29: Lo que él hace.
Esto era lo que se podía leer sobre la superficie dorada de la placa en la puerta del tercero A, en aquel antiguo edificio donde Daniel Cross pasaba consulta. Los elevados techos acabados en una discreta bóveda hacían que cualquier sonido pareciera ominoso ahí dentro, amplificando el mínimo susurro que cruzara el aire y también el ruido de los pasos de Alex y Esther al caminar por el luminoso pasillo.
—Es aquí—murmuró Alex antes de pulsar el interruptor del timbre. Se encontraba nervioso sin saber muy bien por qué desde que habían entrado allí; tal vez fuera por aquel condenado ascensor -una caja herrumbrosa metida en una jaula de celdillas-, que había rechinado entre piso y piso como si el arcaico juego de poleas lo estuviera manejando un hobbit muy anciano a punto de morir.
Esther asintió incapaz de decir nada. Estaba brincando de nervios por dentro y con el corazón en la boca, aunque trataba por todos los medios de que no se le notase.
La puerta de madera lacada en negro se abrió para mostrar el rostro somnoliento de una mujer, cuyo despeluchado moño parecía haber hecho funciones de almohada no hacía mucho contra su coronilla. La mujer, vestida con un traje de corte antiguo de color quizá demasiado oscuro para su tez, les hizo pasar a una pequeña salita de espera y les indicó que la siguieran hasta un escritorio tras el cual ella tomó asiento.
Tras unas breves preguntas para confirmar la identidad de la paciente, la secretaria se colocó unas gafas de concha y consultó una agenda en la que rellenó una serie de apartados.
—El doctor Cross estará disponible en unos minutos—dijo con una sonrisa de poker—Tengan la amabilidad de esperar mientras tanto.
Justo en el momento en que Esther y Alex se dirigían hacia la hilera de sillones contra la pared, se abrió una puerta lateral y un hombre que medía por lo menos metro noventa entró en la sala de espera. Su complexión delgada, y el hecho de ir vestido de negro de la cabeza a los pies, le otorgaban una imagen inquietante y etérea con tal altura, como si se tratase de un personaje pintado por El Greco. El hombre profirió un saludo escueto a media voz al pasar junto a los sillones rumbo a una máquina de café en la pared opuesta; Esther se preguntó si sería el doctor Cross, pero minutos más tarde observó que el hombre se metía en un despacho cuya puerta aparecía rotulada como "Xavier Jordan", una vez sacó su café, y la cerraba tras de sí.
—Ese no es el dr.Cross—Esther se inclinó para ratificar en un susurro al oído de Alex, ya sentados uno junto al otro. Estaba tan nerviosa que olvidó la palabra "Amo" para dirigirse a Él.
Alex negó con la cabeza.
—No, es un terapeuta de su equipo, Jordan se llama. Sólo le conozco de vista.
En lugar de corregirla por su error, Alex no pareció darle importancia a que ella no le llamase Amo fuera de casa. Se sentía cómodo bajando al escalón de amigo justo donde Inti bramaría "Oye, perra, que NO soy un colega". Para él estaba bien estar junto a ella en ese trance y no tenía problema con la horizontalidad en el trato, lo mismo que le parecía absolutamente normal que ella hubiera pedido permiso para quitarse el collar aquella mañana mientras estaba fuera. Sí se daba cuenta de lo nerviosa que parecía Esther, aunque ella se esforzara en disimularlo, así que le tomó la mano y le dio un cálido apretón en la suya, mucho más grande.
—Ah...
A Esther le pareció que daba un poco de miedo el tal Jordan, o por lo menos físicamente imponía, pero no comentó nada al respecto. Era extraño sentir que no llevaba el collar... paradójicamente se sentía vulnerable y expuesta, desnuda sin él, quién lo iba a decir.
No les dio tiempo a intercambiar más datos porque en aquel instante se abrió la puerta junto al escritorio de la recepcionista -puerta rotulada como "Daniel Cross", ahora sí- dejando que se aireara por un momento a la sala de espera la conversación que, al parecer, un niño y un adulto mantenían allí dentro.
—¡Mami!
Un chaval de poco más de seis años salió como una bala de la consulta de Cross para arrojarse en los brazos de una mujer quien al oírle se había levantado. La señora sonrió y cuadró los tacones en el suelo para no ser derribada hacia atrás por el placaje de su hijo.
—¡Mami! dice Daniel que, si tu me dejas, me llevará a las canchas de baloncesto el lunes; me dejas, ¿verdad? ¿me dejas?
La mujer levantó la vista hacia el hombre sonriente que había salido de la consulta tras el niño y ahora estaba parado en el marco de la puerta, observando tranquilamente la escena.
—Tengo un balón de baloncesto—El hombre se dirigió a la madre y al niño sin dejar de sonreír, luego se aproximó a la madre para añadir en tono más bajo—Sería estupendo tener la sesión del lunes allí, usted puede venir si quiere. Aunque si prefiere que lo hagamos como siempre en la consulta...
La señora negó con la cabeza. Estaba al corriente de que sacar a pasear a los pacientes era al parecer parte del método de Daniel Cross, y por recomendaciones diversas sabía que él era bueno en lo que hacía. Su hijo había mejorado mucho, muchísimo, desde que había empezado a ir a ver a aquel especialista en el manejo de la ira infantil.
—Oh, claro, no, no hay ningún problema...
—¡Biennn! —el niño casi daba saltos de entusiasmo. Cualquiera diría que nunca antes hubiera jugado al baloncesto.
—Pues, entonces, el lunes nos vemos a la misma hora—respondió el doctor, de nuevo dirigiéndose a ambos. Él también estaba contento por los avances del crío y se le notaba en la cara—iremos desde aquí, las canchas están sólo a una calle de distancia. Si tiene rodilleras y coderas—añadió de nuevo mirando a la mujer—convendría que se las ponga. Vamos a jugar fuerte ¿eh, Fran?
—¡Eso! ¡Rodilleras, qué guay!
El niño rió y empezó a correr haciendo el avión por la sala. Sin lugar a dudas ese crío tenía una imaginación desbordante y un nivel de actividad tal vez difícil de soportar durante mucho tiempo.
Una vez la madre y el niño se marcharon, Daniel Cross hizo un barrido visual en la sala para comprobar que sólo Esther y Alex quedaban allí. Sus ojos, de mirada algo distraída y miope, se concentraron en Alex y entonces se abrieron más cuando de pronto le reconoció.
—¡Alejandro!—Daniel sonrió con amabilidad y se acercó al palco de sillas unidas a la pared para saludar a su ex-alumno—mucho tiempo sin verte, ¿cómo te va? ¿cómo estás?
El doctor Cross dirigió entonces la mirada a Esther para saludarla también. Ya estaba al corriente de que tenía una nueva paciente, y no había muchas posibilidades en las que pensar aparte de que fuera ella.
Alex se levantó de la silla para estrecharle la mano al doctor. En pie junto a él se le veía muchísimo más alto que Daniel, quien por los pelos llegaría al metro sesenta y cinco.
—Bueno, ha habido de todo un poco en todo este tiempo...—admitió Alex medio en broma, devolviendo la sonrisa. Daniel producía dos efectos curiosos en la gente a la primera de cambio: un noventa por ciento de las veces el otro le sonreía por reflejo para devolverle el gesto, y por otra parte hacía que a uno le apeteciera... decir la verdad. O más bien, articular en palabras cómo se sentía realmente. Tal vez era por la práctica y la experiencia que Daniel acumulaba a sus espaldas como terapeuta, pero el caso era que conseguía esto sin apenas mover un dedo, a través de algún mecanismo desconocido con una sencilla pregunta.
Esther saludó al doctor con discreción. En realidad no le había disgustado Daniel. No parecía un profesional de la salud, se dijo, tal vez porque no llevaba bata blanca. El doctor Cross iba vestido de calle en tonos tierra, con un sencillo pantalón marrón de pana y un jersey en tonos ocre, todo mucho más "casual" que formal. Llevaba el cabello semi-largo y ondulado bastante despeinado, más bien "a lo salvaje" sobre sus hombros, como un artista despistado. Sus ojos eran oscuros pero luminosos sin embargo, chispeantes. Tenía aspecto de niño grande, se dijo Esther.
—Bueno—el doctor Cross asintió, comprendiendo—Siempre estoy aquí si me necesitas—le dijo a Alex sin dejar de sonreír.—¿Tú eres Esther?—añadió con tono suave, centrando ahora la mirada en ella.
La aludida asintió.
—¿Queréis pasar los dos o...?—Titubeó Daniel, señalando con una inclinación de cabeza la puerta entreabierta de la consulta. No sabía si ellos estaban allí buscando algún tipo de terapia de pareja o venían por un problema común.
—Oh,no—se apresuró a aclarar Alex—Yo...yo la esperaré aquí fuera.
Daniel asintió.
—Muy bien. Esther, ¿vienes, entonces?—le hizo un gesto discretamente pícaro a ella como si le estuviera proponiendo algo indecente, al tiempo que se movía ya hacia la puerta de su despacho.
Esther sonrió a Alex a modo de despedida y, sin querer detenerse a pensar, simplemente siguió los pasos del Dr. Cross y entró con él a la consulta.
La consulta de Daniel Cross estaba, claramente, acondicionada para niños. La amplia y luminosa habitación estaba dividida en dos ambientes: por un lado, a mano derecha, se encontraba el escritorio del doctor con un par de sillas en frente, flanqueado por un armarito de madera y un fichero similar al que tenía la recepcionista en la entrada; por otro lado, a la izquierda, el suelo estaba tapizado de gruesas colchonetas y también parte de la pared. Cojines de todas las formas, tamaños y colores yacían desperdigados en aquella zona de "guerra" junto a algunos muñecos, pelotas blandas y otras cosas, rodeando todo ello una mesa baja para dibujar. De hecho, las paredes de la habitación estaban decoradas con dibujos infantiles hasta el último centímetro cuadrado de su superficie; algunas de estas obras de arte resultaban bastante perturbadoras según se mirasen, con escenas curiosas retratadas a pulso y con abundancia de rojo y negro.
Daniel hizo pasar a Esther, luego cerró la puerta y fue a sentarse ante el escritorio. Ella le siguió sin decir palabra y tomó asiento en una de las sillas dispuestas frente a él.
—Bueno...—el doctor Cross miró a Esther y sonrió, dispuesto a escuchar—¿Qué te pasa, Esther?
"¿Qué te pasa?". Menuda pregunta. Ojalá supiera explicarlo.
—Es complicado...—repuso ella, desviando la mirada hacia las colchonetas pues de pronto se sintió incapaz de mantenerle el contacto visual a Cross.
—¿Cómo te sientes ahora?
Ella dejó escapar un involuntario suspiro. Por un lado se alegraba de que Daniel no fuera como esos médicos que "bla,bla,bla" no hacían más que hablar; por otra parte la perturbaba sobre manera lo directo que había ido a la diana y el no saber qué decirle.
—Nerviosa...—se tomó tiempo eligiendo en su mente las palabras más cercanas a la verdad—bastante.
Daniel sonrió y por un momento invadió el espacio de Esther para oprimir su brazo suavemente, inclinándose hacia ella sobre el escritorio.
—¿Por estar aquí, te refieres?
Esther no se sintió violenta por el suave toque. No retiró el brazo pero se encogió levemente en sí misma sobre su asiento. Tratando de tranquilizarse un poco, tomó una profunda bocanada de aire y exhaló despacio.
—Sí...—soltó una risita nerviosa—qué tontería, ¿verdad?
El Doctor Cross la observó con simpatía e interés.
—No realmente. Es muy normal. ¿Es la primera vez que vienes a un psicólogo?
Ella asintió. A ratos se atrevía a devolverle la mirada. A Daniel no le pasaban desapercibidas estas maniobras de evasión pero desde luego no iba a comentar nada, aunque sí comenzó a guardar cada detalle del lenguaje corporal de su paciente en la memoria.
—Sí, es la primera vez. Bueno, hace muchos años, en el colegio, "creo" que fui a uno...
Ambos se rieron.
—Entiendo. Y... ¿qué es lo que te ha hecho venir? porque habrás venido por algo, ¿no?
De repente, sin avisar, Daniel sacó una pelotita de goma-espuma de algún lugar detrás de su mesa y se la lanzó a Esther. Le dio tal susto que ella no gritó, al contrario; la propia Esther se sorprendió al reaccionar inmediatamente y cazar la pelotita al vuelo.
—¡Eh! esos son reflejos de Jedi—rió Daniel.
Esther se echó a reír. ¿Acababa ese hombre de tirarle una pelotita sin venir a cuento? Antes de que pudiera replicar, el doctor reiteró la pregunta.
—Habrás venido por algo, ¿no es así?
Ella le mantuvo la mirada por unos segundos, luego sus ojos se centraron en la pelotita blanda que aún sostenía en la mano. De pronto, por alguna razón inexplicable, la vista comenzó a emborronársele y se sintió a punto de echarse a llorar. Su garganta pareció aflojarse para dejar salir las palabras exactas en las que ella no quería ni pensar.
—Pues, creo que...—la voz le tembló y ella apretó la pelotita en su mano sin darse cuenta—creo que estoy perdiendo la esperanza.
Tras decir aquello sintió que de alguna manera todo daba igual... y se echó a llorar ahí mismo, sintiéndose de pronto desolada y desnuda entre aquellas cuatro paredes.
—Vaya... eso es importante—el doctor Cross le pasó una caja de pañuelos de papel a Esther, dejándola sobre el escritorio a su alcance—¿Te refieres en general, o sobre alguna cosa en particular?
Lo preguntaba simplemente para poder entenderla mejor.
Esther alargó el brazo hacia el escritorio para coger un pañuelo de papel, sin dejar de apretar la bolita de goma-espuma en la otra mano.
—Se trata de una persona. Alguien importante para mí.
Daniel asintió.
—¿Está en problemas, esa persona?
Esther tardó unos segundos en responder, nuevamente tratando de ajustarse a la verdad considerando lo mucho que le costaba hablar de aquello.
—No lo sé. Creo que sí. Ojalá lo supiera.
—¿No lo sabes?
Ella negó con la cabeza. No sollozaba, pero no dejaba de llorar, como si un pedazo de hielo se estuviera derritiendo en su pecho.
—No, doctor. Él nunca... —tragó saliva, mierda, aquello iba a ser más difícil de lo que pensaba aunque desde fuera pudiera parecer intrascendente—él no deja que nadie se le acerque. Es imposible... me es imposible llegar a él.
—Llámame Daniel, por favor—sonrió Cross—¿por qué quieres llegar a él?—inquirió con suavidad.
—Porque está sufriendo.
Esther no esperaba realmente esa pregunta pero la respuesta salió inmediata desde dentro de sí.
Daniel guardó silencio durante unos segundos. Luego rectificó su postura en la silla, inclinándose levemente más hacia Esther.
—Pero, si esa persona es tan inaccesible, ¿cómo sabes que está sufriendo?
Esther se encogió de hombros pelotita en mano, con los ojos llenos de lágrimas.
—Por todo. Por las cosas que hace. Por su manera de tratar a otras personas.
—¿Cómo te trata?—inquirió Daniel. Evidentemente, le importaba por encima de todo la situación de Esther, siendo ella desde ese momento su paciente.
Ella tomó aire y con la mirada baja empezó a relatar, despacio.
—Trata a la gente como... como mierda. Parece no tener sentimientos a veces. Sé que los tiene...
—¿Qué es lo que hace?
—Insulta. Golpea. Es... es una especie de juego para él.
Oh, no. Así dicho resultaba mucho más crudo de lo que ella pretendía expresar...
—¿Te trata a ti así?—preguntó Daniel en un tono de voz más bajo.
Esther resopló y cogió otro pañuelo de papel.
—Va a pensar usted que estoy loca... todo empezó como un juego. Pero él... él lo hace en serio.
—Tranquila, no pienso semejante cosa, Esther. Pero... ¿un juego?
—Sí.
—...¿Un juego en el que... se insulta y se golpea a una persona?
Esther casi se rió entre lágrimas. No podía haber estado más acertado el bueno del doctor y a la vez más fuera de onda.
—Un juego de control, señor. Digo, Daniel—se corrigió ella al momento.
—Oh.—la comprensión brilló por un momento en los ojos del doctor Cross—creo que entiendo de qué hablas. Un juego sexual, te refieres.
Esther asintió despacio, muerta de vergüenza. Sí, en principio sí, aunque... no se trataba solo de sexo, ¿verdad?
—Dominación—musitó sin querer mirar a Daniel.
Él asintió.
—Dominación y sumisión erótica—recabó.
Realmente, Daniel conocía más ese tema de lo que a simple vista pudiera parecer. No estaba metido en el mundo BDSM ni había hecho nunca ninguna práctica, pero esos asuntos le tocaban de cerca gracias a un compañero suyo y a cierta "terapia" que éste aplicaba a algunos pacientes que lo requerían—Pero eso... es algo pactado, hasta donde yo sé, ¿cierto?
—Sí—repuso Esther—Yo acepté... pero...
No se sentía con fuerzas de abrirse a Daniel hasta el punto de contarle toda su historia. No quería contarle al psicólogo cómo ella había llegado a aquella situación, o qué relación tenía con Alex sin ir más lejos; no quería pasar por el trance de decirle a aquel desconocido que ella era "propiedad" de tres hombres. ¿Había aceptado ella eso? Si miraba hacia atrás, se daba cuenta de que entonces ni sabía lo que estaba aceptando.
—Aha...—Daniel la alentó a seguir, bajo la promesa tácita en la mirada de no juzgar nada de lo que ella dijera.
—Supongo que se me ha ido de las manos.
—¿Quieres decir que este hombre—intuía que era un hombre por cómo ella se refería a él—que este hombre que describes como sufridor e inaccesible te está tratando de esa forma, insultando y golpeando, fuera del "juego"?
Ella agachó la cabeza, no pudo evitarlo.
—Me trata así todo el tiempo, pero eso no es...
—Esther. Eso...
—No, no. Eso estaba dentro del pacto—se adelantó ella con la torpeza de un tren de mercancías en una autopista, sin saber aún lo que él iba a decir pero intuyéndolo—él no es... él no es un... maltratador.
Por fin dijo la temida palabra en un hilo de voz. La palabra que había estado allí solapada desde que empezó a hablar con Daniel Cross, y por qué no, mucho antes de ir a aquella consulta.
Daniel negó con la cabeza.
—No, verás, Esther. Yo no le conozco a él. No estoy diciendo lo que él es—explicó despacio—estamos hablando de lo que él hace.
Esther levantó la vista y miró al doctor algo confundida.
—De lo que te hace a ti—ratificó Daniel.
—Pero yo lo acepté...
Cross frunció el ceño. No podía negar que aquella situación que planteaba Esther era cuanto menos particular. Y preocupante, peligrosa.
—Yo no le he visto sufrir a él, Esther. Pero te estoy viendo a ti ahora.
Ella se revolvió internamente. No, no. Ella no había ido a un psicólogo para hablar de sí misma. Había ido allí buscando ayuda para acercarse a aquel a quien no podía llegar. Para descubrir nuevos caminos, para recibir algo de orientación sobre cómo manejarse con una persona así. ¿Por qué Daniel Cross se empeñaba en concentrar el foco sobre ella todo el tiempo? La sensación de estar desnuda aumentaba a cada segundo y empezaba a angustiarla.
—¿Has hablado de esto con alguien más?—inquirió Daniel sin variar su postura física de cercanía—¿Familia, amigos? Eres amiga de Alejandro, ¿cierto?
Conocía bastante a su ex-alumno, lo suficiente para saber cuán arraigado estaba en él el sentido de la "justicia". Si Alex sabía que algo como eso le estaba ocurriendo a Esther, probablemente no lo permitiría o no se quedaría de brazos cruzados sin hacer nada al respecto.
Esther se enervó visiblemente en su asiento al oir aquella última pregunta, espalda tensa, mano aferrando la pelotita de goma con fuerza. Su otra mano se había crispado en el lateral de la silla como una garra, ahogando el pañuelo de papel en un buruño húmedo.
—Sí—musitó. ¿Podía realmente decir que era amiga de Alex? Sí, o al menos sentía eso como una certeza en el alma. De los tres Amos era el único que se sentía más cómodo a su lado como un igual. Era el más cercano, no le importaba que ella le tratase como un amigo, hasta se lo había dicho en más de una ocasión. No en vano era Él quien estaba allí con ella, al otro lado de la puerta en la sala de espera.—Él sabe.
Daniel Cross parpadeó, procesando rápidamente que allí pasaba algo raro. Si Alejandro "sabía" de lo que acababa de contar Esther, tal como ella misma había dicho, y la situación continuaba de hecho ocurriendo, era porque allí tenía que haber algo más. Se daba cuenta de que se trataba de un tema delicado que él no alcanzaba a ver en su dimensión plena; no le sorprendería que Esther no le estuviera explicando las cosas como eran en el sentido de no decirle "toda la verdad". Se le pasó por la cabeza que tal vez Xavier Jordan podría entender mejor aquella situación, cualquiera que fuese. Jordan no era psicólogo pero era un excelente motivador y coach, y sobre todo... sobre todo sabía de bondage, disciplina y otras "terapias"-o actividades recreativas- alternativas con las que Daniel, para bien o para mal, no estaba familiarizado.
De cualquier forma, lo prioritario en aquel momento según Cross era que Esther tomara conciencia de su propio autocuidado.
—Esther, tienes que cuidarte—fue la única "sentencia" lapidaria que le dijo desde que ella entró—Ser feliz es tu responsabilidad. No está mal que quieras a ese hombre, pero si te está tratando así lo primero no es ayudarle a él, es protegerte a ti.
—Vivo con él...—murmuró ella—Dependo económicamente de él...
—Si lo que quieres es ayudarle, piensa que la actitud que has decidido tomar de cara a él claramente no le está ayudando. Él está sufriendo, dices, ¿no?
Ella se quedó perpleja. ¿Su actitud? ¿y qué demonios se supone que podía hacer, aparte de lo que ya hacía? ¿Es que había otro camino o tenía otra opción, acaso?
Una profunda arruga dividía en dos la frente del doctor en aquel momento. El hecho de que Esther viviera con esa persona -y no digamos que dependiese de ella- la ponía aún en más riesgo.
—Encontrar trabajo está complicado ahora...—dijo el doctor—pero, Esther. Es peligroso que vivas con alguien que te insulta y golpea. Ese hombre está maltratándote. ¿No tienes dónde ir? Puedo darte algunas direcciones...
Sin esperar respuesta, Cross abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una agenda cuidadosamente forrada en papel transparente. Tenía algunas direcciones de albergues y casas para acoger a mujeres y niños temporalmente, víctimas de abusos sexuales o violentos durante procesos penales que se alargaban, etc.
—No...
No pudo evitar decirlo. Había retrocedido en su asiento presa del horror cuando Cross había dicho aquello. Casi se hubiera sentido mejor si él hubiera comentado que iba a ingresarla en un manicomio.
Daniel contempló a su paciente, entendiendo que ella estaba de verdad enganchada afectivamente al hombre que estaba maltratándola. Eso se repetía frecuentemente hasta en los casos más escalofriantes de maltrato: la víctima recurría una y otra vez al agresor, esperando "llegar a él" a algún día, "ayudarle", "redimirle". Había personas que habían muerto por ese tipo de causas perdidas.
—Esther...
—No, verá, doctor... verá, hay más personas viviendo conmigo. Me... protegen.
Daniel ladeó levemente la cabeza. No le parecía mucha protección la que exponía Esther, considerando que lo referido continuaba pasando como ella había dado a entender.
—¿Quieres decir que vives con otras personas que impiden que él te golpee?—no podía negar que el cuadro montado a partir de aquellas piezas era realmente extraño.
Esther asintió. Mentía en esto, pero prefirió no comentar. Porque decir lo contrario significaría meterse más a fondo, y entonces Daniel preguntaría más, y ella... ella no quería, no se sentía con fuerzas de bucear más abajo.
—Esther, me temo que no llego a entender la naturaleza de la relación que te une a este hombre...—Daniel estaba siendo lo más honesto que podía. Él había comenzado como especialista en adicciones, continuando como terapeuta infantil cuando se formó para el tema del control de la ira en esa etapa. Había hecho algo de terapia familiar, pero definitivamente nunca se había encontrado con una situación doméstica como la que Esther dejaba entrever—sin embargo, puedo derivarte a un compañero especializado en relaciones humanas que sin duda podría hacer mucho más que yo. Pasa consulta aquí mismo, podría verte mañana mismo o cuando te venga mejor...
Daniel estaba preocupado y se le notaba. Más allá de tener el pálpito de que la situación de Esther era comprometida, la había visto llorar... era urgente actuar. No era sólo que no fuera a dejarla en la estacada; había que hacer algo, había que moverse. Y ella no parecía dispuesta a colaborar.
Esther se secó las lágrimas, aún visiblemente avergonzada. ¿Otro profesional? ¿Tan complicado era su caso que el doctor Cross se negaba a ayudarla él mismo? Si apenas le había hablado de la punta del iceberg...
Lo había tomado como un rechazo, aquella propuesta. No había reparado en que Daniel era más perceptivo de lo que ella pensaba; no había pensado que él se había dado cuenta de cosas que ella se negaba a mostrar.
Lo había tomado como rechazo, pero qué iba a hacerle.
—Voy a darte mi número, Esther—El doctor había arrancado una hoja del block de notas de su agenda y garabateaba un par de números: el suyo de contacto junto a los teléfonos de ayuda y acogida—Esther, prométeme que te vas a proteger de él. Pon distancia, ya veremos cómo se le puede ayudar, pero antes de nada tienes que protegerte tú. Si algo ocurre, por favor, llámame o pide ayuda.
Esther titubeó antes de coger el papel que Daniel le tendía, pero finalmente lo tomó y se lo guardó en el bolsillo.
—Puedo pedirte cita con Jordan, pero me gustaría seguir viéndote.
Oh. Así que el compañero con el que Daniel iba a pedirle hora era aquel individuo alto de tez pálida, todo vestido de negro, que vieron antes junto a la máquina de café. Vaya. Aquel tipo le había dado a Esther un poco de miedo.
—Ah, Esther. Voy a cursarte un volante para un reconocimiento médico—murmuró el doctor Cross, sacando más papeles—es gratuito, te daré la dirección.
Ella se volvió a horrorizar y de nuevo le cambió la cara. No, de ninguna manera iría a que la reconocieran. ¿Cómo iba a justificar las marcas en su cuerpo entonces, en la consulta de un médico? eso era impensable, podrían enviarla a ella a un psiquiátrico y a los chicos a la cárcel, ¿no?
—¿Puedo... negarme?—le preguntó al doctor. Le sonó estúpido pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Daniel levantó la cabeza, paró de escribir y la miró sin estar seguro de entenderla.
—¿Negarte? ¿Al reconocimiento?
Esther asintió.
—Sí, bueno. Claro que puedes negarte. Pero, Esther... es importante.
—No tengo ninguna lesión. No me duele nada.
Cross se mordió el labio y terminó de escribir.
—Es igual. Quédate la dirección de todas formas—se la tendió—Si muestras este papel te atenderán en seguida, nadie te preguntará nada.
Ella le miró sin demasiado convencimiento. La sensación de que le había salido el tiro por la culata con aquella visita no la abandonaba. ¿Por qué demonios sentía que tenía un periscopio delante observándola, perforándola hasta el alma? ¿Qué iba a pasar ahora cuando fuera a ver a Jordan? ¿Terminarían obligándola a hacerse una revisión médica a través de métodos menos ortodoxos...? La pobre tenía tal caos mental en aquel momento que cualquier cosa le parecía posible.