argen iría a castigarle. No le parecería mal... ni disparatado, después de todo. En realidad, el Amo ni siquiera le había reprendido por haberle avisado tarde hace dos días de la llegada de Halley, y Samiq hubiera esperado como mínimo, si no un castigo, una amonestación. Respiró profundamente y bajó la mirada al suelo, pacificamente esperando a lo que pudiera venir a continuación.
—Esta noche creo que nos vamos a divertir mucho...—Argen se acercó a su Dorado y, con cuidado, le colocó una correa de cuero alrededor de la cintura, por encima del borde superior de los vaqueros oscuros que éste llevaba. Como siempre que estaba en el Noktem, Samiq iba desnudo de cintura para arriba igual que Simut.—Ten.
El extremo de aquella correa terminaba en un pequeño pero resistente mosquetón, al cual iba enganchado un collar que ahora Argen entregaba a su esclavo. A decir verdad, Samiq tardó en entender para qué le daba el Amo aquellas cosas.
—Si cumplir órdenes te hace sentir más seguro, entonces usa esto para llevártelo a Trébol.
La respiración del Dorado se agitó ostensiblemente. Oh, de modo que Argen quería que...
—Ha venido buscando humillación—El Amo tendría el detalle de formular la orden clara y concisa, sin embargo—haz que se desnude en la sala principal, ponle el collar y la correa y llevale a la mazmorra haciéndole gatear a cuatro patas como perro. Sé que lo harás muy bien, vamos—añadió, dando una palmadita en el hombro a su esclavo—los tres lo disfrutaremos.
A los pocos minutos, Samiq bajaba la escalera con la correa alrededor de la cintura, el collar en la mano derecha y los oídos zumbándole. No podía sacarse las palabras del Amo de la cabeza -"si cumplir órdenes te hace sentir más seguro", "los tres lo disfrutaremos", "hazle gatear a cuatro patas desnudo como perro"- mientras descendía por los elegantes escalones. Poco a poco se daba cuenta de que sólo él mismo parecía pensar que había algo incorrecto en el inexplicable deseo que sentía. Y le avergonzaba profundamente pensar que, si al Amo le hubiera dado por bajarle los pantalones en su despacho, le hubiera descubierto excitado por recibir aquellos mandatos. Por lo visto, a Argen no parecía haberle hecho falta hacer algo así.
Llegó ante Halley nervioso y en semi-erección, aunque la oscuridad y los flashes de luz en la sala le relajaban un poco pues tal vez en aquel ambiente de otro mundo no se notaría cómo estaba. El profesor no se había movido de su sitio tras la barra en ningún momento y ahora cruzaba unas palabras con Simut, quien se hallaba atendiendo clientes y poniendo copas a destajo.
Se acercó al sumiso con paso vacilante, evitando mirar a su hermano, y le rodeó por la cintura con un brazo. Había algo perturbador en tratar "mal" a ese pobre hombre, en humillarle, por mucho que -como bien había dicho Argen- eso era lo que éste venía a buscar. Sintiéndose estúpidamente conmovido y cachondo por lo que estaba a punto de ordenarle hacer, el Dorado se inclinó sobre Halley y le besó la comisura de la boca. El Amo había dicho claramente que podía hacer lo que quisiera, ¿no?
—Señor, ya está hablado—musitó a milímetros de la mejilla ajena—ahora compórtese como un perro bien educado y quítese la ropa.
El profesor no pudo disimular un respingo. Le cambió la cara al oír aquello, aunque a Samiq le fue imposible descifrar su expresión.
—¿Quitarme la ropa? ¿aquí?
Era imposible saber si Halley se sentía indefenso o cachondo, o ambas cosas, u horrorizado con aquello. Samiq tenía el corazón en la boca y la polla dura del todo sólo con imaginar que le tomaba por el pelo. En lugar de eso, apretó el agarre en torno al brazo del sumiso clavando los dedos en su piel.
—Sí, señor, aquí y ahora. Le aconsejo por su bien que no me haga perder el tiempo.
Oh, joder, ¿qué acababa de decir? Samiq sólo tenía experiencia como "verdugo" en Zugaar, no sometiendo sumisos por placer. Sin embargo, había tenido buenos maestros.
Halley se mordió el labio y, con todo el descaro, estiró la mano para dar un brusco frotamiento a la entrepierna de Samiq. Se ganó un cachete en la mejilla delante de todo el mundo por hacerlo y un leve empujón, aunque el Dorado volvió a retenerle por el brazo tras esto.
—Estás duro, Gato—Halley sonreía con un fulgor de alienación en la mirada. Sin apartar los ojos brillantes del esclavo, se dejó caer al suelo sobre ambos pies desde el taburete ante la barra y comenzó a desnudarse despacio.
—Usted también, mírese—replicó Samiq, señalando con la barbilla el descarado bulto bajo los calzoncillos del profesor—Es usted un marrano. Vamos, ropa fuera.
Espoleado por el insulto, Halley obedeció. Se sacó los zapatos y dejó que los pantalones resbalaran hasta sus tobillos, luego colocó ambas manos en la goma de los calzoncillos para despojarse también de ellos. Estaba empalmándose más y más por momentos y sabía que eso sería algo que todo el mundo allí presenciaría cuando apartara los faldones de la camisa, pero la propia vergüenza le excitaba tanto que le hormigueaban las pelotas.
—¿Puedo mantener mis calcetines?—preguntó con la voz ligeramente aflautada por el brusco subidón de adrenalina—Tengo frío.
Samiq se acercó más para ayudarle a sacarse la camiseta y le abrazó con suavidad. Se dio cuenta de que la piel de Halley se erizaba contra la suya.
—Puede mantenerlos—musitó, estirando el cuello para besarle la línea de la mandíbula—aunque ahora le voy a calentar...
El profesor sofocó una risita mirando al suelo.
—Ya me tienes caliente—eso era verdad, aunque seguía teniendo frío.
—De todos modos, no va a usar sus pies para andar, señor bonito. Los perros y los cerdos van a cuatro patas.
Samiq se separó del profesor para recoger la ropa de éste del suelo y dejarla sobre la barra. Sabía que Simut andaba ojo avizor por allí, no haría falta decirle que la guardase. Cada vez más nervioso, no se resistió a comerse con los ojos al sumiso, cuyo miembro ya empezaba a hincharse y a enrojecer erecto entre las piernas en la sala abarrotada. Algunos y algunas ya miraban con mayor o menor disimulo el jueguecito, aunque, después de todo, allí no era algo anormal que un sumiso se desnudara en público.
—Venga, a qué espera para ponerse a cuatro.
El profesor jadeó y se arrodilló despacio a los pies de Samiq. Tras aquel acto de incuestionable sumisión, colocó despacio las manos en el suelo y levantó la cabeza, el henchido miembro oscilando con pesadez cuando amagó un paso hacia el Dorado.
—Voy a colocarle esto—Samiq desenganchó el collar de la correa de cuero y se lo mostró al profesor sacudiéndolo levemente ante su rostro. Se trataba de una pieza de cuero sencilla, incluso algo desgastada, de color negro y sin adornos, que se abrochaba con una pequeña hebilla plateada.
—Amo...—murmuró Halley mientras Samiq ajustaba el collar alrededor de su cuello.
El esclavo reaccionó ante esta palabra como si le hubieran pegado, y, sin premeditarlo, dio un firme y sonoro cachete al profesor en la nalga que le quedaba más a mano.
—Ni se le ocurra llamarme así.
El profesor protestó entre dientes y dejó que Samiq enganchase de nuevo la correa al collar. Al sentir un leve pero seco tirón, inició el camino a cuatro patas sobre el suelo -que no estaba especialmente limpio- rumbo a la escalera, gateando a los pies descalzos del Dorado, con el culo aun marcado de la zurra recibida días anteriores a la vista de todos y todas allí. Los pies de Samiq eran bellos, pensó, concentrado en ellos sin embargo; distaban mucho de ser perfectos y se veían curtidos, pero los dedos eran largos tras el pronunciado arco plantar, especialmente el pulgar que se curvaba graciosamente hacia dentro.
Descendieron juntos por la escalera de caracol en penumbra, quedando el tumulto de la sala principal ahogado sobre sus cabezas. Con los nervios, Samiq no le había pedido a Simut la llave de Trébol, pero comprobó que alguien la había dejado puesta en la cerradura. Claro, nada quedaba al azar allí, debía haberlo imaginado.
—Usted primero, señor.
El exiguo mobiliario de Trébol apareció ante sus ojos cuando Samiq abrió la puerta, iluminado por el resplandor de una única bombilla desnuda colgando del techo. Había paja en el polvoriento suelo y apilada contra las paredes, flanqueando un pequeño armario junto a dos sillas de madera con asiento de enea trenzada. Al otro lado se desplegaba la cruz en aspa provista de grilletes, y en la siguiente esquina, el lavadero. Junto a la pila esmaltada que lucía algunos desconchones reposaba una nudosa vara de aproximadamente un metro de longitud, al lado de un soporte de metal como un palo de suero hospitalario. Colgando de un lado del soporte se veía un juego de bolsa y tubos para poner enemas de agua caliente, y al otro lado un saco con esponjas jabonosas desechables. Por último, en el centro de la habitación había una especie de reclinatorio fijado al sueño: una estructura tosca, aproximadamente de la misma altura que un taburete de bar, formada por cuatro tablones inclinados de madera sin tratar a modo de patas que se juntaban en un lecho de esparto por la parte superior.
—¿Está contento? ¿le gusta lo que ve?
Oh, sí. A Halley le gustaba. En lugar de contestar con palabras, se inclinó un poco hacia atrás y empezó a masturbarse de rodillas. Era fácil caer en algo así cuando uno se sentía un animalito.
—Qué cochino, señor. ¿No puede aguantarse? Voy a tener que atarle las manos.
El sumiso rodó los ojos hacia Samiq. No, no había podido, llevaba días acordándose de Gato cada vez que se sentaba. Sonrió con gesto retador y empezó a masturbarse más rápido.
—Escucheme. Pare de tocarse y venga aquí.
Mientras Samiq daba un tirón medido de la correa y se encaminaba hacia el reclinatorio en el centro de la habitación, sus ojos se detuvieron en aquel lugar donde sabía que estaba una de las cámaras, justo pegada a la viga de madera que cruzaba el techo sobre sus cabezas. Se acordó de pronto, con horror, de que se le había ido el santo al cielo y no le había dicho a Simut que subiera al despacho de Argen, tal y como este le había encomendado.
Viendo de soslayo al sumiso llegando hasta el reclinatorio, avanzó junto a él y sacó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. No se trataba del último grito en tecnología ni mucho menos, sólo era un dispositivo que el Amo había entregado a todos los trabajadores del club para que pudieran estar comunicados. La intensidad de la señal se atenuaba en el subsótano, pero era suficiente. Samiq desbloqueó el aparato y tecleó los básicos comandos hasta llegar a "contactos", donde encontró el número de Simut.
—Hermano—murmuró al auricular en cuanto escuchó la voz del Primer Dorado al otro lado—Hermano, el Amo dijo que cuando pudieras subieras a su despacho. Por favor, dile que se me olvidó decírtelo... —Tragó saliva. No le hacía gracia reconocer que estaba nervioso y por eso cometió el error, pero quería asegurarse de que Argen no culpara a Simut si estimaba que éste se había retrasado. Sabía bien que su hermano subiría al despacho en aquel mismo momento, según cortase la llamada, aun teniendo trabajo en la sala principal.
Detrás de la barra en el piso superior, Simut colgó el teléfono. Entendía al pobre Samiq; tal vez a él le hubiera pasado lo mismo en idéntica situación, qué diablos. Entendía también que su hermano actuaba bajo órdenes de Argen cuando había mandado desnudarse a Halley momentos antes... y, bueno, el tema había resultado tan violento emocionalmente como excitante. Mierda, hasta le había excitado a él... era normal que a Samiq se le hubiera ido el santo al cielo.
Pensando un poco en todo, abandonó su puesto y se apresuró a subir las escaleras hasta el despacho en la planta superior. Encontró la puerta abierta, y la habitación vacía.
—Acaba de salir al baño—le dijo Arisa con su habitual tono entre la indiferencia y la mofa, refiriéndose a Argen—no creo que tarde.
Simut asintió sin querer dar pie a más conversación.
—Oh. Le esperaré.
Se mantuvo ante la puerta abierta, la cabeza agachada, las manos unidas por detrás de la espalda y la mirada perdida en la lista de frases bordada en la alfombra a sus pies:
"-No des tu opinión o consejo a menos que te lo pidan.
-No cuentes tus problemas a otros, a menos que estés seguro de que quieran oírlos.
-Cuando estés en el hábitat de otra persona, muestra respeto o mejor no vayas allá. "
Los siguientes puntos de la lista escrita en negro sobre rojo se perdían en la penumbra de la habitación. Desde la puerta, Simut no llegaba a leerlos.
—Querido Simut. Lamento haberte hecho esperar.
El esclavo se giró e inmediatamente inclinó la cabeza ante la persona enmascarada que le tocaba el hombro.
—Lamento yo no haber venido antes, Amo. Me ha tomado más tiempo del que creía organizar el trabajo.
Detrás de su máscara, Argen sonrió.
—No te preocupes, lo entiendo. Pasa, por favor.
Simut obedeció. A diferencia de lo que le ocurría a Samiq, no le inquietaba la máscara salvo por el hecho de saber que el Amo se tapaba la cara a veces porque no se encontraba bien. Se había fijado en sus ojos al momento de saludarle, y éstos se veían enrojecidos o eso le había parecido al Primer Dorado.
Argen entró al despacho tras Simut, cerró la puerta con cuidado y suspiró.
—¿Puedes ayudarme?
Se había acercado a Simut para apoyarse en su hombro, dando a entender que necesitaba recargarse en él para caminar hasta la silla tras el escritorio.
—Claro, Amo. ¿Se encuentra bien...?
El esclavo sabía de la salud frágil de Argen. Se preguntó si éste se sentía enfermo o mareado, si habría palidecido bajo la máscara. Tal vez había ido al baño a vomitar... ¿o a llorar? Poco a poco, ayudó al Amo a cruzar la habitación y a sentarse.
—De rodillas, Simut.—sin contestar a la pregunta, Argen tiró levemente de la mano de su esclavo y, cuando éste flexionó las rodillas, presionó sobre su hombro.
—Aquí me tiene, Amo. ¿En qué puedo ayudarle?
Simut no tenía ni idea de lo que Argen podía necesitar. Parte de culpa de eso la tenía la máscara, que bloqueaba la vista de cualquier expresión susceptible de guiarle. No sabía si el Amo le había hecho llamar para decirle algo importante, si iba a abroncarle por algo (no era el estilo de Argen y Simut no creía haber hecho nada mal, pero quién podía saber), si quería sexo... alguna vez le había llamado para un "aqui te pillo-aquí te mato" fulminante a fin de aliviarse un calentón, pero, si ese fuera el caso, probablemente Simut ya estaría contra la pared o a cuatro patas con el culo abierto. Tal vez el Amo sólo quería conversar... tampoco sería la primera vez.
—¿Cómo estás, Simut?
—¿...Cómo estoy?—El primer Dorado se atrevió a levantar los ojos hacia el Amo con gesto de no entender.
—Sí, ¿cómo estás?—repitió Argen—¿Estás bien? ¿Eres feliz?
El esclavo sonrió, sorprendido de que le preguntasen aquello. ¿Acaso Argen lo dudaba? Asintió sin romper el contacto visual, agarrándose al único atisbo de vida tras la máscara.
—Sí, claro. Soy muy feliz, Amo.
—Estás muy cansado.
—Bueno...—Simut se encogió de hombros, tratando de quitarle importancia al hecho de que tal vez lo estaba— cada vez tenemos más trabajo, Amo. Eso significa que todo va bien, ¿no?
—Tómatelo con calma, querido Simut. Te compensaré y te conseguiré ayuda.
—Amo, por favor, no se preocupe por eso.
Argen acarició la mejilla de su esclavo con el dorso de la mano.
—Me preocupo, Simut. ¿Cómo ves a Samiq?—inquirió entonces, bajando sensiblemente el tono de voz—¿crees que él es feliz también?
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—Esa cosa de ahí... te limpia por dentro, ¿verdad?
Halley señalaba con una inclinación de cabeza la bolsa y los tubos que colgaban del soporte metálico junto al lavadero. Había hecho la pregunta en voz baja mientras tomaba posiciones sobre el reclinatorio, tal y como Samiq le pidió.
—Se llama "enema de limpieza" por algo, señor—respondió el Dorado—Le aviso de que es bastante desagradable.
—¿De veras?—el profesor miraba fijamente el soporte con una expresión inquietante—entonces lo quiero.
Samiq suspiró y caminó hasta situarse en frente de Halley. Se agachó hasta colocar el rostro a su nivel y le revolvió el cabello con gesto algo apenado. Sabía que el profesor no era masoquista, y no le gustaba aquella fuerte vena que le daba por padecer cuanto más mejor, pero le parecía que podía llegar a entenderla.
No podía evitar pensar que a aquel hombre le había pasado algo, algo que por lo que fuera le hacía desear ser dañado a manos de otra persona. Vaya papelón le había tocado a él al ser esa persona... pero bueno, al menos, siendo así tendría constancia de que Halley no había caído en las garras de un loco o algo por el estilo. Si el sumiso se hubiera presentado a ciertos Dominantes y Dóminas del Club con aquellos argumentos, Gato tenía por seguro que much@s "Señores/as" se hubieran frotado las manos y divertido a su costa sin ni siquiera pararse a pensar. Y aquel hombre que se hacía llamar Halley necesitaba ser cuidado -independientemente de que fuera el protegido de Argen o no-, incluso si para cuidarle había que darle lo que pedía.
—Señor bonito. ¿De verdad lo quiere?
—Tiene que ser doloroso y asqueroso a partes iguales, ¿verdad?
Samiq soltó los cabellos de Halley y deslizó la mano hacia abajo sobre su espalda en una lenta caricia.
—Se pone agua caliente en la bolsa, aproxidamente un litro, aunque algunos ponen dos—explicó, con la esperanza de desalentarle y sabiendo de antemano que no lo conseguiría—se purga el tubo conectado a la bolsa para no meter aire en el cuerpo de la persona, o... no. —suspiró. No todo el mundo tenía ese detalle—Se acopla una sonda de punta redondeada al tubo y se purga también, y se lubrica... o no.
—Vaya, suena genial.
—¿Eso cree...?
Halley se movió sobre el reclinatorio, deliciosamente incómodo al sentir la superficie de espadaña trenzada clavándose en su erección.
—Más genial debe de ser cuando te meten la sonda en el culo, te entra el agua en el cuerpo y te cagas vivo.
—Señor, si le pongo eso le voy a revolver entero...
—Hah. Nada que no me merezca. ¿Me has traído aquí para torturarme o para jugar a las cartas? Vamos, Gato. Pónmelo.
Samiq resopló, preguntándose si el Amo estaría mirando ahora a través de la cámara en el techo o tendría cosas mejores que hacer. Tal vez sí estaba viendo a Halley desnudo salvo por los calcetines negros y reclinado sobre la estructura, y también a él, dudando a su lado.
—Hagamos un pacto, señor. Se lo pondré y le haré lo que me pida, pero con una condición.
—¿Con una condición?—se notaba que al profesor no le había hecho gracia esa última salvedad, pero también que tenía ganas de saber cuanto antes lo que Samiq tuviera que decir.
El esclavo continuó acariciando la espalda de Halley, bajando la mano hasta sus nalgas y deteniéndose allí por un momento.
—Vamos a usar un código de colores, señor. Esto es lo que hace tiempo el Amo y Simut hacían conmigo. Cuando yo le pida que me diga un color, o cuando usted quiera sin que yo se lo pida, usted me dirá "verde", "ámbar" o "rojo", como en un semáforo. "Verde" significa que todo va bien y que podemos continuar con lo que hacemos—explicó tras una breve pausa para tomar aire—"Rojo" significa "quiero que pares ahora mismo". Si me dice "ámbar", podría parar también si necesita una pausa, o si quiere cambiar algo o que hablemos. ¿Lo entiende, señor?
—Eres un amor, Gato. Es un lindo jueguecito, gracias. ¿Podemos empezar?
La luz parpadeó un par de veces sobre sus cabezas y la bombilla zumbó amenazando con apagarse, aunque finalmente se mantuvo encendida. Tal vez convendría buscar algunas velas, pensó el esclavo. Por si acaso.
—Bueno. Deje que le coloque bien y le prepare un poco antes, señor.
Desenganchó del collar la correa de cuero y la dejó colgada de un saliente en el mismo reclinatorio. A continuación, se colocó de nuevo detrás de Halley y le instó a separar las piernas y a levantar las caderas unos centímetros sobre la rugosa superficie. Deslizó la mano entre los muslos del sumiso para tomar con suavidad sus pelotas y tirar con cuidado de ellas hacia atrás, dejando que colgaran fuera de la estructura de esparto sin apoyarse en ella.
—Llevo casi tres días con dolor de huevos—gruñó Halley.
No se había masturbado desde la noche que había pasado en la habitación de arriba con Samiq. Eso había sido el miércoles, y estaban a Sábado.
—Oh, vaya. ¿Color?—inquirió Samiq mientras le palmeaba suavemente las pelotas.
—Verde.
—Bien...
El esclavo dio un paso atrás para valorar si la posición del sumiso en el reclinatorio era correcta y estable. Tragó saliva y no pudo evitar darse un rápido frotamiento entre las piernas al ver aquel culo aun marcado en primer plano, y, bajo él, el turgente escroto que también podría ser torturado.
—Puede frotarse contra la parte de arriba del banco si está cachondo—murmuró, sabiendo que el pene del sumiso tenía contacto pleno contra la rugosa superficie de la estructura—pero no lo haga muy fuerte o se hará daño, señor. Si siente que se va a correr, avíseme.
No pasaba nada si Halley se corría en el reclinatorio. Como todo lo demás, el armazón sería limpiado rigurosamente tras la sesión, pero, al igual que en aquel primer encuentro en el Tres Calaveras, Samiq pensó que controlar el orgasmo del sumiso sería interesante. Tal vez porque sabía por experiencia propia que eso, a la larga, le daría placer a éste.
—Me has llevado a la mazmorra de los cerdos—masculló el profesor. Ya había sentido el áspero roce de las hebras de esparto en su masculinidad, y lo cierto era que no le había disgustado del todo—parece que estoy en una granja. Dime que no hay un caballo escondido para sodomizar gente.
Samiq rió con ganas.
—No se preocupe, no hay ningún animal aparte de usted y yo— se inclinó para ajustar en torno a los muslos de Halley unas correas que mantendrían a este fijo en su posición sobre la estructura. No hacía falta apretarlas demasiado para que realizaran su función. El profesor jadeó al sentir que le inmovilizaban y movió las caderas para obtener fricción en su miembro; intuyó que terminaría con la polla en carne viva al final de la noche, pero eso no le hizo detenerse.
—Gato. Todo esto me pone cachondo y no debería ser así...
—Shh... disfrute su sumisión, señor—el esclavo se inclinó para depositar un suave beso entre los omóplatos de Halley—¿Por qué no se abre el culo y me muestra su lindo agujero?
Aquella propuesta hizo que las caderas del sumiso volvieran a golpear con fiereza contra el reclinatorio.
—Está bien—Halley puso ambas manos sobre sus nalgas y tiró de ellas todo lo que pudo para separarlas y así mostrar su ano a Samiq—¿Así?
—Qué cochino, señor. No le he tocado y mire cómo se mueve ya sólo por obedecer. ¿Tanto le pone enseñar el agujero del culo?
Halley gimió por toda respuesta separando sus nalgas a tensión todo lo que podía. Era verdad.
—Ya te dije que soy un perro vicioso.
—Bueno—sonrió Samiq, deslizando la punta del dedo índice en la delicada y tirante zona perianal—Me gusta que esté caliente, señor. Espéreme con el culete abierto mientras voy a buscar un poco de lubricante y a preparar las cosas, ¿sí?
—Hah, Gato. Por favor, date prisa.
Más tranquilo tras contar con el simple código de colores para comunicarse, Samiq se giró hacia el lavadero y abrió el grifo del agua caliente. No, no dejaría que aumentara demasiado la temperatura, no iba a ser tan cruel de preparar un enema que escaldara a Halley por dentro, como tampoco usaría agua helada.
Cuando el líquido caía tibio, abrió la bolsa de plástico por su parte superior y empezó a llenarla. No más de un litro, un poco menos quizá; después de todo era la primera vez que Halley recibía aquello, ya que de otro modo el sumiso no habría preguntado.
Una vez llenó la bolsa, la colgó en el soporte y rodó la yema del dedo sobre la ruedita que pinzaba el grueso tubo conectado a ella, a fin de darle paso al líquido y purgar el sistema. Para terminar, retiró el envoltorio estéril de una sonda rectal que tendría unos 30 centímetros de largo y unos 15 mm de diámetro, y acopló el extremo rígido de ésta -una pieza pequeña de color verde- al tubo que salía de la bolsa. Abrió de nuevo la llave de paso para purgar la sonda y quitarle el aire, llenándola de agua hasta que goteó; luego cerró el sistema y buscó el bote de lubricante.
Cuando volvió junto a Halley arrastrando el soporte con ruedas, encontró al sumiso en la misma posición en que le había dejado: sujetándose ambas nalgas separadas y mostrando su culo abierto, temblando ostensiblemente sobre el banco de castigo.
—Buen chico...—musitó, dejando el enema preparado a un lado y enchufando directamente la boquilla del bote de lubricante en el ano del profesor—voy a lubricarle por dentro, no se asuste.
—Ngh...
No, el profesor parecía cualquier cosa menos asustado, decididamente. Samiq le observó mover las caderas con entusiasmo y retorcerse sobre el reclinatorio cuando apretó el bote para llenarle de gel incoloro y resbaladizo.
—Con cuidadito, señor—le advirtió mientras retiraba la boquilla del lubricado agujero para meter el dedo y empezar a masajearlo—eso es, ábrase todo lo que pueda.
Samiq vio como su dedo desaparecía limpiamente en las profundidades de aquel culo sumiso sin encontrar resistencia. Lo sacó, lo lubricó generosamente en toda su longitud, y volvió a meterlo de golpe hasta el fondo para deleite de Halley. Se vio a sí mismo jadeando detrás de él, recordando lo que el Amo le había dicho sobre follarse ese culo... no se acordaba de las palabras exactas, pero estaba seguro de que Argen había dicho que tal vez-sólo tal vez- le diera permiso para meterla en caliente.
—Color, señor. Por favor.
—Verde—respondió Halley con toda claridad—o quizá debería decir ámbar, sólo porque no tienes los cojones de sacarte la polla y metérmela.
Samiq jadeó y comenzó a follarle el culo con el dedo a buen ritmo sin comentar nada al respecto. A juzgar por cómo tragaba aquel hambriento agujero, pronto podría añadir otro dedo a la follada.
—Señor. Cuando le ponga el enema, le van a entrar unas ganas terribles de hacer caca...
—Hah, mierda, ya lo sé.
—Tiene que aguantar hasta que yo le diga, ¿lo entiende? no será mucho tiempo, sólo unos minutos. Entonces le quitaré las correas y podrá ir a cagar al sumidero, ahí al lado—el esclavo señaló una rejilla metálica en el suelo junto al lavadero—y aliviarse las tripas. Pero sólo cuando yo se lo diga.
—Ahg, Gato. Más.
Tendría que cagar delante de otra persona, algo que en su edad adulta jamás había hecho. Halley no había pensado en ello, pero, bueno, para todo tenía que haber una primera vez.
—¿Lo ha entendido, señor?
—Sí, joder—arqueaba la espalda y levantaba las caderas cuanto podía, sin dejar de frotarse contra la tosca superficie del reclinatorio. El lubricante había desbordado su agujero y ahora Halley podía notar cómo chorreaba sobre su escroto—Gato, dame más...
—¿Le han azotado en los huevos alguna vez, señor?
—¡Gnnnf! Dios, no.
Samiq dio un firme cachete con los dedos en las colgantes pelotas.
—Color, señor.
—¡Ah-hh! ...Verde.
—¿Está seguro?
Volvió a cachetearle un par de veces seguidas en la misma zona, un poquito más fuerte.
—Ngh, sí. Verde, joder.
—Prepare ese culo glotón y recuerde que tiene que retener el líquido por su propio bien, señor...
Tras decir esto, Samiq introdujo sin más aviso un tercio de la sonda en el recto del sumiso. Empujó un poco pensando que los músculos de éste protestarían contrayéndose, pero el tubo flexible de látex avanzó sin resistencia unos centímetros más.
—Muy bien, marranito. Suelte sus nalgas y deje los brazos colgando—indicó a Halley. Se daba cuenta de que inconscientemente buscaba formas de insultarle con cariño, si acaso eso era posible—¿Color?
—Verde...—jadeó el profesor. Notaba el tubo rígido abriéndose paso dentro de su cuerpo, invadiéndole manejado por la cuidadosa mano de Samiq. Se sentía extraño, pero no necesariamente desagradable después de que le hubieran ensanchado a dedo.
—Sabe que por culpa de esta mierda se va a poner a cagar, y la va a liar—el Dorado introdujo la sonda casi por completo, y la sostuvo fija mientras rodaba de nuevo la ruedita del sistema hacia arriba para que comenzara a caer el agua a goteo moderado—y va a oler mal, y será un desastre.
—Ahg. Espero llegar al sumidero, Gato.
—Yo también espero que llegue. ¿Color, señor?
—Verde, maldita sea.
Samiq soltó un momento la sonda, dejando el sistema abierto y permitiendo que el agua siguiera fluyendo hacia dentro del cuerpo de Halley.
—No se mueva—le advirtió mientras fue un momento al lavadero para coger la vara—reténgalo.
En el despacho dos pisos más arriba, Simut seguía arrodillado pero ahora su cara se enterraba entre las piernas de Argen, quien continuaba sentado en su silla mientras miraba un cuadro de pantallas en su portátil abierto. La transmisión tenía un ligerísimo desfase, pero la cámara en Trébol -cuyo zoom podía regular desde su ordenador- enviaba imágenes de resolución casi perfecta a todo color. Desde su asiento veía a su segundo Dorado introduciendo aquel grueso catéter en el culo del sumiso, y cómo las caderas de éste se agitaban pidiendo más. No podía oírles, y eso era una pena, pero veía bien las expresiones de sus caras.
Simut tiró suavemente hacia abajo de los pantalones del Amo. No quería interrumpir aquel momento para decirle que le sería más fácil trabajar si se los quitaba, y entendía que el Amo sabía que era así. Lejos de oponerse, Argen movió las piernas para ayudarle a sacar la molesta prenda.
—¿Me encuentras deseable, Simut, a pesar de todo?
—¿"A pesar de todo", Amo?—Simut creyó saber a qué se refería el Amo con aquellas palabras, y se entristeció un tanto. Sabía que cada cierto tiempo, tal vez a causa de viejos fantasmas, Argen pasaba por una especie de "crisis" en las que dudaba de todo lo referente a sí mismo. Especialmente de su físico, por una serie de razones.—Claro que le encuentro deseable. Siempre.
Simut podía comprender los desencuentros del Amo consigo mismo en lo referente al físico. Pero a él, particularmente, este factor no le influía demasiado en su deseo, o no al menos en el sentido que Argen podría llegar a dudar.
Refugiándose tras la máscara, Argen exhaló un pequeño suspiro y separó un poco las piernas, cargándolas después sobre los hombros de su esclavo. Se había movido por pura inercia, pues aquella era la postura que solían tomar siempre que Simut le hacía sexo oral de rodillas. Sofocó un gemido cuando sintió aquella tímida lengua de nuevo entre las piernas y se reclinó contra el respaldo sin dejar de mirar la pantalla ante sí, dándole a entender a Simut que siguiera adelante.
—No quiero que hagas nada que no desees, Simut.
Las manos del primer Dorado aferraron los muslos de Argen con atrevimiento y treparon hasta sus nalgas. Sin dejar de lamerle entre las piernas, el eslavo se movió lateralmente y rotó las caderas para frotarse contra la pierna del Amo y demostrarle así que no había de temer la ausencia de deseo por su parte. No iba a parar de jugar con la lengua para decirle al Amo que, de no disfrutar haciendo aquello, sería imposible tener aquella erección... suponía que no era necesario dar aquel paso intermedio.
—Oh. Qué bueno, Simut...
Argen se removió sobre su asiento y frotó como pudo la pierna contra el miembro duro del esclavo. En la pantalla ante sí, Samiq daba pequeños golpecitos con la vara en la bolsa escrotal del sumiso mientras el agua del enema seguía cayendo para llenar a éste por el culo. Aproximadamente un tercio de la bolsa ya estaba desaparecido y ese agua fuiría ahora por las entrañas de Halley, quien tendría que haber empezado a esforzarse ya denodadamente por no expulsarla.
—Reténgalo—susurró Samiq.
—Ahg...—el sumiso lloraba de nuevo como un niño y se estremecía sobre el banco—m-me duele... me va a reventar el intestino...
—Claro que le duele, ya se lo advertí. ¿Color, señor?
—Nnf... ¡Verde!
Samiq se quitó la goma que había utilizado para recogerse el pelo y se agachó para colocarla desde atrás estrangulando las pelotas de Halley, dando al elástico un par de vueltas en torno a ellas. El profesor se movió tan fuerte que Samiq tuvo que sujetar la sonda rectal en su sitio; nunca había sentido una compresión semejante en aquella zona y por primera vez se dio un pequeño susto, aunque confiaba en que Samiq sabía lo que hacía hasta para montar un torniquete.
—G-gato, Gato...—no sabía de qué quería alertarle. No sabía si decir "me duele", "me cago" o "me corro", así que sólo boqueó su nombre.
—Señor, está aguantando muy bien—Samiq continuó chasqueando pequeños golpes de vara en aquel escroto que ya empezaba a amoratarse—¿Color, por favor?
Por un momento, Halley pensó en decir "ámbar", sólo por la inquietud de que aquella maniobra de la goma fuera peligrosa para su salud. Pero, pensándolo bien, qué más le daba si Samiq le dejaba los huevos negros o se los arrancaba de cuajo... no se regocijaba pensando que lo mereciera, pero, realmente, sentía que de hecho merecía cualquier cosa que pasara allí, incluso si terminaba lisiado. Había sido él quien fue buscándolo (buscando catarsis, dolor, penitiencia; buscando retorcidamente a Kido, lo que fuera), después de todo.
—Verde—jadeó. En ese preciso momento, un poderoso retortijón le hizo estremecer.
—¿Eso han sido sus tripas? pobrecito Halley...
"Bip-bip". De improviso, el teléfono que llevaba el esclavo en el bolsillo vibró de forma impertinente para señalar un mensaje entrante.
«Cuando termine de expulsar todo, lávale el culo y fóllatelo. Tienes permiso para correrte, pero sólo dentro de su culo.» leyó Samiq en la pantalla. Tuvo que releer aquel mensaje varias veces pues de pronto se sintió aturdido. Guardó el móvil de nuevo en el bolsillo y echó una mirada a la bolsa de agua, ya vacía excepto por el último tercio y empezando a arrugarse. Queriendo terminar con aquello lo antes posible (al menos con la parte del enema), Samiq aceleró el goteo del sistema en aquel último tramo.
—Gggh... G-gato...—el pobre Halley apretaba los dientes y se sacudía sobre el rudo trenzado del banco. Sus tripas protestaban, su culo quería vomitar fuego y sus pelotas ardían aunque comenzaban a sentirse acolchadas. Con todo y con eso, sentía el irritado miembro aun hinchado y duro, humedeciéndose contra el tejido de espadaña, al parecer incluso disfrutando el dolor al frotarse ahí.
Aun corriendo el riesgo de que las tripas del profesor se vaciaran de golpe, el esclavo sintió el impulso de asestar un varazo más fuerte que marcaría la delicada bolsa testicular con una franja horizontal en tono violáceo.
—¡AHG! ¡Cabronazo!—el profesor dio un brinco sobre el banco, cerró los ojos con fuerza y gritó cuando la vara silbó y le mordió la piel en aquella última estocada. Desde hacía un rato sollozaba y moqueaba sin dejar de moverse, milagrosamente apañándoselas para retener el enema en su cuerpo.
—¡Mierda, lo siento, señor...!—Samiq se mordió el labio, maldiciendo por haberse dejado llevar—Pobrecito, lo siento, lo siento...—¿En qué demonios pensaba? ¿por qué le había hecho daño gratuito al sumiso? observó como la fina piel se abría tras el varazo y un trío de pequeñas gotitas de sangre comenzaban a florecer como perlas en rojo brillante—Ay, señor, lo siento, lo siento...
Rápidamente, el esclavo se agachó detrás de Halley para retirar la goma elástica que comprimía las pelotas de éste. A falta de una gasa o similar, frotó suavemente la castigada piel con los dedos tratando de calmarla.
—D-duele, joder... Gato, no aguanto.
Samiq cerró la llave de paso del sistema en el soporte y empezó a aflojar una de las correas que fijaban los muslos del profesor al banco. De pronto se sentía absurdo preguntarle por el color del semáforo, pero aun así lo hizo.
—Color, señor. Por favor.
—Verde...—lloró el sumiso—pero me cago.
—Respire despacio, señor...—murmuró Samiq, desabrochando por fin la correa y desplazándose hacia el otro para retirar su homóloga en la pierna contraria del profesor—Aguante. Si aguanta le daré todos los besos que quiera...
Argen comenzó a correrse contra la lengua de Simut. En la pantalla, Samiq ayudaba a bajar a un apurado Halley del reclinatorio y le acompañaba a la zona del lavadero. El profesor logró llegar hasta el sumidero y se agachó para desahogarse por fin, temblando encogido, agarrándose al borde del lavabo y la tubería desnuda bajo el mismo para no caer sobre la propia materia fecal que tan violentamente desalojaba de su cuerpo.
—Levántate, Simut—masculló el Amo cuando volvió en sí tras el intenso orgasmo—bájate los pantalones y mastúrbate para mí.
Samiq acompañó y atendió a Halley cuanto pudo en los procesos que siguieron. Suponiendo que el profesor se sentía indispuesto tras expulsar aquella bomba fecal, le acomodó en una de las dos sillas contra la pared y fue rápidamente a limpiar los restos de la fechoría en el sumidero. Usó para ello una manguera que conectó al grifo del lavadero, con la cual también limpió el reclinatorio. Había restos frescos de sangre y semen entre las fibras trenzadas, vaya... al parecer, Halley se había corrido sin ni siquiera poder avisar.
Cuando terminó la limpieza elemental para que ninguno de los dos muriera por la peste en aquel establo, el Dorado ayudó de nuevo a Halley a levantarse y a reclinarse contra el lavabo. Tras indicarle que separara las piernas, usó un par de esponjas desechables para lavarle el culo, enjabonándole con la mano derecha entre las nalgas y sosteniéndole con el otro brazo al ver que le temblaban las piernas.
—Mi dulce Halley. ¿De dónde le viene esta locura por hacerse daño...?—musitó mientras se afanaba en retirar salpicaduras de inmundicia sobre su piel.
Samiq no se dio cuenta del pronombre posesivo que había empleado, pero el profesor sí. Casi sonrió mientras, con los ojos cerrados, se dejaba lavar mansamente hasta por los más recónditos rincones.
—No puedo decirlo...—jadeó—es un secreto de estado.
El Dorado suspiró mientras tomaba un poco de papel higiénico (lo único remotamente parecido a una toalla que podía encontrar allí) y comenzaba a secar al sumiso. O a intentarlo, más bien.
—Vaya, qué guarrada. Espere... creo que tendré que aclararle con la manguera, no se mueva.—el papel higiénico se deshacía en sus manos contra la piel de Halley y no hacía más que esparcir los restos de mierda y jabón. Qué frustración. El esclavo hizo de tripas corazón, dejó el rollo de papel a un lado y sujetó al sumiso desde atrás para darle apoyo contra el lavabo—agárrese con las dos manos al borde, señor. Será sólo un momento...
Al menos podía regular la temperatura del agua. Dar un manguerazo con agua fría a una persona desnuda en un sótano se sentía como algún tipo de tortura nazi, pero gracias a dios no tendría que hacerlo así. Una vez el agua se templó, Samiq usó la manguera con el máximo cuidado que pudo para duchar de cintura para abajo al profesor y arrastrar los restos de heces y jabón entre sus glúteos y piernas, mientras con el otro brazo seguía sosteniendo al hombre contra el lavabo y su propio cuerpo.
—Ya casi estamos, señor...—por supuesto, en lo último que pensaba Samiq mientras hacía todo esto era en follar. Aunque, quizá por tener al sumiso desnudo tan cerca, tampoco era que su excitación se hubiera evaporado. Aun la propuesta del Amo seguía en el aire, y el Dorado lo sabía ("tienes permiso para correrte, pero sólo dentro de su culo"); era imposible no caer de forma recurrente en recordar aquella frase impresa sobre la pantalla.
—Gato... me estoy muriendo.
—¿Qué?—alarmado, Samiq cerró el grifo y ayudó al profesor a girarse parcialmente para mirarle a la cara. ¿Muriendo? Eso sería en sentido figurado, claro...—¿muriendo, señor?
¿Qué le pasaba a Halley? ¿le dolía el estómago? ¿tenía frío? ¿ganas de vomitar? al esclavo le parecería lógica cualquiera de estas cosas.
—Me siento... muy mal...
—Oh, ya, señor... venga, venga conmigo...—Se daba cuenta de que lo mejor que podía hacer era sacar a Halley de Trébol lo antes posible. Acababa de ducharle y no tenía con qué secarle ni con qué abrigarle, por no mencionar que ni siquiera contaba con una superficie limpia donde el sumiso se pudiera tumbar. Por otro lado, necesitaba solución antiséptica para curar la rotura de piel en su escroto y eso tampoco podría encontrarlo ahí abajo. Cerca del autoclave bajo la escalera había un kit de primeros auxilios, pero no parecía tener mucho sentido usarlo si lo que pretendía era curar a Halley en un ambiente mejor—Agárrese a mí, vamos a salir de aquí. ¿Se marea?
Vaya marrón. Pero con todas las letras. Mientras caminaba con el renqueante sumiso hacia la pesada puerta, Samiq sacaba el móvil con la mano libre y tecleaba un mensaje:
«Amo, Halley se encuentra revuelto. Solicito permiso para llevarle a una habitación donde por lo menos pueda tumbarse. Gracias.»
Tal vez había formas más educadas de dirigirse al Amo, pero Samiq no sacó serenidad para pararse a pensar. Intuía que nada grave le ocurría al sumiso, o al menos nada que no fuera lógico tras lo que acababan de hacer, pero le agobiaba verle así, casi a punto de caerse redondo. Pobre Halley.
Durante los años que pasó en Zugaar, Samiq había recibido formación suficiente para saber que la administración de enemas -y los juegos anales en general- en personas sensibles podían llevar a una hiperestimulación del nervio cardio-pneumo-gastro-entérico, más conocido como nervio vago. Y esto se traducía en lo que técnicamente llamaban caída vaso-vagal, o síncope en lenguaje coloquial. Era posible que Halley experimentara temblores, mareos e incluso pérdida de conocimiento y caída de la tensión arterial tras lo que acababan de hacer; tenía que llevarle a un lugar seguro donde pudiera acostarle y elevarle las piernas como primer paso, para luego seguir valorándole como necesitaba.
Cuando estaba a punto de dirigirse arriba con Halley, al pie del primer peldaño en la escalera de caracol, recibió la respuesta del Amo.
«Llévale a la 7. Mantenme informado de su estado.»
Argen estuvo a punto de añadir la orden: "cuídale" al final del mensaje, pero finalmente no la escribió. Samiq le había demostrado de sobra que no hacía falta decírselo, y, por otra parte, Argen quería seguir observando de cerca lo que le salía hacer a su esclavo de forma natural y por propia iniciativa al margen de una voluntad externa.
—Apóyese en mí, señor bonito—Samiq se preguntó si el profesor podría subir las escaleras. Se le veía relativamente estable, aunque su pobre cuerpo estaba hecho un cuadro: desnudo, mojado, sangrante y marcado entre las piernas. Samiq no terminaba de asumir que eran sus propias manos las que habían llevado a Halley a aquel estado, ¿realmente él había sido quien le dejó así? una vez fuera de la mazmorra, le resultaba difícil creerlo—Siento tanto haberle hecho daño... lo siento de verdad...
El profesor sonrió al escuchar aquella voz que se adelgazaba en un susurro apocado.
—Estoy bien, monada. Sólo... asqueado.
—¿Cree que podrá subir? ¿quiere que busque ayuda?
Sólo estaba el sobrecargado Simut para ayudarle -y seguramente iría atacado de los nervios en la sala- pero, si era necesario tomar en brazos al profesor, no habría más opción que llamarle a él. Afortunadamente, Halley negó con la cabeza de un modo que a Samiq le pareció convincente.
—Puedo hacerlo. Pero estoy desnudo.
El Dorado casi se rió.
—Ha estado desnudo todo el tiempo, mi querido señor...—de nuevo se le escapó el posesivo, y de nuevo no lo notó—pero no se preocupe. Podemos ir directamente a los ascensores sin pasar por la sala; no le verá nadie, excepto quizá los que vayan al baño.
Si Samiq y Halley hubieran pasado por la sala principal tras el precario ascenso, hubieran visto una imagen difícil de olvidar. Ante la barra se había formado una marabunta de personas reclamando ser atendidas, y, tras ella, una airada Arisa discutía a gritos con Simut, recién éste acababa de llegar del despacho del Amo. Arisa había tenido que relevar al Primer Dorado tras recibir quejas desde el piso de abajo, y, dado que no tenía trabajo en el guardarropa, no le había quedado más opción que pasar de florero a camarera. No le había hecho ninguna gracia el cambio de puesto y, aunque sabía que la circunstancia no era culpa de Simut, ahora soltaba sapos y culebras por la boca sin control y sin freno. Al fin y al cabo ella no estaba dentro del "mundillo de la sumisión y toda esa mierda"; le parecía muy bien que un esclavo abandonara su puesto de trabajo en virtud de rendir pleitesía al dominante de turno, pero entendía que ella no tenía que pagar las consecuencias. Todo eso y más le gritaba a Simut en la cara en aquel momento, muy ofendida, pero ni Samiq ni Halley presenciaron dicha escena.
—T-tengo frío...
Al pobre Halley le castañeteaban los dientes cuando llegaron a los ascensores. Samiq trató de darle calor abrazándole con todo su cuerpo y alargó la mano para darle al botón de llamada. No tenía ni una maldita manta para echarle por los hombros.
—Ay, señor. Es culpa mía, tenía que haberlo previsto... en seguida llegaremos, se lo prometo.
—...¿Dónde me llevas?
Las puertas del ascensor se abrieron ante ellos con el característico zumbido deslizante.
—A la habitación donde descansó la otra noche, señor—respondió Samiq en voz baja, tirando suavemente de Halley hacia el interior de la caja metálica—La de la bañera redonda, ¿recuerda?
El sumiso se dejó conducir como un corderito hacia el interior del ascensor. Afortunadamente, no se habían cruzado con nadie en su camino hasta allí y eso le había relajado. Se le veía con algo de mejor color ahora, aunque quizá eso era culpa de la tonalidad rojiza de la luz en el ascensor.
—Oh—recordaba la habitación, claro que sí. Cómo olvidarla—un baño...
—Sí, señor. Un baño caliente le sentaría bien—corroboró Samiq—¿se encuentra un poquito mejor?
Halley arrugó el entrecejo y su gesto se contrajo como si tratara de frenar una náusea.
—Estoy hecho polvo—respondió con una mueca de asco—necesito café. Pero si lo tomo, vomitaré.
Las puertas del ascensor se deslizaron de nuevo ante sus ojos tras la pequeña sacudida cuando la jaula llegó a su destino.
—¿Café?—Samiq rió y besó la mejilla de Halley—encanto de señor, menos mal que no le voy a dejar solo.
—No, por favor. Hoy no.
Ambos se encaminaron juntos por el pasillo, el profesor apoyándose en el esclavo costado a costado, Samiq rodeándole por la cintura. De nuevo la llave volvía a estar puesta en la cerradura de la habitación siete al final del corredor, como si fuera verdad eso de que nada quedaba al azar en aquel edificio. Sin soltar al sumiso, el Dorado giró la llave y abrió la puerta del cuarto.
—Ah, señor. Lo siento, hay mucho trabajo y mi hermano está solo. Pero le prometo que me quedaré con usted hasta que se duerma, si quiere.
El esclavo pulsó un interruptor en la pared y la habitación se iluminó con un suave y cálido resplandor, descubriendo el mismo mobiliario que el profesor recordaba a la perfección de la vez pasada: la cama con dosel de recia estructura y madera oscurecida, la cómoda, las velas.
—¿Tú no duermes nunca, Gato?
—Los gatos callejeros no dormimos demasiado, pero es porque no queremos—Samiq le guiñó un ojo al sumiso mientras le conducía hacia la cama—Señor, échese. Deje que le tape un poco mientras le preparo el baño.
No era que quisiera cuidarle por el hecho de haberle dañado. No era por expiar ninguna culpa que quisiera hacer sentir mejor a Halley, sino porque le gustaba pasar tiempo con él, y también porque promover bienestar para él estaba empezando a ser importante. Pero esto Samiq no llegó a razonarlo.
El sumiso se recostó sobre el mullido colchón y dejó que el otro le cubriera con la colcha de color negro brillante. Por mucho que tratara de parapetarse tras una coraza de amianto incluso cuando lloraba, la dulzura del esclavo le tocaba a Halley más allá de la piel. Ahora, como bien había dicho, se encontraba hecho polvo y la tentación de dejar sus defensas caer era fuerte.
—Eres un cielo, Gato—murmuró, cerrando los ojos y acurrucándose bajo el calorcito de la ropa de cama.
—Oh, señor. Cómo puede decir eso. Mire cómo le he dejado...
—Con dolor de huevos—masculló el profesor, sin explicar a qué tipo de dolor se refería exactamente— y literalmente hecho mierda, pero yo te lo pedí. Por cierto, si vuelvo a pedirte esa putada del enema, dime que no.
Samiq no pudo evitar un risita. Era cierto que el profesor le había pedido caña, pero él se sentía culpable aun así. Había visto el culo amoratado del sumiso cuando éste se reclinó sobre el banco, magullado aun con las señales de su pasado encuentro, y eso le había excitado de manera brusca. Le había metido una sonda de gran calibre por el culo y golpeado en las pelotas con una vara, y sabía bien que había llegado a disfrutarlo... ¿qué diablos le estaba pasando? Después de aquella sesión de tortura en Trébol, ahora veía a Halley sonriendo a ratos y le parecía que eso daba sentido a todo, incluso al hecho de que el sumiso se sintiera enfermo. Samiq no llegó a pensarlo, pero en realidad movería montañas por aquella mueca remotamente parecida a una sonrisa en el rostro del profesor.
—Tomo nota, señor guapo.
Los labios de Halley se curvaron en aquella línea contenida que tanto agradaba a Samiq.
—Gato... ¿tú tienes algún sumiso?—preguntó de sopetón, sin abrir los ojos.
Samiq se retiró un poco hacia el borde del colchón, sin poder disimular su gesto de sorpresa. No le gustó demasiado aquella pregunta.
—¿Algún sumiso? no, qué va, señor.
—Sé que tienes Amo—se apresuró a aclarar Halley en un murmullo apagado—pero sé que hay esclavos que también son...
—Señor, señor, no. Sé lo que quiere decir, creo, pero no. Yo no soy así.
El esclavo se levantó y, dándose cuenta de que su voz había sonado cortante sin él pretenderlo, extendió el brazo para tocar el hombro de Halley bajo la colcha.
—Lo siento...—suspiró el sumiso, queriendo encogerse bajo la ropa de cama.
—No se disculpe, señor. Tiene razón, hay personas de rol ambivalente que pueden tener propiedad y a la vez serlo. Pero de verdad que no es mi caso...—¿por qué se sentía obligado a insistir y a dar explicaciones? ¿por qué demonios se tomaba tan apecho que el sumiso pudiera confundirse y pensar eso de él?—Yo me debo al Amo Argen, y a nadie más. Aguarde un minuto, voy a preparar la bañera.
Y antes de dar opción a que el sumiso pudiera responder, salvó la escasa distancia que le separaba del cuarto de baño dentro de la misma habitación.