Cuando pensé en escribir sobre las cosas que no puedo contar a nadie, por desahogo necesario, me di cuenta de que el peor juez al que me enfrento soy yo misma. Gracias a eso me decidí a escribir, una vez consideré que es bastante estúpido dejar de hacerlo por censurarme yo si nadie más lo leería. Pensé que tal vez ese tipo de autocensura de cara a uno mismo es un rasgo humano relativamente habitual, ya que, si no lo fuera, no continuaríamos teniendo tantos tabúes en este siglo. De cualquier forma, creo que dejarse espinas dentro es un dolor innecesario teniendo un papel en blanco y privado al que acudir.
Espinas. También están las rosas.
Aunque en mi caso la mayoría de los recuerdos están embebidos en la fragancia de las rosas, me cuesta escribir sobre cosas que no tengo claro si me avergüenzan o no. Porque cada uno ve la realidad a través de su particular filtro y, aunque nadie vaya a leer esto, no puedo dejar de pensar en que lo que para mí contiene belleza para otro puede ser algo simplemente monstruoso. Las espinas de las rosas también son bellas, o lo fueron para mí. Al menos algunas.
Estoy hablando de gotas de agua en el océano, de pecados particulares. No de grandes aberraciones. Bueno, aunque algún acto monstruoso sí he cometido, pero eso no tiene belleza por ningún lado. Quizá debería empezar por definir lo que significa un acto monstruoso para mí... bueno, los abusos, el maltrato físico y psicológico, violaciones, actuar sobre un ser indefenso o aprovecharse de él, matar. De estas monstruosidades sólo he cometido la última; las demás quiero pensar que no soy capaz de hacerlas.
Fue por esto -porque maté- que conocí a Jordan. No puedo aun hablar sobre lo que hice y como ocurrió exactamente, o siento que no puedo, pero fue el detonante que me impulsó a buscarle porque ya no pude más con mi sentimiento de culpa.
Encontré su correo electrónico en una página virtual de anuncios y contactos profesionales, dentro de un sitio web específico sobre lo que yo estaba buscando. Para entonces yo vivía en NY, así que el texto del anuncio estaba escrito en inglés bajo las palabras: "DISCIPLINER/RIGGER/SPANKER".
Anoté la dirección de e-mail pero tardé algunos días en escribirle, y no porque no supiera qué decir. Mi mente funciona a ralentí gracias al hachís, pero aun así, cuando me siento muy culpable por algo que he hecho, hay una especie de pollo montado en mi cerebro a modo de juzgado, con una tarima donde está un abogado defensor y otra donde hay un fiscal, todo en formato de película a todo color. El abogado defensor suele enumerar los atenuantes de la falta, o las circunstancias puntuales que pudieron influir, cosas que la mayoría de las veces mi mente encuentra comprensibles... o al menos en este caso, con respecto a lo que hice cuando maté. Tras esto, según el guión, el fiscal suele improvisar para desmontar uno a uno los argumentos del abogado defensor, y lo intenta a muerte, sabiendo que yo sé que algo puede tener explicación pero no excusa. A veces gana el juicio el defensor (al menos por un rato de respiro), otras veces el fiscal. Durante el tiempo que estuve sin escribir a Jordan desde que guardé su dirección en el más riguroso secreto, con vergüenza, el fiscal ganó por goleada y tremenda paliza al abogado defensor cada vez que se celebraba un juicio. Comprendí que necesitaba expiar lo que había hecho y lo necesitaba con todas mis fuerzas, de otro modo me volvería loca... así que por eso, finalmente, le escribí.
Me vi tentada a contarle pormenores sobre mi historia en ese primer correo, pero no lo hice. Quizás porque no quería parecer una loca, o quizás porque no tenía fe: ¿de qué serviría? Al tipo ese no le interesaría mi vida en ningún aspecto; él iría a lo suyo, yo pagaría por el servicio y listo.
No me detuve mucho a pensar qué puede rondar la cabeza de una persona para dedicarse a aquello que hacía él en sus ratos libres (era de suponer que por otra parte tendría otro trabajo). ¿Tal vez le gustaba? evidentemente, si lo hacía no le desagradaría, pero, ¿había algo más ahí? ¿le excitaría acaso, hacerlo? ¿le daría morbo, se la pondría dura castigar personas? Me dio vértigo sólo asomarme a las posibles respuestas y razones, y me aferré a la idea de que cualquier conjetura sobre él sería inútil, al menos antes de conocerle. Ni siquiera tenía una imagen de él en mi cabeza, factor que me costó caro -por decirlo de alguna manera- el día que le conocí, aunque no debería adelantar acontecimientos.
Resolví no contarle detalles y sólo escribí que era una mujer con diversos "picores" (necesidades) y que estaba interesada en programar una sesión con él. Me contestó pasadas unas horas, un par de líneas para explicarme que era necesario un primer contacto previo y neutral, en un lugar público, y para preguntarme si me venía muy a contramano la dirección de cierta cafetería donde `podríamos encontrarnos.
Al ver aquellas frases escuetas y desprovistas de toda pista sobre él, de toda emoción, creo que me relajé un poco. Lo que yo veía anormal en mí misma como necesidad, el tipo seguro lo percibiría como lo más cotidiano del mundo. Probablemente estaba harto de contestar correos como el mío. Y mi primer mail había sonado con aplomo, conciso e impersonal, a pesar de que al escribirlo me temblaban las manos.
Conocía la calle donde se encontraba la cafetería. Era una zona bonita en el casco antiguo de la ciudad; no estaba precisamente al lado de mi casa, pero sólo serían unas cuantas paradas en bus. Yo tenía coche en esa época, pero me costaba mucho subirme a él por la fobia que le he tenido siempre a conducir, y, considerando el nivel de nervios con el que ya iba a acudir a esa primera cita, ni se me pasó por la cabeza cogerlo.
Contesté al correo y le dije que el lugar me venía bien para concertar esa primera cita neutral cuando él estuviera disponible. Me respondió a esto con la pregunta: "¿Es urgente?" en su siguiente e-mail, supongo que a fin de organizar mejor su apretada agenda.
Esa noche me fui a dormir sin haber contestado ese último correo por no querer responder a la pregunta. Reconozco que no me la esperaba, y que no supe qué decir.
Cuando abrí mi bandeja de entrada a la mañana siguiente tenía un mail suyo, sin embargo, citándome para aquella misma tarde a las ocho. Era la cita más cercana en el tiempo que podía darme, especificaba en un tono que mi cabeza leyó como amable. Agradecí el detalle de que me escribiera a pesar de mi ausencia de respuesta el día anterior, aunque me acojonaba la idea de quedar con él aquella misma tarde. Y tampoco repliqué ni puse objeción alguna cuando le escribí un mail de confirmación. No me di cuenta de que, tal vez, si él había resuelto escribirme cuando yo no lo hice fue porque pensó que mi silencio otorgaba la urgencia por la que me preguntó.
Llegué a la cafetería al filo de la hora acordada y con el corazón en un puño, preguntándome si este tipo oscuro sería de esa clase de personas que llegan minutos antes a las citas y deseando que no fuera así, a pesar de ser yo misma algo maniática con la puntualidad. Con enorme alivio, comprobé al primer vistazo que no estaba, ya que a aquella hora el lugar estaba vacío a excepción de un camarero y dos personas, ninguna de las cuales podía tratarse de Jordan. Una porque era una mujer de unos cincuenta años que sorbía su café en una esquina poco iluminada, la otra porque era un muchacho que casi podría ser mi hijo, allí sentado frente a la barra.
Me sentí tentada a ocupar una de las mesas del fondo como había hecho aquella señora, pero, comprendiendo que era mejor quedarme a la vista para cuando este tipo llegase, me decidí por apostarme en la barra, dejando una distancia prudencial con el muchacho delgaducho que en aquellos momentos tecleaba en su teléfono móvil.
BIP-BIP, inmediatamente sentí la vibración de mi propio teléfono alojado en mi bolso, bolso que yacía en mi regazo contra mi estómago. Casi doy un bote en el taburete y las piernas me temblaron, pero alcancé a coger el aparato y a abrir el correo de Jordan que acababa de entrarme. "Ya estoy aquí", pude leer con asombro. ¿Cómo que estaba "aquí"? levanté la vista del móvil y miré alrededor, escaneando cada rincón de la pequeña cafetería en busca de algo que me hubiera pasado desapercibido. ¿Me había equivocado de sitio? Mis ojos se detuvieron entonces sobre el chico sentado a unos taburetes vacíos de distancia, atraídos por su mirada que de tan directa parecía querer positivamente llamar mi atención. El chaval -a simple vista no pasaría de los veinticinco años- sonreía contenido mientras me miraba de aquella forma descarada y penetrante sin mover un músculo. ¿Qué significaba aquello? ¿Jordan era él...? me pareció imposible. La cara debió descomponérseme por el susto porque su sonrisa se amplió hasta el nivel de mueca para reprimir una carcajada.
—¿Es usted Lola?—preguntó con voz suave, inclinándose hacia mí pero sin levantarse de su asiento, ladeando levemente la cabeza.
Se me cortó la respiración cuando la distancia se redujo aunque el acercamiento fuera mínimo. Sentí que decir que sí y reconocer que Lola es mi nombre era como admitir un pecado mortal y una ristra de tremendas perversiones, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Como res forzada a ir al matadero, asentí despacio, roja de vergüenza delante de aquel chico. Tenía que irme de allí, había sido un error acudir a aquella cita, ¿qué demonios pretendía que hicera ese chaval conmigo?
—Soy Jordan—se presentó entonces, colocando ambos pies en el suelo para ponerse en pie y avanzar hacia mí tendiéndome la mano.
—...¿No eres un poco joven para ser un spanker?—aquello me salió sin pensar, en un hilo quebrado de voz mientras le estrechaba la mano con poco o nulo convencimiento.
Frunció el ceño al oír aquella primera frase que salió de mis labios, como si mi voz le hubiera golpeado en la cara.
—¿No es usted un poco mayor para necesitar uno?
La inmediata respuesta se me clavó como un dardo y me cerró la boca, haciéndome de golpe caer en la "realidad" (¡y qué duro aterrizaje!). Era imposible saber si el tío estaba de broma o hablaba en serio, si estaba molesto o no. ¿Y yo? Ni siquiera sabría decir si estaba molesta con el zasca. Simplemente me dejó fuera de juego diciendo eso.
—Tienes razón...—musité, de pronto viéndome absurdamente al borde de las lágrimas cuando todo encajaba. Sólo tenía cuarenta años pero él estaba en lo cierto, y desde fuera se me vería así: demasiado mayor, demasiado desesperada, hasta demasiado sola tal vez. Al fin y al cabo era yo quien le había buscado por sus servicios, qué podía pensar él si no. Giré el rostro evitando la mirada directa de sus ojos que se me clavaban sin piedad, y me preparé para la única opción que se abría ante mí: salir corriendo.—Siento mucho haberte hecho perder el tiempo.
—Espere, espere, ¿dónde va?
Me sujetó por el brazo, con suavidad pero con firmeza. No le miré, pero por su tono de voz adiviné que casi con toda seguridad estaba sonriendo. Para entonces, y sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, mis nervios habían explotado y mis ojos se habían desbordado en un torrente de lágrimas para las que no tenía explicación. Me sentí horriblemente avergonzada por estar así, retenida por él y sin ser capaz de contener el llanto. Se me cerró la garganta al verme de esa manera y me sobrevino un sollozo ardiente que ascendió desde el fondo de mi pecho y no pude tragarme. Qué vergüenza.
—Lo siento, no debí... ha sido un error venir aquí, lo siento...
Me deshice en excusas como pude y me sequé los ojos, deseando que la tierra me tragara y con la mirada emborronada fija en la salida. Pero él no me soltaba.
—Lola, espere. Era una broma. ¿Tanto le importa la edad?
—No. No... yo sólo...—traté de explicarle atropelladamente algo de lo que no tenía la menor idea. No me salieron las palabras, y en su voz creí haber detectado un aleteo de preocupación.
—Esta temblando.
Me puso la amplia palma de su mano en el hombro. Era más alto que yo, lo que me sobrecogió y me hizo sentir aun más pequeña a su lado. Su estatura era el único rasgo que realmente percibía de él, pues antes sólo le había visto de refilón y en aquellos momentos evitaba por todos los medios mirarle a la cara.
—Ya me voy.
—No se vaya, Lola. Por favor.
—Soy demasiado mayor.
Sin previo aviso, empezó a llover al otro lado de los cristales, nubes grises descargándose en tromba contra la fachada.
—No lo es.—por el rabillo del ojo vi a Jordan negar con la cabeza—sólo era una broma para responder la suya. No pretendía herirla, de verdad que no.
"No pretendía herirla", ¿tan evidente era que aquello me había golpeado? supongo que sí. Dejé que el iracundo repiqueteo de la lluvia contra las ventanas penetrara en mis oídos. Si quería marcharme de allí, ¿por qué no lo hacía? inexplicablemente, continuaba con los pies clavados en el suelo sin zafarme de su mano en mi hombro, y no era por el aguacero que caía.
—¿Por qué no empezamos de nuevo?—dijo en voz más baja, empleando un tono conciliador como para apaciguar a un cachorro asustado—Tomemos un café al menos. O un té, una copa, lo que quiera.
Reuní de alguna forma el valor para volverme hacia él, aunque sólo pude sostenerle la mirada por un par de segundos. El tiempo suficiente para quedar atrapada en sus ojos como mosca en tela de araña y para que el color de sus iris, grises como piedras de río, quedara impreso en mi memoria. Había serenidad en su mirada, algo que parecía al mismo tiempo voluble e inalterable y que se me hizo difícil de soportar, sobre todo sabiendo lo que hacía ese tío. No podía quitarme de la cabeza a qué se dedicaba y lo que en ese "trabajo" hacía la mano que ahora se apoyaba en mi hombro. Me di cuenta de que era su mano izquierda, ¿era zurdo o sólo se trataba de una casualidad?
Sin darme mucha cuenta, aturdida por mis propios pensamientos, me fui dejando conducir mansamente por él hacia una mesa discreta en el local, alejada de la barra. Aun agarrándome con suavidad, apartó delicadamente la silla más próxima y me ayudó a tomar asiento con el mismo cuidado que si temiera que fuese a desmayarme o a romperme delante de él. Aunque en realidad eso de romperme ya lo había hecho.
—¿Café? ¿té?—preguntó desde sus más de 180 cm de estatura, inclinándose ligeramente hacia mí.—¿Qué quiere tomar?
Me tenía atrapada.
—Café está bien...—no supe exactamente cómo llegué a decir esto y a aceptar con esas palabras que me quedaría allí y que no me iría. "Al menos un café".
—¿Solo? ¿cortado? ¿con leche?
Asentí levemente a la última opción.
—Con leche. Gracias.
Sonrió y sin más se encaminó a la barra a por las bebidas, en lugar de llamar al camarero o esperar a que alguien viniera a atender la mesa. No tardó mucho en volver con dos tazas de café -con leche para mí, cortado el suyo- que colocó sobre la mesa con el mismo cuidado de siempre que rozaba la cautela. Me miró a los ojos aun sin querer sentarse y sonrió.
—...¿Está mejor?
—¿Qué?
Sonrió un poco más y, como si fuera lo más natural del mundo que cabía hacer, tomó una servilleta del soporte en el centro de la mesa para secarme la mejilla húmeda de lágrimas. Sentí el gesto como una invasión de mi espacio pero, por alguna razón, no retrocedí. Mi mente lo justifico, o quizá me encontraba aun tan aturdida por la situación que no acerté a reaccionar.
El papel de la servilleta era blando y más bien grueso. No se trataba de una de esas servilletas rígidas que parecen papel de lija y suelen colocarse en receptáculos verticales, sino de un pedazo suave y cuadrangular de papel, más bien el formato sábana de servilleta que por lo general tiene un tacto agradable (la variante más benigna que te puedes encontrar en un bar). El chico desconocido dio algunos toques suaves para secarme la cara, estirando el brazo por encima de la mesa y sin ponerse a mi lado.
—Que si se encuentra mejor, digo—explicó una vez hecho esto, sin dejar de mirarme de aquel modo tranquilo, directo y perturbador.
—No lo sé...
Sonrió con lo que me pareció una pequeña sombra de tristeza y se sentó en la silla frente a mí.
—Me gusta que no mienta. Me gusta que no finja.—me contemplaba, me analizaba, me escaneaba con sus ojos. No le miraba pero podía sentirlo.—Se lo agradezco.
Podía haberme reído en otro contexto por el tono solemne de su voz al decir esto, pero en aquel momento sólo me salió encogerme de hombros.
—Para qué fingir. No lleva a ningún lado.—así lo dije, tal como lo sentía, tal como lo pensaba. Al menos en esta situación en la que ambos sabíamos lo que había, fingir era estúpido.
—Exacto.—asintió con vehemencia—¿No me va a mirar a la cara nunca...?
Me puso entre la espada y la pared con aquella última pregunta en un tono de voz más bajo, casi con dulzura. Me di cuenta de que continuaba obcecada en rehuir su contacto visual y no le había vuelto a sostener la mirada ni una sola vez. Tragué saliva y me forcé a no girar la cara para encontrarme con sus ojos, ¿es que no tenía valor? sólo he sido tímida de niña, y en aquel momento ese tío estaba consiguiendo que me sintiera como cuando tenía siete años.
—Discúlpame.—fuera como fuese, no quería resultar maleducada.
—¿Tan horrorosa le resulta mi juventud?—susurró con un resoplido burlesco. Vaya, era de estos cabrones cañeros que entre broma y broma te la metían doblada. La lástima es que a mí los juegos siempre me han gustado demasiado.—Venga, Lola. Relájese. No pasa nada.
Aunque no dependía de mí el hacerle caso en lo último, el muy capullo me hizo sonreír. Esforzándome en no apartar la vista de nuevo, me fijé más en él. Tenía una cara agradable, ojos levemente rasgados y cabello oscuro enmarcando el rostro. Su pelo tenía la longitud justa para llevarlo recogido en una coleta baja a la altura de la nuca, aunque se escapaban algunos mechones rebeldes que se ondulaban por delante de sus orejas y frente. Todo en él era grande y al mismo tiempo delicado: la boca que se curvaba en tantos registros diferentes de sonrisas, la mandíbula marcada sin ser demasiado ancha, las orejas en las que llevaba algunos aretes y bolitas de pequeño tamaño, las expresivas cejas. Lo único que contrastaba en el cuadro de su cara era la nariz, pequeña, respingona y con algunas pecas claras sobre la blanca piel. Era un tío guapo, me di cuenta, aunque tampoco reunía el tipo de belleza convencional de las revistas. Me di cuenta también de que cada vez que me sonreía yo estaba a un pelo de perder las bragas, lo que me hizo desear de nuevo que la tierra me tragase.
Era curioso que me sintiera una pervertida a su lado así que recuerdo que me repetía a mí misma "el pervertido es él". En aquel entonces yo veía todo de esa forma: perversiones. Desviaciones. Cosas inadecuadas que me causaba profunda vergüenza sentir que necesitaba. ¿Este tío entendería del funcionamiento psíquico de quien se ponía en sus manos? tal vez era demasiado joven (o tal vez no), pero parecía inteligente.
—Tengo ventisiete—dijo como si pudiera leer mis pensamientos, aun en tono jocoso—¿quiere ver mi DNI?
Negué con la cabeza de inmediato: le creía.
—Yo tengo cuarenta.—de algún modo me relajó admitir mi edad. Y me alivió pensar que realmente no podría ser mi hijo si tenía veintisiete, a menos que lo hubiera parido con trece años. Aunque quién sabe, casos habrá.
—¿Lo ve? una edad estupenda—se carcajeó con amabilidad y palpable descaro, llegando incluso a guiñarme un ojo para mi pasmo—qué más se puede pedir.
—Pues te la cambiaría...
Echamos unas cuantas risas más sobre temas banales. Risas, pero aun tenía yo los ojos húmedos. Pensé que si hubiera conocido a ese chico en la sala de espera del dentista, en el autobús o en cualquier otro sitio, probablemente nos hubiéramos llevado bien. Era un encanto a pesar de ese rollito sobrado-cabroncete y de no perder la oportunidad de provocarme amablemente a cada rato. Me descolocaba, sí. Me tenía enganchada desde el principio por mucho que el ansia por huir no me abandonara.
—¿Para qué busca un spanker?—me preguntó de pronto, sacando el tema sobre la mesa de forma tan rotunda como natural. Al menos su voz tenía un tono de curiosidad, no de estar dispuesto a juzgarme por mi respuesta.
"pues para qué va a ser" pensé y reí amargamente para mí "para que me de una buena paliza un par de días en semana". No dije esto, desde luego. Pero debió de ser claro que tenía palabras de neon en mi cabeza porque él comenzó a tirarme de la lengua.
—¿Es por diversión, o es algo serio?
—¿Que si es algo serio? no sé si entiendo lo que quieres decir...
Me miró largamente por encima del borde de su taza de café mientras tomaba un trago.
—¿Es el azote erótico lo que busca? ¿es porque le excita? ¿o es porque realmente busca que la castiguen por algo?
Una vez más quise morirme. ¿Cómo era posible ser tan afinado en tan poco tiempo? ¿me había calado y me lo preguntaba por algo que había visto en mí, o era algo que preguntaba siempre a sus clientes? sin duda tenía experiencia tratando con gente, pero algo me hizo pensar que de algún modo era cierto que había visto algo en mí. Algo, un signo que fuera como la palabra "expiación" escrita en mi frente. Y lo peor era que de nuevo me encontré con que no quería contestarle, pero tampoco mentirle. Era cierto que no tenía sentido mentir o fingir llegados a aquel punto.
—Ambas cosas—conseguí decir tras unos segundos sopesando y escogiendo las palabras—si es que eso es posible.
Asintió sosteniendo su taza con ambas manos. No había asomo de burla en su rostro ni de extrañeza o desconcierto, si acaso más curiosidad.
—Es perfectamente posible.
En parte agradecí que me entendiera tan fácilmente. Pero también le odié un poco por hacerlo, porque eso significaba que casi con toda seguridad seguiría preguntando.
—¿Le gusta el dolor?—inquirió tras una breve pausa. Al parecer también él necesitaba estructurar sus ideas para hacerme la pregunta adecuada o así lo sentí. El tío se lo curraba, eso no podía negarlo.
—Si te refieres a si me excita, no. No me gusta el dolor.
—No es masoquista.
Negué con la cabeza vehemente.
—No.
Asintió de nuevo.
—Entiendo. ¿y le excita ser sometida? ¿ceder el control?
Algunas imágenes me pasaron por la mente al escuchar aquello. Me dio un escalofrío.
—Eso depende... de con quién esté.
—Entiendo.
—No fantaseo con que me someta cualquiera y no he conocido a nadie con quien me salga ese deseo.
"Oye chico, yo sólo quiero que me desnudes, me ates, me des una buena paliza y ya está" gritaba internamente.
—¿Se siente muy incómoda con estas preguntas?
Respiré hondo y eché una ojeada alrededor. Era imposible que en aquel entorno nos escuchase alguien más, a no ser que las paredes tuvieran oídos. Era un lugar normal y corriente, pero resultaba privado en la tormentosa tarde por lo vacío que estaba. Las preguntas eran incómodas, ciertamente, pero podía entender que eran necesarias.
—No—mentí—no demasiado. Puedo contestar.—maticé.
—Entender lo que quiere me ayudará a darle un servicio satisfactorio.
Por un lado desconcertaba que se refiriera así al proceso, asépticamente, como si hablara de reparar una cañería o vender una nevera. Por otro lado, no había nada más lógico que lo que estaba diciendo, y yo... en realidad lo agradecí. Incluso agradecí la asepsia al hablar de ello porque puso distancia con todas aquellas supuestas "perversiones". Nadie había dicho esa palabra venenosa en lo que llevábamos de conversación; en su lugar, Jordan se refería a ciertas actividades como "servicio". Para él era algo entendible y tal vez ni siquiera me viera como un bicho raro de gustos deplorables, si aquello era su pan de cada día.
—Gracias por la consideración. Pregunta lo que quieras...
—Por favor, no hay de qué. Es lo menos que puedo hacer. Gracias a usted.
Se tomó unos segundos para la siguiente cuestión, pero su rostro no se tensó un ápice.
—¿Busca sólo disciplina en los encuentros o sexo también?
Aquello me dejó con las mejillas ardiendo. Tuve que volver a desviar la mirada de nuevo porque no pude resistir ese pulso. Nunca se me ha dado bien enmascarar mis emociones.
—Lola, no voy a juzgarla. No estoy aquí para eso—murmuró, al parecer sin intención de cebarse en mi vergüenza—sólo es una pregunta.
—La verdad es que no lo he pensado...
—Se lo preguntaré de otro modo: ¿quiere sexo en las sesiones, o solo castigo? Yo no hago sexo en las sesiones, pero puedo darle orgasmos si es lo que quiere.
¿Y cómo coño hace alguien para "dar orgasmos" sin tener sexo? no fui capaz de preguntar, sólo asentí como una boba. Si él lo decía, él sabría cómo.
—No es el sexo lo que más me interesa—No. Además, siempre he cometido el error de ligar inconscientemente el sexo con el factor afecto. Lo último que me faltaba en mi situación era quedarme enganchada a un tío atractivo física y mentalmente al que tendría que pagar cada vez que viera, ya que la relación estaría fundamentada en "servicios" a cambio de dinero.
Sonrió de nuevo y asintió a su vez.
—¿Ha contratado alguna vez a alguien para esto antes?
Me estaba preguntando educadamente si alguna vez había acudido a un "especialista", a un spanker, rigger, discipliner o como quiera que se llame. Negué con la cabeza.
—No. Nunca.
—Me intriga qué es lo que le llevó a hacerlo por primera vez. ¿Me lo quiere contar?