Completo
Cuando Esther y Silver salían del edificio, la lluvia ya había empezado a caer. Se trataba de un chaparrón que, aunque se veía venir, había estallado de golpe sobre la ciudad sin chispeo previo. En menos de lo que se habría tardado en contar tres desde la primera gota, el agua ya se estrellaba en oleadas contra los cristales y las fachadas de los edificios sin ninguna piedad.
Tuvieron que caminar juntos un trecho calle abajo, casi solapándose contra las paredes en modo spiderman para evitar empaparse, pues Silver no lo había tenido fácil para encontrar sitio y aparcar. Durante aquel accidentado tramo en el que la prioridad era no terminar como pollo mojado, ninguno de los dos dijo palabra.
—Gracias por llevarme—musitó Esther cuando por fin se metieron en el vehículo. Se trataba de un coche algo destartalado, un modelo antiguo que podría ser calificado de "cuatro latas" y ahora parecía estremecerse bajo la lluvia. No le vendría mal un repaso de chapa, pintura y tapicería, y a buen seguro era de tercera o cuarta mano, pero tampoco se veía en mal estado.—¿Inti está bien?
Eso era definitivamente lo que más le preocupaba.
Silver giró la llave de contacto a la primera posición a fin de activar el limpia-parabrisas sin llegar a arrancar el motor. Se giró para mirar a Esther e intentó mostrar una sonrisa tranquilizadora.
—No es problema. Y sí, está bien, no te preocupes—respondió.
—¿Qué le ha pasado?
—Pues... —Melenas repasó en su cabeza lo acontecido con Inti aquella mañana, la conversación que habían mantenido en la cafetería y la resolución que éste había tomado al final. No quería mentirle a Esther, pero sentía que hablar más de lo estrictamente necesario no sería muy "legal" y hasta podría resultar contraproducente—Nada. Recordó que tenía que hacer algo y no tuvo más remedio que salir corriendo.
Bueno. Eso no era del todo mentira, en realidad.
—Oh. Vaya.
—Pero nada, para eso estamos los amigos—comentó, encogiéndose de hombros y sonriendo levemente.
"¿Dónde habrá ido?" se preguntó Esther. Se notaba que Silver no estaba por la labor de dar más datos, y tampoco era que ella tuviera confianza suficiente como para insistir, qué mal. De hecho, sólo por tener cerca al allí presente ya se sentía tensa; no era que no se fiara de él, pero le cortaba muchísimo ese tío desde el momento mismo en que le conoció, quizá por las circunstancias en las que se lo habían "presentado" y por lo que había oído decir de él. Sabía también, claro, que había estado en el Tres Calaveras la noche que ella estuvo desnuda y atada en el potro, al menos por un rato. En cuanto a la explicación para la espantada de Inti, le sonaba bastante rara a decir verdad. Pero, en fin, si Silver decía que Inti estaba bien, por qué no iba a creerle.
—Oye, y tú, ¿cómo estás?—inquirió el pelilargo de pronto a bocajarro. Sabía que Esther había ido a un "medico", o al menos eso le había dicho Inti aunque sin dar detalles. Tampoco se había fijado en la placa de metal sobre la puerta que daba a las consultas, por ir demasiado absorto en sus propias cavilaciones—¿Te apetece comer o beber algo...?
Él mismo iba justo de tiempo como para llevarla a tomar un café, pero sí que podría parar un momento en el open 24h o incluso en El Dragón, el take-away de comida oriental que les pillaba de camino.
—Ah, no. No, gracias... yo...
Silver sonrió y dio un suave asentimiento.
—Tienes ganas de llegar a casa.
Lo entendía prefectamente. La pobre chica tenía aspecto de estar bastante cansada, se daba cuenta.
Esther sonrió a su vez y miró para otro lado con discreto azoramiento. Sí, se moría de ganas de llegar a casa y abrazar a Alex si él estaba allí. Se moría de ganas de besar a Jen, de dejarse caer sobre la cama y de cerrar los ojos, pues sentía como si después de la sesión con Jordan le hubiera pasado por encima un tren de mercancías. Tras los nervios sostenidos durante los días anteriores, ahora le llegaba un ineludible bajón de adrenalina una vez disuelta la tensión. Y, por otra parte, el trabajo mental -aunque sólo fuera el esfuerzo de identificar tales o cuales emociones- causaba cansancio físico al parecer... y de eso aquella mañana había tenido mucho.
—Sí, la verdad.
—Pues no se hable más—La sonrisa de Silver se amplió como si estuviera encantado de ser chófer por un rato. Giró del todo la llave de contacto, arrancó el coche y colocó ambas manos en el volante dispuesto a incorporarse a la escasa circulación.
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¿Dónde había ido Inti? En aquel mismo momento acababa de bajarse del autobús 72, en la parada al borde de un cruce de calles que conocía bien, justo frente a su antiguo instituto. Aunque él mismo no quería pensar para qué estaba allí.
No tenía ni idea de cómos, qués ni porqués. Sólo se había limitado a dar un paso y después otro para huir hacia delante, por llamar de alguna forma a lo que estaba haciendo. Había regresado allí donde su agonía empezó, y ahora, con cierta angustia, percibía que todo seguía igual, como si no hubiera pasado el tiempo. Todo seguía igual, menos él. El mismo invierno dorado por los restos del otoño en las calles; los mismos grises y blancos sucios, idénticos olores no realmente agradables. Conocía cada bolardo de ese barrio, cada tiendecita y cada semáforo...y también -oh, mierda- también cada boca de metro. Por suerte o por desgracia, la realidad resultaba aun más próxima, sólida y viva si estaba impregnada de recuerdos, y en aquel lugar surgían trampas para la memoria a cada vistazo.
El cabello rubio se le pegaba a las sienes cuando dobló la esquina hacia la izquierda y caminó a lo largo de un estrecho macizo de flores sobre la acera, inconscientemente cruzando los brazos sobre el pecho como tratando de abrazarse a sí mismo bajo la lluvia. Al final de aquella isleta estaba el portal acristalado que era el número 21 de la calle por la que transitaba: la entrada al edificio de apartamentos como una torre blanca donde, al menos hacía años, se encontraba la vivienda de Ballesta.
¿Por qué nunca volvieron a verse, por qué nunca hablaron después de lo de Kido? Quizá porque ninguno de los dos creía que hubiera nada que decir. Quizá por ahorrarse dolor, o simplemente por no encontrar ocasión ni motivación. Quizá por no conocerse lo suficiente, ¡ni siquiera eran amigos! Pero tenían algo innegable en común.
Suspiró, deteniéndose ante el portal y dejando que la lluvia le calara hasta los huesos. Aún dolía, todo dolía allí. Hasta respirar.
Era un controlador nato. Sabía de memoria la dirección del profesor desde que se enteró años atrás de que éste salía con Kido. A decir verdad, lo sabía hasta cuando solamente lo sospechaba. No había sido difícil conseguirla, y había tenido ocasión de confirmarla después; no era que hubiera seguido a su hermano cuando éste había ido allí, pero bueno, casi.
Tardó un poco en pulsar la tecla correspondiente al piso en el portero automático (séptimo A), pero lo hizo. Tras unos instantes de espera a tensión, apretó de nuevo el botón, esta vez manteniéndolo presionado durante unos segundos antes de soltarlo. Era un asco que nadie contestara, aunque en realidad Inti no sabía si lo prefería así. No quería pensar en qué iba a decirle a Balle si éste estaba en casa; no quería pensarlo porque si lo hacía le entrarían ganas de salir corriendo.
—QUÉ—respondió (o más bien ladró) una voz iracunda a través de la rejilla del aparato, justo cuando Inti ya pensaba que no obtendría respuesta al otro lado. Vaya, al parecer El Loco seguía viviendo allí.
—Hola...—se las arregló para responder.
—"¿Hola?" Escucha, cartero comercial de mierda: me tienes hasta los huevos. Voy a hacer un cucurucho con tu escoria de propaganda y te la voy a meter por el maldito culo—contestó el desequilibrado entre crépitos metálicos, justo cuando un vecino acertaba a abrir la puerta acristalada desde dentro para salir—todos los días a la misma puta hora, ¡¿es que no puedes llamar a otra casa?!
Estupendo, pensó Inti. Aprovechando el amable gesto del vecino, quien sostuvo la puerta abierta durante unos segundos, se coló en el portal ahorrándose explicaciones. Y es que si le decía a Ballesta que no era un cartero comercial, si le decía quién era, tal vez éste directamente se negara a dejarle entrar. O quizá no. No sabía lo que pasaría, como tampoco sabía si quería verle o si estaba haciendo una gilipollez yendo allí, pero para bien o para mal ya estaba subiendo las escaleras.
Siete pisos, nada menos. Se agarró a la barandilla para no perder estabilidad; tomó aire, y continuó ascendiendo hasta alcanzar la puerta de la casa de su antiguo profesor. Sin querer caer en la tentación de tomarse tan siquiera un segundo de vacilación, llamó al timbre.
—¡Joder!
Retrocedió por instinto cuando escuchó un estrépito al otro lado de la puerta, seguido de aquel exabrupto bramado a voz en cuello. Instantes después, sintió los pasos de Ballesta acercarse desde el otro lado y vio cómo el pequeño agujero de la mirilla se oscurecía al otear éste a través. Pasaron unos segundos densos e interminables hasta que por fin la puerta se abrió.
—¿Inti?
El rubio pensó que el profesor reaccionaría con ira arrolladora y roja al verle. No era para menos, considerando cómo había respondido a lo que creía que era la llamada de un desdichado cartero comercial. Aquel pobre hombre estaba de los nervios, pero además Inti pensaba que seguramente le odiaría tras la última vez que se vieron en el Carpe Noktem... Y, sin embargo, la desencajada cara de Ballesta no mostraba un atisbo de hostilidad cuando éste se asomó a través de la puerta entreabierta. Sorpresa sí, toda la del mundo; tal vez confusión, pero no desagrado.
—Hola, Balle.
El aludido parpadeó un par de veces como si no diera crédito a lo que veía. Estaba pálido y tenía cara de llevar un buen número de horas sin dormir, las ojeras azulíneas excavadas en el rostro. No pudo evitar retroceder igual que lo haría ante una alucinación, pero, así y todo, abrió la puerta del todo y se dejó ver.
Fue Inti quien dio sin darse cuenta un paso atrás cuando esto ocurrió y pudo apreciar en la penumbra del rellano qué aspecto tenía el profesor. Balle llevaba puesta la ropa de hacía varios días, o eso era lo que parecía: la camisa arrugada y abierta hasta más abajo del pecho se le pegaba al cuerpo, amarillenta y manchada de sudor por debajo de los brazos; los pantalones eran un amasijo de pliegues en la delgada tela que parecía papel de fumar, las gafas de cristales más bien sucios se torcían sobre el puente de su nariz, y el pelo le caía en greñas grasientas sobre la frente. No parecía estar borracho, pero su piel olía a agrio y a rancio como si se hubiera vomitado encima hacía horas.
—¿Qué quieres?—preguntó en voz baja y levemente temblorosa, aun visiblemente confuso.
El rubio tragó saliva.
—Lamento molestarte si es un mal momento. Sólo quiero hablar.
—¿Hablar?—graznó el profesor con notable desconcierto.
—Sí. Por favor. ¿Puedo...puedo pasar?
Ballesta se hizo a un lado sin decir palabra e Inti entró con paso vacilante en el pequeño y oscuro recibidor.
—Gracias. No te entretendré mucho tiempo.
Sin salir de su pasmo, el antiguo profesor guió a Inti por el estrecho pasillo hasta la destartalada cocina. Le indicó con un gesto de la mano una pareja de sillas frente a la mesa sin recoger, cubierta con un mantel de hule que lucía un estampado milenario de manchas diversas. Suspiró cuando Inti se dispuso a sentarse, y le arrojó un trapo de cocina.
—Estás empapado—comentó entre dientes. Maldita memoria.
—Gracias.
Metódico, Inti comenzó a secarse las muñecas con una esquina del trapo, luego la cara y el cuello, y finalmente hizo lo que pudo con los mechones de cabello chorreante.
—Tú dirás—le espetó el profesor desde su silla.
—He estado pensando...
—Ja,ja. Perdona que me ría.
Inti cogió tarde la pulla. No hizo comentario alguno, simplemente tragó saliva y reseteó para seguir hablando. Era difícil poner en palabras lo que le pasaba en ese momento por la cabeza.
—Nunca hemos hablado desde que... bueno. Ya sabes lo que quiero decir—apartó los ojos algo incómodo, evitando la mirada del profesor—Supongo que has tenido que pasarlo mal, lo mismo que yo.
—¿Has venido aquí para eso?—le preguntó Ballesta sin disimular su incredulidad—¿para preguntarme cómo estoy?
El rubio negó con la cabeza.
—En realidad no. He venido para disculparme.
—Interesante—respondió el profesor tras la breve pausa que le tomó procesar aquello. Era lo último que esperaba que Inti fuera a decir.—pero, ¿exactamente por qué?
—Por haberte dado la espalda cuando Kido murió—soltar aquello fue como vomitar un cardo, pero esas eran las palabras exactas—Para mi hermano eras muy importante. Sé que él quería cuidarte, le hubiera gustado hacerlo durante estos años. Si está en algún sitio ahora, viéndome, no creo que esté muy orgulloso de mí.
Ballesta esbozó una sonrisa condescendiente.
—Es una romántica forma de verlo...—replicó con cierto veneno—pero puedes estar tranquilo. Tengo entendido que los muertos no ven, ni sienten ni padecen.
Inti resopló y sus hombros cayeron. De pronto pareció por un segundo a punto de derrumbarse.
—No sólo lo digo por mi hermano—murmuró sin mirar al otro—Da igual. La otra noche... eso que me dijiste en el reservado, ¿cómo lo sabías?
—¿Cuál de todas las cosas?—inquirió el profesor. No era que se le viera emocionado por la presencia del rubio en su cocina, pero le escuchaba ahora con más interés que desagrado o eso parecía.
—Eso de... que a través de Esther yo estaba descargandome. Eso de que estaba haciéndola pagar por algo mío. Y lo de que... veía en ella lo que yo quería ver.
—Ah, sí. La realidad no la vemos como es, la vemos como somos. Esther era la chica del potro, ¿cierto?
Inti asintió.
—La chica del potro, sí.
—Ya. Pobre chica. Discúlpame, pero no entiendo qué hace contigo.
El profesor suspiró y sacó un paquete de tabaco de algún lugar en la caótica repisa llena de cachibaches que había junto a la mesa. Cogió un cigarro, se lo colocó entre los labios y le ofreció el paquete abierto a Inti sin decir una palabra más. Éste denegó el ofrecimiento con un rápido movimiento de la mano.
—¿A qué te refieres?
Ballesta sacó un mechero del bolsillo y jugueteó con la pequeña rueda en la parte superior.
—La vas a destrozar si ella te lo permite—gruñó con el cigarro en la boca mientras se lo encendía—eso si no lo has hecho ya.
¿A destrozar? Inti se reprimió para no contestar algo como "y tú qué sabes". Balle no sabía nada, no sabía de él, no sabía nada de Esther. ¿Pero qué sabía él mismo, el propio Inti, de ella? ¿y de sí mismo? ¿qué sabía de sus propias motivaciones reales para hacer según qué cosas? Mierda, no podía sino pensar que al profesor no le faltaba razón, aunque no terminara de entender el puzzle. De nuevo sintió una náusea subiéndole por la garganta.
—Yo no quisiera...
—Ya. Claro. Nunca nadie quiere hacer daño a nadie, todos lo sabemos. El camino al infierno está sembrado de las mejores intenciones—Ballesta casi sonrió lanzándole una mirada displicente. Aquella actitud no le provocaba al profesor sino desprecio, y no estaba por la labor de disimularlo. Estaba demasiado habituado a argumentos como el "yo no pensé" o el "fue sin querer" una vez causado el daño, aunque, por otro lado, entendía que Inti era joven y que hasta el más nefasto de los tropiezos a su edad sería explicable. Irremediablemente, le asqueaba el puntito de lo que percibía como soberbia cuando alguien veía la paja en el ojo ajeno y no la evidente viga en el propio, pero eso ya era una cuestión personal. Al fin y al cabo, la mayoría de las veces era la ignorancia la madre de todos los entuertos. —es habitual no darse cuenta de las cosas, a todos nos pasa. ¿Crees que Taylor quería hacer daño a Kido cuando se lanzó al tren, hm?
Le contempló sin pestañear mientras daba una larga calada a su cigarro. Inti palideció.
—No me contestes. Es obvio que no pensó en las consecuencias—masculló—a todos nos pasa. A ti también.
Inti cerró los ojos por un momento. De pronto se sintió sobrepasado por aquella información y por lo que significaba. Algo que él se suponía que tenía que haber sabido, ¿no? o al menos tenía que haber pensado en ello. Consecuencias, sí. Y causas. Precisamente él, que se tenía por una persona analítica en cada ámbito de su vida, ¿cómo había llegado a fracasar diariamente en algo así?
—No sé qué culpa pones en esa chica, pero te estás equivocando.
Qué culpa. Alto y claro se elevó en el cerebro de Inti la frase que había repetido en múltiples ocasiones para acusar a Esther: "puedes matar a alguien sin saberlo". Por sus caprichos, por su ignorancia, por su necedad. "Puedes matar a alguien sin saberlo"; ¿era eso aplicable también a él mismo?
—¿Cómo puedes hablar así?—preguntó, deseando salir corriendo—qué culpa ni qué niño muerto. No sabes una mierda.
—Es lo mismo que haces con Taylor: culparla de lo que ocurrió. Lo mismo que haces contigo, supongo. Aun tienes la certeza de que lo hubieras podido evitar, ¿me equivoco?
—¿Cómo... cómo sabes eso, maldita sea?
Ballesta sonrió y se encogió levemente de hombros.
—Porque yo también me torturo con lo mismo. Y porque soy más viejo que tú y he vivido cosas que tú aun no. El tiempo nos cambia, no hay más mérito que ese.
—...¿Te pasa lo mismo?—inquirió Inti en voz baja.
—Todos los días—admitió el profesor—Disculpa un momento.
Se levantó a buscar una botella de Jack Daniels que guardaba en la alacena y regresó segundos después. La colocó en la mesa junto con un par de vasos, pensando que después de todo resultaría descortés beber solo aunque sólo fuera por necesitar un pelotazo.
—Sé cómo se siente eso—Inti miraba con fijeza la botella mientras el profesor quitaba el tapón y procedía a llenar los vasos de líquido ambarino. Sí, claro que lo sabía. No cesaba aun después de tanto tiempo de repetirse cosas a sí mismo como "si hubieras hecho esto", "si hubieras puesto más atención", "si te hubieras dado cuenta de aquello", "si hubieras sido más valiente/más rápido/más listo"—No tenía que haberle dejado salir de casa.
—Si te sirve de consuelo, yo pienso que fui yo. Es más, todo ocurrió por culpa mía y puedo demostrártelo.
Inti le miró sin comprender.
—¿Por culpa tuya? ¿qué dices?
El profesor se bebió de un trago lo que había en su vaso, arrugó el ceño y asintió con convicción.
—Claro, piénsalo. No debí entrometerme. Yo me di cuenta de lo que esa mujer sentía hacia Kido, vi cómo le miraba, y no me retiré. Siempre supe que yo no era la mejor compañía, que Kido malgastaría su vida durante el tiempo que estuviera conmigo, y aun así fui egoísta y me quedé... me quedé a su lado.
El rubio sacudió la cabeza y rió con nerviosismo.
—Qué tontería, perdóname. Si fuera por eso, nadie haría nada...¿cuál hubiera sido la alternativa si no? él te quería. Él quería estar contigo. Cada persona decide cómo vive, y créeme que Kido elegía siempre su camino... por difícil que se lo pusiéramos.
—Tú lo has dicho—Ballesta empujó con el dedo el otro vaso hacia Inti—Qué claro lo ves cuando no va contigo, ¿verdad? pero así pasa. Cada persona decide cómo vive... y, si puede, cómo muere.
Inti suspiró mirando el vaso lleno hasta la mitad. La pesadez de la pena era, al parecer, compatible con la liberación que experimentaba al pensar en todo eso.
—Tal vez todos aportamos nuestro grano de arena para que se le presentase esa elección.
Sí. Tal vez hasta el mismo Kido.
—Ah, seguro. Como siempre con todo. Es lo que tiene vivir: todo lo que hacemos, todo, tiene consecuencias.
El rubio se bebió el medio vaso de un trago. Lo que decía el profesor era verdad, y tan evidente como simple. Todo tenía consecuencias, todo. Lo que estaba haciendo con Esther también. ¿Es que acaso ella no podía terminar haciendo alguna tontería por sentirse una mierda? ¿realmente él estaba causándola tanto sufrimiento para que todo pudiera acabar peor que mal? y es que, una vez más, ¿qué sabía él sobre ella, sobre quién era ella y sobre cómo podían afectarle las cosas? Desde que la conoció, sólo se dejó llevar por conjeturas pensando en una figura ficticia que él mismo quería ver.
Se sintió mareado y apartó el vaso vacío ante sí.
¿Qué hubiera pasado si Kido no hubiera llegado a tiempo para saltar a la vía? se preguntó de pronto. Hubiera sido entonces Taylor quien habría muerto en su lugar, ya que el tren habría pasado igualmente. ¿Podría haberse dicho entonces que eso hubiera sido culpa (o responsabilidad) de Kido en tal caso? ¿o de alguna otra persona? Claro que no. "Lo ves muy claro cuando no va contigo", acababa de decirle su antiguo profesor. Cuánta razón tenía.
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Silver acompañó a Esther al portal de la casa, pero no subió a ver a los chicos. Se hubiera pasado por allí a saludar de buena gana, pero tenía una cita importante y ya iba con el tiempo muy justo. Se aseguró de que Esther entraba al edificio, y sólo cuando la vio desaparecer tras la puerta enrejada subió de nuevo al coche para ponerse en movimiento.
Esther entró en casa algo preocupada e incómoda. No sabía por qué, pero no le apetecía nada tener que dar explicaciones sobre Inti si Jen o Alex las pedían. Y pedirlas sería en cierto sentido normal, ya que ella había salido de casa con él y ahora volvía sola.
La vivienda estaba silenciosa. Por un momento Esther pensó que no habría nadie en casa, pero al instante constató que no era así cuando vio la franja de luz que se colaba al pasillo a través de la puerta entreabierta de la cocina. A pesar de la hora, las nubes de tormenta habían oscurecido el día y eso hacía necesario encender las lámparas.
Llamó tímidamente a la puerta de la cocina sin atisbar más allá.
—¡Esther!—respondió inmediatamente la voz de Jen en tono animado desde el otro lado—¡hola! no te había oído entrar, ¿cómo fue todo?
Ah, buena pregunta.
—Bien, Amo... ¿Puedo pasar?
—¿Eh? Oh, claro, pasa, pasa.
Esther empujó la puerta y entró a la iluminada estancia. Encontró a Jen de pie tras la mesa de la cocina, doblando lo que parecía uno de sus pijamas blancos de trabajo recién sacado de la secadora. Estaba a punto de meterlo en la mochila abierta que utilizaba para ir a trabajar, ¿es que no iba a plancharlo?
—Hola, cariño—él apartó la vista de lo que hacía para mirarla. Parecía contento. Llevaba una camiseta azul oscuro (un color que a juicio de Esther le sentaba muy bien), vaqueros claros y el pelo castaño recogido en una coleta baja de la que, como siempre, se escapaban algunos mechones más cortos enmarcándole el rostro. Estaba guapo, aunque bueno, para ella siempre lo estaba.
—Hola, Amo...—saludó, vacilando unos instantes antes de precipitarse a sus brazos sin previo aviso por mero impulso—Te he echado de menos...
Jen no esperaba aquella acometida brusca que casi le derribó de espaldas a modo de recibimiento, pero sin dudarlo respondió al abrazo y estrechó a Esther contra su cálido cuerpo. Ella le había estrujado tan fuerte que por un momento le cortó la respiración... ¿qué le ocurría?
—¿Y esto?—preguntó con una pequeña risa jadeante—¡ni que hiciera días que no nos vemos, Esther!
—Lo siento, Amo...
Ella trató de dar un paso hacia atrás para deshacer el abrazo pero Jen la retuvo.
—Eh, eh, ¿cómo que lo sientes? ¿dónde vas?—De ninguna de las maneras había sido su intención recriminar su actitud, pero tal vez había sonado muy seco. Antes de que la chica pudiera resistirse, la achuchó más fuerte y le asestó un suave mordisco en la mejilla—no hay nada que sentir.
Esther se dejó llevar por Jen fuera de la cocina. Él la condujo al salón sin soltarla y se las apañó para que los dos juntos tomaran asiento en uno de los sofás. En voz muy baja, como si sintiera culpable o algo similar, Esther admitió entonces que Inti no había vuelto con ella de la consulta, a lo que Jen respondió que ya lo sabía. Al parecer, Inti le había enviado un mensaje cuando se marchó, para explicarle que sería Silver quien la acercaría a casa.
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Ballesta e Inti permanecieron unos minutos más sentados frente a frente en la cocina. No les hizo falta más que silencio para entenderse mutuamente tras haber abordado el último punto de la conversación. No era necesario explicar con palabras el tipo de dolor que ambos seguían aun soportando día a día como buenamente podían, y no tener que buscar los verbos y los nombres era un alivio como pocos. Ambos sabían que cuando un ser amado ya no estaba allí daba igual lo que se hiciera; daba igual con quien se hablase, o qué se dijera, o a quién pasaba uno el balón de la culpa si lo hacía, porque la herida no se cerraba nunca. No era algo que pudiera curarse, sólo quedaba acostumbrarse a ello. Desde fuera del sufrimiento, con frialdad relativa, uno podría razonar que la vida depararía cosas nuevas y bellas, claro que sí... pero eso era algo que, en cualquier caso, al corazón le tomaría tiempo entender.
—¿Tú no odias a Taylor?—inquirió Inti, rompiendo finalmente el silencio. Él sí la odiaba. Desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba, todos los días. O eso creía.
El profesor sonrió, se sirvió otro whisky y negó con la cabeza.
—¿Odiarla? No, qué va—le daba una pena terrible, eso sí. Literalmente le abría las carnes sólo saber el estado en el que Agnes se encontraba atrapada—Voy a verla una vez por semana al sanatorio.
El rubio le miró con gesto de no entender.
—¿Al sanatorio?—se había perdido ese capítulo en la historia.
—¿No sabías que estaba ingresada?
Ballesta bebió un trago, dejó su vaso en la mesa y llenó el de Inti sin preguntar.
—Algo escuché—reconoció éste—pero fue hace mucho tiempo. Justo cuando todo ocurrió.
—No ha salido desde entonces. Bueno, lo intentó—se corrigió el profesor—pero las recaídas eran demasiado profundas. Se entendió que continuaba habiendo... ya sabes, riesgo de...—tragó saliva, se le había encasquillado la palabra—riesgo de suicidio. No tiene a nadie que pueda velar por ella, así que... bueno. Ahí está.
—Oh.
Inti miraba fijamente el contenido ambarino de su vaso. Se daba cuenta de que su odio hacia Taylor se estaba diluyendo por momentos, aunque fuera de forma transitoria, sin llegar a ser sustituido por ninguna emoción afectiva pero al menos permitiéndole tomar la distancia necesaria para observar. Independientemente de lo que pensara de ella (tal vez "pensar" no era la palabra más adecuada), no le resultaba agradable imaginársela con un pijama blanco de hospital y marchitándose tras el cristal de una ventana mientras los años pasaban. Se rebeló contra ello; demonios, ¿desde cuándo le importaba lo que le pasase a Taylor?
—Antes de juzgar a alguien conviene pensar hasta dónde llegaríamos nosotros mismos caminando con sus zapatos—murmuró Ballesta—y con esto no pretendo aleccionar. Deberías beber—puntualizó, señalando con la barbilla el vaso que acababa de volver a llenarle.
Inti gruñó algo remotamente parecido a "gracias" y acercó el vaso a sus labios. No era bebedor frecuente y sabía que aquello era una megadosis para él y que iba a subirle rápido, pero a tomar por culo, como si se moría ahí mismo. ¿Qué podía pasar? a las malas, que terminase vomitando y que Ballesta tuviera que sacarle de su casa a rastras, pero y qué.
—Si quieres venir conmigo, este martes voy a ir.
Al rubio se le congeló la expresión.
—¿A ver a Agnes, dices?
No pudo dismular que se cagó de miedo con la propuesta sin saber realmente por qué. Se bebió lo que quedaba en el vaso de un trago y miró a su antiguo profesor con la cara descompuesta. Se sintió de pronto tan pequeño a su lado como un alfiler, una mota de polvo en el hiperespacio de la habitación.
El interpelado asintió.
—Sí, a ver a Agnes. El martes por la mañana. Toma—tanteó la cochina mesa y agarró un rotulador sin tapadera. Arrancó sin cuidado un pedazo de papel de una libreta y garabateó en ella su número de teléfono con escritura grande y un tanto contrahecha—llámame si te ves con ganas.
¿Si se veía con ganas? Inti sintió de nuevo que le sobrevenía una arcada. ¿Qué sentido tenía, qué mierda de sentido tenía ir a ver a la asesina de su hermano a un sanatorio mental? Bueno, tal vez no era la "asesina"; tal vez no tenía sentido llamarla de esa forma, pero aun así. De cualquier modo, cogió el papel con el número de teléfono y se lo guardó.
—No lo creo, pero gracias.
—No me mires como si estuviera loco—el profesor se encogió de hombros y se retrajo en su asiento—haz lo que quieras.
—Esa mujer mató a mi hermano—siseó el rubio en un tono apenas audible.
—Esa mujer quería a tu hermano—respondió el otro con gesto de hastío— y cometió un grave error. Pero si te alivia odiarla, está bien, supongo. Ella no se enterará.
No, Agnes no se enteraría. Resguardada en la jaula de plata que era aquella institución mental, ningún veneno del exterior podría alcanzarla. A diferencia de lo que ocurría con Esther, ¿no?. Inti torció el gesto, cada vez más asqueado.
—Me estoy mareando, Balle. ¿Dónde está el baño?
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—Amo, ¿vas a trabajar hoy?
Esther se mantenía reclinada contra el torso de Jen, dejando que éste la achuchase y acariciase a placer sobre el sofá. Tal vez él también la había echado de menos a ella.
—Sí—respondió el aludido—pero aun me queda un ratito libre. Entro a las tres.
Claro, tenía turno de tarde. Estaría fuera desde las dos y media hasta las diez y media de la noche, comprendió Esther.
—¿Has comido, Amo?
Jen negó con la cabeza y la besó en la mejilla.
—No, pero no te preocupes por eso. Ya comeré algo cuando llegue al centro. Ah... quería comentarte una cosa, Esther—añadió, rizándose el tono de su voz en un susurro enigmático cuando dejó la frase en suspenso.
Oh. Ella levantó un poco la cabeza de la cálida almohada humana, intrigada.
—¿Sí, Amo? ¿Qué es?
—Verás—respondió este, acariciándole distraídamente el hombro con las puntas de los dedos y rozándole la mejilla con la nariz—este fin de semana iré a un congreso de úlceras por presión y cuidados paliativos, con una compañera del trabajo. Es en una población rural que no está muy lejos; es un lugar hermoso, cerca de un embalse. Y he pensado que tal vez... bueno, tal vez podríamos hacernos una pequeña excursión de fin de semana, ¿te apetece?
Esther abrió mucho los ojos y soltó un largo "Oooh". No llegaba a entender muy bien lo que el Amo había querido decir, ¿estaba invitándola a pasar con él el fin de semana en aquel lugar?
—Se lo comenté a Alex y hemos buscado un alojamiento en una casa rural—continuó Jen— en una colonia justo en la playa del embalse. Saldríamos mañana sábado, si te apetece. Pasaríamos allí la noche del sábado, y volveríamos a casa el domingo por la tarde.
Ella no pudo ocultar su ilusión. ¡Una excursión! no recordaba cuándo fue la última vez que se alejó de la ciudad buscando estar en contacto con la naturaleza. Irónicamente, sólo se acordaba de salidas con sus padres cuando ella era pequeña, muy pequeña.
—Oh, Amo. Amo, me apetece, me apetece mucho, ¡gracias!
Jen se apartó un poco sin soltarla para mirarla a los ojos. Sonreía de oreja a oreja.
—Estupendo. Sabes... estoy... estoy muy orgulloso de ti—murmuró—lo vamos a pasar bien, y nos relajaremos. Se lo diré a Inti también, aunque no creo que quiera venir.
En eso se equivocaba. Al rubio le daría mil patadas quedarse solo en el trance que estaba a punto de atravesar, aunque eso Jen no podía saberlo. Incluso el propio Inti se sorprendería por ello.
Esther pestañeó. Agradecía las palabras del Amo, pero no terminaba de entender por qué éste decía que estaba "orgulloso" de ella. No había hecho nada especial, que supiera. Como tenía confianza con él, decidió preguntarle sólo por curiosidad.
—Amo, ¿por qué estás orgulloso?
Él sonrió más, sin mostrar aun intención alguna de soltarla.
—Estás haciendo muy bien las cosas...—musitó contra el cuello de ella—lo de ir a este psicólogo ha sido muy valiente. Y eso de buscar trabajo... es una idea estupenda. Te veo con ilusión, Esther... eso me gusta.
—Ah, Amo. De eso quería hablarte. Pensaba ir el lunes o el martes a preguntar en un par de sitios para lo del trabajo. ¿Estaría bien?
Esther no había dicho eso a Jen concretamente porque sí. Según el orden seguido por los chicos, el martes le tocaba a él ser el Amo preferente y por eso ella había escogido ese día para planificar su recorrido. No en vano le parecía que en casi todos los sentidos Jen era el más abordable de los tres. Y no era que pensara que Alex o Inti le fueran a impedir la búsqueda, pero probablemente ambos-cada uno a su particular manera- exigirían explicaciones, explicaciones, explicaciones.
—Ah, sí. Claro, desde luego. ¿Querrás que te lleve?
Ella negó con la cabeza. No. Iría sola, de pronto se moría de ganas de hacerlo así.
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Inti vomitaba en el baño del apartamento del profesor mientras éste le sujetaba la cabeza amablemente. Una parte de él -una especie de fiera, probablemente relacionada con el más primario instinto de supervivencia- aun se debatía queriendo sangre; queriendo odiar, gritar, romper, "hacer pagar"... hacerse pagar. Como resultado de algún oscuro proceso mental, esa parte se regocijaba cuando él sufría, incluso con el viejo dolor mil veces oxidado al que Inti ya se había acostumbrado. "El dolor te hace fuerte" ja, esa era una falacia equiparabe a "el amor hace daño", una trampa lingüística sorprendentemente poderosa. Fuera como fuera, la fiera siempre estaba alimentada y satisfecha.
Otra parte de sí mismo, más silente y adormecida, se esforzaba sin embargo por controlar a la fiera. Lo conseguía sólo a ratos y quedaba desfallecida, porque para ser fuerte esa parte necesitaba esperanza y eso era algo que Inti no tenía. Desconocía que de hecho pudiera hacerle falta.
Esperanza no de que volviese quien ya no iba a volver, o de satisfacer altas expectativas, sino simplemente de estar tranquilo, de encontrarse "bien". El dolor descompensaba la balanza porque alimentaba a la fiera, y, en tanto en cuanto esta percibiera que había que defenderse de algo insoportable, no descansaría. El ser humano era a veces un amasijo de contradicciones lógicas más allá de las palabras, y, en medio de tal vorágine, era muy difícil encomendarse a la razón.
—Inti, tienes muy mal aspecto. Ven, apóyate en mí.
—Suéltame...—pero los movimientos del rubio fueron débiles y éste no consiguió zafarse cuando el profesor le tomó por debajo de los brazos para levantarle—¿a dónde me llevas?
—Al sofá. Para que al menos puedas tumbarte.
Vaya, Ballesta se encontraba también algo mareado. Comprendió que no podría cargar con Inti y que tendría que arrastrarle por el pasillo si él no colaboraba, pero bueno, lo importante era moverle de allí.
.......
Silver se retrasaba. Malena le esperaba en la esquina acordada, con una venda parcialmente oculta bajo la manga de la camisa en el brazo que sujetaba el enorme paraguas abierto sobre su cabeza. Comenzaba a impacientarse de verdad: tenía ganas de verle, tenía ganas de gritarle y pegarle, y también tenía ganas de follar. Aquella combinación de sensaciones y deseos era una constante desde hacía tiempo ya, y ella lo sabía. No dejaba de tener gracia que se dijera coloquialmente que "los hombres pensaban con la polla" cuando ella había desistido de intentar evitar pensar con el coño a cada momento.
El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando por fin le vio llegar, subiendo a pie la suave pendiente calle arriba, enfundado en la chupa de cuero y calándose bajo la lluvia. En otro tiempo hubiera corrido hacia él para ofrecerle el paraguas, pero ahora sus pies se negaban a moverse, manteniéndose firmemente clavados en el suelo. ¿Acaso una parte de ella disfrutaba viéndole sufrir un poco?
—Estás empapado—comentó cuando él se acercó lo bastante para poder oírla.
El lobo sonrió entre la cortina de cabello mojado como si eso no le importara lo más mínimo. Le castañetearon los dientes y tensó inconscientemente la mandíbula para contener la incipiente tiritona que amenazaba con delatarle: estaba helado. Dando un paso lateral, se resguardó bajo los soportales de una especie de patio interior o garaje (no sabía exactamente qué flanqueaban) en lugar de meterse bajo el paraguas de Malena.
—Quién podría haber previsto que iba a llover—se encogió de hombros con una gran sonrisa. Aunque hubieran "discutido" la última vez que se vieron, siempre le alegraba ver a Malena. Si ella seguía enfadada o no, a tal efecto eso era indiferente.
Malena avanzó también bajo el arco de los soportales para acercarse más a Silver. "Prohibido fijar carteles", se leía en la pared de la cochera o lo que fuera aquello, justo al lado de un enorme cartel que mostraba la cara de una especie de payaso lascivo bajo las letras "Dark Carnival: muy cerca de ti". Al parecer, la persona que había empapelado la pared con la cara de tal individuo se había pasado por el forro las ordenanzas municipales.
Gris, sucio y manchado de agua negra, aquel reducto en estado de abandono parecía aun más deprimente bajo la lluvia. Ambos conocían bien la zona, no obstante; aquella esquina se encontraba justo frente a la pensión de dos estrellas donde habían quedado para verse algunas veces en los últimos años. "Pensión Tía Cana", se llamaba el lugar. Estaba claro que dicha pensión era más que válida como picadero, y también que era uno de los mejores sitios a los que podían ir en aquella calle que amenazaba con inundarse ahora, por mucho que ninguno de los dos estuviera dispuesto a admitir abiertamente el deseo de desnudarse juntos y romper la cama.
No, no habían quedado para follar, claro que no. Lo que ocurría era que ir a Tía Cana parecía lo más lógico que se podía hacer, nada más.
—Ah... ¿te importa si...?—Silver señaló la pensión con una inclinación de cabeza—más que nada por secarme y... bueno, podemos... podríamos tomar algo caliente y hablar allí. ¿Te parece?
Malena ya estaba asintiendo antes de que él terminase la frase. Había un pequeño bar en el piso bajo del edificio, y una máquina de bebidas calientes en el vestíbulo de la planta superior.
—Sí, sí, claro. Te cogeras una pulmonía, vamos.
Se pusieron en marcha saliendo de los soportales y bordeando la fachada hasta que llegó el momento de cruzar la calle. Silver sintió la tentación de tomar la mano de Malena que no sujetaba el paraguas, pero, como intuía que ella seguía aun cabreada con él, se abstuvo de hacerlo y se mantuvo un paso por detrás, al filo de las varillas metálicas que desplegaban el aleron negro como apéndice de murciélago. Caminaron de esta forma la escasa distancia que les separaba de la pensión, sin cruzar palabra hasta llegar al portal de entrada.
—Pasa...—murmuró Silver, sosteniendo la hoja de la puerta y apartandonse a un lado para dejar espacio a Malena y que esta entrase al edificio antes que él.
—Gracias.
Pidieron una habitación doble en la pequeña recepción y subieron juntos hasta el segundo piso. La verdad era que conocían aquel lugar como la palma de su mano, incluso lo bastante para remontar los desvencijados peldaños en la casi total oscuridad de la escalera.
Una vez a puerta cerrada dentro de la habitación, ambos pasaron unos segundos contemplándose el uno al otro sin decir una palabra. Lo cierto era que Malena traía un buen puñado de cosas que echarle en la cara a Silver, pero fue como si en un chasquido de dedos todas las razones se esfumaran, dejando si acaso el rastro del corazón encendido que no acertaba a expresarse. En lugar de explotar en palabras, ella se tensó y notó cómo su latido se disparaba ante aquel demonio que tan bien conocía; demonio a quien sólo le bastaba con mirar para avivar aquellos rescoldos que nunca, nunca jamás habían sido ceniza inerte.
—Oye... voy a secarme un poco—Silver se quitó la chaqueta empapada, se sacó la camiseta negra de manga larga por la cabeza y se giró hacia el cuarto de baño mínimo integrado en la habitación.
Malena no replicó, sino que se limitó a observarle parada en el centro del cuarto. Él había dejado entornada la puerta del cuarto de baño y ella podía verle ahora por el espejo ante el lavabo, inclinandose hacia delante y tomando con ambas manos su cabello, enroscándolo en una larga coleta para comenzar a escurrirlo. Quién sabía dónde había aparcado el pobre, pero estaba claro que había tenido que caminar bastante porque por poco el agua no le salía por las orejas.
Respiró hondo y, sin poder apartar los ojos de la superficie de espejo que veía a través de la ranura de la puerta, se acercó a la cama doble cubierta por una colcha que emulaba las antiguas tapicerías de flores típicas de la casa de una señora mayor.
—No tardo, ya casi estoy.
Silver había cogido una toalla más o menos grande y se secaba los brazos, la espalda, el cabello. Pensó un segundo si despojarse de los pantalones y, cuando casi se había decidido por dejarselos puestos, se le escapó un estornudo. Mierda, mejor sería desnudarse y dejar aquella ropa colgada en el radiador que había tras la puerta para que pudiera secarse en condiciones.
Le resultó de pronto poco serio salir del baño sólo con la toalla enroscada a la cintura; estaban allí en teoría para hablar, y no quería que Malena interpretase que él quería otra cosa, pero qué más podía hacer.
Cuando Malena le tuvo delante de esa guisa, dio un paso atrás y casi cayó sentada sobre la cama.
—No pensé que fueras a desnudarte—murmuró, mirando hacia otro lado.
—Lo siento, no he tenido más remedio—respondió Silver diciendo nada más que la verdad—ni que nunca me hubieras visto desnudo tampoco.
Malena fue incapaz de reprimir una risa nerviosa. Le jodía no "poder" mirarle, así que hizo de tripas corazón y posó sus ojos en él, tratando por todos los medios de no moverlos hacia abajo para evitar visualizar aquel torso, aquel ombligo y lo que tapaba esa toalla.
—Sigues enfadada conmigo, te lo noto en la cara.
Ella rió de nuevo. ¿Enfadada? bueno, quería matarlo en parte, sí. Nada nuevo bajo el sol.
—En realidad no—contestó sin embargo.
—¿Qué te ha pasado en la mano?—inquirió él, señalando con una inclinación de cabeza el vendaje que a ella le llegaba hasta el antebrazo.
—Nada, me corté por accidente...
—Vaya. ¿Haciendo qué?
Ella sacudió la cabeza. De ninguna manera iba a explicarle a Silver cómo se había herido realmente, pero mentir al respecto también era incómodo y no se sentía con fuerzas de inventarse una historia.
—No importa. Voy a divorciarme—le espetó a continuación sin venir a cuento, tal vez porque fue lo único que se le ocurrió para desviar el tema. Silver puso cara de espanto.
—¿Qué? ¿por qué?
Malena suspiró. No, era demasiado pedir que el lobo se alegrara al escuchar aquella noticia. Le hubiera gustado que él hubiese mostrado alguna emoción positiva ante su divorcio, pero, por contra, Silver había reaccionado hasta con preocupación. No sabía si increparle en su pensamiento llamándole "cabrón" o "imbécil".
Años atrás, él le había recriminado alguna vez que ella le pedía atarse estando ella misma casada. Pero eso había sido hacía tiempo, y, tal vez, ni siquiera en aquellas ocasiones Silver había verbalizado eso por un deseo de posesión. No. Por llevar la contraria a cuantos "tratados" sobre BDSM había leído Malena desde que mantenían aquel tipo de encuentros después de su boda, no había deseo de ese tipo de posesión en Silver. Malena se había encontrado con la creencia generalizada de que al "Dominante" promedio le ponía cachondo "mandar" y "poseer"; tal vez Silver era la excepción que confirmaba la regla en cuanto a eso, o tal vez simplemente la "regla" era una falacia.
¿A ella le hubiera gustado sentirse deseada de esa forma? ¿Le hubiera gustado que él quisiera poseerla como a un objeto? oh, quizá sí. Resultaba un poco escalofriante de pensar, pero tal vez sí, al menos en su fantasía. Que "siempre" pudiera disponer de ella por simple capricho, vicio o deseo.
Se sabía suya más allá del sexo, y era frustrante no poder sellar aquella unión, no darle límite de forma bajo una etiqueta o un nombre, no poder someterla al tiempo y al espacio con cuándos y dóndes, no poder ponerle un marco. Tenía cierta gracia pensar que, de haber podido elegir, ella sin dudarlo escogería ser suya a ser "libre"... o al menos así lo valoraba en su mente de acuerdo a esos términos. No se daba mucha cuenta de que, precisamente, lo que quedaba frustrado era su propio deseo de posesión, que ella sí sentía, manifestado por expresiones que su mente había articulado en más de una ocasión: "hazme tuya", "no te vayas" (porque quiero que seas mío). Lógico y entendible, por otra parte.
—Por mí y por él—respondió tratando de imprimir frialdad a sus palabras, refiriéndose al que aun era su marido—la relación está muerta.
Silver se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. "No me consueles, idiota", pensó Malena.
—Pero tú le quieres...—murmuró él.
—Le quiero, sí. Pero somos como dos hermanos.
Quería a su marido, no mentía. Ambos formaban un buen equipo, se entendían bien. Pero no, eso no era suficiente para justificar una vida en común... más aun cuando ella se aburría mortalmente, y cuando pensaba a cada momento en otro. Tampoco era justo para él, de ningún modo.
Con su marido, la llama se había extinguido y, sin embargo, cualquier simpleza salida de la boca de Silver tenía el poder de encenderla bajo las bragas. Hasta cuando quería matarle -como sucedía en aquel momento- estaba cachonda, aunque no que lo fuera a admitir.
Silver suspiró.
—Entiendo. ¿Has pensado separarte durante un tiempo para pensarlo...?
Él tenía buena intención y se notaba, mas seguía siendo imbécil. No quería que Malena sufriera por tomar una decisión precipitada, pero, entre aquellas cuatro paredes que les protegían de la tormenta, la amistad en seco tenía aspecto de falta de amor. Y así fue exactamente como ella lo sintió. "Amistad" significaba estrictamente eso (algo que no era amor), pensó Malena, si uno lo analizaba. Tenía un punto insoportable ver a Silver como amigo solamente, y más cuando él le mostraba que se preocupaba por ella.
—No hay nada que pensar—replicó—además...
"Además quiero ser solo tuya", fue lo que estuvo a punto de decir. Pero cerró la boca a tiempo, para bien o para mal.
—¿Además...?—inquirió Silver, dándola pie a continuar la frase.
—Nada. Que no quiero engañarle. No lo digo solo por ti—se apresuró a añadir con un fleco de desdén. No fuera a salir Silver con que "tal vez sería mejor dejarlo"—lo digo porque por él ya no siento nada.
Silver trató de entender aquello. Le resultaba imposible -y hasta cierto punto descorazonador- pensar que alguien dejara de sentir algo por otra persona de la noche a la mañana. De hecho, la palabra "nada" no podía creérsela a tal respecto, aunque quizá se equivocaba. Tal vez Malena estaba saturada o bloqueada, agobiada, y por eso sentía "nada", pensó. A veces había que tomar distancia para valorar que la nada no era tal... por eso él le había preguntado si iba a tomarse tiempo. No había pretendido ofenderla con eso, claro que no, pero se daba cuenta de que Malena parecía cada vez más cabreada.
Ante su asombro, ella comenzó a desabrocharse la blusa sin dejar de mirarle con ¿odio?
—Malena, oye...
—¿Te molesta?—replicó ésta casi con ira, taladrándole con los ojos y despojándose de la prenda para lanzarla a un lado.
—No. Claro que no.
No era de piedra, eso desde luego. Era inevitable para él responder en cuerpo y mente a medida que su Malena se desnudaba. Pausadamente, ella procedió a quitarse la falda tableada que llevaba, quedándose en ropa interior y medias hasta medio muslo delante de él. Medias negras como siempre, para proteger aquellas marcas de heridas autoinfligidas en sus piernas.
—Dime que al menos te mueres por atarme y follarme aquí y ahora—Malena se dio cuenta de que estaba jadeando y tragó saliva—o por azotarme, ¿verdad? eso te encanta.
—A ti también—murmuró Silver, resistiéndose para no extender la mano hacia ella—a ti también te encanta.
Malena se lamió los labios y desvió la mirada.
—Tal vez ya no te pone pensar en bajarme las bragas. De lo contrario lo estarías haciendo ya.
Silver soltó una carcajada queda.
—Iba a hacerlo en el Noktem la otra noche, pero te fuiste como una mocosa malcriada. Una pena.
Fue una broma poco inocente, casi un golpe bajo, pero con más ánimo de encender que de levantar ampollas.
—¿En el Noktem? Silver, en el Noktem te hubieras follado cualquier culo.
—¿De verdad lo crees...?
Malena se giró para darle la espalda y se arrodilló en el suelo enmoquetado. Acto seguido, se apoyó sobre las palmas de las manos para ponerse a cuatro patas como la perra en celo que se sentía ser. La herida en su muñeca protestó por aquella postura, pero ella apenas se enteró.
—Lo creo—respondió sin mirarle, arqueando la espalda y levantando el culo—te hubieras follado a esa pobre chica que estaban torturando en el potro, admítelo.
—Por pensar cosas así te perdiste lo mejor. En el Noktem tenía varias sorpresas preparadas para ti y objetos que aquí no tengo...
Silver chasqueó la lengua y se aproximó a Malena, deteniéndose a su espalda. Ella sintió la mirada de él incendiándola entre las piernas; no en vano le ofrecía ahora un plano de sus bragas húmedas solo para su particular regocijo.
—¿Objetos para calentarme el culo?—musitó en un susurro tan tímido que resultó obsceno.
—Je. Ya veo que eso lo echas de menos...
Silver se mordió el labio y le asestó una suave palmada en el coño desde atrás. Ella cerró los ojos y gimió. No recordaba bien cuándo había sido la última vez que su coño y su culo habían "recibido"; le parecía que había pasado una eternidad, y lo echaba de menos, sí. Sin duda.
—Usa tus manos, un cinturón o un maldito cepillo de pelo—masculló entre dientes, sintiendo que encharcaba las bragas al decir aquellas palabras y deseando volver a sentir la palma de Silver golpeando su sexo.
Él volvió a reír. No usaba cinturón, y cepillo de pelo tenía, pero -lástima- se había dejado la mochila en el coche.
—No esperaba encontrarte tan salida...—rezongó—de haberlo sabido, hubiera venido preparado.
Ella abrió deliberadamente más las piernas y movió el culo.
—¿Tienes algún problema con improvisar?
Silver volvió a azotarla el coño aunque esta vez lo hizo con más sonoridad.
—Haces de mí lo que quieres cuando te pica el chochete, ¿no?
¡BAM! una nueva y vigorosa palmada llegó antes de que ella tuviera oportunidad de responder.
—Mmmff...
—No, zorrita. Ningún problema en improvisar.
Tras decir aquello, le bajó las bragas y se inclinó sobre ella para aferrarla por el pelo.
—Ah-h, cabrón. Fóllame duro—jadeó Malena, con la cabeza echada hacia atrás a causa del agarrón y tratando a ciegas de acoplarse a las caderas de él sin conseguirlo.
—A ver si te aclaras. Creía que querías que te pusiera el culo más que rojo.
—Joder, sí, por favor...
—¿Para eso querías verme hoy?—Silver rió con la voz ronca por la brusca excitación, viendose de pronto duro como una roca y completamente erecto bajo la toalla, a escasos centímetros de aquel hambriento culo. Era tentador saber que con solo un golpe de caderas podía clavarse entre las nalgas ajenas, pero se contuvo esperando por la respuesta.
Malena jadeó. Sí y no. Había querido verle para eso, y también para otras muchas perversiones. Para que la hiciera gemir, llorar y gritar en aquel sagrado infierno que les pertenecía a ambos cuando estaban juntos, en esencia.
—Contesta, zorra.
El demonio pelilargo gruñó la orden y acto seguido propinó cinco sonoros azotes a Malena en el culo, seguidos y lo bastante contundentes para hacerla brincar en el sitio mientras él la sostenía aun por el pelo con la otra mano.
—Gg-gh... Silver, h-ah, Sí... pero por favor...
—Pues podías habermelo dicho—farfulló él antes de volver a azotarla otras cinco veces seguidas—la próxima vez no te lo calles.
—Ah, joder—lloró Malena—eso escuece...
—¿Quieres que pare?
—No...
La zurró hasta que le dolió la mano, con todas sus ganas y sin tregua, perdiendo la cuenta de los azotes propinados. Sólo se detuvo cuando el ardiente trasero de Malena presentaba un color rojo intenso cruzado por alguna marca morada. Ella temblaba y los sollozos surcaban su cuerpo haciendo que sus hombros se sacudieran; aun permanecía con la cabeza levantada en forzada posición, pues sus cabellos seguían en el cepo de la mano de Silver. Al mismo tiempo, olía a hembra más que nunca entre las piernas y continuaba moviéndose sin pudor, luchando por contacto en la zona más íntima y tremula que ya palpitaba de forma insoportable.
Silver gruñó y la soltó, retrocediendo un poco para agarrar su erección que también dolía. La toalla había caído hacía rato y ahora yacía arrugada a sus pies.
—Mójame, zorra—masculló mientras mantenía su polla aferrada y la acercaba a la humedad de ella—muévete.
No pudo evitar empezar a bombear su verga de forma que su glande comenzó un suave golpeo contra el clítoris de ella.
—H-ah, Silver, cabrón, hijo de puta...
Él se inclinó sobre Malena y soltó una risa siseante en su oído sin dejar de pajearse contra su sexo, empapándose de su olor.
—¿Qué pasa, zorrita? ¿vas a gritar?
Al momento ella lo hizo, sintiéndose morir, sintiendo que se deshacía en jugos a medida que el golpeo entre sus pliegues se volvía más intenso haciendo diana en su centro de placer, frotándolo, rozando la entrada más abajo. En vista de que él la había soltado, apoyó los antebrazos en el suelo escondiendo la cabeza entre ellos y levantó más el culo para refregarse contra él y sentirle más.
—Fóllame, métemela...
Como siempre, él se hacía de rogar.
—Me encanta cuando gimes para mí, guarra.
—Por favor...
Lo necesitaba. Le ardía el culo y ahora necesitaba tragarse aquel venoso rabo hasta las trancas, sentir ese pollón destrozándola por dentro y golpeando la mismísima entrada de su útero.
—¿Vas a suplicarme?
A Malena se le escapó una risa nerviosa entre jadeos.
—Vamos, puta. Suplica.
—G-gh...
Ella no soltó prenda pero hizo denodados esfuerzos por tragarse la turgente dureza a las puertas de su coño. Silver se apartó lo justo para restallar su palma un par de veces contra las escocidas nalgas cruzándolas de lado a lado y jadeó.
—Suplica, puta. Obedece—la exortó tras insalivar dos dedos de su mano derecha.
—Ah-ahg... dios... por favor, por favor Silver, te lo suplico, métemela...
La empaló de golpe sin hacerse esperar, aferrándola con la mano izquierda por la cadera y penetrando al tiempo su culo con los dos dedos que acababa de humederse en la boca. Ella chilló y se apretó como pudo contra su cuerpo y su mano para gozar cada estocada, perdiendo el control del desaforado movimiento de sus caderas y precipitándose al orgasmo casi inmediatamente.
—Silver, me c-corro...
—Aguanta, puta.
—Ah, ¡mi culo! ¡N-no puedo!
Era imposible no ceder. Inmediatamente el orgasmo la sobrevino al quinto o sexto pollazo mientras aquellos dedos largos le rompían el ano sin piedad. Comenzó a correrse escandalosamente, restregando el culo contra el bajo vientre de Silver, empapando su miembro de fluidos hasta las pelotas.
—Voy sin condón—resolló este, sintiéndose de golpe al límite de su resistencia—me corro fuera.
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Inti regresó a casa al filo de las doce de la noche, oliendo a tabaco y alcohol. Encontró a Alex, Jen y Esther sentados en torno a la mesa de la cocina, sobre la que habían desplegado un mapa de carreteras de la comunidad.
—¿Qué coño estáis haciendo?—soltó, mostrando por primera vez en muchos días algo parecido a interés.
—Excursión de fin de semana—respondió Jen sonriendo de oreja a oreja, tal vez sin darse realmente cuenta del aspecto que presentaba el rubio—¿Te animas?