nocturno (completo)
Bajo los parpadeantes juegos de luces en aquel sótano aciago, un hombre alto y delgado, con llamativa palidez y ojeras de al menos un kilómetro de profundidad, mantenía la mirada fija en su copa debatiendo consigo mismo si irse o quedarse allí.
—¿Profesor? ¿pero qué...?
El hombre levantó la cabeza en dirección a la voz que tan bruscamente le había sacado de su ensimismamiento con tal tono de incredulidad. Quien había hablado y permanecía ahora delante de él era un joven de rasgos angulosos, también alto, cuyo cabello oscuro caía lacio sobre sus hombros confundiéndose con las negras ropas.
—¿Eh?—el hombre de la copa frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de reconocer a la figura que tenía ante sí. Le tomó cierto tiempo hacerlo mientras, sin darse cuenta, se levantaba para quedar al mismo nivel que el otro en altura (más o menos). Se recolocó las gafas inconscientemente sobre el puente de la nariz, sin dejar de mirarle fijamente—¿señor Vega? Por favor, no me llame profesor en un sitio como este. Virgen santa, yo ya no soy profesor.
El aludido retrocedió y oprimió discretamente la mano de la mujer que se encontraba medio paso detrás de él.
—Lo siento, ha sido lo primero que me ha pasado por la cabeza. No sé su nombre de pila.
El hombre pálido resopló y casi sonrió con amargura. Probablemente la que sujetaba no era la primera copa de la noche y tal vez estaba algo achispado. Se le veía aturdido, pero al mismo tiempo estaba claro que no le importaba ni mierda que un ex-alumno le hubiera pillado allí.
—Ballesta está bien—le espetó con sequedad.
—Vale...—el de pelo largo asintió, recomponiéndose tan rápido como pudo de la impresión que le había causado encontrar a su antiguo profesor de física en el Club. ¿Qué diablos estaba haciendo Ballesta allí? Por demás, hacía siglos que no le veía. Concretamente hacía años, exactamente desde la muerte de Kid. Sintiéndose abrumado, esbozó una pequeña sonrisa y bajó los ojos por un momento.—me alegro de verle.
—Soy sumiso, imbécil—le espetó el otro. Al fin y al cabo estaban en un local de temática—no me llames de usted. Me repugna.
Silver tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. No porque hubiera encontrado aquello exactamente gracioso, sino porque era lo último que hubiera esperado oír. En el rostro de Ballesta se pintaba la seriedad más absoluta, sin embargo, aunque ciertamente el profesor arrastraba las palabras.
—Perdona, perdona, vale. Ah... yo... bueno, no tenía ni idea de que venía... de que venías por aquí.
Tras decir esto, Melenas dio un pequeño paso lateral para permitir que la mujer que le acompañaba se pusiera a su lado. Un rayo de luz blanca pasó sobre ellos y se detuvo unos instantes encima de sus cabezas, iluminando las facciones de los tres, endureciéndolas. En aquel momento, los ojos del profesor se abrieron como platos: habia sido algo inesperado encontrarse a Silver allí, cierto, pero por alguna razón no del todo disparatado; sin embargo, ver a Malena a su lado se le antojaba un trago difícil de digerir. Esa chica tan... ¿tímida? ¿virginal? ah, ella también disfrutaba aquellos placeres, vaya, vaya. Bueno, qué decir de él mismo.
—No. Verá, señor—masculló Ballesta con cierta sorna cuando marcó la palabra—me encantaría decirle que vengo a menudo a emborracharme a este bonito sitio. Pero sabe, es la primera vez. Alguien me envió una invitación, ¿por casualidad no habrá sido usted?
Silver negó inmediatamente con la cabeza.
—No, yo no.
—¿Está seguro?—el profesor puso cara de interrogatorio, entornando los ojos miopes tras las gafas e inclinándose hacia delante sin moverse del sitio, tambaleándose por un momento. Vaya pedal llevaba el pobre.
Malena observaba en silencio cuanto tenía lugar, sencillamente horrorizada por que su ex-profesor de física la hubiera visto allí. Aunque hubiera querido hablar, no hubiera tenido palabras; ya había entrado allí hecha un manojo de nervios, y aquel encuentro era justo lo que le faltaba. Se encontraba paralizada hasta el punto que ni tuvo reflejos de esconderse detrás de su acompañante.
—Estoy muy seguro—Silver sonreía un tanto más, aun contenido no obstante, tratando de disimular la intriga creciente que iba reemplazando poco a poco a la sorpresa inicial—si hubiera sido yo, te lo diría. Pero, ya que has venido, podrías tomar algo con nosotros...
Los ojos de Malena se clavaron en Silver en aquel mismo instante. "No, ¡no!" decía esa mirada furibunda bajo los focos "¿qué dices? ¿cómo se te ocurre?". Pero estaba más que claro que a Melenas tampoco le importaba que Balle les hubiera visto allí. No era que aquella fuese una situación "normal" pero, en realidad, era el profesor quien en todo caso podría preocuparse (entre otras cosas por su puesto de trabajo) de que le vieran en semejante lugar, y no sus ex-alumnos. O eso pensaba Silver. ¿Qué repercusiones directas podría tener aquel encuentro para ellos? claramente nada importante, aunque se daba cuenta de que Malena no creía lo mismo. O, tal vez, a ella simplemente le daba vergüenza que un conocido la viera allí... y eso que bajo la casaca de seda que llevaba ni siquiera se intuía su último modelito de juegos.
—Vamos, no te quedes en la barra—animó Silver, para rematar la jugada, a un Ballesta que de pronto se había quedado callado—tenemos un reservado esperándonos, venga. Si ya no eres profesor, menos aun lo eres aquí.
La cabeza de Melenas no cesaba de maquinar. Si El Loco estaba allí por una invitación, ¿quién la habría enviado? El club de Argen era selecto en cuanto a personas y actividades, por no decir clandestino; evidentemente, alguien se había puesto en contacto con Balle para que este acudiera allí aquella noche, ¿pero quién? ¿Tal vez alguno de los que esperaban en el mencionado reservado ahora?
Por otra parte, había algo que le entristecía -bueno, que tal vez entristecería a cualquiera- en la estampa del profesor. Solo y varado allí, como un calcetín desparejado, probablemente borracho y sin atreverse a progresar más allá de la barra en el local, aquel hombre parecía un un fantasma desdibujado de sí mismo. Silver le tenía cariño al profesor después de todo y, por mucho que invitarle pudiera parecerle una locura a cierta gente, no quería dejarle así. No le preocupaba que precisamente fueran a reunirse en el reservado con Inti, quien también conocía a Ballesta de lo mismo que él. Al contrario, Silver había pensado que el rubio apreciaba al profesor de cierta forma especial por el tema común que les tocaba de cerca... y algo le decía que, si Balle estaba allí, ambos deberían verse, por encima del hecho de que pudieran sentirse incómodos el uno con el otro. Algo se lo decía, llamémoslo intuición.
—A tomar algo. Ya. Todo el mundo viene aquí a tomar algo, a tomar algo y nada más... a tomar algo.
Trastabillando, murmurando un discurso aparentemente inconexo, el profesor al fin pareció dar su brazo a torcer y se separó de la barra para unirse a ellos, aun sosteniendo su copa medio vacía y sin querer pensar demasiado en qué estaba haciendo. Tal vez había alcanzado algún límite entrando a aquel local; tal vez en su fuero interno ardía por ser desgarrado en cuerpo y alma, destrozado desde dentro sin piedad como nunca se atrevió a imaginar. O quizá simplemente quería olvidar. O recordar. A lo mejor estaba allí para todas esas cosas juntas sin ninguna fe, aunque, desde luego, no lo iba a admitir.
—Espere, espera, espera...—se corrigió inmediatamente Silver mientras soltaba con suavidad la mano de Malena para caminar hacia la titubeante y triste figura—deja que guarde tu abrigo. ¿No te lo han cogido en la puerta?
Arisa era la mujer del guardarropa, o al menos solía estar allí. Era ella quien abría la puerta de acceso al club cuando los clientes llamaban al timbre, y difícilmente se le pasaba una. Resultaba extraño que Balle conservase el abrigo de paño puesto, pero Silver no se detuvo a pensar en los porqués.
—No me toque—masculló el profesor, visiblemente rígido, aunque no hizo ademán de retroceder.
—Shh, vamos, no te tocaré. Sólo quiero el abrigo—Silver no hizo mucho caso de la advertencia y se colocó detrás de Balle para, muy despacio, alzar la mano y asir la desgastada tela. Hubiera jurado que aquel era el mismo abrigo que el profesor llevaba hacía diez años y dejaba colgado en el perchero junto a la puerta del aula, qué cosas.—estás sudando, Balle. Te pondrás enfermo si no te lo quitas.
—Ballesta—masculló el profesor entre dientes para corregirle. No iba a permitir que cualquiera le acortara el apellido a la primera de cambio, lo mismo que no daría su nombre de pila a nadie. Eso sólo había sido privilegio para uno, para el que nunca volvería. Por un dolor como aquel, y por el rastro de la pérdida, para bien o para mal no pasaba el tiempo.
—Ballesta. Perdona.
Por mucho que aquel fantasma de ser humano protestara, se dejaba hacer. Así que Silver no tardó en retirar el viejo abrigo cuidadosamente y colgárselo doblado sobre el brazo ante la mirada estupefacta de Malena. Le había cogido también el vaso medio vacío al profesor para colocarlo en alguna parte: contenía hielos aguados nada más pero, por otra parte, el pobre hombre quizá no debería seguir bebiendo.
Sin su coraza raída, Ballesta bajó los ojos sintiéndose desnudo en la sinfonía de luces. Se le veía muy delgado bajo aquel traje que le quedaba grande, encogido sobre sí mismo y casi a punto de desvanecerse. Silver buscó con la mirada a Arisa por el espacio central, estirando el cuello para mirar hacia el vestíbulo a unos metros de la barra. No la encontró; probablemente ella estaría en el piso de arriba, en su puesto habitual junto a la puerta de acceso al primer sótano.
—Samiq, disculpa...—a quien sí vio fue a uno de los camareros tras la barra: un joven enjuto, vestido con unos vaqueros claros y desnudo de cintura para arriba, que llevaba el cabello rubio pajizo sujeto con horquillas para retirárselo de la cara mientras trabajaba. En torno a su cuello, el joven lucía un aro macizo de color dorado mate que reposaba sobre sus clavículas, aparentemente sin cierre visible ni ruptura alguna de continuidad en su superficie.—¿podrías llevar esto al guarda-ropa, por favor?
El joven levantó la mirada del vaso que estaba secando y sonrió a Silver.
—Ah, ¡buenas noches, señor! Claro.
Dejó el vaso en algún lugar invisible tras la barra y dio un ágil salto por encima de ella-no en vano le llamaban "Gato"- para plantarse junto al trío y tomar delicadamente la prenda que Silver le tendía.
—Gracias, Gato.
—Un placer, señores y señora, o señorita—sin que su sonrisa se desvaneciera ni por un instante, Samiq inclinó la cabeza en señal de saludo y se giró parcialmente hacia el profesor—y bienvenido, señor—musitó al neófito, sabiendo que no formaba parte de la clientela habitual—espero que la estancia sea de su agrado.
El joven esclavo se disponía a alejarse cuando Silver le oprimió levemente el brazo.
—Samiq, ¿han llegado Ellos ya?
—Sí—asintió el interpelado y su sonrisa dio un giro que podría interpretarse como pícaro, ambiguo aunque aun discreto—ya están jugando en el Tres Calaveras.
—Vaya, se han dado prisa—comentó Melenas con una risita ronca—gracias por la información. Ah, pásate por allí cuando tengas un momento—añadió en voz más baja, inclinándose sobre Samiq para hablarle al oído—siempre es un placer tenerte cerca.
—Claro, señor.
—Genial.
Tras despedirse con un respetuoso pero relajado ademán, el esclavo se dio la vuelta felizmente y echó a andar hacia el tramo de escaleras que subía al vestíbulo, mostrando una espalda magullada por lesiones longitudinales amoratadas y lo que parecían surcos de arañazos bajo las luces cambiantes. Tenía en alta estima a Silver y eso se había notado; aparte de que éste fuese amigo personal del Amo Argen, Samiq le tenía por un "tipo legal" con sentido común, cualidad que según se mirase podría ser catalogada de rareza en aquel mundillo... y quizás en el mundo en general, también.
—Bueno, pues...—Silver le guiñó el ojo a la aun shockeada Malena y le hizo un gesto a Balle para que le siguiera—vamos al Tres Calaveras, entonces.
Samiq se había referido al tercer reservado de los cuatro que había en aquella planta. No era el más grande, pero sí el preferido por Ellos, pues contaba con mobiliario y equipación interesante.
A Malena le pareció que el aire se volvía inexplicablemente más denso a medida que avanzaban hacia el área de los reservados, atravesando un pasillo cuyas paredes lucían cubiertas de tapices sobre el damasquinado en rojo y negro. Era innegable la elegancia y el gusto exquisito con el que se había amueblado y decorado el local -incluso en las mazmorras del sótano inferior- y, sin embargo, a ella, aquel estilo le resultaba rígido e intimidatorio. No era la primera vez que recorría aquel pasillo medio paso detrás de Silver, pero eso no importaba: siempre se sentía virgen para cualquier cosa que pudiera pasarle allí, y siempre se le desbocaba el corazón en el pecho. Parecía que no hubiera pasado tiempo desde la primera vez que el demonio de pelo largo le dijo "no tengas miedo", hacía años ya en la casa donde vivían ambos con sus padres . Ella era ahora, desde luego, la misma niña de entonces a casi todos los efectos.
Aunque por fuera diera una imagen de tranquilidad inalterable, Silver sentía cualquier cosa menos calma en aquel momento. Su respiración se había ido acelerando conforme cruzaban el corredor; sentía la sangre ardiendo en sus venas, la piel erizada, y un sutil aunque molesto hormigueo en las puntas de los dedos de las manos. Las paredes parecían rezumar aceites demenciales y perfumes nocturnos, untuosos, cuyo almizcle se mezclaba con el típico olor a humanidad en sus notas de base. Al llegar al final del pasillo la luz era más tenue, pero también más leal; una vez la danza de destellos coloreados en la sala principal había quedado atrás, se definían con claridad los contornos de todo cuanto había por delante.
—Es allí—Silver esbozó la particular sonrisa de medio lado en su versión más discreta, al tiempo que señalaba un leve resplandor rojizo procedente de un farolito que había frente a un biombo a pocos metros. Más que un biombo solamente, se trataba de una sucesión de mamparas lo que delimitaba el territorio del Tres Calaveras. Al otro lado de dicha separación, siluetas y sombras de tamaño variable se alargaban, se mezclaban contra el lienzo blanco amarillento que hacía las veces de pantalla. Se apreciaba movimiento, claro que sí, lo mismo que se veía que había varias personas allí detrás, pero era imposible visualizar qué estaban haciendo.
—Quién lo hubiera dicho...—mascullaba el profesor, deteniéndose y desviando los ojos desde las mamparas del reservado hacia Malena—nosotros... tú aquí...—al parecer ya iba logrando reaccionar.
La aludida se sintió radiografiada por aquellos ojos de ratón miope de biblioteca y no pudo disimular un estremecimiento. Silver carraspeó intencionadamente y dio un paso hacia el profesor, tapando parcialmente a Malena con su cuerpo entonces.
—Quién lo hubiera dicho—corroboró en tono conciliador—es exactamente lo que pensé yo cuando te vi a ti aquí, Ballesta. ¿De verdad eres sumiso?—añadió en tono jocoso tras una breve pausa— te faltan huevos para ir hasta ahí a cuatro patas con el rabo entre las piernas, me temo. (<<< ahí se pasó 15 pueblos el Silver, anda que no!*N.A*)
Melenas dijo esta blasfemia casi desde el cariño mientras señalaba el biombo, sin rastro de animosidad en el tono de su voz. Pero el profesor se quedó helado al oírlo. Abrió la boca como para decir algo, aunque no emitió sonido alguno y volvió a cerrarla casi con sonoridad cuando su labio inferior chocó contra el superior. Parpadeó un par de veces y ladeó la cabeza.
—¿Me está retando, señor Vega?—masculló finalmente, pareciendo de pronto a punto de echarse a reír. Sus ojos brillaban por debajo de la turbidez etílica, y su expresión era la de alguien que, tras haber sucumbido al vértigo, moría por saltar al vacío. ¿Tal vez no estaba tan borracho como quería aparentar?
Silver se rió sin apartar los ojos del profesor. No cayó en la cuenta de que Malena sintió de golpe el aguijonazo de los celos, tal vez porque ella conocía la intensidad contenida en esa mirada (y la quería sólo para sí).
—En realidad no.—respondió tras dejar escapar un pequeño suspiro—Si yo pensara... que de verdad ha venido aquí porque le apetece que le enculen, le torturen, le cuelguen o le azoten, entonces le retaría. Pero usted no ha venido aquí para eso, ¿verdad? Ah, lo lamento. Quise decir "tú".—no pudo disimular una gran sonrisa tras aquel comentario demoledor—casi me olvido de que eres sumiso, qué cabeza la mía.
—Ja,ja,ja. ¿De verdad vamos a jugar a esto, señor Vega?—graznó el profesor sin el menor aplomo.
—Puedes llamarme Silver. Sin el usteo—el demonio pelilargo le guiñó el ojo antes de sonreír a Malena y volver a tenderle la mano, con intención de enfilar sin más dilación al teatro de sombras chinescas en las mamparas. Confiaba en que Ballesta les seguiría los pasos dentro de aquel submundo , y no se equivocaba. En el fondo, el pobre profesor estaba deseando perder el control aunque ni siquiera era consciente de ello... Y sí, tal vez moría por que le desgarrasen, le torturasen y le dieran por el culo, entre otras muchas cosas, aunque bajo ningún concepto lo fuera a admitir.
-II-
Cuando por fin traspasaron el juego de mamparas que delimitaba el reservado, cada uno de los tres reaccionó a su particular manera al ver el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos, aunque ninguno osó interrumpirlo.
En el margen derecho de aquel espacio aparte, junto a un sofá de dos plazas tapizado en cuero negro y ligeramente torcida en escorzo, destacaba la estructura formada por un potro de poco más de un metro de largo montado sobre una plataforma. Encima del potro descansaba el cuerpo de una mujer. No se trataba de un potro de tortura ni mesa elaborada de forma específica, sino más bien de un artefacto común, parecido a los que uno podría encontrar en un gimnasio, solo que discretamente tuneado como si quien hubiera decorado aquello tuviera gusto por lo vintage o, tal vez, fetiches específicos con la clase de educación física. La mujer cabalgaba el potro a horcajadas, con el estómago, el torso y un lado de su cara apoyado sobre su superficie acolchada, las piernas abiertas y los tobillos amarrados con sendos grilletes a las patas color verde y óxido. Sus brazos colgaban en aspa al otro extremo del potro, así mismo atados por separado a cada una de las patas restantes con un juego de cadenas idéntico al anterior, demasiado corto para permitir movilidad ni tan siquiera a tensión. Un hombre rubio se hallaba afanado en colocar una cuerda gruesa en torno a la cintura de la mujer, ajustándola unos centímetros por encima de las braguitas blancas de algodón que ésta llevaba como única prenda (o al menos, como la única prenda que los recién llegados podían ver desde su situación). De hecho, la vista que se ofrecía a la entrada del reservado era un primer plano de aquellas bragas que, gracias al material con el que estaban confeccionadas y a su color, mostraban una más que incipiente (y accesible) humedad en la zona entre los muslos femeninos.
—Un culo para uso y disfrute público—sonrió el rubio una vez afianzó la cuerda en torno a la cintura de la perra, dando la espalda a los recién llegados y sin percatarse de su presencia—eso es lo que vas a ser, para cualquiera que pase por aquí.
Tras rematar la frase con un sonoro cachete sobre la nalga de la chica que le pillaba más cerca, sonrió satisfecho y dio un paso hacia atrás para contemplar el conjunto en perspectiva. No podía negar que resultaba hermosa la visión de aquel cuerpo a su merced, y de aquella piel blanca que pronto marcaría él mismo de primera mano. Apenas había azotado a la perra en los últimos días, sólo pensando en reservarla para aquella noche. No tocó a Esther ahora mientras pensaba en esto, pero ella sintió físicamente aquella mirada clavándosele como una dentellada.
En el sofá de cuero, otro chico de edad similar al rubio miraba la escena del potro con una expresión difícil de definir. Esperaba que aquello que acababa de decir su compañero fuera una broma, pero se abstuvo de comentar nada al oír el prolongado gemido y el jadeo que se le escapó a la perra tras aquella salvajada verbal. "Trata de verlo como un juego" le había dicho su otro amigo -quien también estaba ahí ahora- aquella misma noche. Claro, claro que para él era un juego y bien que podía excitarle, el problema era que no tenía forma de saber si para la chica (y para el rubio) también lo era. Y creía que no.
Fue este tercer amigo, más bajo en estatura y con el pelo castaño recogido en una coleta floja, el único que se dio cuenta de la presencia de tres nuevas personas allí. Se encontraba junto al extremo del potro que los recién llegados no podían ver desde donde estaban, con ambas manos apoyadas sobre los hombros de la mujer e inclinado sobre su cabeza, susurrando letanías como si estuviera tratando de calmar a una yegua nerviosa.
—Respira, Esther...—murmuraba, deslizando los dedos bajo la capucha negra que cubría la cabeza de la perra hasta la nariz—¿Te encuentras bien?
—S-sí, Amo...—qué decir, ¿qué podía decir la perra cuando su coño palpitaba empapado y ardía sólo por sentir a Inti cerca, sólo por el mordisco de la cuerda en su cintura, sólo por la presencia de Alex y el tacto de Jen?
El chico de la coleta no se movió del lugar a la cabecera del potro; sin embargo, saludó a los recién llegados con una sonrisa educada y alertó al rubio, quien aun seguía enfrascado en la contemplación de su obra. El otro, el que estaba sentado en el sofá, se levantó y caminó los pocos pasos que le separaban de los visitantes, aunque de alguna forma se notaba que no sabía muy bien por dónde andaba.
—Buenas noches—saludó Silver en voz baja, no queriendo molestar y a la vez muriendo por ello, o por lo menos por participar de alguna manera en lo que se estaba cociendo allí. Aunque, para él, la persona en el potro carecía de importancia en lo afectivo, realmente, pues apenas la conocía. Rodeó a Malena con un brazo sin mirarla y la estrechó contra sí, advirtiendo por el rabillo del ojo que a Balle le temblaban las piernas un paso por detrás.
—Buenas noches—respondió con un gruñido el chico que se había levantado del sofá, extendiendo el brazo hacia Silver para un apretón de manos formal. Le taladró con la mirada. No podía evitar un ramalazo de hostilidad hacia aquel tipo "oscuro" cada vez que le veía, por mucho que Inti le tuviera en un pedestal. El lugar en general le ponía en guardia a Alex, no por el tipo de cosas que se hacían allí estrictamente, sino porque Esther estaba allí. Aquella misma mañana la había acompañado al psicólogo, por dios santo; sabía bien que ella estaba pasando por un momento delicado, y por eso había luchado con todas sus fuerzas para no asistir a aquel antro en la noche, temiéndose lo peor. Pero la propia Esther había sido quien más insistió en ir (¿en qué cabeza cabía?), y ante eso Alex no había podido hacer nada.
Se hizo el silencio durante unos instantes, y sólo entonces se hizo patente que antes había estado sonando una cadenciosa música tipo Trance en aquella zona. Tras la breve pausa, un nuevo tema que sugería una danza multicolor de serpientes de neon girando en espiral comenzó. Las luces cambiaron al rojo intenso y luego parecieron atenuarse al otro lado de las mamparas, fuera del reservado.
—¡Eh! ¡Hola!—el demonio rubio se giró entonces para encarar a los allí presentes y saludar con alegre desenfado. Sin embargo, la expresión de su rostro cambió a una de absoluta incredulidad cuando sus ojos chocaron con los de su antiguo profesor—¿Oh? Pero... ¿usted...?
Inti no podía estar más desconcertado, ¿qué coño hacía allí su ex profesor de física? De hecho, sería la primera vez que Esther hubiera visto en él ese absoluto descuadre facial, de no haber tenido aquella capucha puesta.
—...No le llames de usted...—musitó Melenas con el mismo coletazo ambiguo de antes, casi con mimo, aproximándose al profesor desde atrás y hablando a milímetros de su cuello. Sin soltar a Malena, le empujó suavemente con su cuerpo para alentarle a que caminara hacia el rubio—le repugna. Es sumiso, o eso me ha dicho.
—Estás de broma.
—En absoluto.
Ballesta se mordió el labio inferior y desvió la mirada, evitando el enorme espejo contra la pared del reservado, aparentemente incapaz de mantener el contacto visual con el rubio por más tiempo. De forma inevitable, sus ojos se posaron en el potro de gimnasia y en la mujer amarrada a él.
—No...—Inti negaba con la cabeza como si simplemente no pudiera creer lo que estaba viendo. Dejando aparte que el profesor era la última persona que hubiera esperado encontrar allí, el simple hecho de estar mirándole ahora le removía por dentro de un modo que le superaba. No le había vuelto a ver desde aquel día fatídico en el tanatorio, y era un duro golpe comprobar que por él parecía no haber pasado el tiempo... exactamente igual que le sucedía a él mismo. Con la claridad inexplicable que a veces se da entre humanos sin necesidad de hablar, se dio cuenta de que Balle conservaba intacta la tristeza, o quizás incluso ésta se había vuelto más intensa con el paso de los años, enrarecida a cal y canto, como la suya propia. Entendía bien -cómo no hacerlo- que ciertos dolores no desaparecieran con el paso del tiempo por mucho que uno se esforzara en taparlos, que se mezclaran con rabia, odio e incluso demencia. El vacío interior y la pena apenas se transformaban aun así... el rubio sufría esto en carne propia todos los días hasta el punto que le atemorizaba pensar en ello. Y ahora Ballesta, tal vez el único que había querido a Kido con una intensidad comparable a la suya propia, estaba ahí. ¿Por qué, cómo? ¿le había llamado Silver, acaso? Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Inti pero, para bien o para mal, éste se había quedado sin habla por primera vez en mucho tiempo. No podía apartar del otro los ojos abiertos de par en par, y no podía resistirse a amarle a momentos, de manera brusca y extraña, al darse cuenta de lo mucho que el profesor aun amaba a Kido. En la mirada vidriosa tras aquellas gafas, Inti veía que, tal y como le ocurría a él mismo, en todos aquellos años el profesor no había aprendido a soportar la ausencia de su hermano.
Algo ocurrió durante aquel intercambio de miradas. Algo de lo que realmente todos los que estaban allí fueron conscientes. Hasta la propia Esther, que no tenía modo de ver lo que pasaba, sintió la tensión aguda que podría cortarse a cuchillo. Tensión que se deshizo de golpe cuando al profesor se le doblaron las rodillas y cayó sobre la alfombra a los pies del rubio, rompiendo a llorar, fragmentado en pedazos.
—S-soy sumiso...—acertó a decir entre sollozos, el cuerpo surcado por un temblor creciente. Se atragantó y tosió contra el calzado del rubio, aferrandose a su tobillo—S-señor Katai.
Inti fue incapaz de retroceder. Su cuerpo no le obedecía. "Yo no soy mi hermano", gritaba desaforadamente en su cabeza. Por supuesto que no, ni siquiera compartían apellido. No tenía nada, apenas nada que ver con Kido, ¡qué más hubiera querido él! y la rabia empezó a invadirle... una vieja conocida, húmeda y corrosiva, ¡no hacia el profesor! sino contra el recuerdo de Taylor, a quien fuera de toda duda identificaba como la asesina de su hermano. Taylor... a ratos el paradigma del mal, a ratos encarnada en la persona que se estremecía ahora sobre el potro. Una persona que Inti tenía por dependiente, egoísta y estúpida; una persona manipuladora y "falsamente frágil", capaz de provocar el peor de los males por capricho y de hacer que gente inocente pagara por su egoísmo, su narcisismo, su estupidez. Cómo odiaba aquella actitud que atribuía a Taylor, oh, dios, cómo la odiaba. Casi tanto como se odiaba a sí mismo por no haber visto al lobo venir, y por no haber salvado a Kid.
Malena se apretó inconscientemente contra el costado de Silver, sobrecogida por lo que estaba viendo. ¿Es que el profesor estaba tan borracho que había confundido a Inti con su hermano pequeño? eso era imposible porque Kido e Inti eran como la noche y el día, hasta físicamente. Tal vez el pobre diablo estaba alucinando, o quizá sólo quería soñar despierto y veía lo que desde hacía tanto tiempo fantaseaba con ver.
Alex y Jen intercambiaron una mirada de puro desconcierto, éste último sin dejar de acariciar la cabeza de Esther mientras rápidamente se hacía una composición de lugar. Sus dedos se crisparon entre los cabellos de la chica cuando un par de piezas fundamentales encajaron, aunque a decir verdad tampoco podía estar seguro de no equivocarse.
Las manos de Alex se tensaron a sus costados; él era el único que estaba pensando más en Esther que en el destrozado Balle en aquel momento, sintiendo que lo que menos le convenía a ella era precisamente esto sin saber a ciencia cierta por qué, sin saber tampoco a cuento de qué venía el drama (y lo cierto era que eso le daba bastante igual). Él no sabía quién era el hombre que lloraba de rodillas a los pies de Inti y, a diferencia de Jen, tampoco lo intuía. Alex no había escuchado el apellido de Kido jamás en su vida.
Silver, por su parte, reprimió las terribles ganas que sentía de agacharse junto al profesor y consolarle, aunque solo fuera dándole un poco de calor y contacto humano. Se limitó a observar la escena, profundamente conmovido y pensando que, si alguien tenía que deshacerla, se trataba del rubio o del propio Balle en cualquier caso.
Las piernas de Inti temblaron cuando éste bajó los ojos y visualizó los nudillos del profesor, poniéndose blancos debido a la presión de los dedos de éste en torno a sus tobillos. El pobre hombre casi rozaba con la boca la alfombra granate que cubría el suelo, manchando de lágrimas el delicado entramado de flores orientales.
—por favor, levántese...—musitó Inti en un tono plano casi inaudible—por favor...
Ballesta negó con la cabeza sin dejar de sollozar, e Inti sintió de pronto que iba a vomitar ahí mismo. Por un momento se olvidó de todo: del local, del potro, de Esther, de los allí presentes, sólo para dejar que el recuerdo de su hermano le llenase. No podía soportar ver a Balle haciendo aquello, y al mismo tiempo se sentía incapaz de quitárselo de encima: para eso tendría que darle una patada y no, no podía, no quería agredir a alguien que, lo mismo que él, aun amaba a Kid. La rabia seguía en su sistema, aunque era solapada a momentos por violentas oleadas de añoranza y otras emociones sin nombre.
—Por favor, señor, levántese.—se sintió mareado. El aroma a vainilla e incienso de opio en el reservado se le antojó de pronto tan pesado como el plomo en sus pulmones, asfixiante. No podía soportar aquello por más tiempo y, activado por una especie de resorte en modo automático, fue capaz de agacharse y tomar al profesor por debajo de los brazos para izarle y ponerle en pie. El cuerpo de Ballesta se dejó hacer como el de un muñeco de trapo, resultando igualmente ineficaz para sostenerse por sí mismo.
—Eh, cuidado, cuidado...—Viendo que la estabilidad de aquellos dos peligraba, Jen se había separado al fin del potro para acercarse a ellos tan rápido como había podido. Silver había hecho otro tanto, llegando a tiempo para deslizar una pierna entre las del profesor y asirle desde atrás, evitando que este volviera a caer.—vamos a sentarnos, ¿sí?
—Vamos, ya te tengo...
"Cómo has podido traerle aquí" la mirada fulgurante de Malena continuaba hablando a gritos y estrellándose contra Silver sin rodeos, en llamas. La joven no daba crédito, ¡pobre hombre! y a Inti... parecía estar a punto de darle algo, se había puesto pálido como la cera. No se resistió a dirigir una mirada nerviosa al potro, desde el que de forma innegable emanaba un fuerte olor a sexo, a hembra, imposible de soslayar y que ahora, sin que le resultara exactamente repugnante, carecía de sentido en aquel escenario. ¿O si lo tenía? aquella situación era de locos, pensó, mientras veía como la chica se removía inquieta sobre la satinada superficie que imitaba al cuero, ahora sin que nadie la tocase o la diese la menor directriz. Vio también al chico que antes ocupaba el sofá dirigirse hacia ella y contemplarla mordiéndose el labio, sin decir una palabra.
—Señores, disculpen... ¿va todo bien?—justo cuando Jen y Silver acababan de apañárselas para dejar a Inti y a Ballesta sentados en el sofá (costó bastante despegar a éste último de los zapatos del primero), una tímida pregunta se escuchó en el reservado. El que había hablado era Samiq, el camarero rubio del collar dorado, quien ahora observaba al hombre hecho un guiñapo con gesto de discreta preocupación. Había pasado por allí tal y como Silver le había pedido, después de dejar el abrigo en el guardarropa de la planta superior y terminar un par de tareas pendientes, y, a decir verdad, le resultño chocante el cuadro que encontró.
—Samiq. ¿Puedes traernos algo de beber y un poco de agua para mi amigo, por favor?—pidió Silver con relativa tranquilidad—Ah, y... algo de cuerda, si no es molestia.—añadió tras dar un rápido vistazo a la estancia.
—Por supuesto, señor. Enseguida. ¿Alguna bebida en especial?
Melenas intercambió rápidas miradas con el resto de personas presentes y respondió.
—Otra ronda para todos. Y para la señorita y para mí—refiriéndose a Malena—lo de siempre.
-III-
—¿Qué le pasa, señor, se encuentra bien?—Samiq era un esclavo voluntario, propiedad del Amo G ( conocido como Argen por aquellos lares, y también por otros nombres) desde hacía varios años. Dentro de su condición, sin embargo, trabajaba en el Club y su misión era que los clientes estuvieran a gusto allí, de modo que por eso se había tomado la libertad de preguntar. Se había acercado al hombre de rostro descompuesto para ofrecerle un vaso de agua pero, viendo que éste no hacía ademán de cogerlo, optó por sentarse a su lado con la mayor delicadeza que pudo, colocándose discretamente al borde del sofá. Pobre hombre, ¿qué le pasaría? Tal vez había bebido más de la cuenta... o quizá había quedado impresionado si era la primera vez que asistía a un lugar como aquel club. O tal vez tenía piedras en el riñón o algo parecido que le hiciera mostrar aquel gesto continuado de dolor, quien podía saber. El Dorado no tenía ni idea.
Inti se incorporó sin levantarse y sin enfocar la mirada en ninguna parte, estiró el brazo para tomar una de las bebidas en la pequeña mesa ante sí y volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento. Una vez se hubo acomodado, dio un trago largo y dejó el vaso a la mitad.
—Señor, tranquilo...—Samiq continuaba centrado en Ballesta, tratando de disimular que comenzaba a sentirse alarmado. Hablaba despacio, en voz baja como si se dirigiera a un niño herido.—Señor, ¿quizá le hará bien un poco de agua?
Poco a poco, el Dorado consiguió que el profesor respondiera y tomara titubeante el vaso de agua. Viendo que le temblaba la mano, Samiq se lo acercó a los labios para ayudarle a beber.
—Eso es. Poco a poco. Se pondrá mejor, señor, ya lo verá. Si puedo ayudarle en algo no tiene más que decirlo.
Jen le hizo una seña a Alex y señaló a Inti con una inclinación de cabeza. Estaba preocupado por ver al rubio así, sobre todo porque parecía que éste no terminaba de reaccionar. Sólo en una ocasión anterior le había visto bloqueado de esa manera, hacía tiempo, y recordaba que había sentido entonces lo mismo que ahora: temor. No miedo de Inti, sino de lo que fuera que éste tuviera dentro, eso que de alguna manera "tenía que salir" y no encontraba camino para hacerlo. Un bloqueo así se podía comparar a la circunstancia de que uno tuviera un veneno potente en su cuerpo y no pudiera vomitarlo. Era peligroso ese bloqueo, o eso le decía el instinto a Jen; temía el daño que podía hacerle a su amigo, pero no sabía cómo ayudarle. Tal vez eran solo imaginaciones suyas... con gesto interrogante, dirigió los ojos hacia Silver, que al fin y al cabo era quien había traído al profesor. La chica de cabello rubio ceniza que le acompañaba, vestida con una casaca larga de seda color crema, estaba ahora dándole la espalda sentada sobre el brazo del sofá.
—Eh, Inti.—Melenas se cuadró ante los asientos, apartó un poco la mesita y se agachó frente al rubio para poder mirarle a los ojos—La Tierra llamando a Inti. Oye... ¿no vas a continuar con lo que estabas haciendo hace un momento?
El aludido giró el rostro lentamente para enfrentarle la mirada a su amigo.
—¿Disculpa?
—"un culo de uso y disfrute público", estabas diciendo antes, cuando he entrado—musitó Silver en voz más baja, aunque Esther estaba lo bastante cerca para oírle aun así. La comisura de la boca de Melenas se curvó hacia arriba en un amago de sonrisa—¿a qué te referías?
—Oh. Eso. A eso—puntualizó el rubio con lentitud, señalando con un pequeño movimiento de barbilla hacia el potro, donde el cuerpo de aquella chica casi desnuda temblaba como un flan.
En aquel momento, Alex se puso en movimiento para caminar hacia la plataforma con repentina decisión.
—¿Qué vas a hacer?—preguntó Jen, viendo que se inclinaba sobre una de las patas.
—Desatar a Esther—replicó con tono de que aquello fuera obvio.
—Eh, eh, ¿qué coño haces?—Inti reaccionó de pronto elevando la voz y levantándose del asiento como impulsado por un resorte. Gracias a que Samiq se estaba ocupando de Balle y éste por fin le había soltado, pudo hacerlo sin obstáculos.
Se hallaba aun tan impresionado por el encuentro que ni siquiera se había parado a pensar en un eslabón importante de aquella cadena de eventos. Balle estaba allí, y había dicho "soy sumiso" tras caer de rodillas a sus pies. No era aquella una frase tan anormal de escuchar ahi dentro, ni se trataba de un acto extraño precisamente, eso por descontado, pero la nublada mente de Inti no llegó a procesar el detalle lo suficiente como para preguntarse qué tipo de relación habría unido a su hermano y al profesor. El rubio aun trataba de digerir el hecho de que alguien como El Loco hubiera aparecido y se hubiera definido a sí mismo como sumi, como para detenerse a pensar en qué papel habría ocupado su hermano entonces.
En un par de zancadas se plantó junto a Alex; por un momento pareció que iba a pegarle, pero solamente le retuvo tomándole por el hombro aunque lo hizo de forma un tanto violenta.
—¿Qué crees que estás haciendo?—le espetó entre dientes, echando chispas por los ojos al mirarle.
—Quítame esa mano de encima ahora mismo.
El tono de Alex sonó bajo, peligrosamente bajo al sisear aquello. A Jen le faltó tiempo para levantarse también y acercarse a ellos, dándose cuenta de que, si alguien no ponía paz allí, los ánimos podían estallar en lo que se tarda en decir "3, 2, 1". Realmente había estado inquieto los días anteriores, preguntándose cómo se desarrollaría aquella "fiesta", pero desde luego no se podía haber imaginado que la cosa podía terminar en una pelea. Así mismo, se daba cuenta de que la lucha entre leones enjaulados que se producía cada vez que los tres compartían a Esther iba escalando por días y se estaba convirtiendo en un verdadero problema. Era lógico, también.
—Eh, vale, parad. La estáis asustando...
Se refería a Esther, claro. Miró alternativamente a Alex y a Inti con gesto de reproche y a la vez de súplica, tratando de llamarles a la realidad. Después puso una mano sobre la cabeza de Esther. Al fin y al cabo, él era el Amo prioritario aquella noche, por mucho que estuvieran en aquel club los tres juntos.
—Amo... yo...
—Pero mírale—replicó Alex elevando un par de grados el tono de voz, señalando a Inti con la barbilla y dando un pequeño paso lateral hacia el potro en ademán protector. Ni siquiera escuchó el intento que Esther hizo por hablar—¡mira qué... cara de pirado!
Alex no estaba alucinando. No tenía ni idea de lo que estaba pasando allí pero se daba cuenta de que el rostro de Inti era, desde que aquel hombre se había lanzado a sus pies, una máscara de frialdad y hermetismo que rozaba la psicosis. Los ojos claros eran lo único que parecía vivo en él, y llameaban con un brillo demencial como si el rubio estuviera viendo un mundo distinto, como si en su cerebro se proyectase una película que nadie más veía. De pronto le parecía que no reconocía a su amigo en aquellos ojos, y temía por Esther.
Mientras los tres Amos sostenían aquel pulso psíquico junto al potro y la perra no podía si quiera sollozar de la tensión que sentía, Silver se había levantado para tomar una de las cuerdas que había traído Samiq. Un segmento más bien corto.
Estaba preocupado con la situación, y también bastante molesto con la actitud de Malena mirando hacia otro lado. Él no había invitado al profesor al club; ambos se lo habían encontrado, ¿qué pretendía ella que hubiera hecho él? ¿dejarle allí? Malena siempre había insistido en una relación horizontal fuera de la cama; nada de adoración ni veneración, nada de sumisión si no estaba excitada como perra. Entonces, si ambos eran iguales, ¿por qué ella, en lugar de echarle una mano ahora con este marrón, le daba la espalda?
Melenas no era precisamente de mecha corta. Era impulsivo, sí, pero también tenía paciencia y aguantaba bastante, no se cabreaba con facilidad. Pero los temas como estos le molestaban, porque habitualmente se dejaba los huevos en ser consecuente consigo mismo (o eso pensaba) y no podía evitar exigir lo mismo a quienes le rodeaban. Así que, salvo por alguna mirada furtiva, había decidido ignorar a Malena mientras esta no depusiera lo que entendía que era una estúpida e inmadura actitud.
Ignorarla. Eso dolía. Pero qué coño, le parecía que de otro modo ella no se daría cuenta de cuánto la necesitaba como igual. Estas paradojas son terribles, ¿verdad?
Con el pedazo de cuerda en las manos, se acercó de nuevo al sofá desde atrás y, sin decir nada, tomó uno de los brazos de Balle para guiarlo suavemente hacia su espalda. El profesor, que parecía haberse quedado hipnotizado con Samiq -quien seguía calmándole con su voz dulce, hablándole despacio- se tensó y giró la cabeza para mirar a Melenas por encima de su hombro.
—Shh, estate quieto—siseó éste sin darle tiempo a protestar—aquí eres sumiso, ¿cierto? eso es lo que has dicho.
Ballesta fue a decir algo pero en el último segundo cerró la boca.
—Pues entonces dejate atar. No voy a hacerte nada—añadió Silver, sujetando el brazo del profesor y tanteando con la mano libre para tomar su otro brazo y atar ambas muñecas juntas a la espalda de éste—sólo quiero asegurarme de que no saldrás corriendo.
Era cierto que le estaba atando por seguridad y no por fetichismo. No sabía hasta que punto podía fiarse del profesor, en el sentido de que éste bien podía de pronto dar una espantada y, tal y como estaba, perder estabilidad y abrirse la cabeza contra el suelo (entre otras cosas). Silver no quería ni pensar en correr un riesgo así; ya veía bastante malparado al hombre, así que había resuelto que lo mejor sería inmovilizarle por un rato para poder observarle de cerca. Al menos, hasta que el profesor mostrara signos de estar sobrio y fuera de shock.
Una vez amarró las muñecas del profesor a la espalda de éste, procedió a anudar la cuerda por detrás del sofá, teniendo cuidado de dejar holgura suficiente para que el sumiso pudiera conservar una postura cómoda sin llegar a levantarse. Sabía bien que en aquel y en todos los reservados había muebles fijados al suelo, como ese sofá, por razones evidentes. Apenas un metro más allá, los otros tres chicos continuaban discutiendo a media voz junto al potro, en tono tenso pero al menos manteniendo las formas en apariencia.
—Señor encantador, no se preocupe—Samiq colocó ambas manos sobre las mejillas húmedas y candentes del profesor, y le giró la cabeza suavemente hacia él de nuevo mientras Silver terminaba de atarle las manos—todo va a estar bien. Es solo por su seguridad, porque ahora está alterado y podría hacerse daño. Dígame, ¿cómo se llama?
—Se llama B-...—fue a decir Silver, viendo que el profesor no respondía. Pero justo en el momento que iba a pronunciar su nombre, éste contestó en un hilo de voz:
—Halley.
Samiq frunció el ceño levemente al oír aquel nombre. Permaneció reflexivo durante unos instantes en los que se distanció unos centímetros del profesor, como para contemplarle con más detalle mientras éste era atado sin oponer resistencia.
—¿Halley?—Melenas terminó con las ataduras de las manos y le dio una palmadita en el hombro al profesor, preguntándose si sería necesario atarle también los tobillos de igual manera. No había oído nunca aquel nombre; tal vez era el que utilizaba Balle en el "mundillo" del BDSM, si es que participaba de él, pensó. Quizá se trataba de una especie de nombre de guerra. Vaya secretos... el pobre Loco era una caja de sorpresas, definitivamente, quién lo diría.
—Halley—repitió Ballesta en voz baja, pero no obstante más firme.
—Halley, el señor encantador—sonrió Samiq, volviendo a acercarse a él y secándole con cuidado las lágrimas que no cesaban de caer. Al menos el profesor ya no sollozaba (apenas).
El Dorado se había dado cuenta de que Silver había pronunciado la palabra "sumiso" para referirse a Balle, pero, para él, ese hombre era por encima de todo un cliente y continuaría llamándole señor de acuerdo a la forma más educada que sabía. Estimaba que eso era lo apropiado según lo acordado con el Amo, salvo que el hombre en cuestión le dijera lo contrario.
Ante el asombro de Silver, el profesor dejó escapar una carcajada ronca.
—Encantador no. Para nada.—murmuró, la mirada aun ida pero clavada en el potro.
—Eres la peor sumisa que nadie podría tener. Ni siquiera vales para puta—el rubio siseaba aquellas palabras a la chica en el potro con verdadero odio justo en aquel mismo momento, igual que si una válvula hubiera saltado en su cerebro de repente—pensando que el mundo gira en torno a ti, en que puedes hacer lo que quieras con quien quieras... jodida imbécil. Hasta puede que hayas matado a alguien sin saberlo.
Se zafó del contacto de Alex y se movió para verle la cara a Esther, esgrimiendo por primera vez un gesto de satisfacción que, sin embargo, se borró al momento cuando vio que ella sonreía. Cómo, ¿no la había herido?
—Y tienes el culo gordo.—añadió. El tono lapidario que pretendía darle a la frase se fue al carajo por un leve temblor en su voz.
—Eres patético—gruñó Alex, reacio a apartarse de allí.
—Silver, tenías razón. Hay que continuar con lo que hacíamos...—como quien oye llover, mirando fijamente a Esther, Inti se colocó a la altura de su cadera y comenzó a bajarle las bragas. Le había cogido gustillo a la tortura anal últimamente, "entrenando" el agujero trasero de la perra y haciendo que ella se separase las nalgas al máximo para poder azotarla ahí con una goma elástica, esto a modo de exquisito castigo especial por no alcanzar el diámetro deseado. Tenía constancia de lo irritado que con toda seguridad seguiría aquel orificio, y se le antojaba divertido comenzar introduciendo algo duro y grueso en él. Algo que no sería su polla, al menos de momento, porque -vaya contrariedad- tal maravilloso mástil se negaba a levantarse ahora por alguna razón.
Melenas fue a responder algo, pero en ese mismo instante la mujer llamada Malena se levantó con brusquedad del brazo del sofá.
—Me voy.
—¿Qué? espera, ¿qué dices?
Sin echar cuenta a la mujer que salía a grandes zancadas del reservado, y sin percatarse tampoco (aparentemente) de que Silver marchaba detrás de ella tras un intento fallido de retenerla, Inti sacó de alguna parte un plug terminado en una cola de burro y volvió a aproximarse a Esther desde atrás.
—Continuemos.
Los ojos del profesor se abrieron desmesuradamente cuando Jen le enchufó el bote de lubricante a la perra directamente dentro del culo y apretó para descargar su contenido. La perra gimió y levantó las caderas cuanto pudo: el gel que la llenaba estaba frío, y su culo inexplicablemente caliente. A pesar de que sus músculos se contraían debido a la tensión, tenía ganas de sentir algo ahí dentro si se lo metía Inti.
No sabía qué le sucedía al rubio, pero se daba cuenta de lo alterado que estaba. Temía que la hiciera daño y sin embargo, a la vez, de forma loca, deseaba que se desahogase con ella. Le quería... y, por todo eso, les había rogado a los Amos que no discutieran y que no la desataran, cuando Alex y Jen finamente habían acertado a escuchar. Lo peligroso del tema -ella sabía que era algo peligroso y lo asumía- era que tenía la certeza de que, si bien ya las palabras de Inti no tenían tanto poder sobre ella, ella sería capaz de perdonarle todo a él o eso sentía. Tal vez porque creía entenderle un poco más, aunque quizá ese era un error que a menudo cometían las personas maltratadas: intentar comprender a cualquier precio, intentar comprender lo incomprensible, y entregarlo todo en el camino.
Privada del sentido de la vista, notaba a Inti vulnerable como un niño enrabiado, descargando dolor sin ton ni son. Tenía muy claro que ella no había hecho nada que hubiera podido joderle: hubiera pasado lo que hubiera pasado en el reservado, ella había estado en aquel potro todo el tiempo sin apenas hablar. Sabía que Inti la agredía verbalmente sin razón y por eso había sonreído; tal vez siempre había sido así, y ahora, a la velocidad del rayo, había descubierto otro error común: creer a pies juntillas desde el principio lo que él decía sobre ella. No era su guerra realmente, sino la de él.
No tenía ni idea de quién era la persona que había impresionado tanto al rubio, aquel que había roto a llorar desmadejado diciendo que era sumiso. Esa frase había podido oírla con relativa claridad, aunque tampoco se había sentido erizada por ello ya que, desde aquel potro, parecía posible aceptar casi cualquier cosa. Estaba preocupada por Inti, pero el contexto tenía una importancia relativa en su situación. A pesar de estar al corriente de lo que más podía dolerle al rubio, no había llegado a conectar ideas y por tanto no podía imaginar las dimensiones de aquel encuentro que era como un choque de trenes. Al fin y al cabo, el corazón le retumbaba en el pecho contra la superficie del potro, y su mente estaba a punto de saltar a aquel espacio extraño donde el dolor, el miedo y la culpa se mezclaban y (casi) se desvanecían.
—Señor bonito—murmuró suavemente Samiq, trepándose al regazo del profesor y sentándose frente a él sobre sus muslos, aunque tuvo cuidado de no taparle las vistas al potro. Tampoco descansó su peso sobre él, sino que se incorporó para acercarse frente contra frente como queriendo formar un reducto de intimidad entre ambos dentro del reservado—qué cara ha puesto. ¿Se encuentra bien?
El profesor seguía llorando aun, aunque al menos parecía que ya comenzaba a reaccionar un poco. A Samiq estaba comenzando a afligirle verle así. Aquel hombre no tenía aspecto de estar nada bien, y no sabía qué podía hacer por él.
—No lo sé.
—¿Qué siente al mirar eso, señor?—inquirió el Dorado con curiosidad, susurrando al cuello del profesor y refiriéndose a la escena del potro.
—Envidia.
-IV-
—¿Envidia, señor? ¿de ellos?
Ballesta sacudió la cabeza sin apartar los ojos de lo que ocurría ante sí. Él quería ser la chica en el potro, la que ahora comenzaba a ser penetrada por aquel objeto que sujetaba el rubio. Se trataba de una especie de peonza maciza terminada en la mencionada cola; tenía buen tamaño, al tío iba a costarle meterla.
—De ella.
El esclavo sonrió.
—Oh, vaya. ¿Le gustaría que le lubricasen y le metieran algo por el culo, señor?—lo preguntó en susurros sin asomo de ironía, rodeando con los brazos los hombros del profesor y descansando la mejilla en la curva de su cuello.
Balle se estremeció contra el torso desnudo del esclavo.
—No lo sé.
Poco a poco, al profesor le parecía que iba recuperando el control. Aunque todo en aquella sala parecía estar sucediendo muy lejos, fuera de él y a vista de pájaro. Todo, menos aquel cuerpo que contra el suyo se sentía tan real. El olor de aquella piel le llevaba, de forma misteriosa, al ojo del huracán e infinitamente lejos al mismo tiempo. Dentro y fuera de sí mismo, dejandose llevar por tóxicos y música en el hogar de aquel cuerpo desconocido, Halley podía sentirlo todo.
Y su piel tenía memoria, claro que sí...
(Kido)
¿Por qué no podía dejar de sentirle ahora
y de recordarle
haciendo el amor?
Su sonrisa, su voz, su tacto...
—Señor bonito...—Samiq besó suavemente el cuello del profesor y luego la tensa mandíbula—¿hace mucho que no tiene sexo?
Esther gimió en voz alta desde el potro y el sumiso llamado Halley se mordió el labio con fuerza.
—Hace mucho que no me follan—admitió.
—¿Cuándo se ha corrido por última vez?
—Ni me acuerdo.
El Dorado esbozó una sonrisa contra la piel de Balle.
—Yo puedo ayudarle con eso si usted quiere.
Estaba claro que no ofrecería algo así a cualquier cliente... pero se trataba de Halley. Si hubiera sabido antes ese dato, hubiera estado más pendiente de él, por la cuenta que le traía. Sin embargo no era sólo que "debiera" satisfacer a aquel hombre por razones concretas; en realidad le parecía encantador, le inspiraba compasión y, sin saber exactamente por qué, le estaba poniendo malo verle tan triste y tan... shockeado. Malo en varios sentidos: afligido por mera empatía, preocupado al ver que no cesaba de llorar y lo roto que parecía... algo en él se derretía con aquel hombre. Le sentía muy triste pero muy tierno a la vez, y la ternura empezaba a causarle curiosidad, deseo de aliviarle a través del contacto, excitación.
Como esclavo que era, había cosas que no tenía permitido hacer -desde besos en la boca hasta contacto genital-pues su cuerpo pertenecía al Amo. Pero eso no significaba que no pudiera darle placer a aquel hombre, por supuesto que no.
Por su parte, Ballesta se removió bajo las piernas de Gato, que ahora se cerraban como cepos flanqueando las suyas. Se sentía inquieto y perturbado por la suavidad de su piel y por su olor, aunque aun no podía apartar los ojos de la follada anal en el potro de gimnasia.
—Ups...—el dorado había descansado por fin su peso sobre las caderas del profesor, notando entonces la dureza que crecía bajo sus pantalones. Echó el torso hacia atrás y se separó de él lo justo para mirarle a la cara. Le sonrió. El pobre hombre la tenía dura como piedra por momentos, pero seguía llorando y, para colmo, murmuró:
—Lo siento...
Samiq se mordió el labio y volvió a sonreír dulcemente. ¿Por qué se disculpaba el sumiso? ¿por llorar? ¿por su erección?
—No tiene por qué disculparse, señor bonito. Y menos conmigo...—despacio, llevó una mano al rostro del azorado hombre y le acarició la mejilla—estoy aquí para su placer.
—Yo...
—No se preocupe por nada, señorito encantador. Sólo disfrute.
—A-ah...
Gato rio quedamente al escuchar el jadeo que se le escapó al profesor cuando le puso la mano en el paquete. Presionó y frotó un par de veces sobre el tronco duro que se recortaba contra la fina tela del traje antes de retroceder un poco para abrirle la bragueta.
—Vaya. Tiene una polla bonita, señor. Apetecible.
—No...
El profesor negaba con la cabeza a cada rato, pero no se resistía. Ni siquiera tensaba las ataduras que le mantenían sujeto al sofá. No luchaba por quitarse al Dorado de encima, y su miembro, ahora fuera de los pantalones, se erguía cada vez más grueso y duro, congestionado y enrojecido en la punta.
—¿No?—la risa del esclavo fue un susurro de cascabel contra la mejilla del sumiso—Claro que sí. ¿Le apetece... que se la chupe?
—N-no...
Seguía llorando, ¿cómo no hacerlo? se sentía como mierda, con la sensación de estar fallandole a algo sagrado. A tan solo unos metros frente a él, el hermano de Kido había introducido el plug finalmente y la perra arqueaba la espalda, elevando las caderas con las bragas por las rodillas y mostrando el coño humedecido y abierto bajo la cola de burro.
Cabe decir que, arrastrada por las sensaciones, en medio de tan brusco espasmo, Esther se visualizó de pronto gritando: "folladme el coño, cabrones". Casi se asustó, y casi se rió de la ocurrencia aunque aun sollozaba de dolor por el trato recibido en su culo. El coño no había cesado de arderle, sin embargo, y ahora le dolía por pura necesidad de penetración y de contacto. Le daba igual lo que fuera: dedos, polla, juguetes... necesitaba algo que la llenase por ahí, lo necesitaba ya.
Gritó cuando Inti le metió dos dedos con rabia hasta los nudillos y empezó a moverlos.
—Puta zorra, gozatelos.
—...¡Gracias, Amo!
En el sofá, el profesor gimió cuando los dedos del Dorado se cerraron en torno a su miembro y comenzaron a bombearlo con mimo, lentamente.
—¿No quiere que se la chupe? ¿y entonces, que le apetece?
—Nh...—Desde allí, Balle podía ver claramente cómo la perra movía el culo decorado por aquella humillante cola. También veía el violento y rápido movimiento del brazo del rubio al meter y sacar los dedos, y volver a meterlos hasta el fondo como si quisiera alcanzar el cuello del útero femenino.—Besos...
—¿Besos...?—vaya, toda una sorpresa.
—Sí—jadeó sintiéndose mareado. Eso era lo que quería. Casi babeaba por ello.
—No puedo darle besos en la boca, señor... eso está reservado para el Amo que me tiene.
—Besos...
La ternura implícita en aquella insistencia alcanzó al Dorado nuevamente. Bueno, si quería besos, pues besos le daría entonces, no había que comerse la boca tampoco. Suavemente, posó los labios en la frente del profesor, entre los ojos, y luego en la mejilla, en la nariz, en el mentón... repartiendo besos allí donde pudo sin dejar de masturbarle.
—¿Así?—murmuró, dandose cuenta de que él mismo estaba creciendo dentro de sus pantalones y de que la respiración se le estaba acelerando contra el rostro ajeno—¿le gusta así...?
—Lo siento, lo siento...
Las mejillas del profesor sabían a sal debido a las lágrimas secas.
—No se preocupe por nada, señor precioso—Gato continuaba dándole pequeños besos e incluso algún discreto lametón aquí y allá, en todas partes menos en los labios—disfrute, sólo disfrute. ¿Está disfrutando ahora?
—Sí, a-ah... por favor...
—me llamo Samiq, señor. Aquí también me dicen Gato. Sólo pida lo que quiera...
—Gato. Por favor...
—Aquí me tiene.
— Gato, más...
—Mas—murmuró Samiq a modo de asentimiento, pegando su frente a la del sumiso y masturbándole más rápido—¿Más...?
—Más. Fóllame—imploró éste entre jadeos húmedos, sintiéndose un traidor a medida que el deseo y el dolor le consumían.
—¿Le desato y le pongo a cuatro patas, señor bonito?
—M-me voy a correr...
El profesor se había mojado en la punta y se escuchaban ruidos de chapoteo orquestando la rápida paja.
—Oh, sí, señor. Vamos, córrase a gusto.—Estaba acostumbrado a no tocarse cada vez que le daba un calentón, y, aun así, ahora Samiq tenía que hacer denodados esfuerzos por no hacerlo. Sabía que no le estaba permitido meterla en el culo de nadie, pero sí que podría follarse al profesor con los dedos o usando un consolador, y, sabe dios por qué, le estaba poniendo a cien imaginarlo.
—Inti, tal vez no sea buena idea utilizar eso...—Jen también hacía esfuerzos por no tocarse desde hacía rato, Samiq no era el único en esa tesitura. Era caliente en extremo ver cómo la perra gemía de dolor y placer pero, sin previo aviso, Inti había sacado los dedos de aquel coño mojado para agarrar un objeto. Un objeto de castigo terrible y cruel.
—Inti, no—Alex le miró desencajado, hastiado. ¿Hasta cuando iban a continuar con aquella mierda?
Se trataba de una cinta ancha de goma, de color negro y perforada con agujeros del tamaño de una moneda de 1 céntimo en su tramo final. Podía considerarse un cinto ancho o una pala grande, plana y flexible, según se mirase. El rubio sonreía sosteniéndola, preparándose para blandirla con ferocidad.
—Venga ya. Nadie se ha muerto nunca por esto... ¿vas a usar la palabra de seguridad, perrita?
Y sin más, descargó el objeto con fuerza sobre las nalgas de Esther, no sin antes dirigirle una mirada extraña al sumiso en el sofá.
—Inti, ¡joder!
—¡AAAH!—la perra gritó y se retorció como una anguila al recibir aquel primer golpe sin previo aviso. Aquello había tenido que dolerle como el diablo; el azote le dejó una amplia marca roja sobre la piel que gradualmente se fue amoratando. El profesor gimió contra el pecho de Samiq.
—Gato. Gato...
El Dorado había girado la cabeza al oír el impacto de la goma sobre carne, a tiempo para ver un segundo azote que cayó con más fiereza que el primero, arrancándole otro grito a la chica desnuda sobre el potro.
—Señor bonito...—Se volvió de nuevo hacia el profesor, jadeante, al escuchar su llamada. Le sentía cada vez más duro y mojado, a punto de reventar en su mano mientras le masturbaba.—¿Aún siente envidia...?—mientras decía esto, estiró el dedo pulgar para alcanzar el sensible glande y masajearlo en círculos, extendiendo sobre la piel las gotitas de líquido preseminal.
—Sí...—lloriqueó el hombre, moviendo las caderas al ritmo del bombeo y arqueándose contra el respaldo del sofá tanto como las ataduras le permitían.
—¿Quiere que le azoten, señor? ¿así de fuerte? ¿es eso?
El profesor gimió y se movió contra el ángel que susurraba aquellas cosas. El deseo de llorar y llorar no le abandonaba, al mismo tiempo que él ardía en vergüenza, culpa y ganas de ser doblegado por aquella suave y diestra mano que se trabajaba su miembro, por aquella voz dulce que parecía acunarle con tan lindas palabras. Quería ser masacrado y castigado como entendía que merecía (sin ir más lejos, por desear aquello), hasta que le hicieran llorar de dolor físico, quizá tan solo para igualar el dolor emocional que sentía. Quería sencillamente eso, y si hacía falta lo confesaría al ángel rubio para así volcarse, ya sin defensas, en el placer de ser humillado. Humillado, golpeado, insultado y tratado como mierda por alguien que sólo quería cuidarle por un rato, pues sabía que aquel adorable Gato no le dañaría... ojalá lo hiciera. Cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza, escuchando la voz de Kido en su mente y su adorable tono entre la incredulidad, el vacile y el deseo-"¿me está pidiendo que le haga daño, profesor?"-
—Sí. Sí, por favor... por favor...
—Puedo ayudarle con eso también, si es lo que quiere...—como esclavo de alto rango, hacía tiempo, Samiq había tenido que asumir el papel de administrar los castigos en el lugar donde conoció a Argen. No es que fuera algo que le entusiasmara, pero no sería la primera vez que daba una zurra y, si era para darle gusto a aquel hombre, invariablemente le excitaba pensarlo. Lo mismo que cuando había imaginado la follada.—solo tiene que pedirlo, ya sabe.
—S-soy culpable, pero sobre todo soy perro vicioso.—En realidad había una gran diferencia entre ser masoquista y querer sufrir.
El esclavo besó dulcemente la mejilla del profesor sin dejar de pajearle y sonrió.
—Uh, habrá que darle unos buenos azotes, entonces...—musitó en un hilo de voz contra el rostro de Halley— y después follarle duro. ¿Eso le gustaría?
—Me corro.
—Oh, sí, disfrútelo por mí. Córrase, vamos...
Inti se rio y azotó a la perra con saña una tercera vez. En ese momento, el profesor apretó los dientes y empezó a correrse en la mano del Dorado, rebosando entre los largos dedos que le ordeñaban y salpicando cuajarones blancos al estómago y al pecho de éste. Su rostro se contrajo en una mueca de agonía mientras trataba de retener un gemido que finalmente no pudo sino dejar escapar, la boca abierta contra el hombro de Samiq y los dientes clavándose en la piel sin darse él cuenta de cuán fuerte le estaba mordiendo. Era cierto que no recordaba cuándo se había corrido por última vez, y ahora el orgasmo se sentía brutalmente intenso, y duraba, duraba...
—Inti, por el amor de dios...—Alex parecía de pronto a un pelo de perder los papeles, pero no como para ponerse a darle de ostias al rubio sino más bien a punto de empezar a dar gritos fuera de sí, completamente ajeno a lo que ocurría en el sofá. Que Inti hiciera aquella brutalidad sin miramientos le causaba impotencia, pero que Esther quisiera recibir todo cuanto viniera de él era mucho peor. Estaba agotado con aquel tema y, cuanto más se implicaba con Esther, más loco le volvía la situación. Ni en sus peores pesadillas había imaginado aquella realidad, dejando aparte las fantasías que pudiera tener.
—A ver, vamos a ver si entiendes una cosa...—el demonio rubio se giró hacia él, jadeante, sosteniendo la lámina de goma aun y asiendo el brazo de Alex con la mano libre—ven aquí, Alex, anda.
Y sin que el aludido pudiera reaccionar, Inti le colocó la mano con brusquedad directamente entre las piernas de la perra.
—Si no está mojada, me como la pala.—el rubio rió con malicia y presionó sobre la amplia palma de Alex contra aquel coño chorreante—¿Lo ves, imbécil? es una maldita perra y está disfrutando como tal. Anda, métele mano, que es lo que quieres.
—Vamos, Alex, tócala.—masculló Jen un paso por detrás, llevandose la mano a su propia entrepierna sin poder evitarlo—Si no lo haces tú, lo haré yo.