—Señora, si quiere volver a la bañera cuando termine le retiraré la cera de la espalda...—musitó Ybara tímidamente.
Había seguido a Dama Luna hasta la habitación principal, pero se había quedado parado unos pasos por detrás mientras ella revisaba el mencionado cuadro de mandos en la pared junto a la puerta. De pie, con las piernas ligeramente separadas como dictaba el protocolo y las manos atrás, ya visible el abultamiento que levantaba de forma rotunda el paño colocado entre sus piernas, el esclavo simplemente esperaba el siguiente movimiento de la Dama.
La visión del cuerpo de ella le absorbía acaparando toda su atención, distrayéndole de todo cuanto había a su alrededor. Devoraba con los ojos el rojo rabioso de la cera contra la blanca piel -y eso que con el movimiento se habían desprendido algunas lascas resecas-, las hebras plateadas de cabello derramadas sobre sus hombros, la redondez incólume de sus nalgas.
Ella consultaba algo anotado en un papel mientras manipulaba con cuidado el panel que había descubierto en la pared tras una pequeña compuerta.
—Ya está...—murmuró para sí cuando se escuchó un doble pitido en la sala. En el panel, la luz verde que había reinado hasta hacía un segundo en el margen superior fue sustituída por una roja.
La Dama se volvió hacia Ybara entonces, sonriendo con cierto nerviosismo como si acabara de hacer una fechoría. Siempre había disfrutado rompiendo reglas, y ahora se sentía aún más placentero hacerlo sabiendo que había sido su propia hermana quien había puesto las normas. En realidad las dos hermanas experimentaban sentimientos encontrados la una para con la otra desde que tenían uso de razón -lo cual, por otra parte, sería fácil de dilucidar al verlas juntas durante una temporada-, pero en cualquier caso eso es otra historia.
Ybara se lamió los labios e intentó no dirigir los ojos hacia la mata canosa de vello en el sexo de Dama Luna.
—Señora, ¿sigue queriendo que la rasure?
Ella asintió y se acercó a él.
—Sí. Volveré a la bañera—añadió en un susurro y súbitamente abrazó a Ybara, rodeándole los hombros desnudos con los brazos y enroscando una pierna como el tallo de una enredadera en torno a sus muslos, pegándose a él cuerpo contra cuerpo—pero antes...
La Dama ladeó levemente la cabeza y lentamente se acercó más hasta chocar con Ybara labios contra labios. Sonrió allí segundos antes de entreabir la boca y comenzar a besarle largo, lento, dulce. Fue un beso tímido al principio, de tanteo al probarse mutuamente, pero instante a instante se fue haciendo más profundo, más húmedo, hasta que los dos terminaron respirando aceleradamente el uno en el otro y comiéndose las bocas con ansia.
Ybara abrazó por impulso a la Dama sin dejar de responder al beso. El esclavo se estremecía con cada oleada de sabor y cada osado lengüetazo; sabía muy bien que alguien de su condición jamás podría ni soñar con ser besado así tras aquellos muros , casi como a un igual, con tan claro pulso de deseo. La lengua de la dama se retorcía con la suya y esto tenía efecto entre sus piernas, dejándole a cada momento más duro e incluso haciéndole humedecer la tela que le cubría; una erección terriblemente dolorosa y animal que Ybara necesitaba con urgencia presionar contra algo, tocar, agarrar fuerte.
Como si pudiera leer la mente de Ybara, la Dama dio un par de lametones a los labios de éste y le agarró con firmeza por debajo del taparrabos, sin poder evitar gemirle en la boca y dar un par de sacudidas al enhiesto miembro antes de romper el beso.
—Qué duro, Ybara...
—Lo siento, Señora.
Él rehuía mirarla otra vez, avergonzado y respirando de prisa, el corazón un tambor desaforado en el pecho.
Ella volvió a beberle los jadeos hambrienta, secuestrándole el labio inferior entre los dientes sin dejar de pajearle. Cuando por fin le soltó, dio un pasito atrás y se relamió mirando la tienda de campaña en la tela, coronada por aquella manchita de humedad. Ella también sentía urgencia entre las piernas y fuego en el cuerpo; chorreaba por el coño con sólo mirar aquel tronco duro bajo el taparrabos y, por instinto, se llevó a la nariz la mano con la que le había tocado.
—No te disculpes, por favor...
—Sólo es que no puedo... controlarlo, mi Dama.
El esclavo maldijo en su fuero interno al darse cuenta de que había vuelto a escapársele el "mi", aunque de nuevo a ella no pareció importarle.
—Ya lo sé...—murmuró ella, volviendo a extender la mano para rozarle por encima del taparrabos con las puntas de los dedos—me encanta.
Sin dar tiempo a que él pudiera reaccionar, Dama Luna le despojó de la tela que le cubría con un seco tirón. Se mordió los labios durante el escaso par de segundos que invirtió en contemplarle, suficientes para llenarse los ojos de cuanto veía en él; acto seguido volvió a agarrarle y de esta forma, tomándole por el miembro henchido y duro, tiró de él para cruzar la habitación como si le llevara de la mano.
—Ven aquí.
Se detuvo justo ante una silla junto a la chimenea, al lado del diván de donde ella había "resurgido" cuando Ybara había entrado por primera vez a la habitación. En comparación con la suntuosa tapicería del diván, la silla se veía burda contra la pared, casi parte del mobiliario que una casa rural tendría, con su asiento de esparto y el respaldo tosco de madera sin tratar.
La Dama sonrió y entonces empujó sin previo aviso al esclavo hacia atrás, quien cayó sentado en la silla, ya totalmente desnudo.
Ybara sentía el calor de la fiebre en las venas y cómo la cabeza le daba vueltas a velocidad vertiginosa. Pensaba en la bañera aún llena cuya agua iba a enfriarse gracias al cambio de planes; pensaba a la vez que eso le importaba un cuerno y que no tenía ni idea de lo que Dama Luna se proponía, pero eso daba igual, quería dejarla hacer, quería dejarse llevar. Al fin y al cabo eso era lo que hacía un esclavo, ¿verdad?: obedecer. Sin resistirse.
—Eres mío esta noche...—murmuró ella, la voz regocijándose en la partícula posesiva pero al mismo tiempo, de forma inexplicable, empapada aún de timidez. La timidez de lo nuevo.
—Dama, lo soy.
—Estate quieto...
Igual que si estuviera apaciguando a un caballo bravo y joven, la Dama palmeó el muslo del esclavo y se inclinó para besar suavemente su mejilla, su sien, sus labios. Trepó con la mano derecha por detrás de su cabeza y tanteó hasta encontrar el cáñamo flexible que sujetaba su cabello; tiró de él con cuidado hasta liberar la mata de pelo oscuro que llegaba un poco más abajo de los hombros del esclavo. Resistiendo el impulso de besar a Ybara de nuevo y de encaramarse a su regazo, la Dama estiró el trozo de caña en sus manos comprobando que era largo y daba para varias vueltas.
—Creo que esto servirá.
Murmurando para sí, Dama Luna se colocó detrás de la silla con el trozo de cuerda de cáñamo en la mano. Una vez situada detrás de Ybara, tomó con suavidad su mano derecha y luego hizo lo mismo con la otra para atar ambas muñecas juntas por detrás del respaldo de la silla. Como no podía ser de otro modo, el esclavo se dejó hacer, respirando hondo para relajarse tanto como sus nervios le permitían. Por alguna razón, el tener las manos atadas atrás le hizo endurecerse aún más y gotear; no recordaba nunca haber estado tan grande, tan rígido y tan mojado desde que llegó a la mansión. Sin poder evitarlo, dejó escapar un gemido por los labios entreabiertos cuando ella terminó de fijar el nudo en torno a sus muñecas y se inclinó para besarle el cuello.
—Tengo algo para ti, Ybara—susurró.
Él jadeó.
—¿Sí, mi Dama?
Se le iba la cabeza. Ya no sabía ni lo que decía.
—Sí. Voy a traerlo.
Dama Luna avanzó hacia un área en sombras de la habitación, donde a juzgar por el ruido de abrir y cerrar cajones había algún tipo de cómoda o mueble similar. Se tomó unos minutos rebuscando entre sus enseres y regresó llevando algo en las manos, algo que ella no miraba pues avanzaba abstraída en la mirada del esclavo cuyos ojos brillaban a la luz de las llamas.
Cuando llegó a un paso de la silla, la Dama le mostró a Ybara lo que traía en las manos. Se trataba de un collar, una tira de cuero sencilla de color negro, provista de una hebilla plateada y de un enganche para acoplarle una correa. Correa que ella también sostenía ante el esclavo en su otra mano: una cadena de eslabones ligeros y finos que sujetaba replegada, tendría más o menos un metro y medio de longitud.
—¿Eres un perro, Ybara?—gorjeó ella en tono juguetón—mi padre tenía perros de caza, muchos. Muchísimos.
¿Un perro? Él goteó más.
—Soy lo que Usted quiera, mi Señora.
Ella le sonrió casi con ternura. A pesar de la calidez en su mirada había también algo salvaje en sus ojos, un punto de locura infantil que a ratos Ybara no podía sino interpretar como un fulgor demente entre el eterno azoramiento. No le daba ningún miedo, en absoluto, pero sí le causaba incertidumbre pensar en lo que ella fuera a hacer con él; en realidad la veía capaz de casi cualquier cosa.
—Bueno...—dijo ella con una risita, dejando la cadena sobre los muslos de Ybara y extendiendo las manos hacia él para ponerle el collar—ahora vas a ser un perro por un rato. ¿Te importa?
—N-no me importa, mi Dama, claro que no.
Se había puesto tan tenso al sentir el cuero del collar contra la piel de su cuello que tartamudeó. Nunca, nunca jamás había llevado un collar en la mansión de la Reina Patricia, ni siquiera para juegos. Le habían vestido de mujer y escondido las pelotas entre las piernas, le habían puesto arneses y otros adornos para engancharle correas y cadenas, y muy variopintos atuendos, pero el collar era algo diferente. Era algo serio allí.
Un collar en la mansión de la Reina Patricia era símbolo de propiedad. Significaba que un esclavo ya no estaba a libre disposición de las Dóminas, sino que pertenecía a una Ama o Casa en concreto. Existían códigos de materiales y colores para los collares que llevaba un esclavo; las propiedades de mayor rango, como el hombre que le había hablado a Ybara en el comedor, solían llevar un sencillo aro de oro o de plata soldado en torno a su cuello, mientras que los de categoría inferior llevaban bronce, cuero e incluso pedazos de cuerda trenzada.
Ybara se sentía desconcertado, desorientado, pero a pesar de ello -y sabiendo que ella probablemente se iba a reír- sintió el impulso de dar las gracias. Fuera como fuera, aunque sólo se tratase de un juego que nadie salvo ellos dos verían, llevar un collar colocado por Dama Luna era un honor o de golpe así lo sentía.
—Gracias, Ama—murmuró.
No supo exactamente por qué había dicho esa palabra, "Ama". No era que lo hubiera pensado. Tampoco lo sentía así, sabía perfectamente que él no era de ella, que él sólo era un esclavo sin dueño que la Reina Patricia había tenido a bien prestarle a su hermana por una noche, algo mucho más parecido a un juguete que a una propiedad. Pero qué demonios, ella le había puesto un collar... ¿no le daba eso a él alas para su propia fantasía, también?
Nunca pensó que diría esa palabra -Ama- desde el deseo. Siempre había pensado que, en caso de terminar siendo adoptado por alguien, la diría desde la obligación camuflada en la misma impecable conducta que día a día se esforzaba en mantener. La idea de ser adoptado se presentaba en su cabeza como un mero trámite a seguir, un paso adelante en la mansión que si acaso mejoraría su vida allí y le permitiría tal vez ver más a Ulkie; pero siembre había tenido la seguridad de que en su fuero interno nunca, nunca jamás sentiría absolutamente nada por "tener" Dueña. La idea de ser adoptado por una Dómina en la mansión no le emocionaba, pero era cierto que eso podría dar una serie de beneficios tales como otorgarle un mayor rango y en consecuencia más derechos. Para empezar, el primer "derecho" de un esclavo que era propiedad de alguien era negarse a ser usado por cualquier Dómina que lo requiriese, por razones obvias. Y eso significaba, al menos, descanso.
—Un perro—murmuró ella con satisfacción una vez le puso el collar, volviendo a retroceder para verle en perspectiva y estirando la cadena con suavidad, sin obligarle a mover el cuello pues la longitud daba de sobra para que los eslabones cayeran con holgura.
Ybara la miró a los ojos y por un momento la retó sin darse cuenta. Quizá fue el estar atado lo que le subió la adrenalina de tal modo para lanzarle esa mirada directa a Dama Luna, con un punto desafiante, su labio superior temblando e incluso levantándose un poco por un lado para mostrar los dientes durante un nanosegundo.
—SU perro, Señora—musitó, permitiéndose matizar las palabras de ella con osadía.
En lugar de enfadarse por esto, la Dama sonrió complacida y asintió como cría con zapatos nuevos.
—Mi perro. Mi perro Ybara—dijo mientras se llevaba la mano libre a la mata de vello púbico y empezaba a acariciarse delante de él.
El esclavo resopló para retirar un mechón de cabello que le caía por encima de la frente y se revolvió contra el respaldo de la silla. Necesitaba urgentemente que Dama Luna le aliviase tocándole como fuera, con su mano, con su pie, aunque fuera para ponerle un lazo en la polla, cualquier contacto valdría. Pero, por supuesto, hizo lo que todo esclavo haría: tragarse el deseo y las palabras para pedir, tragar también saliva, apretar dientes y aguantar.
—No sé si quiero montarte o chupártela...—la Dama pasaba el peso de un pie a otro dubitativa mientras Ybara se derretía sobre la silla, con el esparto del asiento clavándosele en las nalgas y notando, ahora mejor gracias a la posición, el plug de acero quirúrgico dentro de su cuerpo—seguro que serías una buena montura pero... —ella se pasó la lengua obscenamente por los labios al decir aquello,concentrando la vista con glotonería en la erección del esclavo—tengo demasiadas ganas de probar eso... En fin. Decisiones, decisiones.
Ybara no hizo comentario alguno, ¿qué podía decir? Se limitó a observarla desde la silla, con la cabeza ligeramente agachada pero la mirada aún encendida y clavada en ella.
—¿Qué te apetece más a ti...?—inquirió la Dama, acercándose de nuevo sin soltar la correa. Lo que había dicho era verdad: tenía tantas ganas de bailar sobre sus muslos como de acogerle entero en la boca.
El esclavo se revolvió más. ¿Qué se suponía que debía contestar a eso?
—¿Seguro que quiere saberlo, mi Dama?—replicó entre dientes con la voz quebrada por la excitación. Había roto a sudar y la luz de las llamas se reflejaba en el humedecido pecho.
—¡Claro que quiero! de otro modo no te preguntaría.
Los labios de Ybara se curvaron en una sonrisa trémula. Jamás pensó que en la mansión de la Reina Patricia diría eso.
—Chupe primero y luego mónteme—siseo sin dejar de mirarla a los ojos—así disfrutará las dos cosas.
—¿Aguantarás?—inquirió ella con una sombra de sorna en la voz.
El esclavo asintió. Si estaba entrenado en algo era precisamente en retrasar el orgasmo hasta tener permiso para correrse cuando se lo daban.
—Aguantaré, Señora. No se preocupe por eso.
Tras una breve vacilación, la dama se arrodilló entre las piernas del esclavo y le separó las rodillas. Dio un par de vueltas en torno a su muñeca a la cadena que llevaba en la mano derecha, creando una suave tensión pero aún permitiendo que Ybara mantuviera su postura y la espalda recta contra el respaldo de la silla. El esclavo sintió la leve presión en su cuello y rezongó, sin poder evitar levantar las caderas por reflejo hacia la cara de la Mujer. No recordaba cuándo se la habían chupado por última vez; diría que había sido en el circo o eso creía, y se lo había hecho Ulkie...
Dama Luna no dijo nada, simplemente cerró los dedos en torno al miembro duro y se metió el glande en la boca, comenzando a lamerlo como si fuera un helado, a ratos rozándolo con los dientes en un suave mordisqueo.
El abdomen de Ybara se contrajo y él perdió de golpe aquella seguridad con la que había aseverado hacía un momento que aguantaría. Había sido entrenado, sí, pero no con ese tipo de placer; como mucho masturbaciones o roce, o incluso estimulación trasera del supuesto punto G masculino cuando le sodomizaban, pero nunca con una boca caliente que le estuviera exprimiendo y ordeñando la polla. Durante su estancia en la mansión desde el día de su llegada había visto otros esclavos practicarse sexo oral mutuamente por decreto de las Dóminas, pero eso a él no le habia tocado en suerte.
—H-ah... m-mi Dama...—jadeaba sin poderse contener, los músculos de sus brazos se tensaban por detrás del respaldo de la silla y sus muñecas luchaban instintivamente contra las ataduras.
Ella levantó la mirada para encontrar los ojos del esclavo sin dejar de succionarle, avanzando con los labios hasta casi alcanzar la base del tronco de aquel miembro glorioso. Podía sentir a Ybara palpitar dentro de su boca y contra su lengua a medida que saboreaba su rabo y lo insalivaba bien. Sin detener la mamada dio otra vuelta de cadena en torno a su mano derecha, obligando al esclavo a gruñir y a echar el torso ligeramente hacia delante. Sacó su miembro de la boca para cubrirlo de saliva de abajo a arriba; le pajeó rápida y torpemente con la mano izquierda provocando ruido húmedo y obsceno de chapoteo, le lamió las pelotas y la cara interna de los muslos y casi le hizo llorar de agonía cuando demoró a propósito el acto de volver a metérselo en la boca, estirando cada instante.
—M-mi Dama, D-dama...
Ybara temblaba de pies a cabeza sobre la silla, esquivando el maldito punto de no retorno desde el cual se catapultaría irremediablemente al orgasmo. Estaba echando mano de todos sus recursos y de cuanto había aprendido allí para no estallar, pero ante las expertas maniobras de Dama Luna todo parecía inutil. Le pasó por la cabeza que tal vez ella se empleaba a conciencia en ello por querer su lechada en la cara, por desear en efecto exprimirle hasta la última gota. Pero no, no podía dejarse llevar así, no quería, no al menos antes de que se corriera ella. Estaba claro que Dama Luna no era como la mayoría de Dominas allí, pero no por ello Ybara le mostraría menos respeto que a las demás; correrse antes que la Dómina en un juego sexual era algo considerado de penosa educación para un esclavo, a menos, claro está, que le ordenaran lo contrario.
Pero los esfuerzos de Ybara parecía que sólo alentaban a Dama Luna para incidir más a fondo en su tarea. La Dama tenía ganas de pollón y se notaba: tan pronto le mordía aún guardando suavidad como le tragaba hasta sentir el glande en la garganta; tan pronto le sacaba gemidos enroscando la lengua sobre el orificio de la uretra como le pajeaba mientras le lamía. Era una verdadera máquina de hacer mamadas, y por desgracia el esclavo no estaba preparado para algo así.
—Dama...—se mordió el labio tan fuerte que sangró—N-no p-puedo... Dama...m-me...
—Shh...—ella le apaciguó entre lamida y lamida soltándole para palmear su muslo, de nuevo en modo domadora de caballos.
—Dama...¡n-no qu-quiero!
No, claro que no. No quería correrse, aún no...
—¿Quieres que pare?
Ella le miraba desde el espacio entre sus piernas con la correa en la mano, sonriendo, los labios húmedos de su propia saliva mezclada con el fluido pre-corrida que el miembro del esclavo no cesaba de gotear.
Ybara le devolvió la mirada, jadeante.
—Si sigue haciéndolo, me voy a... —se le fue la voz y tragó saliva tratando de poner en orden su respiración para poder seguir hablando—me voy a correr si no para, Dama.
Ella sonrió más. Había algo en tenerle al límite que la volvía loca.
—Mi perro no aguanta...—murmuró con un resplandor juguetón en la mirada—Ya sabía yo que esto pasaría.
Chasqueó la lengua en broma y se retiró unos pasos, aún agachada en el suelo frente a él, estirando la cadena y disfrutando al ver cómo el torso del esclavo se inclinaba aún más hacia delante. Desde esa anómala posición, desde el suelo, le miraba con fijeza y curiosidad a la par que ejercía sobre él un control que, por rara que fuera aquella composición de imágenes, era incuestionable.
—Respira, Ybara.
Con regocijo tiró un poco más de la cadena y estiró el cuello para que sus rostros se acercaran, él doblado hacia delante sentado en la silla con la tensión de las manos atadas atrás, ella semi-arrodillada en el suelo.
-continúa-
Había seguido a Dama Luna hasta la habitación principal, pero se había quedado parado unos pasos por detrás mientras ella revisaba el mencionado cuadro de mandos en la pared junto a la puerta. De pie, con las piernas ligeramente separadas como dictaba el protocolo y las manos atrás, ya visible el abultamiento que levantaba de forma rotunda el paño colocado entre sus piernas, el esclavo simplemente esperaba el siguiente movimiento de la Dama.
La visión del cuerpo de ella le absorbía acaparando toda su atención, distrayéndole de todo cuanto había a su alrededor. Devoraba con los ojos el rojo rabioso de la cera contra la blanca piel -y eso que con el movimiento se habían desprendido algunas lascas resecas-, las hebras plateadas de cabello derramadas sobre sus hombros, la redondez incólume de sus nalgas.
Ella consultaba algo anotado en un papel mientras manipulaba con cuidado el panel que había descubierto en la pared tras una pequeña compuerta.
—Ya está...—murmuró para sí cuando se escuchó un doble pitido en la sala. En el panel, la luz verde que había reinado hasta hacía un segundo en el margen superior fue sustituída por una roja.
La Dama se volvió hacia Ybara entonces, sonriendo con cierto nerviosismo como si acabara de hacer una fechoría. Siempre había disfrutado rompiendo reglas, y ahora se sentía aún más placentero hacerlo sabiendo que había sido su propia hermana quien había puesto las normas. En realidad las dos hermanas experimentaban sentimientos encontrados la una para con la otra desde que tenían uso de razón -lo cual, por otra parte, sería fácil de dilucidar al verlas juntas durante una temporada-, pero en cualquier caso eso es otra historia.
Ybara se lamió los labios e intentó no dirigir los ojos hacia la mata canosa de vello en el sexo de Dama Luna.
—Señora, ¿sigue queriendo que la rasure?
Ella asintió y se acercó a él.
—Sí. Volveré a la bañera—añadió en un susurro y súbitamente abrazó a Ybara, rodeándole los hombros desnudos con los brazos y enroscando una pierna como el tallo de una enredadera en torno a sus muslos, pegándose a él cuerpo contra cuerpo—pero antes...
La Dama ladeó levemente la cabeza y lentamente se acercó más hasta chocar con Ybara labios contra labios. Sonrió allí segundos antes de entreabir la boca y comenzar a besarle largo, lento, dulce. Fue un beso tímido al principio, de tanteo al probarse mutuamente, pero instante a instante se fue haciendo más profundo, más húmedo, hasta que los dos terminaron respirando aceleradamente el uno en el otro y comiéndose las bocas con ansia.
Ybara abrazó por impulso a la Dama sin dejar de responder al beso. El esclavo se estremecía con cada oleada de sabor y cada osado lengüetazo; sabía muy bien que alguien de su condición jamás podría ni soñar con ser besado así tras aquellos muros , casi como a un igual, con tan claro pulso de deseo. La lengua de la dama se retorcía con la suya y esto tenía efecto entre sus piernas, dejándole a cada momento más duro e incluso haciéndole humedecer la tela que le cubría; una erección terriblemente dolorosa y animal que Ybara necesitaba con urgencia presionar contra algo, tocar, agarrar fuerte.
Como si pudiera leer la mente de Ybara, la Dama dio un par de lametones a los labios de éste y le agarró con firmeza por debajo del taparrabos, sin poder evitar gemirle en la boca y dar un par de sacudidas al enhiesto miembro antes de romper el beso.
—Qué duro, Ybara...
—Lo siento, Señora.
Él rehuía mirarla otra vez, avergonzado y respirando de prisa, el corazón un tambor desaforado en el pecho.
Ella volvió a beberle los jadeos hambrienta, secuestrándole el labio inferior entre los dientes sin dejar de pajearle. Cuando por fin le soltó, dio un pasito atrás y se relamió mirando la tienda de campaña en la tela, coronada por aquella manchita de humedad. Ella también sentía urgencia entre las piernas y fuego en el cuerpo; chorreaba por el coño con sólo mirar aquel tronco duro bajo el taparrabos y, por instinto, se llevó a la nariz la mano con la que le había tocado.
—No te disculpes, por favor...
—Sólo es que no puedo... controlarlo, mi Dama.
El esclavo maldijo en su fuero interno al darse cuenta de que había vuelto a escapársele el "mi", aunque de nuevo a ella no pareció importarle.
—Ya lo sé...—murmuró ella, volviendo a extender la mano para rozarle por encima del taparrabos con las puntas de los dedos—me encanta.
Sin dar tiempo a que él pudiera reaccionar, Dama Luna le despojó de la tela que le cubría con un seco tirón. Se mordió los labios durante el escaso par de segundos que invirtió en contemplarle, suficientes para llenarse los ojos de cuanto veía en él; acto seguido volvió a agarrarle y de esta forma, tomándole por el miembro henchido y duro, tiró de él para cruzar la habitación como si le llevara de la mano.
—Ven aquí.
Se detuvo justo ante una silla junto a la chimenea, al lado del diván de donde ella había "resurgido" cuando Ybara había entrado por primera vez a la habitación. En comparación con la suntuosa tapicería del diván, la silla se veía burda contra la pared, casi parte del mobiliario que una casa rural tendría, con su asiento de esparto y el respaldo tosco de madera sin tratar.
La Dama sonrió y entonces empujó sin previo aviso al esclavo hacia atrás, quien cayó sentado en la silla, ya totalmente desnudo.
Ybara sentía el calor de la fiebre en las venas y cómo la cabeza le daba vueltas a velocidad vertiginosa. Pensaba en la bañera aún llena cuya agua iba a enfriarse gracias al cambio de planes; pensaba a la vez que eso le importaba un cuerno y que no tenía ni idea de lo que Dama Luna se proponía, pero eso daba igual, quería dejarla hacer, quería dejarse llevar. Al fin y al cabo eso era lo que hacía un esclavo, ¿verdad?: obedecer. Sin resistirse.
—Eres mío esta noche...—murmuró ella, la voz regocijándose en la partícula posesiva pero al mismo tiempo, de forma inexplicable, empapada aún de timidez. La timidez de lo nuevo.
—Dama, lo soy.
—Estate quieto...
Igual que si estuviera apaciguando a un caballo bravo y joven, la Dama palmeó el muslo del esclavo y se inclinó para besar suavemente su mejilla, su sien, sus labios. Trepó con la mano derecha por detrás de su cabeza y tanteó hasta encontrar el cáñamo flexible que sujetaba su cabello; tiró de él con cuidado hasta liberar la mata de pelo oscuro que llegaba un poco más abajo de los hombros del esclavo. Resistiendo el impulso de besar a Ybara de nuevo y de encaramarse a su regazo, la Dama estiró el trozo de caña en sus manos comprobando que era largo y daba para varias vueltas.
—Creo que esto servirá.
Murmurando para sí, Dama Luna se colocó detrás de la silla con el trozo de cuerda de cáñamo en la mano. Una vez situada detrás de Ybara, tomó con suavidad su mano derecha y luego hizo lo mismo con la otra para atar ambas muñecas juntas por detrás del respaldo de la silla. Como no podía ser de otro modo, el esclavo se dejó hacer, respirando hondo para relajarse tanto como sus nervios le permitían. Por alguna razón, el tener las manos atadas atrás le hizo endurecerse aún más y gotear; no recordaba nunca haber estado tan grande, tan rígido y tan mojado desde que llegó a la mansión. Sin poder evitarlo, dejó escapar un gemido por los labios entreabiertos cuando ella terminó de fijar el nudo en torno a sus muñecas y se inclinó para besarle el cuello.
—Tengo algo para ti, Ybara—susurró.
Él jadeó.
—¿Sí, mi Dama?
Se le iba la cabeza. Ya no sabía ni lo que decía.
—Sí. Voy a traerlo.
Dama Luna avanzó hacia un área en sombras de la habitación, donde a juzgar por el ruido de abrir y cerrar cajones había algún tipo de cómoda o mueble similar. Se tomó unos minutos rebuscando entre sus enseres y regresó llevando algo en las manos, algo que ella no miraba pues avanzaba abstraída en la mirada del esclavo cuyos ojos brillaban a la luz de las llamas.
Cuando llegó a un paso de la silla, la Dama le mostró a Ybara lo que traía en las manos. Se trataba de un collar, una tira de cuero sencilla de color negro, provista de una hebilla plateada y de un enganche para acoplarle una correa. Correa que ella también sostenía ante el esclavo en su otra mano: una cadena de eslabones ligeros y finos que sujetaba replegada, tendría más o menos un metro y medio de longitud.
—¿Eres un perro, Ybara?—gorjeó ella en tono juguetón—mi padre tenía perros de caza, muchos. Muchísimos.
¿Un perro? Él goteó más.
—Soy lo que Usted quiera, mi Señora.
Ella le sonrió casi con ternura. A pesar de la calidez en su mirada había también algo salvaje en sus ojos, un punto de locura infantil que a ratos Ybara no podía sino interpretar como un fulgor demente entre el eterno azoramiento. No le daba ningún miedo, en absoluto, pero sí le causaba incertidumbre pensar en lo que ella fuera a hacer con él; en realidad la veía capaz de casi cualquier cosa.
—Bueno...—dijo ella con una risita, dejando la cadena sobre los muslos de Ybara y extendiendo las manos hacia él para ponerle el collar—ahora vas a ser un perro por un rato. ¿Te importa?
—N-no me importa, mi Dama, claro que no.
Se había puesto tan tenso al sentir el cuero del collar contra la piel de su cuello que tartamudeó. Nunca, nunca jamás había llevado un collar en la mansión de la Reina Patricia, ni siquiera para juegos. Le habían vestido de mujer y escondido las pelotas entre las piernas, le habían puesto arneses y otros adornos para engancharle correas y cadenas, y muy variopintos atuendos, pero el collar era algo diferente. Era algo serio allí.
Un collar en la mansión de la Reina Patricia era símbolo de propiedad. Significaba que un esclavo ya no estaba a libre disposición de las Dóminas, sino que pertenecía a una Ama o Casa en concreto. Existían códigos de materiales y colores para los collares que llevaba un esclavo; las propiedades de mayor rango, como el hombre que le había hablado a Ybara en el comedor, solían llevar un sencillo aro de oro o de plata soldado en torno a su cuello, mientras que los de categoría inferior llevaban bronce, cuero e incluso pedazos de cuerda trenzada.
Ybara se sentía desconcertado, desorientado, pero a pesar de ello -y sabiendo que ella probablemente se iba a reír- sintió el impulso de dar las gracias. Fuera como fuera, aunque sólo se tratase de un juego que nadie salvo ellos dos verían, llevar un collar colocado por Dama Luna era un honor o de golpe así lo sentía.
—Gracias, Ama—murmuró.
No supo exactamente por qué había dicho esa palabra, "Ama". No era que lo hubiera pensado. Tampoco lo sentía así, sabía perfectamente que él no era de ella, que él sólo era un esclavo sin dueño que la Reina Patricia había tenido a bien prestarle a su hermana por una noche, algo mucho más parecido a un juguete que a una propiedad. Pero qué demonios, ella le había puesto un collar... ¿no le daba eso a él alas para su propia fantasía, también?
Nunca pensó que diría esa palabra -Ama- desde el deseo. Siempre había pensado que, en caso de terminar siendo adoptado por alguien, la diría desde la obligación camuflada en la misma impecable conducta que día a día se esforzaba en mantener. La idea de ser adoptado se presentaba en su cabeza como un mero trámite a seguir, un paso adelante en la mansión que si acaso mejoraría su vida allí y le permitiría tal vez ver más a Ulkie; pero siembre había tenido la seguridad de que en su fuero interno nunca, nunca jamás sentiría absolutamente nada por "tener" Dueña. La idea de ser adoptado por una Dómina en la mansión no le emocionaba, pero era cierto que eso podría dar una serie de beneficios tales como otorgarle un mayor rango y en consecuencia más derechos. Para empezar, el primer "derecho" de un esclavo que era propiedad de alguien era negarse a ser usado por cualquier Dómina que lo requiriese, por razones obvias. Y eso significaba, al menos, descanso.
—Un perro—murmuró ella con satisfacción una vez le puso el collar, volviendo a retroceder para verle en perspectiva y estirando la cadena con suavidad, sin obligarle a mover el cuello pues la longitud daba de sobra para que los eslabones cayeran con holgura.
Ybara la miró a los ojos y por un momento la retó sin darse cuenta. Quizá fue el estar atado lo que le subió la adrenalina de tal modo para lanzarle esa mirada directa a Dama Luna, con un punto desafiante, su labio superior temblando e incluso levantándose un poco por un lado para mostrar los dientes durante un nanosegundo.
—SU perro, Señora—musitó, permitiéndose matizar las palabras de ella con osadía.
En lugar de enfadarse por esto, la Dama sonrió complacida y asintió como cría con zapatos nuevos.
—Mi perro. Mi perro Ybara—dijo mientras se llevaba la mano libre a la mata de vello púbico y empezaba a acariciarse delante de él.
El esclavo resopló para retirar un mechón de cabello que le caía por encima de la frente y se revolvió contra el respaldo de la silla. Necesitaba urgentemente que Dama Luna le aliviase tocándole como fuera, con su mano, con su pie, aunque fuera para ponerle un lazo en la polla, cualquier contacto valdría. Pero, por supuesto, hizo lo que todo esclavo haría: tragarse el deseo y las palabras para pedir, tragar también saliva, apretar dientes y aguantar.
—No sé si quiero montarte o chupártela...—la Dama pasaba el peso de un pie a otro dubitativa mientras Ybara se derretía sobre la silla, con el esparto del asiento clavándosele en las nalgas y notando, ahora mejor gracias a la posición, el plug de acero quirúrgico dentro de su cuerpo—seguro que serías una buena montura pero... —ella se pasó la lengua obscenamente por los labios al decir aquello,concentrando la vista con glotonería en la erección del esclavo—tengo demasiadas ganas de probar eso... En fin. Decisiones, decisiones.
Ybara no hizo comentario alguno, ¿qué podía decir? Se limitó a observarla desde la silla, con la cabeza ligeramente agachada pero la mirada aún encendida y clavada en ella.
—¿Qué te apetece más a ti...?—inquirió la Dama, acercándose de nuevo sin soltar la correa. Lo que había dicho era verdad: tenía tantas ganas de bailar sobre sus muslos como de acogerle entero en la boca.
El esclavo se revolvió más. ¿Qué se suponía que debía contestar a eso?
—¿Seguro que quiere saberlo, mi Dama?—replicó entre dientes con la voz quebrada por la excitación. Había roto a sudar y la luz de las llamas se reflejaba en el humedecido pecho.
—¡Claro que quiero! de otro modo no te preguntaría.
Los labios de Ybara se curvaron en una sonrisa trémula. Jamás pensó que en la mansión de la Reina Patricia diría eso.
—Chupe primero y luego mónteme—siseo sin dejar de mirarla a los ojos—así disfrutará las dos cosas.
—¿Aguantarás?—inquirió ella con una sombra de sorna en la voz.
El esclavo asintió. Si estaba entrenado en algo era precisamente en retrasar el orgasmo hasta tener permiso para correrse cuando se lo daban.
—Aguantaré, Señora. No se preocupe por eso.
Tras una breve vacilación, la dama se arrodilló entre las piernas del esclavo y le separó las rodillas. Dio un par de vueltas en torno a su muñeca a la cadena que llevaba en la mano derecha, creando una suave tensión pero aún permitiendo que Ybara mantuviera su postura y la espalda recta contra el respaldo de la silla. El esclavo sintió la leve presión en su cuello y rezongó, sin poder evitar levantar las caderas por reflejo hacia la cara de la Mujer. No recordaba cuándo se la habían chupado por última vez; diría que había sido en el circo o eso creía, y se lo había hecho Ulkie...
Dama Luna no dijo nada, simplemente cerró los dedos en torno al miembro duro y se metió el glande en la boca, comenzando a lamerlo como si fuera un helado, a ratos rozándolo con los dientes en un suave mordisqueo.
El abdomen de Ybara se contrajo y él perdió de golpe aquella seguridad con la que había aseverado hacía un momento que aguantaría. Había sido entrenado, sí, pero no con ese tipo de placer; como mucho masturbaciones o roce, o incluso estimulación trasera del supuesto punto G masculino cuando le sodomizaban, pero nunca con una boca caliente que le estuviera exprimiendo y ordeñando la polla. Durante su estancia en la mansión desde el día de su llegada había visto otros esclavos practicarse sexo oral mutuamente por decreto de las Dóminas, pero eso a él no le habia tocado en suerte.
—H-ah... m-mi Dama...—jadeaba sin poderse contener, los músculos de sus brazos se tensaban por detrás del respaldo de la silla y sus muñecas luchaban instintivamente contra las ataduras.
Ella levantó la mirada para encontrar los ojos del esclavo sin dejar de succionarle, avanzando con los labios hasta casi alcanzar la base del tronco de aquel miembro glorioso. Podía sentir a Ybara palpitar dentro de su boca y contra su lengua a medida que saboreaba su rabo y lo insalivaba bien. Sin detener la mamada dio otra vuelta de cadena en torno a su mano derecha, obligando al esclavo a gruñir y a echar el torso ligeramente hacia delante. Sacó su miembro de la boca para cubrirlo de saliva de abajo a arriba; le pajeó rápida y torpemente con la mano izquierda provocando ruido húmedo y obsceno de chapoteo, le lamió las pelotas y la cara interna de los muslos y casi le hizo llorar de agonía cuando demoró a propósito el acto de volver a metérselo en la boca, estirando cada instante.
—M-mi Dama, D-dama...
Ybara temblaba de pies a cabeza sobre la silla, esquivando el maldito punto de no retorno desde el cual se catapultaría irremediablemente al orgasmo. Estaba echando mano de todos sus recursos y de cuanto había aprendido allí para no estallar, pero ante las expertas maniobras de Dama Luna todo parecía inutil. Le pasó por la cabeza que tal vez ella se empleaba a conciencia en ello por querer su lechada en la cara, por desear en efecto exprimirle hasta la última gota. Pero no, no podía dejarse llevar así, no quería, no al menos antes de que se corriera ella. Estaba claro que Dama Luna no era como la mayoría de Dominas allí, pero no por ello Ybara le mostraría menos respeto que a las demás; correrse antes que la Dómina en un juego sexual era algo considerado de penosa educación para un esclavo, a menos, claro está, que le ordenaran lo contrario.
Pero los esfuerzos de Ybara parecía que sólo alentaban a Dama Luna para incidir más a fondo en su tarea. La Dama tenía ganas de pollón y se notaba: tan pronto le mordía aún guardando suavidad como le tragaba hasta sentir el glande en la garganta; tan pronto le sacaba gemidos enroscando la lengua sobre el orificio de la uretra como le pajeaba mientras le lamía. Era una verdadera máquina de hacer mamadas, y por desgracia el esclavo no estaba preparado para algo así.
—Dama...—se mordió el labio tan fuerte que sangró—N-no p-puedo... Dama...m-me...
—Shh...—ella le apaciguó entre lamida y lamida soltándole para palmear su muslo, de nuevo en modo domadora de caballos.
—Dama...¡n-no qu-quiero!
No, claro que no. No quería correrse, aún no...
—¿Quieres que pare?
Ella le miraba desde el espacio entre sus piernas con la correa en la mano, sonriendo, los labios húmedos de su propia saliva mezclada con el fluido pre-corrida que el miembro del esclavo no cesaba de gotear.
Ybara le devolvió la mirada, jadeante.
—Si sigue haciéndolo, me voy a... —se le fue la voz y tragó saliva tratando de poner en orden su respiración para poder seguir hablando—me voy a correr si no para, Dama.
Ella sonrió más. Había algo en tenerle al límite que la volvía loca.
—Mi perro no aguanta...—murmuró con un resplandor juguetón en la mirada—Ya sabía yo que esto pasaría.
Chasqueó la lengua en broma y se retiró unos pasos, aún agachada en el suelo frente a él, estirando la cadena y disfrutando al ver cómo el torso del esclavo se inclinaba aún más hacia delante. Desde esa anómala posición, desde el suelo, le miraba con fijeza y curiosidad a la par que ejercía sobre él un control que, por rara que fuera aquella composición de imágenes, era incuestionable.
—Respira, Ybara.
Con regocijo tiró un poco más de la cadena y estiró el cuello para que sus rostros se acercaran, él doblado hacia delante sentado en la silla con la tensión de las manos atadas atrás, ella semi-arrodillada en el suelo.
-continúa-