El esclavo conocía lo suficiente la mansión para saber que en la habitación de toda Dómina había integrado un cuarto de baño, si no era que se trataba de dependencias más grandes destinadas a personalidades de peso. En realidad no sabía si el antiguo caserón se trataba de un viejo hotel restaurado o simplemente había sido diseñado de esa forma por la propia Reina Patricia o por quien fuera, pero en cualquiera de los casos contaba con todas las comodidades.
Ybara preparó la bañera redonda encastrada en el suelo de mármol y vertió aceites aromáticos bajo el potente chorro que caía desde el grifo dorado. Pronto la fragancia relajante del espliego y los vapores del agua caliente inundaron la estancia, empañando el gran espejo que iba de suelo a techo en la pared frente a la bañera.
—¿Quiere que ponga algún tipo de sales aromáticas especiales, Señora?—preguntó al tiempo que se incorporaba, evitando una vez más enfrentarse a la mirada de Dama Luna.
Ésta le observaba apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—De magnolia... estaría bien—musitó por debajo del murmullo del agua, aunque Ybara pudo entenderla—¿podríamos apagar la luz y poner unas velas... por favor?
—Claro, Señora.
Aquel modo que tenía Dama Luna de "pedirle" las cosas le descomponía, pero no se sentía del todo desagradable salvo por la pura desorientación experimentada en consecuencia. Era como si a Ybara le dieran un mazazo en la cabeza cada vez que ella le daba una "no orden"; después de llevar prácticamente un año metido allí, sometido al trato diario de las féminas, aquella dulzura no había por donde cogerla y sentía que no sabía muy bien qué hacer con ella.
Por un momento se sintió tentado de preguntar a Dama Luna si todo aquello era algún tipo de broma urdida entre ella y su hermana, pero le pareció tan sumamente irrespetuoso decir aquello que optó por cerrar la boca y buscar lo que ella le había pedido.
—No tiene sales ni aceite de magnolia aquí...—informó a la dama tras echar una mirada a los botecitos apilados en un estante—pero puedo conseguírselo. Lo traeré en un momento junto con todo lo demás, si le parece bien, Señora.
Ella le dio su beneplácito, y el salió de las habitaciones tan rápido como si los pies le ardieran. Se había terminado sintiendo atrapado allí, incluso se le había volteado el estómago. Le estaba costando asumir una realidad no sólo diferente sino contraria a la experimentada durante el último año de su vida, no estaba preparado para un giro como aquel, no podía haberlo imaginado.
"Tranquilízate, Ybara" se dijo mientras enfilaba el corredor principal, rumbo al pequeño almacén sanitario al fondo del pasillo donde se guardaban entre otras cosas las cuchillas desechables de afeitar "no tiene nada de malo. En lo que queda de noche te acostumbrarás".
No tardó en conseguir gel y cuchillas para llevar a cabo su tarea. La esencia de magnolia le costó un poco más encontrarla, tuvo que insistir en la búsqueda y colarse en algunas habitaciones vacías hasta que dio con ella y con las sales. Por último fue a buscar velas aromáticas y cerillas en una especie de stock que tenían montado en el vestíbulo, teóricamente vigilado por un esclavo de alto rango las veinticuatro horas del día aunque en aquel momento no había nadie allí. Ybara sabía que probablemente habría cámaras vigilando aún así -las paredes tenían ojos literalmente en aquella mansión-, por eso sólo se limitó a coger lo que necesitaba. Al fin y al cabo, si alguien preguntaba luego él podría justificarlo, no era como si las hubiera robado de allí.
Considerando que era importante no hacer esperar a Dama Luna, apretó el paso portando los enseres contra su torso desnudo para volver a sus habitaciones. El corazón le latía deprisa cuando alcanzó la puerta entreabierta; esta vez entró directamente osando no llamar, dejó lo que traía en un mueble auxiliar y mirando alrededor comprobó que ella ya debía de estar metida en la bañera, pues no se la veía por ninguna parte.
Se aventuró con paso vacilante hacia la franja de luz procedente del cuarto de baño, sosteniendo las velas en las manos. Las velas acertaban a ser rojas, no porque él las hubiera elegido así sino porque fueron las primeras que vio y no había querido perder tiempo.
—¿Señora...?—preguntó educadamente antes de entrar.
Tal y como Ybara había pensado, se escuchó un chapoteo al otro lado de la puerta que indicaba que Dama Luna estaba ya metida en el agua.
—Entra, por favor.
El esclavo abrió la puerta para encontrarse con la mujer desnuda recostada en la bañera. La espuma blanca la besaba a mitad de sus pechos y el largo cabello plateado caía suelto por sus hombros, rizándose y quedando empapado en las puntas.
—¿Puedes apagar la luz...?
—Claro, Dama. En seguida.
Ybara se dispuso a satisfacerla, encendiendo las velas y apagando la lámpara como lágrima de cristal que pendía del techo antes de preguntarle a ella cómo quería colocarlas.
—Pues...puedes poner una vela aquí, otra allí...—ella indicaba un sitio u otro con la ilusión de una niña. Tal vez le faltaba un tornillo, pensó Ybara; tal vez estaba mal de la cabeza, pero era encantadora y dulce como ninguna otra mujer allí.
—¿Así está bien, Dama?—preguntó el esclavo suavemente cuando hubo colocado las velas como ella quería.
—Está muy bien, está perfecto, gracias—replicó ella con susurrante entusiasmo.
—¿Quiere que le traiga el aceite y las sales de magnolia? ¿Le sigue apeteciendo, Señora?
La aludida asintió y cerró los ojos, volviendo a reclinar la espalda contra la bañera y descansando la nuca en el borde. Había hecho un viaje largo para llegar hasta allí, y después del trasiego y de haber sorteado preguntas indiscretas durante la comilona, los kilómetros recorridos empezaban a pasar factura.
En un abrir y cerrar de ojos Ybara estaba de vuelta a su lado con el aceite y las sales de baño.
—¿Quiere que ponga unas gotas en la bañera? Puedo darle un masaje, si Usted quiere.
Empezó a acariciar en su mente el deseo real de satisfacer a aquella mujer. Realmente él no estaba en la mansión por haberlo elegido sino que había ido a parar allí por otras circunstancias, así que hacía lo que hacía porque se lo imponían. Tragaba con ello por razones y se había acostumbrado; había vivido realidades más hostiles y peores, pero eso no significaba que se excitara complaciendo a las Dóminas ni que deseara siquiera hacerlo. Por supuesto, Ybara se guardaba mucho de mostrar lo que sentía y esta ausencia de vocación en la mansión... y en aquel momento, junto a Dama Luna, sentía por primera vez que quería hacer algo por ella. Sí. No le importaría en lo más mínimo darle placer a aquella mujer; la mayoría de "señoras" allí eran verdaderas brujas que merecían ser escupidas a la cara, incluida la Reina Patricia, pero Dama Luna no. Sus tímidos accesos de locura eran demasiado auténticos para que todo aquello se tratara de una broma, y de pronto Ybara sentía que deseaba hacerla disfrutar. Se dio cuenta de que se había endurecido sensiblemente bajo el taparrabos sólo con pensar en darle a la Dama todo lo que ella quisiera... no recordaba que nunca antes una Dómina le hubiera hecho empalmarse sin ni siquiera tocarle, sin dirigirse a él como un maldito perro.
—Un masaje vendría bien... ¿Quieres entrar a la bañera conmigo?
Oh, no, eso sí que no.
—No puedo hacer eso, Señora...—repuso el esclavo inmediatamente, rectificando la posición y arrodillándose junto a la bañera para alcanzar los hombros de Dama Luna y comenzar a darle el mencionado masaje—Lo siento, no me lo permiten.
Ella se echó hacia delante y se apartó el cabello de la espalda, ofreciéndole a Ybara la huesuda y marcada columna vertebral como raspa de sirena.
—¿por qué no?—inquirió con sincera curiosidad.
—Un esclavo es algo sucio, Señora—respondió Ybara mientras vertía unas gotas de aceite de magnolia en la palma de su mano—un esclavo es algo sucio por definición. Si me metiera ahí con Usted contaminaría el agua de su baño.
Era triste, pero por su propio bien el esclavo había aprendido rápido a fijar ese tipo de ideas en su cabeza. Esa clase de cosas formaban parte del corolario tácito de conducta allí, siguiendo la línea de constantemente marcar la diferencia entre las Diosas y la escoria, entre las Mujeres y los hombres.
—Bueno, pero ¿y si a mí no me importa que contamines el agua?
Ybara rió. No le sorprendió a aquellas alturas que ella dijera algo así.
—Señora, me sentiría...me sentiría muy raro haciéndolo—murmuró— ¿Realmente quiere... que lo haga?
Se sentiría raro y no sólo eso: algo así podría traerle problemas si alguien lo veía. No había nadie allí con ellos pero en las habitaciones privadas también podría haber cámaras -de hecho las había-, Ybara no sabía si Dama Luna tenía conocimiento de esto.
Ella guardó silencio y cerró los ojos cuando el esclavo comenzó a masajear su espalda.
—...¿y qué más cosas no te permiten hacer?—preguntó al fin después de su reflexión.
Ybara sonrió. Había una lista larga para dar como respuesta, muchísimas cosas, miles. Hundió con cuidado las yemas de los dedos en la piel de Dama Luna y comenzó con suaves y lentos movimientos circulares siguiendo el contorno de los músculos.
—¿Te permiten follar?—preguntó ésta antes de que él pudiera decir nada. Las manos de Ybara se crisparon.
—No, Señora.
—¿No?—La incredulidad era ahora patente en el tono de voz de la Dama, incluso se giró un poco para mirarle a la cara por encima del hombro.
—No—Ybara había logrado no romper el contacto piel con piel y continuó masajeándola pues nadie le había dicho que parase, pero seguía obcecado en rehuirla el contacto visual—No, Señora. Sólo se me permite ser follado. No puedo penetrar.
—¿Estás castrado?—preguntó ella ladeando levemente la cabeza.
—Oh, no, Dama...
—Sé que algunos esclavos están castrados aquí en la mansión. Mi hermana me lo ha dicho.
—Así es, Señora, pero yo no—murmuró Ybara—sólo tengo prohibido meterla. Pero soy funcional.
Se permitió la licencia de decir aquello porque ya se encontraba medio borracho con aquella ninfa entre vapores aromáticos. Le descolocaban sus preguntas, eso no podía negarlo, pero también disfrutaba de su extraña compañía. Cuando él dijo eso, ella soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—Ya veo. Qué cosas más absurdas hace mi hermana... ¿es que no follan las mujeres aquí?
Ybara movió las manos trazando olas sobre la espalda de la mujer, alcanzando una zona de tensión a nivel del trapecio.
—Los esclavos no las follan, Señora. O dicho de otro modo... si un hombre las folla no es un esclavo.
—Entiendo... y supongo que tampoco estará bien visto que una Dómina le haga a un esclavo una felación...
Él se revolvió inquieto con esta última pregunta, aunque se esforzó por continuar deshaciendo nudos musculares con el masaje.
—Bueno. No, no estaría muy bien visto eso, Señora, la verdad.
—¿Y qué tengo que hacer si tengo hambre?—le espetó ella entonces, aun pretendiendo buscarle la mirada.
Ybara no pudo evitar reír otra vez, aunque en esta ocasión a causa de los nervios.
—Señora, me temo que yo no puedo...
—¿Y si quiero que me follen, Ybara?¿me tengo que ir de putos a un motel de carretera? Panda de frígidas...—añadió para sí con una agresividad que casi resultaba inocente.
El esclavo se mantuvo en silencio por unos instantes. No sabía qué decir; por supuesto que Dama Luna tenía razón en su opinión, pero decir que sí a eso sería cuestionar con dos cojones a la Reina Patricia y reírse del reglamento dictado por ella en la mansión. Y por mucho que Dama Luna dijera verdades como puños, no dejaba de ser hermana de la Reina Patricia, así que todo lo que él dijera podría -quien sabe- ser usado en su contra más adelante.
Sin darse cuenta se encontró reflexionando en aguas más profundas mientras masajeaba la espalda pecosa de la mujer. Nunca lo había pensado de ese modo, pero no podía negar que ella defendía algo muy lógico: ¿qué ocurría si una mujer sentía el deseo de ser penetrada por un hombre, no por un objeto sino por una polla de verdad? ¿estaba eso reñido con su dominación? ¿no sería lo normal que en ese caso buscara ese tipo de satisfacción en un esclavo, como hacía con todas las demás necesidades? Había esclavos bien dotados en la mansión cuyos venosos rabos podrían llevar a una mujer al cielo... ¿es que ninguna Dómina allí sentía ese tipo de deseo? no, pensandolo bien resultaba difícil de creer que todas quisieran follar exclusivamente como hombres, usando arneses y prótesis, sin sentir nunca la necesidad de ser llenada por vagina y culo o de hacer una mamada aunque fuera dominando.
—Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?—murmuró el esclavo. Sin darse cuenta había extendido los largos dedos y ahora rozaba los pechos de la mujer desde atrás con ambas manos. No sentía codicia por su piel y sin embargo siguió ahí, sin dejar de mover los dedos, extendiendo el masaje también a aquella zona.
—Claro, Ybara.
—¿Usted siente necesidad de ser penetrada ahora, Señora?
Ella se agitó encogiendo levemente las piernas y levantando olitas de agua templada que se estrellaron contra el borde de la bañera.
—Sí—respondió sin titubear.
Ybara se armó de valor y levantó la mirada hacia aquel rostro que volvía a asomarse por encima del hombro que masajeaba. Trago saliva y asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Puedo... puedo meterle algo si quiere... cuando Usted me diga, Dama.
—No quiero objetos—replicó ella con un súbito resplandor de ferocidad en la mirada—quiero que me folles. Es injusto que no puedas; es absurdo que seas un esclavo y no puedas cumplir y echarle un polvo en condiciones a una hembra.
El esclavo respiró hondo. La última vez que penetró a una mujer fue hace mucho, mucho tiempo.
—Es injusto, mi Señora—se mordió la lengua inmediatamente porque se dio cuenta de que se le había escapado un adjetivo posesivo como lo más natural—Disculpe, quise decir... es injusto, Señora.
Ella no pareció darse cuenta del error pues le miró sin saber por qué se disculpaba.
—¿Y tú no tienes ganas?—le espetó entonces con la mezcla de descaro y dulzura habitual, tan desconcertante como el aura que la rodeaba—¿no te apetece follar, Ybara?
El interpelado casi se echó a reír otra vez.
—Creo que nunca nadie me ha preguntado eso aquí desde que llegué, Señora...—musitó.
—No me has respondido...—puntualizó Dama Luna—sé sincero, por favor.
¿Sincero? Llevaba tiempo excitado contra la pared exterior de la bañera, ¡claro que le apetecía pegar un polvo!, más aún cuando temía que se le hubiera olvidado lo que se sentía al meterla y sacarla bombeando duro. No se trataba sólo de que allí no pudieran follar; todo acto que significara o simbolizara penetrar estaba prohibido salvo si las Dóminas lo ordenaban: los besos con lengua, pajear el coño metiendo y sacando dedos, o cualquier cosa que implicara "meter" parte de la anatomía masculina en la femenina. Claro que Ybara, como hombre, echaba de menos esas cosas... por supuesto que sí, pero sabiendo que todo eso estaba vetado para él en aquella casa ni pensaba en ello.
—Claro que me apetece, Señora—respondió obligándose a ser sincero. Su propia voz le sonó algo más ronca de lo habitual al escucharla, casi como un gruñido.
—Ah, qué terrible es que aquí uno no pueda hacer lo que le apetece—se lamentó ella entonces, dirigiendo la vista al frente—tanto palacio, tanto lujo y tanto protocolo, para luego esto.
Ybara se dio cuenta de que tenía ambas manos casi agarrando los pechos de la mujer, rodeándola con los brazos desde atrás. Su miembro estaba hinchado y duro contra la superficie de mármol que alicataba la bañera, y sintió que le apetecía de pronto manosear aquellos pechos como manzanas, apretarlos en sus manos, frotar y pellizcar los pezones con los dedos impregnados en aceite.
Para terminar de empeorarlo todo, ella seguía hablando y echando más leña al fuego.
—Te confesaré algo, Ybara, ¿o eso tampoco está permitido?—era una pregunta retórica o en cualquier caso le daba igual la respuesta, porque continuó hablando—me gusta que me monten y me follen, me gusta sentir algo dentro que me llene, me encantaría chupártela hasta que me dieras tu corrida en la boca. Me gusta que me derramen cera caliente por la espalda porque amo esa sensación, ¿tampoco puedes hacer eso por mí?
Sobre el tema de la cera no había ninguna norma. Bien mirado no tenía por qué tratarse de una práctica extraña de sometimiento invertido sino de un simple juego de sensaciones y calor. Hasta donde Ybara sabía, a algunas personas les dolería aquella práctica pero, aun en el caso de que a Dama Luna le gustara el dolor, ¿quién era él para juzgar? él solamente cumplía órdenes.
—¿Quiere que derrame cera caliente por su espalda, Señora?
Ella se mordió el labio con fuerza y asintió, inclinandose todavía más hacia delante para ofrecerle al esclavo su desnudez hasta donde comenzaba el hueso sacro.
—Sí, por favor.—También quería sentir la cera en sus pechos, resbalando entre sus nalgas, y en los labios de su sexo cuando Ybara lo rasurase, pero por alguna razón no se atrevió a decirlo.
—¿La quiere ahora, Dama?
—Sí.
El esclavo jadeaba cuando tomó la vela más próxima en su mano derecha. Se irguió y estiró el brazo sobre la espalda de la mujer, tomando distancia para no quemarla. Sabía que la cera se enfriaba rápido y que la manera segura de hacer aquello era simplemente darle espacio que recorrer antes de aterrizar sobre la piel. Despacio, con los ojos fijos en la espalda tersa a la temblorosa luz de la llama, Ybara inclinó un poco la vela y dejó que un delgado torrente de cera roja cayera sobre Dama Luna.
Ella dio un respingo al notar el calor y los ríos densos que se deslizaban por su espalda, enfriándose al momento sobre su piel.
—Más...—musitó con voz temblorosa—más, por favor.
Ybara se había quedado con los ojos fijos en la espalda cubierta de cera roja. En la penumbra del cuarto de baño le parecía estar contemplando una ominosa mancha de sangre, densa, como si Dama Luna hubiera tenido alas y él se las acabara de arrancar de cuajo. Se pasó la lengua por los labios resecos y, espoleado por el placer de ella, no vaciló en satisfacerla una segunda vez.
—Sí, Dama.
Inclinó de nuevo la vela y vertió otro grueso río de cera caliente entre los omóplatos de Dama Luna. Ella se abrazó las rodillas con los brazos formando tifones en el agua de la bañera y gimió.
—Ybara, fóllame.
—No puedo, Señora—le costó trabajo decir aquello, casi le dolió.
—Nadie lo sabrá...
Él se inclinó entonces hacia su hombro para hablarle al oído, aun sujetando la vela por encima de ella.
—Hay cámaras, Señora.
—¿Qué?
—Hay cámaras por todas partes, también aquí en la habitación.
—Ah...—los ojos de Dama Luna se abrieron cuando al parecer ella recordó algo—sí, mi hermana me dijo... que por morbo algunas Dóminas suelen grabar lo que pasa en sus habitaciones a puerta cerrada. Pero hay un cuadro de mandos que puedo programar si quiero cerrar las cámaras para tener intimidad en mi habitación.
Ybara la escuchaba con atención. Lo que la Dama decía era lógico. No tenía ningún sentido que la grabaran a ella si ella no quería que lo hicieran, ¿verdad?. Según eso, entonces, ¿estarían a salvo de miradas allí dentro? Teóricamente sí, pero... quién podía poner la mano en el fuego.
—Si quita las cámaras le daré todo lo que quiera—se oyó a sí mismo decir al oído de la Dama en un susurro quebrado. Sabía que nada era allí seguro al cien por cien, sabía bien que se arriesgaba con aquello, pero al mismo tiempo no podía evitar dejarse llevar.
—¿Todo?—ella sonreía sin querer moverse, mostrando aquel hermoso mapa de cera roja en su espalda.
—Todo—jadeó Ybara, y a continuación se vio mencionando todo aquello que no podía hacer allí—besos en la boca, follarla y pajearla como Usted quiera, mi corrida en la boca si la quiere.
—Me gusta duro, Ybara. ¿Te ves capaz?
Él se obligó a mantener la compostura para no golpear el lateral la bañera con las caderas.
—¿Se refiere a que le gusta que la follen duro, Señora?
—Sí...—jadeó ella—¿crees que podrás hacerlo, o eres de los que les gusta que les traten como a una mujer?
El esclavo sofocó una risa tras los labios apretados.
—No, Señora, no me gusta que me feminicen ni que me traten como a una mujer. Soy un hombre, Dama, me gusta follar yo, no que me follen a mí.
"y entonces, ¿qué demonios haces aquí?" podría haber preguntado ella, con toda la lógica del mundo considerando que cada quien estaba ahí por propia voluntad. Sin embargo no dijo nada y pareció recrearse en las últimas palabras de él durante unos segundos, columpiándose en ellas como si fueran música.
—Quitaré las cámaras—dijo al fin—hay que meter algún tipo de código pero me lo han dejado apuntado.
Sin esperar respuesta por parte de Ybara, Dama Luna se irguió y se preparó para salir de la bañera. El esclavo se apresuró a levantarse para brindarle apoyo con su cuerpo y evitar que ella se resbalara debido a la precipitación. Por un momento vio que el cuerpo de ella trastabillaba y con suavidad colocó una mano en su cintura por si acaso ella perdía el equilibrio.
—Señora, por favor, no corra. Puede hacerse daño—murmuró, ayudándola a salir de la bañera.
Ybara preparó la bañera redonda encastrada en el suelo de mármol y vertió aceites aromáticos bajo el potente chorro que caía desde el grifo dorado. Pronto la fragancia relajante del espliego y los vapores del agua caliente inundaron la estancia, empañando el gran espejo que iba de suelo a techo en la pared frente a la bañera.
—¿Quiere que ponga algún tipo de sales aromáticas especiales, Señora?—preguntó al tiempo que se incorporaba, evitando una vez más enfrentarse a la mirada de Dama Luna.
Ésta le observaba apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—De magnolia... estaría bien—musitó por debajo del murmullo del agua, aunque Ybara pudo entenderla—¿podríamos apagar la luz y poner unas velas... por favor?
—Claro, Señora.
Aquel modo que tenía Dama Luna de "pedirle" las cosas le descomponía, pero no se sentía del todo desagradable salvo por la pura desorientación experimentada en consecuencia. Era como si a Ybara le dieran un mazazo en la cabeza cada vez que ella le daba una "no orden"; después de llevar prácticamente un año metido allí, sometido al trato diario de las féminas, aquella dulzura no había por donde cogerla y sentía que no sabía muy bien qué hacer con ella.
Por un momento se sintió tentado de preguntar a Dama Luna si todo aquello era algún tipo de broma urdida entre ella y su hermana, pero le pareció tan sumamente irrespetuoso decir aquello que optó por cerrar la boca y buscar lo que ella le había pedido.
—No tiene sales ni aceite de magnolia aquí...—informó a la dama tras echar una mirada a los botecitos apilados en un estante—pero puedo conseguírselo. Lo traeré en un momento junto con todo lo demás, si le parece bien, Señora.
Ella le dio su beneplácito, y el salió de las habitaciones tan rápido como si los pies le ardieran. Se había terminado sintiendo atrapado allí, incluso se le había volteado el estómago. Le estaba costando asumir una realidad no sólo diferente sino contraria a la experimentada durante el último año de su vida, no estaba preparado para un giro como aquel, no podía haberlo imaginado.
"Tranquilízate, Ybara" se dijo mientras enfilaba el corredor principal, rumbo al pequeño almacén sanitario al fondo del pasillo donde se guardaban entre otras cosas las cuchillas desechables de afeitar "no tiene nada de malo. En lo que queda de noche te acostumbrarás".
No tardó en conseguir gel y cuchillas para llevar a cabo su tarea. La esencia de magnolia le costó un poco más encontrarla, tuvo que insistir en la búsqueda y colarse en algunas habitaciones vacías hasta que dio con ella y con las sales. Por último fue a buscar velas aromáticas y cerillas en una especie de stock que tenían montado en el vestíbulo, teóricamente vigilado por un esclavo de alto rango las veinticuatro horas del día aunque en aquel momento no había nadie allí. Ybara sabía que probablemente habría cámaras vigilando aún así -las paredes tenían ojos literalmente en aquella mansión-, por eso sólo se limitó a coger lo que necesitaba. Al fin y al cabo, si alguien preguntaba luego él podría justificarlo, no era como si las hubiera robado de allí.
Considerando que era importante no hacer esperar a Dama Luna, apretó el paso portando los enseres contra su torso desnudo para volver a sus habitaciones. El corazón le latía deprisa cuando alcanzó la puerta entreabierta; esta vez entró directamente osando no llamar, dejó lo que traía en un mueble auxiliar y mirando alrededor comprobó que ella ya debía de estar metida en la bañera, pues no se la veía por ninguna parte.
Se aventuró con paso vacilante hacia la franja de luz procedente del cuarto de baño, sosteniendo las velas en las manos. Las velas acertaban a ser rojas, no porque él las hubiera elegido así sino porque fueron las primeras que vio y no había querido perder tiempo.
—¿Señora...?—preguntó educadamente antes de entrar.
Tal y como Ybara había pensado, se escuchó un chapoteo al otro lado de la puerta que indicaba que Dama Luna estaba ya metida en el agua.
—Entra, por favor.
El esclavo abrió la puerta para encontrarse con la mujer desnuda recostada en la bañera. La espuma blanca la besaba a mitad de sus pechos y el largo cabello plateado caía suelto por sus hombros, rizándose y quedando empapado en las puntas.
—¿Puedes apagar la luz...?
—Claro, Dama. En seguida.
Ybara se dispuso a satisfacerla, encendiendo las velas y apagando la lámpara como lágrima de cristal que pendía del techo antes de preguntarle a ella cómo quería colocarlas.
—Pues...puedes poner una vela aquí, otra allí...—ella indicaba un sitio u otro con la ilusión de una niña. Tal vez le faltaba un tornillo, pensó Ybara; tal vez estaba mal de la cabeza, pero era encantadora y dulce como ninguna otra mujer allí.
—¿Así está bien, Dama?—preguntó el esclavo suavemente cuando hubo colocado las velas como ella quería.
—Está muy bien, está perfecto, gracias—replicó ella con susurrante entusiasmo.
—¿Quiere que le traiga el aceite y las sales de magnolia? ¿Le sigue apeteciendo, Señora?
La aludida asintió y cerró los ojos, volviendo a reclinar la espalda contra la bañera y descansando la nuca en el borde. Había hecho un viaje largo para llegar hasta allí, y después del trasiego y de haber sorteado preguntas indiscretas durante la comilona, los kilómetros recorridos empezaban a pasar factura.
En un abrir y cerrar de ojos Ybara estaba de vuelta a su lado con el aceite y las sales de baño.
—¿Quiere que ponga unas gotas en la bañera? Puedo darle un masaje, si Usted quiere.
Empezó a acariciar en su mente el deseo real de satisfacer a aquella mujer. Realmente él no estaba en la mansión por haberlo elegido sino que había ido a parar allí por otras circunstancias, así que hacía lo que hacía porque se lo imponían. Tragaba con ello por razones y se había acostumbrado; había vivido realidades más hostiles y peores, pero eso no significaba que se excitara complaciendo a las Dóminas ni que deseara siquiera hacerlo. Por supuesto, Ybara se guardaba mucho de mostrar lo que sentía y esta ausencia de vocación en la mansión... y en aquel momento, junto a Dama Luna, sentía por primera vez que quería hacer algo por ella. Sí. No le importaría en lo más mínimo darle placer a aquella mujer; la mayoría de "señoras" allí eran verdaderas brujas que merecían ser escupidas a la cara, incluida la Reina Patricia, pero Dama Luna no. Sus tímidos accesos de locura eran demasiado auténticos para que todo aquello se tratara de una broma, y de pronto Ybara sentía que deseaba hacerla disfrutar. Se dio cuenta de que se había endurecido sensiblemente bajo el taparrabos sólo con pensar en darle a la Dama todo lo que ella quisiera... no recordaba que nunca antes una Dómina le hubiera hecho empalmarse sin ni siquiera tocarle, sin dirigirse a él como un maldito perro.
—Un masaje vendría bien... ¿Quieres entrar a la bañera conmigo?
Oh, no, eso sí que no.
—No puedo hacer eso, Señora...—repuso el esclavo inmediatamente, rectificando la posición y arrodillándose junto a la bañera para alcanzar los hombros de Dama Luna y comenzar a darle el mencionado masaje—Lo siento, no me lo permiten.
Ella se echó hacia delante y se apartó el cabello de la espalda, ofreciéndole a Ybara la huesuda y marcada columna vertebral como raspa de sirena.
—¿por qué no?—inquirió con sincera curiosidad.
—Un esclavo es algo sucio, Señora—respondió Ybara mientras vertía unas gotas de aceite de magnolia en la palma de su mano—un esclavo es algo sucio por definición. Si me metiera ahí con Usted contaminaría el agua de su baño.
Era triste, pero por su propio bien el esclavo había aprendido rápido a fijar ese tipo de ideas en su cabeza. Esa clase de cosas formaban parte del corolario tácito de conducta allí, siguiendo la línea de constantemente marcar la diferencia entre las Diosas y la escoria, entre las Mujeres y los hombres.
—Bueno, pero ¿y si a mí no me importa que contamines el agua?
Ybara rió. No le sorprendió a aquellas alturas que ella dijera algo así.
—Señora, me sentiría...me sentiría muy raro haciéndolo—murmuró— ¿Realmente quiere... que lo haga?
Se sentiría raro y no sólo eso: algo así podría traerle problemas si alguien lo veía. No había nadie allí con ellos pero en las habitaciones privadas también podría haber cámaras -de hecho las había-, Ybara no sabía si Dama Luna tenía conocimiento de esto.
Ella guardó silencio y cerró los ojos cuando el esclavo comenzó a masajear su espalda.
—...¿y qué más cosas no te permiten hacer?—preguntó al fin después de su reflexión.
Ybara sonrió. Había una lista larga para dar como respuesta, muchísimas cosas, miles. Hundió con cuidado las yemas de los dedos en la piel de Dama Luna y comenzó con suaves y lentos movimientos circulares siguiendo el contorno de los músculos.
—¿Te permiten follar?—preguntó ésta antes de que él pudiera decir nada. Las manos de Ybara se crisparon.
—No, Señora.
—¿No?—La incredulidad era ahora patente en el tono de voz de la Dama, incluso se giró un poco para mirarle a la cara por encima del hombro.
—No—Ybara había logrado no romper el contacto piel con piel y continuó masajeándola pues nadie le había dicho que parase, pero seguía obcecado en rehuirla el contacto visual—No, Señora. Sólo se me permite ser follado. No puedo penetrar.
—¿Estás castrado?—preguntó ella ladeando levemente la cabeza.
—Oh, no, Dama...
—Sé que algunos esclavos están castrados aquí en la mansión. Mi hermana me lo ha dicho.
—Así es, Señora, pero yo no—murmuró Ybara—sólo tengo prohibido meterla. Pero soy funcional.
Se permitió la licencia de decir aquello porque ya se encontraba medio borracho con aquella ninfa entre vapores aromáticos. Le descolocaban sus preguntas, eso no podía negarlo, pero también disfrutaba de su extraña compañía. Cuando él dijo eso, ella soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—Ya veo. Qué cosas más absurdas hace mi hermana... ¿es que no follan las mujeres aquí?
Ybara movió las manos trazando olas sobre la espalda de la mujer, alcanzando una zona de tensión a nivel del trapecio.
—Los esclavos no las follan, Señora. O dicho de otro modo... si un hombre las folla no es un esclavo.
—Entiendo... y supongo que tampoco estará bien visto que una Dómina le haga a un esclavo una felación...
Él se revolvió inquieto con esta última pregunta, aunque se esforzó por continuar deshaciendo nudos musculares con el masaje.
—Bueno. No, no estaría muy bien visto eso, Señora, la verdad.
—¿Y qué tengo que hacer si tengo hambre?—le espetó ella entonces, aun pretendiendo buscarle la mirada.
Ybara no pudo evitar reír otra vez, aunque en esta ocasión a causa de los nervios.
—Señora, me temo que yo no puedo...
—¿Y si quiero que me follen, Ybara?¿me tengo que ir de putos a un motel de carretera? Panda de frígidas...—añadió para sí con una agresividad que casi resultaba inocente.
El esclavo se mantuvo en silencio por unos instantes. No sabía qué decir; por supuesto que Dama Luna tenía razón en su opinión, pero decir que sí a eso sería cuestionar con dos cojones a la Reina Patricia y reírse del reglamento dictado por ella en la mansión. Y por mucho que Dama Luna dijera verdades como puños, no dejaba de ser hermana de la Reina Patricia, así que todo lo que él dijera podría -quien sabe- ser usado en su contra más adelante.
Sin darse cuenta se encontró reflexionando en aguas más profundas mientras masajeaba la espalda pecosa de la mujer. Nunca lo había pensado de ese modo, pero no podía negar que ella defendía algo muy lógico: ¿qué ocurría si una mujer sentía el deseo de ser penetrada por un hombre, no por un objeto sino por una polla de verdad? ¿estaba eso reñido con su dominación? ¿no sería lo normal que en ese caso buscara ese tipo de satisfacción en un esclavo, como hacía con todas las demás necesidades? Había esclavos bien dotados en la mansión cuyos venosos rabos podrían llevar a una mujer al cielo... ¿es que ninguna Dómina allí sentía ese tipo de deseo? no, pensandolo bien resultaba difícil de creer que todas quisieran follar exclusivamente como hombres, usando arneses y prótesis, sin sentir nunca la necesidad de ser llenada por vagina y culo o de hacer una mamada aunque fuera dominando.
—Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?—murmuró el esclavo. Sin darse cuenta había extendido los largos dedos y ahora rozaba los pechos de la mujer desde atrás con ambas manos. No sentía codicia por su piel y sin embargo siguió ahí, sin dejar de mover los dedos, extendiendo el masaje también a aquella zona.
—Claro, Ybara.
—¿Usted siente necesidad de ser penetrada ahora, Señora?
Ella se agitó encogiendo levemente las piernas y levantando olitas de agua templada que se estrellaron contra el borde de la bañera.
—Sí—respondió sin titubear.
Ybara se armó de valor y levantó la mirada hacia aquel rostro que volvía a asomarse por encima del hombro que masajeaba. Trago saliva y asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Puedo... puedo meterle algo si quiere... cuando Usted me diga, Dama.
—No quiero objetos—replicó ella con un súbito resplandor de ferocidad en la mirada—quiero que me folles. Es injusto que no puedas; es absurdo que seas un esclavo y no puedas cumplir y echarle un polvo en condiciones a una hembra.
El esclavo respiró hondo. La última vez que penetró a una mujer fue hace mucho, mucho tiempo.
—Es injusto, mi Señora—se mordió la lengua inmediatamente porque se dio cuenta de que se le había escapado un adjetivo posesivo como lo más natural—Disculpe, quise decir... es injusto, Señora.
Ella no pareció darse cuenta del error pues le miró sin saber por qué se disculpaba.
—¿Y tú no tienes ganas?—le espetó entonces con la mezcla de descaro y dulzura habitual, tan desconcertante como el aura que la rodeaba—¿no te apetece follar, Ybara?
El interpelado casi se echó a reír otra vez.
—Creo que nunca nadie me ha preguntado eso aquí desde que llegué, Señora...—musitó.
—No me has respondido...—puntualizó Dama Luna—sé sincero, por favor.
¿Sincero? Llevaba tiempo excitado contra la pared exterior de la bañera, ¡claro que le apetecía pegar un polvo!, más aún cuando temía que se le hubiera olvidado lo que se sentía al meterla y sacarla bombeando duro. No se trataba sólo de que allí no pudieran follar; todo acto que significara o simbolizara penetrar estaba prohibido salvo si las Dóminas lo ordenaban: los besos con lengua, pajear el coño metiendo y sacando dedos, o cualquier cosa que implicara "meter" parte de la anatomía masculina en la femenina. Claro que Ybara, como hombre, echaba de menos esas cosas... por supuesto que sí, pero sabiendo que todo eso estaba vetado para él en aquella casa ni pensaba en ello.
—Claro que me apetece, Señora—respondió obligándose a ser sincero. Su propia voz le sonó algo más ronca de lo habitual al escucharla, casi como un gruñido.
—Ah, qué terrible es que aquí uno no pueda hacer lo que le apetece—se lamentó ella entonces, dirigiendo la vista al frente—tanto palacio, tanto lujo y tanto protocolo, para luego esto.
Ybara se dio cuenta de que tenía ambas manos casi agarrando los pechos de la mujer, rodeándola con los brazos desde atrás. Su miembro estaba hinchado y duro contra la superficie de mármol que alicataba la bañera, y sintió que le apetecía de pronto manosear aquellos pechos como manzanas, apretarlos en sus manos, frotar y pellizcar los pezones con los dedos impregnados en aceite.
Para terminar de empeorarlo todo, ella seguía hablando y echando más leña al fuego.
—Te confesaré algo, Ybara, ¿o eso tampoco está permitido?—era una pregunta retórica o en cualquier caso le daba igual la respuesta, porque continuó hablando—me gusta que me monten y me follen, me gusta sentir algo dentro que me llene, me encantaría chupártela hasta que me dieras tu corrida en la boca. Me gusta que me derramen cera caliente por la espalda porque amo esa sensación, ¿tampoco puedes hacer eso por mí?
Sobre el tema de la cera no había ninguna norma. Bien mirado no tenía por qué tratarse de una práctica extraña de sometimiento invertido sino de un simple juego de sensaciones y calor. Hasta donde Ybara sabía, a algunas personas les dolería aquella práctica pero, aun en el caso de que a Dama Luna le gustara el dolor, ¿quién era él para juzgar? él solamente cumplía órdenes.
—¿Quiere que derrame cera caliente por su espalda, Señora?
Ella se mordió el labio con fuerza y asintió, inclinandose todavía más hacia delante para ofrecerle al esclavo su desnudez hasta donde comenzaba el hueso sacro.
—Sí, por favor.—También quería sentir la cera en sus pechos, resbalando entre sus nalgas, y en los labios de su sexo cuando Ybara lo rasurase, pero por alguna razón no se atrevió a decirlo.
—¿La quiere ahora, Dama?
—Sí.
El esclavo jadeaba cuando tomó la vela más próxima en su mano derecha. Se irguió y estiró el brazo sobre la espalda de la mujer, tomando distancia para no quemarla. Sabía que la cera se enfriaba rápido y que la manera segura de hacer aquello era simplemente darle espacio que recorrer antes de aterrizar sobre la piel. Despacio, con los ojos fijos en la espalda tersa a la temblorosa luz de la llama, Ybara inclinó un poco la vela y dejó que un delgado torrente de cera roja cayera sobre Dama Luna.
Ella dio un respingo al notar el calor y los ríos densos que se deslizaban por su espalda, enfriándose al momento sobre su piel.
—Más...—musitó con voz temblorosa—más, por favor.
Ybara se había quedado con los ojos fijos en la espalda cubierta de cera roja. En la penumbra del cuarto de baño le parecía estar contemplando una ominosa mancha de sangre, densa, como si Dama Luna hubiera tenido alas y él se las acabara de arrancar de cuajo. Se pasó la lengua por los labios resecos y, espoleado por el placer de ella, no vaciló en satisfacerla una segunda vez.
—Sí, Dama.
Inclinó de nuevo la vela y vertió otro grueso río de cera caliente entre los omóplatos de Dama Luna. Ella se abrazó las rodillas con los brazos formando tifones en el agua de la bañera y gimió.
—Ybara, fóllame.
—No puedo, Señora—le costó trabajo decir aquello, casi le dolió.
—Nadie lo sabrá...
Él se inclinó entonces hacia su hombro para hablarle al oído, aun sujetando la vela por encima de ella.
—Hay cámaras, Señora.
—¿Qué?
—Hay cámaras por todas partes, también aquí en la habitación.
—Ah...—los ojos de Dama Luna se abrieron cuando al parecer ella recordó algo—sí, mi hermana me dijo... que por morbo algunas Dóminas suelen grabar lo que pasa en sus habitaciones a puerta cerrada. Pero hay un cuadro de mandos que puedo programar si quiero cerrar las cámaras para tener intimidad en mi habitación.
Ybara la escuchaba con atención. Lo que la Dama decía era lógico. No tenía ningún sentido que la grabaran a ella si ella no quería que lo hicieran, ¿verdad?. Según eso, entonces, ¿estarían a salvo de miradas allí dentro? Teóricamente sí, pero... quién podía poner la mano en el fuego.
—Si quita las cámaras le daré todo lo que quiera—se oyó a sí mismo decir al oído de la Dama en un susurro quebrado. Sabía que nada era allí seguro al cien por cien, sabía bien que se arriesgaba con aquello, pero al mismo tiempo no podía evitar dejarse llevar.
—¿Todo?—ella sonreía sin querer moverse, mostrando aquel hermoso mapa de cera roja en su espalda.
—Todo—jadeó Ybara, y a continuación se vio mencionando todo aquello que no podía hacer allí—besos en la boca, follarla y pajearla como Usted quiera, mi corrida en la boca si la quiere.
—Me gusta duro, Ybara. ¿Te ves capaz?
Él se obligó a mantener la compostura para no golpear el lateral la bañera con las caderas.
—¿Se refiere a que le gusta que la follen duro, Señora?
—Sí...—jadeó ella—¿crees que podrás hacerlo, o eres de los que les gusta que les traten como a una mujer?
El esclavo sofocó una risa tras los labios apretados.
—No, Señora, no me gusta que me feminicen ni que me traten como a una mujer. Soy un hombre, Dama, me gusta follar yo, no que me follen a mí.
"y entonces, ¿qué demonios haces aquí?" podría haber preguntado ella, con toda la lógica del mundo considerando que cada quien estaba ahí por propia voluntad. Sin embargo no dijo nada y pareció recrearse en las últimas palabras de él durante unos segundos, columpiándose en ellas como si fueran música.
—Quitaré las cámaras—dijo al fin—hay que meter algún tipo de código pero me lo han dejado apuntado.
Sin esperar respuesta por parte de Ybara, Dama Luna se irguió y se preparó para salir de la bañera. El esclavo se apresuró a levantarse para brindarle apoyo con su cuerpo y evitar que ella se resbalara debido a la precipitación. Por un momento vio que el cuerpo de ella trastabillaba y con suavidad colocó una mano en su cintura por si acaso ella perdía el equilibrio.
—Señora, por favor, no corra. Puede hacerse daño—murmuró, ayudándola a salir de la bañera.