Lo que le ocurrió a Sonia
—Y qué va a pasar al final mañana?—preguntó Rosita con una sonrisa traviesa, removiendo su café—habrá fiesta o no?
Justo en ese momento, se escuchó un “bip- bip” ahogado procedente del bolso de Sonia.
—disculpa…—murmuró ésta, metiendo la mano entre la cantidad de enseres que acumulaba a lo Mary Popins dentro del pequeño saquito. Por fin consiguió agarrar el móvil y lo sostuvo cerca de sus ojos al tiempo que pulsaba quién sabía cuántas teclas.
—Pues sí—Sonia mostró a su amiga una sonrisa de oreja a oreja, mientras releía el sucinto mensaje—mira lo que acaba de llegarme, a cuento de eso que preguntas.
Estiró el brazo por encima de la mesa y le enseñó a su amiga la pantalla iluminada en naranja:
“Hla zorrita. Tngo ksa libre el finde. Mñna a las 22h fiesta chicas, SOLO chicas. Bss, tkm.
Mariola.”
—¡Vaya!—exclamó Rosita—genial, aunque… ¿qué pasa con las que somos heterosexuales? Al principio pensaba que eso de que Mariola odia a los hombres era una forma de hablar, pero...
Sonia rió.
—Bueno, es su casa—replicó—y sí, odia a los hombres, empezando por su padre y sus hermanos y terminando por todos los que pueblan el planeta…
—Hombre, lo de sus hermanos lo entiendo—repuso Rosita—son unos machistas indeseables, y cinco ya es de preocupar, encima teniendo que convivir con ellos aún.Pero Soni, yo necesito desahogarme, hace mil años que no me calzo una buena polla…
Sonia miró a su amiga y frunció las cejas durante un instante.
—Bueno…prueba con una mujer—le guiñó un ojo—si lo que quieres es una polla, es algo fácilmente reemplazable.
Rosita desechó estas palabras con un movimiento tan amplio de la mano que la camarera pensó que se la requería y se acercó a la mesa block de notas en ristre.
—No me jodas, Soni. ¿Nunca has probado tú una polla de verdad?
Viendo que la camarera se situaba detrás de Rosita, Sonia levantó la barbilla para señalarla, hizo un gesto de silencio con los labios y negó con la cabeza.
—No, nunca.
—Otro cortado, gracias—dijo Rosita distraídamente, volviéndose hacia la camarera—con dos sobres de azúcar, por favor. ¿Nunca?—añadió abriendo mucho los ojos cuando la muchacha se alejaba—¿Ni siquiera de jovencita, en etapas de experimentación?
—Bueno…--suspiró Sonia—una vez, con un vecino, en el portal de casa. Yo tenía catorce años. Supongo que estábamos jugando.
Rosita soltó una carcajada.
—¿En un portal? Dios mío, no puedo creer que nunca me hayas contado esto. ¿Y qué tal fue?
—Fatal. Lo suficiente para hacerme desear no repetirlo jamás—respondió Sonia, categórica—no te lo conté porque nunca preguntaste…
—Joder, ¿tan mal lo hizo?
Sonia sacudió la cabeza enrojeciendo ligeramente y contuvo una risa nerviosa.
—Bueno, el pobre tenía también catorce.
—Pero cuéntame… ¿qué hicisteis? ¿Te la metió?
--No—replicó Sonia—no lo hizo, sólo jugamos. Pero… aquella cosa…tan gorda, roja y fea…
Rosita se tapó la boca y sacudió la cabeza.
—Me dio mucho asco—concluyó su amiga.
—Joder, entonces ” te hiciste” lesbiana gracias a un encuentro en un portal con un tío que la tenía gorda, roja y fea.
—Eh, no he dicho eso—desmintió Sonia rápidamente—lesbiana ya lo era, mucho antes de eso. Este pobre chico solo hizo lo que pudo.
—Lo cual es de agradecer con los tiempos que corren, se nota que tenía catorce años…
Sonia rió.
—En fin, pobrecito, él no tenía la culpa de que las pollas te dieran asco…—concluyó Rosita en un susurro, mientras la camarera depositaba la taza de café frente a ella sobre la mesa y volvía a desparecer sin hacer ruido, muy discretamente—Y después de eso, entonces ¿nunca has estado con un hombre?
Sonia negó con energía.
—No. Nunca. Ni me apetece.
Su amiga se encogió de hombros y tomó un sorbito prudente de la taza humeante.
—Pues no sabes lo que te pierdes, rubia.
Tras aproximadamente media hora de café, disertaciones sobre pollas y otras conversaciones diversas, ambas chicas salieron de la cafetería y se detuvieron en la esquina donde solían separarse. Vivían en la misma manzana pero sus respectivas casas estaban ubicadas cada una en un extremo de la amplia calle principal. En aquella encrucijada, Sonia miró a Rosita como barruntando algo.
—Deberíamos comprar alguna cosa para Mariola, al fin y al cabo ella da la fiesta…
—¿Te refieres a comida, bebida y demás? Conociendo a Mariola, ya tendrá de todo ella.
Sonia asintió.
—Sí… --respondió—pero me parece un poco cara dura presentarnos allí sin nada… y seremos muchas, así que más recursos no vendrán mal. Podríamos llevar alguna cosa. ¿Nos acercamos en un momento al súper?
—Vale…--repuso Rosita sin mucha convicción, consultando su reloj—pero yo tengo que darme prisa, tengo un invitado en casa que llegará dentro de media hora…
Sonia le propinó un súbito empeñón.
—Con que un invitado, ¿eh? Hace nada estabas protestando porque hacía siglos que no te comías una polla, y ahora resulta que vas a gozarte una...
—No, no, no—Rosita retrocedió ante el empujón como si Sonia hubiera mentado al diablo—nada de eso, es un buen amigo, su polla no se toca.
Sonia miró a su amiga de hito en hito.
—¿No estarás pensando en traértelo a la fiesta de tapadillo, verdad?
La otra hizo un gesto de hastío y puso los ojos en blanco.
—No, joder, no te preocupes. Ya sé que es solo para chicas y para… lesbianas—subrayó la palabra como si quisiera escupirla— como vosotras. Cómo odio eso, ese separatismo. No te ofendas, eh.
Sonia rió.
—No me ofendes. Ese “separatismo” que tanto odias es propio de Mariola y no de las “lesbianas”, que parece que hablas de una horda, hija. Es Mariola a secas, ella es así. Así que, si te traes a ese chico, procura que no se entere o montará en cólera y en caballo.
—No lo haré, joder. Además, no creo que se quede hasta mañana.
—No sé si creerte…
Rosita se volvió, y comenzó a caminar en dirección al supermercado al tiempo que esgrimía su dedo corazón en un flagrante corte de mangas a su espalda.
Sonia soltó una carcajada y echó a andar tras ella.
++++
Aproximadamente tres cuartos de hora después Sonia cerraba tras de sí la puerta de su apartamento, cargada con tres bolsas de la compra hasta los topes. Resoplando, caminó torpemente hasta la encimera de la cocina—donde reinaba un desorden colorido digno de La Corte de los Milagros-- levantó con esfuerzo los codos y por fin depositó allí todo aquel peso.
Era increíble la cantidad de cosas que había comprado.
A Sonia se le solía ir la mano… con todo. Con el dinero, con la comida, con el tabaco…con los regalos era abundante y espléndida siempre. Quería creer que era generosa, y en la superficie lo era, pero en sus capas más íntimas y profundas, en el fondo de su ser, era una mujer de excesos, llena de agujeros negros: lugares donde la materia y la energía desaparecían, corrientes de vacío en espiral. A los veintiún años se había marchado de la casa de sus padres, y hasta el momento -siete años después- no le había ido mal derrochando en aquello que su instinto le iba dictando. Al fin y al cabo, tenía un buen trabajo, y no era de esas personas que opinan que el dinero sirve para guardarlo en un cajón.
Sonia era también muy cerebral, aunque esto pueda parecer paradójico. En realidad derrochaba hasta pensando, así que ya sabía -y aceptaba- que el derroche era algo implantado en su espíritu, porque era su espíritu desde donde precisamente procedían una serie de imperiosas necesidades que la asaltaban de vez en cuando (comprar, comer, follar).
De todas maneras, había cosas que tenían gracia…
En el aspecto sexual, por ejemplo, como en todo lo demás, también derrochaba. Pero sólo cuando le apetecía, y le apetecía muy de cuando en cuando. Se esforzaba día a día en mantener la tranquilidad de su mundo, de modo que huía de las fantasías como del mismo demonio y no solía caer en ellas a no ser que tuviera un estímulo directo. No sabía por qué pero sentía que la imaginación y la fantasía en sí mismas podían dañarla, y el hecho de dejarse llevar alguna vez, desequilibrarla. Desde luego no quería por nada del mundo volver al caos de espectros, al desenfreno en el que se había visto inmersa alguna vez.
Sí, Sonia trataba cada día de mantener su mundo de papel pero, si entraba en racha amorosa/erótica por la razón que fuera (la llamada de la selva, las fases de la luna, la ovulación o el deseo por alguien o algo en particular), el agujero más enorme de todos despertaba dentro de ella, reptaba hasta su bajo vientre como un ovillo de oscuridad y clamaba a gritos hasta el agotamiento por lo que fuera que necesitase.
La necesidad sexual era la más fuerte, no sabía por qué. De igual manera el “derroche” en ese aspecto, comparado con gastar o comer demasiado, era monumental. La ausencia de sexo en aquellas fases dolía incluso físicamente. Los orgasmos eran liberados con tanta energía que producían dolor, pero era mucho peor guardarse las ganas dentro.
Aquel jueves por la tarde, casi anochecido, Sonia estaba en plena “racha” de apetencia sexual. Pero no le había prestado atención a los sonrosados labios de Rosita ni a sus enormes tetas; ni siquiera le había hecho caso cuando ella insinuó que tenía un ligue (ese “invitado misterioso” al que recibiría aquella tarde). Pobre Rosita. Ojalá encontrara pronto ese gran cipote que la follara sin descanso. Pero no, Sonia no había podido dejar de pensar en otra persona, a pesar de los atributos de su inocente amiga heterosexual. Esa persona era, por supuesto, Mariola.
Habían sido novias hacía tiempo. El carácter explosivo de Mariola, sus celos enfermizos, su impulsividad y otros rasgos en la misma línea contribuyeron a que la relación no funcionase. La locura y el fingir que no ocurría nada por parte de Sonia, tampoco ayudaron; sin embargo, aquellos titanes que habían provocado el fracaso en pareja no representaban, al parecer, un problema para la amistad. Ambas eran muy, muy amigas, y además se conocían bastante bien.
Sonia había aguantado mucho tiempo los desplantes de Mariola y sus salidas de tono, como novia, porque estaba completamente agilipollada por ella. Podría decirse que estaba enamorada, siendo enamorarse algo más parecido a agilipollarse que a sentir amor. En realidad Sonia no sabía -ni se había parado a pensar-lo que sentía por Mariola. El hecho era que sentía muchas cosas que cambiaban con la velocidad del viento, explotaban, chocaban entre ellas y se mezclaban. Amor en un átomo de tiempo, odio a veces, rabia, ganas de besarla, ganas de abofetearla, ternura infinita. Un universo de intensidad.
Sin guardar la compra, dejando las bolsas esperando en la cocina, se tumbó en el sofá y alargó la mano hacia el teléfono fijo. Con el corazón latiéndole deprisa, marcó el número de la casa de Mariola. Sintió un temblor en las manos cuando la señal se cortó, al tercer tono, con el crepitar hueco que suena cuando alguien coge el auricular al otro lado.
—¿Sí?
Le había cogido el teléfono uno de sus hermanos. El hermano pequeño que seguía a su amiga en edad, le pareció. Un chico majo, o al menos no tan insoportable como el hermano que más conocía Sonia, el siguiente -eran seis en total, cinco chicos y Mariola- llamado Oriol, un asqueroso pulpo con ansias de rompebragas. De este que le había cogido el teléfono no recordaba el nombre, pero le caía mejor.
—Hola, ¿está Mariola, por favor?—dijo Sonia educadamente.
El hermano sin nombre sufrió un repentino ataque de tos al otro lado del teléfono.
“Es para ti”, escuchó Sonia entre estertores.
“Trae aquí, ANORMAL”—La voz potente de Mariola. En aquella casa eran todos “animales”, “anormales”, “gilipollas”…
A continuación, contra el oído de Sonia, una respiración agitada y de nuevo aquella voz que la encendía, en vivo y en directo.
—¿Sí?
—Hola…
—¡Ey, Soni!—saludó Mariola al reconocerla—¿qué tal, chochín?
“Por dios, no me llames Chochín a gritos delante de tu familia” pensó Sonia, pondría la mano en el fuego porque estaban en pleno allí delante.
—Bien… he ido al supermercado.
—Ah, qué bien… iba a llamarte yo ahora. Cuento contigo para la fiesta de mañana, ¿no?
—Sí… claro, para eso fui al súper, he comprado un montón de cosas para la fiesta…
—¡Oh!—exclamó Mariola—¿de verdad? ¡No tenías por qué haberlo hecho y lo sabes!
Ay, así era ella. Jamás daba las gracias la condenada.
—Bueno, he pensado que seríamos un montón de gente así que…
—¡Oh, sí, y tanto que lo vamos a ser!—rió alborozada—calculo que seremos unas treinta…
—¿Treinta?—se extrañó Sonia—¿Qué ha pasado, ha desembarcado la armada invencible y va a quedarse en tu casa?
Por mucha gente, lo que era mucha gente, Sonia había entendido unas diez personas. No podía imaginar de dónde se habría sacado la loca de Mariola a las veinte invitadas restantes.
—Bueno, he llamado a unas amigas, antiguas compañeras de la universidad…—explicó Mariola—también a algunas compañeras del anterior trabajo…
—¿Todo chicas, entonces?
—Sí, claro, ya te lo dije. Solo y exclusivamente chicas. Los animales que tengo por hermanos marchan con mi padre a escalar (así se despeñen) de modo que no quiero ver un rabo por aquí en todo el fin de semana.
—Eres asquerosa, lo sabes ¿no?
Mariola soltó una risotada.
—¿Asquerosa? ¿Por qué?
—Asquerosa no sé… eres más como un marimacho lesbiano a lo bestia, hablas con palabras como “zorrita” o “chochín” para referirte a las tías y odias todo lo que tenga una polla colgando, ¿te parece poco?
Mariola estalló en carcajadas.
—Pues sí, eso es cierto, vale, soy una asquerosa. ¿Y qué?
—Me alegra ver que lo aceptas—rió Sonia—oye… pero ¿qué vamos a hacer tantas tías metidas en tu casa? El chalé es grande, vale. Pero todo tiene sus límites.
—¿Que qué vamos a hacer?—masticó Mariola con regocijo—¿En serio quieres que te lo diga?
—Ya está la fantasma… te las irás a tirar a todas, me dirás…
—¡Pues no es por falta de ganas!
—Menuda zorra estás hecha…
—Si soy puta mi coño lo disfruta—soltó sin pensárselo un segundo— Además, ¡tú eres tan zorra o más que yo!
—Eso te gustaría a ti…
—Voy a colgarte, imbécil—rió el marimacho—paso de ti.
—¡Un momento! ¡No cuelgues todavía!
—¿Qué pasa?
—¡Rosita tiene un ligue!—anunció Sonia con ceremonia.
—No te creo.
—¡Sí! Me ha dicho que tenía “un invitado” en casa…
—Cojones, se lo monta bien la tía. ¿Y quién es?
Sonia se encogió de hombros aunque Mariola no podía verla.
—No tengo ni idea.
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Rosita apretó el paso, no quería llegar tarde a su cita. Si su invitado llegaba y ella no estaba en casa, él podría pensar que ella le había dado plantón y marcharse, y a Rosita le había costado mucho, mucho trabajo convencerle de que fuera a su casa a hacer lo que iban a hacer. Él era muy introvertido y, aunque habían planeado aquello desde hacía muchísimo tiempo, se había resistido hasta el final a dar el paso de verse y entrar en acción. Rosita no quería por nada del mundo que se le escapara.
Casi se pudo ver el suspiro de alivio que lanzó cuando al doblar la esquina vio que él estaba allí, apenas llegando al portal. “Estate quieto, que ahora mismo llego” dijo para sus adentros, y echó a correr calle abajo.
—Perdona, me he retrasado un poco—resolló cuando finalmente alcanzó a aquel chico.
—Hola—contestó él con suavidad. Le temblaba un poco la voz.
Rosita tomó aire intentando recuperarse -esos kilitos de más la estaban matando- y sonrió poniendo los ojos más dulces que era capaz. Le miró de arriba abajo, con disimulo pero con ojo crítico.
—Bueno. ¿Te parece si subimos y arreglamos ese pequeño problema que tienes?
++++++
Sonia colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. Treinta personas en casa de Mariola la noche siguiente, treinta tías… joder, menudo fiestón. Tenía ganas de ir y mezclarse entre iguales en la selva, a ser posible con una copa de licor dulce en la mano y un poquito de música.
Y quizá sería bueno hablar un rato a solas con Mariola aprovechando que la noche era larga… quién sabía. La echaba muchísimo de menos.
Suspirando, se metió en la ducha, se puso el pijama, guardó la compra y se dispuso a buscaralgo interesante que ver en la televisión.
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A la mañana siguiente Sonia llamó a Rosita, pero ésta no le cogió el teléfono. El remordimiento cotilla la inundaba, ¿por qué no le había preguntado más? ardía en deseos de saber qué pasó y quién era ese invitado del que su amiga solamente había hecho mención el día anterior.
Para ir a la fiesta eligió un top con tirantes y escote en forma de corazón—del tipo que sabía que a Mariola le encantaban—de color negro, y una falda aterciopelada por encima de la rodilla, también oscura. El tejido dibujaba olas de nata sobre sus muslos, ajustándose entre sus piernas a cada movimiento, abrazando la curva de su cadera con voluptuosidad. Se colgó al cuello una pequeña piedra azul brillante del mismo color que los ojos de Mariola ,y se peinó despejando las sienes para resaltar sus bonitos ojos castaños. Se maquilló poco, como solía hacer, metió unas pocas cosas en un bolsito minúsculo y salió de casa con las bolsas de la compra en las manos.
El chalé de Mariola se encontraba a una hora de camino desde su casa. No estaba en el centro de la ciudad, donde vivían ella y Rosita, sino a las afueras, en pleno campo. Una zona perdida y a juicio de Sonia, que amaba la tranquilidad, paradisíaca.
Metió las cosas en el coche, arrancó y enfiló carretera arriba en dirección a su destino. El camino lo conocía bien.
A pesar de que Sonia solía ser puntual, aquella noche llegó a casa de Mariola más tarde de lo previsto. Habían quedado para las diez, y eran las diez y treinta cuando tocó el timbre. Se oía jaleo, música y ruido de voces al otro lado. Se escuchó un trote apresurado creciente cerca de la puerta, y poco después esta chirrió mostrándole la cara sonriente de Rosita. Estaba espléndida.
—¡Pero bueno!—exclamó Sonia--¿Dónde te habías metido? Te he llamado varias veces esta mañana por si querías venir conmigo en el coche.
“y para que me contaras que hiciste ayer, pedazo de pendón” añadió para sí, pero no lo dijo. Ya habría tiempo de hablar con tranquilidad.
—Ah, gracias… es que he estado un poquito ocupada…
—Ya—sonrió Sonia, desembarazándose por fin de las condenadas bolsas a estallar. "Ocupada" era sinónimo de foscar cual coneja, eso seguro, pero se ahorró el comentario. Sólo sonrió y echó una mirada por encima del hombro de Rosita—caramba, cuanta gente…
Desde la entrada de la casa se adivinaba que el salón estaba hasta los topes. Se oían risas femeninas y entrechocar de vasos por encima de la música que ya estaba a un volumen más que alto. Sonia se adelantó unos pasos, buscando con la mirada una joya entre todas aquellas caras.
—¿Y Mariola?—quiso saber. No se la veía por ninguna parte.
Rosita refunfuñó algo mientras arrastraba las bolsas dentro de la cocina.
—Uf—suspiró—desde que ha llegado esa tal… Enriqueta… han desaparecido las dos y no hay quien las encuentre. Se habrán encerrado en alguna habitación.
—¿Enriqueta?—preguntó Sonia--¿Y esa quién es?
—No tengo ni la menor idea—replicó Rosita—pero algo me dice que Mariola tenía un interés especial en que viniera aquí esta noche.
—Seguro—replicó Sonia, de pronto rota en pedazos.
—Se la estará tirando ahora, probablemente—vaticinó su amiga—Cuando ha llegado Enriqueta, han cruzado un par de miradas en la puerta que me han hecho sentirme como una intrusa entre ellas.
—Por dios—bufó Sonia.
“Se acaba Mariola, se acaba el mundo”. Menudo jarro de agua fría. Vaya una mierda de noche que le esperaba. Si no hubiera pensado en ella, si no se obsesionara con tonterías… si hubiera pensado en la fiesta de manera inocente, con la sola idea de divertirse sin más…
--Nena… ¿estás bien?—preguntó Rosita, observando alarmada el gesto de su amiga--¿Por qué no pasas al salón y te presento a la gente? Han venido también Laura y Bea… Ángela al final no ha podido venir, tenía una boda en Calcuta.
Para Rosita, “Calcuta” significaba algo parecido a “el quinto coño”, de modo que si Sonia la hubiera escuchado, no se hubiera extrañado. Pero el hecho fue que la pasó de largo, se le habían quedado los oídos cerrados y la cabeza embotada; las palabras de su amiga le llegaron amortiguadas, como un suave y lejano murmullo de fondo.
--No—dijo en voz baja—gracias, Rosita. Voy a ponerme una copa. En seguida estoy con vosotras.
Avanzó hacia la cocina con los ojos súbitamente húmedos, para ponerse un vaso bien cargado de whisky, el whisky preferido de Mariola que había comprado ella misma el día anterior.
Maldita obsesión. Tomó un vaso grande y en un último momento, dejo de lado el whisky y lo llenó hasta la mitad de licor de crema, dulce. Para rematar, lanzó al vaso un hielito solitario.
No tenía ganas de salir de la cocina, pero salió. El salón se le antojaba un campo de batalla; mirara a donde mirara veía un sinfín de aleteos de rímel y brillo de labios en las sonrisas, todo ello sobre rostros desconocidos. Descubrió a Rosita junto con Bea y Laura charlando perfectamente integradas en aquel cuadro, cerca del aparato de música. Por supuesto no fue hacia ellas, sino que buscó el rincón más apartado posible tratando de que no la vieran y allí se dirigió copa en mano.
El lugar que encontró para su camuflaje fue una columna encalada que se erguía a un lado del salón, flanqueando una pequeña puerta. Detrás del fuste había apoyada una silla, como esperándola. “Estupendo” se dijo; definitivamente no tenía ganas de hablar con nadie. Era el sitio perfecto para instalarse y dejar la mente ir, al menos hasta que la desazón se le pasara un poco.
Mientras observaba las olitas de caramelo que trazaba el licor en torno al hielo, como besándolo, se relajó. De momento prefería pasar inadvertida en lugar de marcharse. Sencillamente no se encontraba con fuerzas para coger el coche y, desde luego, no iba a pedirle a nadie que la llevara.
No llevaba la cuenta de los minutos que llevaba ahí, disfrutando de la soledad, cuando escuchó un taconeo que se acercaba. Y no solo eso. Alguien arrastraba una silla como para sentarse a su lado.
Levantó la vista con sorpresa, como pillada infraganti. Ante ella se hallaba una chica altísima encaramada por si fuera poco sobre unos tacones de aguja, con una larga melena castaña que le tapaba la mitad de la cara. La chica frunció los labios carnosos en lo que parecía ser una sonrisa tímida, y sin mediar palabra, hizo un gesto como pidiendo permiso para sentarse.
A Sonia le extrañó aquello, no había visto a esa chica en la vida. No obstante arrastró su silla unos centímetros para hacer más hueco detrás de la columna, e invitó a la desconocida a sentarse a su lado.
La chica alta sonrió, y con cierta torpeza –debida probablemente a los empinados tacones--se movió hasta posar su trasero, pequeño, respingón y duro a través de la tela de su falda, sobre el asiento de la silla que había traído.
—Hola—murmuró Sonia sin saber muy bien qué era lo más correcto. ¿Debería preguntarle qué quería? ¿Debería manifestarle su deseo de estar sola? Sin embargo no acertó a decir nada.
La chica movió los labios –“Ho-la”—despacio, sin articular ningún sonido, y sonrió de nuevo mirando al suelo.
Sonia la miró más de cerca y frunció el ceño.
—¿No puedes hablar?—inquirió, preguntándose si aquella chica sería muda o simplemente hacía el tonto.
La desconocida negó con la cabeza. Acto seguido le hizo un gesto a Sonia para que aguardase, metió la mano en un bolsito ridículamente pequeño que llevaba y forcejeó un rato hasta sacar una pequeña libreta y un bolígrafo.
Abrió la libreta, garabateó algo apresuradamente en una de las hojas y se lo entregó a Sonia.
“Estoy operada de las cuerdas vocales” leyó esta con cierto pasmo “No puedo hablar”.
Sonia asintió, comprendiendo. Observó el rostro de la desconocida; la parte que no estaba oculta bajo el listón de pelo era extraña, atípica, pero en conjunto hermosa. Sus rasgos eran abruptos y marcados, tenía una fuerte mandíbula y la nariz recta, ligeramente grande aunque proporcionada respecto al resto de su cara. Todo ello contrastaba con unos grandes ojos azules, poblados de negras pestañas -en un primer momento le recordaron a los ojos de Mariola, Sonia maldijo por no poder quitársela de la cabeza y verla en todas partes-, unos labios realmente bonitos y una sonrisa dulce.
Pero independientemente de lo atractiva o exótica que le pudiera parecer esta chica, Sonia no podía negar que se sentía invadida por su presencia allí detrás de la columna. Es lo que tiene ponerse a rumiar la propia mierda de uno, que no es muy cómodo que alguien se acerque. Apartó la vista de ella y se concentró de nuevo en las volutas de su licor, que lamían ya tan sólo un pedacito gélido y cristalino.
La chica volvió a coger su cuaderno y escribió en la primera hoja, debajo de la línea anterior:
“¿Te molesta que me quede aquí un rato?”
Sonia leyó, la miró y negó despacio con la cabeza. A continuación le pegó un trago largo a su vaso de licor. Quién sabía qué demonios quería aquella chica tan extraña, pero qué importaba. Ella no servía para rechazar a nadie a bote pronto, y menos si lo que se le pedía de momento era un rato de soledad compartida por mucho que no fuera el mejor momento. Así pues, se dejó caer sobre el respaldo de la silla y siguió bebiendo.
—El espacio es de todos—le dijo sin mirarla—quédate donde quieras.
La fiesta se desarrollaba a pocos metros de la columna según lo esperado. El alcohol bajaba en las botellas y aumentaba en la sangre de todas las asistentes, lo que se traducía en más algarabía, más risas y más gritos. El tiempo pasaba denso entre trago y trago para Sonia, sin embargo.
Se encendió un cigarro y ofreció el paquete a su compañera de silla. Ella lo rechazó con dulzura, negando con la cabeza y tocándose la garganta. “Aunque antes fumaba mucho”escribió en su papel.
—Claro, operada…—murmuró Sonia—lo había olvidado.
De pronto, se escuchó un atronador portazo y una cascada de risas procedentes del pasillo central, al otro lado de la amplia habitación. Escasos segundos después asomaron al salón los rizos oscuros de Mariola, seguidos de su rostro arrebolado. Estaba despeinada, tenía los ojos brillantes y arrastraba de la mano a una chica con tipo de modelo que seguramente se trataría de la tal Enriqueta. Sonia no tuvo duda al respecto de esto último cuando, desde su escondite, vio como ambas mujeres se entrelazaban y cómo Mariola le metía a la otra la lengua en la boca en un beso abierto, obsceno, sin ningún tipo de reparo.
Se quedó helada, como clavada en la silla. Pensó que si en ese momento alguien la hubiera pinchado con un alfiler, tal vez no hubiese sangrado. Nadie la pinchó, pero notó unos dedos inseguros rozar su antebrazo como tratando de infundirle ánimo. Completamente desinflada, vencida, se volvió a su compañera de soledad, fijó la mirada turbia en ella y con los ojos le dijo cosas, le dijo cosas sin hablar y sin poder evitarlo. Aunque desde fuera, esa mirada duró tan sólo un segundo.
No pudo evitar volver a dirigir los ojos hacia Mariola. Había dejado de besar a la otra chica y parecía que buscaba algo en la habitación, forzando sus bonitas pupilas de miope. El alma de Sonia dio un vuelco al pensar que quizá la buscaba a ella. Esa posibilidad se convirtió en certeza cuando vio que Mariola se acercaba a su grupo de amigas y le preguntaba algo a Rosita, quien contestaba encogiéndose de hombros y negando con la cabeza.
Sonia trató desesperadamente de desaparecer. Caracoleó sobre la silla detrás de la columna intentando ajustarse a su tamaño para escapar así a los inquisitivos ojos de Mariola. De pronto sintió en las rodillas el peso de la pequeña libreta de su compañera.
“La conozco bien, te encontrara.” Había escrito ésta.
Sonia la miró perpleja, incapaz de decir nada. Deseó que la tierra se la tragase.
La desconocida le arrancó prácticamente el cuaderno de las manos y volvió a escribir:
“¿Quieres venir a un sitio donde no te buscará?”
Sin saber exactamente lo que hacía, Sonia asintió al momento.
La chica sonrió y se irguió despacio, tratando de disimular su altura en despliegue. Se acomodó la falda, que al parecer se empeñaba en trepar hasta la mitad de sus muslos como si tuviera vida propia, y le tendió una mano de ancha palma a Sonia. Sonia escrutó el ambiente, buscando un momento de distracción general; cuando lo vio oportuno, cogió la mano de la chica y desapareció con ella por un corredor lateral, a través de la pequeña puerta que había junto a la columna.
Conocía más o menos la casa de Mariola, pero nunca había atravesado aquel corredor, aunque intuía que conducía a las escaleras que llevaban a las habitaciones superiores del ala izquierda de la casa, donde dormía el padre de Mariola y dos de sus hermanos.
En efecto. Tras unos metros de inseguro caminar en la oscuridad—ninguna de ellas parecía saber dónde estaba el interruptor—llegaron a una escalera de caracol y ascendieron por ella hasta el piso de arriba. Una vez allí, Sonia vio tres puertas frente a ella, iluminadas por un rayo de luna que se filtraba por un pequeño tragaluz.
La chica alta condujo a Sonia suavemente hacia una de las puertas, que estaba entornada. Empujó la hoja con cuidado y le hizo un gesto para que pasara a aquella habitación delante de ella. Una vez ambas estuvieron dentro, la desconocida cerró la puerta tras de sí y buscó a tientas en la pared. Un suave resplandor procedente de una lamparita de sobremesa iluminó el cuarto cuando por fin encontró el interruptor de la luz.
—Vaya…—murmuró Sonia.
En todo el tiempo que había salido con Mariola jamás había visto aquella parte de la casa. La habitación no tenía nada de especial, pero el hecho de ser un reducto nunca antes visto le produjo a Sonia la sensación de estar en otro mundo. Algo se había “movido”, había ocurrido un cambio brusco de escenario forzado por las circunstancias, y al final ella había ido a terminar en el último lugar que imaginaría de la mano de una completa desconocida.
La muchacha alta sonrió, se sacó los zapatos de tacón y lanzó un suspiro de alivio. Se desplazó como si llevara un traje de buzo, visiblemente incómoda por las escaladas de la falda, y prácticamente se desplomó en una silla de mimbre que había en una esquina. Su rostro quedó a contra luz, adivinándose tan solo las líneas abruptas de su perfil entre la ola castaña clara, casi dorada, que caía por sus hombros.
Sonia se acercó a ella y se sentó en el borde de la cama que había en el centro de la habitación. Supuso que sería la habitación de invitados, ya que no se veía huella humana por ninguna parte y no había nada que hiciera pensar que una persona hiciera vida allí. Era un cuarto neutro, ordenado, impersonal.
La desconocida, a partir de aquel momento la “salvadora” de Sonia, le lanzó a ésta una mirada difícil de interpretar y a continuación alargó la mano hasta su block de notas.
“A la luz estás más guapa”, escribió.
Sonia tomó el papel y leyó aquello. En sus labios se dibujó un amago de sonrisa.
—Gracias—consiguió decir—No me has dicho cómo te llamas...
La chica alta se tocó la frente en un ademán de terrible despiste, tomó la hoja de manos de Sonia y escribió:
“Me llamo Joanna”.
—¿Eres amiga de Mariola, Joanna?—le preguntó Sonia. Jamás la había oído nombrar.
Pareció que la otra no sabía que contestar. Tras unos segundos de reflexión, escribió:
“No exactamente”.
—¿No exactamente? Vaya… no sé cómo se come eso—murmuró Sonia, dubitativa.
La chica caviló un momento y se inclinó para volver a escribir.
“Mariola no tiene amigas” leyó Sonia, con sorpresa.
—Tienes razón—confirmó, apurando su copa de licor—Es una mala perra que sólo piensa en follar.
Joanna asintió con rapidez, casi con alivio como si hubiera conseguido por fin hacerse entender.
—Ya, a ti también te la dio, ¿verdad?
La interpelada frunció los labios y volvió a escribir:
“No exactamente”.
—Se la dio a una amiga tuya…—aventuró Sonia, provocando un nuevo asentimiento firme por parte de Joanna—Vaya, veo que tenemos algunas cosas en común…—sonrió con tristeza— aunque a mí realmente no “me la ha dado”, no tenemos nada entre nosotras desde hace tiempo.
“Pero te ha dolido verla con otra chica” escribió Joanna al momento.
—Sí—confesó Sonia desviando la mirada— bastante, la verdad.
Joanna negó con la cabeza.
“Pues ella se lo pierde. Yo no te hubiera dejado escapar” garabateó en la hoja, y levantó los ojos hacia Sonia.
Ambas hicieron una tentativa de mantener aquella mirada que de pronto las había unido, pero las dos apartaron la vista rápidamente como si los ojos de una quemaran en la otra. Durante un instante, Sonia se preguntó qué demonios estaba haciendo allí, oculta en una habitación de la casa de su ex novia con una tía salida sabe dios de dónde que se le estaba insinuando.
Entonces, Joanna señaló la copa vacía que aún mantenía Sonia entre las manos y le dio unos toquecitos con el dedo.
—Oh, no…—rechazó Sonia lo más amablemente que fue capaz—hay que atravesar todo el salón para volver a llenar la copa, olvídalo.
“Te hace falta” sentenció Joanna sobre el papel “Yo te lo traigo. Espérame aquí”.
—No…
Pero antes de que pudiera poner en marcha un alegato, la esbelta figura de Joanna se deslizó, descalza, al otro lado de la puerta y desapareció en la oscuridad.
A los pocos minutos regresó con dos vasos limpios y una botella de licor helado, el mismo licor que había estado bebiendo la enamorada marchita.
—Gracias… pero no debo pasarme, si no voy a decir muchas tonterías…—murmuró Sonia mientras tomaba la botella para servirse un poco.
Joanna la detuvo. Presionó con suavidad sobre su brazo y agarró la botella por encima de los dedos de Sonia, quien abrió la mano permitiéndole cogerla. Cuando por fin la tuvo en su poder, Joanna sirvió cuidadosamente dos vasos hasta el borde, sonrió y le señaló a Sonia el suyo con una inclinación de cabeza.
—Brindemos por algo—soltó Sonia sin saber muy bien por qué. Se encontraba desolada, pero toda aquella situación sin pies ni cabeza comenzaba a hacerle gracia.
Joanna asintió y volvió a escribir en el papel:
“¿Por las chicas guapas?”. Se lo entrego como siempre, sin mirarla directamente, en su acceso habitual de vergüenza tras la valentía del momento.
—Sí…--murmuró Sonia—por las chicas altas y guapas como tú, que se dedican a esconder polizones en las fiestas de las perras en celo…
Una gran sonrisa iluminó el rostro de Joanna. Asintió quedamente y escribió:
“Perfecto”.
Ambas chicas levantaron sus vasos y los hicieron chocar; Sonia con contundencia, Joanna con delicadeza como si temiera romper el cristal. Se miraron durante un rato, y finalmente dieron un largo trago a sus respectivas copas sin despegar los ojos la una de la otra.
--Está buenísimo—suspiró Sonia, con los ojos cerrados. Avanzó con el culo sobre la colcha de la cama y apoyó la espalda en el cabecero—Me encanta este licor… gracias, Joanna, todo un detalle…
La aludida hizo un gesto de quitarle importancia.
—Soy Sonia, que no te lo he dicho—dijo ésta después de dar el segundo trago, reparando en aquello. Qué desastre.
Joanna asintió con una leve sonrisa. “Lo sé” escribió en el papel “Mariola me ha hablado de ti”.
—Vaya… —rió Sonia—una sorpresa tras otra…qué lástima, ella no me ha hablado nunca de ti.
La chica se encogió de hombros, como si eso no la extrañara en absoluto.
“Alguna vez me has visto, pero nunca te has fijado en mí. Mariola no suele hablarle de mí a la gente” escribió tras pensar un momento.
—Claro—asintió Sonia— ¿será porque prefiere mantener en secreto a una chica que está tan buena? Típico de ella…—rió con amargura—Y no, no recuerdo haberte visto. Una pena, la verdad.
“¿Te parece que estoy buena?” escribió Joanna tras un minuto de vacilación.
Sonia meneó la cabeza, rió y bebió otro largo trago, agotando lo que quedaba en el vaso.
—Sí, lo estás, claro que lo estás—sonrió a su cómplice entonces, buscando sus ojos azules que de pronto se esforzaron por evitarla—tienes una cara muy dulce--añadió—aunque también tienes esos rasgos tan marcados…
Joanna extendió despacio el brazo, como guiado éste por hilos invisibles, y acaricio con la palma de la mano la mejilla de Sonia. Sonia cerró los ojos y se dejó acariciar, sintiendo en la piel aquellos dedos que la recorrían con avidez contenida. Cuando abrió los ojos de nuevo, quedó atrapada en los de Joanna que la contemplaban fijos. Trató de desviar la vista pero se topó con los labios de su cómplice, que de pronto se le antojaron jugosos como el más apetecible de los pasteles, y eso era peligroso porque Sonia tenía mucha desazón y mucha hambre atrasada.
Con un esfuerzo sobrehumano apartó la vista del rostro de Joanna, y se quedó mirando sus brazos de piel tensa cuyas venas se adivinaban potentes bajo la piel.
—Vaya…—comentó, sólo por decir algo—cuando vayan a sacarte sangre no tendrán problemas, vaya caños.
Pasó la yema de su dedo índice sobre una de aquellas venas, siguiendo el trayecto recto, sintiendo el rebote firme y elástico del tejido respondiendo a la leve presión. La piel de Joanna estaba caliente, como cuando se toca por fuera un vaso de porcelana lleno de leche hervida. Casi pudo sentir el latir de su pulso bajo ella.
Joanna sonrió y rotó ligeramente el brazo, como tratando de esconder aquella parte tierna de sí misma. Se zafó con ello suavemente de la caricia de Sonia, quien apartó la mano con miedo a haberla molestado.
El caso era que aquella chica había empezado a gustarle. Más allá de lo extraño de su llegada y de que en un principio le hubiera llamado la atención.
La mano de Joanna buscó la de Sonia por encima de su falda. Estrechó con cautela los dedos de Sonia entre los suyos, como si tuviera miedo de romperlos, y los apretó de pronto con firmeza.
—Joanna…—murmuró Sonia. Un escalofrío le había recorrido la columna vertebral cuando le había apretado la mano—¿Yo te gusto?
La interpelada retrocedió como si esa pregunta hubiera sido un embate real contra su cuerpo. Reunió valor para volver a confrontar la mirada de Sonia, y sin romper el contacto visual tomó de nuevo su cuaderno.
“Sí.” Escribió mordiéndose levemente el labio inferior, al tiempo que asentía. “Mucho”.
Sonia no supo qué decir. Miró a todos lados, como buscando desesperadamente algo a lo que agarrarse con la vista. Joanna tomó el papel de sus manos, que se habían tensado, y añadió algo después de la última frase:
“¿Y yo a ti?
Sonia se quedó callada. Le entraron ganas de abrazar a aquella chica desgarbada, tan atractiva… le entraron ganas de aspirar el olor de su cuerpo, de besarla, de tumbarse a su lado en la cama. Aunque lo que le apetecía realmente no era ni de lejos un polvo salvaje, sino simplemente dejarse caer, rendida, y permitir que aquellas manos largas exploraran los placeres que dormían en cada rincón de su cuerpo.
Rió nerviosa, sacudida por ese súbito deseo de dejarse llevar. Joanna la miraba anhelante.
“Está apunto de apartar la mirada. Está a punto de mirar al suelo, de avergonzarse pensando que no me gusta. Hasta puede que se largue…” Sonia no quería eso. Así que respondió, en voz muy baja:
—Sí.
Fue extraño. Joanna sonrió con una expresión verdadera de felicidad.
“Nunca lo hubiera pensado” escribió en el block, y se lo pasó a Sonia. Ésta sonrió a su vez y dejó escapar una risa nerviosa.
—Me apetece besarte…—dijo muy bajito, sin saber si Joanna la escucharía.
Y ésta la escuchó. Se levantó de la silla despacio y se tumbó en la cama, arrastrándose boca abajo hasta el costado de Sonia. Una vez allí se irguió como una cobra hasta su oído.
—“A mí también”—le llegó a Sonia en un susurro, como la sombra de una voz. La voz se intuía grande, contralto, dulce. Le pareció también algo ronca, lógico teniendo en cuenta el problema en las cuerdas vocales de su dueña.
Le gustó escucharla. A decir verdad, la hizo estremecer. Se dejó caer hasta apoyar la cabeza en la almohada y buscó contacto con aquel cuerpo que tenía casi encima. Sintió el cabello de Joanna derramarse sobre su escote haciéndole cosquillas y se revolvió con los ojos cerrados. Joanna le acarició la mejilla con la palma de la mano, como había hecho antes pero sin sentir tanta vergüenza.
Sonia estaba petrificada, pero a la vez extrañamente relajada. El coño le había empezado a doler pensando en los labios de Joanna, esos labios carnosos que tenía tan cerca. De pronto la sintió respirar, el aire que exhalaba rebotando contra su mejilla. La sintió sonreír sobre su cara, rozando sus labios, y los entreabrió al momento, húmedos, expectantes.
Joanna se inclinó suavemente sobre Sonia y le llenó la boca con un beso pausado, largo y mojado. Al principio fue un beso tímido y sólo la tocó suavemente con los labios, luego el intercambio fue encendiéndose, haciéndose cada vez más profundo y más cerdo: le mordía la boca, le lamía los labios, le olfateaba y le devoraba la piel. Sonia abrió la boca para recibir todo aquel ímpetu. Sus fosas nasales se impregnaron del olor de Joanna, un olor animal y diferente por debajo del perfume. La lengua y la saliva de Joanna sabían a licor dulce.
—…mmmmm…--gimió Sonia sin poderse contener, elevando la pelvis, buscando a aquel ángel.
Joanna, sin embargo, retiró bruscamente sus caderas y se echó hacia atrás, con lo que Sonia se retorció frustrada. La chica sin voz se apoyó sobre un codo y deslizó uno de sus largos dedos de la otra mano sobre el esternón de Sonia, bajando hasta el ombligo.
—Deja que yo te haga todo…—de nuevo aquel susurro de campana en su oído, sin voz— tranquila…
—¿Qué vas a hacerme?—jadeó Sonia.
—Lo que tú quieras…
Joanna volvió a besarla, con tanta hambre que prácticamente le incrustó la lengua en la boca.
Sonia abrió las piernas. El coño le chorreaba. Sintió que su cuerpo se expandía encima del colchón, relajándose con cada respiración profunda.
La mano derecha de Joanna seguía sosteniendo la mandíbula de Sonia mientras la besaba; la izquierda acariciaba su escote, rozando el pezón endurecido con la punta de los dedos, sin atreverse de momento a ir más allá.
Sonia se sintió desfallecer. Tanto tiempo que había sufrido echando de menos el fuego de Mariola, cuando lo que en realidad necesitaba era la dulzura, la sensibilidad de aquellas caricias. Las manos de Joanna hendían su piel y parecían grabarse en su alma. Se sintió de pronto tan plena… tan llena…
--Tócame--le pidió entre jadeos—por favor…
Joanna agarró bruscamente uno de los pechos de Sonia y lo apretó con fuerza en su mano. Ésta sofocó un gemido de sorpresa y ladeó la cabeza para continuar besándola. A continuación, sintió los dedos de Joanna reptando hasta su muslo por debajo de su falda, apartando la goma lateral de las bragas que se interponía en su camino. Sonia respiraba tan profundo y tan fuerte dentro de la boca de su amante que sintió que iba a marearse.
Joanna se incorporó y se detuvo unos segundos como intentando contenerse. Trató de normalizar su respiración al tiempo que acariciaba la tierna hendidura que se intuía bajo las bragas de Sonia, empapadas y calientes. Sonia se agitó y movió las caderas con fuerza, pidiendo un contacto más fuerte y profundo. Joanna sofocó un jadeo y deslizó un dedo bajo las bragas de Sonia, buscando su clítoris palpitante. Lo encontró, lo presionó durante unos segundos y luego lo soltó. Sonia movió el culo y gimió en voz más alta.
—Sigue, por favor…
El cuerpo de Sonia era una antorcha ardiendo. Deseaba esos largos dedos jugando dentro de ella más que nada en el mundo. Deseaba aquella lengua chapoteando dentro de su boca, socavándola a lametazos como si quisiera desgastarla.
Joanna no tardó en corresponderla. Gateó hasta arrodillarse entre sus piernas y comenzó a masajear su clítoris en círculos, cada vez más profundamente, convirtiendo pronto las caricias en veloces frotamientos. De vez en cuando se inclinaba para besarla de nuevo, y su pelo volvía a caer en mechones suaves sobre el escote y el cuello de Sonia.
—No puedo más, Joanna…—resolló ésta, el abdomen contraído y la espalda arqueada en un ángulo imposible—quiero correrme…
—Córrete--musitó la aludida.
Sonia culeó con fuerza y mordió la almohada para no gritar. Aquel fue el primero de una cascada de orgasmos que pareció no tener fin.
Presa de un ansia súbita y feroz, Joanna metió la cabeza entre las piernas de Sonia y comenzó a lamer aquella primera corrida, saboreando los pliegues y los rincones prohibidos de su coño. Sonia sentía su aliento rotundo, caliente, estrellándose contra su centro de placer... Por el amor de dios, aquella chica tenía una lengua increíble.
—Soy de orgasmo fácil, sobre todo después de tener el primero—balbuceó en un susurro quebrado por los jadeos—espero… que no te importe...
Creyó escuchar y sentir cómo Joanna reía contra su sexo. No debía importarle mucho porque comenzó a lamer más fuerte, con pasadas largas, golpeándole suavemente el clítoris con la lengua. Sonia sintió algo rozándole los labios y comprendió que eran los dedos de su compañera de juegos, que había estirado el brazo y tanteaba en busca de su boca dándoselos para que los chupara. Obediente, atrapó uno de esos dedos entre los dientes y pasó la lengua varias veces de arriba abajo, succionando finalmente la punta con fruición.
El cuerpo de Joanna se sacudió por una violenta oleada. Retiró los dedos de la boca de Sonia y la penetró con ellos de golpe sin dejar de darle aquellos largos besos a la raja de su coño.
—Joder…—resopló Sonia, abriendo más las piernas para facilitarle el acceso—fóllame, Joanna…
Espoleada por la voz de Sonia, Joanna comenzó a mover el brazo con rapidez. Tenía buenos músculos, pensó Sonia, y tanto que sí.
Joanna metía los dedos cada vez más adentro, los sacaba completamente mojados y los llevaba de nuevo a la boca de Sonia o a la suya propia. Luego bajaba con las manos, acariciando el vientre tembloroso, y volvía a la carga con la lengua entre las piernas de su nueva amiga.
—Creo que me voy a correr otra vez…
Esta vez Joanna sí gimió con la voz sofocada y rota tras los labios pegados. Poco después de oírla, Sonia alcanzó el segundo orgasmo.
Casi inmediatamente su cuerpo se vio sacudido por un tercero, de nuevo gracias a la lengua firme de Joanna y a sus caricias y penetraciones de dedos. Cuando se calmó el terremoto interno, Sonia se incorporó un poco y observó la mata de pelo de aquella chica entre sus piernas, moviéndose al compás de cada húmeda acometida. Suavemente alargó la mano para acariciarla.
—Joanna…
Tiró suavemente de ella. Sintió el impulso de agradecerle todo aquel despliegue de generosidad sexual, y sintió ganas de probar su coño.
—Yo también quiero probarte…—dijo tras lamerse los labios, inclinándose hacia ella y tratando de alcanzar su entrepierna con la mano.
Joanna paró de hacer lo que estaba haciendo y retrocedió bruscamente. Quedó arrodillada sobre el colchón, a centímetros de Sonia, quien la observaba aún con la mano extendida, y negó con la cabeza. Sonia advirtió en sus hombros un ligero temblor, pero no supo si era debido a una especie de susto, a la propia excitación o a la fatiga causada por lamer tanto.
—Por favor…—murmuró—Joanna, deja que te de placer…
Los ojos de Joanna brillaban a la débil luz del dormitorio. Sus tetas se movían hacia arriba y hacia abajo al ritmo de su acelerada respiración. Su cadera quedaba tapada por un bucle inoportuno de la colcha; Sonia luchó por apartarlo y Joanna trató de forcejear. Sonia tiró de la tela con más fuerza, entre divertida y desconcertada, ¿qué demonios le pasaba? ¿Por qué tanto interés en taparse de repente? Joanna apretó los labios con un gesto raro, como de súplica, y tiró con fuerza de la colcha para cubrirse más de cintura para abajo. Y entonces… tras realizar ella aquel esfuerzo, Sonia vio con estupor cómo el pecho izquierdo de Joanna se movía… y emigraba a alguna parte cerca de su axila. Boquiabierta, se lanzó a palpar aquella redondez que parecía ser independiente.
—No…
La negativa en susurros de Joanna llegó demasiado tarde.
—¡Se te ha movido una teta!—exclamó Sonia, sin terminar de comprender aquel extraño fenómeno.
Joanna intentó apartarla, pero Sonia fue más rápida. Agarró la teta independiente y la apretó entre sus manos, notando un tacto excesivamente mullido y gomoso. Sin salir de su asombro, metió la mano en el escote del vestido y tiró de la “teta” con fuerza. Joanna dejó de forcejear y agachó la cabeza, visiblemente avergonzada.
—¿Qué es esto?—musitó Sonia, balanceando ante su nariz lo que parecía ser una hombrera descomunal—¿Esta es tu…? Un momento…
Metió la mano de nuevo en el escote de Joanna, pero se dirigió al otro lado. No le costó demasiado encontrar la otra hombrera bajo el sostén y tirar de ella para sacarla.
—Pero…
Debajo de la ropa, ya sin las hombreras, el pecho de Joanna era completamente plano. Vale que estuviera atlética… pero ahí no se abultaba absolutamente nada salvo los erguidos pezones.
Sonia no entendía nada.
—Joanna…
La interpelada meneó la cabeza y levantó la mirada hacia Sonia con repentino atrevimiento.
—No soy Joanna…—habló con voz nítida, claramente masculina—Soy Joan.
Sonia dio un respingo sobre el colchón y retrocedió, colocándose la ropa.
—¿Joan?—exclamó con gesto de asco—¿Pero qué Joan? ¿Qué dices?
—Joan… el hermano de Mariola.
—¿Quéee?—Los ojos de Sonia, desencajados, echaban chispas.—¿El hermano de Mariola? Pero, ¿qué haces aquí? No entiendo nada… ¡me has engañado!
—Bueno…—Intentó explicarse atropelladamente él, pero Sonia no le dejó.
—¡Eres un tío!—exclamó como si no se lo pudiera creer, mirándole estupefacta.
La persona que se hallaba frente a ella sonrió levemente con un deje de tristeza.
—Creo que sí.
—¿Quieres decir que… si levanto esa colcha, encontraré un rabazo duro reventando tu falda?
Joan asintió, muerto de vergüenza.
—Sí.
—¡Joder!
Sonia se levantó y se dirigió con paso apresurado a la puerta de la habitación. Tenía el estómago revuelto.
—Por favor, no te vayas…—suplicó Joan desde la cama, sin querer moverse un ápice de su precaria posición entre las sábanas—déjame que te explique, por favor…
Sonia retiró la mano del pomo de la puerta. Se sentía herida, engañada, utilizada… pero también, aunque le parecía incoherente, se sentía extrañamente agradecida. Había disfrutado como pocas veces retozando en aquella cama. Sin saber que estaba en compañía de un hombre, claro.
—Por favor…—insistió Joan.
—No sé qué es lo que me quieres explicar—Sonia se volvió hacia él, con una mirada cargada de reproche.
—Por favor, siéntate…—le pidió él, señalando la cama.
—Joder, esto es increíble. Todo han sido mentiras, ¿verdad? Un problema en las cuerdas vocales, ¡Ja! ¿cómo coño no me he dado cuenta?
No obstante, Sonia se sentó. Más bien se dejó caer a plomo sobre el colchón, a pocos centímetros de donde estaba Joan, sin mirarle.
—Sonia, estoy…—comenzó el chico, indeciso—bueno, tú… me gustas desde hace muchísimo tiempo…
—¿Y tenías que disfrazarte de chica para decírmelo?
—Sí, claro… era mi única posibilidad, eres lesbiana…—subrayó.
—¿Y tú qué sabes si yo soy lesbiana?—estalló Sonia. Aquello era el colmo.
Joan sonrió lánguidamente.
—Bueno, estuviste varios meses saliendo con mi hermana…
—Pero eso no quiere decir nada, ¡pueden gustarme los hombres y las mujeres!
—No—Joan sacudió la cabeza—Los hombres no te gustan. Nada. Me lo ha dicho Rosita.
—¿Rosita?
Sonia hizo una pequeña pausa, procesando aquella última información.
—No…—murmuró—Espera, espera… no habrá sido ella quien te ha ayudado a…disfrazarte, ¿verdad?
Joan bajó la mirada y se mantuvo en silencio unos instantes.
—Ya le dije yo que no era muy buena idea…—suspiró.
—No, no puede ser. Esto es increíble… y todo ello a mis espaldas… ¡el invitado eras tú!— exclamó, cayendo en la cuenta.
—¿El invitado?
—Sí, quedó contigo ayer por la tarde, ¿no es cierto?
—Sí…—repuso Joan un poco cortado, sin saber cómo Sonia lo sabía.
—Para ayudarte con la ropa y enseñarte a andar con zapatos de tacón, y maquillarte, ¿no es eso?
—Algo así… también me hizo la cera por todas partes…
Sonia rió de puro nervio.
—No me lo puedo creer… —dijo meneando la cabeza—pero si ni siquiera te conozco…
—Ya—Joan se encogió de hombros—una verdadera pena. Ayer te cogí el teléfono cuando llamaste. Me afectó tanto oír tu voz por sorpresa que me atraganté y me dio un ataque de tos.
Sonia rompió a reír con más fuerza. Se sentía dentro de una película absurda y subrealista. Aquello no podía estar pasando. Oh, dios, ¿de verdad estaba tan ciega? ¿Cómo no se había dado cuenta?
Miraba a Joanna—ahora Joan—y se sentía estúpida. Todo casaba: sus facciones duras y angulosas, sus torpes andares embutido en aquella ropa, su cuerpo fibroso y estrecho. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? ¿Tal cantidad de licor había bebido?
Y sus ojos. Era verdad que recordaban un poco a los de Mariola, aunque mirándolos de cerca parecían un poco más claros y respecto al rostro se veían más grandes.
—Sonia…perdóname—musitó él. Parecía realmente hecho polvo, allí de rodillas sobre el colchón entre el amasijo de sábanas, la cama medio deshecha.
Sonia meneó la cabeza y ocultó la frente entre las manos. Le hacía un poco de daño mirarle. No tenía claro si estaba enfadada, para empezar, y si realmente lo estaba tampoco sabía cuánto ni exactamente por qué razón. De todas las cosas que acababan de pasarle, no sabía cuál le había dolido o molestado más en realidad, demasiados sucesos para una sola noche. Había sido demasiado, sí: la ilusión de la puñetera fiesta, el jarro de agua fría, la aguja de la rabia cuando vio a Mariola con otra, la mentira de Joanna (Joan) después de gozar con ella (…él) en aquella habitación.
—Lo siento.
—Joan—dijo ella, aún sin querer levantar la vista del hueco entre las manos—Déjame ver cómo eres en realidad. Quítate esa falda y esa camiseta, por favor.
De pronto, un pensamiento-luciérnaga brilló en su cabeza durante un instante. Un pensamiento luciérnaga es una pequeña certeza que aparece sólo de vez en cuando, e ilumina la oscuridad durante lo que dura un parpadeo. Se preguntó si, debajo de la falda, Joan llevaría ropa interior de mujer… y pensó—he ahí la luciérnaga—que jamás nadie, que ella supiera por supuesto, había llegado a hacer eso por ella nunca. Nadie se había disfrazado con ropa del sexo contrario y se había infiltrado en la fiesta de “el enemigo”, aunque sólo fuera para echarle un triste polvo. Quizá eso… era loable por parte de Joan. Quizá no. El fin no justificaba los medios… ¿o dependía del caso?
—¿Me estás pidiendo que me desnude?—preguntó él en voz baja, visiblemente turbado.
Sonia asintió sin levantar la cabeza.
Sin apenas hacer ruido, Joan se deslizó fuera de las sábanas y se colocó de pie junto a la cama, frente a ella. Con resignación y con bastante vergüenza, como quemando su última nave, se sacó por la cabeza la camiseta ajustada color verde botella (horrible, pero ninguna otra de las que tenía Rosita le había valido), y se quitó el sujetador, que era de esos que se abrochan por delante. Sintió alivio, porque a pesar de que la prenda llevaba una ancha banda elástica detrás, no estaba diseñada para rodear espaldas masculinas. Observó que se le había clavado debajo de los brazos dejándole una profunda marca de color rojo vivo.
Sin detenerse, giró la cinturilla de la falda y luchó unos segundos cara a cara con la maldita cremallera. No le dolieron prendas tampoco al perderla de vista debajo de la cama, cuando resbaló por sus muslos rectos hecha un revoltijo.
Y finalmente las bragas. Si Sonia hubiera estado mirando, hubiera comprobado que efectivamente las llevaba, y tal vez se hubiera reído de aquella ridícula estampa. Podían haber sido unas bragas enormes de algodón, se había lamentado Joan desde que las había visto en casa de Rosita, unas de esas de cuello vuelto, pero qué va; eran unas bragas odiosas, asesinas, preciosas eso sí. Unas braguitas minúsculas de encaje blanco en las que apenas le cabía el paquete. Le habían rozado los testículos de manera insidiosa desde que se las había puesto, obligándole a caminar muy despacio y con las piernas ligeramente abiertas. Ni siquiera estando sentado y quieto habían dejado de clavársele. Por no hablar de la parte trasera, empeñada una y otra vez en enrollarse y metérsele por el culo. Un tormento como pocos, la verdad.
Suspiró aliviado cuando las dejó caer, liberando su sexo ligeramente endurecido; a pesar del sentimiento de culpa y la vergüenza por haber sido descubierto, aún recordaba el olor y el sabor de Sonia mientras ella se corría. Se dijo que si Sonia le veía así, con la polla hinchada y semi-dura, tal vez viviera aquello como una falta de respeto… de modo que esperó unos segundos y se concentró, a fin de relajarse. Pero estaba muy nervioso, y no lo consiguió.
—Ya está—murmuró. Colocó los brazos a lo largo del cuerpo y desentumeció las piernas, dispuesto a mostrarle a Sonia sin obstáculos cómo era por fuera realmente.
—¿Estás desnudo?—preguntó esta, aún sin mirarle.
—Sí—dijo él—completamente.
Sonia hizo un esfuerzo por abrir los ojos y miró por entre sus dedos, sin querer retirarlos del todo aún. Poco a poco, el cuerpo de Joan fue tomando forma frente a ella. “Vamos, idiota, quita las manos…” pensó. Se armó de valor y lo hizo. Lo que vio fue como un mazazo, porque no supo si la indignó aún más, si le gustó o si la excitó. Desde luego, a su pesar, rechazo no le produjo en absoluto.
—Acércate…—le pidió.
Joan avanzó unos pasos hacia ella.
—¿Aquí está bien?
Sonia asintió. Alargó la mano hasta la cadera de Joan y la tocó.
—Tienes marcas en la piel… —observo al percatarse de las líneas rojas dejadas por el sujetador y las crueles bragas.
Joan sintió con horror cómo su miembro se endurecía más, se llenaba y se erguía al notar el contacto de la mano de Sonia sobre su pelvis. Tomó aire y trató una vez más de concentrarse en cosas que le repugnaran, pero era imposible; Sonia estaba demasiado cerca, demasiado cerca de su polla… y se acababa de correr con él… y había gemido, mordido y gritado…
Lamentó casi al instante recordar aquello. En cuestión de segundos su miembro se irguió del todo, se engrosó y endureció como un jodido mástil e incluso se humedeció en la punta.
Sonia miró sin disimulo aquella verga gruesa, dura y dispuesta. No sintió asco, sino todo lo contrario, y eso la enfadó. No podía comprender como ella, que jamás había sentido el mínimo deseo ante esos armatostes (a menos que fueran artificiales y con motor), podía ahora mojarse imaginando que le agarraba la polla a Joan, se la meneaba, se la chupaba.
Joan vio cómo ella fijaba los ojos en su rabo duro.
—…Lo siento—musitó—actúa por cuenta propia…
El azoramiento del chico perturbó a Sonia. La excitó y al mismo tiempo, inexplicablemente, le produjo ternura. Una cantidad considerable de ternura.
Levantó los ojos hacia el rostro de Joan. Los labios del chico estaban contraídos en un rictus de disgusto, sus ojos la miraban bajo un velo de turbidez. Él se obligaba a levantar la cabeza y corresponderle la mirada, y se veía que eso le suponía un esfuerzo equiparable a mantenerle un pulso a Sonia.
Bajó con los ojos por su mandíbula tensa; miró su cuello, sus hombros anchos, su torso plano que se expandía cada vez que él tomaba una bocanada de aire. Miró su estómago duro, su ombligo bajo el que nacía una delgada línea de vello más oscuro como un camino sutil hasta la cerrada mata púbica.
--Date la vuelta—le exhortó.
Sin decir una palabra, Joan se giró ciento ochenta grados.
Sonia descubrió entonces el ancho mapa de su espalda. Él se movió un poco para desentumecerse y ella vio el juego de músculos bajo la piel. En la parte media-baja de su espalda observó un tatuaje de lo que parecía ser un dragón; se acercó más y comprobó que en efecto era un dragón negro, con las alas extendidas, que cruzaba el sacro de Joan de parte a parte sobre un lecho de llamas. La cola del dragón apuntaba como una flecha hacia arriba, justo por encima del inicio de sus glúteos.
Observó las caderas estrechas y las nalgas duras, marcadas. “Un culo que empujaría bien”, le traicionó su mente. Volvió a mojarse y trató de enfadarse un poco más, pero estaba quizá demasiado excitada para ello. Nunca hubiera podido creer que se pondría cachonda por ver un hombre desnudo; siempre había encontrado el cuerpo de las mujeres más bonito, más sugerente, y el de los hombres más feo, asimétrico con aquel colgajo. Pero el cuerpo de Joan era perfecto o al menos así lo veía ella, no podía negarlo. Y la estaba poniendo a cien.
Extendió la mano y alcanzó una de aquellas definidas nalgas. Sintió como Joan se estremecía levemente a su contacto. “Dulce y sensible como una mujer, y sin embargo…” pensó Sonia “¿qué demonios importa tu género?”
—¿Te molesta que te toque?—inquirió, presionando con los dedos la carne prieta y turgente.
Un culo de atleta, sí señor.
—No…—respondió Joan en un susurro.
—¿Haces ejercicio, verdad?—preguntó ella abruptamente--¿qué deporte practicas?
Le pareció que Joan sonreía un poco, aunque no podía verle la cara.
—Practico algunos, antes más—respondió él—me encanta el deporte. Sobre todo, natación y escalada… y bueno, salir a correr por ahí, y con la bici.
—Así tienes este cuerpo—masculló Sonia, haciendo resbalar sus dedos hasta la parte posterior de la pierna derecha de Joan, que se tensó inmediatamente.
—¿Te gusta?—se atrevió a decir él.
Sonia reflexionó qué contestarle. Al fin y al cabo se hallaba allí, desnudo delante de ella, completamente expuesto a sus ojos y sus manos. Más honesto no podía ser, a pesar del engaño anterior.
—Sí—afirmó al fin—me gusta. Cómo no iba a gustarme.
Joan respiró profundamente.
—Me alegro—dijo en voz baja.
—He mojado las bragas cuando te he mirado el culo…—murmuró Sonia, con un aleteo nervioso en la voz.
Joan se movió un poco pasando el peso de uno a otro pie. Fuera de la vista de Sonia se mordió el labio con fuerza.
—¿Tu hermana sabe que estás aquí?—preguntó ella de pronto, al ocurrírsele la peregrina idea de que tal vez todo aquello estuviera orquestado por la mismísima Mariola.
—¿Mi hermana?—reiteró Joan con incredulidad—No, qué va, claro que no. Me mataría si supiera que estoy aquí…
Sonia asintió y respiró con cierto alivio.
—Ella cree que estoy de escalada con mi padre y mis hermanos, solemos hacer escapadas al monte los fines de semana—explicó Joan.
—Vaya, y tú te has perdido un día de escalada por estar aquí…
Por primera vez, él hizo amago de volverse. Sonia adivinó un leve trazo de sonrisa en sus labios.
—No me importa—dijo categórico—ha valido la pena.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí—repuso él sin asomo de duda—esta noche he conseguido acercarme a ti, hablar contigo, y te he llevado al orgasmo... varias veces. Es mucho más de lo que podía esperar, ni siquiera imaginar, créeme.
—Te ha salido bien la treta…—farfulló ella a sus espaldas, sin dejar de tocarle el culo.
Joan agachó levemente la cabeza.
—Lamento haber hecho las cosas así.
—Claro, ahora que te he descubierto…
Se hizo un silencio pesado durante algunos minutos.
—No lo sé—reflexionó Joan al fin—no había otra forma de hacer que me miraras y, realmente, no me plantee… que pudiera salir bien, aunque al hablar con Rosita casi parecía fácil.
—Rosita, menudo demonio. Cuando la pille, esa se va a enterar…
—Por favor, no le digas nada—imploró Joan—ella lo ha hecho con la mejor intención. Yo se lo pedí.
—Ya… el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones, ¿no es así?
El chico asintió.
—Es posible. Lo siento, de verdad. Sonia—añadió—ya me has visto como soy… ¿te importa si me pongo algo de ropa y me siento?
—¿Echas de menos ponerte la falda otra vez?
—En realidad no… tengo por aquí algo de ropa, mía. Estamos en mi habitación.
Sonia abrió mucho los ojos. Qué fuerte le parecía todo aquello.
Hay que joderse… --musitó—sabías adónde me traías…
—Claro—repuso Joan—vivo en esta casa… aunque por poco tiempo; estoy de mudanza, apenas quedan cosas mías aquí.
Sonia apartó la mano del culo de Joan, trepó con los dedos unos centímetros hacia arriba y acarició brevemente el dragón tatuado. Después retiró la mano.
—Vístete entonces, si quieres…-—concedió—¿Dónde vas a mudarte?
—Gracias—Joan avanzó hasta el armario con la elegancia de un gato, liberado ya de la incómoda ropa que le constreñía. Rebuscó en su interior y sacó unos vaqueros desgastados que se calzó al momento—me marcho a un piso alquilado, en el centro de la ciudad. Me viene mejor para el trabajo…
—No te pongas camiseta—le cortó Sonia—por favor.
Él la miro y se sonrió levemente.
—Vale, como quieras. ¿Puedo sentarme ya?
—Sí—respondió Sonia—pero no me toques.
Los ojos de Joan se entristecieron por una décima de segundo.
—Claro, no te preocupes—le dijo, y se sentó en la cama, a su lado, con cuidado de no rozar su piel.
Estuvieron unos segundos sin hablar, y de pronto Joan preguntó:
—Sonia… ¿te da asco?
Ella le miró extrañada. No esperaba esa pregunta.
—¿El qué?
—No sé…todo. Estar aquí conmigo, que yo sea hombre, haberte acostado conmigo pensando que yo era mujer.
Sonia tardó un poco en contestar.
—No. Precisamente asco no, desde luego que no—afirmó con seguridad—No me das asco, Joan. Para nada. Ni siquiera tu polla me da asco, aunque por norma general encuentro las pollas bastante repugnantes… o en el mejor de los casos, poco interesantes.
—Vaya.
—Me siento herida, eso sí, creo. Y un poco perdida. No sé qué pensar. No sé qué hacer.
Joan se volvió hacia ella y le lanzó una mirada particular que ya empezaba a ser típica en él.
—Lamento mucho que te sientas herida—murmuró—No sirve de nada ahora que te diga que mi intención nunca fue esa. Pero lo siento mucho.
Y me he quedado sin comerte las tetas…—masculló Sonia, a su rollo—cosa que realmente me apetecía—se carcajeó—igual que me he quedado sin probar a qué sabes.
El cuerpo de Joan se estremeció por un momento.
—Bueno… puedes comerme las tetas todavía…--de algún lugar sarcástico de su mente sacó fuerzas para decir aquello.
—¡Pero si no tienes!—exclamó Sonia, ahogando un acceso de risa—eran dos hombreras de goma espuma, ¡menudo fraude!
Sí—sonrió Joan con cierto esfuerzo—pero tengo pezones.
--¿Qué? Lo que tienes es un morro que te lo pisas—replicó Sonia—pero, aun así… me pregunto cómo sabrá tu piel. Soy idiota, ¿verdad? Te debes estar descojonando de mí por dentro.
—En absoluto--negó Joan—y no creo que seas idiota.
—Claro que sí. Mira en qué lío me has metido. Ahora no sé por qué me apetece hacer… lo que me apetece hacer.
—¿Y qué te apetece?—inquirió Joan en un hilo de voz.
“Besarte, abrazarte, sentirte, enredarte los dedos en el pelo…” Sonia se paró en seco.
Por cierto—disparó—no te has quitado la peluca.
¿La peluca?—Joan se echó a reír por primera vez desde que Sonia le descubriera—Oh no, esto es mío—dijo, asiendo un largo mechón de su melena y tirando de él— Normalmente no está tan… peinado, no sé qué demonios me ha hecho esta niña, pero es de lo poco que has visto a primera vista que es… mío.
Sonia asintió.
—Me alegra comprobar que en algo no mentías—se arrepintió de decir aquella frase según le brotó—tienes un pelo muy bonito…
Él sonrió un poco.
--¿Cuánto tiempo te lo dejaste crecer?—preguntó ella.
--Uf, desde los… diecisiete, tal vez.
--¿Y tienes…?
--Veintiséis—repuso Joan.
--Vaya…te lo cortarás de vez en cuando, me imagino.
Joan rió bajito.
--si no me lo cortara me llegaría ahora por debajo del culo...
Sonia soltó una carcajada.
--No me has dicho… que te apetece hacer que tanto desconcierto te produce—Él se arriesgó a decir aquello entonces, sabe dios de dónde sacó el aplomo.
--No es desconcierto exactamente, Joan… es miedo lo que me das.
Él alzó ambas cejas en un gesto de incredulidad.
--¿Miedo?
--Sí—admitió Sonia.
--¿Por qué?
--Porque quizá me gustas—respondió ella a regañadientes—eso siempre termina haciendo daño.
—No...—Joan se acercó a ella. Hizo un amago de rodearle los hombros con un brazo, pero recordó a tiempo lo que ella le había pedido expresamente: que no la tocara—Sonia, por mi parte yo lo que menos quiero es hacerte daño.
--¿Y qué quieres entonces?
--Pues todo lo contrario—respondió el chico—darte placer, darte gusto… darte buenos momentos.
Sonia aguardó, agazapada como un animalillo que teme un terremoto.
--Eso es lo que siempre he querido—Pareció que la voz de Joan se apagaba, se perdía en el aire al decir aquellas palabras.
—¿Lo que siempre has querido?
--Sí—afirmó Joan, llanamente—Lo que siempre, desde que te conozco, he querido.
Sonia no pudo aguantar más. Presionó el hombro de Joan con un movimiento torpe, haciéndole girar, y le besó en la boca. Aquel beso fue diferente a los que se había dado con Joanna hace unos instantes, y no precisamente porque “Joanna” no fuera mujer. Fue diferente porque en ese momento le parecía que por fin entendía las cosas. Fue diferente porque sentía algo más que las simples ganas de hacerlo. Un torrente de simpatía y cariño por ese chico la invadió por dentro sin que ella pudiera controlarlo.
Los labios de Joan se abrieron inseguros para recibirla. Durante algunos segundos él no supo qué hacer. Cuando sintió la caricia húmeda de la lengua de Sonia, fue a su encuentro tímidamente con la suya, muy despacio, prudente, como si temiera romper un hechizo. Su saliva continuaba sabiendo a licor dulce.
--Bésame más fuerte, Joan—casi le suplicó sin despegarse de su boca—por favor…
Él se inclinó sobre ella y comenzó a besarla a gusto, como antes lo había hecho, aunque continuaba con extremo cuidado. Lamió su labio inferior con delicadeza, lo presionó entre sus dientes y lo soltó para buscarle la lengua de nuevo; cuando la encontró, la rozó de nuevo con los dientes y succionó con mansedumbre. La quería para él, sólo para él… no terminaba de creerse lo que estaba pasando.
Sonia abrazó a Joan y estrechó su cuerpo contra sí con tal empeño que los huesos del chico crujieron. Él le rodeó la cintura con los brazos y continuó besándola, tratando de aportarle calma aunque cada vez se le hacía más difícil estarse quieto.
Cuando Sonia se había corrido la segunda vez, casi se corrió él en aquellas bragas de encaje mientras le comía el coño, sólo rozándose con el colchón. Pero había hecho un esfuerzo ímprobo por aguantar, y aquel derroche de resistencia empezaba a pasarle factura; La polla le palpitaba dentro de los pantalones hasta el punto de dolerle, llevaba horas enteras empalmado salvo por un par de ocasiones en las que ni siquiera se había podido relajar del todo.
--Estoy muy cachondo, Sonia—gruñó al oído de ésta.
Ella gimió y le agarró la polla por encima de la ropa sin previo aviso. Joan apretó los dientes cuando sintió que comenzaba a frotarle la erección con la palma de la mano. Sonia besó la mejilla de Joan sin dejar de tocarle, besó su cuello y bajó con la boca hasta su torso. Una vez allí, lamió con ganas el pezón que le quedaba más cerca, arrancándole a Joan un profundo jadeo.
--Si sigues tocándome y besándome así…voy a correrme en los pantalones—gimió él, al borde del estallido.
Ella sonrió y le tocó con más fuerza. Él bufó. No sabía qué hacer con las manos; recorría la espalda de Sonia de arriba abajo, amasándole la piel, nervioso. Sonia remontó de nuevo hasta el cuello de Joan.
--Déjame probar a que sabes, por favor—le susurró al oído.
Él no dijo nada, no estaba seguro de haber entendido bien, pero se agitó y sus caderas danzaron durante unos instantes como controladas por algo ajeno a su voluntad. Sonia había comenzado a desabrocharle los pantalones.
--¿Te molesta?—murmuró ésta, metiendo la mano bajo la tela para aferrar directamente su rabo duro.
--No…--Joan casi se había quedado sin voz.
Sonia tiró de los pantalones hacia abajo y estos resbalaron sin oponer resistencia hasta los tobillos de Joan. Su polla se irguió elástica como si fuera de goma, caliente y húmeda apuntando a su ombligo.
--Me encanta…--musitó ella mordiéndose los labios—Gracias…
--¿Gracias por qué?—resolló Joan.
Sonia se inclinó sobre el tronco de su polla y lo lamio sin previo aviso, desde los huevos hasta el glande. Joan le asestó al aire un golpe de cadera involuntario, ya apenas controlaba lo que hacía.
--Por haber pensado tanto en mí como para ponerte unas bragas…
Tras decir aquello, abrazó con los labios el glande de Joan y los apretó succionando un poco.
Pasó la lengua por aquella protuberancia y sintió el sabor de las gotitas de humedad que emanaban de ella. Se movió excitada y saboreó aquella rigidez, con ganas de comérsela, de metérsela entera en la boca hasta la campanilla.
--Joder, Sonia…
Joan sudaba, contraído hasta el último músculo.
--¿Te gusta?—murmuró ella mientras chupaba golosamente.
--Mucho...--gimió él.
--Enséñame a hacerlo, cabrón—le espetó Sonia, mordiendo suavemente la jugosa punta— nunca he hecho esto antes.
--Pues lo haces muy bien…
Sonia rió con parte de la polla de Joan en la boca, la sujetó en su puño y comenzó a meneársela.
--Márcame cómo quieres que te lo haga, en serio—le exhortó—quiero sentirte…
Joan volvió a gemir y colocó una mano suavemente sobre la nuca de Sonia, presionando con las yemas de los dedos entre su cabello. Se recolocó sobre el colchón y comenzó a marcarle el ritmo de la mamada, aumentando poco a poco la firmeza, despacio.
--¿Te gusta a ti?—murmuró con los dientes apretados, liberando por un instante la cabeza de Sonia.
Ésta le sonrió desde abajo, desde entre sus piernas, con los labios brillantes. Un hilillo de saliva quedó prendido desde su boca hasta el inflamado glande cuando se apartó para decirle:
--Sí—retiró un inoportuno mechón de cabello de delante de sus ojos-- Joder, me encanta hacértelo.
--mmmmmm…
Durante los segundos que siguieron, Sonia le hizo subir al cielo a Joan. Su cabeza se movía de arriba abajo al ritmo que marcaba la mano de él; su boca se llenaba de polla que entraba hasta el fondo, llegando a producirle alguna arcada, y salía para volver a incrustársele de nuevo.
--Me apetece follar—casi sollozó ella, con el coño ardiendo, irguiéndose sobre las rodillas de él—pero tengo miedo, nunca lo he hecho antes…
--No te preocupes—murmuró el chico, jadeando—no pasa nada, no hace falta…
--¿Algún día me vas a follar, Joan?
Él cerró los ojos y cogió la mano de ella para que le tocara. Estaba tan cachondo que no soportaba la ausencia de su contacto.
--Claro…--resopló—cuando tú quieras…
--¿Qué haces mañana?—rió Sonia entre jadeos, montándose a horcajadas sobre aquellos muslos vigorosos, frotando su coño empapado contra la rodilla de Joan.
Él dejó escapar una carcajada, desflecada y rota por el placer.
--Mañana es domingo… --murmuró, restregando su sexo contra el trasero de Sonia—nada.
--Estupendo—jadeó ella.
--Nada… salvo follar, si quieres.
--¿Te gustaría?—murmuró ella, frotándose más fuerte.
Joan gruñó y se removió debajo del cuerpo de la chica.
--Claro…
--A tu hermana le gustaba follarme por el culo con un arnés…--jadeó Sonia, abierta sobre el muslo de él, empapándolo--¿Te gustaría follarme por ahí?
Sin poder evitarlo, él se agarró la polla y comenzó a pajearse violentamente, refregando la punta contra la nalga de ella.
--Sonia… me quiero correr…
--Contéstame—jadeó ésta en voz más alta--¿te gustaría darme por el culo, Joan?
--Joder, mierda, claro que sí…
Tras dejar salir esas palabras, arrancadas de la garganta, contrajo los labios y se tragó un grito. Sonia se separó a tiempo para ver los chorros blancos que disparaba la polla de aquel chico una, dos, tres veces… se lanzó a lamer el glande y lo introdujo en su boca caliente, muerta de curiosidad, terriblemente cachonda. Era la primera vez que probaba aquello y se moría por saber por fin a qué sabía el semen de Joan. Un último disparo amargo le llenó la boca dejando en su paladar una esencia fuerte, fresca y desconocida. Sonia casi enloqueció.
--Oh, dios…
Volvió a subirse a las rodillas de Joan y de nuevo frotó su sexo contra ese muslo duro de piel cálida. Aún sentía la huella de su semen en el aliento.
Joan la cogió por la cintura y la ayudó a moverse más rápido sobre su muslo hasta que por fin ella se corrió así, montándole, mordiéndole fuerte la curva del hombro para no gritar. Joan gimió y continuó moviéndola sobre él con firmeza, sujetándola contra sí por las caderas durante el tiempo que duró su orgasmo.
Tras aquella descarga, con el cuerpo salpicado de leche, Sonia se desplomó sobre el pecho de Joan. De pronto se sintió agotada y pensó que podría llegar a dormirse.
Se incorporó con cuidado, sin querer deshacer aún el abrazo que les mantenía unidos.
--¿Estás bien?—preguntó él.
Ella asintió.
“No estoy segura” pensó “pero creo que te quiero”.
Casi se le escapa en voz alta, probablemente a causa del cansancio que quedaba tras liberar tanta tensión.
Joan sonrió y la ayudó a tumbarse sobre la cama. Le aflojó la ropa, la tapó hasta la cintura con la colcha y se tendió a su lado, apoyado sobre un codo, sin dejar de observarla.
--Cómo puede tener Mariola, tan jodidamente puta, un hermano tan dulce…--fueron las últimas palabras que dijo Sonia antes de acurrucarse contra él.
Justo en ese momento, se escuchó un “bip- bip” ahogado procedente del bolso de Sonia.
—disculpa…—murmuró ésta, metiendo la mano entre la cantidad de enseres que acumulaba a lo Mary Popins dentro del pequeño saquito. Por fin consiguió agarrar el móvil y lo sostuvo cerca de sus ojos al tiempo que pulsaba quién sabía cuántas teclas.
—Pues sí—Sonia mostró a su amiga una sonrisa de oreja a oreja, mientras releía el sucinto mensaje—mira lo que acaba de llegarme, a cuento de eso que preguntas.
Estiró el brazo por encima de la mesa y le enseñó a su amiga la pantalla iluminada en naranja:
“Hla zorrita. Tngo ksa libre el finde. Mñna a las 22h fiesta chicas, SOLO chicas. Bss, tkm.
Mariola.”
—¡Vaya!—exclamó Rosita—genial, aunque… ¿qué pasa con las que somos heterosexuales? Al principio pensaba que eso de que Mariola odia a los hombres era una forma de hablar, pero...
Sonia rió.
—Bueno, es su casa—replicó—y sí, odia a los hombres, empezando por su padre y sus hermanos y terminando por todos los que pueblan el planeta…
—Hombre, lo de sus hermanos lo entiendo—repuso Rosita—son unos machistas indeseables, y cinco ya es de preocupar, encima teniendo que convivir con ellos aún.Pero Soni, yo necesito desahogarme, hace mil años que no me calzo una buena polla…
Sonia miró a su amiga y frunció las cejas durante un instante.
—Bueno…prueba con una mujer—le guiñó un ojo—si lo que quieres es una polla, es algo fácilmente reemplazable.
Rosita desechó estas palabras con un movimiento tan amplio de la mano que la camarera pensó que se la requería y se acercó a la mesa block de notas en ristre.
—No me jodas, Soni. ¿Nunca has probado tú una polla de verdad?
Viendo que la camarera se situaba detrás de Rosita, Sonia levantó la barbilla para señalarla, hizo un gesto de silencio con los labios y negó con la cabeza.
—No, nunca.
—Otro cortado, gracias—dijo Rosita distraídamente, volviéndose hacia la camarera—con dos sobres de azúcar, por favor. ¿Nunca?—añadió abriendo mucho los ojos cuando la muchacha se alejaba—¿Ni siquiera de jovencita, en etapas de experimentación?
—Bueno…--suspiró Sonia—una vez, con un vecino, en el portal de casa. Yo tenía catorce años. Supongo que estábamos jugando.
Rosita soltó una carcajada.
—¿En un portal? Dios mío, no puedo creer que nunca me hayas contado esto. ¿Y qué tal fue?
—Fatal. Lo suficiente para hacerme desear no repetirlo jamás—respondió Sonia, categórica—no te lo conté porque nunca preguntaste…
—Joder, ¿tan mal lo hizo?
Sonia sacudió la cabeza enrojeciendo ligeramente y contuvo una risa nerviosa.
—Bueno, el pobre tenía también catorce.
—Pero cuéntame… ¿qué hicisteis? ¿Te la metió?
--No—replicó Sonia—no lo hizo, sólo jugamos. Pero… aquella cosa…tan gorda, roja y fea…
Rosita se tapó la boca y sacudió la cabeza.
—Me dio mucho asco—concluyó su amiga.
—Joder, entonces ” te hiciste” lesbiana gracias a un encuentro en un portal con un tío que la tenía gorda, roja y fea.
—Eh, no he dicho eso—desmintió Sonia rápidamente—lesbiana ya lo era, mucho antes de eso. Este pobre chico solo hizo lo que pudo.
—Lo cual es de agradecer con los tiempos que corren, se nota que tenía catorce años…
Sonia rió.
—En fin, pobrecito, él no tenía la culpa de que las pollas te dieran asco…—concluyó Rosita en un susurro, mientras la camarera depositaba la taza de café frente a ella sobre la mesa y volvía a desparecer sin hacer ruido, muy discretamente—Y después de eso, entonces ¿nunca has estado con un hombre?
Sonia negó con energía.
—No. Nunca. Ni me apetece.
Su amiga se encogió de hombros y tomó un sorbito prudente de la taza humeante.
—Pues no sabes lo que te pierdes, rubia.
Tras aproximadamente media hora de café, disertaciones sobre pollas y otras conversaciones diversas, ambas chicas salieron de la cafetería y se detuvieron en la esquina donde solían separarse. Vivían en la misma manzana pero sus respectivas casas estaban ubicadas cada una en un extremo de la amplia calle principal. En aquella encrucijada, Sonia miró a Rosita como barruntando algo.
—Deberíamos comprar alguna cosa para Mariola, al fin y al cabo ella da la fiesta…
—¿Te refieres a comida, bebida y demás? Conociendo a Mariola, ya tendrá de todo ella.
Sonia asintió.
—Sí… --respondió—pero me parece un poco cara dura presentarnos allí sin nada… y seremos muchas, así que más recursos no vendrán mal. Podríamos llevar alguna cosa. ¿Nos acercamos en un momento al súper?
—Vale…--repuso Rosita sin mucha convicción, consultando su reloj—pero yo tengo que darme prisa, tengo un invitado en casa que llegará dentro de media hora…
Sonia le propinó un súbito empeñón.
—Con que un invitado, ¿eh? Hace nada estabas protestando porque hacía siglos que no te comías una polla, y ahora resulta que vas a gozarte una...
—No, no, no—Rosita retrocedió ante el empujón como si Sonia hubiera mentado al diablo—nada de eso, es un buen amigo, su polla no se toca.
Sonia miró a su amiga de hito en hito.
—¿No estarás pensando en traértelo a la fiesta de tapadillo, verdad?
La otra hizo un gesto de hastío y puso los ojos en blanco.
—No, joder, no te preocupes. Ya sé que es solo para chicas y para… lesbianas—subrayó la palabra como si quisiera escupirla— como vosotras. Cómo odio eso, ese separatismo. No te ofendas, eh.
Sonia rió.
—No me ofendes. Ese “separatismo” que tanto odias es propio de Mariola y no de las “lesbianas”, que parece que hablas de una horda, hija. Es Mariola a secas, ella es así. Así que, si te traes a ese chico, procura que no se entere o montará en cólera y en caballo.
—No lo haré, joder. Además, no creo que se quede hasta mañana.
—No sé si creerte…
Rosita se volvió, y comenzó a caminar en dirección al supermercado al tiempo que esgrimía su dedo corazón en un flagrante corte de mangas a su espalda.
Sonia soltó una carcajada y echó a andar tras ella.
++++
Aproximadamente tres cuartos de hora después Sonia cerraba tras de sí la puerta de su apartamento, cargada con tres bolsas de la compra hasta los topes. Resoplando, caminó torpemente hasta la encimera de la cocina—donde reinaba un desorden colorido digno de La Corte de los Milagros-- levantó con esfuerzo los codos y por fin depositó allí todo aquel peso.
Era increíble la cantidad de cosas que había comprado.
A Sonia se le solía ir la mano… con todo. Con el dinero, con la comida, con el tabaco…con los regalos era abundante y espléndida siempre. Quería creer que era generosa, y en la superficie lo era, pero en sus capas más íntimas y profundas, en el fondo de su ser, era una mujer de excesos, llena de agujeros negros: lugares donde la materia y la energía desaparecían, corrientes de vacío en espiral. A los veintiún años se había marchado de la casa de sus padres, y hasta el momento -siete años después- no le había ido mal derrochando en aquello que su instinto le iba dictando. Al fin y al cabo, tenía un buen trabajo, y no era de esas personas que opinan que el dinero sirve para guardarlo en un cajón.
Sonia era también muy cerebral, aunque esto pueda parecer paradójico. En realidad derrochaba hasta pensando, así que ya sabía -y aceptaba- que el derroche era algo implantado en su espíritu, porque era su espíritu desde donde precisamente procedían una serie de imperiosas necesidades que la asaltaban de vez en cuando (comprar, comer, follar).
De todas maneras, había cosas que tenían gracia…
En el aspecto sexual, por ejemplo, como en todo lo demás, también derrochaba. Pero sólo cuando le apetecía, y le apetecía muy de cuando en cuando. Se esforzaba día a día en mantener la tranquilidad de su mundo, de modo que huía de las fantasías como del mismo demonio y no solía caer en ellas a no ser que tuviera un estímulo directo. No sabía por qué pero sentía que la imaginación y la fantasía en sí mismas podían dañarla, y el hecho de dejarse llevar alguna vez, desequilibrarla. Desde luego no quería por nada del mundo volver al caos de espectros, al desenfreno en el que se había visto inmersa alguna vez.
Sí, Sonia trataba cada día de mantener su mundo de papel pero, si entraba en racha amorosa/erótica por la razón que fuera (la llamada de la selva, las fases de la luna, la ovulación o el deseo por alguien o algo en particular), el agujero más enorme de todos despertaba dentro de ella, reptaba hasta su bajo vientre como un ovillo de oscuridad y clamaba a gritos hasta el agotamiento por lo que fuera que necesitase.
La necesidad sexual era la más fuerte, no sabía por qué. De igual manera el “derroche” en ese aspecto, comparado con gastar o comer demasiado, era monumental. La ausencia de sexo en aquellas fases dolía incluso físicamente. Los orgasmos eran liberados con tanta energía que producían dolor, pero era mucho peor guardarse las ganas dentro.
Aquel jueves por la tarde, casi anochecido, Sonia estaba en plena “racha” de apetencia sexual. Pero no le había prestado atención a los sonrosados labios de Rosita ni a sus enormes tetas; ni siquiera le había hecho caso cuando ella insinuó que tenía un ligue (ese “invitado misterioso” al que recibiría aquella tarde). Pobre Rosita. Ojalá encontrara pronto ese gran cipote que la follara sin descanso. Pero no, Sonia no había podido dejar de pensar en otra persona, a pesar de los atributos de su inocente amiga heterosexual. Esa persona era, por supuesto, Mariola.
Habían sido novias hacía tiempo. El carácter explosivo de Mariola, sus celos enfermizos, su impulsividad y otros rasgos en la misma línea contribuyeron a que la relación no funcionase. La locura y el fingir que no ocurría nada por parte de Sonia, tampoco ayudaron; sin embargo, aquellos titanes que habían provocado el fracaso en pareja no representaban, al parecer, un problema para la amistad. Ambas eran muy, muy amigas, y además se conocían bastante bien.
Sonia había aguantado mucho tiempo los desplantes de Mariola y sus salidas de tono, como novia, porque estaba completamente agilipollada por ella. Podría decirse que estaba enamorada, siendo enamorarse algo más parecido a agilipollarse que a sentir amor. En realidad Sonia no sabía -ni se había parado a pensar-lo que sentía por Mariola. El hecho era que sentía muchas cosas que cambiaban con la velocidad del viento, explotaban, chocaban entre ellas y se mezclaban. Amor en un átomo de tiempo, odio a veces, rabia, ganas de besarla, ganas de abofetearla, ternura infinita. Un universo de intensidad.
Sin guardar la compra, dejando las bolsas esperando en la cocina, se tumbó en el sofá y alargó la mano hacia el teléfono fijo. Con el corazón latiéndole deprisa, marcó el número de la casa de Mariola. Sintió un temblor en las manos cuando la señal se cortó, al tercer tono, con el crepitar hueco que suena cuando alguien coge el auricular al otro lado.
—¿Sí?
Le había cogido el teléfono uno de sus hermanos. El hermano pequeño que seguía a su amiga en edad, le pareció. Un chico majo, o al menos no tan insoportable como el hermano que más conocía Sonia, el siguiente -eran seis en total, cinco chicos y Mariola- llamado Oriol, un asqueroso pulpo con ansias de rompebragas. De este que le había cogido el teléfono no recordaba el nombre, pero le caía mejor.
—Hola, ¿está Mariola, por favor?—dijo Sonia educadamente.
El hermano sin nombre sufrió un repentino ataque de tos al otro lado del teléfono.
“Es para ti”, escuchó Sonia entre estertores.
“Trae aquí, ANORMAL”—La voz potente de Mariola. En aquella casa eran todos “animales”, “anormales”, “gilipollas”…
A continuación, contra el oído de Sonia, una respiración agitada y de nuevo aquella voz que la encendía, en vivo y en directo.
—¿Sí?
—Hola…
—¡Ey, Soni!—saludó Mariola al reconocerla—¿qué tal, chochín?
“Por dios, no me llames Chochín a gritos delante de tu familia” pensó Sonia, pondría la mano en el fuego porque estaban en pleno allí delante.
—Bien… he ido al supermercado.
—Ah, qué bien… iba a llamarte yo ahora. Cuento contigo para la fiesta de mañana, ¿no?
—Sí… claro, para eso fui al súper, he comprado un montón de cosas para la fiesta…
—¡Oh!—exclamó Mariola—¿de verdad? ¡No tenías por qué haberlo hecho y lo sabes!
Ay, así era ella. Jamás daba las gracias la condenada.
—Bueno, he pensado que seríamos un montón de gente así que…
—¡Oh, sí, y tanto que lo vamos a ser!—rió alborozada—calculo que seremos unas treinta…
—¿Treinta?—se extrañó Sonia—¿Qué ha pasado, ha desembarcado la armada invencible y va a quedarse en tu casa?
Por mucha gente, lo que era mucha gente, Sonia había entendido unas diez personas. No podía imaginar de dónde se habría sacado la loca de Mariola a las veinte invitadas restantes.
—Bueno, he llamado a unas amigas, antiguas compañeras de la universidad…—explicó Mariola—también a algunas compañeras del anterior trabajo…
—¿Todo chicas, entonces?
—Sí, claro, ya te lo dije. Solo y exclusivamente chicas. Los animales que tengo por hermanos marchan con mi padre a escalar (así se despeñen) de modo que no quiero ver un rabo por aquí en todo el fin de semana.
—Eres asquerosa, lo sabes ¿no?
Mariola soltó una risotada.
—¿Asquerosa? ¿Por qué?
—Asquerosa no sé… eres más como un marimacho lesbiano a lo bestia, hablas con palabras como “zorrita” o “chochín” para referirte a las tías y odias todo lo que tenga una polla colgando, ¿te parece poco?
Mariola estalló en carcajadas.
—Pues sí, eso es cierto, vale, soy una asquerosa. ¿Y qué?
—Me alegra ver que lo aceptas—rió Sonia—oye… pero ¿qué vamos a hacer tantas tías metidas en tu casa? El chalé es grande, vale. Pero todo tiene sus límites.
—¿Que qué vamos a hacer?—masticó Mariola con regocijo—¿En serio quieres que te lo diga?
—Ya está la fantasma… te las irás a tirar a todas, me dirás…
—¡Pues no es por falta de ganas!
—Menuda zorra estás hecha…
—Si soy puta mi coño lo disfruta—soltó sin pensárselo un segundo— Además, ¡tú eres tan zorra o más que yo!
—Eso te gustaría a ti…
—Voy a colgarte, imbécil—rió el marimacho—paso de ti.
—¡Un momento! ¡No cuelgues todavía!
—¿Qué pasa?
—¡Rosita tiene un ligue!—anunció Sonia con ceremonia.
—No te creo.
—¡Sí! Me ha dicho que tenía “un invitado” en casa…
—Cojones, se lo monta bien la tía. ¿Y quién es?
Sonia se encogió de hombros aunque Mariola no podía verla.
—No tengo ni idea.
+++++++
Rosita apretó el paso, no quería llegar tarde a su cita. Si su invitado llegaba y ella no estaba en casa, él podría pensar que ella le había dado plantón y marcharse, y a Rosita le había costado mucho, mucho trabajo convencerle de que fuera a su casa a hacer lo que iban a hacer. Él era muy introvertido y, aunque habían planeado aquello desde hacía muchísimo tiempo, se había resistido hasta el final a dar el paso de verse y entrar en acción. Rosita no quería por nada del mundo que se le escapara.
Casi se pudo ver el suspiro de alivio que lanzó cuando al doblar la esquina vio que él estaba allí, apenas llegando al portal. “Estate quieto, que ahora mismo llego” dijo para sus adentros, y echó a correr calle abajo.
—Perdona, me he retrasado un poco—resolló cuando finalmente alcanzó a aquel chico.
—Hola—contestó él con suavidad. Le temblaba un poco la voz.
Rosita tomó aire intentando recuperarse -esos kilitos de más la estaban matando- y sonrió poniendo los ojos más dulces que era capaz. Le miró de arriba abajo, con disimulo pero con ojo crítico.
—Bueno. ¿Te parece si subimos y arreglamos ese pequeño problema que tienes?
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Sonia colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. Treinta personas en casa de Mariola la noche siguiente, treinta tías… joder, menudo fiestón. Tenía ganas de ir y mezclarse entre iguales en la selva, a ser posible con una copa de licor dulce en la mano y un poquito de música.
Y quizá sería bueno hablar un rato a solas con Mariola aprovechando que la noche era larga… quién sabía. La echaba muchísimo de menos.
Suspirando, se metió en la ducha, se puso el pijama, guardó la compra y se dispuso a buscaralgo interesante que ver en la televisión.
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A la mañana siguiente Sonia llamó a Rosita, pero ésta no le cogió el teléfono. El remordimiento cotilla la inundaba, ¿por qué no le había preguntado más? ardía en deseos de saber qué pasó y quién era ese invitado del que su amiga solamente había hecho mención el día anterior.
Para ir a la fiesta eligió un top con tirantes y escote en forma de corazón—del tipo que sabía que a Mariola le encantaban—de color negro, y una falda aterciopelada por encima de la rodilla, también oscura. El tejido dibujaba olas de nata sobre sus muslos, ajustándose entre sus piernas a cada movimiento, abrazando la curva de su cadera con voluptuosidad. Se colgó al cuello una pequeña piedra azul brillante del mismo color que los ojos de Mariola ,y se peinó despejando las sienes para resaltar sus bonitos ojos castaños. Se maquilló poco, como solía hacer, metió unas pocas cosas en un bolsito minúsculo y salió de casa con las bolsas de la compra en las manos.
El chalé de Mariola se encontraba a una hora de camino desde su casa. No estaba en el centro de la ciudad, donde vivían ella y Rosita, sino a las afueras, en pleno campo. Una zona perdida y a juicio de Sonia, que amaba la tranquilidad, paradisíaca.
Metió las cosas en el coche, arrancó y enfiló carretera arriba en dirección a su destino. El camino lo conocía bien.
A pesar de que Sonia solía ser puntual, aquella noche llegó a casa de Mariola más tarde de lo previsto. Habían quedado para las diez, y eran las diez y treinta cuando tocó el timbre. Se oía jaleo, música y ruido de voces al otro lado. Se escuchó un trote apresurado creciente cerca de la puerta, y poco después esta chirrió mostrándole la cara sonriente de Rosita. Estaba espléndida.
—¡Pero bueno!—exclamó Sonia--¿Dónde te habías metido? Te he llamado varias veces esta mañana por si querías venir conmigo en el coche.
“y para que me contaras que hiciste ayer, pedazo de pendón” añadió para sí, pero no lo dijo. Ya habría tiempo de hablar con tranquilidad.
—Ah, gracias… es que he estado un poquito ocupada…
—Ya—sonrió Sonia, desembarazándose por fin de las condenadas bolsas a estallar. "Ocupada" era sinónimo de foscar cual coneja, eso seguro, pero se ahorró el comentario. Sólo sonrió y echó una mirada por encima del hombro de Rosita—caramba, cuanta gente…
Desde la entrada de la casa se adivinaba que el salón estaba hasta los topes. Se oían risas femeninas y entrechocar de vasos por encima de la música que ya estaba a un volumen más que alto. Sonia se adelantó unos pasos, buscando con la mirada una joya entre todas aquellas caras.
—¿Y Mariola?—quiso saber. No se la veía por ninguna parte.
Rosita refunfuñó algo mientras arrastraba las bolsas dentro de la cocina.
—Uf—suspiró—desde que ha llegado esa tal… Enriqueta… han desaparecido las dos y no hay quien las encuentre. Se habrán encerrado en alguna habitación.
—¿Enriqueta?—preguntó Sonia--¿Y esa quién es?
—No tengo ni la menor idea—replicó Rosita—pero algo me dice que Mariola tenía un interés especial en que viniera aquí esta noche.
—Seguro—replicó Sonia, de pronto rota en pedazos.
—Se la estará tirando ahora, probablemente—vaticinó su amiga—Cuando ha llegado Enriqueta, han cruzado un par de miradas en la puerta que me han hecho sentirme como una intrusa entre ellas.
—Por dios—bufó Sonia.
“Se acaba Mariola, se acaba el mundo”. Menudo jarro de agua fría. Vaya una mierda de noche que le esperaba. Si no hubiera pensado en ella, si no se obsesionara con tonterías… si hubiera pensado en la fiesta de manera inocente, con la sola idea de divertirse sin más…
--Nena… ¿estás bien?—preguntó Rosita, observando alarmada el gesto de su amiga--¿Por qué no pasas al salón y te presento a la gente? Han venido también Laura y Bea… Ángela al final no ha podido venir, tenía una boda en Calcuta.
Para Rosita, “Calcuta” significaba algo parecido a “el quinto coño”, de modo que si Sonia la hubiera escuchado, no se hubiera extrañado. Pero el hecho fue que la pasó de largo, se le habían quedado los oídos cerrados y la cabeza embotada; las palabras de su amiga le llegaron amortiguadas, como un suave y lejano murmullo de fondo.
--No—dijo en voz baja—gracias, Rosita. Voy a ponerme una copa. En seguida estoy con vosotras.
Avanzó hacia la cocina con los ojos súbitamente húmedos, para ponerse un vaso bien cargado de whisky, el whisky preferido de Mariola que había comprado ella misma el día anterior.
Maldita obsesión. Tomó un vaso grande y en un último momento, dejo de lado el whisky y lo llenó hasta la mitad de licor de crema, dulce. Para rematar, lanzó al vaso un hielito solitario.
No tenía ganas de salir de la cocina, pero salió. El salón se le antojaba un campo de batalla; mirara a donde mirara veía un sinfín de aleteos de rímel y brillo de labios en las sonrisas, todo ello sobre rostros desconocidos. Descubrió a Rosita junto con Bea y Laura charlando perfectamente integradas en aquel cuadro, cerca del aparato de música. Por supuesto no fue hacia ellas, sino que buscó el rincón más apartado posible tratando de que no la vieran y allí se dirigió copa en mano.
El lugar que encontró para su camuflaje fue una columna encalada que se erguía a un lado del salón, flanqueando una pequeña puerta. Detrás del fuste había apoyada una silla, como esperándola. “Estupendo” se dijo; definitivamente no tenía ganas de hablar con nadie. Era el sitio perfecto para instalarse y dejar la mente ir, al menos hasta que la desazón se le pasara un poco.
Mientras observaba las olitas de caramelo que trazaba el licor en torno al hielo, como besándolo, se relajó. De momento prefería pasar inadvertida en lugar de marcharse. Sencillamente no se encontraba con fuerzas para coger el coche y, desde luego, no iba a pedirle a nadie que la llevara.
No llevaba la cuenta de los minutos que llevaba ahí, disfrutando de la soledad, cuando escuchó un taconeo que se acercaba. Y no solo eso. Alguien arrastraba una silla como para sentarse a su lado.
Levantó la vista con sorpresa, como pillada infraganti. Ante ella se hallaba una chica altísima encaramada por si fuera poco sobre unos tacones de aguja, con una larga melena castaña que le tapaba la mitad de la cara. La chica frunció los labios carnosos en lo que parecía ser una sonrisa tímida, y sin mediar palabra, hizo un gesto como pidiendo permiso para sentarse.
A Sonia le extrañó aquello, no había visto a esa chica en la vida. No obstante arrastró su silla unos centímetros para hacer más hueco detrás de la columna, e invitó a la desconocida a sentarse a su lado.
La chica alta sonrió, y con cierta torpeza –debida probablemente a los empinados tacones--se movió hasta posar su trasero, pequeño, respingón y duro a través de la tela de su falda, sobre el asiento de la silla que había traído.
—Hola—murmuró Sonia sin saber muy bien qué era lo más correcto. ¿Debería preguntarle qué quería? ¿Debería manifestarle su deseo de estar sola? Sin embargo no acertó a decir nada.
La chica movió los labios –“Ho-la”—despacio, sin articular ningún sonido, y sonrió de nuevo mirando al suelo.
Sonia la miró más de cerca y frunció el ceño.
—¿No puedes hablar?—inquirió, preguntándose si aquella chica sería muda o simplemente hacía el tonto.
La desconocida negó con la cabeza. Acto seguido le hizo un gesto a Sonia para que aguardase, metió la mano en un bolsito ridículamente pequeño que llevaba y forcejeó un rato hasta sacar una pequeña libreta y un bolígrafo.
Abrió la libreta, garabateó algo apresuradamente en una de las hojas y se lo entregó a Sonia.
“Estoy operada de las cuerdas vocales” leyó esta con cierto pasmo “No puedo hablar”.
Sonia asintió, comprendiendo. Observó el rostro de la desconocida; la parte que no estaba oculta bajo el listón de pelo era extraña, atípica, pero en conjunto hermosa. Sus rasgos eran abruptos y marcados, tenía una fuerte mandíbula y la nariz recta, ligeramente grande aunque proporcionada respecto al resto de su cara. Todo ello contrastaba con unos grandes ojos azules, poblados de negras pestañas -en un primer momento le recordaron a los ojos de Mariola, Sonia maldijo por no poder quitársela de la cabeza y verla en todas partes-, unos labios realmente bonitos y una sonrisa dulce.
Pero independientemente de lo atractiva o exótica que le pudiera parecer esta chica, Sonia no podía negar que se sentía invadida por su presencia allí detrás de la columna. Es lo que tiene ponerse a rumiar la propia mierda de uno, que no es muy cómodo que alguien se acerque. Apartó la vista de ella y se concentró de nuevo en las volutas de su licor, que lamían ya tan sólo un pedacito gélido y cristalino.
La chica volvió a coger su cuaderno y escribió en la primera hoja, debajo de la línea anterior:
“¿Te molesta que me quede aquí un rato?”
Sonia leyó, la miró y negó despacio con la cabeza. A continuación le pegó un trago largo a su vaso de licor. Quién sabía qué demonios quería aquella chica tan extraña, pero qué importaba. Ella no servía para rechazar a nadie a bote pronto, y menos si lo que se le pedía de momento era un rato de soledad compartida por mucho que no fuera el mejor momento. Así pues, se dejó caer sobre el respaldo de la silla y siguió bebiendo.
—El espacio es de todos—le dijo sin mirarla—quédate donde quieras.
La fiesta se desarrollaba a pocos metros de la columna según lo esperado. El alcohol bajaba en las botellas y aumentaba en la sangre de todas las asistentes, lo que se traducía en más algarabía, más risas y más gritos. El tiempo pasaba denso entre trago y trago para Sonia, sin embargo.
Se encendió un cigarro y ofreció el paquete a su compañera de silla. Ella lo rechazó con dulzura, negando con la cabeza y tocándose la garganta. “Aunque antes fumaba mucho”escribió en su papel.
—Claro, operada…—murmuró Sonia—lo había olvidado.
De pronto, se escuchó un atronador portazo y una cascada de risas procedentes del pasillo central, al otro lado de la amplia habitación. Escasos segundos después asomaron al salón los rizos oscuros de Mariola, seguidos de su rostro arrebolado. Estaba despeinada, tenía los ojos brillantes y arrastraba de la mano a una chica con tipo de modelo que seguramente se trataría de la tal Enriqueta. Sonia no tuvo duda al respecto de esto último cuando, desde su escondite, vio como ambas mujeres se entrelazaban y cómo Mariola le metía a la otra la lengua en la boca en un beso abierto, obsceno, sin ningún tipo de reparo.
Se quedó helada, como clavada en la silla. Pensó que si en ese momento alguien la hubiera pinchado con un alfiler, tal vez no hubiese sangrado. Nadie la pinchó, pero notó unos dedos inseguros rozar su antebrazo como tratando de infundirle ánimo. Completamente desinflada, vencida, se volvió a su compañera de soledad, fijó la mirada turbia en ella y con los ojos le dijo cosas, le dijo cosas sin hablar y sin poder evitarlo. Aunque desde fuera, esa mirada duró tan sólo un segundo.
No pudo evitar volver a dirigir los ojos hacia Mariola. Había dejado de besar a la otra chica y parecía que buscaba algo en la habitación, forzando sus bonitas pupilas de miope. El alma de Sonia dio un vuelco al pensar que quizá la buscaba a ella. Esa posibilidad se convirtió en certeza cuando vio que Mariola se acercaba a su grupo de amigas y le preguntaba algo a Rosita, quien contestaba encogiéndose de hombros y negando con la cabeza.
Sonia trató desesperadamente de desaparecer. Caracoleó sobre la silla detrás de la columna intentando ajustarse a su tamaño para escapar así a los inquisitivos ojos de Mariola. De pronto sintió en las rodillas el peso de la pequeña libreta de su compañera.
“La conozco bien, te encontrara.” Había escrito ésta.
Sonia la miró perpleja, incapaz de decir nada. Deseó que la tierra se la tragase.
La desconocida le arrancó prácticamente el cuaderno de las manos y volvió a escribir:
“¿Quieres venir a un sitio donde no te buscará?”
Sin saber exactamente lo que hacía, Sonia asintió al momento.
La chica sonrió y se irguió despacio, tratando de disimular su altura en despliegue. Se acomodó la falda, que al parecer se empeñaba en trepar hasta la mitad de sus muslos como si tuviera vida propia, y le tendió una mano de ancha palma a Sonia. Sonia escrutó el ambiente, buscando un momento de distracción general; cuando lo vio oportuno, cogió la mano de la chica y desapareció con ella por un corredor lateral, a través de la pequeña puerta que había junto a la columna.
Conocía más o menos la casa de Mariola, pero nunca había atravesado aquel corredor, aunque intuía que conducía a las escaleras que llevaban a las habitaciones superiores del ala izquierda de la casa, donde dormía el padre de Mariola y dos de sus hermanos.
En efecto. Tras unos metros de inseguro caminar en la oscuridad—ninguna de ellas parecía saber dónde estaba el interruptor—llegaron a una escalera de caracol y ascendieron por ella hasta el piso de arriba. Una vez allí, Sonia vio tres puertas frente a ella, iluminadas por un rayo de luna que se filtraba por un pequeño tragaluz.
La chica alta condujo a Sonia suavemente hacia una de las puertas, que estaba entornada. Empujó la hoja con cuidado y le hizo un gesto para que pasara a aquella habitación delante de ella. Una vez ambas estuvieron dentro, la desconocida cerró la puerta tras de sí y buscó a tientas en la pared. Un suave resplandor procedente de una lamparita de sobremesa iluminó el cuarto cuando por fin encontró el interruptor de la luz.
—Vaya…—murmuró Sonia.
En todo el tiempo que había salido con Mariola jamás había visto aquella parte de la casa. La habitación no tenía nada de especial, pero el hecho de ser un reducto nunca antes visto le produjo a Sonia la sensación de estar en otro mundo. Algo se había “movido”, había ocurrido un cambio brusco de escenario forzado por las circunstancias, y al final ella había ido a terminar en el último lugar que imaginaría de la mano de una completa desconocida.
La muchacha alta sonrió, se sacó los zapatos de tacón y lanzó un suspiro de alivio. Se desplazó como si llevara un traje de buzo, visiblemente incómoda por las escaladas de la falda, y prácticamente se desplomó en una silla de mimbre que había en una esquina. Su rostro quedó a contra luz, adivinándose tan solo las líneas abruptas de su perfil entre la ola castaña clara, casi dorada, que caía por sus hombros.
Sonia se acercó a ella y se sentó en el borde de la cama que había en el centro de la habitación. Supuso que sería la habitación de invitados, ya que no se veía huella humana por ninguna parte y no había nada que hiciera pensar que una persona hiciera vida allí. Era un cuarto neutro, ordenado, impersonal.
La desconocida, a partir de aquel momento la “salvadora” de Sonia, le lanzó a ésta una mirada difícil de interpretar y a continuación alargó la mano hasta su block de notas.
“A la luz estás más guapa”, escribió.
Sonia tomó el papel y leyó aquello. En sus labios se dibujó un amago de sonrisa.
—Gracias—consiguió decir—No me has dicho cómo te llamas...
La chica alta se tocó la frente en un ademán de terrible despiste, tomó la hoja de manos de Sonia y escribió:
“Me llamo Joanna”.
—¿Eres amiga de Mariola, Joanna?—le preguntó Sonia. Jamás la había oído nombrar.
Pareció que la otra no sabía que contestar. Tras unos segundos de reflexión, escribió:
“No exactamente”.
—¿No exactamente? Vaya… no sé cómo se come eso—murmuró Sonia, dubitativa.
La chica caviló un momento y se inclinó para volver a escribir.
“Mariola no tiene amigas” leyó Sonia, con sorpresa.
—Tienes razón—confirmó, apurando su copa de licor—Es una mala perra que sólo piensa en follar.
Joanna asintió con rapidez, casi con alivio como si hubiera conseguido por fin hacerse entender.
—Ya, a ti también te la dio, ¿verdad?
La interpelada frunció los labios y volvió a escribir:
“No exactamente”.
—Se la dio a una amiga tuya…—aventuró Sonia, provocando un nuevo asentimiento firme por parte de Joanna—Vaya, veo que tenemos algunas cosas en común…—sonrió con tristeza— aunque a mí realmente no “me la ha dado”, no tenemos nada entre nosotras desde hace tiempo.
“Pero te ha dolido verla con otra chica” escribió Joanna al momento.
—Sí—confesó Sonia desviando la mirada— bastante, la verdad.
Joanna negó con la cabeza.
“Pues ella se lo pierde. Yo no te hubiera dejado escapar” garabateó en la hoja, y levantó los ojos hacia Sonia.
Ambas hicieron una tentativa de mantener aquella mirada que de pronto las había unido, pero las dos apartaron la vista rápidamente como si los ojos de una quemaran en la otra. Durante un instante, Sonia se preguntó qué demonios estaba haciendo allí, oculta en una habitación de la casa de su ex novia con una tía salida sabe dios de dónde que se le estaba insinuando.
Entonces, Joanna señaló la copa vacía que aún mantenía Sonia entre las manos y le dio unos toquecitos con el dedo.
—Oh, no…—rechazó Sonia lo más amablemente que fue capaz—hay que atravesar todo el salón para volver a llenar la copa, olvídalo.
“Te hace falta” sentenció Joanna sobre el papel “Yo te lo traigo. Espérame aquí”.
—No…
Pero antes de que pudiera poner en marcha un alegato, la esbelta figura de Joanna se deslizó, descalza, al otro lado de la puerta y desapareció en la oscuridad.
A los pocos minutos regresó con dos vasos limpios y una botella de licor helado, el mismo licor que había estado bebiendo la enamorada marchita.
—Gracias… pero no debo pasarme, si no voy a decir muchas tonterías…—murmuró Sonia mientras tomaba la botella para servirse un poco.
Joanna la detuvo. Presionó con suavidad sobre su brazo y agarró la botella por encima de los dedos de Sonia, quien abrió la mano permitiéndole cogerla. Cuando por fin la tuvo en su poder, Joanna sirvió cuidadosamente dos vasos hasta el borde, sonrió y le señaló a Sonia el suyo con una inclinación de cabeza.
—Brindemos por algo—soltó Sonia sin saber muy bien por qué. Se encontraba desolada, pero toda aquella situación sin pies ni cabeza comenzaba a hacerle gracia.
Joanna asintió y volvió a escribir en el papel:
“¿Por las chicas guapas?”. Se lo entrego como siempre, sin mirarla directamente, en su acceso habitual de vergüenza tras la valentía del momento.
—Sí…--murmuró Sonia—por las chicas altas y guapas como tú, que se dedican a esconder polizones en las fiestas de las perras en celo…
Una gran sonrisa iluminó el rostro de Joanna. Asintió quedamente y escribió:
“Perfecto”.
Ambas chicas levantaron sus vasos y los hicieron chocar; Sonia con contundencia, Joanna con delicadeza como si temiera romper el cristal. Se miraron durante un rato, y finalmente dieron un largo trago a sus respectivas copas sin despegar los ojos la una de la otra.
--Está buenísimo—suspiró Sonia, con los ojos cerrados. Avanzó con el culo sobre la colcha de la cama y apoyó la espalda en el cabecero—Me encanta este licor… gracias, Joanna, todo un detalle…
La aludida hizo un gesto de quitarle importancia.
—Soy Sonia, que no te lo he dicho—dijo ésta después de dar el segundo trago, reparando en aquello. Qué desastre.
Joanna asintió con una leve sonrisa. “Lo sé” escribió en el papel “Mariola me ha hablado de ti”.
—Vaya… —rió Sonia—una sorpresa tras otra…qué lástima, ella no me ha hablado nunca de ti.
La chica se encogió de hombros, como si eso no la extrañara en absoluto.
“Alguna vez me has visto, pero nunca te has fijado en mí. Mariola no suele hablarle de mí a la gente” escribió tras pensar un momento.
—Claro—asintió Sonia— ¿será porque prefiere mantener en secreto a una chica que está tan buena? Típico de ella…—rió con amargura—Y no, no recuerdo haberte visto. Una pena, la verdad.
“¿Te parece que estoy buena?” escribió Joanna tras un minuto de vacilación.
Sonia meneó la cabeza, rió y bebió otro largo trago, agotando lo que quedaba en el vaso.
—Sí, lo estás, claro que lo estás—sonrió a su cómplice entonces, buscando sus ojos azules que de pronto se esforzaron por evitarla—tienes una cara muy dulce--añadió—aunque también tienes esos rasgos tan marcados…
Joanna extendió despacio el brazo, como guiado éste por hilos invisibles, y acaricio con la palma de la mano la mejilla de Sonia. Sonia cerró los ojos y se dejó acariciar, sintiendo en la piel aquellos dedos que la recorrían con avidez contenida. Cuando abrió los ojos de nuevo, quedó atrapada en los de Joanna que la contemplaban fijos. Trató de desviar la vista pero se topó con los labios de su cómplice, que de pronto se le antojaron jugosos como el más apetecible de los pasteles, y eso era peligroso porque Sonia tenía mucha desazón y mucha hambre atrasada.
Con un esfuerzo sobrehumano apartó la vista del rostro de Joanna, y se quedó mirando sus brazos de piel tensa cuyas venas se adivinaban potentes bajo la piel.
—Vaya…—comentó, sólo por decir algo—cuando vayan a sacarte sangre no tendrán problemas, vaya caños.
Pasó la yema de su dedo índice sobre una de aquellas venas, siguiendo el trayecto recto, sintiendo el rebote firme y elástico del tejido respondiendo a la leve presión. La piel de Joanna estaba caliente, como cuando se toca por fuera un vaso de porcelana lleno de leche hervida. Casi pudo sentir el latir de su pulso bajo ella.
Joanna sonrió y rotó ligeramente el brazo, como tratando de esconder aquella parte tierna de sí misma. Se zafó con ello suavemente de la caricia de Sonia, quien apartó la mano con miedo a haberla molestado.
El caso era que aquella chica había empezado a gustarle. Más allá de lo extraño de su llegada y de que en un principio le hubiera llamado la atención.
La mano de Joanna buscó la de Sonia por encima de su falda. Estrechó con cautela los dedos de Sonia entre los suyos, como si tuviera miedo de romperlos, y los apretó de pronto con firmeza.
—Joanna…—murmuró Sonia. Un escalofrío le había recorrido la columna vertebral cuando le había apretado la mano—¿Yo te gusto?
La interpelada retrocedió como si esa pregunta hubiera sido un embate real contra su cuerpo. Reunió valor para volver a confrontar la mirada de Sonia, y sin romper el contacto visual tomó de nuevo su cuaderno.
“Sí.” Escribió mordiéndose levemente el labio inferior, al tiempo que asentía. “Mucho”.
Sonia no supo qué decir. Miró a todos lados, como buscando desesperadamente algo a lo que agarrarse con la vista. Joanna tomó el papel de sus manos, que se habían tensado, y añadió algo después de la última frase:
“¿Y yo a ti?
Sonia se quedó callada. Le entraron ganas de abrazar a aquella chica desgarbada, tan atractiva… le entraron ganas de aspirar el olor de su cuerpo, de besarla, de tumbarse a su lado en la cama. Aunque lo que le apetecía realmente no era ni de lejos un polvo salvaje, sino simplemente dejarse caer, rendida, y permitir que aquellas manos largas exploraran los placeres que dormían en cada rincón de su cuerpo.
Rió nerviosa, sacudida por ese súbito deseo de dejarse llevar. Joanna la miraba anhelante.
“Está apunto de apartar la mirada. Está a punto de mirar al suelo, de avergonzarse pensando que no me gusta. Hasta puede que se largue…” Sonia no quería eso. Así que respondió, en voz muy baja:
—Sí.
Fue extraño. Joanna sonrió con una expresión verdadera de felicidad.
“Nunca lo hubiera pensado” escribió en el block, y se lo pasó a Sonia. Ésta sonrió a su vez y dejó escapar una risa nerviosa.
—Me apetece besarte…—dijo muy bajito, sin saber si Joanna la escucharía.
Y ésta la escuchó. Se levantó de la silla despacio y se tumbó en la cama, arrastrándose boca abajo hasta el costado de Sonia. Una vez allí se irguió como una cobra hasta su oído.
—“A mí también”—le llegó a Sonia en un susurro, como la sombra de una voz. La voz se intuía grande, contralto, dulce. Le pareció también algo ronca, lógico teniendo en cuenta el problema en las cuerdas vocales de su dueña.
Le gustó escucharla. A decir verdad, la hizo estremecer. Se dejó caer hasta apoyar la cabeza en la almohada y buscó contacto con aquel cuerpo que tenía casi encima. Sintió el cabello de Joanna derramarse sobre su escote haciéndole cosquillas y se revolvió con los ojos cerrados. Joanna le acarició la mejilla con la palma de la mano, como había hecho antes pero sin sentir tanta vergüenza.
Sonia estaba petrificada, pero a la vez extrañamente relajada. El coño le había empezado a doler pensando en los labios de Joanna, esos labios carnosos que tenía tan cerca. De pronto la sintió respirar, el aire que exhalaba rebotando contra su mejilla. La sintió sonreír sobre su cara, rozando sus labios, y los entreabrió al momento, húmedos, expectantes.
Joanna se inclinó suavemente sobre Sonia y le llenó la boca con un beso pausado, largo y mojado. Al principio fue un beso tímido y sólo la tocó suavemente con los labios, luego el intercambio fue encendiéndose, haciéndose cada vez más profundo y más cerdo: le mordía la boca, le lamía los labios, le olfateaba y le devoraba la piel. Sonia abrió la boca para recibir todo aquel ímpetu. Sus fosas nasales se impregnaron del olor de Joanna, un olor animal y diferente por debajo del perfume. La lengua y la saliva de Joanna sabían a licor dulce.
—…mmmmm…--gimió Sonia sin poderse contener, elevando la pelvis, buscando a aquel ángel.
Joanna, sin embargo, retiró bruscamente sus caderas y se echó hacia atrás, con lo que Sonia se retorció frustrada. La chica sin voz se apoyó sobre un codo y deslizó uno de sus largos dedos de la otra mano sobre el esternón de Sonia, bajando hasta el ombligo.
—Deja que yo te haga todo…—de nuevo aquel susurro de campana en su oído, sin voz— tranquila…
—¿Qué vas a hacerme?—jadeó Sonia.
—Lo que tú quieras…
Joanna volvió a besarla, con tanta hambre que prácticamente le incrustó la lengua en la boca.
Sonia abrió las piernas. El coño le chorreaba. Sintió que su cuerpo se expandía encima del colchón, relajándose con cada respiración profunda.
La mano derecha de Joanna seguía sosteniendo la mandíbula de Sonia mientras la besaba; la izquierda acariciaba su escote, rozando el pezón endurecido con la punta de los dedos, sin atreverse de momento a ir más allá.
Sonia se sintió desfallecer. Tanto tiempo que había sufrido echando de menos el fuego de Mariola, cuando lo que en realidad necesitaba era la dulzura, la sensibilidad de aquellas caricias. Las manos de Joanna hendían su piel y parecían grabarse en su alma. Se sintió de pronto tan plena… tan llena…
--Tócame--le pidió entre jadeos—por favor…
Joanna agarró bruscamente uno de los pechos de Sonia y lo apretó con fuerza en su mano. Ésta sofocó un gemido de sorpresa y ladeó la cabeza para continuar besándola. A continuación, sintió los dedos de Joanna reptando hasta su muslo por debajo de su falda, apartando la goma lateral de las bragas que se interponía en su camino. Sonia respiraba tan profundo y tan fuerte dentro de la boca de su amante que sintió que iba a marearse.
Joanna se incorporó y se detuvo unos segundos como intentando contenerse. Trató de normalizar su respiración al tiempo que acariciaba la tierna hendidura que se intuía bajo las bragas de Sonia, empapadas y calientes. Sonia se agitó y movió las caderas con fuerza, pidiendo un contacto más fuerte y profundo. Joanna sofocó un jadeo y deslizó un dedo bajo las bragas de Sonia, buscando su clítoris palpitante. Lo encontró, lo presionó durante unos segundos y luego lo soltó. Sonia movió el culo y gimió en voz más alta.
—Sigue, por favor…
El cuerpo de Sonia era una antorcha ardiendo. Deseaba esos largos dedos jugando dentro de ella más que nada en el mundo. Deseaba aquella lengua chapoteando dentro de su boca, socavándola a lametazos como si quisiera desgastarla.
Joanna no tardó en corresponderla. Gateó hasta arrodillarse entre sus piernas y comenzó a masajear su clítoris en círculos, cada vez más profundamente, convirtiendo pronto las caricias en veloces frotamientos. De vez en cuando se inclinaba para besarla de nuevo, y su pelo volvía a caer en mechones suaves sobre el escote y el cuello de Sonia.
—No puedo más, Joanna…—resolló ésta, el abdomen contraído y la espalda arqueada en un ángulo imposible—quiero correrme…
—Córrete--musitó la aludida.
Sonia culeó con fuerza y mordió la almohada para no gritar. Aquel fue el primero de una cascada de orgasmos que pareció no tener fin.
Presa de un ansia súbita y feroz, Joanna metió la cabeza entre las piernas de Sonia y comenzó a lamer aquella primera corrida, saboreando los pliegues y los rincones prohibidos de su coño. Sonia sentía su aliento rotundo, caliente, estrellándose contra su centro de placer... Por el amor de dios, aquella chica tenía una lengua increíble.
—Soy de orgasmo fácil, sobre todo después de tener el primero—balbuceó en un susurro quebrado por los jadeos—espero… que no te importe...
Creyó escuchar y sentir cómo Joanna reía contra su sexo. No debía importarle mucho porque comenzó a lamer más fuerte, con pasadas largas, golpeándole suavemente el clítoris con la lengua. Sonia sintió algo rozándole los labios y comprendió que eran los dedos de su compañera de juegos, que había estirado el brazo y tanteaba en busca de su boca dándoselos para que los chupara. Obediente, atrapó uno de esos dedos entre los dientes y pasó la lengua varias veces de arriba abajo, succionando finalmente la punta con fruición.
El cuerpo de Joanna se sacudió por una violenta oleada. Retiró los dedos de la boca de Sonia y la penetró con ellos de golpe sin dejar de darle aquellos largos besos a la raja de su coño.
—Joder…—resopló Sonia, abriendo más las piernas para facilitarle el acceso—fóllame, Joanna…
Espoleada por la voz de Sonia, Joanna comenzó a mover el brazo con rapidez. Tenía buenos músculos, pensó Sonia, y tanto que sí.
Joanna metía los dedos cada vez más adentro, los sacaba completamente mojados y los llevaba de nuevo a la boca de Sonia o a la suya propia. Luego bajaba con las manos, acariciando el vientre tembloroso, y volvía a la carga con la lengua entre las piernas de su nueva amiga.
—Creo que me voy a correr otra vez…
Esta vez Joanna sí gimió con la voz sofocada y rota tras los labios pegados. Poco después de oírla, Sonia alcanzó el segundo orgasmo.
Casi inmediatamente su cuerpo se vio sacudido por un tercero, de nuevo gracias a la lengua firme de Joanna y a sus caricias y penetraciones de dedos. Cuando se calmó el terremoto interno, Sonia se incorporó un poco y observó la mata de pelo de aquella chica entre sus piernas, moviéndose al compás de cada húmeda acometida. Suavemente alargó la mano para acariciarla.
—Joanna…
Tiró suavemente de ella. Sintió el impulso de agradecerle todo aquel despliegue de generosidad sexual, y sintió ganas de probar su coño.
—Yo también quiero probarte…—dijo tras lamerse los labios, inclinándose hacia ella y tratando de alcanzar su entrepierna con la mano.
Joanna paró de hacer lo que estaba haciendo y retrocedió bruscamente. Quedó arrodillada sobre el colchón, a centímetros de Sonia, quien la observaba aún con la mano extendida, y negó con la cabeza. Sonia advirtió en sus hombros un ligero temblor, pero no supo si era debido a una especie de susto, a la propia excitación o a la fatiga causada por lamer tanto.
—Por favor…—murmuró—Joanna, deja que te de placer…
Los ojos de Joanna brillaban a la débil luz del dormitorio. Sus tetas se movían hacia arriba y hacia abajo al ritmo de su acelerada respiración. Su cadera quedaba tapada por un bucle inoportuno de la colcha; Sonia luchó por apartarlo y Joanna trató de forcejear. Sonia tiró de la tela con más fuerza, entre divertida y desconcertada, ¿qué demonios le pasaba? ¿Por qué tanto interés en taparse de repente? Joanna apretó los labios con un gesto raro, como de súplica, y tiró con fuerza de la colcha para cubrirse más de cintura para abajo. Y entonces… tras realizar ella aquel esfuerzo, Sonia vio con estupor cómo el pecho izquierdo de Joanna se movía… y emigraba a alguna parte cerca de su axila. Boquiabierta, se lanzó a palpar aquella redondez que parecía ser independiente.
—No…
La negativa en susurros de Joanna llegó demasiado tarde.
—¡Se te ha movido una teta!—exclamó Sonia, sin terminar de comprender aquel extraño fenómeno.
Joanna intentó apartarla, pero Sonia fue más rápida. Agarró la teta independiente y la apretó entre sus manos, notando un tacto excesivamente mullido y gomoso. Sin salir de su asombro, metió la mano en el escote del vestido y tiró de la “teta” con fuerza. Joanna dejó de forcejear y agachó la cabeza, visiblemente avergonzada.
—¿Qué es esto?—musitó Sonia, balanceando ante su nariz lo que parecía ser una hombrera descomunal—¿Esta es tu…? Un momento…
Metió la mano de nuevo en el escote de Joanna, pero se dirigió al otro lado. No le costó demasiado encontrar la otra hombrera bajo el sostén y tirar de ella para sacarla.
—Pero…
Debajo de la ropa, ya sin las hombreras, el pecho de Joanna era completamente plano. Vale que estuviera atlética… pero ahí no se abultaba absolutamente nada salvo los erguidos pezones.
Sonia no entendía nada.
—Joanna…
La interpelada meneó la cabeza y levantó la mirada hacia Sonia con repentino atrevimiento.
—No soy Joanna…—habló con voz nítida, claramente masculina—Soy Joan.
Sonia dio un respingo sobre el colchón y retrocedió, colocándose la ropa.
—¿Joan?—exclamó con gesto de asco—¿Pero qué Joan? ¿Qué dices?
—Joan… el hermano de Mariola.
—¿Quéee?—Los ojos de Sonia, desencajados, echaban chispas.—¿El hermano de Mariola? Pero, ¿qué haces aquí? No entiendo nada… ¡me has engañado!
—Bueno…—Intentó explicarse atropelladamente él, pero Sonia no le dejó.
—¡Eres un tío!—exclamó como si no se lo pudiera creer, mirándole estupefacta.
La persona que se hallaba frente a ella sonrió levemente con un deje de tristeza.
—Creo que sí.
—¿Quieres decir que… si levanto esa colcha, encontraré un rabazo duro reventando tu falda?
Joan asintió, muerto de vergüenza.
—Sí.
—¡Joder!
Sonia se levantó y se dirigió con paso apresurado a la puerta de la habitación. Tenía el estómago revuelto.
—Por favor, no te vayas…—suplicó Joan desde la cama, sin querer moverse un ápice de su precaria posición entre las sábanas—déjame que te explique, por favor…
Sonia retiró la mano del pomo de la puerta. Se sentía herida, engañada, utilizada… pero también, aunque le parecía incoherente, se sentía extrañamente agradecida. Había disfrutado como pocas veces retozando en aquella cama. Sin saber que estaba en compañía de un hombre, claro.
—Por favor…—insistió Joan.
—No sé qué es lo que me quieres explicar—Sonia se volvió hacia él, con una mirada cargada de reproche.
—Por favor, siéntate…—le pidió él, señalando la cama.
—Joder, esto es increíble. Todo han sido mentiras, ¿verdad? Un problema en las cuerdas vocales, ¡Ja! ¿cómo coño no me he dado cuenta?
No obstante, Sonia se sentó. Más bien se dejó caer a plomo sobre el colchón, a pocos centímetros de donde estaba Joan, sin mirarle.
—Sonia, estoy…—comenzó el chico, indeciso—bueno, tú… me gustas desde hace muchísimo tiempo…
—¿Y tenías que disfrazarte de chica para decírmelo?
—Sí, claro… era mi única posibilidad, eres lesbiana…—subrayó.
—¿Y tú qué sabes si yo soy lesbiana?—estalló Sonia. Aquello era el colmo.
Joan sonrió lánguidamente.
—Bueno, estuviste varios meses saliendo con mi hermana…
—Pero eso no quiere decir nada, ¡pueden gustarme los hombres y las mujeres!
—No—Joan sacudió la cabeza—Los hombres no te gustan. Nada. Me lo ha dicho Rosita.
—¿Rosita?
Sonia hizo una pequeña pausa, procesando aquella última información.
—No…—murmuró—Espera, espera… no habrá sido ella quien te ha ayudado a…disfrazarte, ¿verdad?
Joan bajó la mirada y se mantuvo en silencio unos instantes.
—Ya le dije yo que no era muy buena idea…—suspiró.
—No, no puede ser. Esto es increíble… y todo ello a mis espaldas… ¡el invitado eras tú!— exclamó, cayendo en la cuenta.
—¿El invitado?
—Sí, quedó contigo ayer por la tarde, ¿no es cierto?
—Sí…—repuso Joan un poco cortado, sin saber cómo Sonia lo sabía.
—Para ayudarte con la ropa y enseñarte a andar con zapatos de tacón, y maquillarte, ¿no es eso?
—Algo así… también me hizo la cera por todas partes…
Sonia rió de puro nervio.
—No me lo puedo creer… —dijo meneando la cabeza—pero si ni siquiera te conozco…
—Ya—Joan se encogió de hombros—una verdadera pena. Ayer te cogí el teléfono cuando llamaste. Me afectó tanto oír tu voz por sorpresa que me atraganté y me dio un ataque de tos.
Sonia rompió a reír con más fuerza. Se sentía dentro de una película absurda y subrealista. Aquello no podía estar pasando. Oh, dios, ¿de verdad estaba tan ciega? ¿Cómo no se había dado cuenta?
Miraba a Joanna—ahora Joan—y se sentía estúpida. Todo casaba: sus facciones duras y angulosas, sus torpes andares embutido en aquella ropa, su cuerpo fibroso y estrecho. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? ¿Tal cantidad de licor había bebido?
Y sus ojos. Era verdad que recordaban un poco a los de Mariola, aunque mirándolos de cerca parecían un poco más claros y respecto al rostro se veían más grandes.
—Sonia…perdóname—musitó él. Parecía realmente hecho polvo, allí de rodillas sobre el colchón entre el amasijo de sábanas, la cama medio deshecha.
Sonia meneó la cabeza y ocultó la frente entre las manos. Le hacía un poco de daño mirarle. No tenía claro si estaba enfadada, para empezar, y si realmente lo estaba tampoco sabía cuánto ni exactamente por qué razón. De todas las cosas que acababan de pasarle, no sabía cuál le había dolido o molestado más en realidad, demasiados sucesos para una sola noche. Había sido demasiado, sí: la ilusión de la puñetera fiesta, el jarro de agua fría, la aguja de la rabia cuando vio a Mariola con otra, la mentira de Joanna (Joan) después de gozar con ella (…él) en aquella habitación.
—Lo siento.
—Joan—dijo ella, aún sin querer levantar la vista del hueco entre las manos—Déjame ver cómo eres en realidad. Quítate esa falda y esa camiseta, por favor.
De pronto, un pensamiento-luciérnaga brilló en su cabeza durante un instante. Un pensamiento luciérnaga es una pequeña certeza que aparece sólo de vez en cuando, e ilumina la oscuridad durante lo que dura un parpadeo. Se preguntó si, debajo de la falda, Joan llevaría ropa interior de mujer… y pensó—he ahí la luciérnaga—que jamás nadie, que ella supiera por supuesto, había llegado a hacer eso por ella nunca. Nadie se había disfrazado con ropa del sexo contrario y se había infiltrado en la fiesta de “el enemigo”, aunque sólo fuera para echarle un triste polvo. Quizá eso… era loable por parte de Joan. Quizá no. El fin no justificaba los medios… ¿o dependía del caso?
—¿Me estás pidiendo que me desnude?—preguntó él en voz baja, visiblemente turbado.
Sonia asintió sin levantar la cabeza.
Sin apenas hacer ruido, Joan se deslizó fuera de las sábanas y se colocó de pie junto a la cama, frente a ella. Con resignación y con bastante vergüenza, como quemando su última nave, se sacó por la cabeza la camiseta ajustada color verde botella (horrible, pero ninguna otra de las que tenía Rosita le había valido), y se quitó el sujetador, que era de esos que se abrochan por delante. Sintió alivio, porque a pesar de que la prenda llevaba una ancha banda elástica detrás, no estaba diseñada para rodear espaldas masculinas. Observó que se le había clavado debajo de los brazos dejándole una profunda marca de color rojo vivo.
Sin detenerse, giró la cinturilla de la falda y luchó unos segundos cara a cara con la maldita cremallera. No le dolieron prendas tampoco al perderla de vista debajo de la cama, cuando resbaló por sus muslos rectos hecha un revoltijo.
Y finalmente las bragas. Si Sonia hubiera estado mirando, hubiera comprobado que efectivamente las llevaba, y tal vez se hubiera reído de aquella ridícula estampa. Podían haber sido unas bragas enormes de algodón, se había lamentado Joan desde que las había visto en casa de Rosita, unas de esas de cuello vuelto, pero qué va; eran unas bragas odiosas, asesinas, preciosas eso sí. Unas braguitas minúsculas de encaje blanco en las que apenas le cabía el paquete. Le habían rozado los testículos de manera insidiosa desde que se las había puesto, obligándole a caminar muy despacio y con las piernas ligeramente abiertas. Ni siquiera estando sentado y quieto habían dejado de clavársele. Por no hablar de la parte trasera, empeñada una y otra vez en enrollarse y metérsele por el culo. Un tormento como pocos, la verdad.
Suspiró aliviado cuando las dejó caer, liberando su sexo ligeramente endurecido; a pesar del sentimiento de culpa y la vergüenza por haber sido descubierto, aún recordaba el olor y el sabor de Sonia mientras ella se corría. Se dijo que si Sonia le veía así, con la polla hinchada y semi-dura, tal vez viviera aquello como una falta de respeto… de modo que esperó unos segundos y se concentró, a fin de relajarse. Pero estaba muy nervioso, y no lo consiguió.
—Ya está—murmuró. Colocó los brazos a lo largo del cuerpo y desentumeció las piernas, dispuesto a mostrarle a Sonia sin obstáculos cómo era por fuera realmente.
—¿Estás desnudo?—preguntó esta, aún sin mirarle.
—Sí—dijo él—completamente.
Sonia hizo un esfuerzo por abrir los ojos y miró por entre sus dedos, sin querer retirarlos del todo aún. Poco a poco, el cuerpo de Joan fue tomando forma frente a ella. “Vamos, idiota, quita las manos…” pensó. Se armó de valor y lo hizo. Lo que vio fue como un mazazo, porque no supo si la indignó aún más, si le gustó o si la excitó. Desde luego, a su pesar, rechazo no le produjo en absoluto.
—Acércate…—le pidió.
Joan avanzó unos pasos hacia ella.
—¿Aquí está bien?
Sonia asintió. Alargó la mano hasta la cadera de Joan y la tocó.
—Tienes marcas en la piel… —observo al percatarse de las líneas rojas dejadas por el sujetador y las crueles bragas.
Joan sintió con horror cómo su miembro se endurecía más, se llenaba y se erguía al notar el contacto de la mano de Sonia sobre su pelvis. Tomó aire y trató una vez más de concentrarse en cosas que le repugnaran, pero era imposible; Sonia estaba demasiado cerca, demasiado cerca de su polla… y se acababa de correr con él… y había gemido, mordido y gritado…
Lamentó casi al instante recordar aquello. En cuestión de segundos su miembro se irguió del todo, se engrosó y endureció como un jodido mástil e incluso se humedeció en la punta.
Sonia miró sin disimulo aquella verga gruesa, dura y dispuesta. No sintió asco, sino todo lo contrario, y eso la enfadó. No podía comprender como ella, que jamás había sentido el mínimo deseo ante esos armatostes (a menos que fueran artificiales y con motor), podía ahora mojarse imaginando que le agarraba la polla a Joan, se la meneaba, se la chupaba.
Joan vio cómo ella fijaba los ojos en su rabo duro.
—…Lo siento—musitó—actúa por cuenta propia…
El azoramiento del chico perturbó a Sonia. La excitó y al mismo tiempo, inexplicablemente, le produjo ternura. Una cantidad considerable de ternura.
Levantó los ojos hacia el rostro de Joan. Los labios del chico estaban contraídos en un rictus de disgusto, sus ojos la miraban bajo un velo de turbidez. Él se obligaba a levantar la cabeza y corresponderle la mirada, y se veía que eso le suponía un esfuerzo equiparable a mantenerle un pulso a Sonia.
Bajó con los ojos por su mandíbula tensa; miró su cuello, sus hombros anchos, su torso plano que se expandía cada vez que él tomaba una bocanada de aire. Miró su estómago duro, su ombligo bajo el que nacía una delgada línea de vello más oscuro como un camino sutil hasta la cerrada mata púbica.
--Date la vuelta—le exhortó.
Sin decir una palabra, Joan se giró ciento ochenta grados.
Sonia descubrió entonces el ancho mapa de su espalda. Él se movió un poco para desentumecerse y ella vio el juego de músculos bajo la piel. En la parte media-baja de su espalda observó un tatuaje de lo que parecía ser un dragón; se acercó más y comprobó que en efecto era un dragón negro, con las alas extendidas, que cruzaba el sacro de Joan de parte a parte sobre un lecho de llamas. La cola del dragón apuntaba como una flecha hacia arriba, justo por encima del inicio de sus glúteos.
Observó las caderas estrechas y las nalgas duras, marcadas. “Un culo que empujaría bien”, le traicionó su mente. Volvió a mojarse y trató de enfadarse un poco más, pero estaba quizá demasiado excitada para ello. Nunca hubiera podido creer que se pondría cachonda por ver un hombre desnudo; siempre había encontrado el cuerpo de las mujeres más bonito, más sugerente, y el de los hombres más feo, asimétrico con aquel colgajo. Pero el cuerpo de Joan era perfecto o al menos así lo veía ella, no podía negarlo. Y la estaba poniendo a cien.
Extendió la mano y alcanzó una de aquellas definidas nalgas. Sintió como Joan se estremecía levemente a su contacto. “Dulce y sensible como una mujer, y sin embargo…” pensó Sonia “¿qué demonios importa tu género?”
—¿Te molesta que te toque?—inquirió, presionando con los dedos la carne prieta y turgente.
Un culo de atleta, sí señor.
—No…—respondió Joan en un susurro.
—¿Haces ejercicio, verdad?—preguntó ella abruptamente--¿qué deporte practicas?
Le pareció que Joan sonreía un poco, aunque no podía verle la cara.
—Practico algunos, antes más—respondió él—me encanta el deporte. Sobre todo, natación y escalada… y bueno, salir a correr por ahí, y con la bici.
—Así tienes este cuerpo—masculló Sonia, haciendo resbalar sus dedos hasta la parte posterior de la pierna derecha de Joan, que se tensó inmediatamente.
—¿Te gusta?—se atrevió a decir él.
Sonia reflexionó qué contestarle. Al fin y al cabo se hallaba allí, desnudo delante de ella, completamente expuesto a sus ojos y sus manos. Más honesto no podía ser, a pesar del engaño anterior.
—Sí—afirmó al fin—me gusta. Cómo no iba a gustarme.
Joan respiró profundamente.
—Me alegro—dijo en voz baja.
—He mojado las bragas cuando te he mirado el culo…—murmuró Sonia, con un aleteo nervioso en la voz.
Joan se movió un poco pasando el peso de uno a otro pie. Fuera de la vista de Sonia se mordió el labio con fuerza.
—¿Tu hermana sabe que estás aquí?—preguntó ella de pronto, al ocurrírsele la peregrina idea de que tal vez todo aquello estuviera orquestado por la mismísima Mariola.
—¿Mi hermana?—reiteró Joan con incredulidad—No, qué va, claro que no. Me mataría si supiera que estoy aquí…
Sonia asintió y respiró con cierto alivio.
—Ella cree que estoy de escalada con mi padre y mis hermanos, solemos hacer escapadas al monte los fines de semana—explicó Joan.
—Vaya, y tú te has perdido un día de escalada por estar aquí…
Por primera vez, él hizo amago de volverse. Sonia adivinó un leve trazo de sonrisa en sus labios.
—No me importa—dijo categórico—ha valido la pena.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí—repuso él sin asomo de duda—esta noche he conseguido acercarme a ti, hablar contigo, y te he llevado al orgasmo... varias veces. Es mucho más de lo que podía esperar, ni siquiera imaginar, créeme.
—Te ha salido bien la treta…—farfulló ella a sus espaldas, sin dejar de tocarle el culo.
Joan agachó levemente la cabeza.
—Lamento haber hecho las cosas así.
—Claro, ahora que te he descubierto…
Se hizo un silencio pesado durante algunos minutos.
—No lo sé—reflexionó Joan al fin—no había otra forma de hacer que me miraras y, realmente, no me plantee… que pudiera salir bien, aunque al hablar con Rosita casi parecía fácil.
—Rosita, menudo demonio. Cuando la pille, esa se va a enterar…
—Por favor, no le digas nada—imploró Joan—ella lo ha hecho con la mejor intención. Yo se lo pedí.
—Ya… el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones, ¿no es así?
El chico asintió.
—Es posible. Lo siento, de verdad. Sonia—añadió—ya me has visto como soy… ¿te importa si me pongo algo de ropa y me siento?
—¿Echas de menos ponerte la falda otra vez?
—En realidad no… tengo por aquí algo de ropa, mía. Estamos en mi habitación.
Sonia abrió mucho los ojos. Qué fuerte le parecía todo aquello.
Hay que joderse… --musitó—sabías adónde me traías…
—Claro—repuso Joan—vivo en esta casa… aunque por poco tiempo; estoy de mudanza, apenas quedan cosas mías aquí.
Sonia apartó la mano del culo de Joan, trepó con los dedos unos centímetros hacia arriba y acarició brevemente el dragón tatuado. Después retiró la mano.
—Vístete entonces, si quieres…-—concedió—¿Dónde vas a mudarte?
—Gracias—Joan avanzó hasta el armario con la elegancia de un gato, liberado ya de la incómoda ropa que le constreñía. Rebuscó en su interior y sacó unos vaqueros desgastados que se calzó al momento—me marcho a un piso alquilado, en el centro de la ciudad. Me viene mejor para el trabajo…
—No te pongas camiseta—le cortó Sonia—por favor.
Él la miro y se sonrió levemente.
—Vale, como quieras. ¿Puedo sentarme ya?
—Sí—respondió Sonia—pero no me toques.
Los ojos de Joan se entristecieron por una décima de segundo.
—Claro, no te preocupes—le dijo, y se sentó en la cama, a su lado, con cuidado de no rozar su piel.
Estuvieron unos segundos sin hablar, y de pronto Joan preguntó:
—Sonia… ¿te da asco?
Ella le miró extrañada. No esperaba esa pregunta.
—¿El qué?
—No sé…todo. Estar aquí conmigo, que yo sea hombre, haberte acostado conmigo pensando que yo era mujer.
Sonia tardó un poco en contestar.
—No. Precisamente asco no, desde luego que no—afirmó con seguridad—No me das asco, Joan. Para nada. Ni siquiera tu polla me da asco, aunque por norma general encuentro las pollas bastante repugnantes… o en el mejor de los casos, poco interesantes.
—Vaya.
—Me siento herida, eso sí, creo. Y un poco perdida. No sé qué pensar. No sé qué hacer.
Joan se volvió hacia ella y le lanzó una mirada particular que ya empezaba a ser típica en él.
—Lamento mucho que te sientas herida—murmuró—No sirve de nada ahora que te diga que mi intención nunca fue esa. Pero lo siento mucho.
Y me he quedado sin comerte las tetas…—masculló Sonia, a su rollo—cosa que realmente me apetecía—se carcajeó—igual que me he quedado sin probar a qué sabes.
El cuerpo de Joan se estremeció por un momento.
—Bueno… puedes comerme las tetas todavía…--de algún lugar sarcástico de su mente sacó fuerzas para decir aquello.
—¡Pero si no tienes!—exclamó Sonia, ahogando un acceso de risa—eran dos hombreras de goma espuma, ¡menudo fraude!
Sí—sonrió Joan con cierto esfuerzo—pero tengo pezones.
--¿Qué? Lo que tienes es un morro que te lo pisas—replicó Sonia—pero, aun así… me pregunto cómo sabrá tu piel. Soy idiota, ¿verdad? Te debes estar descojonando de mí por dentro.
—En absoluto--negó Joan—y no creo que seas idiota.
—Claro que sí. Mira en qué lío me has metido. Ahora no sé por qué me apetece hacer… lo que me apetece hacer.
—¿Y qué te apetece?—inquirió Joan en un hilo de voz.
“Besarte, abrazarte, sentirte, enredarte los dedos en el pelo…” Sonia se paró en seco.
Por cierto—disparó—no te has quitado la peluca.
¿La peluca?—Joan se echó a reír por primera vez desde que Sonia le descubriera—Oh no, esto es mío—dijo, asiendo un largo mechón de su melena y tirando de él— Normalmente no está tan… peinado, no sé qué demonios me ha hecho esta niña, pero es de lo poco que has visto a primera vista que es… mío.
Sonia asintió.
—Me alegra comprobar que en algo no mentías—se arrepintió de decir aquella frase según le brotó—tienes un pelo muy bonito…
Él sonrió un poco.
--¿Cuánto tiempo te lo dejaste crecer?—preguntó ella.
--Uf, desde los… diecisiete, tal vez.
--¿Y tienes…?
--Veintiséis—repuso Joan.
--Vaya…te lo cortarás de vez en cuando, me imagino.
Joan rió bajito.
--si no me lo cortara me llegaría ahora por debajo del culo...
Sonia soltó una carcajada.
--No me has dicho… que te apetece hacer que tanto desconcierto te produce—Él se arriesgó a decir aquello entonces, sabe dios de dónde sacó el aplomo.
--No es desconcierto exactamente, Joan… es miedo lo que me das.
Él alzó ambas cejas en un gesto de incredulidad.
--¿Miedo?
--Sí—admitió Sonia.
--¿Por qué?
--Porque quizá me gustas—respondió ella a regañadientes—eso siempre termina haciendo daño.
—No...—Joan se acercó a ella. Hizo un amago de rodearle los hombros con un brazo, pero recordó a tiempo lo que ella le había pedido expresamente: que no la tocara—Sonia, por mi parte yo lo que menos quiero es hacerte daño.
--¿Y qué quieres entonces?
--Pues todo lo contrario—respondió el chico—darte placer, darte gusto… darte buenos momentos.
Sonia aguardó, agazapada como un animalillo que teme un terremoto.
--Eso es lo que siempre he querido—Pareció que la voz de Joan se apagaba, se perdía en el aire al decir aquellas palabras.
—¿Lo que siempre has querido?
--Sí—afirmó Joan, llanamente—Lo que siempre, desde que te conozco, he querido.
Sonia no pudo aguantar más. Presionó el hombro de Joan con un movimiento torpe, haciéndole girar, y le besó en la boca. Aquel beso fue diferente a los que se había dado con Joanna hace unos instantes, y no precisamente porque “Joanna” no fuera mujer. Fue diferente porque en ese momento le parecía que por fin entendía las cosas. Fue diferente porque sentía algo más que las simples ganas de hacerlo. Un torrente de simpatía y cariño por ese chico la invadió por dentro sin que ella pudiera controlarlo.
Los labios de Joan se abrieron inseguros para recibirla. Durante algunos segundos él no supo qué hacer. Cuando sintió la caricia húmeda de la lengua de Sonia, fue a su encuentro tímidamente con la suya, muy despacio, prudente, como si temiera romper un hechizo. Su saliva continuaba sabiendo a licor dulce.
--Bésame más fuerte, Joan—casi le suplicó sin despegarse de su boca—por favor…
Él se inclinó sobre ella y comenzó a besarla a gusto, como antes lo había hecho, aunque continuaba con extremo cuidado. Lamió su labio inferior con delicadeza, lo presionó entre sus dientes y lo soltó para buscarle la lengua de nuevo; cuando la encontró, la rozó de nuevo con los dientes y succionó con mansedumbre. La quería para él, sólo para él… no terminaba de creerse lo que estaba pasando.
Sonia abrazó a Joan y estrechó su cuerpo contra sí con tal empeño que los huesos del chico crujieron. Él le rodeó la cintura con los brazos y continuó besándola, tratando de aportarle calma aunque cada vez se le hacía más difícil estarse quieto.
Cuando Sonia se había corrido la segunda vez, casi se corrió él en aquellas bragas de encaje mientras le comía el coño, sólo rozándose con el colchón. Pero había hecho un esfuerzo ímprobo por aguantar, y aquel derroche de resistencia empezaba a pasarle factura; La polla le palpitaba dentro de los pantalones hasta el punto de dolerle, llevaba horas enteras empalmado salvo por un par de ocasiones en las que ni siquiera se había podido relajar del todo.
--Estoy muy cachondo, Sonia—gruñó al oído de ésta.
Ella gimió y le agarró la polla por encima de la ropa sin previo aviso. Joan apretó los dientes cuando sintió que comenzaba a frotarle la erección con la palma de la mano. Sonia besó la mejilla de Joan sin dejar de tocarle, besó su cuello y bajó con la boca hasta su torso. Una vez allí, lamió con ganas el pezón que le quedaba más cerca, arrancándole a Joan un profundo jadeo.
--Si sigues tocándome y besándome así…voy a correrme en los pantalones—gimió él, al borde del estallido.
Ella sonrió y le tocó con más fuerza. Él bufó. No sabía qué hacer con las manos; recorría la espalda de Sonia de arriba abajo, amasándole la piel, nervioso. Sonia remontó de nuevo hasta el cuello de Joan.
--Déjame probar a que sabes, por favor—le susurró al oído.
Él no dijo nada, no estaba seguro de haber entendido bien, pero se agitó y sus caderas danzaron durante unos instantes como controladas por algo ajeno a su voluntad. Sonia había comenzado a desabrocharle los pantalones.
--¿Te molesta?—murmuró ésta, metiendo la mano bajo la tela para aferrar directamente su rabo duro.
--No…--Joan casi se había quedado sin voz.
Sonia tiró de los pantalones hacia abajo y estos resbalaron sin oponer resistencia hasta los tobillos de Joan. Su polla se irguió elástica como si fuera de goma, caliente y húmeda apuntando a su ombligo.
--Me encanta…--musitó ella mordiéndose los labios—Gracias…
--¿Gracias por qué?—resolló Joan.
Sonia se inclinó sobre el tronco de su polla y lo lamio sin previo aviso, desde los huevos hasta el glande. Joan le asestó al aire un golpe de cadera involuntario, ya apenas controlaba lo que hacía.
--Por haber pensado tanto en mí como para ponerte unas bragas…
Tras decir aquello, abrazó con los labios el glande de Joan y los apretó succionando un poco.
Pasó la lengua por aquella protuberancia y sintió el sabor de las gotitas de humedad que emanaban de ella. Se movió excitada y saboreó aquella rigidez, con ganas de comérsela, de metérsela entera en la boca hasta la campanilla.
--Joder, Sonia…
Joan sudaba, contraído hasta el último músculo.
--¿Te gusta?—murmuró ella mientras chupaba golosamente.
--Mucho...--gimió él.
--Enséñame a hacerlo, cabrón—le espetó Sonia, mordiendo suavemente la jugosa punta— nunca he hecho esto antes.
--Pues lo haces muy bien…
Sonia rió con parte de la polla de Joan en la boca, la sujetó en su puño y comenzó a meneársela.
--Márcame cómo quieres que te lo haga, en serio—le exhortó—quiero sentirte…
Joan volvió a gemir y colocó una mano suavemente sobre la nuca de Sonia, presionando con las yemas de los dedos entre su cabello. Se recolocó sobre el colchón y comenzó a marcarle el ritmo de la mamada, aumentando poco a poco la firmeza, despacio.
--¿Te gusta a ti?—murmuró con los dientes apretados, liberando por un instante la cabeza de Sonia.
Ésta le sonrió desde abajo, desde entre sus piernas, con los labios brillantes. Un hilillo de saliva quedó prendido desde su boca hasta el inflamado glande cuando se apartó para decirle:
--Sí—retiró un inoportuno mechón de cabello de delante de sus ojos-- Joder, me encanta hacértelo.
--mmmmmm…
Durante los segundos que siguieron, Sonia le hizo subir al cielo a Joan. Su cabeza se movía de arriba abajo al ritmo que marcaba la mano de él; su boca se llenaba de polla que entraba hasta el fondo, llegando a producirle alguna arcada, y salía para volver a incrustársele de nuevo.
--Me apetece follar—casi sollozó ella, con el coño ardiendo, irguiéndose sobre las rodillas de él—pero tengo miedo, nunca lo he hecho antes…
--No te preocupes—murmuró el chico, jadeando—no pasa nada, no hace falta…
--¿Algún día me vas a follar, Joan?
Él cerró los ojos y cogió la mano de ella para que le tocara. Estaba tan cachondo que no soportaba la ausencia de su contacto.
--Claro…--resopló—cuando tú quieras…
--¿Qué haces mañana?—rió Sonia entre jadeos, montándose a horcajadas sobre aquellos muslos vigorosos, frotando su coño empapado contra la rodilla de Joan.
Él dejó escapar una carcajada, desflecada y rota por el placer.
--Mañana es domingo… --murmuró, restregando su sexo contra el trasero de Sonia—nada.
--Estupendo—jadeó ella.
--Nada… salvo follar, si quieres.
--¿Te gustaría?—murmuró ella, frotándose más fuerte.
Joan gruñó y se removió debajo del cuerpo de la chica.
--Claro…
--A tu hermana le gustaba follarme por el culo con un arnés…--jadeó Sonia, abierta sobre el muslo de él, empapándolo--¿Te gustaría follarme por ahí?
Sin poder evitarlo, él se agarró la polla y comenzó a pajearse violentamente, refregando la punta contra la nalga de ella.
--Sonia… me quiero correr…
--Contéstame—jadeó ésta en voz más alta--¿te gustaría darme por el culo, Joan?
--Joder, mierda, claro que sí…
Tras dejar salir esas palabras, arrancadas de la garganta, contrajo los labios y se tragó un grito. Sonia se separó a tiempo para ver los chorros blancos que disparaba la polla de aquel chico una, dos, tres veces… se lanzó a lamer el glande y lo introdujo en su boca caliente, muerta de curiosidad, terriblemente cachonda. Era la primera vez que probaba aquello y se moría por saber por fin a qué sabía el semen de Joan. Un último disparo amargo le llenó la boca dejando en su paladar una esencia fuerte, fresca y desconocida. Sonia casi enloqueció.
--Oh, dios…
Volvió a subirse a las rodillas de Joan y de nuevo frotó su sexo contra ese muslo duro de piel cálida. Aún sentía la huella de su semen en el aliento.
Joan la cogió por la cintura y la ayudó a moverse más rápido sobre su muslo hasta que por fin ella se corrió así, montándole, mordiéndole fuerte la curva del hombro para no gritar. Joan gimió y continuó moviéndola sobre él con firmeza, sujetándola contra sí por las caderas durante el tiempo que duró su orgasmo.
Tras aquella descarga, con el cuerpo salpicado de leche, Sonia se desplomó sobre el pecho de Joan. De pronto se sintió agotada y pensó que podría llegar a dormirse.
Se incorporó con cuidado, sin querer deshacer aún el abrazo que les mantenía unidos.
--¿Estás bien?—preguntó él.
Ella asintió.
“No estoy segura” pensó “pero creo que te quiero”.
Casi se le escapa en voz alta, probablemente a causa del cansancio que quedaba tras liberar tanta tensión.
Joan sonrió y la ayudó a tumbarse sobre la cama. Le aflojó la ropa, la tapó hasta la cintura con la colcha y se tendió a su lado, apoyado sobre un codo, sin dejar de observarla.
--Cómo puede tener Mariola, tan jodidamente puta, un hermano tan dulce…--fueron las últimas palabras que dijo Sonia antes de acurrucarse contra él.
Lulú en Wonderland
Género: ficción/fantasía.
Erotismo: sí
sexo: algo
D/s: no.
"Lulú, Lulú. Un club,
su luz sur: su zulú,
un frufrú su cruz vudú."
I
Lulú trabaja en un night club de carretera, prostituyéndose. Ahora sale del trabajo con las primeras luces del alba, no del todo despierta y sin sentir ni uno sólo de los pasos que apuntalan sus tacones sobre el asfalto. Un cielo rosa pálido de inicios de verano va tomando color sobre su cabeza; debió de amanecer en algún momento dado fuera del local, mientras el cuerpo se le dislocaba a empujones hasta fundirse la piel con la pared y el alma yacía anestesiada por el jaco. No es la primera vez que Lulú ha traspasado la frontera entre el ayer y el hoy sin enterarse, se da vagamente cuenta, pero qué coño importa si ninguna unidad de tiempo -ni las horas, ni los minutos, ni los años- tiene significado ya.
Trabajando, Lulú es poco más que una muñeca hinchable sin sangre en las venas, mirada fija y vacía diluyéndose en el techo. Su jefe, el proxeneta negro a quien llaman El Zulú, opina que esto es rentable. Después de todo, él mismo se molesta en ir al poblado de chabolas a las afueras cada semana y, como alma de la caridad o algún tipo pagano de madre superiora, procede a suministrar la pertinente dosis de heroína a todas sus princesas. Cortesía de la casa, incentivo laboral que promueve un buen ambiente de trabajo.
Casualmente todas las prostitutas allí tienen nombres curiosos: Nini, Maya, Jojó, Tere y Lulú. Este dato algo extraño sería irrelevante en esta historia si no fuera porque, en definitiva, no son sus nombres de verdad.
Esta noche hubiera sido para Lulú como cualquier otra (etérea, sucia y de otros) salvo por el hecho de que recibió un regalo. A veces algunas prostitutas recibían regalitos de sus clientes habituales, pero este no era el caso de Lulú, demasiado escéptica quizás para querer hacer amigos. El "mejor" cliente de Lulú es un tal Chuck, un camionero al que gracias a su parecido con Chuck Norris y su pose de hacerse el duro todos llamaban así, y bueno, suerte para Lulú que Chuck no es el prototipo de putero romántico. Por eso le sorprendió tanto que, al terminar la jornada, Zulú se acercara a ella y, en un alarde inusitado de honradez, le tendiera aquel paquete. "Lulú" le dijo con su habitual voz de lija del cero "han dejado esto para ti".
Se trataba de un paquete de forma ovalada, del tamaño aproximado de un balón de Rugby. Lulú no tenía ni idea de lo que algo así podría ser o contener a menos que fuera dicho balón, y cuando le preguntó a Zulú quién lo había enviado, éste le dijo que no lo sabía. Por lo visto alguien lo había dejado allí, a la entrada del Night-club, con una tarjeta a nombre de su destinataria, y se había largado sin más. De cualquier forma, si algún trabajador del local tenía información al respecto daba lo mismo, porque a aquella hora sólo quedaban Zulú y Lulú en el local.
Lulú sale del Club sin mucha ilusión, aunque algo curiosa por el paquete que lleva en las manos. Tiene que sostenerlo con ambas manos, sí, porque pesa bastante. La joven entiende que dinero no es (no tendrá esa suerte), pero tal vez si pesa se trate de algún objeto macizo y valioso que, quizá, podría venderse en el Compro Oro de la esquina cuando menos.
No tarda mucho en llegar a la licorería en cuyo sótano pernocta. Abre la puerta trasera, y tras bajar un tramo de escaleras se sumerge en ese espacio oscuro entre cuatro paredes de piel rota y enmohecida, al que apenas alcanza la luz y por entre cuyo desorden no circula el aire. Hay una linda familia de ratas compartiendo celda pero gracias al jaco no molestan demasiado, y el alquiler es barato, lo cual viene bien. Porque Zulú sólo le regala una dosis por semana a sus princesas, y Lulú necesita un paraíso ficticio continuado para sobrevivir al infierno de sus días (de sus noches) (de su tiempo inadvertido).
Hay luz eléctrica en el sótano, pero ayer se fundió la única bombilla que cuelga del techo y no la han cambiado, así que Lulú enciende una vela. A la luz palpitante de la llama comienza a desnudarse contra el teatro de sombras en la pared, tras haber dejado el paquete en el nido de mantas donde duerme. Su piel está cansada y aún conserva las marcas invisibles de más de veinte manos, suciedad que no se irá bajo la ducha, impregnada del sudor de unos diez cerdos anónimos.
Como siempre al llegar a "casa", se da una ducha en el baño como cuchitril de dos por dos que hay junto a la alcoba. Nada del otro mundo, sólo hay espacio para un plato de ducha, un retrete y un lavabo con la tubería al aire empotrado en el alicatado blanco sucio. Se lava el cuerpo minuciosamente con un jabón de color rosa perlado, insistiendo en aquellas zonas de su anatomía femenina que ya está empezando a odiar: las montañas blancas de sus senos, su sexo y el calor entre sus nalgas, entre otras. Aunque el asco cada vez se siente menos, a medida que lo va acolchando con el paso de los días sin darse mucha cuenta.
Termina de ducharse aún anestesiada, se coloca una bata y sin más prenda en el cuerpo sale del exiguo cuarto de baño.
El paquete ovalado sigue sobre las mantas, esperando ser abierto. De pronto, mirándolo desde aquella perspectiva a cierta distancia, Lulú tiene la sensación inexplicable de que algo va a pasar. Una sacudida como un temblor de tierra con epicentro en su pecho le hace soltar un leve jadeo, ¿qué ocurre?
De pronto el aire huele diferente. A... ¿flores?
Se acerca con paso vacilante a las mantas revueltas, se arrodilla sobre ellas y, con una cautela ridícula igual que si desarticulara una bomba, comienza a desenvolver el paquete. Está tan cuidadosamente envuelto que le da pena romper el papel de regalo a causa del temblor de sus manos, pero no puede evitarlo porque desde hace tiempo los movimientos finos no son lo suyo.
Cuando por fin consigue retirar los pliegos de papel que rodean el objeto, y desnudarlo de un segundo envoltorio interior a rayas de colores (como el diseño de las lonas de los circos antiguos en las carpas) el rostro de Lulú se convierte en una máscara entre la incredulidad y la decepción. Lo que hay ahora encima de las mantas, entre volutas de papel coloreado, no es otra cosa que un huevo.
Un huevo, sí señor, en efecto del tamaño de un balón de Rugby. No un huevo de verdad, claro; se trata de una escultura o algo parecido, a Lulú le recuerda a uno de esos huevos Fabergé que la señora Petrov acumulaba en su casa como reliquias por las que no pasaba el tiempo (pero sí el polvo). Antes de licenciarse en el arte de la prostitución y las confesiones de cama, Lulú trabajó más o menos un año limpiando la casa de la señora Petrov: el nicho en vida de una anciana viuda, lleno de fotos antiguas en papel quemado, gatitos de porcelana y los dichosos huevos. Claro que los huevos de la señora Petrov eran MÁS PEQUEÑOS que ese que Lulú tiene ahora en su cuarto.
Sí, no hay duda. El huevo que tiene delante ahora mismo es, salvo por el tamaño, muy parecido a los de la colección de tesoros de la rusa. Es de color rojo brillante, del mismo tono que esas bolas de navidad en cuya superficie el rostro de Lulú niña se deformaba con una sonrisa de oreja a oreja, hace más de veinte años (bastante más). El color rojo navidad está enmarcado por arabescos dorados que se enredan en delicados zarcillos, concentrándose en lo que serían los "polos" del huevo si el huevo fuera la Tierra. Una fina línea en oro cruza el rojo a nivel del ecuador, también, y entonces Lulú recuerda que algunos de los huevos de la señora Petrov podían abrirse como cajitas...
Suspirando, toma el huevo con ambas manos y lo va girando buscando un cierre o similar. Oh, mira, ahí está, sus deducciones eran ciertas, ha encontrado un delicado broche en forma de pica, o quizá es un corazón invertido.¿Sería el huevo un regalo de joyería de la sra. Petrov? nunca fueron muy amigas, pero la vieja estaba algo loca y era hasta cierto punto entrañable.
Sigue oliendo a flores nocturnas en la habitación: jazmín, don Diego de noche y rosas en la oscuridad de una noche de verano. A pesar del aire enrarecido en el cuartucho de la licorería, si Lulú cerrara los ojos ahora podría sentir que está en alguna terraza de un lugar como París o Florencia, festejando la vida bajo las estrellas con una copa de vino en la mano, tal vez incluso sonriendo sin más compañía que la luna.
Todo es bastante extraño, pero como todo yonki sabe, llega un momento que entre dosis y dosis se pierde conciencia de la realidad y el único escape es la huída, la magia del chute siguiente: el "viaje". Así que Lulú no se toma demasiado en serio la experiencia sensorial cuando acciona el cierre para abrir la cajita huevo, pensando que como alucinación no estaba nada mal, eso sí.
Está sonriendo sin darse cuenta y su sonrisa se amplía cuando al abrir la caja se despliega lo que parece ser una reproducción a escala reducida de un tiovivo; barras verticales que por cierto mecanismo se levantan al abrir la tapa de la caja, cada una con su correspondiente caballito delicadamente labrado. Hay caballos de todos los colores, y cuando digo todos quiero decir TODOS, incluso los que no tendrían sentido en un caballo. Hay caballitos negros, castaños, blancos y caretos pero también de color verde esmeralda, magenta, rosa chicle o azul cielo. "Qué bonito" no puede sino pensar Lulú, aunque aún no se imagina lo que eso podría ser si es que era algo más allá de un puro objeto decorativo. Pero entonces, examinando el huevo más detenidamente, se da cuenta de una anotación grabada en el borde opuesto al cierre de la pica, acuñada en caligrafía cursiva sobre dorado:
"Dame Cuerda".
II
¿Caja?¿"Dame Cuerda"? ¡Oh! Lulú casi ríe cuando de pronto comprende lo que es ese objeto. Claro, es una caja de música.
Sin pensarlo dos veces voltea el huevo y encuentra una especie de llavecita dorada escondida en la parte inferior; sólo hay que tirar de una pequeña anilla para desplegarla, y a continuación darle vueltas. Eso supone Lulú, quien -igualito que en Alicia en Wonderland con el frasco rotulado "bébeme"- ya ha hecho caso de la indicación y ha empezado a girar la llave para dar cuerda al objeto.
Tres vueltas, cada una suena como quejido metálico de cadena a tensión, y después un límite. Ya no se puede girar más la llave.
Lulú entonces vuelve a dejar el huevo ante sí entre las mantas revueltas y se queda mirándolo expectante. Al principio, durante unos segundos no ocurre nada; vaya por dios, ¿estaría descompuesto el cacharro? sería una lástima, piensa, con lo bonito que es. Pero tras unos instantes, de pronto el huevo da un pequeño respingo como si estuviera vivo y las notas de una vieja canción infantil empiezan a brotar, elevándose en un cling-clang-clung que engancha el aire, hasta llenar el sótano de la licorería al tiempo que los caballitos del mini-tiovivo comienzan a moverse.
Al poco de empezar el tema musical, Lulú lo identifica inmediatamente con esa claridad con la que sólo las canciones de cuando éramos niños se recuerdan:
"A la zapatilla por detrás, tris-tras,
ni lo ves ni lo verás, tris-tras."
Ha empezado a canturrearla para sí misma sin darse cuenta, y sigue sonriendo. Ahora viene su parte favorita:
"Mirad arriba! que caen sardinas!
Mirad abajo! que caen garbanzos!
a dormir, a domir,
que vienen los Reyes Magos..."
En este momento Lulú cierra inconscientemente los ojos igual que hacía de niña para seguir el juego; como es natural la canción sigue sonando, sin letra, eso sí. La letra la pone ella en sonriente susurro:
"¿A qué hora?
¡A las tres!
Una,
dos...
TRES!"
Cuando Lulú abre los ojos entonces, con la sensación súbita de despertar de uno de esos sueños en los que uno cae al vacío, descubre que todo cuanto la rodeaba en el cuartucho de la licorería ha desaparecido. Hasta el propio cuarto.
"Entra rosa,
color de mariposa..."
Ya no hay paredes encerrándola; ahora está en el exterior, en un páramo bajo las estrellas. La larga lengua de tierra ante sí se ve desierta y blanca como el hueso, tan sólo salpicada por unos cuantos troncos muertos aquí y allá, cuyas ramas peladas quieren arañar el cielo como largos y nudosos dedos de bruja.
"Entra clavel,
color de moscatel."
Lulú se gira entonces hacia el sonido de la música, ahora mucho más potente como canto de verbena, y lo que ve la deja estupefacta: El huevo de los caballitos ha tomado un tamaño GIGANTE, es decir, ahora es un tiovivo de verdad, con dimensiones reales, girando al ritmo de la misma canción que aún no cesa. El entorno resulta tan onírico como sólo puede serlo un tiovivo en un paisaje estéril, y al mismo tiempo tan real como que Lulú podría subirse en cualquiera de los caballitos si quisiera, cuando éstos hicieran la próxima parada en su viaje circular.
Bueno, un tiovivo en tierra de nadie, caballitos y luces de colores... al olor de las flores de noche se han sumado ahora otras fragancias como la del algodón de azucar y la de las castallas asadas, la verdad que como fantasía alucinatoria está bien. Aunque lo cierto es que no se siente como un "viaje", y Lulú no se chuta desde antes del último polvo, por lo cual no habría razón para ser partícipe de todo aquel mundo mágico ahora.
Le asalta de pronto la duda de si quizá Zulú le habría echado algo en la copa que apuró antes de salir. Ah, maldito sea, negro y proxeneta de esclavos modernos, no se puede ser más gilipollas (o tener menos escrúpulos). Mirándolo así no resultaba tan remoto que la hubiera drogado y que todo esto del huevo fuera alguna ¿broma? suya. Un proxeneta negro es capaz de todo, piensa Lulú, tiene el mismo sentido que un neonazi judío, machacando a quienes serían discriminados como lo sería él mismo o como lo fue su pueblo. O bien era algo absurdo o bien los motivos para militar en aquel bando serían escalofriantes.
Aunque, la verdad, resultaba muy difícil imaginarse cómo demonios Zulú podría haber inducido tal paranoia en ella, pues el tío era un peligro pero no era todopoderoso. Rizando el rizo, a Lulú incluso se le pasa por la cabeza que podría ser algún tipo de magia, aunque inmediatamente se ríe de sí misma por pensar algo así.
Sea como sea, de cualquier forma desconfiaba de Zulú. El hecho de que el proxeneta fuera amable como norma general le convertía en alguien doblemente perturbador, capaz de matar a una persona sin dejar de ser gentil. A Lulú no le extrañaría que tuviera algo que ver en el asunto del huevo, aunque no es que saber eso vaya a ayudarla a volver a su cuchitril. Ni tampoco es que ella quiera regresar, no aún, seamos francos.
El entorno y el huevo no es lo único que ha cambiado. La propia Lulú parece diferente aunque sigue siendo la misma. Su piel desprende una suave luz nacarada algo inquietante, y en sus pies... en sus pies brilla un par de sendos zapatos rojos, del mismo color que la superficie del huevo, hechos de cristal tallado en múltiples facetas.
Lulú queda extasiada con los zapatos. Le encantan porque no tienen tacones, y también por el brillo de espejo que guiña en mil matices al mover los pies. Sería estupendo bailar calzada con ellos, aunque no lo intentará... porque siendo de cristal lo mismo se rompen.
--Suba, señorita. El lugar adonde vamos está a tan solo unas vueltas de tiovivo.
¿Qué?¿quién ha dicho eso?
Lulú levanta la mirada a tiempo de ver pasar un hombre montado en uno de los caballos, una figura para nada despreciable en tamaño que sonríe y saluda con la mano. Se queda helada, sobrecogida por un momento preguntándose por qué había tenido todo el tiempo la certeza de que estaba sola en aquel paraje. ¿Cuánto rato llevaba ese hombre allí? ¿y cómo demonios había llegado al huevo? Evidentemente, Lulú se niega ni tan siquiera a pensar en la posibilidad de que ese tío hubiera estado /también/ dentro, si acaso escondido o pleglado como los caballitos en el interior de la caja cerrada.
Al hombre sólo ha podido vislumbrarle de refilón, aunque en breve le volverá a ver pasar en la siguiente vuelta de los caballitos. Ha alcanzado a ver la estela de su casaca multicolor, y cree que lleva la cara pintada en negro y rojo sobre blanco, como un payaso. Le pareció que tenía el cabello rubio (amarillo) pero de eso no está segura.
La siguiente vuelta de tiovivo no se hace esperar y sin embargo, aunque Lulú está con los ojos abiertos de par en par en plena atención sin un parpadeo, el hombre no vuelve. Joder. El tipo había hablado, y su chirriante vestimenta era demasiado vívida como para ser una alucinación, lo mismo que...
...lo mismo que la calidez de su voz. Había sonado como si la conociera.
Qué extraño.
La canción infantil va apagándose y el tiovivo se detiene, aunque las luces que lo decoran, como luciérnagas prendidas de la bóveda que había sido la tapa del huevo, siguen parpadeando, dando a entender que continúa vivo, que esto es tan solo una pausa en la que
Lulú
debería aprovechar,
y
subirse.
No quiere pensarlo mucho. Dar lugar a la mínima vacilación podría significar no hacerlo, o así lo siente. Si presta atención a sus dudas nunca se subirá a ese tiovivo.
No quiere pensar, simplemente corre sobre aquellos zapatos que parecen de viento y antes de que pueda darse cuenta ha saltado sobre un corcel negro y dorado con las crines del color del fuego. Era el caballito que le quedaba más cerca y cuando se encaramó a él, Lulú vio su nombre escrito en las bridas sobre el cuello del animal: "Liberto".
Agarrada con ambas manos al palo que sujeta su montura, Lulú no puede por menos de sentirse una niña de nuevo, con un nudo hecho pelota en la garganta en los instantes previos a que el cacharro se ponga en marcha.
—Sólo cuatro vueltas de tiovivo—escucha con claridad la voz del hombre aunque al sujeto no se le ve por ninguna parte; puede reconocer la cadencia de su voz, cálida con un deje de sorna cantarina, más suave y más baja como si ahora le confiara un secreto al oído. Debería perturbarla, ¿no? escuchar esa voz viniendo de ninguna parte, y sin embargo Lulú asiente para sí, aliviada por saber cuándo bajarse—cuatro vueltas, niña, una por cada año deshecho a tu espalda, una por cada año dejado atrás.
Cuatro vueltas, cuatro años. Exactamente el tiempo que lleva trabajando para Zulú. Lulú da un respingo a lomos de Liberto justo cuando el tiovivo arranca con una nueva melodía, esta vez una canción que suena como carámbanos de azúcar chocando, no la conoce y es algo más pausada que la otra .
"Cuatro vueltas, una por cada año", la cantinela resuena en su cabeza. Hace cuatro años se despedía de la señora Petrov por una mejor vida, por la búsqueda de un sueño que más pronto que tarde se truncaría en una guerra por sobrevivir. Hace cuatro años no estaba en el jaco, aún tenía fuerzas para afrontar los reveses que venían; si en aquel tiempo alguien le hubiera dicho a Lulú que terminaría hipotecando el alma para seguir viviendo no se lo hubiera creído.
—Cuatro vueltas, señorita—el tiovivo ya está girando, Liberto se mueve y Lulú puede ver la vida pasar, aunque esta vez todo sucede un poco más despacio. El hombre del traje de colores que ya no está ahí sigue hablando en su cabeza, y ella no sabe por qué confía en su voz, pero lo hace—disfrute del viaje.
A pesar de que el tiovivo va más despacio, el páramo se confunde ahora en una masa de luces y sombras ante la vista de Lulú a medida que gira. La joven levanta la cabeza y mira al cielo tachonado de diamantes, encontrándose con el disco a medio hacer de una luna creciente en la que antes no se había fijado, quedando por unos segundos su mirada prendida en ella. Cuando ha dejado el local de Zulú acababa de amanecer, y sin embargo ahora siente que tiene toda la noche por delante. Una noche nueva, distinta, en la que por lo pronto quiere estar despierta. O viva.
Cuatro vueltas,
no bien ha empezado la primera y la canción se siente como una nana.
Si está deshaciendo años, ¿por qué el tiovivo no gira hacia atrás? Lulú no sabe por qué se le ha ocurrido esa pregunta estúpida de pronto, ¡ni que aquel huevo fuese una máquina del tiempo!
No lo es. Nada en aquel páramo está marcado por el tiempo, nada se mide en términos del tiempo que ya no existe: sólo el presente discurre ante sus ojos serpenteando entre luces y sombras, y en ese AHORA no existe la conciencia del tiempo transcurrido y venidero. El pasado y el futuro son fantasmas de lo viejo y de lo nuevo, impulsados por el miedo y la memoria y sólo vivos ahí dentro, parasitando el ánimo si acaso.
Acabando la tercera vuelta, a Lulú le asalta el pensamiento de si tendrá que bajarse en marcha del tiovivo...
Si el tipo la ha avisado de cuántas vueltas dura el viaje, ¿será porque el trasto no parará?
—Vamos, pequeña, salta—otra vez la voz del hombre se desliza en su cerebro como humo de mil colores; a lulú le parece ver un sesgo de su sombra perfilándose de pronto a pocos metros del tiovivo. Es un hombre muy alto...—¡Cuenta hasta tres y salta sin miedo!
III
Estaba claro que tirarse desde el caballito Liberto no era lo mismo que saltar de un coche en marcha, sin embargo Lulú hubiera esperado un golpe duro contra el suelo, o al menos notar que caía y después rodar terraplén abajo como Rambo en "Acorralado", pero esa sensación nunca llegó.
Saltó al terminar la cuarta vuelta con los ojos cerrados y el tiempo pareció detenerse, y con él su cuerpo, como si por un instante volara estática y liviana como pluma. Cuando abrió los ojos de nuevo, simplemente se halló tumbada allí sobre la tierra estéril, recostada boca abajo y con la mejilla apoyada en sus propias manos unidas como alas de pájaro.
Lo primero que vio ante sus narices fueron unas relucientes botas negras que ascendían hasta las rodillas de su portador, coronadas por sendas medias a rayas con los siete colores del arcoiris.
Más arriba de las botas la vista proseguía en unos pantalones de raso color borgoña, pegados a las delgadas piernas del sujeto y ajustados a la cadera como segunda piel. La ya mencionada casaca cubría las piernas del hombre hasta medio muslo, abierta y ribeteada de volantes, terminando en un ampuloso cuello de gorguera que enmarcaba la topografía abrupta de su rostro contra la noche. Facciones angulosas y marcadas a golpe de cincel, gran sonrisa delineada en pintura rojo oscuro sobre blanco y cabello amarillo recogido en una coleta alta, este es el rostro del hombre que ahora mira a Lulú desde arriba, con un extraño brillo de comprensión en sus ojos como astros de oscuridad. Un payaso, un bufón, serio a pesar de su sonrisa, ¿con el porte de un maestro de ceremonias, quizás? Se parece mucho, demasiado, a la figura del Yoker en la baraja típica de cartas, sólo que sin aquel sombrero de picos y cascabeles.
—Qué bueno que hayas venido, pequeña—dijo paladeando las palabras, con la misma voz suave de hogar que se las había apañado antes para colarse en la mente de Lulú—empezaba a pensar que no te atreverías a saltar...
El hombre se inclina en una parodia de reverencia y hace una floritura con la mano antes de tendérsela a Lulú. Una mano grande, de palma amplia y dedos largos en los que se marca el nudo de cada falange como tallado en piedra.
—...¿Quién es usted?—a ella se le ha secado la garganta y apenas le llega la voz para articular la pregunta.
Los delgados labios del hombre se fruncen en una sonrisa bajo la pintura, ahora sí, mostrando una dentadura impecable mientras él permanece ahí parado, insistiendo con la mano extendida hacia Lulú.
—Me llaman Kieffer—responde—Soy el patrón del Circo de Fenómenos. Vamos, te ayudo a levantarte.
—¿Qué circo de fenómenos?—no tiene ni idea de lo que le está contando este tío, pero sin darse cuenta Lulú le ha tomado de la mano y ahora hinca una rodilla en tierra para erguirse.
—ESE circo de Fenómenos—el hombre tira de su brazo suavemente y, una vez Lulú se ha puesto en pie sobre sus zapatos de cristal, señala con una inclinación de cabeza tres carpas juntas al final del camino entre la bruma, no muy lejos.
Desde aquella distancia se puede ver que la lona rayada de las carpas está algo ajada y deslucida; los colores apenas salen del espectro de los grises, vagamente perfilando su esencia como "rojos" o "blancos" bajo la luz de la luna, y los banderines que agita el viento sobre ellos parecen jirones de algún tipo de tejido fantasmal ondulando la neblina. El lugar no parece un circo para niños, si añadimos además la atmósfera un tanto lúgubre que envuelve el lugar... pero eso a Lulú no le preocupa: ya no es niña, por mucho que ahora se sienta como una.
—Bonita bata...—apostilla el hombre y sus ojos brillan con una chispa divertida, clavándose con plena intención en los pechos que casi por completo desbordan el escote de Lulú, cuya sujeción se ha aflojado al final con tanto movimiento.
Lulú sigue con los ojos la mirada del hombre y enrojece violentamente reparando en que no lleva nada bajo la bata. Nunca hubiera vacilado lo más mínimo en atajar un comentario como ese en el local de Zulú; sin embargo allí, en presencia de este hombre tan (¿elegante?) peculiar, aquello le turba de manera inexplicable. Sin mirar al payaso, Lulú se recoloca como puede la bata para cubrir su desnudez y se ajusta el cordón a la cintura, asegurándolo con un nudo doble.
Kieffer sonríe para sí. Bajo ese gesto casi paternal al mirarla, lo cierto es que se arrepiente de haber hecho el comentario, ya que Lulú ha tapado definitivamente sus voluptuosas formas ahora. No puede evitar desearla con un hambre fuera de lo común; al fin y al cabo él es lo que algunos humanos llamarían un demonio -aunque también le han llamado ángel dependiendo del contexto-, se alimenta de la lujuria que anida en el bajo vientre de las mujeres y los hombres, de fantasías humanas cuanto más obscenas y oscuras mejor. En su mente se proyecta ahora, como una visión de futuro, el rostro de Lulú dulcemente contraido por la furia del orgasmo. Sin poder evitarlo, el bufón se estremece sin mover del sitio su metro ochenta y pico de estatura, y su cuerpo carnal, inevitablemente, empieza a reaccionar.
—Tranquila—no le ha soltado la mano y ahora señala al camino de nuevo, dando a entender que va a echar a andar, aunque trata de disimular su urgencia—Ven.
Quizá porque Lulú tiene experiencia en oscuridades, un sexto sentido la advierte ahora con una certeza lapidaria: si sigue a este hombre cuya piel se calienta contra sus dedos, si continúa sosteniendo su mano y camina con él hacia las carpas, será su perdición. Aunque no sabe muy bien en qué sentido.
El vértigo es eso que atrae al insecto humano a la trampa con igual furor que la bombilla incandescente a la polilla. A cada paso que recorren juntos, él está más hambriento. A cada paso que da junto a él, ella se vuelve más inocente y curiosa, quizá incluso temeraria.
A medida que se aproximan a (la tela de araña) las carpas, Lulú distingue al pie de la más grande el resplandor de una hoguera y un grupo de personas en torno a ella, unos sentados, otros danzando. Rasgueos de guitarra ascienden hacia el cielo desde allí, marcando el ritmo de una canción tan desenfadada como rotunda entre cuyas notas se desliza, de cuando en cuando, la dulzura de un violín asilvestrado y callejero. Voces se elevan coreando un idioma que Lulú no entiende, una lengua rota que trae la esencia de los Cárpatos, del Mar Negro y de la cabalgada sobre un Liberto real a través de un mar de hierba peinado por el Etesio.
Kieffer y ella no tardan en llegar junto a las personas congregadas al rededor del fuego junto a las carpas. Una vez allí, el bufón se aclara la voz con un leve carraspeo y sonríe a los presentes, sin soltar la mano de Lulú.
—Ya está aquí—apenas murmuró. El festín comenzaría pronto.
El chico que tocaba la guitarra y cantaba, a cuya voz se sumaban unos coros desde la garganta de alguien que Lulú aún no ha podido ver, deja el instrumento a un lado y sonríe.
—Somos Janoah—se presenta, agitando la mano en el aire.
¿Somos?
—Espera, espera, muchacho—le recrimina Kieffer con amabilidad—vamos a presentarnos como es debido, para una noche que tenemos compañía.
Por detrás de la carpa que está más a la izquierda aparece entonces un hombre de unos treinta y pocos años, descalzo y vestido con un pantalón desgastado color caqui y un poncho. Está pálido como la cera y sus ojos... sus ojos son dos cuencas vacías que parecen haberse tragado el infinito, una mirada sin fondo e inmensa, quizá ciega, quizá no. En lugar de sentarse con los demás, el joven camina dando tumbos hasta alcanzar un poste de madera entre las carpas y se apoya contra él, cuencas de muerte fijas en Lulú o quizá mirando a través de ella, enmarcadas por mechones revueltos de cabello castaño a contraluz.
—Esta es Evandra—como si no hubiera advertido la llegada de este hombre, el bufón ya ha empezado la ronda formal de presentaciones. Ahora le aprieta la mano a Lulú para llamar su atención hacia una mujer de ojos rasgados, hipnóticos, cuyo rostro está tapado por un velo de nariz para abajo—nuestra... bailarina.
Quién sabe por qué Kieffer ha titubeado en el último dato.
Lulú se siente intimidada por la mirada de la mujer, ahora clavada en ella sin reservas; aquellos ojos parecen estar sonriendo aunque el velo impide ver si los labios de Evandra acompañan, pero sería en cualquier caso el tipo de sonrisa que tal vez no fuera agradable de ver.
—Este es Kraton, el hombre oso—prosigue Kieffer, señalando a un gigante peludo y descomunal que devora un pedazo de carne junto a la hoguera. El hombre bestia deja escapar un gruñido a modo de saludo y mira a Lulú por el rabillo del ojo—la serpiente que está rodeando su cuello es Nyo-kaa. Ten cuidado con ella...
Por supuesto, el bufón no le dirá a Lulú que la gigantesca boa albina que rodea los hombros de Kraton es, en realidad, una arpía cambiaformas sedienta de sangre. Por su parte, la serpiente sabe de quién se trata esta mujer que huele a jabón, y para qué la trajo el Patrón, aunque ella piensa que todo esto es una gilipollez, por no decir un engorro. Sigue a lo suyo, reptando despacito sobre el pecho del hombretón para poco a poco colocarse enroscada en sí misma encima de su regazo.
—Estos dos son Jano y Noah—indica Kieffer señalando al joven que tocaba la guitarra minutos antes.
—Janoah, para abreviar. Yo soy Noah.
Ante la estupefacta mirada de Lulú, el chico de la guitarra se vuelve para mostrar otro rostro gemelo, exactamente idéntico si no es por el brillo de sus ojos, en la parte posterior de su cabeza.
—No le hagas caso—sonríe amigable y algo tímidamente la segunda cara, la que le ha hecho los coros antes a la canción de su hermano—él es Jano, yo soy Noah, el que mira hacia atrás.
—Somos dos, es complicado—añade el llamado Jano, si es que ese era su nombre y no parte del cachondeito que seguro que ambos hermanos se traían entre ellos. Trata de decir con esto que Lulú no está viendo a un hombre de dos caras sino a dos hermanos gemelos -dos cerebros, dos almas, dos mentes- compartiendo un cuerpo único.
—Y el del poste—dice finalmente el bufón para zanjar el tema de las presentaciones—es Yareth, el chico-planta. Antaño era un gran médico, pero ahora...—añade y deja la frase en suspenso con un deje de tristeza, como si el otro no estuviera allí.
—Hah, ahora es un cadáver macilento que alguien reanimó de una manera cutre y barata—se carcajea la mujer del velo con la malicia afilada típica de andar por casa.
El chico-planta agacha tímidamente la cabeza y se remueve un poco contra el poste sin decir una palabra, cuencas vacías fijas en el suelo y obcecadas en quién sabe qué infierno más allá de éste. Bajo el poncho raído que lleva puesto, un zarcillo oscuro y sin espinas se retuerce y, con autonomía propia, se mueve discretamente hacia el borde inferior de la prenda como tratando de asomarse, como si pudiera captar el olor del aire. Detecta una presencia nueva en el ambiente, vital aunque dañada, ¿intoxicada?...¿envenenada? Por suerte para Lulú, la elevada concentración de heroina en su sangre y los rastros de otras drogas dañarían el delicado sistema nervioso de la flor si ésta la devorase, y eso la planta entera lo percibe. Por otra parte, el plato favorito de la flor que vive en Yareth son cadáveres en avanzado estado de putrefacción, no un cuerpo vivo aún caliente.
—Evandra, por favor.
—Parece retrasado pero no lo es—matiza la mujer del velo con sorna—sólo es un zombie conectado a una madita planta carnívora para subsistir...
—Evandra—el patrón intenta callar por segunda vez a la mujer, aún discretamente pero con cierta tensión en la voz. La bruja gitana pocas veces acepta ser atajada en sus palabras, tal vez porque es vieja como el mundo, mucho más vieja que Kieffer, aunque cualquiera lo diría.
—Mh.
A la bruja le encanta montar escenas, pero esta vez se contendrá. Tiene hambre, y aún resta por ver quién probará el manjar, si lo echarán a suertes o qué. El Patrón había dicho que la propia Lulú decidiría para quién sería el manjar... el Patrón era definitivamente un gilipollas. O bueno, no tanto en realidad, porque en cualquier caso, pasara lo que pasara, Kieffer se beneficiaría.
—¿Por qué no te sientas?—dice Jano con los ojos brillantes, de nuevo mirando hacia el fuego que aún arde alegremente y dando unos toquecitos junto a él en el suelo, alentando a Lulú a unirse a aquella pequeña fiesta.
Ésta vacila por unos instantes sin saber qué hacer, visiblemente turbada con todo aquello pero a la vez resistiéndose a marcharse, quién sabe por qué.
—No, yo... yo...realmente...
—Oh, bueno. Al menos toma un trago, querida—como la tentación hecha carne, Kieffer ha servido una copa con un líquido dorado que sacó de una jarra junto a la hoguera—hidromiel de la Fortaleza...—le tiende la copa a Lulú. Es una copa grande que tiene el tamaño de un cuenco para cereales, más o menos, y está llena casi a rebosar.
—...¿Fortaleza?—Lulú no entiende nada, pero coge la copa, más bien como si le hiciera a Kieffer el favor de sujetarla—pero yo...
—¿A quién eliges?—pregunta Evandra de pronto en un afilado susurro, en ese mismo momento.
Los árboles muertos agitan sus ramas y Nyo-kaa silba como crótalo, levantando la cabeza y mirando por primera vez a Lulú con un fulgor inteligente en sus ojos de albina.
—...¿Elegir...?
—Sí, querida—asiente Kieffer, como si estuviera diciendo algo obvio—Tienes que escoger a UNO de nosotros.
—...¿Para qué?..—musitó Lulú.
—Pues para qué va a ser, mujer. Para bailar. ¿Qué si no has venido a hacer con esos zapatos? Vamos, ¡música! ¿Dónde está el violinista?
Jano esboza una sonrisa, como siempre a espaldas de su hermano Noah.
—Se ha ido a dormir. Tiene jaqueca—explica al bufón, estirando el brazo del cuerpo que comparte con su gemelo para coger la guitarra.
—Oh. Vaya. Pues nada, entonces sin violinista.
Qué se le va a hacer.
Bailar. ¿Cuánto tiempo hace que no bailas, Lulú? ni te acuerdas. Cuando cada frufrú de falda carga una cruz, quién demonios piensa en bailar.
De niña bailaba. ¿Lo echa de menos?
Sin darse cuenta, ya está dando un pasito de baile en el sitio al ritmo de la guitarra de Janoah,
y otro,
y otro... tan sólo repeticiones de un movimiento simple y distraído que creía olvidado. Claro que todo lo retenido en la memoria del alma -las bicicletas, los sabores, el recuerdo del canto de los pájaros, el hogar en la piel de la persona amada- no se olvida así como así...
—Vamos, elige a uno—Evandra suelta una carjada al ver cómo ya se mueven los pies de Lulú en aquellos zapatos de viento.
—Prueba el hidromiel. Y escoge.
—Escoge a uno de nosotros...
Algo mareada, impresionada y tal vez temerosa de contradecir a aquella gente, Lulú acerca el borde del copazo a sus labios y cierra los ojos al tiempo que da un pequeño trago. En el local de Zulú ni se le hubiera ocurrido mostrarse favorable a algo así, hubiera rechazado todo ofrecimiento con la respuesta desabrida habitual, rugiendo bajo la rota carcasa a quien osara acercarse y querer tocarla un pelo sin pagar. Pero ahora no está en el local de Zulú, sino en el territorio de esta gente cuyas costumbres no conoce, como tampoco conoce lo que podrían llegar a hacer si ella les diera un desplante. La intuición por lo pronto le dice que no ponga a prueba a aquellos (engendros) fenómenos, y Lulú es lo bastante inteligente como para hacerle caso.
—Escoge...
El hidromiel se siente denso y untuoso sobre la lengua, caliente y dulce como un beso a medida que baja por la garganta. Lo saborea con los ojos cerrados y se estremece por la experiencia sensorial, mientras las voces de los integrantes del circo se elevan y comienzan a girar a su alrededor ululando la misma pregunta "¿A quién escoges?" "A quién?" "venga, mujer, dínoslo..." "mujer, dínoslo, mujer".
¿Escoger? Toma otro trago y aunque sigue asustada sonríe como tonta sin saber por qué, mientras permite a sus propios ojos irse posando en uno y en otro de los freaks.
Jano está tocando la guitarra, así que elegirle a él para bailar significaría bailar sin música. Y tampoco puede bailar con su hermano gemelo, claro, ese tal Noah que en realidad es un rostro adherido al cogote del primero.
Con la boa albina de más de cuatro metros que sigue moviéndose por ahí, definitivamente tampoco va a bailar. No es que le den repugnancia las serpientes, y Nyo-Kaa le parece un muy bello animal...pero no, no se imagina bailando con ella.
El hombre oso tiene un tamaño descomunal y, a juzgar por cómo hinca los dientes en la carne, un temperamento que da miedo.
Aunque la que más le asusta con diferencia de todo el grupo, y con quien primero quiere poner distancia, es Evandra. En esto la intuición de Lulú no se equivoca: hace bien, la danzarina de los velos no haría cosas agradables con ella.
La cosa queda entre Kieffer y el chico-planta, entonces.
Se toma tiempo para mirar a uno y a otro: el bufón por su parte ha sido amable, ¿no? ¿Por qué siente que elegir a Kieffer sería un acto peligroso? Quizá porque Kieffer ha sido quien la guió hasta ahí, probablemente también quien le hizo llegar aquel huevo-cajita de música dejándola en el local a su nombre, ¿o habría sido otro?
La elevada estatura del bufón, su cabello amarillo, sus manos grandes y su ropa estrafalaria tampoco es que le den mucha confianza a Lulú, así que no ayudan a la hora de elegirlo.
Yareth, por su parte, ahí sigue en el poste. Mientras los demás hablan, comentan y se ríen por encima de la música, él no ha dicho ni una palabra. Visto de lejos no parece el mejor compañero de baile, y el hecho de que sea un muerto viviente no ayudará a mejorar la situación en las distancias cortas, piensa Lulú. Pero al quedar los demás diametralmente descartados, el chico-planta se ha convertido en su única opción.
Tambaleándose un poco tras el tercer trago que acaba de darle a su copa, Lulú se encamina con paso titubeante hacia el poste donde está Yareth. A medida que se acerca a él, el aroma de las castañas, el algodón de azucar y la carne asada es reemplazado por una fragancia exótica, húmeda y exudativa como si viniera de la mismísima reina del pantano de la tristeza: la reina de las flores al fondo de la ciénaga, flores que hasta en los vertederos crecerían; la reina indiscutible y potente en su rareza, porque hasta el cardo espinoso puede dar flor.
Sin darse cuenta, Lulú queda embriagada, atrapada por este olor orgánico a plantas trepadoras colonizando un sótano. El aroma impregna la piel, los cabellos y las ropas del chico-planta, quien ahora ha levantado el rostro hacia ella y la observa sin verla desde las cuencas vacías de sus ojos, enmarcadas por mechones revueltos de color castaño a contraluz.
—Eh. Yareth—en el último momento, Lulú recuerda el nombre que anteriormente dijo Kieffer para referirse al chico muerto—¿quieres bailar...?
Es irónico que la propuesta sonó inocente de sus labios. Es irónico, porque ella es puta y ahora tartamudea al pedirle a un hombre que baile con ella. Es irónico y quien hubiera conocido a Lulú no se lo creería si lo viera, pero aquel lugar, aquella atmósfera caótica y mágica daría al traste con la ordenada y sórdida vida de cualquiera, más aún de cualquier prostituta que conservara viva una niña interior. Así que visto así, lo que le ocurre a Lulú ahora tiene lógica.
El chico-planta percibe su inquietud y sonríe un poco, muy poco, y muy tímidamente. Si tuviera ojos, le rehuiría ahora el contacto visual a ella. Él no está inquieto pero sí excitado. Desde que fue rescatado por Kieffer cuando éste se deshacía de un acervo de cadáveres, hace ya unas treinta lunas, sólo se ha follado a animales. Y Lulú es... huele...
—S-sí. Q-quiero—responde con esfuerzo.
Lo que dijo Evandra antes sobre Yareth era verdad: tal vez el chico planta parecía un retrasado, pero no lo era. Después de la muerte ni sus cuerdas vocales ni su cerebro eran los mismos, aunque aún funcionaban. Quién sabe por qué, las areas motoras de su cerebro habían resultado más dañadas que las sensitivas, y el resultado era, resumiendo, que podía cazarlo todo al vuelo pero elaborar una respuesta mínima le costaba un triunfo.
Y claro, seguía conservando viejas pulsiones atávicas. Ahora además tenía otras nuevas, gracias a la flor que vivía en su interior, permanentemente excitada, desplegando sus pétalos sedientos dentro de su pecho y lanzando quejidos como estertores que sólo Yareth podía oir.
Siempre tuvo inclinación por placeres prohibidos y oscuros, nada a lo que hubiera podido dar alas cuando estaba vivo y era un médico respetable, sin flor que se alimentara de la putrefacción propia y ajena. Ahora esas pasiones siguen vivas, muy vivas en él, pero no hay nada que las reprima.
Lulú sonríe como niña cuando el chico-planta le dice que sí.
—N-nunca he bai...bailado...b-bien—balbucea el joven en un susurro, encogiendo la espalda contra el poste—N-no sé... si s-sa-ab-bré...
—Bailaremos como queramos—murmura Lulú, de pronto sintiéndose conmovida con aquel chico. Suavemente le toma de las manos, sujetando la gigantesca copa con la mano libre, y las coloca sobre sus caderas, pegándose a él y alentándole a que le rodee la cintura con los brazos y comience a moverse con ella.
A un par de pasos, Kieffer observa embobado la escena. En realidad todos están mirando, hasta Evandra ha enmudecido, aunque a ella (contrariamente que a Kieffer) no le ha sorprendido demasiado la elección de Lulú. Jano sonríe divertido y sigue tocando la guitarra, él no come humanos, no le molesta que le levanten a la presa. Noah por su parte está tarareando la canción ensimismado, ajeno a lo que ocurre, al parecer.
—...¿Quieres beber?—pregunta en voz baja la niña puta al chico muerto, sin dejar de moverse contra él y con la nariz a escasos centímetros de la suya.
—S-sí...
Mientras él la abraza por la cintura -nadie la había abrazado antes con tanta dulzura y tal firmeza al mismo tiempo, con cuidado pero como si temiera que se fuera a escapar- Lulú coloca el borde de la copa rozando los labios de Yareth al tiempo que la inclina ligeramente para que este pueda beber. El chico sonríe besando el borde de la copa, sus cuencas negras parecen quedar dormidas por un instante cuando toma el primer trago, aún aferrado a la cintura de ella.
Cuando termina de beber, Lulú bebe a su vez y luego se separa de él para dejar la copa medio llena en el suelo.
Uf, ese segundo de separación dolió como descarga eléctrica en la piel. Preguntándose por qué, y dándose cuenta de que quiere probar el hidromiel de los labios del chico-planta, Lulú se abraza impulsivamente a él ya con las manos libres para seguir bailando. Y es entonces, en el brusco choque cuerpo contra cuerpo, cuando le nota duro como piedra contra ella.
En lugar de sentir asco, siente ardor entre las piernas por gozarse esa polla, acompañado de unas extrañas ganas de romper a llorar. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cabalgaba una buena verga?¿cuándo fue la última vez que disfrutó con algo como eso?
—Nhg...—el chico planta suelta un gruñido quebrado y se mueve contra ella, con la discreción y la urgencia de quien simplemente ya no puede más. Debajo del poncho cuya lana se pega a su cuerpo, la flor abierta comienza a babear un líquido gelatinoso de olor dulzón: siempre segrega esta substancia cuando algo enciende a Yareth.
Lulú sigue bailando, ahora también correspondiendo al otro baile solapado cuerpo a cuerpo, deshaciéndose en tan bruscas oleadas de humedad bajo la bata que podría empapar los pantalones caqui de Yareth si se sentara a horcajadas sobre él.
A medida que ambos se acercan el uno al otro contra el resplandor de la hoguera, todo lo que hay alrededor desaparece para ellos: ya no hay ni carpas, ni monstruos, ni carne asada, ni Patrón. Sólo ellos, sólo Yareth y Lulú, la mujer niña que esquiva amaneceres danzando con la muerte que vive de prestado.
A los pocos minutos, ambos han pasado a besarse o más bien a beberse el uno al otro con las bocas abiertas, acariciándose los cuerpos doloridos con manos ávidas de carne. Él se quita el poncho para descubrir la flor necrófaga en su pecho, ella le susurra al oído su verdadero nombre. Él resolla como animal, la coge por la cintura y la gira para colocarla a cuatro patas y tomarla en el suelo contra el poste. Es un buen punto de apoyo: podrá empujar hasta mugir el orgasmo y caer desfallecido sobre su cuerpo.
Es la misma Lulú quien se levanta la bata y frota la fruta jugosa entre sus piernas con la erección de él como si quisiera que Yareth la follara con los pantalones puestos.
Y ahora te digo,
que aquí hay amor.
¿Hay amor? no lo sé, esa maldita palabra quién sabe lo que significa. Hay un profundo respeto tácito entre ambos, fraguado por el deseo más primario e instintivo, y un canto a la dulzura de la vida a ritmo de las furiosas estocadas, coreado por gemidos y jadeos.
¿Hay amor? no lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo, para Lulú hay sexo; sexo animal y rompedor de cadenas, duro y dulce, muy cerdo, muy cerca.
—No te vayas...—gime ella cuando siente que está a punto de desbordarse. Se refiere a que, aunque quizá no hay amor (y qué coño importa), no le conoce y ya teme perderle. Si después de aquello no vuelve a ver a Yareth, será como que él se fue sin haber llegado siquiera, sin haber podido quedarse... y eso se sentía ya doloroso antes de que ocurriera, Lulú no quiere saber por qué—prometeme que no te vas a ir, que esto no es un sueño...
A tan sólo unos pasos, cerca de la fogata, Kieffer se alimenta del placer de Lulú y Yareth aunque él no ha tienido nada que ver en el curso de los acontecimientos.
A la mañana siguiente de la furiosa cabalgada, Lulú despertará en su lecho de mantas del cuartucho de la licorería, de vuelta en la vida monótona y sórdida de siempre, con el cabello revuelto y el sexo felizmente desgarrado. Lo primero que hará será correr a comprobar si el huevo que le dio Zulú sigue ahí, ya que, si es cierto que todo son telas de araña en su mundo, al menos quizá ella pueda elegir en qué trampa quiere pasar el resto de sus días.
Erotismo: sí
sexo: algo
D/s: no.
"Lulú, Lulú. Un club,
su luz sur: su zulú,
un frufrú su cruz vudú."
I
Lulú trabaja en un night club de carretera, prostituyéndose. Ahora sale del trabajo con las primeras luces del alba, no del todo despierta y sin sentir ni uno sólo de los pasos que apuntalan sus tacones sobre el asfalto. Un cielo rosa pálido de inicios de verano va tomando color sobre su cabeza; debió de amanecer en algún momento dado fuera del local, mientras el cuerpo se le dislocaba a empujones hasta fundirse la piel con la pared y el alma yacía anestesiada por el jaco. No es la primera vez que Lulú ha traspasado la frontera entre el ayer y el hoy sin enterarse, se da vagamente cuenta, pero qué coño importa si ninguna unidad de tiempo -ni las horas, ni los minutos, ni los años- tiene significado ya.
Trabajando, Lulú es poco más que una muñeca hinchable sin sangre en las venas, mirada fija y vacía diluyéndose en el techo. Su jefe, el proxeneta negro a quien llaman El Zulú, opina que esto es rentable. Después de todo, él mismo se molesta en ir al poblado de chabolas a las afueras cada semana y, como alma de la caridad o algún tipo pagano de madre superiora, procede a suministrar la pertinente dosis de heroína a todas sus princesas. Cortesía de la casa, incentivo laboral que promueve un buen ambiente de trabajo.
Casualmente todas las prostitutas allí tienen nombres curiosos: Nini, Maya, Jojó, Tere y Lulú. Este dato algo extraño sería irrelevante en esta historia si no fuera porque, en definitiva, no son sus nombres de verdad.
Esta noche hubiera sido para Lulú como cualquier otra (etérea, sucia y de otros) salvo por el hecho de que recibió un regalo. A veces algunas prostitutas recibían regalitos de sus clientes habituales, pero este no era el caso de Lulú, demasiado escéptica quizás para querer hacer amigos. El "mejor" cliente de Lulú es un tal Chuck, un camionero al que gracias a su parecido con Chuck Norris y su pose de hacerse el duro todos llamaban así, y bueno, suerte para Lulú que Chuck no es el prototipo de putero romántico. Por eso le sorprendió tanto que, al terminar la jornada, Zulú se acercara a ella y, en un alarde inusitado de honradez, le tendiera aquel paquete. "Lulú" le dijo con su habitual voz de lija del cero "han dejado esto para ti".
Se trataba de un paquete de forma ovalada, del tamaño aproximado de un balón de Rugby. Lulú no tenía ni idea de lo que algo así podría ser o contener a menos que fuera dicho balón, y cuando le preguntó a Zulú quién lo había enviado, éste le dijo que no lo sabía. Por lo visto alguien lo había dejado allí, a la entrada del Night-club, con una tarjeta a nombre de su destinataria, y se había largado sin más. De cualquier forma, si algún trabajador del local tenía información al respecto daba lo mismo, porque a aquella hora sólo quedaban Zulú y Lulú en el local.
Lulú sale del Club sin mucha ilusión, aunque algo curiosa por el paquete que lleva en las manos. Tiene que sostenerlo con ambas manos, sí, porque pesa bastante. La joven entiende que dinero no es (no tendrá esa suerte), pero tal vez si pesa se trate de algún objeto macizo y valioso que, quizá, podría venderse en el Compro Oro de la esquina cuando menos.
No tarda mucho en llegar a la licorería en cuyo sótano pernocta. Abre la puerta trasera, y tras bajar un tramo de escaleras se sumerge en ese espacio oscuro entre cuatro paredes de piel rota y enmohecida, al que apenas alcanza la luz y por entre cuyo desorden no circula el aire. Hay una linda familia de ratas compartiendo celda pero gracias al jaco no molestan demasiado, y el alquiler es barato, lo cual viene bien. Porque Zulú sólo le regala una dosis por semana a sus princesas, y Lulú necesita un paraíso ficticio continuado para sobrevivir al infierno de sus días (de sus noches) (de su tiempo inadvertido).
Hay luz eléctrica en el sótano, pero ayer se fundió la única bombilla que cuelga del techo y no la han cambiado, así que Lulú enciende una vela. A la luz palpitante de la llama comienza a desnudarse contra el teatro de sombras en la pared, tras haber dejado el paquete en el nido de mantas donde duerme. Su piel está cansada y aún conserva las marcas invisibles de más de veinte manos, suciedad que no se irá bajo la ducha, impregnada del sudor de unos diez cerdos anónimos.
Como siempre al llegar a "casa", se da una ducha en el baño como cuchitril de dos por dos que hay junto a la alcoba. Nada del otro mundo, sólo hay espacio para un plato de ducha, un retrete y un lavabo con la tubería al aire empotrado en el alicatado blanco sucio. Se lava el cuerpo minuciosamente con un jabón de color rosa perlado, insistiendo en aquellas zonas de su anatomía femenina que ya está empezando a odiar: las montañas blancas de sus senos, su sexo y el calor entre sus nalgas, entre otras. Aunque el asco cada vez se siente menos, a medida que lo va acolchando con el paso de los días sin darse mucha cuenta.
Termina de ducharse aún anestesiada, se coloca una bata y sin más prenda en el cuerpo sale del exiguo cuarto de baño.
El paquete ovalado sigue sobre las mantas, esperando ser abierto. De pronto, mirándolo desde aquella perspectiva a cierta distancia, Lulú tiene la sensación inexplicable de que algo va a pasar. Una sacudida como un temblor de tierra con epicentro en su pecho le hace soltar un leve jadeo, ¿qué ocurre?
De pronto el aire huele diferente. A... ¿flores?
Se acerca con paso vacilante a las mantas revueltas, se arrodilla sobre ellas y, con una cautela ridícula igual que si desarticulara una bomba, comienza a desenvolver el paquete. Está tan cuidadosamente envuelto que le da pena romper el papel de regalo a causa del temblor de sus manos, pero no puede evitarlo porque desde hace tiempo los movimientos finos no son lo suyo.
Cuando por fin consigue retirar los pliegos de papel que rodean el objeto, y desnudarlo de un segundo envoltorio interior a rayas de colores (como el diseño de las lonas de los circos antiguos en las carpas) el rostro de Lulú se convierte en una máscara entre la incredulidad y la decepción. Lo que hay ahora encima de las mantas, entre volutas de papel coloreado, no es otra cosa que un huevo.
Un huevo, sí señor, en efecto del tamaño de un balón de Rugby. No un huevo de verdad, claro; se trata de una escultura o algo parecido, a Lulú le recuerda a uno de esos huevos Fabergé que la señora Petrov acumulaba en su casa como reliquias por las que no pasaba el tiempo (pero sí el polvo). Antes de licenciarse en el arte de la prostitución y las confesiones de cama, Lulú trabajó más o menos un año limpiando la casa de la señora Petrov: el nicho en vida de una anciana viuda, lleno de fotos antiguas en papel quemado, gatitos de porcelana y los dichosos huevos. Claro que los huevos de la señora Petrov eran MÁS PEQUEÑOS que ese que Lulú tiene ahora en su cuarto.
Sí, no hay duda. El huevo que tiene delante ahora mismo es, salvo por el tamaño, muy parecido a los de la colección de tesoros de la rusa. Es de color rojo brillante, del mismo tono que esas bolas de navidad en cuya superficie el rostro de Lulú niña se deformaba con una sonrisa de oreja a oreja, hace más de veinte años (bastante más). El color rojo navidad está enmarcado por arabescos dorados que se enredan en delicados zarcillos, concentrándose en lo que serían los "polos" del huevo si el huevo fuera la Tierra. Una fina línea en oro cruza el rojo a nivel del ecuador, también, y entonces Lulú recuerda que algunos de los huevos de la señora Petrov podían abrirse como cajitas...
Suspirando, toma el huevo con ambas manos y lo va girando buscando un cierre o similar. Oh, mira, ahí está, sus deducciones eran ciertas, ha encontrado un delicado broche en forma de pica, o quizá es un corazón invertido.¿Sería el huevo un regalo de joyería de la sra. Petrov? nunca fueron muy amigas, pero la vieja estaba algo loca y era hasta cierto punto entrañable.
Sigue oliendo a flores nocturnas en la habitación: jazmín, don Diego de noche y rosas en la oscuridad de una noche de verano. A pesar del aire enrarecido en el cuartucho de la licorería, si Lulú cerrara los ojos ahora podría sentir que está en alguna terraza de un lugar como París o Florencia, festejando la vida bajo las estrellas con una copa de vino en la mano, tal vez incluso sonriendo sin más compañía que la luna.
Todo es bastante extraño, pero como todo yonki sabe, llega un momento que entre dosis y dosis se pierde conciencia de la realidad y el único escape es la huída, la magia del chute siguiente: el "viaje". Así que Lulú no se toma demasiado en serio la experiencia sensorial cuando acciona el cierre para abrir la cajita huevo, pensando que como alucinación no estaba nada mal, eso sí.
Está sonriendo sin darse cuenta y su sonrisa se amplía cuando al abrir la caja se despliega lo que parece ser una reproducción a escala reducida de un tiovivo; barras verticales que por cierto mecanismo se levantan al abrir la tapa de la caja, cada una con su correspondiente caballito delicadamente labrado. Hay caballos de todos los colores, y cuando digo todos quiero decir TODOS, incluso los que no tendrían sentido en un caballo. Hay caballitos negros, castaños, blancos y caretos pero también de color verde esmeralda, magenta, rosa chicle o azul cielo. "Qué bonito" no puede sino pensar Lulú, aunque aún no se imagina lo que eso podría ser si es que era algo más allá de un puro objeto decorativo. Pero entonces, examinando el huevo más detenidamente, se da cuenta de una anotación grabada en el borde opuesto al cierre de la pica, acuñada en caligrafía cursiva sobre dorado:
"Dame Cuerda".
II
¿Caja?¿"Dame Cuerda"? ¡Oh! Lulú casi ríe cuando de pronto comprende lo que es ese objeto. Claro, es una caja de música.
Sin pensarlo dos veces voltea el huevo y encuentra una especie de llavecita dorada escondida en la parte inferior; sólo hay que tirar de una pequeña anilla para desplegarla, y a continuación darle vueltas. Eso supone Lulú, quien -igualito que en Alicia en Wonderland con el frasco rotulado "bébeme"- ya ha hecho caso de la indicación y ha empezado a girar la llave para dar cuerda al objeto.
Tres vueltas, cada una suena como quejido metálico de cadena a tensión, y después un límite. Ya no se puede girar más la llave.
Lulú entonces vuelve a dejar el huevo ante sí entre las mantas revueltas y se queda mirándolo expectante. Al principio, durante unos segundos no ocurre nada; vaya por dios, ¿estaría descompuesto el cacharro? sería una lástima, piensa, con lo bonito que es. Pero tras unos instantes, de pronto el huevo da un pequeño respingo como si estuviera vivo y las notas de una vieja canción infantil empiezan a brotar, elevándose en un cling-clang-clung que engancha el aire, hasta llenar el sótano de la licorería al tiempo que los caballitos del mini-tiovivo comienzan a moverse.
Al poco de empezar el tema musical, Lulú lo identifica inmediatamente con esa claridad con la que sólo las canciones de cuando éramos niños se recuerdan:
"A la zapatilla por detrás, tris-tras,
ni lo ves ni lo verás, tris-tras."
Ha empezado a canturrearla para sí misma sin darse cuenta, y sigue sonriendo. Ahora viene su parte favorita:
"Mirad arriba! que caen sardinas!
Mirad abajo! que caen garbanzos!
a dormir, a domir,
que vienen los Reyes Magos..."
En este momento Lulú cierra inconscientemente los ojos igual que hacía de niña para seguir el juego; como es natural la canción sigue sonando, sin letra, eso sí. La letra la pone ella en sonriente susurro:
"¿A qué hora?
¡A las tres!
Una,
dos...
TRES!"
Cuando Lulú abre los ojos entonces, con la sensación súbita de despertar de uno de esos sueños en los que uno cae al vacío, descubre que todo cuanto la rodeaba en el cuartucho de la licorería ha desaparecido. Hasta el propio cuarto.
"Entra rosa,
color de mariposa..."
Ya no hay paredes encerrándola; ahora está en el exterior, en un páramo bajo las estrellas. La larga lengua de tierra ante sí se ve desierta y blanca como el hueso, tan sólo salpicada por unos cuantos troncos muertos aquí y allá, cuyas ramas peladas quieren arañar el cielo como largos y nudosos dedos de bruja.
"Entra clavel,
color de moscatel."
Lulú se gira entonces hacia el sonido de la música, ahora mucho más potente como canto de verbena, y lo que ve la deja estupefacta: El huevo de los caballitos ha tomado un tamaño GIGANTE, es decir, ahora es un tiovivo de verdad, con dimensiones reales, girando al ritmo de la misma canción que aún no cesa. El entorno resulta tan onírico como sólo puede serlo un tiovivo en un paisaje estéril, y al mismo tiempo tan real como que Lulú podría subirse en cualquiera de los caballitos si quisiera, cuando éstos hicieran la próxima parada en su viaje circular.
Bueno, un tiovivo en tierra de nadie, caballitos y luces de colores... al olor de las flores de noche se han sumado ahora otras fragancias como la del algodón de azucar y la de las castallas asadas, la verdad que como fantasía alucinatoria está bien. Aunque lo cierto es que no se siente como un "viaje", y Lulú no se chuta desde antes del último polvo, por lo cual no habría razón para ser partícipe de todo aquel mundo mágico ahora.
Le asalta de pronto la duda de si quizá Zulú le habría echado algo en la copa que apuró antes de salir. Ah, maldito sea, negro y proxeneta de esclavos modernos, no se puede ser más gilipollas (o tener menos escrúpulos). Mirándolo así no resultaba tan remoto que la hubiera drogado y que todo esto del huevo fuera alguna ¿broma? suya. Un proxeneta negro es capaz de todo, piensa Lulú, tiene el mismo sentido que un neonazi judío, machacando a quienes serían discriminados como lo sería él mismo o como lo fue su pueblo. O bien era algo absurdo o bien los motivos para militar en aquel bando serían escalofriantes.
Aunque, la verdad, resultaba muy difícil imaginarse cómo demonios Zulú podría haber inducido tal paranoia en ella, pues el tío era un peligro pero no era todopoderoso. Rizando el rizo, a Lulú incluso se le pasa por la cabeza que podría ser algún tipo de magia, aunque inmediatamente se ríe de sí misma por pensar algo así.
Sea como sea, de cualquier forma desconfiaba de Zulú. El hecho de que el proxeneta fuera amable como norma general le convertía en alguien doblemente perturbador, capaz de matar a una persona sin dejar de ser gentil. A Lulú no le extrañaría que tuviera algo que ver en el asunto del huevo, aunque no es que saber eso vaya a ayudarla a volver a su cuchitril. Ni tampoco es que ella quiera regresar, no aún, seamos francos.
El entorno y el huevo no es lo único que ha cambiado. La propia Lulú parece diferente aunque sigue siendo la misma. Su piel desprende una suave luz nacarada algo inquietante, y en sus pies... en sus pies brilla un par de sendos zapatos rojos, del mismo color que la superficie del huevo, hechos de cristal tallado en múltiples facetas.
Lulú queda extasiada con los zapatos. Le encantan porque no tienen tacones, y también por el brillo de espejo que guiña en mil matices al mover los pies. Sería estupendo bailar calzada con ellos, aunque no lo intentará... porque siendo de cristal lo mismo se rompen.
--Suba, señorita. El lugar adonde vamos está a tan solo unas vueltas de tiovivo.
¿Qué?¿quién ha dicho eso?
Lulú levanta la mirada a tiempo de ver pasar un hombre montado en uno de los caballos, una figura para nada despreciable en tamaño que sonríe y saluda con la mano. Se queda helada, sobrecogida por un momento preguntándose por qué había tenido todo el tiempo la certeza de que estaba sola en aquel paraje. ¿Cuánto rato llevaba ese hombre allí? ¿y cómo demonios había llegado al huevo? Evidentemente, Lulú se niega ni tan siquiera a pensar en la posibilidad de que ese tío hubiera estado /también/ dentro, si acaso escondido o pleglado como los caballitos en el interior de la caja cerrada.
Al hombre sólo ha podido vislumbrarle de refilón, aunque en breve le volverá a ver pasar en la siguiente vuelta de los caballitos. Ha alcanzado a ver la estela de su casaca multicolor, y cree que lleva la cara pintada en negro y rojo sobre blanco, como un payaso. Le pareció que tenía el cabello rubio (amarillo) pero de eso no está segura.
La siguiente vuelta de tiovivo no se hace esperar y sin embargo, aunque Lulú está con los ojos abiertos de par en par en plena atención sin un parpadeo, el hombre no vuelve. Joder. El tipo había hablado, y su chirriante vestimenta era demasiado vívida como para ser una alucinación, lo mismo que...
...lo mismo que la calidez de su voz. Había sonado como si la conociera.
Qué extraño.
La canción infantil va apagándose y el tiovivo se detiene, aunque las luces que lo decoran, como luciérnagas prendidas de la bóveda que había sido la tapa del huevo, siguen parpadeando, dando a entender que continúa vivo, que esto es tan solo una pausa en la que
Lulú
debería aprovechar,
y
subirse.
No quiere pensarlo mucho. Dar lugar a la mínima vacilación podría significar no hacerlo, o así lo siente. Si presta atención a sus dudas nunca se subirá a ese tiovivo.
No quiere pensar, simplemente corre sobre aquellos zapatos que parecen de viento y antes de que pueda darse cuenta ha saltado sobre un corcel negro y dorado con las crines del color del fuego. Era el caballito que le quedaba más cerca y cuando se encaramó a él, Lulú vio su nombre escrito en las bridas sobre el cuello del animal: "Liberto".
Agarrada con ambas manos al palo que sujeta su montura, Lulú no puede por menos de sentirse una niña de nuevo, con un nudo hecho pelota en la garganta en los instantes previos a que el cacharro se ponga en marcha.
—Sólo cuatro vueltas de tiovivo—escucha con claridad la voz del hombre aunque al sujeto no se le ve por ninguna parte; puede reconocer la cadencia de su voz, cálida con un deje de sorna cantarina, más suave y más baja como si ahora le confiara un secreto al oído. Debería perturbarla, ¿no? escuchar esa voz viniendo de ninguna parte, y sin embargo Lulú asiente para sí, aliviada por saber cuándo bajarse—cuatro vueltas, niña, una por cada año deshecho a tu espalda, una por cada año dejado atrás.
Cuatro vueltas, cuatro años. Exactamente el tiempo que lleva trabajando para Zulú. Lulú da un respingo a lomos de Liberto justo cuando el tiovivo arranca con una nueva melodía, esta vez una canción que suena como carámbanos de azúcar chocando, no la conoce y es algo más pausada que la otra .
"Cuatro vueltas, una por cada año", la cantinela resuena en su cabeza. Hace cuatro años se despedía de la señora Petrov por una mejor vida, por la búsqueda de un sueño que más pronto que tarde se truncaría en una guerra por sobrevivir. Hace cuatro años no estaba en el jaco, aún tenía fuerzas para afrontar los reveses que venían; si en aquel tiempo alguien le hubiera dicho a Lulú que terminaría hipotecando el alma para seguir viviendo no se lo hubiera creído.
—Cuatro vueltas, señorita—el tiovivo ya está girando, Liberto se mueve y Lulú puede ver la vida pasar, aunque esta vez todo sucede un poco más despacio. El hombre del traje de colores que ya no está ahí sigue hablando en su cabeza, y ella no sabe por qué confía en su voz, pero lo hace—disfrute del viaje.
A pesar de que el tiovivo va más despacio, el páramo se confunde ahora en una masa de luces y sombras ante la vista de Lulú a medida que gira. La joven levanta la cabeza y mira al cielo tachonado de diamantes, encontrándose con el disco a medio hacer de una luna creciente en la que antes no se había fijado, quedando por unos segundos su mirada prendida en ella. Cuando ha dejado el local de Zulú acababa de amanecer, y sin embargo ahora siente que tiene toda la noche por delante. Una noche nueva, distinta, en la que por lo pronto quiere estar despierta. O viva.
Cuatro vueltas,
no bien ha empezado la primera y la canción se siente como una nana.
Si está deshaciendo años, ¿por qué el tiovivo no gira hacia atrás? Lulú no sabe por qué se le ha ocurrido esa pregunta estúpida de pronto, ¡ni que aquel huevo fuese una máquina del tiempo!
No lo es. Nada en aquel páramo está marcado por el tiempo, nada se mide en términos del tiempo que ya no existe: sólo el presente discurre ante sus ojos serpenteando entre luces y sombras, y en ese AHORA no existe la conciencia del tiempo transcurrido y venidero. El pasado y el futuro son fantasmas de lo viejo y de lo nuevo, impulsados por el miedo y la memoria y sólo vivos ahí dentro, parasitando el ánimo si acaso.
Acabando la tercera vuelta, a Lulú le asalta el pensamiento de si tendrá que bajarse en marcha del tiovivo...
Si el tipo la ha avisado de cuántas vueltas dura el viaje, ¿será porque el trasto no parará?
—Vamos, pequeña, salta—otra vez la voz del hombre se desliza en su cerebro como humo de mil colores; a lulú le parece ver un sesgo de su sombra perfilándose de pronto a pocos metros del tiovivo. Es un hombre muy alto...—¡Cuenta hasta tres y salta sin miedo!
III
Estaba claro que tirarse desde el caballito Liberto no era lo mismo que saltar de un coche en marcha, sin embargo Lulú hubiera esperado un golpe duro contra el suelo, o al menos notar que caía y después rodar terraplén abajo como Rambo en "Acorralado", pero esa sensación nunca llegó.
Saltó al terminar la cuarta vuelta con los ojos cerrados y el tiempo pareció detenerse, y con él su cuerpo, como si por un instante volara estática y liviana como pluma. Cuando abrió los ojos de nuevo, simplemente se halló tumbada allí sobre la tierra estéril, recostada boca abajo y con la mejilla apoyada en sus propias manos unidas como alas de pájaro.
Lo primero que vio ante sus narices fueron unas relucientes botas negras que ascendían hasta las rodillas de su portador, coronadas por sendas medias a rayas con los siete colores del arcoiris.
Más arriba de las botas la vista proseguía en unos pantalones de raso color borgoña, pegados a las delgadas piernas del sujeto y ajustados a la cadera como segunda piel. La ya mencionada casaca cubría las piernas del hombre hasta medio muslo, abierta y ribeteada de volantes, terminando en un ampuloso cuello de gorguera que enmarcaba la topografía abrupta de su rostro contra la noche. Facciones angulosas y marcadas a golpe de cincel, gran sonrisa delineada en pintura rojo oscuro sobre blanco y cabello amarillo recogido en una coleta alta, este es el rostro del hombre que ahora mira a Lulú desde arriba, con un extraño brillo de comprensión en sus ojos como astros de oscuridad. Un payaso, un bufón, serio a pesar de su sonrisa, ¿con el porte de un maestro de ceremonias, quizás? Se parece mucho, demasiado, a la figura del Yoker en la baraja típica de cartas, sólo que sin aquel sombrero de picos y cascabeles.
—Qué bueno que hayas venido, pequeña—dijo paladeando las palabras, con la misma voz suave de hogar que se las había apañado antes para colarse en la mente de Lulú—empezaba a pensar que no te atreverías a saltar...
El hombre se inclina en una parodia de reverencia y hace una floritura con la mano antes de tendérsela a Lulú. Una mano grande, de palma amplia y dedos largos en los que se marca el nudo de cada falange como tallado en piedra.
—...¿Quién es usted?—a ella se le ha secado la garganta y apenas le llega la voz para articular la pregunta.
Los delgados labios del hombre se fruncen en una sonrisa bajo la pintura, ahora sí, mostrando una dentadura impecable mientras él permanece ahí parado, insistiendo con la mano extendida hacia Lulú.
—Me llaman Kieffer—responde—Soy el patrón del Circo de Fenómenos. Vamos, te ayudo a levantarte.
—¿Qué circo de fenómenos?—no tiene ni idea de lo que le está contando este tío, pero sin darse cuenta Lulú le ha tomado de la mano y ahora hinca una rodilla en tierra para erguirse.
—ESE circo de Fenómenos—el hombre tira de su brazo suavemente y, una vez Lulú se ha puesto en pie sobre sus zapatos de cristal, señala con una inclinación de cabeza tres carpas juntas al final del camino entre la bruma, no muy lejos.
Desde aquella distancia se puede ver que la lona rayada de las carpas está algo ajada y deslucida; los colores apenas salen del espectro de los grises, vagamente perfilando su esencia como "rojos" o "blancos" bajo la luz de la luna, y los banderines que agita el viento sobre ellos parecen jirones de algún tipo de tejido fantasmal ondulando la neblina. El lugar no parece un circo para niños, si añadimos además la atmósfera un tanto lúgubre que envuelve el lugar... pero eso a Lulú no le preocupa: ya no es niña, por mucho que ahora se sienta como una.
—Bonita bata...—apostilla el hombre y sus ojos brillan con una chispa divertida, clavándose con plena intención en los pechos que casi por completo desbordan el escote de Lulú, cuya sujeción se ha aflojado al final con tanto movimiento.
Lulú sigue con los ojos la mirada del hombre y enrojece violentamente reparando en que no lleva nada bajo la bata. Nunca hubiera vacilado lo más mínimo en atajar un comentario como ese en el local de Zulú; sin embargo allí, en presencia de este hombre tan (¿elegante?) peculiar, aquello le turba de manera inexplicable. Sin mirar al payaso, Lulú se recoloca como puede la bata para cubrir su desnudez y se ajusta el cordón a la cintura, asegurándolo con un nudo doble.
Kieffer sonríe para sí. Bajo ese gesto casi paternal al mirarla, lo cierto es que se arrepiente de haber hecho el comentario, ya que Lulú ha tapado definitivamente sus voluptuosas formas ahora. No puede evitar desearla con un hambre fuera de lo común; al fin y al cabo él es lo que algunos humanos llamarían un demonio -aunque también le han llamado ángel dependiendo del contexto-, se alimenta de la lujuria que anida en el bajo vientre de las mujeres y los hombres, de fantasías humanas cuanto más obscenas y oscuras mejor. En su mente se proyecta ahora, como una visión de futuro, el rostro de Lulú dulcemente contraido por la furia del orgasmo. Sin poder evitarlo, el bufón se estremece sin mover del sitio su metro ochenta y pico de estatura, y su cuerpo carnal, inevitablemente, empieza a reaccionar.
—Tranquila—no le ha soltado la mano y ahora señala al camino de nuevo, dando a entender que va a echar a andar, aunque trata de disimular su urgencia—Ven.
Quizá porque Lulú tiene experiencia en oscuridades, un sexto sentido la advierte ahora con una certeza lapidaria: si sigue a este hombre cuya piel se calienta contra sus dedos, si continúa sosteniendo su mano y camina con él hacia las carpas, será su perdición. Aunque no sabe muy bien en qué sentido.
El vértigo es eso que atrae al insecto humano a la trampa con igual furor que la bombilla incandescente a la polilla. A cada paso que recorren juntos, él está más hambriento. A cada paso que da junto a él, ella se vuelve más inocente y curiosa, quizá incluso temeraria.
A medida que se aproximan a (la tela de araña) las carpas, Lulú distingue al pie de la más grande el resplandor de una hoguera y un grupo de personas en torno a ella, unos sentados, otros danzando. Rasgueos de guitarra ascienden hacia el cielo desde allí, marcando el ritmo de una canción tan desenfadada como rotunda entre cuyas notas se desliza, de cuando en cuando, la dulzura de un violín asilvestrado y callejero. Voces se elevan coreando un idioma que Lulú no entiende, una lengua rota que trae la esencia de los Cárpatos, del Mar Negro y de la cabalgada sobre un Liberto real a través de un mar de hierba peinado por el Etesio.
Kieffer y ella no tardan en llegar junto a las personas congregadas al rededor del fuego junto a las carpas. Una vez allí, el bufón se aclara la voz con un leve carraspeo y sonríe a los presentes, sin soltar la mano de Lulú.
—Ya está aquí—apenas murmuró. El festín comenzaría pronto.
El chico que tocaba la guitarra y cantaba, a cuya voz se sumaban unos coros desde la garganta de alguien que Lulú aún no ha podido ver, deja el instrumento a un lado y sonríe.
—Somos Janoah—se presenta, agitando la mano en el aire.
¿Somos?
—Espera, espera, muchacho—le recrimina Kieffer con amabilidad—vamos a presentarnos como es debido, para una noche que tenemos compañía.
Por detrás de la carpa que está más a la izquierda aparece entonces un hombre de unos treinta y pocos años, descalzo y vestido con un pantalón desgastado color caqui y un poncho. Está pálido como la cera y sus ojos... sus ojos son dos cuencas vacías que parecen haberse tragado el infinito, una mirada sin fondo e inmensa, quizá ciega, quizá no. En lugar de sentarse con los demás, el joven camina dando tumbos hasta alcanzar un poste de madera entre las carpas y se apoya contra él, cuencas de muerte fijas en Lulú o quizá mirando a través de ella, enmarcadas por mechones revueltos de cabello castaño a contraluz.
—Esta es Evandra—como si no hubiera advertido la llegada de este hombre, el bufón ya ha empezado la ronda formal de presentaciones. Ahora le aprieta la mano a Lulú para llamar su atención hacia una mujer de ojos rasgados, hipnóticos, cuyo rostro está tapado por un velo de nariz para abajo—nuestra... bailarina.
Quién sabe por qué Kieffer ha titubeado en el último dato.
Lulú se siente intimidada por la mirada de la mujer, ahora clavada en ella sin reservas; aquellos ojos parecen estar sonriendo aunque el velo impide ver si los labios de Evandra acompañan, pero sería en cualquier caso el tipo de sonrisa que tal vez no fuera agradable de ver.
—Este es Kraton, el hombre oso—prosigue Kieffer, señalando a un gigante peludo y descomunal que devora un pedazo de carne junto a la hoguera. El hombre bestia deja escapar un gruñido a modo de saludo y mira a Lulú por el rabillo del ojo—la serpiente que está rodeando su cuello es Nyo-kaa. Ten cuidado con ella...
Por supuesto, el bufón no le dirá a Lulú que la gigantesca boa albina que rodea los hombros de Kraton es, en realidad, una arpía cambiaformas sedienta de sangre. Por su parte, la serpiente sabe de quién se trata esta mujer que huele a jabón, y para qué la trajo el Patrón, aunque ella piensa que todo esto es una gilipollez, por no decir un engorro. Sigue a lo suyo, reptando despacito sobre el pecho del hombretón para poco a poco colocarse enroscada en sí misma encima de su regazo.
—Estos dos son Jano y Noah—indica Kieffer señalando al joven que tocaba la guitarra minutos antes.
—Janoah, para abreviar. Yo soy Noah.
Ante la estupefacta mirada de Lulú, el chico de la guitarra se vuelve para mostrar otro rostro gemelo, exactamente idéntico si no es por el brillo de sus ojos, en la parte posterior de su cabeza.
—No le hagas caso—sonríe amigable y algo tímidamente la segunda cara, la que le ha hecho los coros antes a la canción de su hermano—él es Jano, yo soy Noah, el que mira hacia atrás.
—Somos dos, es complicado—añade el llamado Jano, si es que ese era su nombre y no parte del cachondeito que seguro que ambos hermanos se traían entre ellos. Trata de decir con esto que Lulú no está viendo a un hombre de dos caras sino a dos hermanos gemelos -dos cerebros, dos almas, dos mentes- compartiendo un cuerpo único.
—Y el del poste—dice finalmente el bufón para zanjar el tema de las presentaciones—es Yareth, el chico-planta. Antaño era un gran médico, pero ahora...—añade y deja la frase en suspenso con un deje de tristeza, como si el otro no estuviera allí.
—Hah, ahora es un cadáver macilento que alguien reanimó de una manera cutre y barata—se carcajea la mujer del velo con la malicia afilada típica de andar por casa.
El chico-planta agacha tímidamente la cabeza y se remueve un poco contra el poste sin decir una palabra, cuencas vacías fijas en el suelo y obcecadas en quién sabe qué infierno más allá de éste. Bajo el poncho raído que lleva puesto, un zarcillo oscuro y sin espinas se retuerce y, con autonomía propia, se mueve discretamente hacia el borde inferior de la prenda como tratando de asomarse, como si pudiera captar el olor del aire. Detecta una presencia nueva en el ambiente, vital aunque dañada, ¿intoxicada?...¿envenenada? Por suerte para Lulú, la elevada concentración de heroina en su sangre y los rastros de otras drogas dañarían el delicado sistema nervioso de la flor si ésta la devorase, y eso la planta entera lo percibe. Por otra parte, el plato favorito de la flor que vive en Yareth son cadáveres en avanzado estado de putrefacción, no un cuerpo vivo aún caliente.
—Evandra, por favor.
—Parece retrasado pero no lo es—matiza la mujer del velo con sorna—sólo es un zombie conectado a una madita planta carnívora para subsistir...
—Evandra—el patrón intenta callar por segunda vez a la mujer, aún discretamente pero con cierta tensión en la voz. La bruja gitana pocas veces acepta ser atajada en sus palabras, tal vez porque es vieja como el mundo, mucho más vieja que Kieffer, aunque cualquiera lo diría.
—Mh.
A la bruja le encanta montar escenas, pero esta vez se contendrá. Tiene hambre, y aún resta por ver quién probará el manjar, si lo echarán a suertes o qué. El Patrón había dicho que la propia Lulú decidiría para quién sería el manjar... el Patrón era definitivamente un gilipollas. O bueno, no tanto en realidad, porque en cualquier caso, pasara lo que pasara, Kieffer se beneficiaría.
—¿Por qué no te sientas?—dice Jano con los ojos brillantes, de nuevo mirando hacia el fuego que aún arde alegremente y dando unos toquecitos junto a él en el suelo, alentando a Lulú a unirse a aquella pequeña fiesta.
Ésta vacila por unos instantes sin saber qué hacer, visiblemente turbada con todo aquello pero a la vez resistiéndose a marcharse, quién sabe por qué.
—No, yo... yo...realmente...
—Oh, bueno. Al menos toma un trago, querida—como la tentación hecha carne, Kieffer ha servido una copa con un líquido dorado que sacó de una jarra junto a la hoguera—hidromiel de la Fortaleza...—le tiende la copa a Lulú. Es una copa grande que tiene el tamaño de un cuenco para cereales, más o menos, y está llena casi a rebosar.
—...¿Fortaleza?—Lulú no entiende nada, pero coge la copa, más bien como si le hiciera a Kieffer el favor de sujetarla—pero yo...
—¿A quién eliges?—pregunta Evandra de pronto en un afilado susurro, en ese mismo momento.
Los árboles muertos agitan sus ramas y Nyo-kaa silba como crótalo, levantando la cabeza y mirando por primera vez a Lulú con un fulgor inteligente en sus ojos de albina.
—...¿Elegir...?
—Sí, querida—asiente Kieffer, como si estuviera diciendo algo obvio—Tienes que escoger a UNO de nosotros.
—...¿Para qué?..—musitó Lulú.
—Pues para qué va a ser, mujer. Para bailar. ¿Qué si no has venido a hacer con esos zapatos? Vamos, ¡música! ¿Dónde está el violinista?
Jano esboza una sonrisa, como siempre a espaldas de su hermano Noah.
—Se ha ido a dormir. Tiene jaqueca—explica al bufón, estirando el brazo del cuerpo que comparte con su gemelo para coger la guitarra.
—Oh. Vaya. Pues nada, entonces sin violinista.
Qué se le va a hacer.
Bailar. ¿Cuánto tiempo hace que no bailas, Lulú? ni te acuerdas. Cuando cada frufrú de falda carga una cruz, quién demonios piensa en bailar.
De niña bailaba. ¿Lo echa de menos?
Sin darse cuenta, ya está dando un pasito de baile en el sitio al ritmo de la guitarra de Janoah,
y otro,
y otro... tan sólo repeticiones de un movimiento simple y distraído que creía olvidado. Claro que todo lo retenido en la memoria del alma -las bicicletas, los sabores, el recuerdo del canto de los pájaros, el hogar en la piel de la persona amada- no se olvida así como así...
—Vamos, elige a uno—Evandra suelta una carjada al ver cómo ya se mueven los pies de Lulú en aquellos zapatos de viento.
—Prueba el hidromiel. Y escoge.
—Escoge a uno de nosotros...
Algo mareada, impresionada y tal vez temerosa de contradecir a aquella gente, Lulú acerca el borde del copazo a sus labios y cierra los ojos al tiempo que da un pequeño trago. En el local de Zulú ni se le hubiera ocurrido mostrarse favorable a algo así, hubiera rechazado todo ofrecimiento con la respuesta desabrida habitual, rugiendo bajo la rota carcasa a quien osara acercarse y querer tocarla un pelo sin pagar. Pero ahora no está en el local de Zulú, sino en el territorio de esta gente cuyas costumbres no conoce, como tampoco conoce lo que podrían llegar a hacer si ella les diera un desplante. La intuición por lo pronto le dice que no ponga a prueba a aquellos (engendros) fenómenos, y Lulú es lo bastante inteligente como para hacerle caso.
—Escoge...
El hidromiel se siente denso y untuoso sobre la lengua, caliente y dulce como un beso a medida que baja por la garganta. Lo saborea con los ojos cerrados y se estremece por la experiencia sensorial, mientras las voces de los integrantes del circo se elevan y comienzan a girar a su alrededor ululando la misma pregunta "¿A quién escoges?" "A quién?" "venga, mujer, dínoslo..." "mujer, dínoslo, mujer".
¿Escoger? Toma otro trago y aunque sigue asustada sonríe como tonta sin saber por qué, mientras permite a sus propios ojos irse posando en uno y en otro de los freaks.
Jano está tocando la guitarra, así que elegirle a él para bailar significaría bailar sin música. Y tampoco puede bailar con su hermano gemelo, claro, ese tal Noah que en realidad es un rostro adherido al cogote del primero.
Con la boa albina de más de cuatro metros que sigue moviéndose por ahí, definitivamente tampoco va a bailar. No es que le den repugnancia las serpientes, y Nyo-Kaa le parece un muy bello animal...pero no, no se imagina bailando con ella.
El hombre oso tiene un tamaño descomunal y, a juzgar por cómo hinca los dientes en la carne, un temperamento que da miedo.
Aunque la que más le asusta con diferencia de todo el grupo, y con quien primero quiere poner distancia, es Evandra. En esto la intuición de Lulú no se equivoca: hace bien, la danzarina de los velos no haría cosas agradables con ella.
La cosa queda entre Kieffer y el chico-planta, entonces.
Se toma tiempo para mirar a uno y a otro: el bufón por su parte ha sido amable, ¿no? ¿Por qué siente que elegir a Kieffer sería un acto peligroso? Quizá porque Kieffer ha sido quien la guió hasta ahí, probablemente también quien le hizo llegar aquel huevo-cajita de música dejándola en el local a su nombre, ¿o habría sido otro?
La elevada estatura del bufón, su cabello amarillo, sus manos grandes y su ropa estrafalaria tampoco es que le den mucha confianza a Lulú, así que no ayudan a la hora de elegirlo.
Yareth, por su parte, ahí sigue en el poste. Mientras los demás hablan, comentan y se ríen por encima de la música, él no ha dicho ni una palabra. Visto de lejos no parece el mejor compañero de baile, y el hecho de que sea un muerto viviente no ayudará a mejorar la situación en las distancias cortas, piensa Lulú. Pero al quedar los demás diametralmente descartados, el chico-planta se ha convertido en su única opción.
Tambaleándose un poco tras el tercer trago que acaba de darle a su copa, Lulú se encamina con paso titubeante hacia el poste donde está Yareth. A medida que se acerca a él, el aroma de las castañas, el algodón de azucar y la carne asada es reemplazado por una fragancia exótica, húmeda y exudativa como si viniera de la mismísima reina del pantano de la tristeza: la reina de las flores al fondo de la ciénaga, flores que hasta en los vertederos crecerían; la reina indiscutible y potente en su rareza, porque hasta el cardo espinoso puede dar flor.
Sin darse cuenta, Lulú queda embriagada, atrapada por este olor orgánico a plantas trepadoras colonizando un sótano. El aroma impregna la piel, los cabellos y las ropas del chico-planta, quien ahora ha levantado el rostro hacia ella y la observa sin verla desde las cuencas vacías de sus ojos, enmarcadas por mechones revueltos de color castaño a contraluz.
—Eh. Yareth—en el último momento, Lulú recuerda el nombre que anteriormente dijo Kieffer para referirse al chico muerto—¿quieres bailar...?
Es irónico que la propuesta sonó inocente de sus labios. Es irónico, porque ella es puta y ahora tartamudea al pedirle a un hombre que baile con ella. Es irónico y quien hubiera conocido a Lulú no se lo creería si lo viera, pero aquel lugar, aquella atmósfera caótica y mágica daría al traste con la ordenada y sórdida vida de cualquiera, más aún de cualquier prostituta que conservara viva una niña interior. Así que visto así, lo que le ocurre a Lulú ahora tiene lógica.
El chico-planta percibe su inquietud y sonríe un poco, muy poco, y muy tímidamente. Si tuviera ojos, le rehuiría ahora el contacto visual a ella. Él no está inquieto pero sí excitado. Desde que fue rescatado por Kieffer cuando éste se deshacía de un acervo de cadáveres, hace ya unas treinta lunas, sólo se ha follado a animales. Y Lulú es... huele...
—S-sí. Q-quiero—responde con esfuerzo.
Lo que dijo Evandra antes sobre Yareth era verdad: tal vez el chico planta parecía un retrasado, pero no lo era. Después de la muerte ni sus cuerdas vocales ni su cerebro eran los mismos, aunque aún funcionaban. Quién sabe por qué, las areas motoras de su cerebro habían resultado más dañadas que las sensitivas, y el resultado era, resumiendo, que podía cazarlo todo al vuelo pero elaborar una respuesta mínima le costaba un triunfo.
Y claro, seguía conservando viejas pulsiones atávicas. Ahora además tenía otras nuevas, gracias a la flor que vivía en su interior, permanentemente excitada, desplegando sus pétalos sedientos dentro de su pecho y lanzando quejidos como estertores que sólo Yareth podía oir.
Siempre tuvo inclinación por placeres prohibidos y oscuros, nada a lo que hubiera podido dar alas cuando estaba vivo y era un médico respetable, sin flor que se alimentara de la putrefacción propia y ajena. Ahora esas pasiones siguen vivas, muy vivas en él, pero no hay nada que las reprima.
Lulú sonríe como niña cuando el chico-planta le dice que sí.
—N-nunca he bai...bailado...b-bien—balbucea el joven en un susurro, encogiendo la espalda contra el poste—N-no sé... si s-sa-ab-bré...
—Bailaremos como queramos—murmura Lulú, de pronto sintiéndose conmovida con aquel chico. Suavemente le toma de las manos, sujetando la gigantesca copa con la mano libre, y las coloca sobre sus caderas, pegándose a él y alentándole a que le rodee la cintura con los brazos y comience a moverse con ella.
A un par de pasos, Kieffer observa embobado la escena. En realidad todos están mirando, hasta Evandra ha enmudecido, aunque a ella (contrariamente que a Kieffer) no le ha sorprendido demasiado la elección de Lulú. Jano sonríe divertido y sigue tocando la guitarra, él no come humanos, no le molesta que le levanten a la presa. Noah por su parte está tarareando la canción ensimismado, ajeno a lo que ocurre, al parecer.
—...¿Quieres beber?—pregunta en voz baja la niña puta al chico muerto, sin dejar de moverse contra él y con la nariz a escasos centímetros de la suya.
—S-sí...
Mientras él la abraza por la cintura -nadie la había abrazado antes con tanta dulzura y tal firmeza al mismo tiempo, con cuidado pero como si temiera que se fuera a escapar- Lulú coloca el borde de la copa rozando los labios de Yareth al tiempo que la inclina ligeramente para que este pueda beber. El chico sonríe besando el borde de la copa, sus cuencas negras parecen quedar dormidas por un instante cuando toma el primer trago, aún aferrado a la cintura de ella.
Cuando termina de beber, Lulú bebe a su vez y luego se separa de él para dejar la copa medio llena en el suelo.
Uf, ese segundo de separación dolió como descarga eléctrica en la piel. Preguntándose por qué, y dándose cuenta de que quiere probar el hidromiel de los labios del chico-planta, Lulú se abraza impulsivamente a él ya con las manos libres para seguir bailando. Y es entonces, en el brusco choque cuerpo contra cuerpo, cuando le nota duro como piedra contra ella.
En lugar de sentir asco, siente ardor entre las piernas por gozarse esa polla, acompañado de unas extrañas ganas de romper a llorar. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cabalgaba una buena verga?¿cuándo fue la última vez que disfrutó con algo como eso?
—Nhg...—el chico planta suelta un gruñido quebrado y se mueve contra ella, con la discreción y la urgencia de quien simplemente ya no puede más. Debajo del poncho cuya lana se pega a su cuerpo, la flor abierta comienza a babear un líquido gelatinoso de olor dulzón: siempre segrega esta substancia cuando algo enciende a Yareth.
Lulú sigue bailando, ahora también correspondiendo al otro baile solapado cuerpo a cuerpo, deshaciéndose en tan bruscas oleadas de humedad bajo la bata que podría empapar los pantalones caqui de Yareth si se sentara a horcajadas sobre él.
A medida que ambos se acercan el uno al otro contra el resplandor de la hoguera, todo lo que hay alrededor desaparece para ellos: ya no hay ni carpas, ni monstruos, ni carne asada, ni Patrón. Sólo ellos, sólo Yareth y Lulú, la mujer niña que esquiva amaneceres danzando con la muerte que vive de prestado.
A los pocos minutos, ambos han pasado a besarse o más bien a beberse el uno al otro con las bocas abiertas, acariciándose los cuerpos doloridos con manos ávidas de carne. Él se quita el poncho para descubrir la flor necrófaga en su pecho, ella le susurra al oído su verdadero nombre. Él resolla como animal, la coge por la cintura y la gira para colocarla a cuatro patas y tomarla en el suelo contra el poste. Es un buen punto de apoyo: podrá empujar hasta mugir el orgasmo y caer desfallecido sobre su cuerpo.
Es la misma Lulú quien se levanta la bata y frota la fruta jugosa entre sus piernas con la erección de él como si quisiera que Yareth la follara con los pantalones puestos.
Y ahora te digo,
que aquí hay amor.
¿Hay amor? no lo sé, esa maldita palabra quién sabe lo que significa. Hay un profundo respeto tácito entre ambos, fraguado por el deseo más primario e instintivo, y un canto a la dulzura de la vida a ritmo de las furiosas estocadas, coreado por gemidos y jadeos.
¿Hay amor? no lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo, para Lulú hay sexo; sexo animal y rompedor de cadenas, duro y dulce, muy cerdo, muy cerca.
—No te vayas...—gime ella cuando siente que está a punto de desbordarse. Se refiere a que, aunque quizá no hay amor (y qué coño importa), no le conoce y ya teme perderle. Si después de aquello no vuelve a ver a Yareth, será como que él se fue sin haber llegado siquiera, sin haber podido quedarse... y eso se sentía ya doloroso antes de que ocurriera, Lulú no quiere saber por qué—prometeme que no te vas a ir, que esto no es un sueño...
A tan sólo unos pasos, cerca de la fogata, Kieffer se alimenta del placer de Lulú y Yareth aunque él no ha tienido nada que ver en el curso de los acontecimientos.
A la mañana siguiente de la furiosa cabalgada, Lulú despertará en su lecho de mantas del cuartucho de la licorería, de vuelta en la vida monótona y sórdida de siempre, con el cabello revuelto y el sexo felizmente desgarrado. Lo primero que hará será correr a comprobar si el huevo que le dio Zulú sigue ahí, ya que, si es cierto que todo son telas de araña en su mundo, al menos quizá ella pueda elegir en qué trampa quiere pasar el resto de sus días.
Ángeles de otro mundo
género: ficción/c.ficción
sexo: sí.
D/s: no.
Comprendiéndolo, Ari mira a aquel ser que había sido su confidente, su amigo. No es humano, claramente no. Retrocede un paso hacia la puerta, comprendiendo lo que eso significa, y le habla en un susurro, con la voz temblando de rabia:
<<Os vimos por primera vez el ocho de febrero del año 2024, una mañana muy nubosa. Aparecisteis de pronto y vuestras naves se quedaron unos segundos suspendidas en el cielo, lo suficientemente cerca de la tierra para ser vistas, formando un triángulo isósceles sobre nuestras cabezas. Mi hermana se quedó muda frente a la ventana, boquiabierta, sin poder decir una palabra.
Tras unos minutos de silencio y quietud absoluta, os marchasteis. Las pequeñas naves desaparecieron de la misma forma que habían venido, sin dejar rastro en el cielo grisáceo; todo permanecía en calma como si nunca hubierais estado allí. Sin saber cómo, nosotros reanudamos nuestras vidas.
Pero se había desatado el temor inevitable por que pudierais volver…
Se escuchaba en la radio, se veía en las noticias, invadía la red. Las estrategias ante el avistamiento alienígena, en previsión de un posible ataque, eran diversas. Las había para todos los gustos: tanto medidas sensatas y recomendables como auténticas locuras.
Y regresasteis, claro que sí.
Algunas personas guardábamos la esperanza de que fuerais amigos. Pero no lo erais. >>
Alyoth insinúa una sonrisa en su rostro de ángel y, negando con la cabeza, le responde.
<<Llegamos a vuestro planeta mucho antes de lo que crees. Cuando quisimos que supierais de nosotros, nos limitamos a mostrarnos. Hay alguno de los míos que dice que con el miedo en el cuerpo estáis más sabrosos… no te preocupes, no soy de los que se comen al primero que pasa. Y mucho menos si es un ejemplar femenino de tus características.
Parezco humano, pero como te puedes imaginar, mi aspecto sólo es una máscara. Nuestra
tecnología nos permite copiar vuestra piel—mírame, tócame… es una réplica bastante fiel, muy realista—vuestro pelo, y nuestra plasticidad consigue que podamos adoptar una forma parecida a la vuestra. Parecida, no igual. Pero sólo te darás cuenta si observas bien.
¿Cómo reconocernos?
Como te digo no es fácil. Pero eso sí, somos mucho más altos que vosotros. Entre mi gente hay quien hace barbaridades para encogerse, todo para pasar desapercibido. Estamos más avanzados que vosotros en casi todo, pero aún estamos limitados por el espacio. El tiempo… digamos que tiene otro sentido que no te explicaré, porque no podrías entenderlo. Quédate con lo importante: podemos manejarlo. Me refiero al concepto de “tiempo” que vosotros tenéis.
Somos más altos, nuestra voz es algo diferente—más grave de lo normal, no tenemos ese órgano que vosotros llamáis “laringe” sino un sistema distinto muy poco desarrollado--, y como tecnológicamente creamos nuestra apariencia, entre humanos promedio solemos ser “guapos”. Exteriormente, somos como un ser humano mejorado: piel suave, sin defectos, cuerpo perfecto…
Otra cosa que nos diferencia de vosotros son los genitales. Pero evidentemente, eso a simple vista no se distingue. Y tenemos un tercer género, que pasa por un hombre afeminado o por una mujer masculina a vuestros ojos. Puede ser un híbrido entre macho y hembra--un hermafrodita--o un “sin sexo”. Un ángel. Irónico, ¿verdad? ¿Te has preguntado de dónde viene en realidad eso de que los ángeles no tienen género? Llevamos más tiempo aquí del que piensas, mucho más.>>
Alyoth mira a Ari y le lanza una sonrisa inquietante.
<<Hemos venido aquí a aparearnos con vosotras, pero con discreción. No queremos haceros daño, al menos no era la idea inicial, aunque ya se sabe que algunas situaciones sacan lo peor de cada uno. Varios de los míos se han hecho adictos a la sangre y a la carne humana, desde hace siglos; el mito del vampiro y el hombre lobo les ha venido al pelo. Ha habido violaciones, asesinatos, accidentes. No estaba planeado así, puedo asegurártelo.
De hecho, ahora operamos en bandos separados, y hay más de dos bandos. Pero eso ahora no importa.
Queremos aparearnos con vosotras porque algo les ocurre a nuestras hembras. No sabemos por qué, ya no pueden tener hijos, o si los tienen éstos vienen al mundo con grandes deformidades y atrofia mental. Es imposible que eso sea fruto de la evolución, y una parte de nosotros se negó a aceptarlo. Esa parte es la que está aquí ahora, la que ha estado entre vosotros desde hace tanto tiempo. No es que seáis similares o afines a nosotros, no es que nos gustéis, simplemente estáis cerca.
Nuestra especie morirá si no hacemos esto.
También nos hemos dado cuenta, una vez aquí, de que vuestra agua y vuestros recursos no son en absoluto desdeñables. Las propiedades del agua han supuesto un paso de gigante para nuestra ciencia, igual que el oxígeno de vuestro aire. Nosotros no tenemos oxígeno, en realidad no respiramos. Obtenemos la energía para los procesos vitales de otro modo, gran parte de dentro de nosotros mismos: somos un sistema en constante retroalimentación, autótrofo, aunque experimentemos placer probando las delicias del planeta que llamáis La Tierra.
Vuestra cultura nos ha hecho aprender mucho de vosotros, y de nosotros mismos. Yo soy un romántico empedernido, absoluto admirador de vuestra historia, vuestros idiomas, vuestro arte. Hablo todas vuestras lenguas y dialectos: vuestro lenguaje me tiene fascinado.
Mi especie apenas habla—no me incluyo porque, a fuerza de convivir con humanos, me he aficionado a hacerlo—no con voz, al menos. Solemos comunicarnos de mente a mente, o crear inteligencia colectiva. Es infinitamente más sencillo así, si vosotros pudierais hacerlo se os iban a acabar miles de problemas. No existen los malentendidos, para empezar. Sin embargo, las intenciones del otro las vemos a distancia… si el otro no las esconde. Y vosotros los humanos sois un libro abierto en eso.
Podemos leeros la mente y algunos de nosotros podemos influir en lo que sentís. Es muy complejo y muy simple a la vez, vuestro entramado emocional. Sois iguales que los animales de sangre caliente, aunque os disfracéis con ropa. Al principio eso me parecía raro, pero de un tiempo a esta parte ha empezado a gustarme.
Lo paso mal al follar con hembras humanas, físicamente es frustrante. La vagina de nuestras hembras es mucho más ancha y sobre todo más profunda que la vuestra. Apenas puedo penetrar dos tercios de lo que vosotros llamáis “la polla”. Por supuesto podría empujar, romper, desgarrar… ¿pero qué necesidad de eso tengo, si lo que quiero es preñar? Estoy aquí para embarazar a la hembra, no para disfrutar.
Una fracción de mi gente abduce seres humanos para llevarlos allí de donde venimos. Por medios artificiales fecundan a las hembras humanas una vez allí, o se las llevan de la tierra embarazadas. Todo para que la descendencia crezca en ese lugar decadente.
Pero muchos de nosotros hemos optado por quedarnos aquí, aunque seamos parásitos. En realidad nos hemos dejado adoptar por vuestro pequeño y frágil planeta, y sin que lo sepáis estamos creando una especie intermedia de híbridos en él, gracias a vosotros. Gracias a los óvulos de vuestras hembras.
Los que tomamos esa decisión de quedarnos aquí, fecundamos a la hembra a vuestra manera, como la naturaleza en La Tierra lo quiere. Qué menos que honrar a la naturaleza en ese trance, para agradecerle su inmensa generosidad.
Así que ahora tienes dos opciones, pequeña. Puedes aceptar y colaborar conmigo, o puedesresistirte. Lo segundo no te lo recomiendo…>>
Algo parecido a un tentáculo viscoso sale de la espalda del ángel a modo de advertencia y desaparece una fracción de segundo después, fundiéndose con su piel como si nunca hubiera existido.
<<Échate en la camilla, por favor.>>
Ari obedece sin querer. Siente que su voluntad no funciona. Tampoco puede hablar. Pero se da cuenta de que el ángel y ella no están usando la boca para comunicarse, ya no.
<<Por favor, no me hagas daño…>>
<<Claro que no…>>
<<Tengo miedo…>>
<<Me gusta…>>
Él se adelanta hacia ella. Le acaricia la mejilla.
--Tranquila…
Su voz es grave, Ari no sabe por qué ha hablado en lugar de utilizar la mente para comunicarse.
Ella ya no puede mover ni un músculo, sólo le observa fascinada, sin pestañear.
Su cuerpo parece el de un hombre normal, pero cuando él se despoja de los pantalones Ari confirma que no lo es…
<<¿Qué te parece mi cuerpo, Ari? ¿Te gusta?>>
Ella mira al extraterrestre. Tiene un cuerpo que roza la perfección, impecable, terso, joven. Los músculos de los brazos y las piernas no resaltan por su gran tamaño, pero sí por lo marcados que están. Su piel es blanca, del todo incorrupta, de apariencia marmólea. No tiene vello en el cuerpo, en ningún sitio.
Tiene pechos de mujer. No demasiado grandes, pero notables. Bajo su vientre plano tiene dos sexos entre las piernas: un inmenso falo enhiesto, que no deja de gotear un fluido denso, y detrás se adivina lo que parece ser una vagina rudimentaria.
<<El tercer género…>>
<<Exacto. Pero no me has respondido.>>
Claro que le gusta su cuerpo. Cómo no iba a gustarle: lo tiene todo. De hecho, le resulta increíblemente atrayente…
<<Por favor, no me hagas daño…>>
<<Tranquila.>>
El ser levanta una mano, mueve los dedos formando con ellos un extraño símbolo, y el entorno cambia. La pequeña sala de curas donde estaban es ahora un paisaje exterior a la orilla de un lago. Ambos se encuentran en un talud granítico lamido suavemente por las olas, ella tumbada sobre la roca cálida, el alienígena arrodillado ante sus piernas abiertas. El viento peina los altísimos juncos en olas, olas de cañas verdes que susurran una música dulce…
<<Cierra los ojos. Siénteme.>>
Ella lo hace, y al minuto siente una caricia húmeda en sus labios. Abre la boca cuando aquella humedad se retira, deseando más.
Algo muy caliente y vivo se está fundiendo con ella, atravesando su piel. El ser la estrecha entre sus brazos y la besa despacio, imbuyéndola de una energía muy especial. Ari se siente relajada, se siente bien. Pero quiere más.
Siente como el ser ríe contra su boca, curvando sus labios que tanto le fascinan. Esos labios son una fuente inagotable de paz y placer…
<<Voy a tocarte…>>
Los largos dedos de él-ella recorren el cuerpo de Ari y su cara. Se detienen entre sus muslos, acariciando esa zona suavemente, avanzando con delicadeza hacia el lugar más húmedo y profundo.
<<Sí, por favor…>>
La mano del ser recorre la piel de Ari como una araña. De pronto, ella nota las puntas de sus dedos jugando en su sexo, lentamente. Llena los pulmones de aire y exhala violentamente; sus piernas se abren todavía más, como movidas por dedos invisibles aunque esta vez ella sí quiere hacerlo. Quiere dejar espacio y libertad a ese ser para que la de placer, para que la toque como quiera.
<<Oh, pequeña y dulce humana. Quieres un orgasmo, ¿verdad que sí?>>
Ari tiene la impresión de que algo aletea violentamente debajo de su ombligo. Siente plenamente los dedos del ser y desea que éste la toque más fuerte, más rápido. Gime y mueve las caderas, en vista de que la criatura no aumenta su velocidad.
<<Tómalo…>>
Un calor intenso se apodera de ella, desde el epicentro de su sexo hasta los extremos de sus manos y pies. Si hubiera podido emitir algún sonido, habría gritado al sentir cómo se contraía su vagina haciendo fuerza contra los dedos de aquel ser, tirando de ellos hacia dentro. Ha tenido miedo de perder el control de su cuerpo, de orinarse encima por la increíble oleada de placer que la sacude.
De nuevo el ser se ríe, con una carcajada silenciosa que resuena dentro de la cabeza de Ari como un tañido de campanillas. El torrente de placer va amainando después de segundos eternos de absoluto goce, tan íntimo y oscuro que la hace sentirse culpable.
Siente que su coño se abre, empapado, para dejar paso a algo… algo que ya no son los dedos del ser. Algo grueso y palpitante.
<<Tranquila…>>
La enorme dureza, paradójicamente elástica, se mueve adelante y atrás, luchando por abrirse camino dentro de ella. Es demasiado grande… realmente va a romperla…
<<No más… por favor…>>
Se arrepintió al instante. No parecía entrarle más de aquel pedazo de consistencia de goma, pero ella deseaba más. Se esforzó mentalmente—por extraño que esto pueda sonar sintió que era la manera—por abrirse aún más, por adaptarse a él.
Escuchó que el ser gemía por encima de ella. Se movía rápido, agitándose, empujando con contención. Trataba de reprimir las acometidas, aunque cada vez le gustaba más aquel contacto, y cada vez deseaba más estar allí dentro, completamente dentro.
<<¿Conoces la historia de la rana y el escorpión?>>
Claro que Ari la conocía…
<<A la orilla del río, un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar al otro lado. La rana se niega—“conozco a los escorpiones: a mitad de camino me picarás”--, pero el escorpión le asegura que no, porque si lo hiciera, se ahogarían los dos. La rana accede a llevarle montado en su lomo, y a mitad de camino ocurre exactamente lo que había vaticinado: el escorpión desenvaina su aguijón y lo hunde en su carne, inyectándole su veneno mortal.
--Pero escorpión… ¿Por qué has hecho eso?—le pregunta la rana—ahora, como tú dijiste, nos ahogaremos los dos…
Y el escorpión, antes de hundirse en el torrente de agua, le responde: "es mi naturaleza"...>>
Àngel de la Guarda
Alex era el ángel de la guarda de Amanda, y ella era tan sólo una humana incorregible que deseaba follárselo a toda costa. Él era una criatura casi celeste, imposible de corromper, además de un amigo…ella sabía que, a pesar de todo esto, él tenía un buen rabo entre las piernas.
En alguna ocasión, Amanda había salido de noche como un depredador en busca de la deseada polla de Alex, que por fin había logrado ver colándose en su dormitorio, levantando con mano temblorosa la sábana dulce y caliente mientras él dormía. Cuántas veces había deseado tomar entre sus labios aquel grueso y salado miembro, saborear la tremenda erección que se erguía como un mástil sobre el colchón a la luz de la luna, en la santa intimidad del dormitorio. ¿Hubiera consentido Alex aquella intromisión? Amanda no lo sabía, pero no podía dejar de imaginar que él, sin dejar de ser un ángel, tendría también lugares oscuros en su mente y tal vez— sólo tal vez—alguno de esos lugares le perteneciera a ella.
Pero el deseo de Amanda iba más allá. No sólo estaba obsesionada con la polla de aquel ángel de carne y hueso, así como con sus labios rebosantes de miel y con su cuerpo tan leve que parecía de aire sólido. Amanda quería ser violada; quería tentarle y ponerle cachondo hasta el punto de hacerle perder los estribos y, una vez habiéndolo vuelto loco, dejarse hacer con un mohín de víctima malcriada. Se le hacía el chochito agua cada vez que construía esa escena en su retorcida mente.
Después de todo los ángeles no eran tan rancios y sosos como los santos…había ángeles verdugos, ángeles vengadores que constituían la "Cólera de Dios"…si un ángel podía arder de ira, ¿por qué no iba a poder ser devorado por las llamas del deseo?
Una noche decidió que haría todo lo que estuviera en su mano para convertir a Alex en un ángel caído, y le llamó para verse con él en un cementerio cercano. Buscaba un lugar de paz y tranquilidad, y pensó que tras las inmaculadas lápidas que nadie profanaba estaría protegida de miradas ajenas cuando llegara el momento de llevar a cabo su plan.
Llegó al cementerio mucho antes que su amigo, y confirmando que no había nadie cerca se echó a rodar por una abrupta pendiente de grava y tierra, con lo que se rozó la piel –cubierta con muy escasa ropa—hasta hacerse sangre en las rodillas y en los codos. Se mordió el labio inferior, del que también brotó sangre del color de las rosas encendidas, y se golpeó con furia sus propias piernas hasta que se le escaparon un par de lágrimas de dolor. Se arrancó mechones de pelo, rasgó su camisita de raso blanco, se llenó la cara de arena que extendió mezclándola con los churretes de sus lágrimas…
Cuando Alex por fin llegó, ella se encaminó hacia él trastabillando, como si acabara de cruzar la puerta misma del infierno, la viva imagen de una muñeca de porcelana terriblemente maltratada. Se arrojó a sus brazos sollozando, frotando con descaro su entrepierna en los pantalones de él.
--Oh, Alex, qué mala suerte…me han…Oh, dios mío…
Parecía que la muy zorra no lograba articular palabra por causa del sufrimiento.
Aspiró con fuerza el perfume de la tersa piel de su ángel, fingiendo que se detenía a tomar aliento, y se frotó los enrojecidos ojos con fuerza. Él, descolocado, la estrechó contra su pecho con sincera preocupación, momento que ella aprovechó para restregarse más aún contra su paquete.
--Pero Amanda, ¿qué te ha pasado?—preguntó, retrocediendo instintivamente.--¿Qué…?
--¡Unos hombres me agarraron!—gimió ella, interrumpiéndole—de camino al cementerio…me arrancaron la ropa, me tiraron al suelo…eran muchos…¡¡no sé cómo he logrado escapar!!
Alex abrió de par en par sus ojos azules quedándose visiblemente blanco por el espanto.
--¡¡Creo que intentaron violarme!!—Lloró su amiga con una excelente capacidad de interpretación.
--Pero…--Alex intentaba poner en orden aquellas ideas, a la par que tranquilizar a la desvalida cordera--…¿Dónde están ellos ahora?
Amanda se enjugó las lágrimas con brusquedad.
--En un descuido, uno de ellos me quitó la manaza de la boca, y me puse a gritar…--explicó tartamudeando--se asustaron, creo, y me soltaron. Yo eché a correr hacia el cementerio, y no se han atrevido a entrar…oh, Alex, ha sido tan horrible…
Se deshizo de nuevo en lágrimas incontroladas entre los brazos de su amigo, que la estrechaban con fuerza.
--Tranquila, pequeña, ya ha pasado…--murmuró él, acunándola suavemente en sus rodillas.
Amanda se regocijó entre sollozos, su plan iba de perlas. El bueno de Alex se había tragado aquella historia de locos, había llegado el momento de dar el siguiente paso…
Deliberadamente, comenzó a mearse en las bragas, estremeciéndose con violencia contra el pecho de su amigo. Él comenzó a notar la cálida humedad demasiado tarde, cuando el chorro de orina goteaba ya potente, empapando sus vaqueros, rebosando de los pliegues de la tela formando un pequeño charco a sus pies, en el suelo santo. La orina estaba caliente y tenía un penetrante olor que inundó sus fosas nasales.
Casi de inmediato, como si acabara de darse cuenta de que le había meado los pantalones a su amigo, Amanda se levantó como impulsada por un resorte.
--¡Oh, Alex, lo siento!
Su amigo la contempló mudo de asombro, con cierta turbación a caballo entre la sorpresa y la pena en los enormes ojos azules.
--¡Me he meado como una verdadera cerda, ha debido de ser por el miedo…! Dios mío, Alex, mira cómo te he puesto…
Palpó sin disimulo los muslos del muchacho por encima del pantalón empapado de orina.
--No sé qué me ha pasado, lo siento…--continuó disculpándose con lágrimas en los ojos.
Sollozando, se dio la vuelta y se quitó las braguitas mojadas, estrujándolas en un buruño de algodón que escurrió algunas gotitas color ámbar sobre las losas de piedra. Se agachó un poco más de lo necesario para depositarlas en el suelo, a escasos centímetros de sus pies, y al hacerlo le mostró a su amigo su culito desnudo por debajo de la falda que llevaba, así como su sexo húmedo de jugos y orina levemente abierto. La muy puta se mantuvo unos segundos en esa posición, con el culo al aire, sin poder ser testigo de la involuntaria reacción que casi con toda seguridad se estaba produciendo en el cuerpo de su amigo.
--No me lo puedo creer… ¡Me he meado encima!—gimió, girándose de nuevo hacia Alex, tratando de disimular la malvada sonrisa que amenazaba con insinuarse en sus labios de flor—Perdóname, Alex, por favor…
--No pasa nada—murmuró su amigo, confuso aún por la imagen de las nalgas redondeadas de Amanda aún impresa en su cabeza. A su pesar, le había invadido de pronto una nube de excitación que había comenzado a embotar sus sentidos.
Amanda, a sabiendas de que a su amigo le fallaba la voz, se acercó unos pasos, retorciendo sus labios en un mohín de culpabilidad.
--Tienes que quitarte estos pantalones, están empapados y huelen que apestan…
La verdad es que la meada de la joven había sido como la de una elefanta con incontinencia. Ella lo había planeado así, bebiendo con anterioridad cantidades ingentes de líquido, y había disfrutado enormemente dejando escapar por fin aquella tremenda riada por entre sus piernas. Una vez liberada su vejiga, el coño le ardía a pelo por debajo de la faldita manchada, retorciéndose sus pulsantes labios al imaginar la polla y la lengua de su amigo jugando dentro de ellos.
Alex negó con la cabeza.
--Pero Amanda, no puedo quitármelos aquí…
--Bueno—respondió ella—pues entonces vamos a tu casa…no soportaría que te cogieras una pulmonía por mi culpa…
Su amigo asintió levemente, sin moverse, como si se hubiera quedado clavado sobre la fría piedra.
--Además, necesito lavarme el chochito…--murmuró Amanda, enrojeciendo como una niñita avergonzada, dirigiendo los ojos al suelo—me está picando mucho por las gotitas de pis…si no me lavo, se me irritará, y la piel ahí abajo es muy tierna y sensible…
Se levantó con osadía la falda lentamente y dejó al descubierto los enrojecidos labios mayores, abultados como dos lenguas de vaca sobresaliendo por debajo del escaso vello castaño, que frotó con gesto de disgusto.
--Mira—le mostró con inocencia—hasta se me están inflamando un poco…
Alex apartó la mirada desenganchándola con brusquedad del jugoso coño de Amanda.
--Vale, iremos a mi casa. Pero tápate, por favor…--musitó.
--Discúlpame, Alex, es que estoy muy nerviosa…--lloró la viciosa niña, volviendo a arrojarse a los brazos de su pobre amigo—por favor, llévame a tu casa…
Sin mediar palabra, Alex hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para erguirse. Desentumeció sus músculos y, sin querer desengancharse del abrazo de su amiga—no quería herirla, en mitad de su fehaciente desequilibrio tras el enorme susto—caminó hasta la verja del cementerio.
Cargó a una Amanda desmadejada por las calles que le separaban de su vivienda, desiertas a aquella hora de la noche, y dio un suspiro de alivio cuando por fin logró abrir la puerta de su casa. Le costó maniobrar con la llave en la cerradura por dos motivos:
Uno, porque el cuerpo de Amanda casi se había desmoronado con todo su peso sobre su espalda, que era fuerte, pero ocupada en soportar el cuerpo de su amiga no le dejaba apenas movilidad en los brazos y hombros, si es que quería evitar que Amanda cayera al suelo.
Dos, porque el aroma del coño de Amanda, cargado de feromonas debajo de la exigua faldita tableada y mezclado con la orina emitida hacía escasos instantes, le inundaba de tal modo que le estaba mareando. Alex comprobó con consternación que estaba poniéndose caliente, y que su polla había comenzado ya hacía rato a endurecérsele dentro del calzoncillo calado.
Despacio, cerró la puerta tras de sí y fue a ayudar a Amanda a sentarse en el sofá de su salón, pero está rechazó la idea de acomodarse directamente sobre la tapicería.
--No, Alex, voy a arruinarte el sofá…será mejor que me lave antes, ¿me acompañas al baño?
--Claro, Amanda…
Guió a su amiga por el estrecho corredor oscuro, al fondo del cual se encontraba el cuarto de baño de la vivienda.
--Oh, vaya—murmuró Amanda cuando su amigo accionó el interruptor de la luz—no tienes bidé…tendré que lavarme el chochito en la ducha…
--Sí…--asintió su amigo, dispuesto a salir corriendo de allí—por mí no hay ningún problema…
--Ya…--musitó Amanda, nuevamente con los ojos cargados de vergüenza—pero para ello tendré que desnudarme…
Y de pronto, bloqueando la puerta del cuarto de baño para no dejar salir de allí a su amigo, se sacó la camisita por la cabeza dejando al descubierto sus pechos duros como manzanas verdes, estremecidos por la fresca temperatura, los pezones erizados como las guindas encarnadas de dos tiernos pasteles de nata. Alex sintió de pronto unas irrefrenables ganas de morderlos, y apartó la vista desesperado, accionando el picaporte de la puerta sin éxito.
--Pero Amanda, por dios, ¿qué estás haciendo?
--Estate quieto y mírame—exclamó esta, haciendo pucheros—creo que tengo una herida aquí…
En efecto, se había raspado por encima de su turgente pezón izquierdo, probablemente cuando se tiró por la escarpada pendiente antes de llegar al cementerio.
--Alex, me duele…
Acto seguido se desprendió de la falda, que resbaló hasta sus estilizados tobillos dejando al descubierto la totalidad de su desnudez.
--Me pica el coñito…--continuaba salmodiando, mientras contoneaba su goloso trasero frente al espejo del lavabo, aún con un brazo estirado bloqueando la puerta. Metió uno de sus dedos en su vagina empapada como un pez, y comenzó a agitarlo levemente entre los delicados pliegues. Alex la miraba incrédulo desde la puerta, indefenso ante su desfachatez.
"Soy una puta y viciosa marrana" se regocijaba Amanda en pensar, lo que la excitaba todavía más para seguir haciendo todo aquello. Se sacó el dedo del coño y se lo metió en la boca, fijando la mirada en los atónitos ojos de su ángel; olfateó y lamió su dedito con glotonería, saboreando los jugos que lo impregnaban, y una vez estuvo completamente insalivado lo volvió a introducir entre sus piernas, frotándose rápidamente mientras revolcaba su culo contra el aire de puro gozo.
Pero su amigo cortó su bamboleo con brusquedad, por primera vez desde que se vieron.
--¡Amanda, ya está bien!—sólo él sabía que se le había puesto la polla como una piedra, con tanto meneíto--¡para ya, por favor!
De un tirón la asió del brazo y la apartó de la puerta.
--Usa el baño como quieras y lávate tú solita, yo te espero fuera…--fue lo único que logró decir.
Salió de la habitación con paso firme y cerró la puerta tras de sí, escuchando el eco de los sollozos de aquella zorra manipuladora contra los azulejos del baño. Algo aturdido por la visión de aquel voluptuoso cuerpo en pleno disfrute, avanzó hacia la seguridad de su dormitorio y se sentó sobre la cama. Una vez reclinado en el mullido colchón, repasando con los ojos aquel entorno que tan suyo y familiar le resultaba, no pudo evitar masajearse con ardor la polla dura por encima de los pantalones. No recordaba haber tenido tantas ganas de follar en toda su vida.
Alguna vez había soñado con metérsela a Amanda…pero se había sentido tan cabrón, tan mal por el sólo hecho de pensarlo…
No era ningún ángel, no. Pero para ella sí lo era.
Sin darse cuenta, las caricias sobre su miembro erecto se fueron haciendo cada vez más vigorosas. Exhaló con fuerza y echó la cabeza hacia atrás, para sentir aún más la palma de su mano sobre su brutal erección.
Amanda era una zorra. Le buscaba. Le había enseñado el culo en el cementerio…
Desde la visión de aquellas nalgas redondeadas y blancas como la luna llena, había estado él cachondo como un burro encerrado en un establo. Gimió de gusto palpando su pollón a estallar, sin atreverse a desabrocharse el botón de los vaqueros, y pensó de nuevo cuánto le gustaría follarse esa dulce vagina de mermelada salobre, ese culo seguramente virgen. Qué zorra. Realmente se merecía lo que buscaba…se merecía que alguien la diera un escarmiento por ir calentándole la polla a sus amigos de esa manera.
De pronto, el murmullo del agua que llegaba desde el baño cesó. Se oyeron tímidos pasos por el pasillo y unos leves golpes en la puerta de la habitación de Alex, bajo la cual se dibujaba una franja de luz.
--Entra—exhortó él con voz ronca.
Se abrió lentamente la puerta y Amanda, sólo cubierta por una suave toalla de color blanco, con los ojos visiblemente enrojecidos por haber llorado, dio unos pasos dentro de la habitación.
--Lo siento, Alex…
--No me digas más lo siento, Amanda—contestó él, la voz distorsionada por lo cachondo que estaba—y siéntate aquí.
Amanda se sentó despacio, con la cabeza gacha, en el trocito de cama que su amigo le indicaba con un golpe firme de su mano.
--Alex…
Plasss!!
De repente, él le dio una fuerte bofetada que hizo temblar las tiernas mejillas de Amanda, y a continuación la agarró de los pelos, obligándola a levantar la cabeza para mirarle a los ojos.
--¿Qué pretendes?—masculló cerca de su cara con brutalidad--¿Qué es lo que quieres?
Amanda rompió a llorar de nuevo y se removió sobre el colchón, tratando de zafarse de la mano de Alex. Sus lágrimas se perdían en su cuello, mojando la marca enrojecida que le había dejado en la mejilla la bofetada que Alex le había propinado con la mano abierta.
--Alex…
Plassss!! Él volvió a cruzarle la cara con mano implacable, sintiendo como su excitación sobrepasaba sus propios límites.
--¿Qué es lo que quieres?—repitió, gritando--¡Dímelo, puta!
Sus dedos se recortaban blancos sobre las ardientes y tiernas mejillas de aquella niñata descarada.
--Quiero follar…--sollozó Amanda, hecha un mar de lágrimas—Alex, fóllame, por favor…
Él se separó de ella, respirando entrecortadamente. Intentó volver a la normalidad e hizo un esfuerzo supremo por controlarse. No podía ser natural el deseo que se abría paso arrasando sus venas, el deseo de violar y lastimar a su amiga a la que siempre había cuidado y protegido como un verdadero ángel de la guarda.
Pero Amanda no se quedó quieta. Por fin liberada de la mano de Alex, se levantó despacio y esbozó una sonrisa cargada de vicio, aún con lágrimas en brotando de sus ojos.
Se colocó de rodillas junto a la cama, con el pecho descansando sobre el mullido colchón, y separó con ambas manos el cofre de sus nalgas para ofrecerle a Alex su coño jugoso como un higo maduro, tembloroso por la excitación, y el agujerito tierno de su ano.
Ante la visión de aquel culo abierto y la enrojecida fruta que latía más abajo, Alex se desbordó como la lava de un volcán. Sin pararse a pensar en lo que hacía, se sacó la polla, gruesa y latente, e insertó con violencia el ardiente glande en el umbral del chocho de aquella cerda, que moría por tragarlo.
Se la clavó entera de un empujón, rebuznando con una voz que no reconoció como suya.
Al sentirle dentro, Amanda se retorció encantada, revolcando su culo sobre el abdomen de su ángel, que estaba duro como una tabla de madera por contener la descarga inminente.
Casi al momento, Alex comenzó a bombear como un desesperado hasta lo más profundo de las entrañas de su amiga; Amanda pensó que iba a romperla por la mitad. Sentía la piel tensa de sus pelotas rebotando contra su chochito que se deshacía en agua en cada embestida.
Ella gemía como la más puta de las diosas y el gruñía como un animal, estampándola contra el borde de la cama, una y otra vez.
Justo antes de correrse sacó su palpitante garrote de aquella humedad de pan caliente, y se esforzó por controlar el espasmo previo al punto de no retorno que sentía ya muy cerca.
Tras unos instantes de intensa agonía, en el que Amanda tembló con incertidumbre al verse privada momentáneamente de la polla de su ángel, le penetró de improviso el tierno culito arrancándole a ella un grito desmedido de sorpresa y dolor. Se la metió en el estrecho canal sin miramientos, sin ningún aviso ni calentamiento
previo. Él también gimió, pero más por gusto que por daño, cuando sintió las estrechas y cálidas paredes del ano caliente cerrándose en torno a su polla, nunca la había tenido tan enorme y tan apretada…
--Alex, por favor, no…--Lloraba Amanda a lágrima viva—sácamela del culo, me duele…
Pero, por supuesto, aquel demonio ojiazul no le hizo ningún caso.
La penetraba cada vez con más virulencia, con más codicia. La polla le ardía a punto de desbordarse en un torrente de semen dentro de aquel anito que se estaba afanando en romper…
--Alex, Alex…
--¡Aguántate, zorra!—exclamó él sin poderte contener, dándole un sonoro azote en el culo—tú te lo has buscado…¿es que no te gusta?
En efecto, el culo de Amanda era tan vicioso como ella y, poco a poco, a pesar del dolor inicial, fue haciéndose cada vez más elástico para absorber mejor las acometidas de aquel rabo intruso. En realidad no le quedó más remedio…
Resoplando furioso, como una bestia en celo, el cuerpo agitado cubierto de sudor, su ángel la penetró con rabia unas cuantas veces más hasta que por fin se corrió, vertiendo allí dentro un potente chorro de leche desde su polla ordeñada por el culo de su amiga.
Fueron brutales las sacudidas del orgasmo, durante las cuales ambos fueron uno, envueltos por la misma piel: el demonio alado y la zorra virgen, el ángel del infierno y la santa calientapollas.
Con el culo destrozado, Amanda resoplaba sonoramente acariciándose ella misma el coño mojadísimo, intuyendo el orgasmo que amenazaba con fundir cada una de las miserables células de su piel…
--Alex, Alex, Alex…
Y Alex seguía rompiéndole el culo mientras se vaciaba, deshaciéndose en un gemido gutural, refregando sus poderosas caderas contra el trasero de su protegida.
Después de interminables segundos de corrida, ambos cayeron al suelo, como si sus respectivos espíritus les hubieran abandonado.
Les aseguro, amados lectores, que Amanda se lo pensará dos veces de ahora en adelante antes de calentarle a polla a un amigo, aunque éste sea su ángel de la guarda…
Por cierto, ¿tienen ustedes la suerte de contar con un ángel particular?