"LA CARCASA ATRÁS"
(Trodoon, "Lipogramas")
(Trodoon, "Lipogramas")
Completo
Esther respiró hondo y dio un par de golpecitos en la puerta de la habitación de Jen.
—Amo, por favor, ¿puedo pasar?—dijo ante la puerta cerrada.
La respuesta le llegó desde dentro del cuarto al instante.
—Claro. Entra.
Maldijo en silencio por el estremecimiento que le provocó la suave voz de Jen. Mierda, es que sólo con decir dos palabras a distancia le hacía perder las bragas, y respecto a eso ella no podía -ni quería- hacer nada.
Se había levantado sintiéndose inusualmente fuerte, inusualmente valiente aquella mañana. Tal vez era por la sesión de terapia el día anterior con Jordan, quién podía saberlo. Terapia que ella no dudaba en calificar de "intensiva" cada vez que la recordaba, porque en una hora -o tal vez menos- había hablado más que en toda su vida de sí misma, de su familia y de sus relaciones. Le había dejado una especie de marca interna la sesión, un tipo de huella... una señal de luz, como una lámpara encendida que otorgaba claridad para identificar emociones y no chocar contra escombros, muebles y demás items revueltos dentro de su casa mental en construcción.
Fuera por lo que fuese, se había despertado y se había dado cuenta de que no tenía nada más que pensar respecto a Jen. Le echaba de menos, quería hablar con él y, por otra parte, había logrado distanciarse un poco del dolor que le producía la posibilidad de que él pudiese tener pareja. Desconocía por qué, ¿tal vez por hablar de ello, como había hecho en la terapia? ¿Tal vez por haber llegado a empatizar con él? De cualquier modo, sentía ganas de afrontar el asunto cuanto antes, y, si era cierto que Jen tenía pareja, quitarse de encima la incertidumbre de una vez. No había nada peor que armarse películas en la cabeza de uno y sacar conclusiones sin saber lo que había.
La lámpara encendida en su mente había enfocado tres cosas que ella necesitaba decirle a Jen. Tres cosas que ella necesitaba que él supiera. Y también, desde luego, quería escucharle. Por eso estaba allí en aquel momento, a punto de asir el pomo dorado de la puerta para abrirla y entrar a la habitación de él. Esperaba no incordiarle, y le había aliviado que Jen no sonara molesto o incómodo al otro lado cuando le contestó... así que, tras tomar una profunda bocanada de aire una vez más, accionó el picaporte y abrió la puerta.
No estaba preparada para las sensaciones que le produciría entrar a aquella habitación, sin embargo. El olor levemente diferente -y familiar- que impregnaba el aire, la presencia de Jen en cada rincón; Jen mismo ante su ordenador, recién cerrando una conversación via telemática (o eso creyó atisbar Esther en la pantalla del portatil abierto)... todo aquello hacía que el acto de encararle ahora fuera aun más intenso, y más todavía después de días sin querer mirarle. Se sintió de golpe muy avergonzada al ver el rostro amigable de él, y desvió la mirada por instinto. Tembló. Casi hubiera preferido que Jen estuviera enfadado.
—Amo...—murmuró, sin darse cuenta del apremio en su voz ni de que se tocaba el pecho como si le faltara el aire.
—Hola, cariño. ¿Estás bien?
—No lo sé, Amo.
Ahora de golpe no lo sabía. Sólo sabía que necesitaba volver a sentirse suya, que le echaba de menos, no le importaba nada más.
—Ven aquí...
Él se levantó y abrió los brazos para recibirla contra su cuerpo, sin embargo ella no acertó a responder el gesto.
—Amo, por favor. ¿Me puedo arrodillar?
Realmente sentía que necesitaba caer sobre sus rodillas más que ninguna otra cosa en ese momento. Le había sucedido también con Inti eso mismo en la casa del lago, aunque con el rubio la situación era muy diferente. Ahora necesitaba respirar y arrodillarse a los pies de Jen, abrazar sus piernas, esconder la cara contra ellas y ceder todo el control, porque aquellos actos escondían una promesa inexplicable de alivio y descanso. Le amaba, no le importaba nada más, y no iba a dejar de hacerlo por miedo a sufrir. Esto no era una decisión meditada y tomada desde la valentía, ¡todo lo contrario! Si dejaba de amarle por miedo a sufrir, entonces sería cuando sufriría de verdad, o eso sentía.
Deseaba con todas sus fuerzas decirle "te quiero", pero algo se lo impedía.
—Esther... vamos a hablar, ¿sí?
—Amo, por favor, necesito arrodillarme.
—Esther...
—Por favor, Jen—musitó ella entonces, usando aquel nombre por primera vez en mucho, mucho tiempo—por favor, no me rechaces...
Él negó con la cabeza con rapidez, ciertamente descolocado. Lo último que quería era que su resistencia fuera tomada como un rechazo, y no era que tuviera problema en ver a Esther de rodillas, ja, ¡para nada! pero por puro respeto quería hablar las cosas, aclarar lo que fuera necesario y saber concretamente qué le había estado afectando a ella en los últimos días.
—No, cariño, yo...—intentó explicarse, pero ella insistió.
—Por favor, Amo.
Jen tomo aire y frunció los labios por un segundo en un rictus de tensión.
—Vale—concedió al fin tras un breve lapso de silencio—arrodillate si eso es lo que quieres.
Y cuando la sumisa prácticamente se derrumbó de rodillas en el suelo, él se agachó despacio sosteniéndola por los brazos, arrodillándose también frente a ella para que ambos pudieran hablarse cara a cara. Resopló hacia su frente para apartar un mechon de cabellos de delante de sus ojos, y se dio cuenta de que estaba a punto de perder la goma elástica que sujetaba su pelo recogido en una coleta baja. Sin dejar de mirar a Esther, la soltó para quitarse la goma y volvió a hacerse la coleta de nuevo, sintiéndose de golpe acalorado.
Ella miró al suelo sin poder evitarlo, devorada por un acceso de vergüenza irracional desde el momento en que vió que él se arrodillaba también. Él extendió la mano derecha, le acarició la mejilla y le tomó suavemente la barbilla para levantarle la cabeza.
"Amo, quiero decirte tres cosas", qué fácil había parecido aquello en la cabeza de Esther. Ahora no había forma de sacarlo. No era capaz de formularlo.
—¿Está bien si te doy un abrazo?—murmuró él, para rematar.
—Por favor, Amo.
Jen cambió el peso de la rodilla a la planta del pie contrario que tenía apoyado en el suelo, extendió los brazos y se inclinó hacia Esther para estrecharla contra su cuerpo. Se acercó a ella cuanto pudo desde su posición arrodillada a fin de que el contacto fuera máximo; era cierto que ambos sólo habían pasado unos días distanciados, pero joder, cómo la había extrañado.
—Amo, ¿Paola es tu novia?—Esther sintió que la pregunta le brotaba de sopetón.
Jen suspiró sin dejar de abrazarla. Ahora no se miraban, pues ella tenía la cara sepultada en su cuello.
—No lo sé—admitió en voz baja.
La verdad era que ni él mismo terminaba de reaccionar ante los sentimientos de Paola, y tampoco se sentía seguro de querer etiquetar o nombrar lo que podría unirle a ella. Al fin y al cabo, para él Paola seguía siendo su amiga... era atractiva, sí, le gustaba; sentía cariño por ella, la quería, pero ¿significaba eso que por fuerza tenían que ser pareja?
"Pareja". Jen no se llevaba bien del todo con esa palabra, a decir verdad. Esa palabra, en realidad, no hacía por sí misma más auténtica la experiencia de estar junto a alguien, o eso creía. Había visto "prometidos", novios y novias, maridos y mujeres presuntamente perfectos que luego escondían puro chapapote, puñales y botes de matarratas bajo la desvencijada escalera de sus relaciones idílicas. No que todo tuviera que ser así, pero había visto que el teóricamente elevado significado de ciertos conceptos -"pareja", "amor romántico", o peor aun: "para siempre" o "media naranja"- valía de poco en demasiadas ocasiones. Por no hablar del "hasta que la muerte nos separe", que le sonaba a tétrica fantasía de destino. No era cuestión de si estaba equivocado o no, porque la raíz del rechazo que sentía hacia todo esto se anclaba en un sentimiento, por mucho que luego hubiera pensado sobre ello.
"Pareja". Cuando pensaba en esta palabra y en Paola a la vez, sentía que todo era algo "impuesto". Ser pareja era lo lógico y esperable de acuerdo a los factores culturales de andar por casa, a la mierda con eso. Y desde luego, no quería hacer daño a nadie.
—Amo, he estado pensando. Yo...—iba a doler decir aquello, Esther lo presentía—tengo celos, Amo.
—¿De Paola?—inquirió Jen, resistiendo la tentación de apartarse un poco para mirar a Esther a la cara—Pero, Esther... ¿tú querrías que nosotros fuésemos pareja, tú y yo?
Eso era lo que Jen necesitaba preguntar.
Ella negó con la cabeza a lo segundo, aun sin despegar la cara de la curva del cuello de él. Se había dado cuenta de que no quería eso, o al menos no de momento. Porque aunque adorase con locura a Jen, la decisión tan socialmente lógica de ser su pareja chocaba con el deseo y el apego que sentía hacia a Álex, y con cómo el inaccesible Inti la hacía temblar. Qué cosas. Quería seguir disfrutando de todo ello, eso no tenía nada de malo, ¿verdad?
—Amo, ¿tú no tienes celos cuando... cuando ves a Álex o a Inti follándome?
Nunca se había atrevido a preguntarle eso a Jen, ni a ninguno de los tres. Él se rió un poco y la estrechó más fuerte contra sí.
—Bueno, a veces sí—reconoció.
Era cierto. Era humano. Sentía de tanto en tanto esa punzada familiar cuando veía a Esther entregada a cualquiera de los otros dos, incluso cuando ella era penetrada por él mismo y otro de los Amos a la vez. En muchos momentos hubiera dado oro por ser único, y, cuando eso ocurría, pensaba algo así como "cabrones, quitaos de en medio"- refiriendose a los otros dos- "ojalá pudiérais simplemente evaporaros"... y al instante siguiente se reía de sí mismo. Porque en realidad todo tenía cierta gracia si uno lo pensaba, sí. Tenía gracia todo, hasta buscar ocasiones a lo largo del día para estar a solas con Esther con el solo fin, en efecto, de sentirse único para ella.
Conocía en carne propia la reacción inmediata de la posesión, y no quería tomársela demasiado en serio. Tampoco era una bestia negra que no pudiese superar, sino más bien un piloto rojo que saltaba a veces, algo molesto en la mente y en el cuerpo. Hacía tiempo ya que había pensado sobre estas reacciones impulsivas-desde antes incluso de conocer a Esther- y decidido darles la justa importancia a largo plazo, que era a su juicio más bien poca. Y, desde luego, no querría colocar esa reacción primaria por delante de Esther, pues ya le parecía que era bastante precaria la estabilidad de la relación que ella mantenía con los tres. Una relación que así y todo merecía la pena preservar, por cierto, sólo porque Esther parecía relajada y feliz a ratos, y Jen por nada del mundo querría romper eso. Con sus propios ojos la había visto disfrutar de su sumisión hacia cada uno de los Tres, y tal vez, de hecho, él era el único de los tres Amos que comprendía esto.
Recapitulando, el pequeño bocado del instinto posesivo distaba mucho de ser algo insoportable para Jen. El hecho de sentir a Esther cerca de su corazón ayudaba, aunque, claro, había dado por hecho que Esther sentía de la misma forma que él, y ¡paff!... en eso se había equivocado.
Había dado por hecho que a ella no le dolería tanto su ausencia como para girar la cabeza hacia otro lado. A ese respecto, Jen se sentía como un maldito insensible por haberse parado a pensar, por haberse largado alegremente y luego haber vuelto (supuestamente emparejado de pronto) como si no pasara nada. Podía haber hecho las cosas mejor, mucho mejor, claro que sí. Para empezar, podía haber tenido fuerza de voluntad y no haberse dejado llevar por los encantos de Paola si no estaba seguro de querer estar con ella... pero claro, "y por qué no".
No tuvo ocasión de pensar en el daño que podría causarle a Esther al ejercer su libertad. De golpe él había pensado con la polla y Paola con el coño -o cada uno quién sabía con qué-, y ambos habían gritado en silencio desde la piel fría, desde la sed.
—Amo, por favor, perdóname—musitó Esther al oído de Jen.
—No tengo nada que perdonar.
—Sí, Amo. Por dejar de hablarte—insitió ella—Amo, si tienes pareja, ¿dejaré de ser tuya?
Al oír aquella pregunta añadida fue él quien negó con vehemencia. Se sorprendió con la inmediatez de su propia reacción, dándose cuenta de que no había dudado ni un momento.
—Yo no quiero que dejes de serlo—murmuró—aunque si no quisieras serlo lo entendería.
—Amo... yo te quiero. Yo quiero seguir siendo la que soy a tus pies.
Esther no se detenía a valorar cómo sonaban sus palabras, pues ya había desistido hacía tiempo de encontrar la forma más correcta y exacta de expresarse. Simplemente dejaba que las emociones se desenclavaran y subieran por inercia hasta su boca, si esto tenía sentido, para ser articuladas entre susurros contra la piel de Jen.
—Pues yo quiero que seas lo que quieras ser—musitó él, levantando una mano para acariciarle la cabeza—quiero que estés bien, Esther.
—Lo estoy, Amo.
—¿Te haría daño que estuviera con Paola?
—No, Amo.
Esther mintió en eso, sólo por una razón. Claro que le haría "daño" saber que Jen estaba con Paola, pero más daño le haría que por su causa Jen dejase de hacer algo que deseaba.
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En aquel mismo momento, Inti se disponía a salir de la clínica veterinaria una vez terminada su jornada. En realidad había pedido permiso para escaparse un poco antes, porque el hecho era que no se encontraba muy bien. No que le doliese la cabeza o tuviera algún síntoma físico más allá de los generados por la propia ansiedad; era malestar de otro tipo, dolor y fatiga emocional, pero era importante.
Él mismo no sabía bien qué le pasaba. En los últimos días había tenido que digerir demasiadas cosas, tal vez. Acercarse a Balle y verle, acercarse a Taylor y verla en el hospital... Acercarse a Esther y, por algún motivo, resistirse a mirar
(Casi odiándose a sí mismo).
No sentía precisamente que estuviera evolucionando, a pesar de todos aquellos temblores de tierra en lo profundo. Más bien estaba al límite de su resistencia, tirando tan fuerte de una cuerda ficticia que ya sentía que no podía más (¡pero tenía que poder!), casi con desesperación, con terror a soltarse. Sentía vértigo, miedo a lo conocido y a lo no reconocido... porque sabía -oh, sí, lo sabía bien-que había deslizado mucha mierda bajo las alfombras al barrer, en sentido figurado. Digamos que sabía exactamente dónde NO quería mirar, pero ya no había excusas ni forma de eludir que la "mierda" estaba ahí.
(Quién es Esther, qué has hecho con ella, por qué cojones necesitabas hacer eso.)
Mientras caminaba en fuga de sí mismo, esforzándose aun en huir de todos los demonios -eran tantos, eran tan fuertes- un niño pasó a su lado como una bala, chocando contra su costado a pesar de que la calle estaba casi vacía, y aprovechando para ponerle una especie de panfleto en la mano.
—¡Apúntate, capullo!—dijo con energía, luciendo una amplia sonrisa en la cara, antes de volver a salir corriendo.
¿Realmente era un crío? Eso había pensado Inti a la primera ojeada, pero cuando enfocó la vista en aquella figura una segunda vez recibió una impresión diferente, ambigua. Aunque tampoco tuvo mucho tiempo para fijarse. No hubiera sabido decir qué edad tenía el chaval, ni de hecho si era chaval o chavala.
Le pareció extraño el "encuentro", más aun cuando se quedó medio idiotizado por el dibujo de una semilla de diente de león en la espalda de la camiseta del chico... y de pronto, mágicamente, éste (o esta) desapareció. Se esfumó de golpe como si nunca hubiera existido, mientras Inti le estaba mirando, si eso era posible. "Tal vez necesito dormir más", se dijo el rubio, pensando que últimamente no pegaba ojo y que el cansancio acumulado le hacía alucinar.
Se dio cuenta de que tenía en la mano el panfleto que le había dado el diente de león andante-¡casi volador!-; Lo desplegó, y comenzó a leer lo que había escrito en él. Parecía tratarse de la publicidad de un centro de terapias alternativas o algo parecido:
«Lo siento.
Por favor, perdóname.
Gracias.
Te amo. »
Eso era lo que podía leerse en grandes letras de color azul sobre fondo blanco en el centro del papel. Debajo de esta especie de salmodia, ponía en letra cursiva más pequeña: «Hoponopono, yoga, talleres y meditación». En el reverso del panfleto había un mapa con la dirección exacta del sitio donde se impartía aquella mierda, y la ruta marcada en rojo con absurdas flechas gigantescas como para que no hubiera pérdida. Qué curioso, precisamente la ruta a seguir desde el punto concreto donde él estaba ahora, ¿lo habría dibujado el chaval? Vaya cosa más rara. Por un momento hasta le produjo curiosidad.
"Apúntate, capullo". Ni soñando. Él no creía en esos cuentos chinos, ni siquiera entendía la maldita palabra "hopono-¿qué?"; por dios, hasta le había costado leerla.
No creía en esas cosas, claro que no. Y desde luego no iba a apuntarse en ningún lado. Pero... tampoco pasaba nada por ir a ver, ¿no?
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¿Cómo hace uno cuando quiere despedirse de alguien sin decirle a esa persona que se está despidiendo? Es algo parecido a cuando sientes pena o preocupación por alguien, y quieres preguntarle cómo está sin que se de cuenta de cuánta tristeza te inspira su situación. Ambas cosas sentía Halley al marcar el número de la clínica psiquiátrica para hablar con Taylor aquella tarde.
Había postergado aquel momento hasta que ya se cernía el anochecer sobre la ciudad, y aun le parecía que aquello de marcharse era una decisión loca, pero tal vez esa locura era lo más lúcido que podía hacer. Para bien o para mal, ya lo había decidido, aunque el hecho era que tenía miedo de arrepentirse y por eso... por eso no quería esperar más.
—Agnes, ¿cómo estás?
Escuchó como de pronto la voz de la señorita se rompía en llanto cuando ella intentó decir su nombre al otro lado del hilo telefónico. Halley suspiró. No era la primera vez que ella se deshacía en lágrimas por teléfono cuando le reconocía la voz, de todas formas.
—Agnes, tranquila...
—Lo s-siento...
—Agnes, ¿qué te pasa?
—L-lo s-siento—repetía ella sin cesar, ahogada entre sollozos—Lo siento, lo siento...
Halley apenas pudo hablar con Agnes encontrándose ella en ese estado. Ni siquiera tuvo valor para decir una mentira piadosa o para esquivar la verdad, diciéndole por ejemplo "voy a tener que ausentarme y espaciar las visitas durante un tiempo" o algo como eso. Esa había sido su idea inicial, no realmente contarle a ella que iba a mudarse a la otra punta del país. Porque él quería seguir visitándola, solo que una vez se fuera no podría hacerlo con la misma frecuencia de siempre.
Pero Agnes no cesaba de llorar, así que él se había limitado a estar junto a ella a través del hilo telefónico, a consolarla y a decirle que no iba a dejarla sola. Bueno, ya intentaría volver a llamarla otro día y explicarle que no iba a poder ir tan a menudo a verla, si acaso la pillaba más serena. No era la primera vez que Taylor tenía un "ataque de tristeza" al teléfono o incluso viéndole en persona; el doctor que la trataba le había explicado a Halley que era parte de la depresión que ella padecía, y generalmente procedía a "ajustarle la medicación" según decía en esos casos, aunque luego no parecía que eso tuviera mucho efecto (a la vista estaba).
Sintiéndose algo culpable y profundamente impotente, Halley colgó el teléfono por fin tras unos cuarenta minutos de escucha hasta que le pareció que Taylor se había calmado. Se quedó sentado en el sofá, tomándose un tiempo ocultando la cara entre las manos como queriendo aislarse del mundo y no ver, no oír, no hablar. Era ya de noche tras las ventanas, pero no se sentía con ganas de encender las luces.
Sobre la mesa de café estaba la carta donde aquel contacto suyo había redactado esa oferta de trabajo, que era más bien una invitación, una especie de honor para alguien previamente elegido. El papel aparecía arrugado como si hubieran hecho una pelota con él y vuelto a desplegarlo varias veces, rasgado en los bordes y cubierto de manchas y goterones secos en varias gamas de marrón. Ja, a Halley le habría faltado cagarse sobre aquella hoja solamente para poder decir que esta tenía más mierda que el palo de un gallinero, en sentido literal.
Y sin embargo, había decidido agarrarse a aquel palo de gallinero como si fuera una tabla de salvación porque se había dado cuenta de que, sencillamente, no podía soportar ni un día más de su vida allí. Aquella casa estaba plagada de recuerdos, igual que los cafés, el instituto, el barrio en general. La memoria de Kido no le abandonaba y, por otra parte, comenzaba a sentir algo diferente hacia otra persona y tenía miedo... miedo de lo que deseaba, porque volver a mirarse al espejo se sentía como contemplar el vacío infinito. En el fondo de ese vacío había "algo", sin embargo, y eso era aun más aterrador. Algo o más bien alguien: un niño llorando a lágrima viva; un niño que se manifestaba a través de la compulsión suya de necesitar ser castigado en el sexo, y sólo así obtenía paz.
No le había hablado a Samiq sobre este niño que sentía tan real y necesitaba desahogar. Sólo quizá mencionarlo de pasada cuando le había pedido alguna vez lo que quería, sin llegar a reconocer que "fantasía" y "necesidad" eran lo mismo a este respecto. Sin admitir lo profundamente que necesitaba bajar -cada vez más- para fundirse en cuerpo y espíritu con ese niño, que era la cara oculta de la luna en él mismo.
Halley no comprendía por qué necesitaba esto. Sólo podía sentir que estaba harto: harto de ser "grande", de tener responsabilidades y de no poder -o no querer- afrontarlas, de su falta de fuerza, de su mala leche, de haber sido él quien tiraba borradores y tizas y quien abroncaba a otros durante tantos años, al menos hasta que encontró a Kido. Necesitaba desnudarse, liberarse de toda esa mierda y permitir que le parasen los pies; necesitaba que le abroncaran a él, le ridiculizaran para empequeñecerle en su fantasía, le dieran un escarmiento físico como se hacía con los niños descarriados hacía no tanto tiempo. Con Samiq al menos se sentía lo bastante libre como para decirle "necesito una buena paliza", porque, aunque el Dorado tal vez le juzgase, no parecía querer alejarse de él a pesar de haber visto sus excentricidades.
Pero Samiq no iba a quedarse a su lado eternamente. Samiq estaba con Argen -bueno, era "propiedad" de Argen, según él mismo-, de modo que, por mucho que fuera cercano, extremadamente cariñoso y amable con Halley, a la larga no iba a estar por él. Tal vez sólo era cariñoso con Halley porque Argen se lo pedía, de hecho.
No, Halley no creía eso, no quería creer eso ni pensar que Samiq podía fingir que le tenía afecto, pero según veía la situación tampoco quería caer en hacerse expectativas. Cuando estaba con El Dorado se sentía respetado -era irónico sentirse así en plena humillación sexual, aunque qué coño importaba eso- y ... y había incluso llegado a sentirse "querido", pero tal vez todo era solamente una ilusión. Una ilusión peligrosa.
"Nos estamos conociendo", había dicho Samiq cuando fue a verle. Nos estamos conociendo, slow down. Quizá la interpretación correcta de eso era algo como: "No te emociones, Halley; me gusta amueblar tu fantasía y participar en ella pero nada más".
Samiq había ido a verle en su día libre, sí, para cuidarle, porque él había querido hacerlo... pero llevando aquel aro dorado bajo el cuello de su camiseta.
[[BIP-BIP]]
En aquel mismo momento, el teléfono de Halley emitió un par de tonos al recibir un mensaje entrante. El sumiso casi dio un brinco, ¿sería de Samiq? era perturbador pensar que el Dorado parecía capaz de sentirle a distancia.
«Hola, precioso. ¿Estás mejor? ¿Vienes mañana viernes? tranki, solo para algo suavecito (:P) te echo de menos.»
Halley se sintió increíblemente triste de pronto al leer el inoportuno mensaje. Las palabras de Samiq, tan hermosas, parecían tener vida en aquel fondo de luz que rompía momentáneamente la total oscuridad a su alrededor. Tesoros hechos de letras al fin y al cabo, a los que tal vez él se empeñaba en dotar de un significado especial, se dijo amargamente.
La pantalla se fue apagando poco a poco al no pulsar Halley ninguna tecla. Las palabras dejaron de verse, y de nuevo se hizo la oscuridad.
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Dentro de aquel local de dos por dos flotaba un olor a incienso tan fuerte que el aire parecía haberse vuelto denso como humo. Inti arrugó la nariz, tratando inútilmente de no respirar, preguntándose qué demonios hacía ahí. No entendía por qué continuaba ahí, de hecho; por qué seguía con los pies clavados en el suelo de linóleo sin reaccionar para salir corriendo, siendo aquel el típico sitio del que huiría escopetado sin dudarlo. Cantamañanas, timadores, eso era lo que pensaba de quienes impartían según qué tipo de terapias; y sin embargo se había quedado ahí paralizado sin saber por qué, como esperando que algo pasase.
Y algo pasó.
Antes de que el rubio tuviera oportunidad de salir de aquel capcioso estado de letargo, escuchó una voz amigable a su izquierda.
—Buenas tardes. Bienvenido a Heiwa Sanctorum—dijo la voz en un tono neutro que podría proceder tanto de un hombre como de una mujer.
"Heiwa Sanctorum", de modo que así se llamaba el local. No había cartel alguno que lo señalase desde fuera, ni lo ponía por ninguna parte.
Inti se giró lentamente para encarar a quien fuera que hubiera hablado. Resultó ser una figura más alta que él, esbelta bajo el pijama de trabajo que vestía, con el cabello rubio ceniza recogido en una especie de moño de buen tamaño a la altura de la nuca. La figura llevaba la mitad inferior de la cara tapada por una mascarilla, como si la puerta entornada a sus espaldas fuera la de un quirófano y ella -o él, pues Inti no supo cuál era su género- hubiera tenido que salir en plena operación. Sus ojos eran negros, dos espejos opacos de calma insondable.
—¿Viene para meditación?—preguntó aquella persona.
Inti negó inmediatamente con la cabeza. No, no había concertado ninguna cita para nada, desde luego, y menos para la típica sesión de locos en grupo donde un tarado decía "Ommm..." en la postura del loto. Eso era lo que le sugería la palabra "meditación", más o menos.
—No. Sólo estoy... mirando—respondió con sequedad, como si estuviera en una tienda cualquiera dispuesto a comprar algo y no quisiera ser molestado por el vendedor de turno. No entendía por qué se sentía tan nervioso de repente sin razón; era algo absurdo y empezaba a molestarle.
Sintió de pronto un rápido movimiento a su derecha y se estremeció, desviando la mirada por encima de su hombro hacia aquel punto sin poder evitarlo. Creyó ver una especie de centella de color azul saliendo de la pared- ¿ o más bien rebotando contra ella?- que al instante desapareció. Dio un respingo cuando de pronto volvió a verla de refilón, esta vez al otro lado.
—Je. Tenemos un pequeño problema con los insectos voladores—dijo la esbelta figura, moviendo el brazo para espantar algo que Inti no llegó a ver cuando volvió a mirarla—la naturaleza atrae a la naturaleza, ya sabe.
Inti puso cara de asco y retrocedió.
—Bueno, pase a la salita si quiere a esperar. En seguida estaremos disponibles—dijo la persona enmascarada antes de que pudiera comentar nada, sin embargo. Se había pasado por el forro su negativa, al parecer.
Y entonces, como un gilipollas, el rubio se vio asintiendo y avanzando hacia otra puerta que señalaba aquel sujeto, una puerta también entreabierta que estaba a la izquierda de la otra por donde él o ella había salido.
Pensando que seguramente estaba borracho por culpa del incienso (o de algo peor que flotara en el aire), Inti puso la mano sobre la hoja de la puerta y empujó, sintiendo los ojos negros de la figura clavados en su espalda. Sí, fijo que estaba alucinando por la falta de sueño y por alguna maldita droga que tal vez hubiera allí, porque ahora se daba cuenta de que aquel ser parecía... parecía no del todo humano. ¿Dónde cojones había ido a parar? ¿Dónde se estaba metiendo?
Traspasó la puerta y entró en una pequeña sala. Las paredes estaban forradas con tela, seda tal vez, curiosamente de su color favorito. La única luz procedía de una lamparita esférica colocada en el suelo, aunque, cuando Inti se fijó mejor, pudo comprobar que en realidad no había ninguna bombilla generándola, sino la llama de una vela bailoteando dentro de la bola agujereada que la protegía, proyectando dibujos sobre la pared. Estrellas mínimas, corazones, pequeños círculos, todo danzando al pulso de la llama.
El aire al menos no se sentía tan cargado ahí dentro, sorprendentemente. Aunque Inti seguía con la vaga impresión de estar soñando, reconociendo poco a poco una sensación liviana de irrealidad que comenzaba a llenarle, y a... gustarle.
Respiró, trató de relajarse y permitió que sus piernas se doblaran hasta que cayó sentado sobre la mullida alfombra en el suelo. No veía más que sombras en la penumbra, siluetas de lo que podría ser el escaso mobiliario en la habitación: cojines de diferentes tamaños y formas, quizás un colchón o una especie de futón contra la pared opuesta, quizás una tabla o una mesa baja en aquella misma esquina. La llama de la vela reflejaba el brillo de algo cristalino en aquel lugar, tal vez algunos vasos, o frascos, o algún objeto decorativo.
Inti no se fijó en pequeños detalles, sin embargo. Sentía el impulso de "no hacer", de parar, de quedarse quieto. Aquella sensación de calma era tan perturbadora como balsámica para su mente.
—Quiero dejar de caminar en círculos—susurró a la nada en aquella habitación sin saber por qué. Había hablado solo alguna vez, pero le resultó chocante escuchar su propia voz diciendo aquello.
Caminar en círculos era odioso, porque el final del camino siempre era el principio: el hambre, la ansiedad. La rabia. Otra vez.
—El mundo ya gira solo mientras caminamos—dijo una voz de pronto a su espalda, distinta, más sólida y asertiva que la de quien le recibió. Más alegre de alguna forma, también.
Inti no se asustó esta vez al saberse acompañado. Era como si en el fondo hubiera esperado no estar solo allí. Al fin y al cabo, el ser de la entrada le había dicho que pronto estarían "disponibles", no sabía quiénes.
Se dio la vuelta sin levantarse y contempló a la persona que estaba ahora en la habitación con él, alguien que difícilmente pasaría desapercibido pues era asombrosamente alto y de complexión fuerte. Hombros anchos, espalda amplia, manos grandes. Las facciones de su rostro se recortaban finas bajo la luz de la vela, sin embargo, y su expresión era amable.
—¿Cómo va la guerra, hermano?—dijo el recién llegado mientras le tendía la mano a Inti como para presentarse, sonriendo.
¿La guerra? Ja. De puta madre, buena metáfora.
—Mal—respondió el rubio. De perdidos al río, para qué mentir—peor que mal.
Extendió la mano a su vez y permitió que aquel extraño se la estrechase levemente.
—En la guerra casi todo va mal—admitió aquella persona—Me llamo Iver.
—Me llamo Inti—contestó automáticamente el rubio.
El ser llamado Iver asintió. Ya sabía que el nombre de aquel humano era Inti, pero eso no era algo que fuera a decir. No quería asustar al humano bajo ningún concepto, menos ahora que por fin éste había llegado hasta allí. Se alegraba de conocerle en persona por fin, eso sí podía decirlo.
—Me alegro de conocerte, Inti.
—Encantado.
— ¿Has meditado alguna vez?
—Creo que ya lo estoy haciendo.
¿Qué? El rubio sintió el súbito impulso de echarse a reír. ¿"Creo que ya lo estoy haciendo"? de dónde coño se había sacado eso, ¿por qué lo había dicho?
En el fondo sabía
que lo dijo
porque por primera vez en mucho tiempo había logrado detenerse.
"No quiero andar en círculo".
"No quiero".
El ser llamado Iver sonrió.
—Ah. Bien, hermano. Puedes ir aún más profundo, si quieres.
¿Más profundo? Mierda, ¿por qué motivo eso resultaba tentador? Más aun ahora que Inti se daba cuenta de lo cansado que estaba, viéndose de pronto incapaz de resistir el impulso de echarse en el suelo. Hizo un esfuerzo por mantener su postura sentado sobre las alfombras, sin embargo, ¡no quería desplomarse allí!
Tenía miedo, pero estaba tan harto de tener miedo que ya se la sudaba.
—¿Cómo puedo hacer eso?
No, no quería ir más profundo. Pero tal vez era esa la única manera de dejar de caminar en círculos, y necesitaba parar. Por doloroso que fuera meter un palo entre los radios de aquella rueda, necesitaba parar.
—Échate, hermano. Cierra los ojos y deja que te acompañe.
Inti no necesitó más para rendirse. Como si hubiera estado esperando que aquel ser le diera permiso, simplemente se tendió de lado en el suelo, adoptando la postura que habitualmente tomaba para dormir, y cerró los ojos. Necesitaba descansar.
Tal vez era todo una jodida paranoia de su mente, una alucinación. Tal vez aquella habitación no existía, ni tampoco aquel ser, ni el otro que le había recibido, ni el niño-adolescente-lo que fuera que le dio la dirección del local. El caso era que si todo era irreal, en realidad daba lo mismo.
—Tranquilo. No tengas miedo—escuchó con claridad la voz de Iver, quien se hallaba aun a prudente distancia aunque más cerca ahora—Nada te va a matar. No vas a morir, sólo vas a transformarte, como todo se transforma.
—¿A transformarme? ¿en qué?
—En ti, siempre.
La náusea se hizo intensa en aquel momento, agónica, como si de pronto el rubio estuviera al borde de vomitar su propia alma.
—¿Qué... qué puedo hacer...?—jadeó, sintiendo que le faltaba el aire.
Iver le puso una de sus enormes manos sobre el hombro y suspiró.
—Respira, hermano. Aquello con lo que no estás en paz aparecerá... bajo cualquier forma.
Inti se estremeció sobre la alfombra y sacudió la cabeza con los ojos cerrados.
—No...—musitó en un tono apenas audible, aunque de hecho quería gritar. Desde luego, no tenía ninguna gana de enfrentarse a aquello "con lo que no estaba en paz", de ninguna de las maneras—no puedo.
—En la guerra descubres que no eres tú el único que está en la guerra. Todos libramos batallas en el mismo mundo... un mundo de mundos. Tenemos la oportunidad de poder comprendernos, de salvarnos entre nosotros; ese es nuestro poder.
Inti no se daba cuenta de que apretaba los dientes ni de que tenía los puños fuertemente cerrados mientras escuchaba a Iver. Las palabras le llegaban certeras pero con suavidad; casi parecían tener consistencia y continuar sonando en el silencio, dentro de su cabeza, atravesando la maraña enredada de sus pensamientos.
Era imposible temer a la voz de aquel ser, discretamente grave, con la cadencia de una campana que oscilara sin prisa. Se trataba de una voz que mecía a uno por dentro, el tipo de voz que podría calmar a un niño muy nervioso. El tipo de voz sobre el que uno podía reclinarse, apoyarse un momento para seguir caminando sin miedo a desaparecer.
Inti estaba de acuerdo con lo que había dicho Iver: las personas libraban batallas todos los días, en todas partes, de todo tipo. Quizá porque se trataba de algo sumamente obvio nunca se había parado a pensar en ello, ¿significaba eso que no había prestado la suficiente atención a las batallas ajenas, fuera de sí mismo?
Se dio cuenta de golpe de que pocas veces se había detenido a mirar más allá del punto de partida en otras personas. Sí, lo sabía; lo sabía todo, pero había pasado de largo lo que no le interesaba, por sus santos cojones. Sabía perfectamente -por ejemplo- que Kido quería vivir a toda costa como si no estuviera enfermo, ¡pero nunca había querido tomarle en serio! Era por protegerle, oh, sí, por supuesto. Qué hipocresía. Realmente hubiera sido incómodo ponerse en el lugar de su hermano para comprender su situación... y no era tanto que las cosas pudieran haber terminado de forma diferente o no si lo hubiera intentado, sino que, de cualquier modo, ya era demasiado tarde. ¿Quién coño se había creído que era, pensando que el futuro de Kido existía y que era más importante que su presente?
—Lo siento...—musitó. Comprendió que estaba llorando cuando sintió el sabor salado de las propias lágrimas, y le importó un carajo—Yo te amaba. Lo hice... porque te amaba.
¿En serio? Si de verdad hubiera amado a Kido, hubiera luchado por que éste fuese feliz, no por que actuase de un modo o de otro. Había pasado tantos años obesionado con la muerte de Kido para nada... actuando con los ojos cerrados, impulsado por lo que había llamado "responsabilidad" pero en realidad era miedo.
—Lo hice mal, lo hice mal. Lo siento.
Iver acarició con suavidad el hombro de Inti, siendo consciente de que éste ya no estaba con él. No sabía a quién estaba hablando el rubio, pero eso no importaba, le acompañaría igualmente.
—Hermano, tú hiciste lo que pudiste—fuera como fuese, estaba seguro de que eso era cierto.
Pero Inti lo negó.
—¡En absoluto! Hice lo que quise, sólo pensé en mí. Siempre hago eso.
—No, hermano. No hiciste lo que quisiste, porque no te diste cuenta de todas las opciones que tenías a tu alcance.
Iver había visto que con los humanos la cosa funcionaba así. Pocos querían realmente hacer daño a un semejante, pero sucedía que no pensar -y no detenerse a mirar- les arrebataba la libertad de decidir. El camino hacia el infierno estaba sembrado de las mejores intenciones, sin duda.
De lado sobre la alfombra, Inti encogió las piernas llevando las rodillas al pecho.
—Tal vez no maté a mi hermano, pero le jodí la vida.
Era un jodevidas. No era a Kido al único que había jodido, claro que no. Era un jodevidas a gran escala, un jodevidas de mierda. Kido, Taylor, Halley, Esther, Álex... les había prejuzgado a todos de forma implacable.
—Creo que más bien intentaste salvársela con todas tus fuerzas—murmuró Iver.
—Pero lo hice mal...
Inti lloraba a moco tendido como nunca en su vida. Lloraba tan fuerte que su cuerpo se sacudía y le dolía el pecho.
—Tu hermano sabía que le amabas aunque cometieras errores. Él también cometía errores, Inti. Como todos.
—Kido...—sollozaba Inti con la cara entre las manos—por favor, por favor, perdóname...
Ojalá Kido estuviera vivo y fuera posible rectificar. Kido estaba muerto, pero, para Inti, era posible aun rectificar. Había más personas cuya guerra había pasado por alto. "Nunca más", se dijo. "Nunca más". Sin darse cuenta estaba pidiendo perdón a todos ellos en su cabeza bajo el nombre de su hermano.
Kido estaba muerto, e Inti le seguía amando. Dolía amar a alguien que no volvería, pero al mismo tiempo era hermoso porque ¿qué amor más puro podía haber que aquel donde uno sabe que jamás obtendrá nada a cambio, ni siquiera presencia?
Era un jodevidas de mierda, sí. Pero, si dejaba que la culpa le paralizase, si continuaba en loca huída por causa del miedo y no tomaba el control, perdería toda oportunidad de amar a alguien más, de ver a alguien más. Y seguiría cometiendo una y otra vez el mismo error. Tal vez pudiera volver a encontrarse con su hermano cuando llegara el momento, si acaso la muerte no era un fin sino una transformación más. Pero hasta que eso sucediera, seguía habiendo vida.
—Gracias...
Había dado por hecho que no podía hacer nada por otros. Había dado por sentado que era incapaz, que algo en él estaba roto, deshabilitado de por vida tras todos los errores cometidos. Era en realidad inmolarse y abrazar la propia destrucción lo que había estado haciendo, quizá porque no había creído merecer nada más.
Cuán desconectado había estado del mundo, cuan inconsciente durante tanto tiempo de todo lo que le rodeaba. ¿Cómo era posible vivir así?
"Tenemos la oportunidad de comprendernos y de salvarnos. Es nuestro poder". Mientras hubiera oportunidades, había esperanza. Como dijo el poeta, "hoy es siempre todavía".
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A las ocho de la tarde, como siempre, se servía la cena en el comedor del centro de rehabilitación social de menores. Como educador de guardia, se esperaba de Álex que estuviera allí vigilando a los chavales junto con el enfermero o enfermera de turno; y, bueno, físicamente ahí estaba él, aunque tenía la cabeza en otra parte.
En aquel momento se había quedado mirando a Nuria, la chavala que tenía justo en frente, quien estaba de nuevo en fase de negarse a tomar la única pastilla que Paola se empeñaba en darle ahora en un vasito de plástico transparente. Se trataba de la píldora anticonceptiva, y se podría decir que era una cuestión de vida o muerte -literal- que Nuria la tomase a su hora cada día, pues a sus diecisiete años la joven llevaba ya dos abortos en su haber.
La mirada de Álex se diluía en la misma escena de siempre: Paola de pie con el vasito en la mano, exponiendo argumentos con toda la paciencia del mundo, y Nuria sentada en la silla barbotando obscenidades en respuesta mientras los demás chavales se agitaban por ello. Alguna vez había intervenido en aquel forcejeo de palabras y más, pero en aquel momento simplemente dejaba que todo transcurriera ante sus ojos como si la realidad le fuera ajena, y así era, porque él estaba en otra parte.
Había dejado a Esther sola con Jen cuando salió a trabajar aquella mañana. Ella no le había dicho nada, pero ya la conocía lo bastante como para intuir que iría a buscar al otro para hablar con él, porque sufría al echarle de menos. Álex la había visto sufrir por lo que pasó en la casa del lago, por la ausencia de Jen y por no poder mirarle a la cara en los días que siguieron... la conocía lo bastante para saber que ella no soportaba que las cosas estuvieran en el aire, "sin arreglarse", durante demasiado tiempo.
Estaba preocupado porque la situación -la relación de Esther con ellos tres- se le antojaba cada vez más extraña. Veía que Esther estaba cambiando; la veía más aliviada, más contenta, como si se hubiera quitado un peso de encima. Más LIBRE. Pero tal vez aquellos cambios, aunque fueran positivos, estaban sucediendo demasiado rápido. Era como si ella de golpe hubiera decidido ponerse las pilas: de pronto trabajar, pensar en re-enganchar los estudios, hacer terapia, y no creer a pies juntillas lo que decía Inti cuando trataba de tocarle la moral (entre otras cosas). Álex celebraba aquellos cambios, ¡cómo no hacerlo!, pero no podía negar que tenía algo de miedo. ¿Y si algo salía mal y Esther se desplomaba? había visto torres más altas cayendo en menos tiempo. El batacazo podría ser terrible desde tan alto, o eso pensaba.
No podía dejar de pensar en ella y en preguntarse cómo estaría. No es que temiera que Jen no fuera a tratarla bien o que le diese una mala contestación, pero entendía que éste no merecía tanta preocupación por parte de Esther. Al fin y al cabo, supuestamente ya tenía una novia, ¿no? Uhg. No quería pensar en eso; deseaba mantenerse al margen de lo que entendía que no eran sus asuntos, y más aún lo deseaba ahora teniendo a Paola delante.
Había llamado por teléfono a casa antes de entrar en el comedor, pero nadie había contestado. Se forzaba a pensar que no habría sido por nada especial, que seguramente Esther estaba bien, pero no veía el momento de que la cena terminase para intentar llamar de nuevo.
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El teléfono había sonado un par de veces en la casa, pero, desde luego, ni Esther ni Jen estaban como para contestar. Él estaba de pie ahora con los pantalones por las rodillas, apoyando la espalda contra la pared, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados mientras trataba de dosificar los escalofríos y las oleadas de placer que le sacudían de pies a cabeza. Su mano derecha se cerraba sobre la cabeza de Esther, quien seguía arrodillada y le abrazaba ambos muslos mientras le mamaba la polla como si fuera a acabarse el mundo, succionando hasta hacerle gotear por el glande e incluso dándole pequeños mordiscos. Él estaba tirándola del pelo para que no fuera tan intensa y tan rápida, sujetando su propio rabo por la base con la mano izquierda y tratando de hacer tope contra la boca de ella para que no le engullera entero, de limitarla para no perder el control... pero el hambre de ella era feroz.
—Me voy a correr si no frenas—jadeó, dando un golpe de caderas hacia atrás y forzándola a levantar la mirada con un tirón más fuerte.
Ella le miró desde abajo sin dejar de chupar, con un brillo de súplica en los ojos. Había extrañado tanto sentirle duro en su boca y volver a probar su sabor... no quería frenar, no lo haría aunque Jen se lo pidiera, desobedecería a propósito por una vez. La idea de ser castigada posteriormente por ello sólo la excitó más.
—Hah... frena, joder—gruñó él, revolviéndose contra la pared para esquivar succiones y lengüetazos.
—¡Hmmmh!
Viendo que ella seguía agarrada a él cual garrapata, hizo acopio de fuerzas para poner ambas manos en sus hombros y empujarla hacia atrás.
—Te he dicho que frenes, puta.
Esther cayó de espaldas y sonrió jadeante, mirándole a los ojos, viendo como él apretaba dientes y se arrodillaba en el suelo entre sus piernas abiertas. Pocas cosas la ponían tan cachonda como ver al eternamente dulce y equilibrado Jen en tal punto de excitación que ni sonreír podía.
—Amo, lo siento...—se le escapó una pequeña carcajada de triunfo mientras decía esto.
Él resopló, puso las manos en la cinturilla de los leggings de Esther y se los bajó junto con las bragas al tiempo que le levantaba las piernas.
—¿Sigues con la regla, zorra?
Ella se retorció en el suelo, sintiendo de golpe uno de los largos dedos de él penetrándola sin previo aviso hasta el fondo. Gimió y arqueó la espalda cuando los nudillos de Jen se clavaron en su periné, aunque a pesar del espasmo de placer trató de responder a la pregunta.
—Apenas... apenas, Amo.
Llevaba bragas sólo por si acaso, esa era la verdad. Cerró los ojos, sin poder evitar empezar a mover el culo para sentir aquel dedo más adentro, clavándose en el puño de Jen como si tratara de devorar también las angulosas formas de los nudillos con el babeante coño. Se lamió los labios deseando saborear besos y lengua, sabiendo que la deliciosa polla que acababa de catar estaba ahí mismo a punto de partirla en dos.
—Por favor, Amo, fóllame...
—Puta guarra. Te quiero.
Ah, no. Por favor, eso no. La mataba y la hacía volver a vivir cada vez que decía "te quiero". Y, desde luego ese no era el mismo "te quiero" que uno escribiría al final de un mensaje de texto para despedirse, no podría compararse... aunque Esther nunca sabría que él se despedía de su novia de aquella forma por teléfono.
—Te quiero, Amo.
Jen se sentía tan sensible y cachondo al mismo tiempo que quería llorar. Se irguió con cierta dificultad sobre sus rodillas, sosteniendo con la mano izquierda las piernas de Esther para mantenerlas elevadas mientras que con la derecha empezaba a taladrarle el coño metiendo y sacando dedos. Los pantalones y las bragas arrugados por encima de las rodillas de ella hacían que sus muslos se movieran juntos en bloque, separandose uno de otro solo lo que la elasticidad de la ropa permitía por mucho que ella luchara por abrirse más.
—Te quiero, Amo. Amo...
—Te quiero, pedazo de zorra. Ahora quieres que te castigue por celosa, ¿verdad?
Sin esperar respuesta, sacó los dedos de golpe y agarró su miembro para frotarlo entre los pliegues del sexo de Esther sin penetrarla, inclinándose sobre ella mientras acercaba las caderas a su culo. Apoyó la mano izquierda en el suelo, junto a la cabeza de ella, a fin de mantenerse estable y poder empezar a restregar glande y tronco con libertad en la raja de su coño.
—¡Sí, Amo!—ella lloriqueaba y se ahogaba entre jadeos mientras se movía contra él. Pensar en ajustar cuentas con Jen y el cepillo de pelo que había en el cuarto de baño -de robusta estructura de madera en su parte trasera, plana y ovalada- hizo que se viera de golpe al borde del orgasmo. Si Jen seguía frotándose así, se correría a gritos contra aquella dureza sin poder evitarlo.
Él gimió y se echó hacia atrás lo justo para penetrarla de una vez.
—Pues te castigaré entonces—jadeó, asestando el gope de caderas definitivo para clavarse en ella en toda su longitud. No que entendiera que ella mereciese castigo alguno, pero cómo le ponía saber que ese juego la excitaba.
—Sobre tus rodillas, Amo...
Esther trató de decir algo más, pero las palabras simplemente explotaron en un feroz staccato de gemidos cuando Jen empezó a moverse. Él estaba cerca, muy cerca de su clímax también; desde luego no era de piedra y la había añorado mucho, muchísimo, igual o más que ella a él...
El chocar de los cuerpos se escuchaba sonoro y violento en la habitación. En aquella postura, las caderas de Jen colisionaban una y otra vez contra la piel de los glúteos y muslos de ella, tensa gracias a la presión que el brazo derecho de él hacía sobre la zona posterior de ambas rodillas. Podía taladrarla a placer así, y la tenía inmovilizada en aquella posición bajo él gracias a la goma de los pantalones y las bragas.
—Puta, no aguanto más—ni se había parado a pensar en ponerse condón antes de la salvaje cabalgada. Suponía que Esther había tomado sus anticonceptivos (*cap. pendiente) y se moría de ganas de correrse dentro de ella. Maldijo por el jodido jacuzzy que no habían podido disfrutar; bueno, ya habría más ocasiones de volver a aquel lugar con ella,se aseguraría de ello.
—Amo, Amo, te quiero...
—Puta, eres solo mía y lo sabes—jadeó él en su oído, comenzando a perder el control de la follada—sólo MÍA... tú lo sabes.
Esther gritó cuando la violenta sacudida del orgasmo le sobrevino al escuchar aquello.
—¡Amo! ¡Sólo tuya!
—Sólo MÍA.
—Tuya, TUYA, ¡SÓLO TUYA, AMO!
—Amo, por favor, ¿puedo pasar?—dijo ante la puerta cerrada.
La respuesta le llegó desde dentro del cuarto al instante.
—Claro. Entra.
Maldijo en silencio por el estremecimiento que le provocó la suave voz de Jen. Mierda, es que sólo con decir dos palabras a distancia le hacía perder las bragas, y respecto a eso ella no podía -ni quería- hacer nada.
Se había levantado sintiéndose inusualmente fuerte, inusualmente valiente aquella mañana. Tal vez era por la sesión de terapia el día anterior con Jordan, quién podía saberlo. Terapia que ella no dudaba en calificar de "intensiva" cada vez que la recordaba, porque en una hora -o tal vez menos- había hablado más que en toda su vida de sí misma, de su familia y de sus relaciones. Le había dejado una especie de marca interna la sesión, un tipo de huella... una señal de luz, como una lámpara encendida que otorgaba claridad para identificar emociones y no chocar contra escombros, muebles y demás items revueltos dentro de su casa mental en construcción.
Fuera por lo que fuese, se había despertado y se había dado cuenta de que no tenía nada más que pensar respecto a Jen. Le echaba de menos, quería hablar con él y, por otra parte, había logrado distanciarse un poco del dolor que le producía la posibilidad de que él pudiese tener pareja. Desconocía por qué, ¿tal vez por hablar de ello, como había hecho en la terapia? ¿Tal vez por haber llegado a empatizar con él? De cualquier modo, sentía ganas de afrontar el asunto cuanto antes, y, si era cierto que Jen tenía pareja, quitarse de encima la incertidumbre de una vez. No había nada peor que armarse películas en la cabeza de uno y sacar conclusiones sin saber lo que había.
La lámpara encendida en su mente había enfocado tres cosas que ella necesitaba decirle a Jen. Tres cosas que ella necesitaba que él supiera. Y también, desde luego, quería escucharle. Por eso estaba allí en aquel momento, a punto de asir el pomo dorado de la puerta para abrirla y entrar a la habitación de él. Esperaba no incordiarle, y le había aliviado que Jen no sonara molesto o incómodo al otro lado cuando le contestó... así que, tras tomar una profunda bocanada de aire una vez más, accionó el picaporte y abrió la puerta.
No estaba preparada para las sensaciones que le produciría entrar a aquella habitación, sin embargo. El olor levemente diferente -y familiar- que impregnaba el aire, la presencia de Jen en cada rincón; Jen mismo ante su ordenador, recién cerrando una conversación via telemática (o eso creyó atisbar Esther en la pantalla del portatil abierto)... todo aquello hacía que el acto de encararle ahora fuera aun más intenso, y más todavía después de días sin querer mirarle. Se sintió de golpe muy avergonzada al ver el rostro amigable de él, y desvió la mirada por instinto. Tembló. Casi hubiera preferido que Jen estuviera enfadado.
—Amo...—murmuró, sin darse cuenta del apremio en su voz ni de que se tocaba el pecho como si le faltara el aire.
—Hola, cariño. ¿Estás bien?
—No lo sé, Amo.
Ahora de golpe no lo sabía. Sólo sabía que necesitaba volver a sentirse suya, que le echaba de menos, no le importaba nada más.
—Ven aquí...
Él se levantó y abrió los brazos para recibirla contra su cuerpo, sin embargo ella no acertó a responder el gesto.
—Amo, por favor. ¿Me puedo arrodillar?
Realmente sentía que necesitaba caer sobre sus rodillas más que ninguna otra cosa en ese momento. Le había sucedido también con Inti eso mismo en la casa del lago, aunque con el rubio la situación era muy diferente. Ahora necesitaba respirar y arrodillarse a los pies de Jen, abrazar sus piernas, esconder la cara contra ellas y ceder todo el control, porque aquellos actos escondían una promesa inexplicable de alivio y descanso. Le amaba, no le importaba nada más, y no iba a dejar de hacerlo por miedo a sufrir. Esto no era una decisión meditada y tomada desde la valentía, ¡todo lo contrario! Si dejaba de amarle por miedo a sufrir, entonces sería cuando sufriría de verdad, o eso sentía.
Deseaba con todas sus fuerzas decirle "te quiero", pero algo se lo impedía.
—Esther... vamos a hablar, ¿sí?
—Amo, por favor, necesito arrodillarme.
—Esther...
—Por favor, Jen—musitó ella entonces, usando aquel nombre por primera vez en mucho, mucho tiempo—por favor, no me rechaces...
Él negó con la cabeza con rapidez, ciertamente descolocado. Lo último que quería era que su resistencia fuera tomada como un rechazo, y no era que tuviera problema en ver a Esther de rodillas, ja, ¡para nada! pero por puro respeto quería hablar las cosas, aclarar lo que fuera necesario y saber concretamente qué le había estado afectando a ella en los últimos días.
—No, cariño, yo...—intentó explicarse, pero ella insistió.
—Por favor, Amo.
Jen tomo aire y frunció los labios por un segundo en un rictus de tensión.
—Vale—concedió al fin tras un breve lapso de silencio—arrodillate si eso es lo que quieres.
Y cuando la sumisa prácticamente se derrumbó de rodillas en el suelo, él se agachó despacio sosteniéndola por los brazos, arrodillándose también frente a ella para que ambos pudieran hablarse cara a cara. Resopló hacia su frente para apartar un mechon de cabellos de delante de sus ojos, y se dio cuenta de que estaba a punto de perder la goma elástica que sujetaba su pelo recogido en una coleta baja. Sin dejar de mirar a Esther, la soltó para quitarse la goma y volvió a hacerse la coleta de nuevo, sintiéndose de golpe acalorado.
Ella miró al suelo sin poder evitarlo, devorada por un acceso de vergüenza irracional desde el momento en que vió que él se arrodillaba también. Él extendió la mano derecha, le acarició la mejilla y le tomó suavemente la barbilla para levantarle la cabeza.
"Amo, quiero decirte tres cosas", qué fácil había parecido aquello en la cabeza de Esther. Ahora no había forma de sacarlo. No era capaz de formularlo.
—¿Está bien si te doy un abrazo?—murmuró él, para rematar.
—Por favor, Amo.
Jen cambió el peso de la rodilla a la planta del pie contrario que tenía apoyado en el suelo, extendió los brazos y se inclinó hacia Esther para estrecharla contra su cuerpo. Se acercó a ella cuanto pudo desde su posición arrodillada a fin de que el contacto fuera máximo; era cierto que ambos sólo habían pasado unos días distanciados, pero joder, cómo la había extrañado.
—Amo, ¿Paola es tu novia?—Esther sintió que la pregunta le brotaba de sopetón.
Jen suspiró sin dejar de abrazarla. Ahora no se miraban, pues ella tenía la cara sepultada en su cuello.
—No lo sé—admitió en voz baja.
La verdad era que ni él mismo terminaba de reaccionar ante los sentimientos de Paola, y tampoco se sentía seguro de querer etiquetar o nombrar lo que podría unirle a ella. Al fin y al cabo, para él Paola seguía siendo su amiga... era atractiva, sí, le gustaba; sentía cariño por ella, la quería, pero ¿significaba eso que por fuerza tenían que ser pareja?
"Pareja". Jen no se llevaba bien del todo con esa palabra, a decir verdad. Esa palabra, en realidad, no hacía por sí misma más auténtica la experiencia de estar junto a alguien, o eso creía. Había visto "prometidos", novios y novias, maridos y mujeres presuntamente perfectos que luego escondían puro chapapote, puñales y botes de matarratas bajo la desvencijada escalera de sus relaciones idílicas. No que todo tuviera que ser así, pero había visto que el teóricamente elevado significado de ciertos conceptos -"pareja", "amor romántico", o peor aun: "para siempre" o "media naranja"- valía de poco en demasiadas ocasiones. Por no hablar del "hasta que la muerte nos separe", que le sonaba a tétrica fantasía de destino. No era cuestión de si estaba equivocado o no, porque la raíz del rechazo que sentía hacia todo esto se anclaba en un sentimiento, por mucho que luego hubiera pensado sobre ello.
"Pareja". Cuando pensaba en esta palabra y en Paola a la vez, sentía que todo era algo "impuesto". Ser pareja era lo lógico y esperable de acuerdo a los factores culturales de andar por casa, a la mierda con eso. Y desde luego, no quería hacer daño a nadie.
—Amo, he estado pensando. Yo...—iba a doler decir aquello, Esther lo presentía—tengo celos, Amo.
—¿De Paola?—inquirió Jen, resistiendo la tentación de apartarse un poco para mirar a Esther a la cara—Pero, Esther... ¿tú querrías que nosotros fuésemos pareja, tú y yo?
Eso era lo que Jen necesitaba preguntar.
Ella negó con la cabeza a lo segundo, aun sin despegar la cara de la curva del cuello de él. Se había dado cuenta de que no quería eso, o al menos no de momento. Porque aunque adorase con locura a Jen, la decisión tan socialmente lógica de ser su pareja chocaba con el deseo y el apego que sentía hacia a Álex, y con cómo el inaccesible Inti la hacía temblar. Qué cosas. Quería seguir disfrutando de todo ello, eso no tenía nada de malo, ¿verdad?
—Amo, ¿tú no tienes celos cuando... cuando ves a Álex o a Inti follándome?
Nunca se había atrevido a preguntarle eso a Jen, ni a ninguno de los tres. Él se rió un poco y la estrechó más fuerte contra sí.
—Bueno, a veces sí—reconoció.
Era cierto. Era humano. Sentía de tanto en tanto esa punzada familiar cuando veía a Esther entregada a cualquiera de los otros dos, incluso cuando ella era penetrada por él mismo y otro de los Amos a la vez. En muchos momentos hubiera dado oro por ser único, y, cuando eso ocurría, pensaba algo así como "cabrones, quitaos de en medio"- refiriendose a los otros dos- "ojalá pudiérais simplemente evaporaros"... y al instante siguiente se reía de sí mismo. Porque en realidad todo tenía cierta gracia si uno lo pensaba, sí. Tenía gracia todo, hasta buscar ocasiones a lo largo del día para estar a solas con Esther con el solo fin, en efecto, de sentirse único para ella.
Conocía en carne propia la reacción inmediata de la posesión, y no quería tomársela demasiado en serio. Tampoco era una bestia negra que no pudiese superar, sino más bien un piloto rojo que saltaba a veces, algo molesto en la mente y en el cuerpo. Hacía tiempo ya que había pensado sobre estas reacciones impulsivas-desde antes incluso de conocer a Esther- y decidido darles la justa importancia a largo plazo, que era a su juicio más bien poca. Y, desde luego, no querría colocar esa reacción primaria por delante de Esther, pues ya le parecía que era bastante precaria la estabilidad de la relación que ella mantenía con los tres. Una relación que así y todo merecía la pena preservar, por cierto, sólo porque Esther parecía relajada y feliz a ratos, y Jen por nada del mundo querría romper eso. Con sus propios ojos la había visto disfrutar de su sumisión hacia cada uno de los Tres, y tal vez, de hecho, él era el único de los tres Amos que comprendía esto.
Recapitulando, el pequeño bocado del instinto posesivo distaba mucho de ser algo insoportable para Jen. El hecho de sentir a Esther cerca de su corazón ayudaba, aunque, claro, había dado por hecho que Esther sentía de la misma forma que él, y ¡paff!... en eso se había equivocado.
Había dado por hecho que a ella no le dolería tanto su ausencia como para girar la cabeza hacia otro lado. A ese respecto, Jen se sentía como un maldito insensible por haberse parado a pensar, por haberse largado alegremente y luego haber vuelto (supuestamente emparejado de pronto) como si no pasara nada. Podía haber hecho las cosas mejor, mucho mejor, claro que sí. Para empezar, podía haber tenido fuerza de voluntad y no haberse dejado llevar por los encantos de Paola si no estaba seguro de querer estar con ella... pero claro, "y por qué no".
No tuvo ocasión de pensar en el daño que podría causarle a Esther al ejercer su libertad. De golpe él había pensado con la polla y Paola con el coño -o cada uno quién sabía con qué-, y ambos habían gritado en silencio desde la piel fría, desde la sed.
—Amo, por favor, perdóname—musitó Esther al oído de Jen.
—No tengo nada que perdonar.
—Sí, Amo. Por dejar de hablarte—insitió ella—Amo, si tienes pareja, ¿dejaré de ser tuya?
Al oír aquella pregunta añadida fue él quien negó con vehemencia. Se sorprendió con la inmediatez de su propia reacción, dándose cuenta de que no había dudado ni un momento.
—Yo no quiero que dejes de serlo—murmuró—aunque si no quisieras serlo lo entendería.
—Amo... yo te quiero. Yo quiero seguir siendo la que soy a tus pies.
Esther no se detenía a valorar cómo sonaban sus palabras, pues ya había desistido hacía tiempo de encontrar la forma más correcta y exacta de expresarse. Simplemente dejaba que las emociones se desenclavaran y subieran por inercia hasta su boca, si esto tenía sentido, para ser articuladas entre susurros contra la piel de Jen.
—Pues yo quiero que seas lo que quieras ser—musitó él, levantando una mano para acariciarle la cabeza—quiero que estés bien, Esther.
—Lo estoy, Amo.
—¿Te haría daño que estuviera con Paola?
—No, Amo.
Esther mintió en eso, sólo por una razón. Claro que le haría "daño" saber que Jen estaba con Paola, pero más daño le haría que por su causa Jen dejase de hacer algo que deseaba.
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En aquel mismo momento, Inti se disponía a salir de la clínica veterinaria una vez terminada su jornada. En realidad había pedido permiso para escaparse un poco antes, porque el hecho era que no se encontraba muy bien. No que le doliese la cabeza o tuviera algún síntoma físico más allá de los generados por la propia ansiedad; era malestar de otro tipo, dolor y fatiga emocional, pero era importante.
Él mismo no sabía bien qué le pasaba. En los últimos días había tenido que digerir demasiadas cosas, tal vez. Acercarse a Balle y verle, acercarse a Taylor y verla en el hospital... Acercarse a Esther y, por algún motivo, resistirse a mirar
(Casi odiándose a sí mismo).
No sentía precisamente que estuviera evolucionando, a pesar de todos aquellos temblores de tierra en lo profundo. Más bien estaba al límite de su resistencia, tirando tan fuerte de una cuerda ficticia que ya sentía que no podía más (¡pero tenía que poder!), casi con desesperación, con terror a soltarse. Sentía vértigo, miedo a lo conocido y a lo no reconocido... porque sabía -oh, sí, lo sabía bien-que había deslizado mucha mierda bajo las alfombras al barrer, en sentido figurado. Digamos que sabía exactamente dónde NO quería mirar, pero ya no había excusas ni forma de eludir que la "mierda" estaba ahí.
(Quién es Esther, qué has hecho con ella, por qué cojones necesitabas hacer eso.)
Mientras caminaba en fuga de sí mismo, esforzándose aun en huir de todos los demonios -eran tantos, eran tan fuertes- un niño pasó a su lado como una bala, chocando contra su costado a pesar de que la calle estaba casi vacía, y aprovechando para ponerle una especie de panfleto en la mano.
—¡Apúntate, capullo!—dijo con energía, luciendo una amplia sonrisa en la cara, antes de volver a salir corriendo.
¿Realmente era un crío? Eso había pensado Inti a la primera ojeada, pero cuando enfocó la vista en aquella figura una segunda vez recibió una impresión diferente, ambigua. Aunque tampoco tuvo mucho tiempo para fijarse. No hubiera sabido decir qué edad tenía el chaval, ni de hecho si era chaval o chavala.
Le pareció extraño el "encuentro", más aun cuando se quedó medio idiotizado por el dibujo de una semilla de diente de león en la espalda de la camiseta del chico... y de pronto, mágicamente, éste (o esta) desapareció. Se esfumó de golpe como si nunca hubiera existido, mientras Inti le estaba mirando, si eso era posible. "Tal vez necesito dormir más", se dijo el rubio, pensando que últimamente no pegaba ojo y que el cansancio acumulado le hacía alucinar.
Se dio cuenta de que tenía en la mano el panfleto que le había dado el diente de león andante-¡casi volador!-; Lo desplegó, y comenzó a leer lo que había escrito en él. Parecía tratarse de la publicidad de un centro de terapias alternativas o algo parecido:
«Lo siento.
Por favor, perdóname.
Gracias.
Te amo. »
Eso era lo que podía leerse en grandes letras de color azul sobre fondo blanco en el centro del papel. Debajo de esta especie de salmodia, ponía en letra cursiva más pequeña: «Hoponopono, yoga, talleres y meditación». En el reverso del panfleto había un mapa con la dirección exacta del sitio donde se impartía aquella mierda, y la ruta marcada en rojo con absurdas flechas gigantescas como para que no hubiera pérdida. Qué curioso, precisamente la ruta a seguir desde el punto concreto donde él estaba ahora, ¿lo habría dibujado el chaval? Vaya cosa más rara. Por un momento hasta le produjo curiosidad.
"Apúntate, capullo". Ni soñando. Él no creía en esos cuentos chinos, ni siquiera entendía la maldita palabra "hopono-¿qué?"; por dios, hasta le había costado leerla.
No creía en esas cosas, claro que no. Y desde luego no iba a apuntarse en ningún lado. Pero... tampoco pasaba nada por ir a ver, ¿no?
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¿Cómo hace uno cuando quiere despedirse de alguien sin decirle a esa persona que se está despidiendo? Es algo parecido a cuando sientes pena o preocupación por alguien, y quieres preguntarle cómo está sin que se de cuenta de cuánta tristeza te inspira su situación. Ambas cosas sentía Halley al marcar el número de la clínica psiquiátrica para hablar con Taylor aquella tarde.
Había postergado aquel momento hasta que ya se cernía el anochecer sobre la ciudad, y aun le parecía que aquello de marcharse era una decisión loca, pero tal vez esa locura era lo más lúcido que podía hacer. Para bien o para mal, ya lo había decidido, aunque el hecho era que tenía miedo de arrepentirse y por eso... por eso no quería esperar más.
—Agnes, ¿cómo estás?
Escuchó como de pronto la voz de la señorita se rompía en llanto cuando ella intentó decir su nombre al otro lado del hilo telefónico. Halley suspiró. No era la primera vez que ella se deshacía en lágrimas por teléfono cuando le reconocía la voz, de todas formas.
—Agnes, tranquila...
—Lo s-siento...
—Agnes, ¿qué te pasa?
—L-lo s-siento—repetía ella sin cesar, ahogada entre sollozos—Lo siento, lo siento...
Halley apenas pudo hablar con Agnes encontrándose ella en ese estado. Ni siquiera tuvo valor para decir una mentira piadosa o para esquivar la verdad, diciéndole por ejemplo "voy a tener que ausentarme y espaciar las visitas durante un tiempo" o algo como eso. Esa había sido su idea inicial, no realmente contarle a ella que iba a mudarse a la otra punta del país. Porque él quería seguir visitándola, solo que una vez se fuera no podría hacerlo con la misma frecuencia de siempre.
Pero Agnes no cesaba de llorar, así que él se había limitado a estar junto a ella a través del hilo telefónico, a consolarla y a decirle que no iba a dejarla sola. Bueno, ya intentaría volver a llamarla otro día y explicarle que no iba a poder ir tan a menudo a verla, si acaso la pillaba más serena. No era la primera vez que Taylor tenía un "ataque de tristeza" al teléfono o incluso viéndole en persona; el doctor que la trataba le había explicado a Halley que era parte de la depresión que ella padecía, y generalmente procedía a "ajustarle la medicación" según decía en esos casos, aunque luego no parecía que eso tuviera mucho efecto (a la vista estaba).
Sintiéndose algo culpable y profundamente impotente, Halley colgó el teléfono por fin tras unos cuarenta minutos de escucha hasta que le pareció que Taylor se había calmado. Se quedó sentado en el sofá, tomándose un tiempo ocultando la cara entre las manos como queriendo aislarse del mundo y no ver, no oír, no hablar. Era ya de noche tras las ventanas, pero no se sentía con ganas de encender las luces.
Sobre la mesa de café estaba la carta donde aquel contacto suyo había redactado esa oferta de trabajo, que era más bien una invitación, una especie de honor para alguien previamente elegido. El papel aparecía arrugado como si hubieran hecho una pelota con él y vuelto a desplegarlo varias veces, rasgado en los bordes y cubierto de manchas y goterones secos en varias gamas de marrón. Ja, a Halley le habría faltado cagarse sobre aquella hoja solamente para poder decir que esta tenía más mierda que el palo de un gallinero, en sentido literal.
Y sin embargo, había decidido agarrarse a aquel palo de gallinero como si fuera una tabla de salvación porque se había dado cuenta de que, sencillamente, no podía soportar ni un día más de su vida allí. Aquella casa estaba plagada de recuerdos, igual que los cafés, el instituto, el barrio en general. La memoria de Kido no le abandonaba y, por otra parte, comenzaba a sentir algo diferente hacia otra persona y tenía miedo... miedo de lo que deseaba, porque volver a mirarse al espejo se sentía como contemplar el vacío infinito. En el fondo de ese vacío había "algo", sin embargo, y eso era aun más aterrador. Algo o más bien alguien: un niño llorando a lágrima viva; un niño que se manifestaba a través de la compulsión suya de necesitar ser castigado en el sexo, y sólo así obtenía paz.
No le había hablado a Samiq sobre este niño que sentía tan real y necesitaba desahogar. Sólo quizá mencionarlo de pasada cuando le había pedido alguna vez lo que quería, sin llegar a reconocer que "fantasía" y "necesidad" eran lo mismo a este respecto. Sin admitir lo profundamente que necesitaba bajar -cada vez más- para fundirse en cuerpo y espíritu con ese niño, que era la cara oculta de la luna en él mismo.
Halley no comprendía por qué necesitaba esto. Sólo podía sentir que estaba harto: harto de ser "grande", de tener responsabilidades y de no poder -o no querer- afrontarlas, de su falta de fuerza, de su mala leche, de haber sido él quien tiraba borradores y tizas y quien abroncaba a otros durante tantos años, al menos hasta que encontró a Kido. Necesitaba desnudarse, liberarse de toda esa mierda y permitir que le parasen los pies; necesitaba que le abroncaran a él, le ridiculizaran para empequeñecerle en su fantasía, le dieran un escarmiento físico como se hacía con los niños descarriados hacía no tanto tiempo. Con Samiq al menos se sentía lo bastante libre como para decirle "necesito una buena paliza", porque, aunque el Dorado tal vez le juzgase, no parecía querer alejarse de él a pesar de haber visto sus excentricidades.
Pero Samiq no iba a quedarse a su lado eternamente. Samiq estaba con Argen -bueno, era "propiedad" de Argen, según él mismo-, de modo que, por mucho que fuera cercano, extremadamente cariñoso y amable con Halley, a la larga no iba a estar por él. Tal vez sólo era cariñoso con Halley porque Argen se lo pedía, de hecho.
No, Halley no creía eso, no quería creer eso ni pensar que Samiq podía fingir que le tenía afecto, pero según veía la situación tampoco quería caer en hacerse expectativas. Cuando estaba con El Dorado se sentía respetado -era irónico sentirse así en plena humillación sexual, aunque qué coño importaba eso- y ... y había incluso llegado a sentirse "querido", pero tal vez todo era solamente una ilusión. Una ilusión peligrosa.
"Nos estamos conociendo", había dicho Samiq cuando fue a verle. Nos estamos conociendo, slow down. Quizá la interpretación correcta de eso era algo como: "No te emociones, Halley; me gusta amueblar tu fantasía y participar en ella pero nada más".
Samiq había ido a verle en su día libre, sí, para cuidarle, porque él había querido hacerlo... pero llevando aquel aro dorado bajo el cuello de su camiseta.
[[BIP-BIP]]
En aquel mismo momento, el teléfono de Halley emitió un par de tonos al recibir un mensaje entrante. El sumiso casi dio un brinco, ¿sería de Samiq? era perturbador pensar que el Dorado parecía capaz de sentirle a distancia.
«Hola, precioso. ¿Estás mejor? ¿Vienes mañana viernes? tranki, solo para algo suavecito (:P) te echo de menos.»
Halley se sintió increíblemente triste de pronto al leer el inoportuno mensaje. Las palabras de Samiq, tan hermosas, parecían tener vida en aquel fondo de luz que rompía momentáneamente la total oscuridad a su alrededor. Tesoros hechos de letras al fin y al cabo, a los que tal vez él se empeñaba en dotar de un significado especial, se dijo amargamente.
La pantalla se fue apagando poco a poco al no pulsar Halley ninguna tecla. Las palabras dejaron de verse, y de nuevo se hizo la oscuridad.
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Dentro de aquel local de dos por dos flotaba un olor a incienso tan fuerte que el aire parecía haberse vuelto denso como humo. Inti arrugó la nariz, tratando inútilmente de no respirar, preguntándose qué demonios hacía ahí. No entendía por qué continuaba ahí, de hecho; por qué seguía con los pies clavados en el suelo de linóleo sin reaccionar para salir corriendo, siendo aquel el típico sitio del que huiría escopetado sin dudarlo. Cantamañanas, timadores, eso era lo que pensaba de quienes impartían según qué tipo de terapias; y sin embargo se había quedado ahí paralizado sin saber por qué, como esperando que algo pasase.
Y algo pasó.
Antes de que el rubio tuviera oportunidad de salir de aquel capcioso estado de letargo, escuchó una voz amigable a su izquierda.
—Buenas tardes. Bienvenido a Heiwa Sanctorum—dijo la voz en un tono neutro que podría proceder tanto de un hombre como de una mujer.
"Heiwa Sanctorum", de modo que así se llamaba el local. No había cartel alguno que lo señalase desde fuera, ni lo ponía por ninguna parte.
Inti se giró lentamente para encarar a quien fuera que hubiera hablado. Resultó ser una figura más alta que él, esbelta bajo el pijama de trabajo que vestía, con el cabello rubio ceniza recogido en una especie de moño de buen tamaño a la altura de la nuca. La figura llevaba la mitad inferior de la cara tapada por una mascarilla, como si la puerta entornada a sus espaldas fuera la de un quirófano y ella -o él, pues Inti no supo cuál era su género- hubiera tenido que salir en plena operación. Sus ojos eran negros, dos espejos opacos de calma insondable.
—¿Viene para meditación?—preguntó aquella persona.
Inti negó inmediatamente con la cabeza. No, no había concertado ninguna cita para nada, desde luego, y menos para la típica sesión de locos en grupo donde un tarado decía "Ommm..." en la postura del loto. Eso era lo que le sugería la palabra "meditación", más o menos.
—No. Sólo estoy... mirando—respondió con sequedad, como si estuviera en una tienda cualquiera dispuesto a comprar algo y no quisiera ser molestado por el vendedor de turno. No entendía por qué se sentía tan nervioso de repente sin razón; era algo absurdo y empezaba a molestarle.
Sintió de pronto un rápido movimiento a su derecha y se estremeció, desviando la mirada por encima de su hombro hacia aquel punto sin poder evitarlo. Creyó ver una especie de centella de color azul saliendo de la pared- ¿ o más bien rebotando contra ella?- que al instante desapareció. Dio un respingo cuando de pronto volvió a verla de refilón, esta vez al otro lado.
—Je. Tenemos un pequeño problema con los insectos voladores—dijo la esbelta figura, moviendo el brazo para espantar algo que Inti no llegó a ver cuando volvió a mirarla—la naturaleza atrae a la naturaleza, ya sabe.
Inti puso cara de asco y retrocedió.
—Bueno, pase a la salita si quiere a esperar. En seguida estaremos disponibles—dijo la persona enmascarada antes de que pudiera comentar nada, sin embargo. Se había pasado por el forro su negativa, al parecer.
Y entonces, como un gilipollas, el rubio se vio asintiendo y avanzando hacia otra puerta que señalaba aquel sujeto, una puerta también entreabierta que estaba a la izquierda de la otra por donde él o ella había salido.
Pensando que seguramente estaba borracho por culpa del incienso (o de algo peor que flotara en el aire), Inti puso la mano sobre la hoja de la puerta y empujó, sintiendo los ojos negros de la figura clavados en su espalda. Sí, fijo que estaba alucinando por la falta de sueño y por alguna maldita droga que tal vez hubiera allí, porque ahora se daba cuenta de que aquel ser parecía... parecía no del todo humano. ¿Dónde cojones había ido a parar? ¿Dónde se estaba metiendo?
Traspasó la puerta y entró en una pequeña sala. Las paredes estaban forradas con tela, seda tal vez, curiosamente de su color favorito. La única luz procedía de una lamparita esférica colocada en el suelo, aunque, cuando Inti se fijó mejor, pudo comprobar que en realidad no había ninguna bombilla generándola, sino la llama de una vela bailoteando dentro de la bola agujereada que la protegía, proyectando dibujos sobre la pared. Estrellas mínimas, corazones, pequeños círculos, todo danzando al pulso de la llama.
El aire al menos no se sentía tan cargado ahí dentro, sorprendentemente. Aunque Inti seguía con la vaga impresión de estar soñando, reconociendo poco a poco una sensación liviana de irrealidad que comenzaba a llenarle, y a... gustarle.
Respiró, trató de relajarse y permitió que sus piernas se doblaran hasta que cayó sentado sobre la mullida alfombra en el suelo. No veía más que sombras en la penumbra, siluetas de lo que podría ser el escaso mobiliario en la habitación: cojines de diferentes tamaños y formas, quizás un colchón o una especie de futón contra la pared opuesta, quizás una tabla o una mesa baja en aquella misma esquina. La llama de la vela reflejaba el brillo de algo cristalino en aquel lugar, tal vez algunos vasos, o frascos, o algún objeto decorativo.
Inti no se fijó en pequeños detalles, sin embargo. Sentía el impulso de "no hacer", de parar, de quedarse quieto. Aquella sensación de calma era tan perturbadora como balsámica para su mente.
—Quiero dejar de caminar en círculos—susurró a la nada en aquella habitación sin saber por qué. Había hablado solo alguna vez, pero le resultó chocante escuchar su propia voz diciendo aquello.
Caminar en círculos era odioso, porque el final del camino siempre era el principio: el hambre, la ansiedad. La rabia. Otra vez.
—El mundo ya gira solo mientras caminamos—dijo una voz de pronto a su espalda, distinta, más sólida y asertiva que la de quien le recibió. Más alegre de alguna forma, también.
Inti no se asustó esta vez al saberse acompañado. Era como si en el fondo hubiera esperado no estar solo allí. Al fin y al cabo, el ser de la entrada le había dicho que pronto estarían "disponibles", no sabía quiénes.
Se dio la vuelta sin levantarse y contempló a la persona que estaba ahora en la habitación con él, alguien que difícilmente pasaría desapercibido pues era asombrosamente alto y de complexión fuerte. Hombros anchos, espalda amplia, manos grandes. Las facciones de su rostro se recortaban finas bajo la luz de la vela, sin embargo, y su expresión era amable.
—¿Cómo va la guerra, hermano?—dijo el recién llegado mientras le tendía la mano a Inti como para presentarse, sonriendo.
¿La guerra? Ja. De puta madre, buena metáfora.
—Mal—respondió el rubio. De perdidos al río, para qué mentir—peor que mal.
Extendió la mano a su vez y permitió que aquel extraño se la estrechase levemente.
—En la guerra casi todo va mal—admitió aquella persona—Me llamo Iver.
—Me llamo Inti—contestó automáticamente el rubio.
El ser llamado Iver asintió. Ya sabía que el nombre de aquel humano era Inti, pero eso no era algo que fuera a decir. No quería asustar al humano bajo ningún concepto, menos ahora que por fin éste había llegado hasta allí. Se alegraba de conocerle en persona por fin, eso sí podía decirlo.
—Me alegro de conocerte, Inti.
—Encantado.
— ¿Has meditado alguna vez?
—Creo que ya lo estoy haciendo.
¿Qué? El rubio sintió el súbito impulso de echarse a reír. ¿"Creo que ya lo estoy haciendo"? de dónde coño se había sacado eso, ¿por qué lo había dicho?
En el fondo sabía
que lo dijo
porque por primera vez en mucho tiempo había logrado detenerse.
"No quiero andar en círculo".
"No quiero".
El ser llamado Iver sonrió.
—Ah. Bien, hermano. Puedes ir aún más profundo, si quieres.
¿Más profundo? Mierda, ¿por qué motivo eso resultaba tentador? Más aun ahora que Inti se daba cuenta de lo cansado que estaba, viéndose de pronto incapaz de resistir el impulso de echarse en el suelo. Hizo un esfuerzo por mantener su postura sentado sobre las alfombras, sin embargo, ¡no quería desplomarse allí!
Tenía miedo, pero estaba tan harto de tener miedo que ya se la sudaba.
—¿Cómo puedo hacer eso?
No, no quería ir más profundo. Pero tal vez era esa la única manera de dejar de caminar en círculos, y necesitaba parar. Por doloroso que fuera meter un palo entre los radios de aquella rueda, necesitaba parar.
—Échate, hermano. Cierra los ojos y deja que te acompañe.
Inti no necesitó más para rendirse. Como si hubiera estado esperando que aquel ser le diera permiso, simplemente se tendió de lado en el suelo, adoptando la postura que habitualmente tomaba para dormir, y cerró los ojos. Necesitaba descansar.
Tal vez era todo una jodida paranoia de su mente, una alucinación. Tal vez aquella habitación no existía, ni tampoco aquel ser, ni el otro que le había recibido, ni el niño-adolescente-lo que fuera que le dio la dirección del local. El caso era que si todo era irreal, en realidad daba lo mismo.
—Tranquilo. No tengas miedo—escuchó con claridad la voz de Iver, quien se hallaba aun a prudente distancia aunque más cerca ahora—Nada te va a matar. No vas a morir, sólo vas a transformarte, como todo se transforma.
—¿A transformarme? ¿en qué?
—En ti, siempre.
La náusea se hizo intensa en aquel momento, agónica, como si de pronto el rubio estuviera al borde de vomitar su propia alma.
—¿Qué... qué puedo hacer...?—jadeó, sintiendo que le faltaba el aire.
Iver le puso una de sus enormes manos sobre el hombro y suspiró.
—Respira, hermano. Aquello con lo que no estás en paz aparecerá... bajo cualquier forma.
Inti se estremeció sobre la alfombra y sacudió la cabeza con los ojos cerrados.
—No...—musitó en un tono apenas audible, aunque de hecho quería gritar. Desde luego, no tenía ninguna gana de enfrentarse a aquello "con lo que no estaba en paz", de ninguna de las maneras—no puedo.
—En la guerra descubres que no eres tú el único que está en la guerra. Todos libramos batallas en el mismo mundo... un mundo de mundos. Tenemos la oportunidad de poder comprendernos, de salvarnos entre nosotros; ese es nuestro poder.
Inti no se daba cuenta de que apretaba los dientes ni de que tenía los puños fuertemente cerrados mientras escuchaba a Iver. Las palabras le llegaban certeras pero con suavidad; casi parecían tener consistencia y continuar sonando en el silencio, dentro de su cabeza, atravesando la maraña enredada de sus pensamientos.
Era imposible temer a la voz de aquel ser, discretamente grave, con la cadencia de una campana que oscilara sin prisa. Se trataba de una voz que mecía a uno por dentro, el tipo de voz que podría calmar a un niño muy nervioso. El tipo de voz sobre el que uno podía reclinarse, apoyarse un momento para seguir caminando sin miedo a desaparecer.
Inti estaba de acuerdo con lo que había dicho Iver: las personas libraban batallas todos los días, en todas partes, de todo tipo. Quizá porque se trataba de algo sumamente obvio nunca se había parado a pensar en ello, ¿significaba eso que no había prestado la suficiente atención a las batallas ajenas, fuera de sí mismo?
Se dio cuenta de golpe de que pocas veces se había detenido a mirar más allá del punto de partida en otras personas. Sí, lo sabía; lo sabía todo, pero había pasado de largo lo que no le interesaba, por sus santos cojones. Sabía perfectamente -por ejemplo- que Kido quería vivir a toda costa como si no estuviera enfermo, ¡pero nunca había querido tomarle en serio! Era por protegerle, oh, sí, por supuesto. Qué hipocresía. Realmente hubiera sido incómodo ponerse en el lugar de su hermano para comprender su situación... y no era tanto que las cosas pudieran haber terminado de forma diferente o no si lo hubiera intentado, sino que, de cualquier modo, ya era demasiado tarde. ¿Quién coño se había creído que era, pensando que el futuro de Kido existía y que era más importante que su presente?
—Lo siento...—musitó. Comprendió que estaba llorando cuando sintió el sabor salado de las propias lágrimas, y le importó un carajo—Yo te amaba. Lo hice... porque te amaba.
¿En serio? Si de verdad hubiera amado a Kido, hubiera luchado por que éste fuese feliz, no por que actuase de un modo o de otro. Había pasado tantos años obesionado con la muerte de Kido para nada... actuando con los ojos cerrados, impulsado por lo que había llamado "responsabilidad" pero en realidad era miedo.
—Lo hice mal, lo hice mal. Lo siento.
Iver acarició con suavidad el hombro de Inti, siendo consciente de que éste ya no estaba con él. No sabía a quién estaba hablando el rubio, pero eso no importaba, le acompañaría igualmente.
—Hermano, tú hiciste lo que pudiste—fuera como fuese, estaba seguro de que eso era cierto.
Pero Inti lo negó.
—¡En absoluto! Hice lo que quise, sólo pensé en mí. Siempre hago eso.
—No, hermano. No hiciste lo que quisiste, porque no te diste cuenta de todas las opciones que tenías a tu alcance.
Iver había visto que con los humanos la cosa funcionaba así. Pocos querían realmente hacer daño a un semejante, pero sucedía que no pensar -y no detenerse a mirar- les arrebataba la libertad de decidir. El camino hacia el infierno estaba sembrado de las mejores intenciones, sin duda.
De lado sobre la alfombra, Inti encogió las piernas llevando las rodillas al pecho.
—Tal vez no maté a mi hermano, pero le jodí la vida.
Era un jodevidas. No era a Kido al único que había jodido, claro que no. Era un jodevidas a gran escala, un jodevidas de mierda. Kido, Taylor, Halley, Esther, Álex... les había prejuzgado a todos de forma implacable.
—Creo que más bien intentaste salvársela con todas tus fuerzas—murmuró Iver.
—Pero lo hice mal...
Inti lloraba a moco tendido como nunca en su vida. Lloraba tan fuerte que su cuerpo se sacudía y le dolía el pecho.
—Tu hermano sabía que le amabas aunque cometieras errores. Él también cometía errores, Inti. Como todos.
—Kido...—sollozaba Inti con la cara entre las manos—por favor, por favor, perdóname...
Ojalá Kido estuviera vivo y fuera posible rectificar. Kido estaba muerto, pero, para Inti, era posible aun rectificar. Había más personas cuya guerra había pasado por alto. "Nunca más", se dijo. "Nunca más". Sin darse cuenta estaba pidiendo perdón a todos ellos en su cabeza bajo el nombre de su hermano.
Kido estaba muerto, e Inti le seguía amando. Dolía amar a alguien que no volvería, pero al mismo tiempo era hermoso porque ¿qué amor más puro podía haber que aquel donde uno sabe que jamás obtendrá nada a cambio, ni siquiera presencia?
Era un jodevidas de mierda, sí. Pero, si dejaba que la culpa le paralizase, si continuaba en loca huída por causa del miedo y no tomaba el control, perdería toda oportunidad de amar a alguien más, de ver a alguien más. Y seguiría cometiendo una y otra vez el mismo error. Tal vez pudiera volver a encontrarse con su hermano cuando llegara el momento, si acaso la muerte no era un fin sino una transformación más. Pero hasta que eso sucediera, seguía habiendo vida.
—Gracias...
Había dado por hecho que no podía hacer nada por otros. Había dado por sentado que era incapaz, que algo en él estaba roto, deshabilitado de por vida tras todos los errores cometidos. Era en realidad inmolarse y abrazar la propia destrucción lo que había estado haciendo, quizá porque no había creído merecer nada más.
Cuán desconectado había estado del mundo, cuan inconsciente durante tanto tiempo de todo lo que le rodeaba. ¿Cómo era posible vivir así?
"Tenemos la oportunidad de comprendernos y de salvarnos. Es nuestro poder". Mientras hubiera oportunidades, había esperanza. Como dijo el poeta, "hoy es siempre todavía".
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A las ocho de la tarde, como siempre, se servía la cena en el comedor del centro de rehabilitación social de menores. Como educador de guardia, se esperaba de Álex que estuviera allí vigilando a los chavales junto con el enfermero o enfermera de turno; y, bueno, físicamente ahí estaba él, aunque tenía la cabeza en otra parte.
En aquel momento se había quedado mirando a Nuria, la chavala que tenía justo en frente, quien estaba de nuevo en fase de negarse a tomar la única pastilla que Paola se empeñaba en darle ahora en un vasito de plástico transparente. Se trataba de la píldora anticonceptiva, y se podría decir que era una cuestión de vida o muerte -literal- que Nuria la tomase a su hora cada día, pues a sus diecisiete años la joven llevaba ya dos abortos en su haber.
La mirada de Álex se diluía en la misma escena de siempre: Paola de pie con el vasito en la mano, exponiendo argumentos con toda la paciencia del mundo, y Nuria sentada en la silla barbotando obscenidades en respuesta mientras los demás chavales se agitaban por ello. Alguna vez había intervenido en aquel forcejeo de palabras y más, pero en aquel momento simplemente dejaba que todo transcurriera ante sus ojos como si la realidad le fuera ajena, y así era, porque él estaba en otra parte.
Había dejado a Esther sola con Jen cuando salió a trabajar aquella mañana. Ella no le había dicho nada, pero ya la conocía lo bastante como para intuir que iría a buscar al otro para hablar con él, porque sufría al echarle de menos. Álex la había visto sufrir por lo que pasó en la casa del lago, por la ausencia de Jen y por no poder mirarle a la cara en los días que siguieron... la conocía lo bastante para saber que ella no soportaba que las cosas estuvieran en el aire, "sin arreglarse", durante demasiado tiempo.
Estaba preocupado porque la situación -la relación de Esther con ellos tres- se le antojaba cada vez más extraña. Veía que Esther estaba cambiando; la veía más aliviada, más contenta, como si se hubiera quitado un peso de encima. Más LIBRE. Pero tal vez aquellos cambios, aunque fueran positivos, estaban sucediendo demasiado rápido. Era como si ella de golpe hubiera decidido ponerse las pilas: de pronto trabajar, pensar en re-enganchar los estudios, hacer terapia, y no creer a pies juntillas lo que decía Inti cuando trataba de tocarle la moral (entre otras cosas). Álex celebraba aquellos cambios, ¡cómo no hacerlo!, pero no podía negar que tenía algo de miedo. ¿Y si algo salía mal y Esther se desplomaba? había visto torres más altas cayendo en menos tiempo. El batacazo podría ser terrible desde tan alto, o eso pensaba.
No podía dejar de pensar en ella y en preguntarse cómo estaría. No es que temiera que Jen no fuera a tratarla bien o que le diese una mala contestación, pero entendía que éste no merecía tanta preocupación por parte de Esther. Al fin y al cabo, supuestamente ya tenía una novia, ¿no? Uhg. No quería pensar en eso; deseaba mantenerse al margen de lo que entendía que no eran sus asuntos, y más aún lo deseaba ahora teniendo a Paola delante.
Había llamado por teléfono a casa antes de entrar en el comedor, pero nadie había contestado. Se forzaba a pensar que no habría sido por nada especial, que seguramente Esther estaba bien, pero no veía el momento de que la cena terminase para intentar llamar de nuevo.
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El teléfono había sonado un par de veces en la casa, pero, desde luego, ni Esther ni Jen estaban como para contestar. Él estaba de pie ahora con los pantalones por las rodillas, apoyando la espalda contra la pared, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados mientras trataba de dosificar los escalofríos y las oleadas de placer que le sacudían de pies a cabeza. Su mano derecha se cerraba sobre la cabeza de Esther, quien seguía arrodillada y le abrazaba ambos muslos mientras le mamaba la polla como si fuera a acabarse el mundo, succionando hasta hacerle gotear por el glande e incluso dándole pequeños mordiscos. Él estaba tirándola del pelo para que no fuera tan intensa y tan rápida, sujetando su propio rabo por la base con la mano izquierda y tratando de hacer tope contra la boca de ella para que no le engullera entero, de limitarla para no perder el control... pero el hambre de ella era feroz.
—Me voy a correr si no frenas—jadeó, dando un golpe de caderas hacia atrás y forzándola a levantar la mirada con un tirón más fuerte.
Ella le miró desde abajo sin dejar de chupar, con un brillo de súplica en los ojos. Había extrañado tanto sentirle duro en su boca y volver a probar su sabor... no quería frenar, no lo haría aunque Jen se lo pidiera, desobedecería a propósito por una vez. La idea de ser castigada posteriormente por ello sólo la excitó más.
—Hah... frena, joder—gruñó él, revolviéndose contra la pared para esquivar succiones y lengüetazos.
—¡Hmmmh!
Viendo que ella seguía agarrada a él cual garrapata, hizo acopio de fuerzas para poner ambas manos en sus hombros y empujarla hacia atrás.
—Te he dicho que frenes, puta.
Esther cayó de espaldas y sonrió jadeante, mirándole a los ojos, viendo como él apretaba dientes y se arrodillaba en el suelo entre sus piernas abiertas. Pocas cosas la ponían tan cachonda como ver al eternamente dulce y equilibrado Jen en tal punto de excitación que ni sonreír podía.
—Amo, lo siento...—se le escapó una pequeña carcajada de triunfo mientras decía esto.
Él resopló, puso las manos en la cinturilla de los leggings de Esther y se los bajó junto con las bragas al tiempo que le levantaba las piernas.
—¿Sigues con la regla, zorra?
Ella se retorció en el suelo, sintiendo de golpe uno de los largos dedos de él penetrándola sin previo aviso hasta el fondo. Gimió y arqueó la espalda cuando los nudillos de Jen se clavaron en su periné, aunque a pesar del espasmo de placer trató de responder a la pregunta.
—Apenas... apenas, Amo.
Llevaba bragas sólo por si acaso, esa era la verdad. Cerró los ojos, sin poder evitar empezar a mover el culo para sentir aquel dedo más adentro, clavándose en el puño de Jen como si tratara de devorar también las angulosas formas de los nudillos con el babeante coño. Se lamió los labios deseando saborear besos y lengua, sabiendo que la deliciosa polla que acababa de catar estaba ahí mismo a punto de partirla en dos.
—Por favor, Amo, fóllame...
—Puta guarra. Te quiero.
Ah, no. Por favor, eso no. La mataba y la hacía volver a vivir cada vez que decía "te quiero". Y, desde luego ese no era el mismo "te quiero" que uno escribiría al final de un mensaje de texto para despedirse, no podría compararse... aunque Esther nunca sabría que él se despedía de su novia de aquella forma por teléfono.
—Te quiero, Amo.
Jen se sentía tan sensible y cachondo al mismo tiempo que quería llorar. Se irguió con cierta dificultad sobre sus rodillas, sosteniendo con la mano izquierda las piernas de Esther para mantenerlas elevadas mientras que con la derecha empezaba a taladrarle el coño metiendo y sacando dedos. Los pantalones y las bragas arrugados por encima de las rodillas de ella hacían que sus muslos se movieran juntos en bloque, separandose uno de otro solo lo que la elasticidad de la ropa permitía por mucho que ella luchara por abrirse más.
—Te quiero, Amo. Amo...
—Te quiero, pedazo de zorra. Ahora quieres que te castigue por celosa, ¿verdad?
Sin esperar respuesta, sacó los dedos de golpe y agarró su miembro para frotarlo entre los pliegues del sexo de Esther sin penetrarla, inclinándose sobre ella mientras acercaba las caderas a su culo. Apoyó la mano izquierda en el suelo, junto a la cabeza de ella, a fin de mantenerse estable y poder empezar a restregar glande y tronco con libertad en la raja de su coño.
—¡Sí, Amo!—ella lloriqueaba y se ahogaba entre jadeos mientras se movía contra él. Pensar en ajustar cuentas con Jen y el cepillo de pelo que había en el cuarto de baño -de robusta estructura de madera en su parte trasera, plana y ovalada- hizo que se viera de golpe al borde del orgasmo. Si Jen seguía frotándose así, se correría a gritos contra aquella dureza sin poder evitarlo.
Él gimió y se echó hacia atrás lo justo para penetrarla de una vez.
—Pues te castigaré entonces—jadeó, asestando el gope de caderas definitivo para clavarse en ella en toda su longitud. No que entendiera que ella mereciese castigo alguno, pero cómo le ponía saber que ese juego la excitaba.
—Sobre tus rodillas, Amo...
Esther trató de decir algo más, pero las palabras simplemente explotaron en un feroz staccato de gemidos cuando Jen empezó a moverse. Él estaba cerca, muy cerca de su clímax también; desde luego no era de piedra y la había añorado mucho, muchísimo, igual o más que ella a él...
El chocar de los cuerpos se escuchaba sonoro y violento en la habitación. En aquella postura, las caderas de Jen colisionaban una y otra vez contra la piel de los glúteos y muslos de ella, tensa gracias a la presión que el brazo derecho de él hacía sobre la zona posterior de ambas rodillas. Podía taladrarla a placer así, y la tenía inmovilizada en aquella posición bajo él gracias a la goma de los pantalones y las bragas.
—Puta, no aguanto más—ni se había parado a pensar en ponerse condón antes de la salvaje cabalgada. Suponía que Esther había tomado sus anticonceptivos (*cap. pendiente) y se moría de ganas de correrse dentro de ella. Maldijo por el jodido jacuzzy que no habían podido disfrutar; bueno, ya habría más ocasiones de volver a aquel lugar con ella,se aseguraría de ello.
—Amo, Amo, te quiero...
—Puta, eres solo mía y lo sabes—jadeó él en su oído, comenzando a perder el control de la follada—sólo MÍA... tú lo sabes.
Esther gritó cuando la violenta sacudida del orgasmo le sobrevino al escuchar aquello.
—¡Amo! ¡Sólo tuya!
—Sólo MÍA.
—Tuya, TUYA, ¡SÓLO TUYA, AMO!
nota del autor:
Si alguien quiere saber más sobre los seres que ayudaron a Inti, puede ver a las Musas aquí:
Y aquí la edición en papel de los "Cuentos de otro mundo"