Completo
—Señor bonito, voy a desatarle—murmuró suavemente Samiq una vez colgó el teléfono, acercándose a la figura del profesor en el sofá—¿cómo está? ¿puede oír mi voz...?—añadió la última pregunta en tono de broma, pues Halley permanecía aun temblando y con los ojos cerrados, como si se hallara muy lejos de allí.
—Sí. Puedo.—rezongó, sin embargo.
El esclavo se encaramó al sofá para abrir el mosquetón que mantenía enganchados a la cadena los grilletes en torno a los tobillos de Halley. Sostuvo en vilo las piernas del profesor y aprovechó para subirle los pantalones antes de depositarlas con cuidado sobre la tapicería de cuero.
—¿Se ha quedado relajado...?—inquirió mientras retiraba los grilletes ajustables de cuero, echando un vistazo por el rabillo del ojo a la entrepierna de Halley. El miembro de éste se veía aun felizmente engrosado a través de los pantalones abiertos, aunque ya no tan congestionado y duro como antes.
—¿No vas a azotarme?—murmuró el profesor en tono de protesta, tal vez respondiendo con aquello a la pregunta.
—¿Oh? vaya, lo siento...—Samiq se inclinó para deshacer el nudo que aun mantenía las muñecas de Halley atadas a la espalda de éste, enrojeciendo súbitamente por el inesperado tirón que sintió en su propia entrepierna al oír aquello—yo... pensé que realmente le urgía que le penetrasen, señor. Lo siento de verdad.
Balle se encogió de hombros aun tumbado boca arriba en el sofá, escorándose ligeramente hacia un lado para facilitar los movimientos de Samiq en su espalda. Aparte de algún cachete de vez en cuando, no se había llevado más en aquella "sesión". Jamás hubiera dejado que Inti le pusiera la mano encima -especialmente después de aquel breve intercambio de palabras con él-, y, sin embargo, se pondría a ciegas en las manos del Dorado aunque apenas le conociera de nada. Los caminos de la sumisión eran inciertos, en verdad.
—Hazme daño para la próxima vez, ricura—masculló al tiempo que rotaba las muñecas abriendo y cerrando puños. El hormigueo que sentía en las manos persistiría unos minutos, no obstante, a pesar de la libre circulación de la sangre y de no estar ya él en una postura forzada.
—Le pido perdón, señor. Aunque, lo crea o no... la noche no ha acabado.
Samiq revolvió los cabellos del profesor y sonrió de forma pícara y enigmática tras decir aquello. Aquel hombre le resultaba demoledoramente dulce, incluso cuando se ponía borde. Era entonces cuando le notaba más necesitado de todo, quizá. Por supuesto que no quería hacerle daño -eso era exactamente lo que Halley pedía-, pero bueno, él era un esclavo así que tenía experiencia y "formación" en eso de satisfacer deseos, supuestamente. Si había caminos intermedios, los encontraría; y con toda seguridad los habría porque, como bien sabía Samiq, para muchas personas, en ciertas situaciones, "dolor" no era lo mismo que "daño" o "sufrimiento".
—Necesito un trago.
—Venga conmigo. ¿Le gustaría ponerse más cómodo?
El Dorado se inclinó sobre Halley y tiró de él suavemente para ayudarle a sentarse.
—Ugh...
—Despacito, señor. O se mareará.
Halley se las apañó para quedar sentado en el sofá y agachó la cabeza, ambos antebrazos apuntalados sobre sus muslos.
—Maldita sea. Todo... da vueltas.
Samiq se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo.
—Es normal, señor. Tranquilo. Se le pasará en seguida.
El Dorado esperó pacientemente a que el buen hombre se repusiera de aquellos giros vertiginosos que parecía dar el mundo en torno a su cabeza. Transcurridos algunos minutos, viendo que el profesor volvía a tener vida en la mirada tras los cristales de sus gafas, le ayudó a ponerse en pie.
—¿Quiere despedirse, señor?—inquirió mientras ofrecía el hombro a Halley para que éste tomara apoyo. Se refería a los chicos que seguían "jugando" frente al potro con la otra muchacha, y también al rubio, quien continuaba separado de ellos ahora apoyando la espalda contra la pared de espejo, respirando profundamente y con los ojos cerrados.
—Que se vayan a la mierda—gruñó el profesor, trastabillando y aceptando finalmente el apoyo que se le ofrecía.
Continuaba sin entender cómo demonios había sido posible encontrarse con Silver, Malena e Inti en aquel lugar, y, conforme salía poco a poco del estado de shock, iba barruntando la idea de que tal vez todo aquello había estado planeado. Sí, seguro, ¡era demasiada casualidad! ¿Tal vez Samiq sabría algo? el esclavo había dicho antes que tenía "orden de protegerle"; Halley lo había tomado como una tontería pero, ¿y si era verdad? eso explicaría por qué el Dorado se había mostrado tan decidido a defenderle contra viento y marea. Se daba cuenta, en cualquier caso, de que no podía pensar con claridad aun inmerso en todo lo que le estaba sucediendo. Los pensamientos discurrían lentos; el engranaje de su cerebro funcionaba a trompicones como rueda dentada, y las palabras... las palabras se negaban a articularse unas con otras siquiera para preguntarle a Samiq.
—Como quiera, señor—sonrió el esclavo—...¿puede andar?
Le había follado duro con un dildo de 20 cm. Había procurado no desgarrarle pero, a pesar de poner todo el cuidado del mundo en ello, le había hecho sangrar un poco en el proceso. Así que, aunque el profesor no se quejara, Samiq suponía que la huella de la violenta profanación anal tenía que molestarle al caminar. No era que tuviera demasiadas alternativas pero, en el caso de que el profesor no pudiera moverse, avisaría a Simut para cargarle en brazos entre los dos.
—Pues claro que puedo andar, ¿crees que me has dejado baldado o qué?—parecía que Halley aun tenía resquemores y le guardaba rencor a Samiq por no haberle hecho suficiente daño, o eso se destilaba del tono de su voz.
Paso a paso, despacio, el Dorado guió al tambaleante profesor hacia fuera del reservado, para enfilar junto a él el pasillo que separaba el Tres Calaveras de la sala central donde se encontraban la barra, las mesas, y aquella especie de pista de baile surcada por fogonazos relampagueantes.
—¿Adónde me llevas?—inquirió Halley—me temo que no puedo conducir en este estado. Estoy jodido.
Y de qué manera. En más de un sentido lo estaba.
Samiq negó con la cabeza y, aun rodeandole los hombros con el brazo, le atrajo hacia sí suavemente pegándose a él costado a costado.
—No, no, señor, claro que no. Son más de las cuatro de la madrugada. No se preocupe, tiene reservada una suite en la planta de arriba.
—¿Qué? oye, chavalito—no sabía qué edad tenía Samiq, pero a ojos vistas era más joven que él o eso pensaba Balle— Yo no he reservado nada.
El esclavo esbozó una pequeña sonrisa y suspiró.
—Lo sé, señor. Es un regalo.
—¿Un regalo? ¿de quién?
—Pues del Amo Argen, señor. Para que pueda descansar todo lo que necesite.
El profesor frunció el ceño sin dejar de caminar a paso de pingüino.
—¿Descansar?...¿y cómo sé que no vais a matarme y a trocearme?
La carcajada de Samiq se elevó sobre la música que aun sonaba en la sala principal.
—Oh, señor, le aseguro que nadie va a matarle ni a trocearle. Pero le daré la llave para que se encierre, si quiere.
—Déjalo. Seguro que tú tendrás copias de todas, pequeño energúmeno.
De esta manera, procurando hacer hablar al profesor para continuar sacándole poco a poco del estado de aturdimiento, el Dorado le guió hasta un arco lateral tras rebasar la larguísima barra. No vio a su hermano tras ella, pero tampoco se entretuvo en mirar más que de pasada, concentrado en promover estabilidad a Halley en cada paso.
El arco que cruzaron daba a un pequeño vestíbulo de paredes negras en el que había dos ascensores.
—Vamos a coger el ascensor, señor. Tenemos que ir al piso de arriba.
Samiq ya le había comentado esto a Halley antes, pero dijo aquello a modo de aviso por si acaso aquel hombre -que parecía hipersensible- pudiera tener algún tipo de problema con lugares cerrados, ascensores y similar. Si era así tendrían que usar las escaleras, cosa que al esclavo se le antojaba complicada pues el profesor no parecía aun en las mejores condiciones.
—Esto parece la maldita entrada al infierno—masculló el aludido mirando la moderna estancia, recorriendo con los ojos las desnudas paredes en negro hasta posarlos en la discreta araña de cristal que les iluminaba desde el techo. Agachó por un momento la cabeza y se dio cuenta de que el suelo de mármol veteado, también oscuro, brillaba de un modo que podía verse reflejado en él. Vaya, si ese tal Argen era el dueño de todo eso, tenía que estar forrado de pasta hasta las trancas. Lo más cojonudo de todo era que Balle no había oído aquel nombre en la vida -"Argen"- y sin embargo esa persona parecía conocerle a él. Según se mirase, la cosa daba escalofríos... aunque el kamikaze profesor era el primero que deseaba quedarse en aquel inquietante lugar. Tal vez cualquier otra persona -alguien que hubiera tenido más aprecio a su vida, quizá- hubiera salido por piernas, pero eso qué importa.
—Ah, señor. El Amo que me tiene dice que, a veces, la línea que separa el infierno del cielo desaparece...
El Dorado guiñó un ojo al profesor y estiró el brazo para pulsar el botón de llamada entre los dos ascensores.
—Oh, interesante. Por cierto, tal vez te parezca rara esta pregunta pero... ¿de qué me conoce a mí, ese Amo que te tiene?
El esclavo guardó silencio unos instantes antes de responder.
—Señor, disculpe la impertinencia, y no sé si le parecerá rara esta pregunta pero, ¿no lo sabe usted?
Al fin y al cabo, Samiq sabía que Argen había mandado de primera mano una invitación a aquel hombre, y a la vista estaba que él la había recibido pues de lo contrario no se encontraría allí. Tal vez Halley había aceptado la invitación aun sin conocer directamente quién era el anfitrión, sabiendo sólo que procedía del "mundo BDSM". Después de todo no se trataba de ninguna fiesta privada, aunque también era cierto que, en aquel club, todas las "fiestas" eran privadas. Cosa esta última que quizás el profesor no sabía.
—No. No tengo ni la menor idea. Dime, ¿de qué me conoce?
—La verdad es que no lo sé, señor.—El esclavo no mentía diciendo esto—sólo sé... que le quiere. Tal vez no debería decirlo, pero... bueno, Él quiere por encima de todo que usted esté a gusto aquí.
Samiq desvió la mirada, eludiendo por un momento los ojos del profesor. No quería hablar más de la cuenta, y esperaba que Halley no optara por tirarle de la lengua. En verdad, el Dorado sabía más sobre las intenciones de Argen respecto a Halley de lo que desearía, pero, aunque no tenía orden expresa de guardar silencio, no querría compartir este conocimiento con nadie y menos con el profesor. Se trataba de temas privados a su entender; temas del Amo a cuyos pies estaba, y por encima de todo quería respetar y guardar lealtad a esa intimidad. Ya había dicho demasiado.
—¿Que me quiere?—graznó Halley, sintiendo que volvía a marearse. No entendía nada, tal vez todo había sido una confusión, un fatal malentendido pues por más que hacía memoria no tenía ni la menor idea de quién podría ser esa persona. "Argen". Argen, Argen... ni siquiera le sonaba el maldito nombre.
—Esa es mi humilde deducción, señor. Es lo que me parece. Al Amo le preocupa mucho su bienestar, eso es lo único que sé.
En aquel momento, las dobles puertas del ascensor a su izquierda se abrieron ante ellos con un zumbido de fricción metálica, desvelando el interior del habitáculo iluminado por una suave luz carmesí.
—A lo mejor estoy muerto y esto es el infierno de verdad...—ironizó el profesor segundos antes de dejarse arrastrar dentro de aquella jaula de plata.
—Confíe en mí, señor. No va a pasarle nada malo aquí. Mire, si no quiere quedarse a dormir puedo conseguirle un coche o un taxi le que le lleve a casa, pero al menos repóngase un poco ahora, ¿sí?
El profesor no había mostrado la menor vacilación, sin embargo, ni había opuesto resistencia a ser llevado. Tal vez se encontraba más intrigado que asustado con todo lo que estaba ocurriendo; tal vez quería explorar y ver qué había en la planta de arriba, o quizá confiaba cien por cien en Samiq. O noventa y nueve por ciento.
El ascensor inició su camino rápido y silencioso hacia el piso superior. Las paredes interiores del habitáculo estaban revestidas de terciopelo rojo y cubiertas de espejo hasta la mitad, aunque Halley hizo esfuerzos por evitar mirarse. Al profesor no le dio tiempo a apoyarse en la barra dorada en la pared del fondo porque llegaron a su destino en lo que parecieron instantes.
—Gracias por confiar en mí, señor. Es por aquí.
Las puertas se abrieron de nuevo ante ellos tras el breve botecito cuando el ascensor se detuvo, mostrando un amplio vestíbulo en penumbra. El Dorado tiró suavemente del profesor para salir del habitáculo junto a él, señalando con una inclinación de cabeza un angosto pasillo al final del vestíbulo.
—Esto es enorme...
La tenue luz procedía de bujías sujetas a la pared por rocambolescos brazos de hierro forjado, dispuestas en hilera a lo largo del corredor aproximadamente cada metro y medio.
—Veo que nunca antes ha estado aquí, señor. Verá, esta parte del Club está acondicionada como un hotel para los clientes que quieren pasar la noche.
Un hotel "temático" podría decirse. Algo así.
—Oh—centrando la mirada en los dibujos en mosaico del suelo, desplegados en diferentes tonos de verde (jade, hierba, esmeralda, irisado), el profesor trataba de hacerse una composición de lugar en su cabeza sobre aquel sitio. Cuando había visto el viejo edificio lleno de pintadas desde fuera, al momento de llegar, jamás hubiera podido imaginar las características de su interior. Y qué decir de la puerta herrumbrosa de acceso, parecida a la de un desguace, decapada y flanqueada por sendos bidones abandonados. Nadie hubiera pensado que aquella puerta podría guardar algo semejante tras ella.
—¿Ve? aquí están las habitaciones—sin dejar de andar, el esclavo le hizo una seña a Halley para mostrarle las puertas que iban apareciendo tanto a su derecha como a su izquierda en el corredor—no son muchas, la verdad. Pero tienen todas las comodidades, ya verá.
Se detuvo con el profesor frente a la puerta numerada como "7". La hoja era del color del ébano como todas las demás, y del pomo dorado colgaba una llave de aspecto antiguo enlazada a una cinta de seda roja. Sin más, el esclavo introdujo la llave en la cerradura, la giró y abrió la puerta de la habitación.
Si las alfombras mullidas tienen olor, si el mármol blanco en la oscuridad tiene olor, si la ropa de cama hecha de seda tiene olor, la habitación olía a todo ello y Halley sintió aquella fragancia como un puñetazo en la cara cuando se abrió la puerta.
—Aguarde, señor. Voy a encender las luces.
El profesor respiró hondo y se hizo a un lado para que Samiq pudiera cerrar la puerta. No, definitivamente no iba a ir a ninguna parte.
—Bueno. Bienvenido, señor. Está en su casa.
El Dorado había pulsado un interruptor en la pared y al momento una suave luz en tono cálido iluminó la estancia, procedente de una araña en el techo -parecida a la que Balle había visto antes- de cuyos brazos pendían multitud de cristalitos como pequeños carámbanos en forma de lágrima. La lámpara alcanzaba a iluminar lo que había más allá del pequeño recibidor en la habitación: una enorme cama de estilo moderno sobre una plataforma, un diván tapizado frente a ella, un reclinatorio contra la pared, una cómoda de madera oscura sobre la cual había varias velas blancas de diversos tamaños. El profesor parecía demasiado aturdido como para hacer comentario alguno y se limitó a seguir los pasos del Dorado, internándose en aquel nuevo y lujoso paraje.
—¿Quiere tomar algo?
Samiq señalaba una pequeña nevera cerca de la cama al decir esto, y no se refería sólo a bebida. Si era cierto como le dijo Simut que la habitación estaba "preparada", significaba que habría de haber algún bocado interesante ahí dentro. Lamentablemente, Argen había sido escueto en su orden y no le había dado detalles a Samiq sobre los gustos de Halley en cuanto a comida, bebida o cualquier otro tema, lo mismo que no había dejado directrices específicas sobre "cómo" atenderle. Ah, bueno... Samiq tendría que averiguarlo, tal y como había venido haciendo desde la primera vez que le vio en el Tres Calaveras.
—Bueno. Pero...
—Tengo una idea, señor—se apresuró a proponer Samiq antes de que el profesor pudiera objetar alguna cosa—¿qué le parece si le preparo un baño y le llevo algo de comer y beber al yacuzzi? Bueno, yacuzzi... es una bañera de hidromasaje en realidad, ¡pero es bastante grande, y está muy bien!
El profesor casi bizqueaba. ¿Una bañera de hidromasaje? En verdad, si aquello era el infierno, estaba muy cerca del cielo ahora mismo.
—Un baño caliente viene genial para atemperar el cuerpo y los nervios...—proseguía el esclavo, como si alguien pudiera rechazar algo así—seguro que le ayuda a relajarse, señor.
El profesor miró al Dorado con auténtica cara de gilipollas y asintió despacio.
—Bueno—musitó en lo que podía ser una aceptación del plan sin tenerlas todas consigo—pero yo... yo quisiera... hablar.
—¡Estupendo, señor! claro, claro que hablaremos. Venga conmigo, ¿quiere sentarse mientras le preparo el baño?
Samiq acompañó a Halley al diván que había frente a la cama y le ayudó a tomar asiento. No tardó demasiado en poner en marcha la bañera, enceder unas cuantas velas y prender una varita de incienso de opio antes de volver junto a él.
—¿Me permite que le vaya desnudando, señor?
El rostro del profesor parecía haberse ensombrecido durante aquella mínima espera. Sin embargo, éste asintió con un suave movimiento de cabeza.
—Me siento un jodido niño—comentó entre dientes mientras Samiq le desabotonaba la arrugadísima camisa.
—Ah, qué lindo, señor. Yo soy su papi entonces—el Dorado, arrodillado frente a Halley, levantó la mirada hacia él y le guiñó un ojo.
—No me va ese rollo—mintió como bellaco el aludido—qué asco.
—Ya sabe que podemos jugar a lo que quiera...—Samiq hizo esfuerzos por no reír y se centró ahora en asir la cinturilla de los pantalones del profesor—levante las caderas un poco, por favor, señor.
Le descalzó con mimo y, cuando Halley elevó las caderas, le despojó suavemente de los pantalones y de la ropa interior. Una vez le hubo desnudado por completo, dejó estas últimas prendas del profesor sobre el diván, tal y como había hecho con la camisa que acababa de quitarle momentos antes.
—Vamos, señor. Cogerá frío.—Con todo el cuidado que fue capaz, el Dorado se irguió y tomó del brazo al profesor para ayudarle a levantarse del diván. Halley parecía algo turbado ahora, o quizá de pronto cohibido por mostrar su desnudez -"me siento un jodido niño"-, de nuevo lento de reflejos en cualquier caso o eso le pareció a Samiq.
Despacio, el esclavo caminó con el sumiso desnudo hasta una puerta también lacada en negro situada cerca de la cama, al otro lado de donde se encontraban la cómoda de las velas y el reclinatorio. Afortunadamente, una tupida alfombra en colores claros separaría el frío suelo de mármol de las plantas de los pies descalzos del profesor durante el camino. La puerta estaba entreabierta, dejando ver una franja de suave y pulsante luz (velas, comprendió Halley) que se derramaba desde el espacio tras ella a la penumbra de la habitación. También se escuchaba el murmullo del agua al otro lado.
—Ya verá cómo se va a quedar muy, muy relajado...
El Dorado empujó la puerta sin soltar a Halley y entró con él a lo que resultó ser un espacioso cuarto de baño, alicatado en mosaico cuyas teselas, en tonos nacarados contra negros, formaban entramados y caprichosas figuras geométricas hasta el elevado techo. Contra la pared frontal, encastrada entre vetas marmóleas, se levantaba la bañera ovalada más grande que Halley había visto en su vida, en aquel momento llenándose de espumosa agua azul.
El profesor no dijo palabra alguna mientras se aproximaban hacia ella.
—Vamos, entre en el agua—le animó Samiq, aun sujetándole desde atrás y rozando dulcemente su espalda con la punta de la nariz—¿Quiere probarla primero? yo le sostengo.
—Parece una piscina—gruñó el profesor al tiempo que levantaba una pierna para introducir en el agua la punta del pie. Encontró el líquido a temperatura más que agradable, así como deliciosamente untuoso gracias a las gotitas de aceites esenciales que Samiq había vertido en él, de modo que metió el pie hasta apoyarlo en el fondo y se dispuso a entrar en la bañera.
—Ah, sí, lo sé. Es enorme, ¿verdad?
—Ah-ahh...—Halley no pudo evitar un jadeo y un murmullo de gusto cuando por fin dobló las rodillas y se sentó. El agua que fluía a borbotones desde varios puntos al borde de la bañera le llegaba por la cintura, y su cálido beso se transmitía a cada rincón de su cuerpo a través de la piel. Se estremeció al notar la caricia del líquido entre las nalgas, dándose cuenta de que había algo "ahí" que de pronto escocía bastante.
Samiq soltó a Halley cuando vio que éste había afianzado su posición.
—¿Esta todo bien, señor?—inquirió con una sonrisa, sin disimular el alivio que sentía por que el otro no se hubiera pegado un trastazo durante la maniobra.
—Sí.—Halley tardó unos segundos en responder, manteniendo la mirada fija en la agitada superficie. El nivel del agua iba subiendo rápidamente gracias a los chorros, ya rodeándole por debajo del pecho. Sin mirar al Gato, se le pasó por la cabeza darle las gracias por todas aquellas atenciones pero se contuvo a tiempo.
—Me alegro—el esclavo asintió con una amplia sonrisa. Estaba claro que lo que menos hubiera esperado por parte del otro era agradecimiento; estaba ahí con Halley porque para eso estaba él, sin más, aparte de porque él mismo quería estar (aunque por suerte o por desgracia eso no contaría demasiado en cualquier caso)—Aguarde un momento, voy a por un refrigerio.
—¿Eh? Espera.
Ya se disponía Samiq a salir, pero el tono imperativo, casi implorante del profesor le hizo detenerse en seco y volverse a mirarle. Halley le contemplaba ahora desde dentro de la bañera con una expresión insegura, los hombros caídos y la cabeza ligeramente agachada, los ojos elevándose borrosos para clavarse en él. Parecía de pronto la viva imagen del desamparo entre olas de espuma y vapor.
—Dígame, señor bonito.
—¿Tú no vas a entrar...?
—Ah...—el Dorado sonrió, de nuevo con cierto alivio. No había contado con algo así pero, bueno, que todas las inquietudes o problemas fueran como eso—Sí, claro, señor. Si usted quiere, entraré. ¿Le importa que vaya antes a coger algo de la nevera? sólo un minuto, no queremos que se deshidrate, ¿verdad?
El profesor negó con la cabeza. No le importaba, y, a decir verdad, estaba sediento después de las dos lechadas y la sudada que se había pegado en el reservado gracias a Samiq.
—Vuelvo en seguida.
Maldiciendo por el cosquilleo que sentía de nuevo entre las piernas, tratando de pensar en escenas horribles para hacerlo desaparecer o al menos atenuarlo, el esclavo se apresuró a salir del cuarto de baño para volver a la habitación. Encontró algunas cosas interesantes dentro de la pequeña nevera -crema de licor, vino espumoso, apretivos diversos- y al final se decidió por lo típico: fresas con cobertura fría de chocolate... y una botella de agua. No escogió las fresas tanto por sus supuestas propiedades afrodisíacas como por el aporte de azúcares que supondrían para el profesor si éste las comía. Por último, cogió un saquito sellado de escamas de sal, se lo metió en el bolsillo de los vaqueros y, sosteniendo el plato frío en una mano y la botella en la otra, se dirigió de nuevo al cuarto de baño para reunirse de nuevo con Halley.
Encontró al profesor reclinándose contra las paredes de la bañera, a punto de reposar la cabeza en el borde. Sonriendo a luz de las velas, evitando hablar para no molestarle, Samiq dejó las cosas sobre una repisa de piedra junto a la bañera y cerró la válvula de agua. El líquido seguiría burbujeando aun así, y comenzaría a ciclarse para que continuara el hidromasaje a chorro.
—Entra.—Halley había entreabierto los ojos y murmurado la orden con sequedad, sin moverse un milímetro.
—Sí, señor.
Samiq se mordió el labio. No había contado con que el profesor fuera a querer compañía en la bañera y ahora se sentía estúpido por no haber caído en eso. No era que le molestara o le diera corte desnudarse; no era que no le apeteciera meterse en el agua junto a Halley, al contrario... precisamente lo único que le frenaba era que se veía, de hecho, con muchas ganas de hacerlo y eso le hacía sentir mal. Tampoco era ningún pecado desear contacto y lo sabía, pero el hecho de que nunca antes le hubiera pasado convertía este deseo en algo extraordinario que debía ser tenido en cuenta. La ausencia de deseo respecto a todo aquel que no fuera Argen siempre le había hecho sentirse seguro al Dorado... hasta ahora, de improviso. Se sentía "sucio" mentalmente, poco leal, a pesar de tener (de momento) los síntomas físicos de ese deseo bajo control. En su cabeza, el "angelito bueno" decía: «tienes que confesarle a Argen lo que te ha pasado con Halley cuando él vuelva», y el "angelito malo" respondía inmediatamente: «¡No seas loco! nadie tiene por qué enterarse, eres humano y no Le amas menos por eso, es algo normal. Disfrutalo mientras puedas, idiota».
De cualquier modo, se desabrochó los vaqueros claros y tiró de ellos hacia abajo para sacarselos, quedando completamente desnudo delante del profesor pues no llevaba más prenda que esa. A continuación retiró las horquillas que llevaba a nivel de las sienes y detrás de la cabeza, dejando que la mata de cabello fino, rubio pajizo, cayera libremente rozando sus hombros.
—Ah, antes de que se me olvide. Tome esto.—antes de entrar en el agua, el Dorado sostuvo en las manos sus vaqueros y buscó en el bolsillo el saquito de escamas de sal. Con dedos levemente temblorosos logró abrirlo y colocar una cantidad mínima de la substancia en el dorso de su mano—Tome, señor, deje que se le disuelva en la lengua—murmuró mientras acercaba la mano a los labios del profesor—es sólo para evitar que le baje la tensión. Más vale prevenir.
Halley se quedó unos segundos mirando a Samiq sin hablar, algo contrariado por que el otro le ofreciera sal cuando precisamente estaba sediento. Sin recato recorrió su cuerpo con los ojos, comiéndose con la mirada cada recodo en la blanca piel, mientras sin embargo obedecía y lamía el dorso de la mano tendida ante su rostro. Se dio cuenta de algunos detalles, como por ejemplo de las marcas simétricas y puntiformes que tenía el esclavo a la altura de las ingles, camufladas entre el vello púbico claro. Aunque, inevitablemente, también se fijó en otra cosa a ese nivel.
—Tienes una buena tranca—comentó, sintiendo cómo la sal se le deshacía en la boca.
—Heh, no tan bonita como la suya. Pero gracias, señor.
Samiq le tendió la botella de agua a Halley para que pudiera beber, y luego, evitando mirarle a los ojos, se metió despacio en el agua, no queriendo dilatar por más tiempo aquella recreación visual sobre su persona. Le agradaba gustarle al profesor-aunque hasta el momento, lo único que este había alabado abiertamente era su "tranca"-, pero estaba empezando a ponerse tenso de verdad con aquel juego.
—Es una pena que no pueda gozármela—insistió sibilinamente el profesor—y que tú no puedas correrte. Me imagino que te habrás quedado con las ganas—añadió en voz más baja y aun cortante, desviando la mirada.
—Ah, bueno. Eso no importa, señor. Mis ganas, quiero decir—se apresuró a aclarar el Dorado—estoy acostumbrado a guardármelas, créame.
—Eso no está bien.
Sonriendo, Samiq se movió en el agua para acercarse a Halley y le colocó una mano en el hombro.
—No es que quiera llevarle la contraria siempre, señor...—musitó antes de darle al profesor un pequeño beso en la mejilla. Vaya, se le estaban empañando las gafas; de pronto le entraron unas ganas terribles de quitárselas sólo para besarle los párpados, pero se reprimió. Tal vez sin sus gafas el pobre Halley estaba más ciego que un topo; de lo contrario se las habría quitado él mismo, ¿no?—pero está bien, claro que está bien. Su placer es el que importa, señor. En realidad, su placer es el mío.
—Y eso lo ha decidido (tu) Amo, supongo. Que tu placer no importe.
Samiq suspiró y volvió a besar a Halley, esta vez en la curva de su hombro.
—En realidad lo decido yo, señor. Mi placer es propiedad del Amo que me tiene igual que lo soy yo. No se preocupe por mí, señor, todo está bien.
Esa y otras decisiones las había tomado el propio Samiq hacía bastantes años ya, en aquella isla perdida donde se encontraba la fortaleza de Zugaar.
—¿Ni siquiera puedes cascártela?—preguntó Balle con una sombra de burla—Tiene que ser una putada, lo siento por ti.
El Dorado alargó el brazo para poner el plato de fresas a su alcance y tomó una para acercársela a los labios al profesor. Qué podía decir respecto a lo que él acababa de comentar... era duro a veces, claro que sí; el cuerpo tenía sus necesidades propias en abstracto y no dudaba en reclamar lo "suyo" a gritos, especialmente tras varios días sin contacto físico, como cuando Argen salía de viaje. Sí, el propio cuerpo y la "llamada de la selva" era lo primero que cualquier esclavo tenía que aprender a domar si quería no volverse loco, con independencia de que existiera o no verdadero deseo por otras personas.
—No se preocupe, señor, soy fuerte. Ande, pruébela.
Halley olfateo la fresa y, con la mirada baja, sacó la lengua para lamerla. Sintió un escalofrío al hacerlo, cuando probó en su músculo húmedo el sabor del cacao y también la piel cálida de los dedos de Samiq sujetando el bocado. Lamió despacio la pequeña fruta cubierta de chocolate, demorándose unos segundos en aquel dulce placer antes de metérsela entera en la boca con un gesto obsceno de gusto. Cuando la masticó, la cubierta de chocolate crujió y la fruta se deshizo en jugo levemente ácido dentro de su boca.
—¿Le gusta? ¿Está buena?
—Besos de fresa y chocolate—murmuró el profesor después de tragar, aun recreándose en la mezcla de sabores—supongo que no puedo tomar una de tus labios.
El esclavo sonrió con gesto un tanto chulesco antes de tomar otra fresa del plato.
—Claro que puede, señor—replicó, entornando los ojos parodiando un gesto pendenciero— Pero, le advierto... si me roba un beso, entonces sí que le castigaré.
Sabía que decir aquello -aunque fuera soltándolo al aire como una tontería- era como añadir dinamita a una traca de fuegos artificiales. Sabía bien que el tema de los castigos provocaba y encendía al profesor, o al menos había sido así durante el tiempo que pasaron juntos en el Tres Calaveras. Bastaba decirlo y amenazarle con ello para hacerle mojar y palpitar, incluso para precipitar su orgasmo, ¿por qué lo había dicho, entonces? Así mismo, se daba cuenta también de que lo que acababa de decir podría ser interpretado por el otro como una invitación retorcida a darle un beso. No estaba tratando de incitarle, oh dios... ¿o sí?
—Es lo que te apetece, ¿no es así?
—¿Que me robe un beso, señor?
—No...—Balle sacudió la cabeza mirando hacia otro lado. A Samiq le pareció que enrojecía ligeramente—castigarme.
Mierda. Aquella maniobra de la lengua rodando sobre la fresa, aquel discreto rubor, por no hablar de esa última petición encubierta... todo esto empezaba a ser demasiado para el Dorado. No pudo evitar imaginar las nalgas del profesor asentadas en el fondo de la bañera, y su verga aumentando en grosor y tamaño bajo el agua. ¿Estaría empalmado Halley ahora?¿se habría empalmado mientras decía aquello? El propio Samiq volvía a calentarse por momentos, casi totalmente duro en apenas segundos bajo la revuelta superficie.
¿Era cierto lo que había dicho el profesor? ¿en verdad le apetecía castigarle? Samiq nunca había disfrutado castigando a nadie, aunque, en Zugaar, siempre había tenido que "ajusticiar" a otros esclavos que claramente no querían recibir azotes ni vivían la experiencia como algo excitante, que él supiera. Nunca había hecho eso para dar placer o porque el interesado se lo pidiera; tal vez la diferencia radicaba precisamente en eso, en complacer. Para bien o para mal, Samiq disfrutaba haciendo gozar a quien estaba con él y no causando malestar. Y quién era él para cuestionar los caminos del goce.
—Si se porta mal, tendré que disciplinarle—respondió sin contestar directamente a la pregunta. Aunque había hablado en tono de broma, su voz había temblado con un aleteo nervioso al final.
—...¿Y si te pidiera...—el profesor ladeó la cabeza entonces y contempló al esclavo con un destello loco en la mirada—que azotaras mi culo y mi espalda hasta levantarme la piel, hasta hacerme llorar y gritar? ¿eso te pondría más cachondo, Gato?
—Uf, señor.
—Contéstame, maldita sea.
El Dorado jadeó, viéndose de golpe acorralado contra las cuerdas.
—Sí, señor...—optó por admitir—me está poniendo... bastante.
—¿Te gusta pegar a la gente?
Samiq rió nervioso y negó con la cabeza. No, no era un sádico. Todo lo contrario. Aunque podía convertirse en uno si eso era lo que desataba al profesor.
—No, señor. Es por... lo excitado que le veo a usted.
El profesor sonrió con expresión de triunfo. Se sentía relajado en el agua y comenzaba a acusar cierto cansancio físico, pero nada de eso hacía mella en la brusca excitación que de nuevo experimentaba. Ya no le quedaba entereza para revolverse contra ello; pensaba en Kido sin parar, dándose cuenta de que, probablemente, su Amor tendría la misma edad que Samiq ahora de no haber muerto. Ya su dignidad estaba fragmentada del todo y perdida muy, muy lejos... ¿por qué resistirse a ser el cerdo traidor que era y había sido siempre? Ya sólo tenía sentido dejarse llevar, dejarse arrastrar y cerrar los ojos. Más difícil que aceptar todo eso, era quizá pensar que el Dorado le gustaba aunque solo fuera un poco.
—Si te pidiera... que fueras el más cabronazo torturador del mundo ahora... conmigo, eso... ¿te pondría más cachondo?
Según lo que para Balle significaba la palabra "cabrón", a cuyo concepto podría ajustarse por ejemplo a alguien como Inti, claramente Samiq no lo era. El profesor había visto suficiente en el reservado como para intuir que la mala leche no estaba en la naturaleza del esclavo y, precisamente por eso, quería provocarle y que éste sacara la actitud agresiva que de natural no afloraba en él. Estaba seguro de que el esclavo se reprimía cada vez que se excitaba o se enfadaba... en ese aspecto, provocarle se sentía como andar probando ganzúas en la cerradura de la caja de Pandora.
—Responde, Gato.
Samiq tembló. Sin dejar de mirar fijamente a Halley, tomó la fresa cubierta de chocolate para colocarla entre sus propios labios y le lanzó una mirada incendiaria y retadora. Su cabeza era un mar de preguntas y, aunque no pudo evitarlas, no quiso prestar atención a ninguna de ellas. ¿Quería que Halley le besara? No, eso no estaba bien... no podía dejar que tal cosa ocurriera, ¿verdad? pero claro, ni en un millón de años el profesor se atrevería a traspasar aquel límite, no tendría TANTO morro ¿cierto?
Claro que lo tendría.
Como no podía ser de otro modo, el profesor se precipitó a coger la fresa con la boca y, por supuesto, se permitió dar un muerdo a los labios del esclavo. Fue momentáneo, tan sólo una suave clavada de dientes mientras tomaba la fruta, una insuflación de cálido aliento y un lengüetazo después para rematar la jugada. Samiq le apartó de un empujón y sin mediar palabra le dio un fuerte cachete en la mejilla, respirando aceleradamente.
—Lo ha hecho...—susurró, el corazón a punto de salírsele por la boca. Sí, en el fondo ya temía que aquel kamikaze se lanzaría, pero le había dado igual.
Halley sonrió y se relamió el sabor a fresa que aun sentía en los labios. No hubiera esperado que Samiq le pegara en la cara y ahora le contemplaba con los ojos brillantes, llevándose la mano a la mejilla cacheteada y sintiendo como los globos oculares comenzaban a calentársele. Recibir un bofetón o un cachete en la cara, aunque fuera blando -que no había sido el caso- tenía un significado añadido especial y demoledor para él, no podía negarlo. Era quizá la humillación máxima, la mayor confirmación posible de ausencia de poder; justo lo que ahora su mente retorcida necesitaba. Porque ahora ya no tenía miedo ni nada que perder, ni nadie a quien perder.
—Gracias por hacerme llorar—siseó un segundo antes de que los ojos empezaran a desbordársele.
En verdad lo agradecía. En aquel local, Halley había llorado lo que no había llorado en años, literalmente. Antes de visitar el Club había estado tan bloqueado que, incluso cuando más lo había necesitado, no había sido capaz de desahogar una sola lágrima. Y eso era realmente estresante, realmente cansado, insportable. Si hubiera sabido que bastaba una simple visita a ese lugar para sacudirse de encima años de tensión, tal vez hubiera acudido antes allí.
Sin embargo, el esclavo no lo entendió así. Su expresión cambió a una de auténtica preocupación -por no decir de terror- al ver aquella primera lágrima rodando por la mejilla del sumiso.
—Ay dios. No, por favor, señor. No, no, lo siento, lo siento...—había visto llorar a aquel pobre hombre prácticamente desde el minuto uno en el Tres Calaveras. Virgen santa, se había pasado llorando toda la noche, hasta cuando había sonreído. Y ahora de pronto volvía a llorar...—señor, lo siento mucho. Ha sido un impulso, todo ha sido mi culpa. Yo creía que...
—Gilipollas...—el profesor soltó una pequeña risa siseante y se tragó las lágrimas—Deja de tratarme como una princesa, joder. Quiero llorar como un perro, ¿es que no lo entiendes? Insúltame, escúpeme, úsame, trátame mal. Vamos, maldita zorra.
Samiq no pudo disimular el mazazo de tristeza que sintió al oír aquello sin saber exactamente por qué. Al mismo tiempo, sin embargo, se moría de ganas de dejarse arrastrar y dar salida al loco impulso de tratar a Halley como éste pedía; de ceder y agarrarle por el pelo, colocarle en posición contra el borde de la bañera y empezar a azotarle ahí mismo, con ganas de hacerle gritar de placer y dolor, con furia. No... aquel no iba a ser un bañito romántico a lo "frotame la espalda" y otras moñeces. El profesor quería el infierno en aquella fumarola ("me siento como un niño" "hazme daño, ricura"), bueno, pues eso tendría.
—Vale, señor. Póngase de rodillas y reclínese contra el borde de la bañera—dijo tras tomar una larga bocanada de aire—Así no, vamos. Saque del agua ese culo sumiso y separe las putas piernas.
El profesor no vaciló un segundo en colocarse como Samiq le ordenaba. Jadeando y dolorosamente empalmado contra la superficie esmaltada, los brazos colgando fuera de la bañera, sacó el trasero del agua e incluso arqueó la espalda para levantarlo y así mostrarle las pelotas al esclavo tras él. Gozaría azotes y tormento allí también, ¡ah, eso tenía que doler! nunca lo había experimentado pero era fácil imaginarlo.
—Espere ahí. Muevase un milímetro y lo lamentará—Samiq palmeó una de las nalgas de Halley y salió de la bañera para regresar un momento al dormitorio. Si el profesor quería marcas y sangre en el castigo, iba a necesitar algo más que sus manos para infligirlo.
Sabía bien que en aquellas habitaciones había siempre un stock de instrumentos variados para posibles encuentros que pudieran surgir "a la hora de dormir"... no tuvo que buscar mucho para encontrar lo que buscaba: una especie de látigo corto de cuero, grueso y burdamente rematado, más bien rígido y bifurcado al final en dos crueles colas planas de unos 20 cm. de largo. Una auténtica putada que a cada golpe mordería la piel y podría incluso hasta romperla si era descargado con fuerza.
Regresó al baño con el látigo en la mano, las piernas temblando y el glande rozandole el ombligo gracias a la insoportablemente dura erección de su miembro. El profesor había sido obediente sólo a medias, manteniéndose con el culo en pompa contra el borde de la bañera pero girando la cara y parte del torso para mirarle. Sonreía y jadeaba con la boca entreabierta, taladrando con sus pupilas el grueso miembro erecto de Samiq y comenzando a mover las caderas inconscientemente de forma casi imperceptible.
—Estás tan empalmado que tiene que dolerte—musitó sin que su sonrisa provocadora cediera un ápice.
—La habitación está insonorizada—replicó el esclavo sin echar cuenta del comentario, haciendo restallar el látigo con cierta vehemencia sobre la palma de su propia mano—siéntase libre para gritar cuanto quiera, señor.
Tras dar esta información, Samiq se colocó junto al sumiso por fuera de la bañera y colocó la mano izquierda entre los omóplatos de éste. Presionó sobre él para fijar su posición contra el borde-aunque Halley no tenía la menor intención de escapar- y seguidamente procedió a blandir el látigo sobre el aceitado culo sin previo aviso, una, dos, tres, cuatro, cinco veces.
El profesor recibió aquellos primeros (y fuertes) correazos sin una queja, apretando los dientes y sonriendo al final.
—¿Así es como me vas a escarmentar?—le espetó en un susurro jadeante—Niñato. Ni siquiera sabes pegar en condiciones.
—¿Niñato?—Samiq soltó una risa nerviosa y, sin detenerse a discutir, se posicionó cambiando el peso de un pie a otro para asestarle a aquel tembloroso culo otros cinco azotes con todo el vigor de su brazo. Esta vez el profesor gimió y cerró los ojos con fuerza al absorber los feroces impactos.
Samiq soltó la espalda de Halley al terminar y retrocedió un paso, jadeante, apreciando como el trasero de éste ya se veía cruzado por inflamadas marcas violáceas que parecían latir bajo la piel. Se cambio el látigo de mano para acceder con la diestra a la zona entre los muslos del sumiso, acarició su escroto y sumergió la mano en el agua para trepar hacia su estómago desde atrás, mordiéndose el labio con fuerza cuando las puntas de sus dedos chocaron contra la polla dura a reventar que encontró seguidamente. El leve roce hizo que aquel falo oscilara con pesadez bajo el agua cuando Halley separó las caderas de la pared interior de la bañera, y Samiq cerró los dedos en torno a él por mero impulso.
—Joder.—casi no podía creerlo. Le había dado fuerte, incluso se había arrepentido un poco de haberse dejado llevar respondiendo a su provocación—qué duro, señor...—murmuró inclinándose sobre la cabeza de Halley, apretando con firmeza en su mano la hinchada y ardiente verga.
Tal vez el profesor simplemente era masoquista, aunque Samiq no podía sino intuír que el dolor no era exactamente lo que le tenía así. Entendiendo que la mente era el órgano sexual real, previo incluso al cuerpo por decirlo de alguna manera, pensaba que había de haber un estímulo fuerte más allá de la pura experiencia de dolor, algo que en la cabeza (y en el alma) de aquel pobre diablo dotaba al castigo de un significado poderoso y casi místico. De otro modo no se apreciaría la carga emocional que empapaba todo el proceso. ¿Tal vez todo coincidía con algo puntual que Halley se viera en necesidad de expiar? ¿un pecado tan negro, tan enorme, que el profesor había tenido que trazar una estrategia contrafóbica en torno a él para disfrazar de placer lo insoportable? Era cierto que Samiq sentía curiosidad, pero no veía nada esencialmente malo en que esto fuese así, salvo por las penas ocultas que podía estar sufriendo el profesor. Pero de cualquier modo le daría a Halley lo que éste quería, independientemente de los motivos y de la naturaleza de su necesidad.
—Deja de pajearme, cabronazo. Dame más.
—Como desee, señor.
El Dorado soltó el henchido miembro sin hacerse de rogar y tomó de nuevo el látigo con la mano derecha. Las ganas de parar un segundo a meneársela él mismo para calmar el dolor que la ausencia de contacto le hacía sentir eran intensas, pero en última instancia logró no ceder a ellas.
—Prepárese—musitó antes de volver a propinarle la siguiente tanda a Halley, alcanzándole en los huevos sin pretenderlo en el último de los diez golpes seguidos que cayeron sobre él.
—¡AHG! Mierda...—Halley cerró instintivamente las piernas y se encogió sobre sí mismo al recibir aquel último correazo, sin embargo obcecado en mantener la posición reclinada contra el borde de la bañera.
—Separe las piernas, señor...—Samiq volvía a meterle mano por debajo del agua, esta vez aferrando su miembro y bombeándolo sin florituras como si temiera que Halley pudiera perder su erección tras la dolorosa pincelada final. Le masturbó a buen ritmo durante unos segundos, soltándole para continuar el castigo cuando le sintió retorcerse y le escuchó gemir—¿quiere parar?
—Pff, claro que no quiero parar.
—Estupendo.
Samiq dio entonces un paso lateral para asestar una nueva sucesión de correazos en sentido contrario. Se dio cuenta de que algunas de las marcas estaban abriéndose y dejando ver pequeñas gotas de sangre en la piel, pero eso no le hizo detenerse.
Esta vez perdió la cuenta de los golpes a partir del número 10. Le pasó por la cabeza que a Argen jamás le hubiera pasado eso, porque Él era de los que ordenaba que un sumiso enumerase los azotes uno tras otro bajo amenaza de volver a empezar de cero el castigo si se equivocaba en la cuenta. Samiq no le había ordenado a Halley nada respecto a eso, porque en realidad tampoco consideraba que el profesor fuera propiedad suya. No se sentía Amo y, de todas maneras, los correazos se sucedían tan rápido que al sumiso no le hubiera dado tiempo a contarlos aunque quisiera, pues tarde o temprano hubiera tenido que parar para respirar.
Sólo cuando vio retorcerse al gimoteante profesor con dolor enrabiado detuvo Samiq aquella tormenta. El brazo derecho le quemaba y dolía.
—Ya no tengo sitio donde marcarle—jadeó, acariciando con el látigo bífido el cuadro sanguinolento ante él. El culo de Halley era ahora una amalgama de morados y violetas que llegaban a ennegrecer en algunas zonas, con rastros rojo sangre allí donde la piel se había roto por el mordisco del cuero.
El profesor no estaba para comentar nada al respecto. El llanto que empezó siendo quedo durante la azotaina final había escalado y ahora el pobre moqueaba como un niño desconsolado, los hombros temblando mientras trataba de esconder la cara contra el borde de la bañera. Se sentía mareado aunque podía oír la voz de Samiq, los oídos zumbándole, el miembro aun erecto y palpitando. La última parte de la zurra había sido tan jodidamente intensa que casi se corre, y, al mismo tiempo, el dolor fue tan intenso también que le había impedido hacerlo.
—Señor precioso...—musitó Samiq, dejando el látigo a un lado y sentándose al borde de la bañera para acariciarle el cabello. Suavemente levantó la cabeza del sumiso para reclinarla contra el lateral de su muslo y que descansara allí—señor maravilloso. Ya pasó. Ya es suficiente, ¿sí?
El desmadejado niño grande asintió contra el muslo del Dorado sin dejar de llorar a moco tendido tras las gafas torcidas.
—Halley bonito.
Samiq notaba al sumiso profundamente compungido. Parecía que estuviera llorando por viejos dolores de antigüedad milenaria; dolores retorcidos y enraizados en la oscuridad que, ahora, brotaban a la superficie como flores de espino. Dolores que, en cualquier caso, tal vez necesitaban ser liberados desde hacía mucho tiempo, pero no había canal por el que pudieran fluir... o no lo había habido hasta aquel momento.
Samiq podía intuir cosas pero no podía saber lo que le estaría pasando al profesor por la mente en aquellos momentos, así que sentía que en realidad no podía llegar a él. Sí se daba vagamente cuenta de que le acababa de quitar algo clavado, algo dañino, y se lo había arrancado de dentro infligiéndole otro nuevo dolor porque quizá no había otra manera. O no que Halley supiera. Lo que se le hacía horrible de todo esto al esclavo era que, por h o por b, el profesor continuaba sufriendo o eso parecía.
—G-g...gr-...—Halley intentó dar las gracias, pero los sollozos no le dejaron articular palabra.
—Shh... señor encantador, no intente hablar. Voy a sacarle de la bañera, ¿sí?
Ahogado desde dentro en su propio llanto, el profesor desistió de dar una respuesta. Desistió de todo en realidad: de intentar frenar los sollozos, de sorberse los mocos, incluso de contener la saliva en la boca. Desistió de aparentar, ¿qué sentido tenía seguir haciéndolo si su máscara ya había caído al suelo rota en mil pedazos? ¿qué más le daba que aquel dulce muchacho viera el estado real en el que se encontraba su alma, si es que eso se podía ver?
—Vamos, apóyese en mí.
Halley se giró hacia la voz del Dorado y tanteó el borroso mundo ante sí, acertando a aferrarse al hombro del otro. Literalmente, no veía más allá de sus propias lágrimas, pero Samiq era un lazarillo eficaz. No supo cómo se las apañó el Dorado para depositarle sobre la enorme cama y, posteriormente, al despertar, no recordaría ese camino de regreso a la habitación desde el cuarto de baño.
—Échese, señor. Con cuidado...
Samiq ayudó al profesor a tenderse boca abajo sobre la cama. Teniendo en cuenta el estado en que había quedado su parte trasera, no había otra posición alternativa para obtener comodidad. Le cubrió con la colcha hasta el inicio de sus nalgas, y a continuación procedió a aplicar sobre éstas un gel de aloe vera en las zonas maltratadas donde la piel había quedado íntegra. Eso de momento calmaría la piel del profesor, antes de ponerse Samiq manos a la obra con el antiséptico sobre las heridas. Tenía algunos conocimientos básicos como cuidador, gracias a las actividades y a las clases impartidas en la fortaleza de Zugaar. Allí los esclavos con suerte podían hacer muchas cosas, algunas de ellas no necesariamente ligadas a su condición: desde cultivar el cuerpo y la mente hasta estudiar un amplio abanico de disciplinas (ciencias, letras, arte), pasando por formación alternativa como talleres de artesanía, yoga o incluso reiki.
No hubo más fiesta ni más orgamos aquella noche. El cuerpo de Halley finalmente cedió al cansancio en manos de Samiq, atendido y con sus necesidades cubiertas en más de un sentido. Por su parte, y sin darse cuenta, Samiq había experimentado una bajada brusca de la libido cuando le vio llorar con tal congoja. Estuvo hablando a Halley y acariciándole la espalda hasta que éste dejó de llorar, finalmente vencido por el sueño.
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