Completo
Aquel mismo martes, justo cuando Esther estaba levantándose de la cama en aras de su gran búsqueda, Inti colocaba su taza de café vacía en el lavavajillas y se preparaba para salir por la puerta. No quería pensar demasiado en por qué había accedido finalmente a acompañar a su antiguo profesor a ver a Taylor, ni estaba por la labor de detenerse a imaginar los pormenores del lugar adonde iban a ir. De alguna manera, gracias a uno de esos mecanismos de la mente que a simple vista resultaban incomprensibles, intuía que eso que sentía como un trance nefasto iba a suponer un paso importante para él. ¿Un paso hacia dónde? no lo sabía, se movía a ciegas por su propio laberinto emocional, y se agarraba a aquella intuición con fuerza porque era, en apariencia, la única luz que resplandecía con relativa nitidez al final del túnel en su pensamiento.
A pesar de los efluvios alcohólicos del día anterior, recordaba bien que había quedado con Balle en casa de éste para marchar desde allí. El "manicomio"-o la clínica de salud mental, por llamarla formalmente- donde se encontraba Taylor estaba lejos, bastante apartado de la ciudad. Iba a tomarles un par de horas en coche llegar hasta allí, por eso habían quedado tan temprano. Resoplando nubecitas de vapor en cada exhalación, Inti se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos, apretando el paso hacia la parada del autobús.
Un paso, otro, golpe de viento helado en la cara. Clavar los pies en el suelo y detenerse no era una opción, porque de la misma podría darse la vuelta y salir huyendo de nuevo hacia casa como una gallina.
No se permitió la más mínima tregua por temor a tirarlo todo por la borda. Para bien o para mal, se conocía lo bastante a sí mismo para darse cuenta de que estaba cagado de miedo. En efecto, ahora podía verlo: era el miedo la emoción que predominaba en ese caos interno sin palabras por encima de todas las demás, incluso por encima de la ira que sentía hacia la señorita.
Por suerte, el autobús no se hizo esperar mucho, e Inti pudo subir casi inmediatamente cuando llegó a la parada, sin tener que enfrentarse a lo que hubiera supuesto un tiempo blanco de espera a solas consigo mismo.
Ballesta, por su parte, terminaba de afeitarse frente al espejo en aquel mismo momento. Centraba los ojos en la superficie cubierta de gotitas resecas sin verse; ojos desenfocados cuando la mirada se volvía hacia dentro, diluyéndose, para recrear escenas de su pasado tanto reciente como remoto. Su mente viajaba de forma automática y se abstraía, en aquel instante trazando la sonrisa de Samiq, deshilachándola y solapándola con la de Kido mientras el corazón se le encogía en un gélido y apretado puño. Dejó la hojilla de afeitar sobre el lavabo, abrió el grifo, se lavó la cara con punzadas de agua fría y se secó, sin volver del todo a la realidad mientras sentía la presión de la toalla contra la cara.
—Se parece a ti—masculló en la soledad del cuarto de baño.
A veces "hablaba" aun con Kido, aunque ya no tan frecuentemente como antes. Tenía un punto amargo y doloroso hacerlo, porque Balle podía sentir a Kido en su imaginación, pero no ahí fuera junto a él. "Llevar a alguien en el corazón", como se solía decir en casos como ese, no suponía el menor consuelo; eso no traía la presencia de esa persona de vuelta, claro que no. Llevarle en el corazón... por favor, ¡Kido nunca se fue de allí, y nunca se iría! De hecho, Balle le sentía tanto, le "veía" tanto que casi le parecía olvidar a ratos su rostro, acaso desgastándolo de tanto pensarlo. Era horrible cuando eso pasaba, cuando sentía que no sabía si se acordaba, cuando la imagen que creía haber guardado más allá de las retinas se distorsionaba de repente de forma fatal, de forma estúpida.
—Sí. Se preocupa por las personas. Es un jodido bollito de crema, pura dulzura, aunque tiene su carácter. Inocente pero no, lo mismo que tú.
Le estaba hablando a Kido de Gato, claro. Pensaba en ambos, sin poder evitar caer en el pozo de la culpa cuando su cuerpo respondía sólo por evocar a Samiq. Y a ese respecto todo comenzaba a fundirse y a resultar... enfermizamente confuso (y enfermizamente sensato, de igual manera). ¿Realmente eran Kido y Samiq tan parecidos? a veces los veía casi iguales, y otras veces sentía que no tenían nada que ver. Era abominable aun interesarse por otra persona, tal vez por eso su mente se esforzaba en buscar puntos de desconexión... o más bien en deshacer toda conexión fraguada en la imaginación de forma inmediata e involuntaria. Hacer, deshacer; forjar sin darse cuenta, romper. Era algo agotador.
—Ah, pero ¿sabes? no es tan borde como tú—tragó saliva y se giró dando la espalda al espejo para caminar hacia la puerta del baño— No te importaba serlo. Sabías que yo te amaba, por eso eras tan tú. Lo sabías, claro que sí... lo sabías, ¿a que sí?
Tenía un regusto amargo añorar a Samiq. Por mucho que alardease de falta de fe, Balle aun tenía la ilusión de que Kido pudiera ver sus sentimientos desde "alguna parte", como si su piel fuera transparente, y según eso... bueno, qué demonios, ni siquiera fantaseaba con reemplazarle porque eso era imposible, pero añorar a otro se sentía igualmente sucio. Dolía que a fin de cuentas Samiq no fuera tan pálido, hueco o insignificante al lado de aquel a quien amó y todavía amaba... era como si Balle no pudiese evitar TRAICIONAR a Kido a cada instante. Era cierto que no por desear a Samiq amaba menos a Kido, pero pensar en otro se sentía como traicionar a éste de todos modos.
Y por esa misma regla de tres, también traicionaba de algún modo a Samiq, ¿no? Volcándose en él de ese modo, volcando su sed y su hambre en él de ese modo. Le conocía desde hacía relativamente poco, ¿hasta qué punto estaba viendo en él sólo lo que quería ver? ¿buscaba algo (algo egoista, irracional aunque fuera lógico) en él, más allá de la experiencia del cariño? ¿qué tipo de vínculo, monstruoso y enfermo, estaba trazando con él? Sentía que le estaba utilizando para tapar agujeros (literal y figuradamente), aunque tal vez no. No quería pensar en eso.
De cualquier modo, sin embargo, "traicionar" a Samiq no parecía algo demasiado relevante... porque Samiq no le quería. O al menos, Samiq ya "tenía" a alguien: estaba a los pies de ese a quien llamaba "Amo", ese a quien precisamente Balle lamentaba haber conocido alguna vez. Uhg. Sólo pensar en eso le levantaba ampollas mentales, ¿sentía celos acaso? ¿sentía vergüenza ajena? ¿vergüenza propia por haber estado con Sagan años atrás? Le quemaba la sangre cuando pensaba en aquel que ahora se hacía llamar Argen, y no de forma agradable. Ojalá no le afectara; ojalá no sintiera repugnancia, pero bueno, también era un mal menor porque ya había conseguido que Sagan le importase menos que un carajo, ¿verdad? Que se jodiera el amito; desde luego, Balle no se dejaría tocar por él ni con un palo.
Sus pensamientos iban raudos de una idea a otra, y a otra, y a otra, mientras se vestía en el dormitorio, escogiendo una camisa que no estuviera demasiado arrugada y unos pantalones que no se tuvieran en pie sin necesidad de sujetarlos. En los últimos años se había descuidado bastante, y eso incluía dar al traste con el orden en todo cuanto le rodeaba, incluso con la higiene. Un reflejo de cómo estaba su vida, y una faceta más en el consabido bucle de autodestrucción donde estaba atrapado; ya no luchaba por salir y, aparentemente, todo se la sudaba.
Pensaba en Taylor, en cómo la encontraría en aquel limbo de paredes blancas, y en cómo se tomaría ella la presencia de Inti (si es que el rubio no se rajaba y finalmente iba allí con él). Pensaba en Samiq -cómo le echaba de menos...-, ¿qué demonios vería en Argen para respetarle tanto? en opinión de Halley, si alguno de los dos debía arrodillarse, ese no era Samiq. Samiq era dulce, buena persona -al menos con él-, besaba de miedo, azotaba de miedo, follaba de miedo. Él sí le parecía digno de respeto y no Sagan; de hecho, para Balle, igualar a los dos sería como comparar a Tyrion Lanister con un enano del bosque. Algo así. No que tampoco fuera a gritar a los cuatro vientos el desprecio que sentía hacia el amito en cuestión.
—Eres un enfermo...—esto se lo dijo a sí mismo, no a Kido. Masculló aquellas palabras cuando sus ojos se posaron en el objeto que había colgado detrás de la puerta del dormitorio: una pala de madera, grande, larga y maciza, como un remo en pequeño. Había adquirido aquella mierda en absurdo secreto, hacía años, por internet; no había podido resistirlo a pesar de saber que no iba a usarla, lo cual era evidente pues no conocía a nadie que le pusiera tanto como para dejar que la empuñase. Esa última circunstancia, por suerte o desgracia, había cambiado en las últimas semanas... "Gato, cómo deseo que la agarres y me hagas daño con ella", admitir esto en su pensamiento le resultaba tan íntimo que le hacía sentirse desgarrado. Esa tontería de la pala secreta era... hablar sobre eso sería... como traspasar una ingenua (y ridícula) virginidad. Fantaseó en silencio con llegar a contárselo algún día a Samiq, sabiendo que si eso pasaba terminaría ardiendo bajo los pantalones en excitación y vergüenza a partes iguales. "Oh, Gato. ¿Dónde estás? (perdóname, Kido, perdóname; o mejor, no me perdones, ódiame por serte infiel y permíteme sufrir como merezco)".
Lo más curioso de su lucha interior era que, a pesar de que Balle creía conocer mucho a Kido, nunca supo lo abierto mentalmente que éste podía llegar a ser en algunas cosas. Kido había pasado un tiempo negando que deseaba a otro hombre, sí, y de qué manera..."yo no soy gay", bueno, por fortuna Ballesta no había oído nunca esto de sus labios. Sin embargo, tampoco había oído lo que Kido pensaba de la supuesta "fidelidad" que dos personas deberían guardarse, y de lo que él llamaba "relaciones convencionales" que, a su juicio, estaban sobrevaloradas. Si Balle hubiera sabido lo que Kido pensaba a este último respecto, quizá no se sentiría tan culpable por desear ahora a Samiq... o quién sabe, tal vez eso no hubiera supuesto ninguna diferencia.
Ceñudo, apartó la vista de la pala colgada en la pared y terminó de vestirse. Lo hizo lo más rápido posible para salir cuanto antes del dormitorio, cuyas sudorosas paredes parecían estar a punto de replegarse sobre él y ahogarle en su fantasía.
Se dirigió a la cocina para coger el tabaco y el mechero. Una vez allí, se mantuvo unos segundos dudando frente a la encimera llena de mierda si ponerse "otro" café o no. Llevaba ya bastante cafeína en el cuerpo pero qué demonios, había puesto la cafetera en marcha antes de ir a ducharse, aun podía oler el aroma de la bebida recién hecha en la casa entera y eso para él era tan acuciante como la llamada de la selva.
Se dijo que la rubia se retrasaría probablemente, así que al final se sirvió el café. Se dio cuenta de que estaba manchando un folio con membrete al hacerlo, casi a punto de usarlo de posavasos... lo miró por segunda vez, recordando lentamente lo que era: una carta de una reconocida universidad de pago, firmada por el decano, proponiéndole formar parte del claustro de profesores de la facultad de ciencias biológicas para el próximo cuatrimestre. Ja, ¿por qué no había tirado esa maldita carta al cubo de la basura? no, no estaba por la labor de volver a la enseñanza, se estaba muy a gusto traduciendo textos científicos y publicando trabajos desde casa - a lo cual se dedicaba en los últimos años-, como para volver a dejarse la piel en las aulas desasnando gente. Ni siquiera la copia del programa que había adjuntado el decano había conseguido seducirle; además, pretendían que impartiese entre otras la asignatura "física de los procesos biológicos", y de ninguna manera ese era su tema. No, ni soñando, de ningún modo volvería a las aulas.
El timbre del portero automático, ciertamente impertinente, resonó de pronto en la cocina de linóleo sacándole de sus cavilaciones.
—Ya voy, ya voy, hijo de puta...—masculló a la nada mientras se dirigía al intercomunicador, arrastrando los pies. Vaya, al parecer la rubia había sido puntual después de todo.
No se demoraron mucho en florituras y salutaciones. Balle dio un rápido sorbo a su café y ambos cruzaron un par de palabras, solo eso, antes de salir hacia el garaje del edificio donde el ex-profesor tenía aparcado el coche.
Era día laborable y pillaron algo de tráfico al salir a aquella hora, pero tampoco demasiado. Y después de tomar el último desvío a aquella carretera secundaria para alejarse de la ciudad, el camino aparecía prácticamente despejado ante sus ojos. Tras las ventanillas, el paisaje se veía más hermoso a medida que avanzaban: menos gris, más nítido incluso bajo el cielo nublado, rasgado por las ramas desnudas de los árboles en los márgenes de la carretera. En otras circunstancias, Inti hubiera disfrutado del viaje, desde luego.
Balle encendió la radio en el salpicadero,y la conocida sintonía de una cierta emisora inundó el interior del vehículo. En realidad detestaba oír la radio, pero definitivamente no iba a poner ninguno de los discos compactos que llevaba en la guantera. Demasiada carga emocional le empapaba ya por dentro; la odiosa radio era mejor que emocionarse más... y también era mejor que el silencio si la rubita no estaba por dar conversación.
—Qué asco me da esta mierda—farfulló, soltando de nuevo la mano derecha del volante para tantear en busca del tabaco.
—¿Qué...?
El rubio se giró a mirarle con extrañeza.
—La canción—explicó Balle con el cigarro sin encender entre los labios, la mirada fija en la carretera.
—Ah, sí.
Inti se dio cuenta de que estaban escuchando un "perrea perrea" del bueno. Qué horror.
—Está de moda—comentó el profesor, aminorando la velocidad, viendo que se acercaban a un área de servicio. Se encogió levemente de hombros y se encendió el cigarro con el mechero del coche.
—Es una basura.
—Sí. ¿Y qué me dices del bailecito? esos movimientos como de follar o de darse por el culo...
Inti arrugó la nariz.
—Espeluznante.
—La gente está obsesionada... con el sexo.
"La gente". Era hasta cierto punto irónico debatir sobre algo así, precisamente ellos.
—Mucho.
Entraron suavemente con el coche en los límites del área de servicio. El lugar no era gran cosa: cuatro o cinco surtidores de combustible alineados, un pequeño supermercado y, separada de éste por un largo mostrador, una zona con mesitas donde se podía comer y beber algo.
Sin mediar palabra, Balle apagó el cigarro, bajó del coche y procedió a llenar el depósito, guiñando los ojos miopes tras las gafas para ver con claridad los números moviéndose en el surtidor. Se tomó su tiempo, luego volvió a ocupar su sitio ante el volante y estacionó el coche en una de las plazas de aparcamiento para ir a pagar.
—¿No quieres salir a estirar las piernas un rato?—preguntó a Inti tras lanzarle una larga mirada.
El rubio ni había pensado en bajar del coche, pero cuando Balle se lo propuso no le pareció mal del todo.
—La hora de visita es a las once y media—continuó el profesor, abriendo la puerta para bajarse—vamos muy bien de tiempo. Podemos tomar un café.
Claro, cómo no. No había podido acabarse el que se había preparado en su cocina, y el cuerpo le pedía su dosis como no podía ser de otra manera. Además, no pintaban nada llegando al loquero antes de tiempo, ¿verdad? ¿qué hacer allí mientras el recinto (zoológico humano) estaba cerrado a las visitas?
Inti se encogió de hombros y salió a su vez del vehículo sin poner objeción.
—Vale—respondió sucintamente.
Caminaron hacia la pequeña tienda en el área de descanso y atravesaron la puerta doble de cristal que la separaba del exterior, de esas provistas de sensor que se abren solas cuando alguien se acerca. Había unas tres personas esperando frente a la caja para ser atendidas, pero Balle no se puso a la cola, sino que se sumergió entre los estantes de la tienda. Tal que si hubiera ido a tiro fijo, se dirigió sin dilación a un stand en una esquina donde había algunos ramos de flores expuestos, empapelados con variopintos envoltorios de colores brillantes. Observó las flores durante varios segundos, sus ojos pasando de uno a otro ramo, deteniéndose finalmente en un arreglo de margaritas moradas que se veía bastante fresco y tupido.
—Este—masculló, separando el ramo del stand con cuidado y mostrándoselo a Inti—¿qué te parece?
El rubio arrugó el entrecejo, sin pretender exactamente poner cara de asco pero sintiéndose de pronto como si fueran a llevar flores a una tumba. Tragó saliva.
—Ah... son para Taylor—dijo en un tono dudoso entre afirmación y pregunta.
—No, para mi padre. No te jode.
—Vale, vale. Sí, bueno, son bonitas.
¿De verdad iba a comprarle Balle flores a Taylor? Inti estaba realmente sorprendido. Le resultaba un tanto violento por alguna razón.
—¿Por qué esa cara? ¿te parece raro?
El rubio levantó las manos y negó con la cabeza.
—No, no. Me parece perfecto, haz lo que quieras...—"pero a mí no me metas", le faltó decir.
—Siempre que voy a verla le compro flores aquí. Suelo parar en esta gasolinera.
¿Por qué le daba Balle explicaciones? Inti miró hacia otro lado, incómodo.
—Oye, te espero en la barra—dijo, apuntando con la barbilla hacia el mostrador que delimitaba el área de las mesitas.
—Bien, estupendo.
Ballesta tardó unos minutos en reunirse con Inti en la zona de los cafés. Llevaba el ramo de flores en una mano, y en la otra una bolsa de plástico pequeña. Caminó con Inti hacia la mesa más próxima a la barra y se sentó frente a él, dejando el ramo con delicadeza en la superficie y colocando la bolsa sobre sus rodillas para empezar a sacar cosas de ella.
—El café es de máquina—farfulló sin mirar al rubio, colocando sobre la mesa un pliego de papel de regalo con un dibujo de estrellitas—de máquina expendedora, quiero decir—añadió, esbozando una sonrisa desdeñosa—la máquina que está justo detrás de ti. Capuccino, chocolate, no está tan mal.
Se notaba que se había tomado allí más de un café, ciertamente.
—Mierda, ¿qué es eso?
Inti miraba con gesto de incredulidad un muñequito horrible que había sacado Balle de la bolsa de plástico; un pequeño engendro entre murciélago orejudo y gremlin, con dientes de vampiro y una capa de pelo de colores que le llegaba hasta las plantas de los pies. Joder, sólo en las gasolineras en medio de ninguna parte se podían encontrar "tesoros" así.
—Ah, je. Es un regalo para Taylor. Me pareció gracioso...—el profesor sonrió un poco, enfrascado en la tarea de envolver el muñeco en el papel satinado—aunque le pedí a ese gilipollas de la caja que me lo pusiera para regalo, y me ha vendido el papel para que lo envuelva yo, ¿te lo puedes creer?
—Es un poco cutre comprar regalos en una gasolinera, ¿no?—el rubio se levantó y tanteó el bolsillo de sus vaqueros buscando una moneda para la máquina de café.
—"Es un poco cutre comprar regalos en una gasolinera, ¿no?"—le imitó Balle con retintín, sin mirarle y sin dejar de envolver pausadamente el grotesco engendro peludo—¿no tienes otra cosa mejor que decir?
—Hmphf.
No, Inti no la tenía. Así que se alejó lo justo para llegar a la máquina de café, apartándose del profesor y de su condenado muñeco de colores. Dejando aparte que aquel monstruito venido del infierno era horripilante, Inti no acertaba a comprender por qué Balle le hacía un regalo a Taylor y le compraba flores. No estaba seguro de si quería entenderlo, aunque sí sentía curiosidad, lo que le llevó finalmente a pensar en preguntarle al profesor mientras seleccionaba la bebida en el cuadro de botones de la máquina. Sí, tal vez cuando regresara a la mesa le preguntaría, sólo por curiosidad.
Sacó su café, y, viendo por encima del hombro que el profesor seguía entregado a la minuciosa tarea de envolver el gremlin -se le veía un poco torpe con el papel, a decir verdad-, suspiró y metió otra moneda para sacar una segunda bebida.
—No sabía cómo lo tomas, así que te lo he traído cortado—le espetó al profesor, casi arrojando el vaso desechable frente a él sobre la mesa.
—Ja, qué detalle. No lo sabías y me has traido el que te ha dado la gana—el profesor levantó la vista y sonrió con sarcasmo.
—¿No te gusta? vale, dime cuál quieres—gruñó Inti, deteniéndose antes de tomar asiento.
—Oh, no, has acertado. Me gusta cortado, está bien. Muchas gracias.
—De nada. Tengo una pregunta...—masculló el aludido tras volver a sentarse, arrellanándose con gesto de fastidio en la silla de madera.
—¿Sí? dispara. Yo también tengo algunas para ti.
Inti abrió el sobrecito de azúcar y echó la mitad del contenido en su vaso de plástico. Se mantuvo unos instantes en silencio, reflexivo, pensando en las palabras exactas que emplearía.
—No es nada del otro mundo, sólo... bueno, joder, ¿por qué le compras flores?—levantó los ojos hacia el profesor con gesto de impotencia y por un segundo le perforó con la mirada—¿por qué regalos?
Balle soltó una pequeña carcajada mientras removía su café con un palito plano de plástico agujereado.
—¿Qué pasa, te molesta?
—Pues, sinceramente, no lo entiendo.
No lo entendía, claro que no. Donde Ballesta veía una mujer sola en un psiquiátrico, Inti seguía viendo a la asesina de su hermano, aunque últimamente la sensación de odio no fuera tan atroz.
Balle se daba cuenta de que el problema no era la ausencia de emociones, sino la sobrecarga. Al margen de que Inti pudiera caerle mejor o peor, no le parecía un psicótico aunque actuase como uno. Si Inti no podía empatizar con Taylor era porque existían razones, porque algo le cegaba y se lo impedía, pero eso no significaba que fuera incapaz de sentir.
—Pues, sinceramente, me da pereza explicártelo—resopló. Ya había logrado envolver el muñeco; no le había quedado muy bien, aunque se notaba que había puesto la mejor intención en ello—pero en fin, lo haré aun a riesgo de que tu cabeza no de más de sí y te explote el cráneo.
Inti parpadeó. No estaba acostumbrado a ser tratado desde tan flagrante desparpajo. Casi se rió.
—Ilumíname, pues.
—¿Recuerdas aquellos programas en los que, cuando éramos pequeños, un bicho peludo nos explicaba la diferencia entre arriba y abajo, cerca y lejos? Creo que te debiste de perder varios episodios, ¿verdad? lástima.
—Venga ya.
—Te lo explicaré como en esos programas infantiles de la tele—el dulce sarcasmo no dejaba de brillar en los ojos del profesor, pero el semblante de éste se ensombreció por un momento—en el lugar adonde vamos hay una mujer que está muy sola y muy triste. Toma mucha medicación y hace tiempo que no tiene contacto con el exterior ni calor humano. Esa mujer necesita sentirse persona, aunque sea con...
—Ya, ¿y crees que con un ramo de flores y esa monstruosidad vas a conseguir que ella se sienta más "persona"?—casi escupió la palabra. Persona, persona... esa palabra sonaba mal, muy mal, para describir a Taylor—bueno, la verdad que mirando al bicho sí es posible que sienta eso, si se compara con él.
—Aunque sea con una visita escasa una vez al mes, iba a decir—concluyó el profesor—No tiene a nadie, Inti. Nadie más va a verla. Está sola.
—Ya, claro. ¿Y tú, como buen samaritano, vas por pena o qué? Seguro que eso ayuda muchísimo.
Ballesta dejó escapar un largo suspiro y meneó la cabeza.
—Tu hermano quería a esa mujer. Después de que todo pasara, me encontraba muy herido...pero quería saber por qué. Por qué Kido...—se detuvo cuando vio que Inti se estremecía al oír aquel nombre. Ah, le entendía bien; a él también le dolía tener que decirlo—lo siento, quiero decir...que quise indagar, ver qué tipo de persona era ella. Si él la quería, sería por algo, pensé.
—O no.
—¿Qué? vamos, claro que sí—el profesor acercó el borde del vaso a sus labios y tomó un pequeño sorbo de café—El caso es que empecé a visitarla. Y a conocerla, a pesar de la medicación. Esa mierda no la deja ser quien es, ¿sabes? he ido constatando cómo le afecta con el tiempo, a medida que su cerebro se impregna. Se ha ido deteriorando en los últimos meses, pero a ratos sigue muy lúcida. Según se mire.
—Ella se lo buscó—gruñó Inti—si no se hubiera tirado a la vía del tren, no tendría que pasar su tiempo ahora drogándose en un manicomio.
Balle apretó los labios en una delgada línea mientras miraba fijo a Inti. Se daba cuenta de que el rubio no llegaba a ver que aquella mujer se estaba, simplemente, dejando morir... tal vez porque ella misma estaba segura de haber matado a Kido. ¿Qué ser humano podría enfrentarse a algo así y soportarlo? no muchos. El quid-pro-quo era lo mínimo cuando el daño infligido era irreparable, no ya por la flagelación, sino por ser -en la fantasía- la única manera de devolver lo arrebatado. En este caso, lo arrebatado era la vida.
—Cometió un terrible error... pero creeme que paga por él todos los días.
Eso lo sabía. Taylor ni siquiera soportaba mirarse al espejo, ni aun desde el limbo sedante de la medicación.
Después de un café en vaso desechable y de tres cigarros (esto último por parte de Balle nada más), ambos volvieron de nuevo al coche en el parking. Inti se fijó por primera vez en el tono rojo apagado de la carrocería, cuya pintura aparecía descascarillada en algunas partes, y en la antigüedad de aquel modelo de vehículo que rozaba lo vintage.
Ya hacía rato que había amanecido, pero aun así las farolas dispersas de la estación de servicio permanecían encendidas contra el pálido cielo.
—¿Te importa sostener esto?—Nada más se sentó Inti en el asiento del copiloto, y antes de que pudiera protestar, Balle ya le había encasquetado el ramo de flores en el regazo y la bolsa con el regalo a los pies—sujétalo...no, así no, hacia arriba. Que no se estropee—indicó, rectificando la posición del arreglo floral antes de colocarse de nuevo mirando hacia el volante.
Inti puso cara de vinagre pero no se negó.
El resto del viaje transcurrió entre moderados silencios, rotos tan solo por algún comentario de pasada sobre la infame música en la radio, la meteorología o el paisaje. A medida que se acercaban a Nuestra Señora de la Piedad -así se llamaba el sanatorio mental-, el profesor se iba poniendo cada vez más tenso y eso se notaba. Inti, por su parte, había comenzado a sentirse francamente mal del estómago, aunque no tanto como para vomitar aquel último café, o al menos no de momento.
Tras atravesar el último túnel excavado en las montañas, la mayestática silueta de la institución mental apareció ante sus ojos enmarcada entre colinas. Parecía un monasterio en medio de ninguna parte, un convento o una iglesia de grandes dimensiones con una alta torre en la fachada frontal, terminada en un tejado gris a dos aguas cuyo vértice rasguñaba el cielo. Sobre el tejado se veía algo parecido a una veleta o una cruz; Balle e Inti no estaban aun lo bastante cerca para ver de qué se trataba. Sin embargo, ya podían visualizar otras características con bastante claridad, como la tapia interminable de cemento que rodeaba el edificio, abierta en un majestuoso arco de entrada cuyo acceso estaba limitado por una puerta enrejada.
Estacionaron el vehículo cerca de dicho arco, en el primer sitio libre que pillaron dentro del pequeñísimo aparcamiento anexo a la institución. No se veía un alma rondando por allí, pero si había algo era vida en aquel lugar. Vida estática e inerte, que parecería irreal de no ser por el movimiento del aire entre las briznas de hierba, eso sí. No había personas por allí -al menos a la vista-, y sin embargo el edificio se levantaba en un lecho de verdor, como un oasis o un vergel de ensueño entre las peladas colinas. Había algunos sauces llorones, prunos, perales y multitud de setos ornamentales pulcramente cortados alrededor de la tapia, y un par de tinajas con palmeras enanas flanqueando la puerta de entrada.
Tuvieron que pulsar un botón de llamada para que les abrieran la verja desde dentro. Un hombre joven vestido de blanco salió a recibirles; era un tipo muy sonriente pero no tenía pinta de médico, o al menos eso pensó Inti, quien sin darse cuenta se había parapetado detrás del profesor.
El hombre sonriente parecía conocer ya a Ballesta. No le pidió documentación alguna cuando registró su nombre y apellidos en el listado de visitas que llevaba en un portafolios. Tampoco hizo preguntas sobre si Inti era un familiar, un amigo, o qué tipo de relación le unía a la paciente... lo cual alivió al rubio, quien por algún motivo temía acabar deshaciendose en explicaciones por la fuerza en aquel lugar. Y es que la atmósfera inquietante del sitio no ayudaba a serenarse sino todo lo contrario. Algo en aquel lugar le hacía sentirse a Inti contra las cuerdas.
Al otro lado de la tapia les esperaban la severa e impoluta pared exterior del edificio y el nuevo universo del hospital mental. Todo parecía tener ojos allí; ojos dispuestos a juzgar, ojos impasibles e inanimados que lo veían todo. Era una sensación muy incómoda caminar por el largo pasillo encerado con la impresión de que el espacio,a pesar de ser amplio,no era suficiente para respirar. Tampoco ayudaba a relajarse el olor a rancio que, mezclado con la fragancia de la lejía, se colaba de algún modo en las fosas nasales aunque uno contuviera el aliento mientras se sentía observado hasta el tuétano del alma.
Había algunas personas en la planta baja del edificio, pero curiosamente era el edificio quien "miraba" a los extraños y no ellas. Los pocos que por allí paseaban parecían alienados, o en el mejor de los casos concentrados en cualquier otra cosa, como por ejemplo dar un paso después de otro apoyándose en el hombro de un auxiliar o un familiar.
Era una estampa bastante triste, anómala. Los olores rozaban la obscenidad en su contraste, pues bajo los efluvios que dejaban los limpiadores se apreciaba de algún modo la presencia de la mierda humana en sentido literal. Los sonidos eran atípicos: ecolalias susurradas, conversaciones discretas y perennes sin interlocutor, zapatillas de felpa y suela de goma en el suelo y pies que arrastraban los pasos. En aquella torre de marfil aislada, los sentidos del visitante eran bombardeados sin piedad con la naturaleza de otro mundo.
El amable señor de blanco les dijo que Taylor estaba en la planta primera, en su habitación. Al parecer, a la señorita no le gustaba mucho salir de su cuarto y sólo lo hacía para las sesiones de terapia o cuando era estrictamente necesario. Ni siquiera abandonaba su habitación para comer.
Inti y el profesor usaron una escalera de emergencia para llegar al primer piso. Fue una especie de diablura -idea de Balle, quien estaba claro que ya se conocía el edificio más que un poco-, algo que pudieron hacer porque el tío de blanco les dejó solos en la planta baja cuando le llamaron para una urgencia. Al parecer, alguien había tenido la desgracia de quedarse encerrado en una consulta, y aquel tipo que les había guiado era el maestro de las llaves o algo parecido en la institución.
—Espera, dame un momento.
—Sabía que habíamos venido por aquí solo porque querías fumarte un cigarro—rezongó Inti, viendo como el profesor se detenía en el rellano de la escalerilla exterior y sacaba el paquete de tabaco.
—Estoy algo nervioso—admitió Balle. Era algo normal, siempre le pasaba cuando iba allí. No le gustaba nada ese lugar; le daba escalofríos, y en el fondo le producía una pena tremenda saber que Taylor estaba allí. Pero, ¿qué más podía hacer él por ella, aparte de ir a verla? Creía que nada, pero entonces, ¿por qué sentía la familiar punzadita de la culpa cuando pensaba en ello?
—Ya, lo entiendo. No te preocupes. Pero, ya que te has puesto con ello, voy a aprovechar para ir al baño.
Acababan de pasar los servicios al otro lado de la salida de emergencia. A Inti no le seducía nada volver a entrar al edificio aunque sólo tuviera que dar dos pasos, pero lo cierto era que comenzaba a encontrarse realmente mal. Aun tenía el estómago revuelto y de vez en cuando le sobrevenía alguna náusea.
—¿Te encuentras bien?—inquirió Balle—estás un poco pálido.
—Sí, sí. Estoy perfectamente.
No iba a reconocer que se sentía impresionado con el lugar, y no precisamente de manera positiva. Pero estaba claro que así era. Inti no era un sádico: no le agradaba ver a otros seres vivos sufriendo, y allí había mucho sufrimiento, demasiado. Estaba en las caras, en las voces y en los andares de las personas; impregnando las paredes hasta el techo, empañando los cristales de las ventanas, fluyendo pesadamente a través del aire. El rubio era plenamente sensible a ello, ¿cómo no serlo? tal vez hasta le estaba afectando físicamente lo que percibía, pero no podía hacer nada por evitarlo.
Balle le miró alejarse, algo preocupado, esperando que se tambalease en cualquier momento antes de perderle de vista, pero eso no ocurrió.
Cuando la puerta de emergencia se cerró tras Inti dejando a Balle solo en el descansillo de la escalera, éste sacó su móvil y aprovechó para mandar un mensaje rápido. Al fin y al cabo, llevaba todo el día pensando en Gato de forma recurrente, y lo cierto era que no sonaba tan descabellado la idea de decírselo (aunque fuera con otras palabras). Casi brincó contra el muro en el que se apoyaba cuando recibió la respuesta de su ángel castigador, prácticamente de inmediato:
« Mañana perfecto, señor guapo. Prepare ese culo tragón.» . Junto a aquellas frases lapidarias, el emoticono de una boca sexy sacando la lengua ponía fin al escueto mensaje.
Oh, por favor. Balle cerró las piernas con fuerza y no pudo reprimir un jadeo. Mierda, Samiq podría matarle con frases como esas, y más aun a distancia por el sufrimiento que comportaba no poder verle, escucharle ni tocarle. Le echaba de menos hasta físicamente; hasta su cuerpo le añoraba desde fuera y desde dentro o así lo sentía. Y justo se aceleraba ahí pensando en él, precisamente ahora que estaba a punto de revolver toda la mierda emocional, hasta las pelusas escondidas bajo el felpudo de "Bienvenido" en la casa abandonada de su atormentada psique. Siempre ocurría así cuando iba a ver a Taylor al maldito loquero. Era imposible no recordarlo todo, no revivir todo lo vivido en el lienzo cristalino de la imaginación y la memoria cuando la veía a ella.
Suspiró, apretando el móvil en la mano y sintiéndose de pronto al borde de un estúpido ataque de nervios. La necesidad de pedir socorro le sobrevino durante medio segundo, pero la desechó de una patada mental. ¿A quién iba a pedir socorro? ¿a Samiq? no era ya que no sabría qué decirle en caso de querer pedirle ayuda, sino que se le antojaba rastrero abusar de él todavía más, utilizarle como escupidera para un eventual desahogo.
Lo cierto era que temía eso desde hacía días. No tenía ni idea de por qué, pero temía desmoronarse delante de Samiq. Era un temor que se había instalado de forma insidiosa, solapada y paulatina en él, pasando por algo insignificante e irracional y ocultando su peso específico. Parecía una estupidez venida de quién podía saber donde; algo idiota sin explicación... pero lo cierto era que ese miedo significaba mucho. Tal vez el miedo a desmoronarse llevaba implícito el deseo de hacerlo, igual que uno no puede evitar mirar hacia abajo si tiene vértigo y está trepando cada vez más alto. Quizá Balle era presa del deseo inconsciente de caer, y tal fantasía de muerte tenía su parte lógica porque, si Samiq estaba con él en ese trance, Balle caería en sus brazos y no al vacío.
Inconsciente de todo esto -pero con la mosca detrás de la oreja-, el profesor guardó el móvil en el bolsillo, dio una calada nerviosa al cigarro y fijó la vista en el ramo de margaritas que había colocado contra su pierna, junto con la bolsa del regalo, para fumar tranquilamente.
Casi se alegró de ver a Inti cuando éste apareció minutos después, con el rostro del mismo color que el papel higiénico reciclado que había usado para limpiarse el culo en el cuarto de baño.
—Oye, tienes muy mala cara...
Sin pensar, Balle se apresuró a ir hacia él, aunque clavó el freno a tiempo antes de invadir su espacio.
—Estoy bien—masculló el rubio, casi un bufido de gato arisco ("no me toques")—¿has terminado de fumar?
Sí, había terminado. Balle señaló la colilla espachurrada junto a su suela por toda respuesta y se dispuso a subir las escaleras sin quitarle ojo a Inti. No iba a insistir más en preguntarle si estaba bien, pues había detectado la agresividad potencial en su respuesta, pero no las tenía todas consigo ahora cuando pensaba en volver a entrar al edificio con él. Bueno, quizá no había sido la mejor idea llevar allí a Inti... pero, en cualquier caso, ya no había ocasión para volver atrás.
No tuvo demasiado tiempo para pensar o arrepentirse, de todas maneras. Porque, según atravesaron la puerta metálica, casi se dieron de bruces con una mujer alta y gruesa vestida con una bata de terciopelo azul. La mujer, que llevaba el cabello rubio recogido en un tirante moño enroscado en la coronilla, volvió la cabeza hacia ellos y abrió los ojuelos redondos de par en par.
—¡Ay!—exclamó, poniéndose la mano en el pecho como si hubiera visto un fantasma. Dio un pequeño paso atrás sin dejar de mirarles fijamente y sacudió la cabeza—Qué bonito...—murmuró, de pronto casi a punto de llenársele los ojos de lágrimas o eso pareció—¡has venido!
Ballesta sonrió a la mujerona e hizo un amago de reverencia. Un gesto caballeresco, sin duda, como para saludar a una verdadera diva.
—Buenos días, Matilde, dama de la poesía.
Ella sacó un abanico del bolsillo de su bata y lo abrió con ademán coqueto, ocultando parcialmente el rostro tras él. Llevaba la cara tan cubierta de maquillaje que éste acentuaba el paso del tiempo en la piel en lugar de camuflarlo, y los labios perfilados por fuera, con más intención que acierto en el delineado, pintados de rabioso color coral. Una línea empegostada de khol como alquitran corrido bordeaba sus ojos, dibujando en torno a ellos lo que quizá pretendía ser una raya cleopátrica desde el lagrimal hasta las orejas .
La mujer parpadeó, haciendo aletear las pestañas impregnadas de chapapote de forma dudosamente seductora, y sonrió tras el fru-fru de la tela desplegada del abanico. Al hacerlo, sus pómulos coloreados en rosa ascendieron para fruncir un entramado de patas de gallo que agrietó la sombra de ojos manchada de gris.
—Buenos días, guapo. Ya le dije a Agnes que vendrías...—dijo con voz de arrullo y marcado acento del sur, mirando a Balle por encima del ribete dorado en la tela del abanico—ella decía que no, pero yo sabía que lo harías.
—Claro que sí—respondió el profesor—supongo que Agnes está en su habitación, ¿verdad?
Hizo la pregunta con tono como de que fuera obvio que esa señora supiera dónde estaba todo el mundo a cada momento en aquel sitio.
—Sí, sí—respondió ella—Aunque a la una tiene terapia—añadió en voz más alta, como si de pronto hubiera recordado aquel último dato—con ese doctor que es un calzonazos, ¿cómo se llama? fíjate que ni me acuerdo de su nombre...
—Oh, ya sé, ya sé.
—Debería cambiarse con el mío, que mira lo bien que estoy—trinó en tono alegre y triunfal—y eso que estos sinvergüenzas siguen sin devolverme mis diamantes.
—Qué barbaridad...
Balle chasqueó la lengua con gesto de contrariedad. Conocía a la vieja dama lo bastante para saber que no era muy rentable rebatirla en lo referido a sus delirios, y, en definitiva, quién era él para llevarle la contraria. Ella solía decir, entre otras cosas, que alguien le había robado sus joyas y sus perfumes en la institución; alguien de allí, claro, alguna enfermera, auxiliar o incluso otra paciente. En realidad, Balle no sabía si esto era invención de Matilde o verdad.
—Venga, venga. Te acompaño, querido—dijo ella, haciéndoles a ambos una seña para que la siguieran por el pasillo bajo la potente iluminación artificial—¿Quién es tu amigo?
El rubio parpadeó y trató de mostrarse lo más cortés que pudo al oír aquello. Se hubiera camuflado contra las paredes como un camaleón si hubiera podido, pero, lamentablemente, desaparecer no era una opción y menos delante de alguien como la tal Matilde.
—Ah. Soy Inti, encantado.
—Encantada, cielo. Los amigos de Agnes son mis amigos. Seguidme, vamos, vamos...
Matilde avanzó contoneándose entre las hileras de puertas a ambos lados del pasillo. Se detuvo a mitad de camino entre la salida de emergencia y un control central de enfermería, frente a la puerta rotulada con el número "206".
—Aaagnes...—canturreó mientras daba unos golpecitos en la puerta—Tu novio ha venido a visitarte...
Matilde había llamado por mera formalidad. En lugar de esperar a que abrieran desde dentro, le faltó tiempo para tirar por su cuenta del picaporte y plantarse en la habitación, aunque al menos tuvo el detalle de apartarse para dejar paso a los que iban con ella.
Inti miró a Balle, quien en aquel momento sonreía sin desmentir nada y entraba, ramo de flores y regalo en mano. ¿"Tu novio", era eso lo que había dicho la llamada Matilde para referirse al profesor...? Aquello desconcertó un poco al rubio, y aun más le desconcertó la imagen de la señorita Taylor cuando al fin dirigió los ojos hacia ella.
Ella ni siquiera se había levantado, pero sonreía. Inti se dio cuenta de que se la había imaginado en su cabeza tal y como la conservaba en la memoria: con el cabello arreglado y vestida con aquellos detalles de encaje negro en la ropa, cuidadosamente maquillada al detalle y sosteniendo una tacita de te. Sin embargo aquella imagen no era más que un pálido recuerdo, y la persona que ahora estaba ante él no tenía nada que ver con ella. Desde luego que Inti podía reconocer a Taylor -más bien a la sombra de lo que fue- en aquellos rasgos inexpresivos, pero al mismo tiempo le costaba creer que la mujer sentada en aquel sillón fuera ella. La señorita había cambiado mucho en aquellos últimos años, Inti no podía haber imaginado cuánto.
—Hola...—saludó Agnes en voz baja, sin terminar de centrar la mirada vidriosa.
Había cambiado, y tanto. Parecía despojada de su esencia y de su identidad. Vestía un chándal con absurdos motivos deportivos que contenía a presión el cuerpo abotargado, la abultada barriga marcándose contra la tela bajo el pecho caído y un generoso michelín. La carne pálida y floja emergía a la altura de su cuello, que antaño había sido de cisne, desbordando el tejido de la camiseta. No, decididamente no quedaba ni rastro de aquella dama inglesa que tomaba té con pastas en vajilla de porcelana; ni rastro en aquel cuerpo inmovil, ni rastro en la mirada apagada de pez.
—Hola, Agnes. ¿Cómo estás?
Ballesta había avanzado hacia el sillón donde se reclinaba Taylor y se había agachado frente a ella para hablarle con voz suave. Dejó la bolsa y el ramo sobre la cama junto al sillón y extendió la mano para dar una breve caricia sobre la mejilla de la señorita.
—Muchas gracias por venir...—musitó ella.
—Ah, ya me gustaría a mí tener un novio como el tuyo—se regodeó Matilde unos pasos por detrás—tan cariñoso, siempre trayéndote flores, Agnes. Bueno, he de irme para vigilar la puerta. No vaya a escaparse ya sabes quién, que creo que anda suelta...
Inti estaba más pálido que nunca. Sin dejar de mirar a Taylor, avanzó hacia la cama mientras Matilde salía de la habitación tras decir aquellas inquietantes palabras, y cayó sentado en ella, prácticamente derrumbándose. No podía aguantar más de pie o eso había sentido, exactamente la certeza de que si seguía ahí clavado iban a fallarle las piernas de forma inminente.
—Lo... lo siento—se disculpó a media voz, notando que se le iba la cabeza—estoy... estoy algo mareado...
El profesor le miró y alzó una ceja.
—¿Quieres que llame a una enfermera?
El rubio cerró los ojos por un momento y negó con la cabeza. No, no iba a montar un drama por perder el control, ¿acaso era un niño pequeño? Se daba vagamente cuenta de que estaba "chocado", impresionado tras el impacto de ver a Taylor. Se daba cuenta también de que en aquel lugar todo le ponía literalmente enfermo -el olor, la luz artificial y los colores, el halo de irrealidad que rodeaba incluso a las personas-, pero se resistía a dejarse llevar por aquellas sensaciones, queriendo guardar las formas y mantenerse desesperadamente sereno.
No había contado con que eso iba a pasarle. En realidad, no había pensado en ser interiormente tan frágil como para que aquella atmósfera le arrastrara así. Tal vez nadie que tuviera la mínima sensibilidad estaría preparado para entrar por primera vez de visita a un lugar como aquel... pero Inti no había contado con eso. Él había entrado allí con sus ideas preconcebidas... casi siempre se enfrentaba así a las cosas nuevas, desde sus propias ideas preconcebidas.
Era duro para Inti este tirón de cuerda a fin de no entrar en pánico. Era una especie de pulso mental consigo mismo, mientras por otra parte un doloroso despertar comenzaba a perfilarse en el horizonte. Allí en aquella habitación, delante de Agnes y de Balle, ya no funcionaría la técnica de la evasión, no valía el "no quiero pensar". Un trago de bilis le subió a la boca y se incorporó con brusquedad.
—¿Vas a vomitar?—Ballesta se había puesto en tensión de nuevo, aun sin abandonar su posición agachada frente a Taylor.
—Lo siento, lo siento...—Inti tomó aire. No, no se levantaría ni siquiera a vomitar en el pequeño baño de la habitación, ¡resistiría! Resistiría, por mucho que ardiera en ganas de salir corriendo de allí, o más bien de desaparecer.
—¿Inti?—Agnes giró la cabeza entonces y murmuró el nombre del hermano de Kido en un tembloroso susurro. ¿Realmente era él? El cuerpo le pesaba una tonelada y moverse era un gran esfuerzo, pero aun así se echó hacia delante en el sillón y estiró el cuello para mirar hacia la cama—Inti... ¿eres tú?
El interpelado no pudo contestar. En aquel momento, el profesor se levantó para coger una banqueta y tomar asiento frente al sillón y la cama.
—Inti, Inti. Cariño. He pensado tanto en ti...—Taylor seguía dirigiéndose al rubio en un hilo de voz, incapaz de levantarse pero visiblemente emocionada. Le tendió una mano trémula, tanteando el aire y estirando los largos dedos hacia la cama.
Las palabras fueron contundentes como puñetazos. El estómago del aludido volvió a dar un vuelco, y él sintió que no tomar esa mano le produciría un dolor desgarrador. Sin acertar a decir palabra, solo guiado por aquel temblor de tierra interno que amenazaba con resquebrajarle, tomó la mano de la señorita y la asió con fuerza. Ella sollozó al momento de notar su contacto, y él sintió una oleada de profunda, terrible pena que le golpeó más allá de toda coraza. ¿La señorita estaba muerta en vida? no pudo evitar preguntarse entonces, ¿viva pero a punto de morir? ¿...seguía siendo ella?
Si algo no sentía en aquel momento era odio. Sin darse cuenta y sin quererlo, había traspasado esa barrera. Lo que había detrás, sin embargo, se le antojaba mucho, mucho más doloroso.
—Lo siento... lo siento tanto...—de pronto, Agnes rompió a llorar sin previo aviso.
La espalda del profesor se tensó y este se inclinó hacia Taylor sin levantarse de su asiento. No quería meterse entre Inti y la señorita, pero verla a ella llorar le alteraba de forma inevitable.
—Agnes... Agnes, tranquila...
Ella no podía dejar de sollozar, agarrando firmemente la mano de Inti como si fuera a acabarse el mundo.
—Lo siento. Lo siento. Lo siento...
—...¿por qué se disculpa?—se las arregló para preguntar el rubio con voz ronca, el rostro contraído en un rictus de angustia.
—Por TODO...
Ballesta respiró hondo. Extendió el brazo para tomar la otra mano de Agnes y la sostuvo entre las suyas con cierta torpeza. De pronto se dio cuenta de lo alocado de su idea, ¿cómo no había sido capaz de dilucidar el choque de trenes que podía producirse si Inti y Taylor se veían? no había contado con que tal vez la señorita no estuviera preparada para soportar algo así... y quizás Inti tampoco. Se dijo que había juzgado mal a éste último sobre todo, pensando que tenía una inquebrantable fortaleza mental; qué imbecil había sido, qué idiota, ¡Inti no había parado de dar muestras de lo contrario desde que se vieron por primera vez después de tanto tiempo en el Tres Calaveras! La careta de la superioridad y el desdén se había caído ahora, mostrando las roturas sobre el cristal de espejo, tan parecidas a las suyas propias. Se preguntó cómo fluiría aquella difícil situación entre ellos tres; se mordió el labio sin saber si era mejor callar o decir algo (¿pero qué?). Estaba tan tenso que los músculos de los brazos y las piernas hubieran comenzado a dolerle si él no hubiera tenido la mente tan enfocada hacia lo que estaba pasando.
Inti había negado con la cabeza por puro reflejo ante las palabras de Agnes. ¿Por "todo"? no, por favor. No quería pensar en ese todo. No ahora. No quería hablar de ello por nada del mundo; sólo de imaginarlo se sentía morir.
—Señorita...—necesitaba cortar su discurso como fuera, encontrar una palabra mágica que impidiese la apertura de la herida, pero no pudo decir nada. No pudo pararla.
—Sois muy diferentes, pero aun así me recuerdas tanto a él...—Agnes continuaba hablando, fatigada y rota, arrastrando las palabras con esfuerzo y sin querer soltar la mano de Inti—es tan especial. Disculpa—añadió tras tragar un sollozo— mi corazón no puede... no puede hablar de él en pasado.
Se refería a Kido, claro. Balle tragó saliva.
—El mío tampoco puede—admitió en un susurro. No tenía intención de intervenir, sólo dijo lo que sentía sin pensar.
Inti reprimió otra arcada y se acomodó como pudo para seguir sujetando la mano de Agnes. Continuaba sintiéndose mareado, aunque no era como si la habitación girase en torno a su cabeza sino más bien como estar envuelto en neblina, embargado por una extraña y vertiginosa sensación de levedad. Como si con el más leve soplo de aire pudiera desaparecer en cuerpo y alma, desintegrarse y fragmentarse en átomos de fuego, carne y hielo.
—El mío ya no está.
Ni sabía por qué había dicho aquello. Le había sonado extraño en su propia voz, pero era cierto. Eso era precisamente lo que sentía más allá del vacío más feroz: la conciencia de haberse perdido a sí mismo y no poder reencontrarse, de -por disparatado que sonara- haber perdido el corazón de su corazón. Embrutecido, brutalizado, desorientado; continuamente huyendo sin saber adónde, y sin poder hacer más que liberar una rabia roja y negra sin procesar. No, no estaba; se daba cuenta de que desde hacía mucho ya no estaba y podía entender por qué, pero ¿cuánto tiempo llevaba sin estar? ¿cuánto tiempo sin sentir su propio corazón?
De pronto, sin previo aviso, la imagen de Esther se coló de forma absurda en su cabeza y allí quedó clavada.
Esther... Inti recordaba ahora su rostro, y cómo había sonreído ella durante su estancia en la casa junto a aquel lago, relajada como pocas veces la había visto antes. Había parecido a momentos feliz... al menos hasta que se dio cuenta de que Jen no (...)>censura para no spoiler del capítulo anterior sin publicar<.
—El mío... no lo siento—musitó, dejándose vencer hacia un lado y quedando recostado sobre la cama, agarrado a la mano de Agnes y mirando con ojos acuosos los dedos de ambos entrelazados.
Ella hizo un esfuerzo por calmarse y controlar la accidentada respiración que se rompía en lascas de aliento.
—No lo sientes, pero está—consiguió articular.
Sí que estaba. Hacia daño, pero estaba. El corazón estaba e Inti lo sabía; tal vez enterrado, encerrado y con la boca tapada, pero vivo. Dolorosamente vivo.
Estaba, y cuanto más profundo se empeñaba Inti en enterrarlo, más se desangraba.
—Inti. Voy a llamar a los enfermeros—Balle no podía evitar sentirse cada vez más alarmado. Las fuerzas parecían haber abandonado de golpe al rubio, y el rostro de este era una máscara cetrina con una expresión difícil de definir. Seguramente su ex-alumno continuaba mareado, y aquel estado estaba alcanzando niveles preocupantes.
Soltó la mano de Taylor, se levantó, y, no contento con accionar el timbre en forma de pera que colgaba sobre la cama, salió de la habitación para buscar en persona a alguien que pudiera atenderles.
Fue necesario que una enfermera ayudara a tenderse al rubio en la cama de Taylor, le levantara las piernas usando el mando a distancia para elevar el piecero y le dejara unos minutos en esta postura hasta que éste comenzó a recuperarse.
Entre tanto, para distraer la atención de la compungida Agnes, Ballesta le había mostrado el horrible peluche que le compró en la tienda de la estación de servicio. Agnes reaccionó con gratitud cuando retiró el chapucero envoltorio, acariciando al bicho e incluso abrazándolo por-según dijo-encontrar su tacto muy suave.
La visita fue un desastre, al menos en opinión de Ballesta. Le pareció que no pudieron aprovechar el tiempo, que Inti ni siquiera le hizo preguntas a Taylor, porque antes de que quisieran darse cuenta vinieron a buscar a ésta para llevarla a terapia (con el doctor calzonazos, según había dicho Matilde).
Sin embargo, Balle no estaba en lo cierto, o podríamos decir que se equivocaba al ser tan pesimista. A pesar de que el tiempo se les había pasado volando, no era que Inti no hubiera hecho preguntas por no haber tenido ocasión... era que, simplemente, todo cuanto el rubio hubiera querido decir, reclamar, preguntar e incluso gritarle a la señorita se había evaporado de un plumazo cuanto éste la vio. Las palabras hirientes y las preguntas se habían desvanecido, lo mismo que el odio. En la nebulosa de su turbación, lo único que Inti pudo distinguir con claridad era que no podía odiar a Agnes ahora que la veía, pero el rubio estaba demasiado aturdido siquiera para valorar esto, para sentirse inquieto o aliviado por ello.
Mientras estaba acostado en la cama de Taylor, los pensamientos se mezclaron y estallaron para desaparecer, dejandole desnudo y sin necesidad de reclamar nada, sólo cansado, vacío de agresividad, extrañamente agotado. ¿Cómo podría pensar en increpar a aquella mujer? Taylor estaba destrozada por fuera y por dentro de una manera que jamás él hubiera podido imaginar. Las armas que Inti pudiera guardar para utilizar contra ella, todos los muros, los escudos de defensa, el deseo de dañar que constantemente le ahogaba, todo eso desapareció de golpe.
Se llevaron a Agnes, y la enfermera que la acompañaba les dijo amablemente que ya había terminado el tiempo de visita. Balle ayudó a un desmadejado Inti a incorporarse y a levantarse, estiró las sábanas y la colcha de la cama y dejó sobre la almohada el muñeco-gremlin de colores para que Taylor lo viese al regresar. Al profesor le crujía todo el cuerpo mientras se movía; sentía como si se hubiera tragado un palo de hierro, los miembros rígidos, la columna vertebral de amianto desde el hueso sacro hasta las vértebras cervicales, impidiéndole desplazarse como era debido. También había comenzado a dolerle la cabeza de esta forma paulatina que uno sabe que, de no poner remedio a tiempo, aquel run-run como eco acolchado terminaría transformándose en una florida migraña, pero en fin... todo aquello era normal, claro que sí. Protestar era lo mínimo que su cuerpo podía hacer tras la intensidad de lo vivido.
No había ni rastro de Matilde en el pasillo cuando salieron. Sólo se cruzaron con una anciana pequeñita que caminaba con un andador, y con un celador que llevaba una bandeja a alguna habitación, en su camino hacia los ascensores. Esta vez no usaron la escalera de emergencia para ir al piso de abajo, y Balle no pudo evitar pensar en quién vigilaría ahora la salida, ¿es que era lo normal que estuviera alegremente abierta para que cualquiera pudiera entrar y salir? ahora que no estaba Matilde como león guardián, ¿se escaparían las pacientes de ala femenina? Se guardó aquellas impresiones para sí, y se limitó a seguir caminando junto a Inti una vez las puertas metálicas del habitáculo se abrieron, atravesando el luminoso vestíbulo decorado con plantas que ya no sabía si eran artificiales o naturales, hasta que salieron por fin al exterior.
La luz del sol irió a Inti en los ojos, obligándole a poner la mano inmediatamente sobre su frente a modo de visera. Solo entonces el profesor se aventuró a preguntar un sucinto "¿estás bien?", sin detenerse, eso sí, pues sentía la necesidad ineludible de llegar al coche de una vez y poner distancia con aquel lugar de alma aséptica de hueso.
El rubio respondió de forma automática que estaba bien. Pero, aun así, Balle decidió ayudarle a entrar en el coche. Era como si el hierático Inti pudiera desmayarse en cualquier momento o al menos le daba esa impresión; no tenía ni idea de lo que podía estar pasando por su cabeza.
"Lo siento", le había dicho Taylor a Inti sin poder controlar el llanto. "Lo siento por TODO". Claro que lo sentía, lo sufría cada día y la huella de esa penitencia estaba grabada en su rostro, en sus ojos, no había la menor duda de ello. No, Taylor No era una asesina despiadada. Por supuesto que no.
Balle se sentó al volante y casi chilló de dolor cuando hizo presión con el pie sobre el embrague para meter la marcha atrás. Joder. Reconoció al momento el trallazo venenoso que le dejó la pierna entera acolchada; había sufrido con anterioridad cómo se siente cuando se te queda "enganchado" el nervio ciático. Mierda, ¿de verdad iba a tener un ataque de ciática? ¿de esos que le dejaban en el sitio por días enteros, sin ni siquiera poder girarse en la cama él solo? No, por favor.
No podía permitirse no conducir. Sabía que el rubio también conducía, pero este parecía hallarse muy lejos de su cuerpo físico ahora, transitando mentalmente por los mundos de yupi como para pedirle algo así. Seguro que ni vería la carretera ni el paisaje por la ventanilla del copiloto a pesar de tener la mirada vacía concentrada en ella. Así que el profesor hizo de tripas corazón, tragó saliva con el rostro contraído en una mueca de dolor y levantó poco a poco el pie del embrague, consiguiendo al menos no ver las estrellas en un nuevo espasmo. Ah... tal vez si controlaba cada movimiento, si no hacía tentativas bruscas, tal vez pudiera hacer aquel viaje sin sufrir otro latigazo.
Inevitablemente, lamentándose por ello al instante, evocó el rostro de Samiq en su mente y sintió ganas de aflojar de golpe y echarse a llorar como un niño. Como el niño que era siempre que estaba con Gato, porque éste le permitía serlo. Se preguntó qué estaría haciendo el Dorado en aquel mismo momento, dónde estaría, y si se acordaría de él (de su "señor guapo"). "Samiq... ¿dónde estás?"
El primer tercio del viaje transcurrió de manera relativamente tranquila hasta que, coincidiendo con una salva de interferencias en la radio, Inti rompió el silencio entre ambos para decir:
—Por favor, ¿podemos parar?
Balle asintió. Desde luego que podían. Estaban, de hecho, aproximándose al área de servicio donde se habían detenido en el camino de ida.
—Claro...—masculló, poniendo el intermitente para desviarse a la derecha. En realidad, a él también le vendría estupendo hacer una parada, aunque eso de "estirar las piernas" en su estado le daba miedo sólo de pensarlo.
Se dio cuenta de que debería de ser más o menos la hora de comer. Desde luego no tenía hambre, pero se pregunto si Inti tendría. Había bocadillos, sandwiches y bandejas de comida preparada que se podían adquirir en la pequeña tienda del área de descanso para tomar allí o para llevar. Él, por su parte, no le haría ascos a un café más.
Estacionó el vehículo en el aparcamiento tras los surtidores de gasolina, en el mismo lugar que hacía horas lo hizo. Sorprendentemente, el hueco estaba libre aunque el parking no se veía precisamente vacío. Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y salió del coche trabajosamente, poniendo extremo cuidado en cada uno de sus movimientos.
—¿Te pasa algo?—preguntó Inti cuando vio cómo caminaba el profesor.
—No. Bueno, un ataque de ciática, sólo eso—repuso éste.
—Ah, joder. Eso duele. ¿Necesitas apoyarte?
Ballesta contempló a Inti con una mueca de sorna en el cansado rostro, sin terminar de creer que el rubio le estuviera ofreciendo el hombro para caminar. Se reprimió para no responder una bordería.
—No te preocupes, estoy bien. Gracias.
No era verdad, para nada lo estaba. De hecho, temía el momento de sentarse en una silla frente a la mesa para tomar el café, pero ¿qué podía hacer? Tal vez en la tienda pudiera conseguir algún analgésico, aunque dudaba de que allí tuvieran medicamentos.
Sin cruzar más palabra entraron en el local y se dirigieron a la zona de la barra y las mesitas.
—Oye, ¿te importa a ti ir a por el café?—le pidió Ballesta a Inti antes de sentarse, apoyando ambas manos sobre el borde de la mesa—Toma.
Metió la mano en su bolsillo para sacar una moneda, pero el rubio le frenó.
—No te preocupes, yo tengo. ¿Cortado, como antes?
El profesor dejó de buscar.
—Gracias. Cortado, sí.
Cuando Inti se dio la vuelta para ir a la máquina de café, Ballesta aprovechó para tomar asiento tan despacio como lo haría un anciano de ochenta años con la cadera rota. Le resultaba ridículo a él mismo tener que moverse en modo rueda dentada, pero si se dejaba caer en el asiento simplemente gritaría de dolor. No sabía en qué momento la intensidad de la tensión había aumentado tanto que se había transformado en un dolor difícil de soportar; no se había dado cuenta hasta que lo tenía encima.
Le costó un triunfo sentarse y tuvo que reprimir un gemido lastimero, pero al final lo consiguió. Inti volvió segundos después con dos vasos desechables y sus respectivos palitos planos, también trayendo algunos sobres de azucar porque aquella máquina no lo incorporaba a la bebida.
No era que se le viera exactamente mejor que hacía un momento, pero al menos ya no estaba tan pálido como cuando la enfermera tuvo que acostarle sobre la cama. Pobre Inti; Balle se daba cuenta de que se había llevado una impresión muy fuerte yendo allí, y sabía que de algún modo iba a afectarle ver a Agnes, pero no había imaginado hata qué punto. No tenía idea de cómo podía sentirse el rubio ahora, pero, de igual manera que él mismo tenía el cuerpo dolorido, se hacía cargo de que Inti estaría manejando sus propias consecuencias a nivel de su cuerpo, su mente o donde fuera.
—Antes has dicho que tenías preguntas para mí—le espetó el rubio con repentina lucidez, nada más tomar asiento frente a él ante la mesa—¿Cuáles son?
Balle casi rió. No esperaba que el otro fuera a decir precisamente eso.
—Uh, por dónde empezar.
Sí que era cierto que tenía preguntas, bastantes. Lo primero de todo, se preguntaba qué narices hacía Inti en el Carpe Noktem con Silver y el resto de su "banda" la noche que se vieron en el Tres Calaveras. En realidad, sus destinos habían vuelto a chocar a raíz de aquel ambiente oscuro y tórrido en ese club subterráneo, el último lugar que cabría esperar para volverse a ver o tener en común. Balle no podía dejar de preguntarse cómo habían llegado a coincidir allí.
Sin embargo, la contrapartida de preguntarlo era que tal vez tendría que dar él también su propia explicación de por qué estaba allí. Y le resultaba más que inconveniente, más que embarazoso hablar de ello. Él había acudido al club porque había recibido una invitación escrita por el mismo Argen, claro que para entonces no tenía ni idea de que Argen era Sagan y, de haberlo sabido, jamás hubiera accedido a ir allí. Todo fue un cúmulo de casualidades en ese sentido, porque Balle comenzaba a moverse y a investigar por ciertos lugares en la red, sin salir de su casa, contrastando opiniones, entrando en chats de temática e incluso registrándose en algún foro BDSM de contactos, "sólo por curiosidad". Había pensado que la invitación tenía que ver con ese movimiento suyo tan reciente, no con su pasado. Y por eso, en un alarde de estupidez o de valentía, se había plantado allí. Para vivir "nuevas experiencias", nada más.
De ningún modo podría haber imaginado que encontraría al hermano de Kido allí ni a su otro exalumno con su chica, como tampoco que conocería a alguien tan especial como Samiq. Le repateaba que todo hubiera sido iniciativa de Argen, y no volvería al club si no fuera porque necesitaba volver a ver a Gato noche sí y noche también. En verdad, había sido todo tan extraño...
—Dispara—masculló Inti, mirando con fijeza su vaso.
Balle dudó un momento antes de hablar.
—¿Qué estabas haciendo en el Noktem la primera noche que nos vimos?—inquirió finalmente en voz baja.
Inti dejó escapar un pequeño resoplido y sonrió de medio lado.
—¿Qué estaba haciendo? pues lo mismo que tú.
—Ya. Bueno, quería decir... no sabía que te gustaran esas cosas.
Balle contrajo el rostro porque oírse a sí mismo decir aquello le sonó tan estúpido que le dieron ganas de echarse a reír.
—No me digas, ¿y qué hay de ti?—replicó Inti, levantando la mirada. Se le notaba aun algo ralentizado hablando, como si su mente no terminara de estar a pleno rendimiento aunque al menos iba despertando—¿desde cuándo le das al tema? te vi disfrutando bastante con... las cosas que te hacía este... ¿cómo se llama?
Dios. Precisamente lo que no quería oír. Balle puso inevitablemente cara de asco y desvió la mirada.
—Me llegó una invitación, pero en realidad no le había dado nunca al tema...—respondió parafraseando al otro, siendo eso lo más sincero que acertó a decir sin mojarse demasiado.
Era verdad. Nunca se había atrevido a ir más allá en ciertas fantasías particulares. Había tanteado a diferentes parejas -también a Kido, claro-, y había jugado a ceder el control, pero nunca había llamado a eso por ningún nombre ni había ido a un lugar de temática específica, ni mucho menos buscando recibir determinado tipo de trato. Cuando en el Noktem Samiq le encadenó por los tobillos y le subió las piernas él era virgen en muchos sentidos... a pesar de haber reproducido mil fantasías extremas en su imaginación. Realmente, las ganas de ser sometido a lo bestia y de que "le hicieran daño" habían aparecido con salvaje intensidad en los últimos años, poco después de la muerte de Kido. No era por placer -aunque le excitaba-, no era por masoquismo, sino por catarsis, penitencia, liberación que de otro modo parecía inalcanzable. En todo caso, era algo profundamente personal para tratar de explicarlo.
—Bueno. Yo sí—admitió el rubio, sin adentrarse para alivio de Balle en preguntar más allá—Hace tiempo, Silver nos presentó al dueño del club. Le conocía gracias a los materiales de cuero trenzado a mano que vende, supongo que una cosa llevó a la otra...
Sí, claro. Si le vendías un látigo a alguien, probablemente terminarías hablando de para qué lo quería, y de por qué lo fabricaste. Y si el tío te decía que tenía un local con reservados y mazmorras, probablemente irías con él a ver qué tal estaba el ambiente, y hasta podría ir fraguándose una camaradería mutua por afinidades y hobbies compartidos. Así había sucedido entre Silver y Argen, y a Inti le parecía de lo más normal. Lo que desde luego no sabía (ni tenía modo de saber), era que Argen conocía a su antiguo profesor.
—Resulta escalofriante pensar que todo fue casualidad...—comentó Balle casi para sí mismo.
—¿Te refieres a vernos allí?—inquirió Inti—Sí, un poco sí, la verdad. El mundo es un pañuelo.
Balle miró de nuevo hacia otro lado. No estaba por la labor de conformarse con esa última frase, pero tal vez Inti tenía razón. ¿Qué más podía haber sido todo, aparte de simple casualidad?
—A todo.
Lo más llamativo del asunto era, decididamente, que Argen fuera el elemento común entre las partes implicadas en la historia. Era mucha casualidad que precisamente Argen hubiera conocido a Silver y que por eso en definitiva hubieran llegado a coincidir todos allí. Pero Balle no le dijo a Inti nada al respecto, porque decirlo sería como reconocer que él conocía a Argen de algo con anterioridad.
Había razones para inquietarse y para preguntarse si realmente había sido todo por casualidad, pero Inti no podría entender esto al faltarle ese último dato. Fue Argen quien envió la invitación a Balle, y aun éste no tenía ni idea de lo que el dueño del club había pretendido al hacerlo. Desde el momento que entró allí, fue atendido por Samiq por mandato directo del mismo Argen, ¡ni siquiera le había visto la cara! Era para comerse la cabeza un rato, sí.
—Eras la persona que menos esperaba encontrar allí—reconoció Inti—pero bueno. Es la vida.
Balle asintió y tomó un trago de su café. Se movió sobre la silla, pues su cadera comenzaba de nuevo a protestar y a anquilosarse.
—Y esa chica que estaba ahí... de la que me hablaste. Es tu sumisa, entonces. O qué.
El rubio resopló. Esta vez fue él quien rehuyó el contacto visual ajeno. ¿Esther su sumisa? buena pregunta. Después de todo lo que había pensado durante el viaje a la casa del lago y después de los últimos sucesos acontecidos ni lo sabía ya.
—Se llama Esther—masculló en voz baja—No. No lo sé.
—¿No? pues cualquiera lo diría...
—Lo siento, pero no quiero hablar de eso.
Le resultaba terriblemente doloroso hablar de Esther por algún motivo que se le escapaba. Tal vez tenía algo que ver con que se sentía fatal pensando en ella, dándose cuenta de que justo ahora comenzaba a verla y eso sólo significaba que antes había visto en ella otra cosa. Lo había hecho mal, lo había hecho todo mal, era difícil hacer las cosas peor. Y, respecto a lo que podía sentir por ella, no tenía ni idea. No quería ni pensarlo, ¿y si no sentía nada? Estaba demasiado cerca del dolor, demasiado cerca de todo para saber lo que sentía, y saber lo que sentía era importante para decidir los pasos que sería lógico dar a continuación. Lo único que estaba claro era que en aquel mismo momento la echaba de menos, y eso... de alguna manera, inexplicablemente, le tranquilizaba.
—¿Sigues odiando a Taylor?—musitó Balle. Esa era otra de las preguntas que se agolpaban en su cabeza.
—No. Ya no. Por dios, no... no puedo.
—¿Y qué vas a hacer ahora?—inquirió el profesor, sin pretender realmente ser cruel—¿sobre qué o quién vas a descargar toda tu rabia?
Inti suspiró. Lo había hecho mal, muy mal.
—No quiero hacer daño a nadie...
—Pues no lo hagas—replicó Balle, cortándole—No lo hagas y ya está. No te tortures más. Simplemente no lo hagas. Oye... ¿te importaría ir al mostrador a preguntar si tienen algún analgésico?—añadió, rectificando de nuevo su postura sobre la silla— me estoy quedando cuadrado aquí sentado.
A pesar de los efluvios alcohólicos del día anterior, recordaba bien que había quedado con Balle en casa de éste para marchar desde allí. El "manicomio"-o la clínica de salud mental, por llamarla formalmente- donde se encontraba Taylor estaba lejos, bastante apartado de la ciudad. Iba a tomarles un par de horas en coche llegar hasta allí, por eso habían quedado tan temprano. Resoplando nubecitas de vapor en cada exhalación, Inti se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos, apretando el paso hacia la parada del autobús.
Un paso, otro, golpe de viento helado en la cara. Clavar los pies en el suelo y detenerse no era una opción, porque de la misma podría darse la vuelta y salir huyendo de nuevo hacia casa como una gallina.
No se permitió la más mínima tregua por temor a tirarlo todo por la borda. Para bien o para mal, se conocía lo bastante a sí mismo para darse cuenta de que estaba cagado de miedo. En efecto, ahora podía verlo: era el miedo la emoción que predominaba en ese caos interno sin palabras por encima de todas las demás, incluso por encima de la ira que sentía hacia la señorita.
Por suerte, el autobús no se hizo esperar mucho, e Inti pudo subir casi inmediatamente cuando llegó a la parada, sin tener que enfrentarse a lo que hubiera supuesto un tiempo blanco de espera a solas consigo mismo.
Ballesta, por su parte, terminaba de afeitarse frente al espejo en aquel mismo momento. Centraba los ojos en la superficie cubierta de gotitas resecas sin verse; ojos desenfocados cuando la mirada se volvía hacia dentro, diluyéndose, para recrear escenas de su pasado tanto reciente como remoto. Su mente viajaba de forma automática y se abstraía, en aquel instante trazando la sonrisa de Samiq, deshilachándola y solapándola con la de Kido mientras el corazón se le encogía en un gélido y apretado puño. Dejó la hojilla de afeitar sobre el lavabo, abrió el grifo, se lavó la cara con punzadas de agua fría y se secó, sin volver del todo a la realidad mientras sentía la presión de la toalla contra la cara.
—Se parece a ti—masculló en la soledad del cuarto de baño.
A veces "hablaba" aun con Kido, aunque ya no tan frecuentemente como antes. Tenía un punto amargo y doloroso hacerlo, porque Balle podía sentir a Kido en su imaginación, pero no ahí fuera junto a él. "Llevar a alguien en el corazón", como se solía decir en casos como ese, no suponía el menor consuelo; eso no traía la presencia de esa persona de vuelta, claro que no. Llevarle en el corazón... por favor, ¡Kido nunca se fue de allí, y nunca se iría! De hecho, Balle le sentía tanto, le "veía" tanto que casi le parecía olvidar a ratos su rostro, acaso desgastándolo de tanto pensarlo. Era horrible cuando eso pasaba, cuando sentía que no sabía si se acordaba, cuando la imagen que creía haber guardado más allá de las retinas se distorsionaba de repente de forma fatal, de forma estúpida.
—Sí. Se preocupa por las personas. Es un jodido bollito de crema, pura dulzura, aunque tiene su carácter. Inocente pero no, lo mismo que tú.
Le estaba hablando a Kido de Gato, claro. Pensaba en ambos, sin poder evitar caer en el pozo de la culpa cuando su cuerpo respondía sólo por evocar a Samiq. Y a ese respecto todo comenzaba a fundirse y a resultar... enfermizamente confuso (y enfermizamente sensato, de igual manera). ¿Realmente eran Kido y Samiq tan parecidos? a veces los veía casi iguales, y otras veces sentía que no tenían nada que ver. Era abominable aun interesarse por otra persona, tal vez por eso su mente se esforzaba en buscar puntos de desconexión... o más bien en deshacer toda conexión fraguada en la imaginación de forma inmediata e involuntaria. Hacer, deshacer; forjar sin darse cuenta, romper. Era algo agotador.
—Ah, pero ¿sabes? no es tan borde como tú—tragó saliva y se giró dando la espalda al espejo para caminar hacia la puerta del baño— No te importaba serlo. Sabías que yo te amaba, por eso eras tan tú. Lo sabías, claro que sí... lo sabías, ¿a que sí?
Tenía un regusto amargo añorar a Samiq. Por mucho que alardease de falta de fe, Balle aun tenía la ilusión de que Kido pudiera ver sus sentimientos desde "alguna parte", como si su piel fuera transparente, y según eso... bueno, qué demonios, ni siquiera fantaseaba con reemplazarle porque eso era imposible, pero añorar a otro se sentía igualmente sucio. Dolía que a fin de cuentas Samiq no fuera tan pálido, hueco o insignificante al lado de aquel a quien amó y todavía amaba... era como si Balle no pudiese evitar TRAICIONAR a Kido a cada instante. Era cierto que no por desear a Samiq amaba menos a Kido, pero pensar en otro se sentía como traicionar a éste de todos modos.
Y por esa misma regla de tres, también traicionaba de algún modo a Samiq, ¿no? Volcándose en él de ese modo, volcando su sed y su hambre en él de ese modo. Le conocía desde hacía relativamente poco, ¿hasta qué punto estaba viendo en él sólo lo que quería ver? ¿buscaba algo (algo egoista, irracional aunque fuera lógico) en él, más allá de la experiencia del cariño? ¿qué tipo de vínculo, monstruoso y enfermo, estaba trazando con él? Sentía que le estaba utilizando para tapar agujeros (literal y figuradamente), aunque tal vez no. No quería pensar en eso.
De cualquier modo, sin embargo, "traicionar" a Samiq no parecía algo demasiado relevante... porque Samiq no le quería. O al menos, Samiq ya "tenía" a alguien: estaba a los pies de ese a quien llamaba "Amo", ese a quien precisamente Balle lamentaba haber conocido alguna vez. Uhg. Sólo pensar en eso le levantaba ampollas mentales, ¿sentía celos acaso? ¿sentía vergüenza ajena? ¿vergüenza propia por haber estado con Sagan años atrás? Le quemaba la sangre cuando pensaba en aquel que ahora se hacía llamar Argen, y no de forma agradable. Ojalá no le afectara; ojalá no sintiera repugnancia, pero bueno, también era un mal menor porque ya había conseguido que Sagan le importase menos que un carajo, ¿verdad? Que se jodiera el amito; desde luego, Balle no se dejaría tocar por él ni con un palo.
Sus pensamientos iban raudos de una idea a otra, y a otra, y a otra, mientras se vestía en el dormitorio, escogiendo una camisa que no estuviera demasiado arrugada y unos pantalones que no se tuvieran en pie sin necesidad de sujetarlos. En los últimos años se había descuidado bastante, y eso incluía dar al traste con el orden en todo cuanto le rodeaba, incluso con la higiene. Un reflejo de cómo estaba su vida, y una faceta más en el consabido bucle de autodestrucción donde estaba atrapado; ya no luchaba por salir y, aparentemente, todo se la sudaba.
Pensaba en Taylor, en cómo la encontraría en aquel limbo de paredes blancas, y en cómo se tomaría ella la presencia de Inti (si es que el rubio no se rajaba y finalmente iba allí con él). Pensaba en Samiq -cómo le echaba de menos...-, ¿qué demonios vería en Argen para respetarle tanto? en opinión de Halley, si alguno de los dos debía arrodillarse, ese no era Samiq. Samiq era dulce, buena persona -al menos con él-, besaba de miedo, azotaba de miedo, follaba de miedo. Él sí le parecía digno de respeto y no Sagan; de hecho, para Balle, igualar a los dos sería como comparar a Tyrion Lanister con un enano del bosque. Algo así. No que tampoco fuera a gritar a los cuatro vientos el desprecio que sentía hacia el amito en cuestión.
—Eres un enfermo...—esto se lo dijo a sí mismo, no a Kido. Masculló aquellas palabras cuando sus ojos se posaron en el objeto que había colgado detrás de la puerta del dormitorio: una pala de madera, grande, larga y maciza, como un remo en pequeño. Había adquirido aquella mierda en absurdo secreto, hacía años, por internet; no había podido resistirlo a pesar de saber que no iba a usarla, lo cual era evidente pues no conocía a nadie que le pusiera tanto como para dejar que la empuñase. Esa última circunstancia, por suerte o desgracia, había cambiado en las últimas semanas... "Gato, cómo deseo que la agarres y me hagas daño con ella", admitir esto en su pensamiento le resultaba tan íntimo que le hacía sentirse desgarrado. Esa tontería de la pala secreta era... hablar sobre eso sería... como traspasar una ingenua (y ridícula) virginidad. Fantaseó en silencio con llegar a contárselo algún día a Samiq, sabiendo que si eso pasaba terminaría ardiendo bajo los pantalones en excitación y vergüenza a partes iguales. "Oh, Gato. ¿Dónde estás? (perdóname, Kido, perdóname; o mejor, no me perdones, ódiame por serte infiel y permíteme sufrir como merezco)".
Lo más curioso de su lucha interior era que, a pesar de que Balle creía conocer mucho a Kido, nunca supo lo abierto mentalmente que éste podía llegar a ser en algunas cosas. Kido había pasado un tiempo negando que deseaba a otro hombre, sí, y de qué manera..."yo no soy gay", bueno, por fortuna Ballesta no había oído nunca esto de sus labios. Sin embargo, tampoco había oído lo que Kido pensaba de la supuesta "fidelidad" que dos personas deberían guardarse, y de lo que él llamaba "relaciones convencionales" que, a su juicio, estaban sobrevaloradas. Si Balle hubiera sabido lo que Kido pensaba a este último respecto, quizá no se sentiría tan culpable por desear ahora a Samiq... o quién sabe, tal vez eso no hubiera supuesto ninguna diferencia.
Ceñudo, apartó la vista de la pala colgada en la pared y terminó de vestirse. Lo hizo lo más rápido posible para salir cuanto antes del dormitorio, cuyas sudorosas paredes parecían estar a punto de replegarse sobre él y ahogarle en su fantasía.
Se dirigió a la cocina para coger el tabaco y el mechero. Una vez allí, se mantuvo unos segundos dudando frente a la encimera llena de mierda si ponerse "otro" café o no. Llevaba ya bastante cafeína en el cuerpo pero qué demonios, había puesto la cafetera en marcha antes de ir a ducharse, aun podía oler el aroma de la bebida recién hecha en la casa entera y eso para él era tan acuciante como la llamada de la selva.
Se dijo que la rubia se retrasaría probablemente, así que al final se sirvió el café. Se dio cuenta de que estaba manchando un folio con membrete al hacerlo, casi a punto de usarlo de posavasos... lo miró por segunda vez, recordando lentamente lo que era: una carta de una reconocida universidad de pago, firmada por el decano, proponiéndole formar parte del claustro de profesores de la facultad de ciencias biológicas para el próximo cuatrimestre. Ja, ¿por qué no había tirado esa maldita carta al cubo de la basura? no, no estaba por la labor de volver a la enseñanza, se estaba muy a gusto traduciendo textos científicos y publicando trabajos desde casa - a lo cual se dedicaba en los últimos años-, como para volver a dejarse la piel en las aulas desasnando gente. Ni siquiera la copia del programa que había adjuntado el decano había conseguido seducirle; además, pretendían que impartiese entre otras la asignatura "física de los procesos biológicos", y de ninguna manera ese era su tema. No, ni soñando, de ningún modo volvería a las aulas.
El timbre del portero automático, ciertamente impertinente, resonó de pronto en la cocina de linóleo sacándole de sus cavilaciones.
—Ya voy, ya voy, hijo de puta...—masculló a la nada mientras se dirigía al intercomunicador, arrastrando los pies. Vaya, al parecer la rubia había sido puntual después de todo.
No se demoraron mucho en florituras y salutaciones. Balle dio un rápido sorbo a su café y ambos cruzaron un par de palabras, solo eso, antes de salir hacia el garaje del edificio donde el ex-profesor tenía aparcado el coche.
Era día laborable y pillaron algo de tráfico al salir a aquella hora, pero tampoco demasiado. Y después de tomar el último desvío a aquella carretera secundaria para alejarse de la ciudad, el camino aparecía prácticamente despejado ante sus ojos. Tras las ventanillas, el paisaje se veía más hermoso a medida que avanzaban: menos gris, más nítido incluso bajo el cielo nublado, rasgado por las ramas desnudas de los árboles en los márgenes de la carretera. En otras circunstancias, Inti hubiera disfrutado del viaje, desde luego.
Balle encendió la radio en el salpicadero,y la conocida sintonía de una cierta emisora inundó el interior del vehículo. En realidad detestaba oír la radio, pero definitivamente no iba a poner ninguno de los discos compactos que llevaba en la guantera. Demasiada carga emocional le empapaba ya por dentro; la odiosa radio era mejor que emocionarse más... y también era mejor que el silencio si la rubita no estaba por dar conversación.
—Qué asco me da esta mierda—farfulló, soltando de nuevo la mano derecha del volante para tantear en busca del tabaco.
—¿Qué...?
El rubio se giró a mirarle con extrañeza.
—La canción—explicó Balle con el cigarro sin encender entre los labios, la mirada fija en la carretera.
—Ah, sí.
Inti se dio cuenta de que estaban escuchando un "perrea perrea" del bueno. Qué horror.
—Está de moda—comentó el profesor, aminorando la velocidad, viendo que se acercaban a un área de servicio. Se encogió levemente de hombros y se encendió el cigarro con el mechero del coche.
—Es una basura.
—Sí. ¿Y qué me dices del bailecito? esos movimientos como de follar o de darse por el culo...
Inti arrugó la nariz.
—Espeluznante.
—La gente está obsesionada... con el sexo.
"La gente". Era hasta cierto punto irónico debatir sobre algo así, precisamente ellos.
—Mucho.
Entraron suavemente con el coche en los límites del área de servicio. El lugar no era gran cosa: cuatro o cinco surtidores de combustible alineados, un pequeño supermercado y, separada de éste por un largo mostrador, una zona con mesitas donde se podía comer y beber algo.
Sin mediar palabra, Balle apagó el cigarro, bajó del coche y procedió a llenar el depósito, guiñando los ojos miopes tras las gafas para ver con claridad los números moviéndose en el surtidor. Se tomó su tiempo, luego volvió a ocupar su sitio ante el volante y estacionó el coche en una de las plazas de aparcamiento para ir a pagar.
—¿No quieres salir a estirar las piernas un rato?—preguntó a Inti tras lanzarle una larga mirada.
El rubio ni había pensado en bajar del coche, pero cuando Balle se lo propuso no le pareció mal del todo.
—La hora de visita es a las once y media—continuó el profesor, abriendo la puerta para bajarse—vamos muy bien de tiempo. Podemos tomar un café.
Claro, cómo no. No había podido acabarse el que se había preparado en su cocina, y el cuerpo le pedía su dosis como no podía ser de otra manera. Además, no pintaban nada llegando al loquero antes de tiempo, ¿verdad? ¿qué hacer allí mientras el recinto (zoológico humano) estaba cerrado a las visitas?
Inti se encogió de hombros y salió a su vez del vehículo sin poner objeción.
—Vale—respondió sucintamente.
Caminaron hacia la pequeña tienda en el área de descanso y atravesaron la puerta doble de cristal que la separaba del exterior, de esas provistas de sensor que se abren solas cuando alguien se acerca. Había unas tres personas esperando frente a la caja para ser atendidas, pero Balle no se puso a la cola, sino que se sumergió entre los estantes de la tienda. Tal que si hubiera ido a tiro fijo, se dirigió sin dilación a un stand en una esquina donde había algunos ramos de flores expuestos, empapelados con variopintos envoltorios de colores brillantes. Observó las flores durante varios segundos, sus ojos pasando de uno a otro ramo, deteniéndose finalmente en un arreglo de margaritas moradas que se veía bastante fresco y tupido.
—Este—masculló, separando el ramo del stand con cuidado y mostrándoselo a Inti—¿qué te parece?
El rubio arrugó el entrecejo, sin pretender exactamente poner cara de asco pero sintiéndose de pronto como si fueran a llevar flores a una tumba. Tragó saliva.
—Ah... son para Taylor—dijo en un tono dudoso entre afirmación y pregunta.
—No, para mi padre. No te jode.
—Vale, vale. Sí, bueno, son bonitas.
¿De verdad iba a comprarle Balle flores a Taylor? Inti estaba realmente sorprendido. Le resultaba un tanto violento por alguna razón.
—¿Por qué esa cara? ¿te parece raro?
El rubio levantó las manos y negó con la cabeza.
—No, no. Me parece perfecto, haz lo que quieras...—"pero a mí no me metas", le faltó decir.
—Siempre que voy a verla le compro flores aquí. Suelo parar en esta gasolinera.
¿Por qué le daba Balle explicaciones? Inti miró hacia otro lado, incómodo.
—Oye, te espero en la barra—dijo, apuntando con la barbilla hacia el mostrador que delimitaba el área de las mesitas.
—Bien, estupendo.
Ballesta tardó unos minutos en reunirse con Inti en la zona de los cafés. Llevaba el ramo de flores en una mano, y en la otra una bolsa de plástico pequeña. Caminó con Inti hacia la mesa más próxima a la barra y se sentó frente a él, dejando el ramo con delicadeza en la superficie y colocando la bolsa sobre sus rodillas para empezar a sacar cosas de ella.
—El café es de máquina—farfulló sin mirar al rubio, colocando sobre la mesa un pliego de papel de regalo con un dibujo de estrellitas—de máquina expendedora, quiero decir—añadió, esbozando una sonrisa desdeñosa—la máquina que está justo detrás de ti. Capuccino, chocolate, no está tan mal.
Se notaba que se había tomado allí más de un café, ciertamente.
—Mierda, ¿qué es eso?
Inti miraba con gesto de incredulidad un muñequito horrible que había sacado Balle de la bolsa de plástico; un pequeño engendro entre murciélago orejudo y gremlin, con dientes de vampiro y una capa de pelo de colores que le llegaba hasta las plantas de los pies. Joder, sólo en las gasolineras en medio de ninguna parte se podían encontrar "tesoros" así.
—Ah, je. Es un regalo para Taylor. Me pareció gracioso...—el profesor sonrió un poco, enfrascado en la tarea de envolver el muñeco en el papel satinado—aunque le pedí a ese gilipollas de la caja que me lo pusiera para regalo, y me ha vendido el papel para que lo envuelva yo, ¿te lo puedes creer?
—Es un poco cutre comprar regalos en una gasolinera, ¿no?—el rubio se levantó y tanteó el bolsillo de sus vaqueros buscando una moneda para la máquina de café.
—"Es un poco cutre comprar regalos en una gasolinera, ¿no?"—le imitó Balle con retintín, sin mirarle y sin dejar de envolver pausadamente el grotesco engendro peludo—¿no tienes otra cosa mejor que decir?
—Hmphf.
No, Inti no la tenía. Así que se alejó lo justo para llegar a la máquina de café, apartándose del profesor y de su condenado muñeco de colores. Dejando aparte que aquel monstruito venido del infierno era horripilante, Inti no acertaba a comprender por qué Balle le hacía un regalo a Taylor y le compraba flores. No estaba seguro de si quería entenderlo, aunque sí sentía curiosidad, lo que le llevó finalmente a pensar en preguntarle al profesor mientras seleccionaba la bebida en el cuadro de botones de la máquina. Sí, tal vez cuando regresara a la mesa le preguntaría, sólo por curiosidad.
Sacó su café, y, viendo por encima del hombro que el profesor seguía entregado a la minuciosa tarea de envolver el gremlin -se le veía un poco torpe con el papel, a decir verdad-, suspiró y metió otra moneda para sacar una segunda bebida.
—No sabía cómo lo tomas, así que te lo he traído cortado—le espetó al profesor, casi arrojando el vaso desechable frente a él sobre la mesa.
—Ja, qué detalle. No lo sabías y me has traido el que te ha dado la gana—el profesor levantó la vista y sonrió con sarcasmo.
—¿No te gusta? vale, dime cuál quieres—gruñó Inti, deteniéndose antes de tomar asiento.
—Oh, no, has acertado. Me gusta cortado, está bien. Muchas gracias.
—De nada. Tengo una pregunta...—masculló el aludido tras volver a sentarse, arrellanándose con gesto de fastidio en la silla de madera.
—¿Sí? dispara. Yo también tengo algunas para ti.
Inti abrió el sobrecito de azúcar y echó la mitad del contenido en su vaso de plástico. Se mantuvo unos instantes en silencio, reflexivo, pensando en las palabras exactas que emplearía.
—No es nada del otro mundo, sólo... bueno, joder, ¿por qué le compras flores?—levantó los ojos hacia el profesor con gesto de impotencia y por un segundo le perforó con la mirada—¿por qué regalos?
Balle soltó una pequeña carcajada mientras removía su café con un palito plano de plástico agujereado.
—¿Qué pasa, te molesta?
—Pues, sinceramente, no lo entiendo.
No lo entendía, claro que no. Donde Ballesta veía una mujer sola en un psiquiátrico, Inti seguía viendo a la asesina de su hermano, aunque últimamente la sensación de odio no fuera tan atroz.
Balle se daba cuenta de que el problema no era la ausencia de emociones, sino la sobrecarga. Al margen de que Inti pudiera caerle mejor o peor, no le parecía un psicótico aunque actuase como uno. Si Inti no podía empatizar con Taylor era porque existían razones, porque algo le cegaba y se lo impedía, pero eso no significaba que fuera incapaz de sentir.
—Pues, sinceramente, me da pereza explicártelo—resopló. Ya había logrado envolver el muñeco; no le había quedado muy bien, aunque se notaba que había puesto la mejor intención en ello—pero en fin, lo haré aun a riesgo de que tu cabeza no de más de sí y te explote el cráneo.
Inti parpadeó. No estaba acostumbrado a ser tratado desde tan flagrante desparpajo. Casi se rió.
—Ilumíname, pues.
—¿Recuerdas aquellos programas en los que, cuando éramos pequeños, un bicho peludo nos explicaba la diferencia entre arriba y abajo, cerca y lejos? Creo que te debiste de perder varios episodios, ¿verdad? lástima.
—Venga ya.
—Te lo explicaré como en esos programas infantiles de la tele—el dulce sarcasmo no dejaba de brillar en los ojos del profesor, pero el semblante de éste se ensombreció por un momento—en el lugar adonde vamos hay una mujer que está muy sola y muy triste. Toma mucha medicación y hace tiempo que no tiene contacto con el exterior ni calor humano. Esa mujer necesita sentirse persona, aunque sea con...
—Ya, ¿y crees que con un ramo de flores y esa monstruosidad vas a conseguir que ella se sienta más "persona"?—casi escupió la palabra. Persona, persona... esa palabra sonaba mal, muy mal, para describir a Taylor—bueno, la verdad que mirando al bicho sí es posible que sienta eso, si se compara con él.
—Aunque sea con una visita escasa una vez al mes, iba a decir—concluyó el profesor—No tiene a nadie, Inti. Nadie más va a verla. Está sola.
—Ya, claro. ¿Y tú, como buen samaritano, vas por pena o qué? Seguro que eso ayuda muchísimo.
Ballesta dejó escapar un largo suspiro y meneó la cabeza.
—Tu hermano quería a esa mujer. Después de que todo pasara, me encontraba muy herido...pero quería saber por qué. Por qué Kido...—se detuvo cuando vio que Inti se estremecía al oír aquel nombre. Ah, le entendía bien; a él también le dolía tener que decirlo—lo siento, quiero decir...que quise indagar, ver qué tipo de persona era ella. Si él la quería, sería por algo, pensé.
—O no.
—¿Qué? vamos, claro que sí—el profesor acercó el borde del vaso a sus labios y tomó un pequeño sorbo de café—El caso es que empecé a visitarla. Y a conocerla, a pesar de la medicación. Esa mierda no la deja ser quien es, ¿sabes? he ido constatando cómo le afecta con el tiempo, a medida que su cerebro se impregna. Se ha ido deteriorando en los últimos meses, pero a ratos sigue muy lúcida. Según se mire.
—Ella se lo buscó—gruñó Inti—si no se hubiera tirado a la vía del tren, no tendría que pasar su tiempo ahora drogándose en un manicomio.
Balle apretó los labios en una delgada línea mientras miraba fijo a Inti. Se daba cuenta de que el rubio no llegaba a ver que aquella mujer se estaba, simplemente, dejando morir... tal vez porque ella misma estaba segura de haber matado a Kido. ¿Qué ser humano podría enfrentarse a algo así y soportarlo? no muchos. El quid-pro-quo era lo mínimo cuando el daño infligido era irreparable, no ya por la flagelación, sino por ser -en la fantasía- la única manera de devolver lo arrebatado. En este caso, lo arrebatado era la vida.
—Cometió un terrible error... pero creeme que paga por él todos los días.
Eso lo sabía. Taylor ni siquiera soportaba mirarse al espejo, ni aun desde el limbo sedante de la medicación.
Después de un café en vaso desechable y de tres cigarros (esto último por parte de Balle nada más), ambos volvieron de nuevo al coche en el parking. Inti se fijó por primera vez en el tono rojo apagado de la carrocería, cuya pintura aparecía descascarillada en algunas partes, y en la antigüedad de aquel modelo de vehículo que rozaba lo vintage.
Ya hacía rato que había amanecido, pero aun así las farolas dispersas de la estación de servicio permanecían encendidas contra el pálido cielo.
—¿Te importa sostener esto?—Nada más se sentó Inti en el asiento del copiloto, y antes de que pudiera protestar, Balle ya le había encasquetado el ramo de flores en el regazo y la bolsa con el regalo a los pies—sujétalo...no, así no, hacia arriba. Que no se estropee—indicó, rectificando la posición del arreglo floral antes de colocarse de nuevo mirando hacia el volante.
Inti puso cara de vinagre pero no se negó.
El resto del viaje transcurrió entre moderados silencios, rotos tan solo por algún comentario de pasada sobre la infame música en la radio, la meteorología o el paisaje. A medida que se acercaban a Nuestra Señora de la Piedad -así se llamaba el sanatorio mental-, el profesor se iba poniendo cada vez más tenso y eso se notaba. Inti, por su parte, había comenzado a sentirse francamente mal del estómago, aunque no tanto como para vomitar aquel último café, o al menos no de momento.
Tras atravesar el último túnel excavado en las montañas, la mayestática silueta de la institución mental apareció ante sus ojos enmarcada entre colinas. Parecía un monasterio en medio de ninguna parte, un convento o una iglesia de grandes dimensiones con una alta torre en la fachada frontal, terminada en un tejado gris a dos aguas cuyo vértice rasguñaba el cielo. Sobre el tejado se veía algo parecido a una veleta o una cruz; Balle e Inti no estaban aun lo bastante cerca para ver de qué se trataba. Sin embargo, ya podían visualizar otras características con bastante claridad, como la tapia interminable de cemento que rodeaba el edificio, abierta en un majestuoso arco de entrada cuyo acceso estaba limitado por una puerta enrejada.
Estacionaron el vehículo cerca de dicho arco, en el primer sitio libre que pillaron dentro del pequeñísimo aparcamiento anexo a la institución. No se veía un alma rondando por allí, pero si había algo era vida en aquel lugar. Vida estática e inerte, que parecería irreal de no ser por el movimiento del aire entre las briznas de hierba, eso sí. No había personas por allí -al menos a la vista-, y sin embargo el edificio se levantaba en un lecho de verdor, como un oasis o un vergel de ensueño entre las peladas colinas. Había algunos sauces llorones, prunos, perales y multitud de setos ornamentales pulcramente cortados alrededor de la tapia, y un par de tinajas con palmeras enanas flanqueando la puerta de entrada.
Tuvieron que pulsar un botón de llamada para que les abrieran la verja desde dentro. Un hombre joven vestido de blanco salió a recibirles; era un tipo muy sonriente pero no tenía pinta de médico, o al menos eso pensó Inti, quien sin darse cuenta se había parapetado detrás del profesor.
El hombre sonriente parecía conocer ya a Ballesta. No le pidió documentación alguna cuando registró su nombre y apellidos en el listado de visitas que llevaba en un portafolios. Tampoco hizo preguntas sobre si Inti era un familiar, un amigo, o qué tipo de relación le unía a la paciente... lo cual alivió al rubio, quien por algún motivo temía acabar deshaciendose en explicaciones por la fuerza en aquel lugar. Y es que la atmósfera inquietante del sitio no ayudaba a serenarse sino todo lo contrario. Algo en aquel lugar le hacía sentirse a Inti contra las cuerdas.
Al otro lado de la tapia les esperaban la severa e impoluta pared exterior del edificio y el nuevo universo del hospital mental. Todo parecía tener ojos allí; ojos dispuestos a juzgar, ojos impasibles e inanimados que lo veían todo. Era una sensación muy incómoda caminar por el largo pasillo encerado con la impresión de que el espacio,a pesar de ser amplio,no era suficiente para respirar. Tampoco ayudaba a relajarse el olor a rancio que, mezclado con la fragancia de la lejía, se colaba de algún modo en las fosas nasales aunque uno contuviera el aliento mientras se sentía observado hasta el tuétano del alma.
Había algunas personas en la planta baja del edificio, pero curiosamente era el edificio quien "miraba" a los extraños y no ellas. Los pocos que por allí paseaban parecían alienados, o en el mejor de los casos concentrados en cualquier otra cosa, como por ejemplo dar un paso después de otro apoyándose en el hombro de un auxiliar o un familiar.
Era una estampa bastante triste, anómala. Los olores rozaban la obscenidad en su contraste, pues bajo los efluvios que dejaban los limpiadores se apreciaba de algún modo la presencia de la mierda humana en sentido literal. Los sonidos eran atípicos: ecolalias susurradas, conversaciones discretas y perennes sin interlocutor, zapatillas de felpa y suela de goma en el suelo y pies que arrastraban los pasos. En aquella torre de marfil aislada, los sentidos del visitante eran bombardeados sin piedad con la naturaleza de otro mundo.
El amable señor de blanco les dijo que Taylor estaba en la planta primera, en su habitación. Al parecer, a la señorita no le gustaba mucho salir de su cuarto y sólo lo hacía para las sesiones de terapia o cuando era estrictamente necesario. Ni siquiera abandonaba su habitación para comer.
Inti y el profesor usaron una escalera de emergencia para llegar al primer piso. Fue una especie de diablura -idea de Balle, quien estaba claro que ya se conocía el edificio más que un poco-, algo que pudieron hacer porque el tío de blanco les dejó solos en la planta baja cuando le llamaron para una urgencia. Al parecer, alguien había tenido la desgracia de quedarse encerrado en una consulta, y aquel tipo que les había guiado era el maestro de las llaves o algo parecido en la institución.
—Espera, dame un momento.
—Sabía que habíamos venido por aquí solo porque querías fumarte un cigarro—rezongó Inti, viendo como el profesor se detenía en el rellano de la escalerilla exterior y sacaba el paquete de tabaco.
—Estoy algo nervioso—admitió Balle. Era algo normal, siempre le pasaba cuando iba allí. No le gustaba nada ese lugar; le daba escalofríos, y en el fondo le producía una pena tremenda saber que Taylor estaba allí. Pero, ¿qué más podía hacer él por ella, aparte de ir a verla? Creía que nada, pero entonces, ¿por qué sentía la familiar punzadita de la culpa cuando pensaba en ello?
—Ya, lo entiendo. No te preocupes. Pero, ya que te has puesto con ello, voy a aprovechar para ir al baño.
Acababan de pasar los servicios al otro lado de la salida de emergencia. A Inti no le seducía nada volver a entrar al edificio aunque sólo tuviera que dar dos pasos, pero lo cierto era que comenzaba a encontrarse realmente mal. Aun tenía el estómago revuelto y de vez en cuando le sobrevenía alguna náusea.
—¿Te encuentras bien?—inquirió Balle—estás un poco pálido.
—Sí, sí. Estoy perfectamente.
No iba a reconocer que se sentía impresionado con el lugar, y no precisamente de manera positiva. Pero estaba claro que así era. Inti no era un sádico: no le agradaba ver a otros seres vivos sufriendo, y allí había mucho sufrimiento, demasiado. Estaba en las caras, en las voces y en los andares de las personas; impregnando las paredes hasta el techo, empañando los cristales de las ventanas, fluyendo pesadamente a través del aire. El rubio era plenamente sensible a ello, ¿cómo no serlo? tal vez hasta le estaba afectando físicamente lo que percibía, pero no podía hacer nada por evitarlo.
Balle le miró alejarse, algo preocupado, esperando que se tambalease en cualquier momento antes de perderle de vista, pero eso no ocurrió.
Cuando la puerta de emergencia se cerró tras Inti dejando a Balle solo en el descansillo de la escalera, éste sacó su móvil y aprovechó para mandar un mensaje rápido. Al fin y al cabo, llevaba todo el día pensando en Gato de forma recurrente, y lo cierto era que no sonaba tan descabellado la idea de decírselo (aunque fuera con otras palabras). Casi brincó contra el muro en el que se apoyaba cuando recibió la respuesta de su ángel castigador, prácticamente de inmediato:
« Mañana perfecto, señor guapo. Prepare ese culo tragón.» . Junto a aquellas frases lapidarias, el emoticono de una boca sexy sacando la lengua ponía fin al escueto mensaje.
Oh, por favor. Balle cerró las piernas con fuerza y no pudo reprimir un jadeo. Mierda, Samiq podría matarle con frases como esas, y más aun a distancia por el sufrimiento que comportaba no poder verle, escucharle ni tocarle. Le echaba de menos hasta físicamente; hasta su cuerpo le añoraba desde fuera y desde dentro o así lo sentía. Y justo se aceleraba ahí pensando en él, precisamente ahora que estaba a punto de revolver toda la mierda emocional, hasta las pelusas escondidas bajo el felpudo de "Bienvenido" en la casa abandonada de su atormentada psique. Siempre ocurría así cuando iba a ver a Taylor al maldito loquero. Era imposible no recordarlo todo, no revivir todo lo vivido en el lienzo cristalino de la imaginación y la memoria cuando la veía a ella.
Suspiró, apretando el móvil en la mano y sintiéndose de pronto al borde de un estúpido ataque de nervios. La necesidad de pedir socorro le sobrevino durante medio segundo, pero la desechó de una patada mental. ¿A quién iba a pedir socorro? ¿a Samiq? no era ya que no sabría qué decirle en caso de querer pedirle ayuda, sino que se le antojaba rastrero abusar de él todavía más, utilizarle como escupidera para un eventual desahogo.
Lo cierto era que temía eso desde hacía días. No tenía ni idea de por qué, pero temía desmoronarse delante de Samiq. Era un temor que se había instalado de forma insidiosa, solapada y paulatina en él, pasando por algo insignificante e irracional y ocultando su peso específico. Parecía una estupidez venida de quién podía saber donde; algo idiota sin explicación... pero lo cierto era que ese miedo significaba mucho. Tal vez el miedo a desmoronarse llevaba implícito el deseo de hacerlo, igual que uno no puede evitar mirar hacia abajo si tiene vértigo y está trepando cada vez más alto. Quizá Balle era presa del deseo inconsciente de caer, y tal fantasía de muerte tenía su parte lógica porque, si Samiq estaba con él en ese trance, Balle caería en sus brazos y no al vacío.
Inconsciente de todo esto -pero con la mosca detrás de la oreja-, el profesor guardó el móvil en el bolsillo, dio una calada nerviosa al cigarro y fijó la vista en el ramo de margaritas que había colocado contra su pierna, junto con la bolsa del regalo, para fumar tranquilamente.
Casi se alegró de ver a Inti cuando éste apareció minutos después, con el rostro del mismo color que el papel higiénico reciclado que había usado para limpiarse el culo en el cuarto de baño.
—Oye, tienes muy mala cara...
Sin pensar, Balle se apresuró a ir hacia él, aunque clavó el freno a tiempo antes de invadir su espacio.
—Estoy bien—masculló el rubio, casi un bufido de gato arisco ("no me toques")—¿has terminado de fumar?
Sí, había terminado. Balle señaló la colilla espachurrada junto a su suela por toda respuesta y se dispuso a subir las escaleras sin quitarle ojo a Inti. No iba a insistir más en preguntarle si estaba bien, pues había detectado la agresividad potencial en su respuesta, pero no las tenía todas consigo ahora cuando pensaba en volver a entrar al edificio con él. Bueno, quizá no había sido la mejor idea llevar allí a Inti... pero, en cualquier caso, ya no había ocasión para volver atrás.
No tuvo demasiado tiempo para pensar o arrepentirse, de todas maneras. Porque, según atravesaron la puerta metálica, casi se dieron de bruces con una mujer alta y gruesa vestida con una bata de terciopelo azul. La mujer, que llevaba el cabello rubio recogido en un tirante moño enroscado en la coronilla, volvió la cabeza hacia ellos y abrió los ojuelos redondos de par en par.
—¡Ay!—exclamó, poniéndose la mano en el pecho como si hubiera visto un fantasma. Dio un pequeño paso atrás sin dejar de mirarles fijamente y sacudió la cabeza—Qué bonito...—murmuró, de pronto casi a punto de llenársele los ojos de lágrimas o eso pareció—¡has venido!
Ballesta sonrió a la mujerona e hizo un amago de reverencia. Un gesto caballeresco, sin duda, como para saludar a una verdadera diva.
—Buenos días, Matilde, dama de la poesía.
Ella sacó un abanico del bolsillo de su bata y lo abrió con ademán coqueto, ocultando parcialmente el rostro tras él. Llevaba la cara tan cubierta de maquillaje que éste acentuaba el paso del tiempo en la piel en lugar de camuflarlo, y los labios perfilados por fuera, con más intención que acierto en el delineado, pintados de rabioso color coral. Una línea empegostada de khol como alquitran corrido bordeaba sus ojos, dibujando en torno a ellos lo que quizá pretendía ser una raya cleopátrica desde el lagrimal hasta las orejas .
La mujer parpadeó, haciendo aletear las pestañas impregnadas de chapapote de forma dudosamente seductora, y sonrió tras el fru-fru de la tela desplegada del abanico. Al hacerlo, sus pómulos coloreados en rosa ascendieron para fruncir un entramado de patas de gallo que agrietó la sombra de ojos manchada de gris.
—Buenos días, guapo. Ya le dije a Agnes que vendrías...—dijo con voz de arrullo y marcado acento del sur, mirando a Balle por encima del ribete dorado en la tela del abanico—ella decía que no, pero yo sabía que lo harías.
—Claro que sí—respondió el profesor—supongo que Agnes está en su habitación, ¿verdad?
Hizo la pregunta con tono como de que fuera obvio que esa señora supiera dónde estaba todo el mundo a cada momento en aquel sitio.
—Sí, sí—respondió ella—Aunque a la una tiene terapia—añadió en voz más alta, como si de pronto hubiera recordado aquel último dato—con ese doctor que es un calzonazos, ¿cómo se llama? fíjate que ni me acuerdo de su nombre...
—Oh, ya sé, ya sé.
—Debería cambiarse con el mío, que mira lo bien que estoy—trinó en tono alegre y triunfal—y eso que estos sinvergüenzas siguen sin devolverme mis diamantes.
—Qué barbaridad...
Balle chasqueó la lengua con gesto de contrariedad. Conocía a la vieja dama lo bastante para saber que no era muy rentable rebatirla en lo referido a sus delirios, y, en definitiva, quién era él para llevarle la contraria. Ella solía decir, entre otras cosas, que alguien le había robado sus joyas y sus perfumes en la institución; alguien de allí, claro, alguna enfermera, auxiliar o incluso otra paciente. En realidad, Balle no sabía si esto era invención de Matilde o verdad.
—Venga, venga. Te acompaño, querido—dijo ella, haciéndoles a ambos una seña para que la siguieran por el pasillo bajo la potente iluminación artificial—¿Quién es tu amigo?
El rubio parpadeó y trató de mostrarse lo más cortés que pudo al oír aquello. Se hubiera camuflado contra las paredes como un camaleón si hubiera podido, pero, lamentablemente, desaparecer no era una opción y menos delante de alguien como la tal Matilde.
—Ah. Soy Inti, encantado.
—Encantada, cielo. Los amigos de Agnes son mis amigos. Seguidme, vamos, vamos...
Matilde avanzó contoneándose entre las hileras de puertas a ambos lados del pasillo. Se detuvo a mitad de camino entre la salida de emergencia y un control central de enfermería, frente a la puerta rotulada con el número "206".
—Aaagnes...—canturreó mientras daba unos golpecitos en la puerta—Tu novio ha venido a visitarte...
Matilde había llamado por mera formalidad. En lugar de esperar a que abrieran desde dentro, le faltó tiempo para tirar por su cuenta del picaporte y plantarse en la habitación, aunque al menos tuvo el detalle de apartarse para dejar paso a los que iban con ella.
Inti miró a Balle, quien en aquel momento sonreía sin desmentir nada y entraba, ramo de flores y regalo en mano. ¿"Tu novio", era eso lo que había dicho la llamada Matilde para referirse al profesor...? Aquello desconcertó un poco al rubio, y aun más le desconcertó la imagen de la señorita Taylor cuando al fin dirigió los ojos hacia ella.
Ella ni siquiera se había levantado, pero sonreía. Inti se dio cuenta de que se la había imaginado en su cabeza tal y como la conservaba en la memoria: con el cabello arreglado y vestida con aquellos detalles de encaje negro en la ropa, cuidadosamente maquillada al detalle y sosteniendo una tacita de te. Sin embargo aquella imagen no era más que un pálido recuerdo, y la persona que ahora estaba ante él no tenía nada que ver con ella. Desde luego que Inti podía reconocer a Taylor -más bien a la sombra de lo que fue- en aquellos rasgos inexpresivos, pero al mismo tiempo le costaba creer que la mujer sentada en aquel sillón fuera ella. La señorita había cambiado mucho en aquellos últimos años, Inti no podía haber imaginado cuánto.
—Hola...—saludó Agnes en voz baja, sin terminar de centrar la mirada vidriosa.
Había cambiado, y tanto. Parecía despojada de su esencia y de su identidad. Vestía un chándal con absurdos motivos deportivos que contenía a presión el cuerpo abotargado, la abultada barriga marcándose contra la tela bajo el pecho caído y un generoso michelín. La carne pálida y floja emergía a la altura de su cuello, que antaño había sido de cisne, desbordando el tejido de la camiseta. No, decididamente no quedaba ni rastro de aquella dama inglesa que tomaba té con pastas en vajilla de porcelana; ni rastro en aquel cuerpo inmovil, ni rastro en la mirada apagada de pez.
—Hola, Agnes. ¿Cómo estás?
Ballesta había avanzado hacia el sillón donde se reclinaba Taylor y se había agachado frente a ella para hablarle con voz suave. Dejó la bolsa y el ramo sobre la cama junto al sillón y extendió la mano para dar una breve caricia sobre la mejilla de la señorita.
—Muchas gracias por venir...—musitó ella.
—Ah, ya me gustaría a mí tener un novio como el tuyo—se regodeó Matilde unos pasos por detrás—tan cariñoso, siempre trayéndote flores, Agnes. Bueno, he de irme para vigilar la puerta. No vaya a escaparse ya sabes quién, que creo que anda suelta...
Inti estaba más pálido que nunca. Sin dejar de mirar a Taylor, avanzó hacia la cama mientras Matilde salía de la habitación tras decir aquellas inquietantes palabras, y cayó sentado en ella, prácticamente derrumbándose. No podía aguantar más de pie o eso había sentido, exactamente la certeza de que si seguía ahí clavado iban a fallarle las piernas de forma inminente.
—Lo... lo siento—se disculpó a media voz, notando que se le iba la cabeza—estoy... estoy algo mareado...
El profesor le miró y alzó una ceja.
—¿Quieres que llame a una enfermera?
El rubio cerró los ojos por un momento y negó con la cabeza. No, no iba a montar un drama por perder el control, ¿acaso era un niño pequeño? Se daba vagamente cuenta de que estaba "chocado", impresionado tras el impacto de ver a Taylor. Se daba cuenta también de que en aquel lugar todo le ponía literalmente enfermo -el olor, la luz artificial y los colores, el halo de irrealidad que rodeaba incluso a las personas-, pero se resistía a dejarse llevar por aquellas sensaciones, queriendo guardar las formas y mantenerse desesperadamente sereno.
No había contado con que eso iba a pasarle. En realidad, no había pensado en ser interiormente tan frágil como para que aquella atmósfera le arrastrara así. Tal vez nadie que tuviera la mínima sensibilidad estaría preparado para entrar por primera vez de visita a un lugar como aquel... pero Inti no había contado con eso. Él había entrado allí con sus ideas preconcebidas... casi siempre se enfrentaba así a las cosas nuevas, desde sus propias ideas preconcebidas.
Era duro para Inti este tirón de cuerda a fin de no entrar en pánico. Era una especie de pulso mental consigo mismo, mientras por otra parte un doloroso despertar comenzaba a perfilarse en el horizonte. Allí en aquella habitación, delante de Agnes y de Balle, ya no funcionaría la técnica de la evasión, no valía el "no quiero pensar". Un trago de bilis le subió a la boca y se incorporó con brusquedad.
—¿Vas a vomitar?—Ballesta se había puesto en tensión de nuevo, aun sin abandonar su posición agachada frente a Taylor.
—Lo siento, lo siento...—Inti tomó aire. No, no se levantaría ni siquiera a vomitar en el pequeño baño de la habitación, ¡resistiría! Resistiría, por mucho que ardiera en ganas de salir corriendo de allí, o más bien de desaparecer.
—¿Inti?—Agnes giró la cabeza entonces y murmuró el nombre del hermano de Kido en un tembloroso susurro. ¿Realmente era él? El cuerpo le pesaba una tonelada y moverse era un gran esfuerzo, pero aun así se echó hacia delante en el sillón y estiró el cuello para mirar hacia la cama—Inti... ¿eres tú?
El interpelado no pudo contestar. En aquel momento, el profesor se levantó para coger una banqueta y tomar asiento frente al sillón y la cama.
—Inti, Inti. Cariño. He pensado tanto en ti...—Taylor seguía dirigiéndose al rubio en un hilo de voz, incapaz de levantarse pero visiblemente emocionada. Le tendió una mano trémula, tanteando el aire y estirando los largos dedos hacia la cama.
Las palabras fueron contundentes como puñetazos. El estómago del aludido volvió a dar un vuelco, y él sintió que no tomar esa mano le produciría un dolor desgarrador. Sin acertar a decir palabra, solo guiado por aquel temblor de tierra interno que amenazaba con resquebrajarle, tomó la mano de la señorita y la asió con fuerza. Ella sollozó al momento de notar su contacto, y él sintió una oleada de profunda, terrible pena que le golpeó más allá de toda coraza. ¿La señorita estaba muerta en vida? no pudo evitar preguntarse entonces, ¿viva pero a punto de morir? ¿...seguía siendo ella?
Si algo no sentía en aquel momento era odio. Sin darse cuenta y sin quererlo, había traspasado esa barrera. Lo que había detrás, sin embargo, se le antojaba mucho, mucho más doloroso.
—Lo siento... lo siento tanto...—de pronto, Agnes rompió a llorar sin previo aviso.
La espalda del profesor se tensó y este se inclinó hacia Taylor sin levantarse de su asiento. No quería meterse entre Inti y la señorita, pero verla a ella llorar le alteraba de forma inevitable.
—Agnes... Agnes, tranquila...
Ella no podía dejar de sollozar, agarrando firmemente la mano de Inti como si fuera a acabarse el mundo.
—Lo siento. Lo siento. Lo siento...
—...¿por qué se disculpa?—se las arregló para preguntar el rubio con voz ronca, el rostro contraído en un rictus de angustia.
—Por TODO...
Ballesta respiró hondo. Extendió el brazo para tomar la otra mano de Agnes y la sostuvo entre las suyas con cierta torpeza. De pronto se dio cuenta de lo alocado de su idea, ¿cómo no había sido capaz de dilucidar el choque de trenes que podía producirse si Inti y Taylor se veían? no había contado con que tal vez la señorita no estuviera preparada para soportar algo así... y quizás Inti tampoco. Se dijo que había juzgado mal a éste último sobre todo, pensando que tenía una inquebrantable fortaleza mental; qué imbecil había sido, qué idiota, ¡Inti no había parado de dar muestras de lo contrario desde que se vieron por primera vez después de tanto tiempo en el Tres Calaveras! La careta de la superioridad y el desdén se había caído ahora, mostrando las roturas sobre el cristal de espejo, tan parecidas a las suyas propias. Se preguntó cómo fluiría aquella difícil situación entre ellos tres; se mordió el labio sin saber si era mejor callar o decir algo (¿pero qué?). Estaba tan tenso que los músculos de los brazos y las piernas hubieran comenzado a dolerle si él no hubiera tenido la mente tan enfocada hacia lo que estaba pasando.
Inti había negado con la cabeza por puro reflejo ante las palabras de Agnes. ¿Por "todo"? no, por favor. No quería pensar en ese todo. No ahora. No quería hablar de ello por nada del mundo; sólo de imaginarlo se sentía morir.
—Señorita...—necesitaba cortar su discurso como fuera, encontrar una palabra mágica que impidiese la apertura de la herida, pero no pudo decir nada. No pudo pararla.
—Sois muy diferentes, pero aun así me recuerdas tanto a él...—Agnes continuaba hablando, fatigada y rota, arrastrando las palabras con esfuerzo y sin querer soltar la mano de Inti—es tan especial. Disculpa—añadió tras tragar un sollozo— mi corazón no puede... no puede hablar de él en pasado.
Se refería a Kido, claro. Balle tragó saliva.
—El mío tampoco puede—admitió en un susurro. No tenía intención de intervenir, sólo dijo lo que sentía sin pensar.
Inti reprimió otra arcada y se acomodó como pudo para seguir sujetando la mano de Agnes. Continuaba sintiéndose mareado, aunque no era como si la habitación girase en torno a su cabeza sino más bien como estar envuelto en neblina, embargado por una extraña y vertiginosa sensación de levedad. Como si con el más leve soplo de aire pudiera desaparecer en cuerpo y alma, desintegrarse y fragmentarse en átomos de fuego, carne y hielo.
—El mío ya no está.
Ni sabía por qué había dicho aquello. Le había sonado extraño en su propia voz, pero era cierto. Eso era precisamente lo que sentía más allá del vacío más feroz: la conciencia de haberse perdido a sí mismo y no poder reencontrarse, de -por disparatado que sonara- haber perdido el corazón de su corazón. Embrutecido, brutalizado, desorientado; continuamente huyendo sin saber adónde, y sin poder hacer más que liberar una rabia roja y negra sin procesar. No, no estaba; se daba cuenta de que desde hacía mucho ya no estaba y podía entender por qué, pero ¿cuánto tiempo llevaba sin estar? ¿cuánto tiempo sin sentir su propio corazón?
De pronto, sin previo aviso, la imagen de Esther se coló de forma absurda en su cabeza y allí quedó clavada.
Esther... Inti recordaba ahora su rostro, y cómo había sonreído ella durante su estancia en la casa junto a aquel lago, relajada como pocas veces la había visto antes. Había parecido a momentos feliz... al menos hasta que se dio cuenta de que Jen no (...)>censura para no spoiler del capítulo anterior sin publicar<.
—El mío... no lo siento—musitó, dejándose vencer hacia un lado y quedando recostado sobre la cama, agarrado a la mano de Agnes y mirando con ojos acuosos los dedos de ambos entrelazados.
Ella hizo un esfuerzo por calmarse y controlar la accidentada respiración que se rompía en lascas de aliento.
—No lo sientes, pero está—consiguió articular.
Sí que estaba. Hacia daño, pero estaba. El corazón estaba e Inti lo sabía; tal vez enterrado, encerrado y con la boca tapada, pero vivo. Dolorosamente vivo.
Estaba, y cuanto más profundo se empeñaba Inti en enterrarlo, más se desangraba.
—Inti. Voy a llamar a los enfermeros—Balle no podía evitar sentirse cada vez más alarmado. Las fuerzas parecían haber abandonado de golpe al rubio, y el rostro de este era una máscara cetrina con una expresión difícil de definir. Seguramente su ex-alumno continuaba mareado, y aquel estado estaba alcanzando niveles preocupantes.
Soltó la mano de Taylor, se levantó, y, no contento con accionar el timbre en forma de pera que colgaba sobre la cama, salió de la habitación para buscar en persona a alguien que pudiera atenderles.
Fue necesario que una enfermera ayudara a tenderse al rubio en la cama de Taylor, le levantara las piernas usando el mando a distancia para elevar el piecero y le dejara unos minutos en esta postura hasta que éste comenzó a recuperarse.
Entre tanto, para distraer la atención de la compungida Agnes, Ballesta le había mostrado el horrible peluche que le compró en la tienda de la estación de servicio. Agnes reaccionó con gratitud cuando retiró el chapucero envoltorio, acariciando al bicho e incluso abrazándolo por-según dijo-encontrar su tacto muy suave.
La visita fue un desastre, al menos en opinión de Ballesta. Le pareció que no pudieron aprovechar el tiempo, que Inti ni siquiera le hizo preguntas a Taylor, porque antes de que quisieran darse cuenta vinieron a buscar a ésta para llevarla a terapia (con el doctor calzonazos, según había dicho Matilde).
Sin embargo, Balle no estaba en lo cierto, o podríamos decir que se equivocaba al ser tan pesimista. A pesar de que el tiempo se les había pasado volando, no era que Inti no hubiera hecho preguntas por no haber tenido ocasión... era que, simplemente, todo cuanto el rubio hubiera querido decir, reclamar, preguntar e incluso gritarle a la señorita se había evaporado de un plumazo cuanto éste la vio. Las palabras hirientes y las preguntas se habían desvanecido, lo mismo que el odio. En la nebulosa de su turbación, lo único que Inti pudo distinguir con claridad era que no podía odiar a Agnes ahora que la veía, pero el rubio estaba demasiado aturdido siquiera para valorar esto, para sentirse inquieto o aliviado por ello.
Mientras estaba acostado en la cama de Taylor, los pensamientos se mezclaron y estallaron para desaparecer, dejandole desnudo y sin necesidad de reclamar nada, sólo cansado, vacío de agresividad, extrañamente agotado. ¿Cómo podría pensar en increpar a aquella mujer? Taylor estaba destrozada por fuera y por dentro de una manera que jamás él hubiera podido imaginar. Las armas que Inti pudiera guardar para utilizar contra ella, todos los muros, los escudos de defensa, el deseo de dañar que constantemente le ahogaba, todo eso desapareció de golpe.
Se llevaron a Agnes, y la enfermera que la acompañaba les dijo amablemente que ya había terminado el tiempo de visita. Balle ayudó a un desmadejado Inti a incorporarse y a levantarse, estiró las sábanas y la colcha de la cama y dejó sobre la almohada el muñeco-gremlin de colores para que Taylor lo viese al regresar. Al profesor le crujía todo el cuerpo mientras se movía; sentía como si se hubiera tragado un palo de hierro, los miembros rígidos, la columna vertebral de amianto desde el hueso sacro hasta las vértebras cervicales, impidiéndole desplazarse como era debido. También había comenzado a dolerle la cabeza de esta forma paulatina que uno sabe que, de no poner remedio a tiempo, aquel run-run como eco acolchado terminaría transformándose en una florida migraña, pero en fin... todo aquello era normal, claro que sí. Protestar era lo mínimo que su cuerpo podía hacer tras la intensidad de lo vivido.
No había ni rastro de Matilde en el pasillo cuando salieron. Sólo se cruzaron con una anciana pequeñita que caminaba con un andador, y con un celador que llevaba una bandeja a alguna habitación, en su camino hacia los ascensores. Esta vez no usaron la escalera de emergencia para ir al piso de abajo, y Balle no pudo evitar pensar en quién vigilaría ahora la salida, ¿es que era lo normal que estuviera alegremente abierta para que cualquiera pudiera entrar y salir? ahora que no estaba Matilde como león guardián, ¿se escaparían las pacientes de ala femenina? Se guardó aquellas impresiones para sí, y se limitó a seguir caminando junto a Inti una vez las puertas metálicas del habitáculo se abrieron, atravesando el luminoso vestíbulo decorado con plantas que ya no sabía si eran artificiales o naturales, hasta que salieron por fin al exterior.
La luz del sol irió a Inti en los ojos, obligándole a poner la mano inmediatamente sobre su frente a modo de visera. Solo entonces el profesor se aventuró a preguntar un sucinto "¿estás bien?", sin detenerse, eso sí, pues sentía la necesidad ineludible de llegar al coche de una vez y poner distancia con aquel lugar de alma aséptica de hueso.
El rubio respondió de forma automática que estaba bien. Pero, aun así, Balle decidió ayudarle a entrar en el coche. Era como si el hierático Inti pudiera desmayarse en cualquier momento o al menos le daba esa impresión; no tenía ni idea de lo que podía estar pasando por su cabeza.
"Lo siento", le había dicho Taylor a Inti sin poder controlar el llanto. "Lo siento por TODO". Claro que lo sentía, lo sufría cada día y la huella de esa penitencia estaba grabada en su rostro, en sus ojos, no había la menor duda de ello. No, Taylor No era una asesina despiadada. Por supuesto que no.
Balle se sentó al volante y casi chilló de dolor cuando hizo presión con el pie sobre el embrague para meter la marcha atrás. Joder. Reconoció al momento el trallazo venenoso que le dejó la pierna entera acolchada; había sufrido con anterioridad cómo se siente cuando se te queda "enganchado" el nervio ciático. Mierda, ¿de verdad iba a tener un ataque de ciática? ¿de esos que le dejaban en el sitio por días enteros, sin ni siquiera poder girarse en la cama él solo? No, por favor.
No podía permitirse no conducir. Sabía que el rubio también conducía, pero este parecía hallarse muy lejos de su cuerpo físico ahora, transitando mentalmente por los mundos de yupi como para pedirle algo así. Seguro que ni vería la carretera ni el paisaje por la ventanilla del copiloto a pesar de tener la mirada vacía concentrada en ella. Así que el profesor hizo de tripas corazón, tragó saliva con el rostro contraído en una mueca de dolor y levantó poco a poco el pie del embrague, consiguiendo al menos no ver las estrellas en un nuevo espasmo. Ah... tal vez si controlaba cada movimiento, si no hacía tentativas bruscas, tal vez pudiera hacer aquel viaje sin sufrir otro latigazo.
Inevitablemente, lamentándose por ello al instante, evocó el rostro de Samiq en su mente y sintió ganas de aflojar de golpe y echarse a llorar como un niño. Como el niño que era siempre que estaba con Gato, porque éste le permitía serlo. Se preguntó qué estaría haciendo el Dorado en aquel mismo momento, dónde estaría, y si se acordaría de él (de su "señor guapo"). "Samiq... ¿dónde estás?"
El primer tercio del viaje transcurrió de manera relativamente tranquila hasta que, coincidiendo con una salva de interferencias en la radio, Inti rompió el silencio entre ambos para decir:
—Por favor, ¿podemos parar?
Balle asintió. Desde luego que podían. Estaban, de hecho, aproximándose al área de servicio donde se habían detenido en el camino de ida.
—Claro...—masculló, poniendo el intermitente para desviarse a la derecha. En realidad, a él también le vendría estupendo hacer una parada, aunque eso de "estirar las piernas" en su estado le daba miedo sólo de pensarlo.
Se dio cuenta de que debería de ser más o menos la hora de comer. Desde luego no tenía hambre, pero se pregunto si Inti tendría. Había bocadillos, sandwiches y bandejas de comida preparada que se podían adquirir en la pequeña tienda del área de descanso para tomar allí o para llevar. Él, por su parte, no le haría ascos a un café más.
Estacionó el vehículo en el aparcamiento tras los surtidores de gasolina, en el mismo lugar que hacía horas lo hizo. Sorprendentemente, el hueco estaba libre aunque el parking no se veía precisamente vacío. Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y salió del coche trabajosamente, poniendo extremo cuidado en cada uno de sus movimientos.
—¿Te pasa algo?—preguntó Inti cuando vio cómo caminaba el profesor.
—No. Bueno, un ataque de ciática, sólo eso—repuso éste.
—Ah, joder. Eso duele. ¿Necesitas apoyarte?
Ballesta contempló a Inti con una mueca de sorna en el cansado rostro, sin terminar de creer que el rubio le estuviera ofreciendo el hombro para caminar. Se reprimió para no responder una bordería.
—No te preocupes, estoy bien. Gracias.
No era verdad, para nada lo estaba. De hecho, temía el momento de sentarse en una silla frente a la mesa para tomar el café, pero ¿qué podía hacer? Tal vez en la tienda pudiera conseguir algún analgésico, aunque dudaba de que allí tuvieran medicamentos.
Sin cruzar más palabra entraron en el local y se dirigieron a la zona de la barra y las mesitas.
—Oye, ¿te importa a ti ir a por el café?—le pidió Ballesta a Inti antes de sentarse, apoyando ambas manos sobre el borde de la mesa—Toma.
Metió la mano en su bolsillo para sacar una moneda, pero el rubio le frenó.
—No te preocupes, yo tengo. ¿Cortado, como antes?
El profesor dejó de buscar.
—Gracias. Cortado, sí.
Cuando Inti se dio la vuelta para ir a la máquina de café, Ballesta aprovechó para tomar asiento tan despacio como lo haría un anciano de ochenta años con la cadera rota. Le resultaba ridículo a él mismo tener que moverse en modo rueda dentada, pero si se dejaba caer en el asiento simplemente gritaría de dolor. No sabía en qué momento la intensidad de la tensión había aumentado tanto que se había transformado en un dolor difícil de soportar; no se había dado cuenta hasta que lo tenía encima.
Le costó un triunfo sentarse y tuvo que reprimir un gemido lastimero, pero al final lo consiguió. Inti volvió segundos después con dos vasos desechables y sus respectivos palitos planos, también trayendo algunos sobres de azucar porque aquella máquina no lo incorporaba a la bebida.
No era que se le viera exactamente mejor que hacía un momento, pero al menos ya no estaba tan pálido como cuando la enfermera tuvo que acostarle sobre la cama. Pobre Inti; Balle se daba cuenta de que se había llevado una impresión muy fuerte yendo allí, y sabía que de algún modo iba a afectarle ver a Agnes, pero no había imaginado hata qué punto. No tenía idea de cómo podía sentirse el rubio ahora, pero, de igual manera que él mismo tenía el cuerpo dolorido, se hacía cargo de que Inti estaría manejando sus propias consecuencias a nivel de su cuerpo, su mente o donde fuera.
—Antes has dicho que tenías preguntas para mí—le espetó el rubio con repentina lucidez, nada más tomar asiento frente a él ante la mesa—¿Cuáles son?
Balle casi rió. No esperaba que el otro fuera a decir precisamente eso.
—Uh, por dónde empezar.
Sí que era cierto que tenía preguntas, bastantes. Lo primero de todo, se preguntaba qué narices hacía Inti en el Carpe Noktem con Silver y el resto de su "banda" la noche que se vieron en el Tres Calaveras. En realidad, sus destinos habían vuelto a chocar a raíz de aquel ambiente oscuro y tórrido en ese club subterráneo, el último lugar que cabría esperar para volverse a ver o tener en común. Balle no podía dejar de preguntarse cómo habían llegado a coincidir allí.
Sin embargo, la contrapartida de preguntarlo era que tal vez tendría que dar él también su propia explicación de por qué estaba allí. Y le resultaba más que inconveniente, más que embarazoso hablar de ello. Él había acudido al club porque había recibido una invitación escrita por el mismo Argen, claro que para entonces no tenía ni idea de que Argen era Sagan y, de haberlo sabido, jamás hubiera accedido a ir allí. Todo fue un cúmulo de casualidades en ese sentido, porque Balle comenzaba a moverse y a investigar por ciertos lugares en la red, sin salir de su casa, contrastando opiniones, entrando en chats de temática e incluso registrándose en algún foro BDSM de contactos, "sólo por curiosidad". Había pensado que la invitación tenía que ver con ese movimiento suyo tan reciente, no con su pasado. Y por eso, en un alarde de estupidez o de valentía, se había plantado allí. Para vivir "nuevas experiencias", nada más.
De ningún modo podría haber imaginado que encontraría al hermano de Kido allí ni a su otro exalumno con su chica, como tampoco que conocería a alguien tan especial como Samiq. Le repateaba que todo hubiera sido iniciativa de Argen, y no volvería al club si no fuera porque necesitaba volver a ver a Gato noche sí y noche también. En verdad, había sido todo tan extraño...
—Dispara—masculló Inti, mirando con fijeza su vaso.
Balle dudó un momento antes de hablar.
—¿Qué estabas haciendo en el Noktem la primera noche que nos vimos?—inquirió finalmente en voz baja.
Inti dejó escapar un pequeño resoplido y sonrió de medio lado.
—¿Qué estaba haciendo? pues lo mismo que tú.
—Ya. Bueno, quería decir... no sabía que te gustaran esas cosas.
Balle contrajo el rostro porque oírse a sí mismo decir aquello le sonó tan estúpido que le dieron ganas de echarse a reír.
—No me digas, ¿y qué hay de ti?—replicó Inti, levantando la mirada. Se le notaba aun algo ralentizado hablando, como si su mente no terminara de estar a pleno rendimiento aunque al menos iba despertando—¿desde cuándo le das al tema? te vi disfrutando bastante con... las cosas que te hacía este... ¿cómo se llama?
Dios. Precisamente lo que no quería oír. Balle puso inevitablemente cara de asco y desvió la mirada.
—Me llegó una invitación, pero en realidad no le había dado nunca al tema...—respondió parafraseando al otro, siendo eso lo más sincero que acertó a decir sin mojarse demasiado.
Era verdad. Nunca se había atrevido a ir más allá en ciertas fantasías particulares. Había tanteado a diferentes parejas -también a Kido, claro-, y había jugado a ceder el control, pero nunca había llamado a eso por ningún nombre ni había ido a un lugar de temática específica, ni mucho menos buscando recibir determinado tipo de trato. Cuando en el Noktem Samiq le encadenó por los tobillos y le subió las piernas él era virgen en muchos sentidos... a pesar de haber reproducido mil fantasías extremas en su imaginación. Realmente, las ganas de ser sometido a lo bestia y de que "le hicieran daño" habían aparecido con salvaje intensidad en los últimos años, poco después de la muerte de Kido. No era por placer -aunque le excitaba-, no era por masoquismo, sino por catarsis, penitencia, liberación que de otro modo parecía inalcanzable. En todo caso, era algo profundamente personal para tratar de explicarlo.
—Bueno. Yo sí—admitió el rubio, sin adentrarse para alivio de Balle en preguntar más allá—Hace tiempo, Silver nos presentó al dueño del club. Le conocía gracias a los materiales de cuero trenzado a mano que vende, supongo que una cosa llevó a la otra...
Sí, claro. Si le vendías un látigo a alguien, probablemente terminarías hablando de para qué lo quería, y de por qué lo fabricaste. Y si el tío te decía que tenía un local con reservados y mazmorras, probablemente irías con él a ver qué tal estaba el ambiente, y hasta podría ir fraguándose una camaradería mutua por afinidades y hobbies compartidos. Así había sucedido entre Silver y Argen, y a Inti le parecía de lo más normal. Lo que desde luego no sabía (ni tenía modo de saber), era que Argen conocía a su antiguo profesor.
—Resulta escalofriante pensar que todo fue casualidad...—comentó Balle casi para sí mismo.
—¿Te refieres a vernos allí?—inquirió Inti—Sí, un poco sí, la verdad. El mundo es un pañuelo.
Balle miró de nuevo hacia otro lado. No estaba por la labor de conformarse con esa última frase, pero tal vez Inti tenía razón. ¿Qué más podía haber sido todo, aparte de simple casualidad?
—A todo.
Lo más llamativo del asunto era, decididamente, que Argen fuera el elemento común entre las partes implicadas en la historia. Era mucha casualidad que precisamente Argen hubiera conocido a Silver y que por eso en definitiva hubieran llegado a coincidir todos allí. Pero Balle no le dijo a Inti nada al respecto, porque decirlo sería como reconocer que él conocía a Argen de algo con anterioridad.
Había razones para inquietarse y para preguntarse si realmente había sido todo por casualidad, pero Inti no podría entender esto al faltarle ese último dato. Fue Argen quien envió la invitación a Balle, y aun éste no tenía ni idea de lo que el dueño del club había pretendido al hacerlo. Desde el momento que entró allí, fue atendido por Samiq por mandato directo del mismo Argen, ¡ni siquiera le había visto la cara! Era para comerse la cabeza un rato, sí.
—Eras la persona que menos esperaba encontrar allí—reconoció Inti—pero bueno. Es la vida.
Balle asintió y tomó un trago de su café. Se movió sobre la silla, pues su cadera comenzaba de nuevo a protestar y a anquilosarse.
—Y esa chica que estaba ahí... de la que me hablaste. Es tu sumisa, entonces. O qué.
El rubio resopló. Esta vez fue él quien rehuyó el contacto visual ajeno. ¿Esther su sumisa? buena pregunta. Después de todo lo que había pensado durante el viaje a la casa del lago y después de los últimos sucesos acontecidos ni lo sabía ya.
—Se llama Esther—masculló en voz baja—No. No lo sé.
—¿No? pues cualquiera lo diría...
—Lo siento, pero no quiero hablar de eso.
Le resultaba terriblemente doloroso hablar de Esther por algún motivo que se le escapaba. Tal vez tenía algo que ver con que se sentía fatal pensando en ella, dándose cuenta de que justo ahora comenzaba a verla y eso sólo significaba que antes había visto en ella otra cosa. Lo había hecho mal, lo había hecho todo mal, era difícil hacer las cosas peor. Y, respecto a lo que podía sentir por ella, no tenía ni idea. No quería ni pensarlo, ¿y si no sentía nada? Estaba demasiado cerca del dolor, demasiado cerca de todo para saber lo que sentía, y saber lo que sentía era importante para decidir los pasos que sería lógico dar a continuación. Lo único que estaba claro era que en aquel mismo momento la echaba de menos, y eso... de alguna manera, inexplicablemente, le tranquilizaba.
—¿Sigues odiando a Taylor?—musitó Balle. Esa era otra de las preguntas que se agolpaban en su cabeza.
—No. Ya no. Por dios, no... no puedo.
—¿Y qué vas a hacer ahora?—inquirió el profesor, sin pretender realmente ser cruel—¿sobre qué o quién vas a descargar toda tu rabia?
Inti suspiró. Lo había hecho mal, muy mal.
—No quiero hacer daño a nadie...
—Pues no lo hagas—replicó Balle, cortándole—No lo hagas y ya está. No te tortures más. Simplemente no lo hagas. Oye... ¿te importaría ir al mostrador a preguntar si tienen algún analgésico?—añadió, rectificando de nuevo su postura sobre la silla— me estoy quedando cuadrado aquí sentado.